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mayo 12, 2021
Sección de libros II.
Ella tenía apenas 18 años y daba clases en el pueblo. El estaba por cumplir 14 y vivía en un mundo infeliz y violento. En este entrañable relato de lo que entre ellos ocurrió durante un año escolar, la autora evoca todo el misterio, toda la angustia y toda la maravilla de crecer.
Por Gabrielle Roy. Imágenes de Robert Chronister.
¿HABÍA sentido alguna vez, a lo largo de mi carrera, el miedo que me inspiró aquel muchacho aun antes de conocerlo?
Acababa de llegar al pueblo y todo parecía marchar sobre ruedas entre mis alumnos y yo. Sin embargo, si yo hablaba con entusiasmo de la escuela al pasar por la tienda a recoger la correspondencia, alguien se encargaba en seguida de enfriar mi fervor.
—Le va bien, ¿no? ¡Me alegro! Aproveche entonces, porque cuando llegue Médéric otro gallo va a cantar.
Después supe de oídas que a la última maestra la había tenido acorralada a punta de cuchillo. Hablaban... decían... No encontré vecino alguno que se abstuviera de vaticinar la guerra entre ese chico y yo.
Había transcurrido ya la primera mitad de septiembre. Mis alumnos de mayor edad volvían a la escuela, pasados los días de la cosecha. Y luego, una mañana...
Trabajaba frente al encerado cuando, de buenas a primeras, el aula se llenó de silencio. Me di la vuelta, alarmada. Todos tenían los ojos fijos sobre un punto blanco que se aproximaba rápidamente por la pradera. El punto aquel era un caballo de crines negras. Inclinado sobre el cuello de su cabalgadura y con un sombrero vaquero enorme echado hacia atrás, un joven jinete azuzaba con gestos salvajes al animal, que ya corría a toda brida.
Llegaron al patio. En lugar de tomar por el sendero, el muchacho acercó su caballo al alambrado de púas, lo saltó y continuó a galope hacia donde ondeaba la bandera. Se bajó de un salto y ató la bestia al asta.
Con el sombrero hundido hasta los ojos, llegó al umbral de la puerta; llevaba botas de tacón alto con dibujos mexicanos, las manos metidas en los bolsillos y un cinturón con tachuelas a la altura de la cadera. Silbando tan despreocupadamente como si paseara por una calle, se llegó hasta medio pasillo, donde había un pupitre ocupado por uno de los alumnos más pequeños. Se desplomó al lado de él y con un movimiento de caderas lo mandó al suelo. Ayudé a levantar al chiquillo, que lloraba, y le dije:
—Ven, mejor es que te retires de este patán.
De buen grado le hubiera dicho más cosas por el estilo, pero me controlé. Yo tenía 18 años y él iba a cumplir 14. Me llevaba fácilmente una cabeza de altura y, con seguridad, igual ventaja en otros aspectos de la vida.
No sabiendo cómo manejar a un muchacho de esa edad, no atreviéndome a nada, no diciendo nada, lo aburrí hasta el punto de que empezó a lanzar al techo bolas de papel engomado. A las 4 de la tarde, a punto de terminar la clase, pronuncié por primera vez su nombre:
—¡Médéric Eymard, haga el favor de sentarse!
Giró en redondo, la mirada alerta y los puños en defensa; pero se sentó.
Yo buscaba compostura, arreglaba mis papeles, hojeaba los libros de ejercicios... Por fin osé levantar la vista, y me pareció que él se encontraba tan nervioso como yo.
Caminé hasta su pupitre y, con el miedo por dentro, me senté a su lado. El se movió ligeramente para darme espacio. Después de todo y pese a su constitución, no era más que un frágil chiquillo.
Hablé como conmigo misma: —Suponiendo que viniera el inspector o el cura y me preguntaran: "¿De dónde salió esa decoración del techo?", ¿qué otra cosa podría contestarles, de no ser esto: "Del mayor de mis alumnos. Y no ejerzo autoridad sobre él porque mide 15 centímetros más que yo... y es el único lo suficientemente alto como para despegar todo eso, si se tomara la molestia"?
De repente, se levantó de su banca y tomó la escalera. No cejó hasta dejar limpio el techo.
Cuando descendió, rojo por el esfuerzo, me miró con una mezcla de desafío y de vergüenza. Sin decir esta boca es mía, salió, saltó sobre su bestia, se echó el sombrero hacia la nuca y partió a todo correr. Pronto no fue más que una mancha en la inmensidad de la llanura.
ME EQUIVOCABA, sin embargo, al pensar que lo había domesticado. Tuve que echar mano de mil peripecias para atraer su atención. A veces me miraba un momento, como si fuera a dejarse atrapar; pero en seguida se escapaba de nuevo, distraído en alguna ensoñación, desdeñándonos a todos.
Parecía uno de esos animalillos inocentes que acaban por dejarse capturar. Por eso me inspiraba lástima y porque yo misma apenas si acababa de dejar atrás las ensoñaciones juveniles, los sueños de adolescente; y estaba tan poco resignada a la vida adulta que, a veces, cuando veía a mis pequeños alumnos llegar con la mañana a la pradera, tan frescos como el mundo que se despertaba, me entraban unos deseos tremendos de correr hacia ellos y colocarme para siempre a su lado, en lugar de esperarlos en la trampa de la escuela.
Un día, con el libro de gramática abierto entre nosotros, vi que Médéric no prestaba atención. Su mirada vagaba por los campos. Gaspard, el caballo de crines negras, levantó desde el pie del asta su fina cabeza y la volvió hacia la escuela con un relincho de reproche, como si quisiera hacernos saber que era tonto pasarse la vida atados, él a su poste y nosotros a nuestros pupitres.
—Si no hubiera escuela —suspiró Médéric—, yo estaría ahora en las colinas de Babcock.
—Cuando odias tanto la escuela, como parece, no sé para qué vienes.
El violeta de sus ojos se ennegreció. Vi por primera vez al niño iracundo que me habían descrito.
—Es por mi padre —gruñó—, que me obliga a venir. Tiene la ley de su parte. Dos veces ha mandado a la policía tras de mí: la primavera pasada, cuando quise trabajar en una granja, y otra vez en que me escapé hacia las colinas de Babcock —temblaba de resentimiento—. Pero pronto cumpliré 14 años. Papá no podrá forzarme más. Seré libre.
UN DÍA en que pasaba por su pupitre me oí preguntar:
—Esas colinas tuyas son sólo altozanos, ¿no?
Sacó su lápiz y con trazos firmes y joviales dibujó un montecillo, puso un árbol aquí, otro allá, unos cuantos bloques de piedra desprendida acullá y algo más. Con tan pocos recursos logró crear la atmósfera de un paraje totalmente ajeno al mundo, atractivo en su profundo secreto.
—En el medio —dijo, esbozando su curso— corre un arroyo. Yo lo seguí un día justo hasta donde nace. El agua es heladísima y hay truchas. Imagínese, señorita. La cosa más curiosa...
Parecía un niño libre, tranquilo, sosegado.
—A veces las truchas van directo al nacimiento y cuando están allí, en esa agua fría, se dejan asir y tocar. ¿Qué le parece?
—Tal vez sea porque la temperatura las atonta.
—Uno puede agarrarlas y acariciarlas —repitió soñando, y en sus lánguidos ojos color violeta latía un tierno amor.
Otro día me contó acerca de su descubrimiento más asombroso. Allá arriba, justo en la cima de la colina, había encontrado la figura de un pez impresa en una piedra.
—¿Hay alguna explicación para eso, señorita?
—Un fósil. Sí, es posible. El lago de Agassiz cubría buena parte del interior de nuestro país hace muchos, muchos años.
Lo mandé por uno de los tomos de la enciclopedia y le pedí que buscara el título de Agassiz. Leímos juntos el largo párrafo.
—¡Exacto! —gritó, feliz de ver impreso y confirmado su descubrimiento.
—Dime, Médéric, ¿esas colinas tuyas están muy lejos?
—No, ¿por qué? Por el atajo no pasan de ser 14 kilómetros.
Poco a poco empezó a comprender el porqué de mi pregunta.¿Le gustaría a usted ir allá?
—¿Le gustaría ir allá?
—¿En qué?
—Yo tengo una yegüita, dócil como la que más.
—Pero...
Pensaba no en la imprudencia que estaba a punto de cometer, sino en la ventaja que podría obtener del interés de Médéric por mostrarme sus colinas.
—¿Quieres que hagamos un pacto? Tú aprendes todo esto —y señalé una buena porción del libro de gramática— y, tan pronto sepas las conjugaciones, te acompañaré.
No creo que haya copiado en la prueba, pues lo vigilé muy de cerca. Lo cierto es que, insólitamente, sacó buenas notas.
El sábado siguiente, muy temprano, llegó hasta mi puerta montado en Gaspard y llevando por la brida a Flora, una yegua dócil que me gustó desde el comienzo.
¿PODRÉ alguna vez olvidar esa pradera tan imponente, tan vasta, tan tristemente noble, tan bella?
En el angosto valle al que llegamos luego de dar varias vueltas, distinguí en lontananza un hilo de agua clara que caía desde debajo de un arbolazo al que la muerte había encorvado hasta hacerlo besar el riachuelo.
Médéric pasó la mano debajo del tronco y tanteó en el agua.
—¡Aquí están, señorita! Acaba de rozarme la mano una. ¡Oiga, otra vez! Se deja asir. ¡Está en mi mano, señorita!
Por miedo de ahuyentar al pez, me gritaba en un susurro de exaltación apenas controlable.
—¡Pruebe, señorita, pruebe!
Metí la mano. Creí sentir un toque en la punta de los dedos, pero supuse que eran las algas. De pronto una criatura pequeña, suave, se deslizó dentro de mi mano entreabierta. Ni siquiera intentó escapar cuando la apreté suavemente.
—¡Me cuesta creerlo! —comenté.
Médéric se puso en cuclillas en la yerba áspera.
—Señorita, usted ha leído mucho. ¿ Cómo explica que las truchas de aquí no nos teman?
—Tú podrías explicarlo mejor que yo. Sabes más acerca de la naturaleza.
—Es un misterio. Hay misterios por todos lados, ¿no cree?
MI CASERA me contó que el padre de Médéric había sido en su juventud buen mozo, seductor, rico. Se había fugado con una muchacha mestiza. El idilio no duró. Poco después de nacer el que ahora era mi alumno, la joven desapareció. Algunos aseguraban que Rodrigue la había echado; otros, que ella había ido una noche a reunirse con su tribu. Varias veces, dicen, intentó ver al niño, pero fue por demás porque los jueces le habían concedido la custodia al padre. Sea cual fuere la verdad, Rodrigue Eymard se dedicó a la siembra desde ese momento. Bebía mucho y daba muestras de desequilibrio mental, luchando de tiempo en tiempo por controlarse, pero sin perseverar.
Y he aquí que un día se presentó Médéric con una ceremoniosa invitación de su padre a cenar con ellos el siguiente domingo.
—Somos la única familia a la que usted no ha honrado aún con su visita. Cualquiera pensaría que nunca va a poner allí el pie. Y dice mi padre que no se preocupe si el tiempo se pone malo, ya que me prestará la berlina para venir a buscarla. Llevo dos años pidiéndole que me deje conducirla.
El domingo amaneció queriendo nevar, y no tardó en llegar a la puerta el vehículo más insólito que jamás haya visto. La mentada berlina era en realidad un trineo de un solo asiento, cubierto por una capota de cuero negro que bajaba hasta el nivel de los ojos.
Acabábamos de partir cuando cayeron los primeros copos y un viento fuerte, procedente de todas partes, comenzó a soplar. Yo soñaba que éramos un barco zarandeado por las olas, una canoa temblando en aguas blancas. Médéric y yo nos miramos en la tenue oscuridad de la berlina, con los ojos brillantes de emoción.
Después de la canción clamorosa del viento, echamos pie a tierra frente a una casa pretenciosa y a un tipo corpulento vestido de domingo y apestoso a alcohol. La idea de que Médéric, cuyo amor salvaje por la libertad no me era desconocido, tuviera que vivir en esa casa, me puso más de su lado.
La cena transcurrió aburridamente en un comedor lóbrego de muebles cargosos y cortinas de terciopelo desteñidas. Rodrigue Eymard, entronizado en la cabecera de la enorme mesa, se servía vino a más y mejor.
—Bueno, cuentan que usted es una maestra excelente y que sabe tratar a los niños. ¿Estoy equivocado o es perder el tiempo y el dinero esperar que a mi hijo le vaya bien en la escuela? ¿Tiene él algo de inteligencia?
En los ojos del muchacho despertó una vieja hostilidad.
—En cierta manera, Médéric es mi mejor alumno. Es el más leal y el más perseverante con las cosas que le interesan... la naturaleza, por ejemplo. Rodrigue dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡La naturaleza! ¡Al diablo con la naturaleza! Lo que quiero es instrucción. Si el chico es tan inteligente, ¿por qué no me da la satisfacción de ser el primero en su clase?
—Tal vez porque su corazón está en otro lado.
El señor Eymard soltó una carcajada desdeñosa, vulgar.
—Por supuesto, es necesario poner el corazón, pero hay corazones y corazones. Uno puede cometer grandes errores en ese terreno. Así cometí yo mi gran error, el mayor de todos. A la edad de Médéric —continuó como para sus adentros— me gustaba la escuela, y creo que talento no me faltaba. Dios sabe qué hubiera ocurrido de haber tenido alguien que me guiara y se preocupara por mi futuro.
"Es por eso —me confió como en secreto, tirándome de la manga— por lo que deseo tanto que él logre, lo que yo nunca logré —luego gritó—: ¡O lo haré ver su suerte!"
Sentí pena por él, pero le dije que ganaría más si dejaba a su hijo seguir sus inclinaciones naturales, aprender a su manera.
—A su manera, claro. ¿Es esa la canción que usted le canta cuando sale con él al campo todo el día?
Para contenerme me obligué a mirar hacia el exterior, a través de las cortinas de encaje.
—El día empeora. Debo irme.
—En absoluto, señorita. La verdadera tormenta no se desatará sino hasta dentro de una o dos horas, por lo menos. Queda tiempo para el café.
Cuando entramos al salón no pude menos de detenerme, estupefacta, a admirar el retrato de una joven hermosísima. Sus ojos eran como los de Médéric, de color violeta profundo, plenos de sueños tristes bajo unas pestañas largas y oscuras.
—Mi finada esposa —explicó Rodrigue, y volvió a carcajear ruidosamente—. Le digo así por comodidad. No está más muerta que usted o que yo, pero podría estarlo desde el momento en que nos abandonó. Prefirió la tienda indígena, la tribu, ¿sabe? —con dejo de desprecio dirigió la barbilla hacia el muchacho—. No me sorprendería que este hiciera otro tanto algún día. Mi única esperanza es usted.
¿"Sabe? —continuó—. No le sentaría mal codearse con con esas niñitas salvajes. Pero si le tuviera que dar un consejo, le diría que esperara a encontrar una que realmente valga la pena. Y en esta pobre región, ¿a quién vale la pena esperar que no sea a nuestra maestrita, caída del cielo, por así decir? ¡Yo también esperé a mi pequeña maestra cuando tenía la edad de este tonto! La hubiera invitado a salir, la hubiera llevado a bailes... Pero ella no fue para salvarme de mi ignorancia y guiar mi vida —sus ojos estaban húmedos—. Mi hijo ha corrido con suerte. Por eso le advertí: No dejes pasar a la maestrita. Ella es tu oportunidad, muchacho".
Me levanté y dije a Médéric:
—Vamos, ¿me llevas a casa?
A PESAR de que ya se había desatado la tempestad y de que podíamos oírla delante de nosotros con un ruido de agua que se desborda de su dique, no sufrimos demasiado mientras permanecimos entre los árboles que, a uno y otro lado, festoneaban el sendero. La nieve cegaba. Médéric y yo guardábamos silencio, sentado él en un extremo del asiento y yo en otro. En algún momento oí un murmullo apenas perceptible:
—Lo siento, señorita. Nunca pensé que la fuera a insultar bajo nuestro propio techo.
Estiré mi mano para tomar la suya y consolarlo, pero interrumpí el gesto al percatarme de que nunca osaría realizarlo, que nunca debería hacerlo.
Cuando salimos hacia la pradera abierta, pareció que pasábamos de un tributario parcialmente navegable a un torrente enfurecido, desbordado, en el que teníamos que luchar contra la corriente. Gaspard era la proa de nuestro frágil barco. Médéric, tenso por la concentración, hacía por distinguir los postes de teléfono que constituirían nuestra única guía.
—Creo que es mejor que no me presente más en la escuela después... de lo que dijo papá —concluyó de pronto.
Otra vez extendí mi mano hacia la suya y otra vez me detuve a mitad de camino.
—Todo lo contrario, Médéric. ¡Hoy más que nunca debes asistir! ¡Es tu única salida!
Sin responder, azuzó a Gaspard. El garboso animal levantó la cabeza con valentía y luchó por continuar corriente arriba en ese torrente de nieve, viento, silbidos y alaridos. La línea de postes había desaparecido y casi diríase que la tierra también. Gaspard se sumergió hasta el pecho en una montaña de nieve, recobró el equilibrio y cayó de nuevo.
—Nos hemos perdido, señorita.
Me parece que eso fue exactamente lo que dijo; pero el tono sugería más bien:
—Señorita, nos hemos salvado. Y yo temblé como si me hubieran dado una buena noticia. Entre tanto Médéric ayudaba a Gaspard. cedí —al calor de las mantas— al ensueño de alejarme de esta vida. Nos vi a salvo, lejos del mal, de las malas herencias, de la distorsión de uno mismo, eso que uno teme más que a nada en el orgullo de la juventud. Nos imaginé a Médéric y a mí tal y como nos encontrarían cuando hubiera pasado la tormenta: dos estatuas puras, intactas y hermosas, con el pelo y las pestañas espolvoreados de nieve.
En eso, de un fuerte tirón el caballo arrancó la berlina del atolladero. El chico saltó al trineo, dejó las riendas flojas y anunció:
—Vamos de nuevo en el camino.
Cerré los ojos y me di a fantasear a gusto. Ahora pasábamos por la vida sin envejecer.
Abrí los ojos. Me encontré mirando uno de los faroles cuadrados que llevaba a cada lado la berlina, con los cristales lindamente enmarcados en plomo. El vidrio devolvía el reflejo de mi rostro.
Junto a mi cara apareció la de Médéric, quien se había acercado sin saber que el vidrio lo reflejaba a él también. Se inclinó hacia mí, tal vez para saber si dormía. Lo contemplé a cierra ojos en el farol donde, en medio de la nieve que caía, pasaron nuestros rostros, borrosos como en una antigua fotografía de boda. Un mechón de pelo escapó de mi gorro y le rozó la cara. Sin moverme, lo vi sacarse un guante y tratar de tomar el mechón. Casi lo tocó, pero detuvo la mano en el aire, sorprendido de sí mismo y de su gesto. Su aspecto era de infinito asombro y de una ternura que no se encuentra en el amor ya satisfecho, ni siquiera en el amor cuando ya se sabe que lo es. Parecía flotar sobre islotes de nieve. Tuve la curiosa impresión de que todo lo que yo estaba viendo ocurría sólo en el farol, el cual había inventado un juego en el que ni Médéric ni yo tomábamos parte. Pero luego el farol me enseñó de nuevo su cara distorsionada y sus ojos, cerrados al sentir el primer miedo del corazón.
NUNCA más fueron iguales las cosas entre Médéric y yo. Aunque él había cumplido 14 años algún tiempo atrás, continuó asistiendo a clases. Ignoro por qué se molestaba en hacerlo, pues cada vez prestaba menos atención. Nunca en verdad había hecho migas en la escuela, por ser harto mayor que los demás, pero ahora se mantenía más aislado que nunca, sin otro compañero que su caballo.
Un día, mientras recitaba su lección, la voz le cambió tan de súbito que todos voltearon a verlo. Unas cuantas niñas rompieron a reír. El, rojo de vergüenza, siguió leyendo en un susurro que apenas oía yo desde mi escritorio.
Ya no me sentaba con él en su banca. Había decidido mantenerlo a distancia precisamente cuando más me necesitaba.
Cierta tarde, después de clase, se ofreció a ayudarme a ordenar. Yo solía pedir a los más grandes que me dieran una mano, pero exceptuaba a Médéric porque vivía muy lejos; pero ahora los días se alargaban.
Sospeché que quería hablarme a solas. Con el lápiz en la mano, fingí estar medio atareada.
—¿Van mejor las cosas con tu padre ahora?
—Señorita, él lamenta de veras lo que pasó la otra vez. ¿Sabe?, ya no bebe tanto. Asegura que daría cualquier cosa por hacerse perdonar con otra cena uno de estos días, si a usted le parece.
—Pero yo creía que eso era asunto terminado, Médéric.
El muchacho rindió la mirada.
—Si usted no quiere volver a nuestra casa, mi padre dice que me presta la berlina para llevarla a cualquier otro lugar que desee. Hay un cine en el pueblo vecino y muchas otras cosas. El piensa que usted debe de aburrirse aquí, siendo joven y sin nadie que la invite a salir.
Saqué frialdad no sé de dónde.
—Yo no me aburro con mi trabajo, Médéric. Esta es mi vida, mi única pasión. Y me basta.
Sus ojos silenciosos mendigaban ayuda.
—Usted ya no me quiere.
Lo miré largamente y me di cuenta de que, ignorante de sus propios sentimientos, quería decir que ya no le prestaba en clase tanta atención como antes.
—Oh, Médéric —sonreí—, por supuesto que sí. No hay otro alumno por el que me preocupe tanto. Si fueras buen estudiante, yo sería la maestra más feliz del mundo.
—Pero ya no quiere venir conmigo a las colinas, ni siquiera pasear en berlina.
—No, Médéric, eso se acabó para mí. En adelante voy a consagrarme a mis clases. Si tú quieres complacerme, haz lo mismo.
Médéric estaba recogiendo sus libros y papeles. Pensé: Me está probando; no debo manifestar que lo tomo muy en serio. Y adopté un aire de indiferencia a pesar de que el corazón me latía nerviosamente. Porque de pronto, ante la idea de perderlo, se me hizo mucho más indispensable de lo que jamás hubiera imaginado.
Con su atado listo, dio un paso hacia el pasillo y me miró a los ojos con cansancio y soledad.
—Señorita, ya no sé qué hago en la escuela. No veo para qué volver.
Miles de palabras de protesta brotaron en mi corazón, palabras cálidas para retenerlo. Pero yo era demasiado joven, demasiado torpe, y sólo pude contestar:
—Si no es para aprender algo, si no quieres educarte, entonces real mente no veo para qué...
No tuve tiempo de decir más. Dio media vuelta y se marchó con pasos largos, arrastrando sus útiles en el extremo de la correa, como un grillete del cual estaba próximo a liberarse para siempre.
LLEGÓ la primavera. Durante varias semanas se había estado preparando detrás de las nubes espesas, de los cielos grises y de la lluvia.
Pero su llegada sólo reavivó mi pena. Me dolía mi fracaso con Médéric. Morían mis últimas esperanzas cuando un día, apoyada en el vano de la ventana, avisté a lo lejos el agitarse de unas crines negras. Médéric se apeó de Gaspard, lo ató al asta y se dirigió al aula. Al verle los libros bajo el brazo, temblé ligeramente en triunfo.
Su sombra traspuso el umbral antes que él y allí se paró aquel delgado hombre-niño, con el extraño aspecto del que ha andado perdido durante días y días. Parecía hallarse al límite de sus fuerzas. Tal vez había ido allí porque no sabía a dónde más ir.
No me saludó ni saludó a sus compañeros. Caminó por el pasillo y se desplomó sobre su banca, encontrando dificultad para colocar las piernas. Busqué en mí una palabra gentil de saludo, pero estaba estupefacta por el cambio operado en él y no pude ni abrir la boca.
Para mi sorpresa, cuando acabó el día y los otros niños se marcharon, Médéric permaneció en su lugar, al parecer porque deseaba hablarme. Turbado como iba, no atinaba a pronunciar siquiera una palabra.
—¿Qué pasa, Médéric?
Sus labios temblaron. Pensé durante un momento que esa simple pregunta iba a arrancarle lágrimas, y nunca lo había visto así. Con tan incontrolable emoción se asomó el niño en ese cuerpo de hombre, y fui a sentarme a su lado como en otro tiempo no muy lejano. Pero entonces no supe qué decir y permanecimos en silencio un largo rato, mirando hacia adelante.
Por fin lo miré. En sus ojos, fijos ya en los míos, había sorpresa y sufrimiento por un primer amor que, en su etapa naciente, no se identifica todavía por su nombre y tiembla de miedo y de alegría y de deseo incomprendido.
Luego, como si se resistiera a seguir vagando hacia lo desconocido o no entendiera lo que le ocurría, descansó la cabeza sobre mi hombro. Su cara estaba pálida. De pronto levantó las manos hacia su corazón, donde la herida, la sorpresa de su carne, lo había tocado.
—¡Oh, señorita! ¿Qué me pasa? Es como si estuviera —lo paralizaba la vergüenza—... No tengo la culpa, no lo he hecho a propósito.
Pasé la mano por su cabello.
—Médéric, nadie lo hace a propósito, ¡nadie!
Antes que tomara mucha conciencia de la situación, le recliné suavemente la cabeza contra el respaldo del pupitre y volví a mi escritorio. Allí, ante mí, moría un niño para dejar nacer a un hombre. Me creí en la obligación de rescatar a todo trance esa parte de Médéric que estaba amenazada; pero no sabía cómo empezar.
Entreabrió los ojos. Me vio esconderme en mi trabajo con los libros y papeles a modo de muro separativo. Dos lágrimas forcejaron hasta liberarse de sus pestañas. Luego, torpemente, Médéric empezó a recoger sus útiles, y no en un acto de ira o de rubor, sino más bien contra su voluntad.
—Fue una buena época —aseveró cortésmente y guardando distancia, pero la voz se le quebró.
—¿Por qué dices eso, Médéric? ¿Qué te impide regresar? Tú tendrás siempre un lugar aquí.
El muchacho sacudió la cabeza con tristeza indicando que había perdido ese lugar por su propia culpa, aunque no a propósito.
—¡Por Dios!, ¿qué va a ser de ti?
—¿Y a usted qué le importa después de todo? —rechazó, y los ojos se le oscurecieron.
—Si, como aseguras, piensas mucho en mí, ¿por qué ni siquiera tratas de vivir a la altura de las esperanzas que tengo puestas en ti?
Esta vez se volvió en seco, y había en su mueca mucho de Rodrigue Eymard.
—¿Qué más quiere?
Dejé que se calmara.
—Me gustaría volver a encontrar antes que abandones la escuela, si tienes que abandonarla, a mi compañero de las montañas. ¿Lo volveré a ver alguna vez?
Levantó la frente en un acto de dolor irreprimible, de resentimiento, de ternura; luego escapó del aula a todo correr, como un niño asustado.
EL AÑO escolar concluyó inesperadamente. Médéric no había vuelto desde aquel primer día de primavera. Sentía una gran pena por él, pero me parecía prudente que se mantuviera alejado. Sin embargo, ansiaba volverlo a ver antes de mi partida. Me habían ofrecido un puesto en una escuela de la ciudad y marcharía a fines de junio. A modo de despedida tendríamos una fiesta en la clase. De cierto, pensé, se enterará de mi partida y vendrá a decir adiós.
La fiesta fue, en su sencillez, conmovedora. Los niños decoraron la escuela con hojas y flores; los padres mandaron tartas y golosinas. Una niñita, en un arrebato de cariño, me echó los brazos al cuello.
Cuando me incliné a besarla advertí que en ella buscaba consuelo al no tener al otro chico a quien consolar.
Pasé el día vigilando la llanura por si aparecía en lontananza la figura de un muchacho y su cabalgadura. Algunos niños acudieron a la estación a despedirme. Me asomé por la ventanilla cuando el tren comenzó a moverse. Las siluetas de todo, frágiles y diminutas, hacían gestos desproporcionados como hacia alguien que se alejara por barco de la costa. Y en el muelle del infinito los pequeños se desvanecieron.
Ahora sólo podía contemplar con indiferencia, la chatedad del paisaje. Mis pensamientos erraban en otro lado: en Médéric y en su asombro, reflejados aquella noche en el farol de la berlina. Y si bien nunca había sido mi intención alentar el naciente amor del muchacho, supe en ese momento que lamentaría saberlo muerto. ¿Qué quería yo, sino ser amada a distancia como una estrella que lo guiara por la vida? Era un anhelo infantil, sí, pero yo misma era una niña.
En ese preciso momento, cuando echaba un último vistazo al paisaje, vi a Médéric atravesando a revienta caballo la pradera, casi acostado sobre su cabalgadura y con el sombrero vaquero echado hacia atrás. Vestía exactamente igual que el día en que por vez primera lo vi llegar a la escuela en su montura de crines negras; y ahora también lo envolvía la pradera vasta, desierta.
Ante el temor de que no me alcanzara, lo instaba en mi imaginación a darse aún más prisa. Luego lo vi atravesar en un punto donde el tren hacía curva. Creí ver en la cabeza de la silla un objeto que él protegía con una mano y pensé, no sé por qué, que era para mí.
Cuando el tren pasó la curva, Médéric estaba ya esperándonos en lo alto de un promontorio, delante de una inmensidad de firmamento nunca antes vista. Nada más verme levantó lo que llevaba en la mano, lo hizo girar dos o tres veces a rodeabrazo para ganar impulso, y luego lo arrojó por la ventanilla. Era un enorme ramo de flores silvestres, ligeras como mariposas y apenas atadas por el tallo con un hilillo de yerba. Me cayeron sobre las rodillas sin deshacerse sus corolas todavía mojadas de rocío.
Nunca había tenido juntas tantas flores silvestres distintas. Sin duda había muchas de campos vecinos, pero otras, como las orquídeas de arroyo, provenían a buen seguro de escondites insospechados. Imaginé a mi ex alumno hurgando por debajo de los arbustos desde la madrugada para que ni la más pequeña flor de la temporada faltara en su ofrenda.
Nuestros ojos se encontraron. Su cara me pareció atenta, seria y llena de amor, tal como el día, ¡siglos atrás!, en que las truchas del agua helada se habían dejado acariciar y él había preguntado: "Hay misterios por todos lados, ¿no cree?"
Mis labios dibujaron las únicas palabras que vinieron a mi corazón: ¡Oh, Médéric, Médéric!
Levantó la mano contra el cielo con un gesto que parecía ser para ahora y para siempre. Gaspard saludó a su manera con dos cabezazos impacientes. La siguiente curva de las vías los arrancó de mi vista.
El ramo que tenía sobre las rodillas exhalaba un olor delicado. Hablaba del joven y frágil verano, apenas nacido y ya moribundo.
CONDENSADO DE "CES ENFANTS DE MA VIE" © 1977 POR EDITIONS INTERNATIONALES ALAIN STANKE LTEE