EL GRAN GOLPE (Hammett Dashiell)
Publicado en
abril 14, 2021
Encontré a Paddy el Mexicano en el garito de Jean Larrouy.
Paddy, un estafador simpático que se parecía al rey de España, me mostró sus grandes dientes blancos en una sonrisa, con un pie me acercó una silla y le dijo a la chica que estaba sentada a la mesa con él:
—Nellie, te presento al detective con el corazón más grande de todo San Francisco. Este gordito hará lo que sea por quien sea, a nada que crea poder colgarle una cadena perpetua. — Se volvió hacia mí y con un movimiento de su cigarro me señaló la chica-: Nellie Wade, a ella no puedes echarle nada encima. No necesita trabajar: su viejo es contrabandista de alcohol.
Era una muchacha delgada, vestida de azul, piel blanca, grandes ojos verdes y con el pelo corto color de nuez. Su rostro, mustio hasta ese momento, revivió en un resplandor de belleza mientras tendía su mano hacia mí a través de la mesa. Ambos reímos por lo que había dicho Paddy.
—¿Cinco años? — me preguntó.
—Seis -la corregí.
—¡Maldita sea! — exclamó Paddy, sonriente, en tanto que hacía una seña al camarero-. Algún día estafaré a algún detective.
Hasta ese momento había estafado a todos: jamás había dormido en una trena.
Miré otra vez a la muchacha. Seis años antes, esta Ángel Grace Cardigan había timado a media docena de tipos de Filadelfia, aunque no les había sacado demasiado. Dan Morey y yo le habíamos echado el guante, pero ninguna de sus víctimas quiso presentar cargos contra ella, de modo que hubo que soltarla. Por aquel entonces, era una joven de diecinueve años, si bien le sobraban dotes y mañas.
En mitad del salón, una de las chicas de Larrouy empezó a cantar Tell Me What You Want And I'll Tell You What You Get. Paddy el Mexicano echó ginebra de su propia botella dentro de los vasos con tónica que nos había traído el camarero. Bebimos y le entregué a Paddy un trozo de papel que llevaba escrito un nombre y unas señas.
—Itchy Maker me ha pedido que te pase esto -expliqué-. Le vi ayer en la casona de Folsom. Dice que es de su madre y que quiere que tú la visites y compruebes si necesita algo. Supongo que ha querido decir que debes entregarle su parte de vuestro último trabajo.
—Hieres mis tiernos sentimientos -dijo Paddy; guardó el papel y sacó a relucir una vez más la botella.
Bebí mi segunda tónica con ginebra y junté los pies, dispuesto a levantarme de la silla y a marcharme a mi mesa. En ese instante, cuatro clientes de Larrouy llegaron desde la calle. Al reconocer a uno de ellos, cambié de idea y permanecí sentado. Alto, nada gordo, iba todo lo emperejilado que puede ir un hombre bien vestido. Sus ojos eran penetrantes, la cara aguda con unos labios que parecían cuchillos afilados y un bigote pequeño y bien recortado: Bluepoint Vance. Me pregunté qué estaría haciendo a mil quinientos kilómetros de su coto privado de Nueva York.
Mientras me lo preguntaba, le di la espalda fingiendo interesarme en la cantante que ofrecía a los clientes, en ese momento, / Want To Be A Bum. Por detrás de ella, lejos, en un rincón, entreví otra cara familiar que también pertenecía a otra ciudad: Happy Jim Hacker, gordo y sonrosado pistolero de Detroit, sentenciado a muerte dos veces y dos veces indultado.
Cuando volví a mirar al frente, Bluepoint Vance, con sus tres compañeros, se había situado a dos mesas de distancia. Se hallaba de espaldas a nosotros. Estudié a sus compañeros.
Sentado frente a Vance, vi a un joven gigante de anchos hombros, pelo rojizo, ojos azules y una cara rústica que, a su modo brutal, casi salvaje, era bien parecida. A su izquierda estaba una joven de ojos astutos y oscuros, que llevaba un sombrero lamentable. La chica hablaba con Vance. La atención del gigante pelirrojo se había concentrado en el cuarto miembro del grupo. La joven bien se lo merecía.
Ni alta ni baja, ni delgada ni regordeta. Llevaba una especie de túnica rusa negra, con bordados en verde de los que colgaban dijes de plata. En el respaldo de su silla había extendido un abrigo de piel negra. Ella debía andar por los veinte: ojos azules, boca roja, rizos castaños asomando bajo el turbante negro, verde y plata... y qué nariz. Atractiva, sin necesidad de perderse en detalles. Lo dije y Paddy el Mexicano asintió con un «así es» y Ángel Grace me sugirió que fuese a decirle a Red O'Leary que yo pensaba que la chica era atractiva.
—¿Red O'Leary es ese pájaro gigante? — pregunté mientras me deslizaba hacia abajo en mi silla, para poder estirar mis pies bajo la mesa y por entre las piernas de Paddy y Ángel Grace-. ¿Quién es su hermosa amiguita?
—Nancy Reagan, y la otra es Sylvia Yount.
—¿Y ese soplagaitas que está de espaldas? — probé sus conocimientos.
El pie de Paddy, en busca del de la joven por debajo de la mesa, tropezó con el mío.
—No me des de puntapiés, Paddy -le rogué-. Me portaré bien. Además, no pienso quedarme a recibir golpes. Me voy a casa.
Intercambiamos saludos y me dirigí hacia la puerta, dando la espalda a Bluepoint Vance.
Junto a la entrada, tuve que hacerme a un lado para dar paso a dos hombres que venían de la calle. Ambos me conocían, pero ninguno de los dos me dirigió el más breve saludo. Eran Sheeny Holmes (no el viejo que había montado el expolio de Moose Jaw en los tiempos de las carretas) y Denny Burke, el rey de Frog Island en Baltimore. Menuda pareja: incapaces de matar a nadie, a no ser que tuvieran ganancias aseguradas y cobertura política.
Una vez fuera, giré hacia Kearny Street y caminé sin prisa; iba pensando que esa noche había lleno de ladrones en el garito de Larrouy, algo más que un simple goteo casual de visitantes notables. Desde un portal una sombra interrumpió mis elucubraciones. La sombra me dijo:
—¡Psss!
Me detuve y escudriñé hasta comprobar que era Beno, un vendedor de diarios casi tonto que me había pasado algunos datos, unos buenos, otros falsos.
—Tengo sueño -gruñí antes de acercarme a Beno y a su montón de periódicos en el portal-. Ya me han contado lo del mormón que tartamudeaba, o sea que si es eso lo que quieres decirme, me marcho ahora mismo.
—De mormones no sé nada -protestó-. Pero sé otras cosas.
—¿Y?
—A ti te va bien decir «¿y?», pero lo que quiero saber es qué me tocará a mí.
—Échate en este agradable portal y duerme -le aconsejé mientras me encaminaba hacia mi casa-. Cuando despiertes te encontrarás muy bien.
—¡Eh! Oye, tengo algo para ti. ¡Lo juro por Dios!
—¿Y?
—¡Oye! — se acercó, susurrando-. Han montado un golpe contra el Nacional de Marinos. No sé cuál es la pandilla, pero es verdad... ¡Lo juro por Dios! No quiero engañarte. No puedo darte nombres. Sabes que te los daría si los supiera. Lo juro por Dios. Dame diez dólares. La noticia bien los vale, ¿verdad? Es de las mismísimas fuentes..., ¡lo juro por Dios!
—¡Sí, de la fuente de la plaza!
—¡No! Juro por Dios que yo...
—¿Qué golpe es ése, pues?
—No lo sé. Lo que he podido averiguar es que piensan limpiar a los Marinos. Lo juro por...
—¿Dónde lo has averiguado?
Beno sacudió la cabeza. Le puse un dólar de plata en la mano.
—Cómprate otro poco de droga y piénsalo mejor -le dije-. Si es lo suficientemente divertido, me lo contarás y te daré los otros nueve.
Me encaminé hacia la esquina; me rascaba la frente mientras analizaba el cuento de Beno. Así, tal cual, sonaba a lo que, seguramente, era: un cuento chino inventado para sacarle un dólar a un detective crédulo. Pero había más. El garito de Larrouy -sólo uno de los muchos que había en la ciudad- estaba poblado de bandidos que constituían una amenaza contra vidas y propiedades. Por lo menos, valía la pena tenerlo en cuenta, sobre todo sabiendo que la aseguradora que cubría al Banco Nacional de Marinos era cliente de la Agencia de Detectives Continental.
Al otro lado de la esquina, a menos de cuatro metros de Kearny Street, me detuve.
A mis espaldas, en la calle que acababa de abandonar, habían sonado dos disparos: provenían de una pistola de grueso calibre. Volví sobre mis pasos. Cuando giré en la esquina vi un grupo de hombres en la calle. Un joven armenio, un chico guapo de diecinueve o veinte años, pasó a mi lado en dirección contraria a la que yo llevaba, a paso lento, silbando Broken-hearted Sue.
Me uní al grupo que rodeaba a Beno y que ya era casi una muchedumbre. Estaba muerto; de los dos agujeros que tenía en el pecho, manaba la sangre hasta el montón de periódicos arrugados sobre la acera.
Me acerqué al garito de Larrouy y eché un vistazo. Red O'Leary, Bluepoint Vance, Nancy Reagan, Sylvia Yount, Paddy el Mexicano, Ángel Grace, Denny Burke, Sheeny Holmes y Happy Jim Hacker habían desaparecido: todos.
Regresé al lugar en que se hallaba el cadáver de Beno. De espaldas contra la pared, aguardé a que llegara la policía, preguntara cosas sin lograr nada ni encontrar testigos y a que se marchara, llevándose consigo los restos del vendedor de periódicos.
Me fui a mi casa y me acosté.
A la mañana siguiente pasé una hora en el archivo de la agencia, rebuscando entre fotografías y antecedentes. No teníamos nada sobre Red O'Leary, Denny Burke, Nancy Reagan ni Sylvia Yount; y sólo algunas suposiciones acerca de Paddy el Mexicano; ni una letra escrita sobre Ángel Grace, Bluepoint Vance, Sheeny Holmes y Happy Jim Hacker, pero estaban allí sus fotografías. A las diez en punto -hora de apertura de los bancos- salí, rumbo al Nacional de Marinos, con todas esas fotografías y la advertencia de Beno.
La oficina de la Agencia de Detectives Continental en San Francisco está situada en un edificio de oficinas de Market Street. El Banco Nacional de Marinos ocupa la planta baja de un elevado edificio gris en Montgomery Street, en el centro financiero de San Francisco. Jamás me ha gustado caminar innecesariamente, ni siquiera siete manzanas, de modo que lo lógico hubiera sido que subiese a algún autobús. Pero había atasco en Market Street, de modo que fui andando, para lo cual giré en Grand Avenue.
Al poco de echar a andar comprendí que algo no iba bien en la zona de la ciudad hacia la cual me dirigía. En principio, ruidos, estrépitos, traqueteos, explosiones. En Sutter Street, un hombre que pasaba a mi lado, entre gruñidos, se sostenía la cara con ambas manos como si quisiera poner en su lugar una mandíbula dislocada. Llevaba una mancha roja en la mejilla.
Bajó por Sutter Street. El embrollo de tráfico llegaba hasta Montgomery Street. Hombres excitados, con la cabeza descubierta, corrían de un lado a otro. Las explosiones se oían con más nitidez. Un coche lleno de policías pasó calle abajo, a toda la velocidad que le permitía el tráfico. Una ambulancia venía, calle arriba, haciendo sonar su sirena, subiéndose en la acera cuando el tráfico le impedía el paso por la calzada.
Crucé Kearny Street al trote. Al otro lado de la calle corrían dos policías. Uno llevaba el arma desenfundada. Ante nosotros, los ruidos de las explosiones formaban un coro siniestro.
Cuando giré en Montgomery Street me fui encontrando cada vez menos mirones: el centro de la calzada estaba lleno de camiones, autocares de excursión y taxis, todos vacíos. Una manzana más arriba, entre Bush Street y Pine Street, el infierno estaba en pleno jubileo.
El jolgorio tenía su climax justo en el centro de la manzana, donde estaban, frente por frente, el Banco Nacional de Marinos y la Compañía Golden Gate.
Las siguientes seis horas las pasé más ocupado que una pulga en el cuerpo de una gorda.
Ya avanzada la tarde, me tomé un descanso en mi faena de sabueso y me fui a la oficina a celebrar junta con el Viejo. Estaba recostado en su silla, mirando por la ventana, repiqueteando sobre el escritorio con su clásico lápiz amarillo.
Mi jefe era un hombre alto, robusto, de unos setenta años, bigote blanco, cara de niño-abuelo y plácidos ojos azules por detrás de unas gafas sin montura; un hombre tan acogedor como una soga de ahorcar. Cincuenta años de dar caza a toda clase de malhechores para la Agencia Continental le habían vaciado de todo lo que no fuese cerebro y un cortés modo de hablar. Su caparazón de cortesía sonriente era siempre el mismo, independientemente de que las cosas le cayeran mal o bien y, por tanto, poco significaba en uno u otro caso. Quienes trabajábamos a sus órdenes nos enorgullecíamos de su sangre fría. Solíamos asegurar, en broma, que el Viejo era capaz de escupir hielo en pleno julio y, entre nosotros, le llamábamos Poncio Pilato, a causa de su sonrisa amable cuando nos enviaba a que nos crucificaran en un caso suicida.
Apartó su vista de la ventana cuando entré, me señaló una silla con la cabeza y se pasó un extremo del lápiz por el bigote blanco. Sobre su escritorio, los diarios de la tarde vociferaban, a cinco colores, los titulares del doble atraco al Banco Nacional de Marinos y a la Compañía Golden Gate.
—¿Cuál es la situación? — me preguntó con el mismo tono con que podría haber preguntado qué tiempo hacía.
—La situación tiene sus bemoles -le expliqué-. Si hubo ladrones metidos en el asunto, han debido ser ciento cincuenta. Yo mismo he visto, o he creído ver, a unos cien, y había muchos más a quienes no he visto y que andarían por allí para entrar a todo trapo cuando hicieran falta refuerzos frescos. Y han sacado tajada, sin duda. Embrollaron a la policía y la han dejado hecha un asco de tanto ir y venir. Han dado el golpe en los dos sitios a las diez en punto, se han apoderado de toda la manzana, han espantado del lugar a la gente sensata y a la que no, la han tumbado de un tiro. El saqueo era coser y cantar para una pandilla de esa envergadura. Veinte o treinta por banco, mientras los demás aguantaban la cosa en la calle. No han tenido más que hacer el equipaje y llevárselo a casa.
»Ahora se está celebrando una reunión de ejecutivos indignadísimos, accionistas de ojos desorbitados y demás, que no paran de chillar pidiendo el corazón del jefe de policía. La policía no hace milagros, ya se sabe, pero no existe departamento de policía equipado para controlar catástrofe como ésta, se pongan como se pongan. Todo el atraco duró menos de veinte minutos. Ha habido, digamos, ciento cincuenta atracadores, bien armados para resistir y con los pasos calculados al centímetro. ¿Cómo se podría llevar a los polis necesarios, hacerse cargo de la situación, planear una estrategia y llevarla a la práctica en tan poco tiempo? Es muy fácil decir que la policía tendría que preverlo todo y disponer de un operativo para cada emergencia. Pero esos mismos pájaros que ahora gritan «corrupción» serían los primeros en aullar «¡qué robo!» si les subieran los impuestos un par de céntimos para comprar más equipo y alistar más policías.
»Sin embargo, la policía ha fracasado, de eso no hay duda. Y van a rodar no pocas cabezas gordas. Los coches blindados no han valido de nada y las granadas han sido útiles a medias, puesto que los ladrones también conocían ese juego. Pero la verdadera desgracia del jaleo han sido las ametralladoras de la policía. Banqueros e inversores han dicho que ya estaban emplazadas: que las atascaron deliberadamente o que las manejaban sin saber, eso se lo pregunta todo el mundo. Sólo una de todas esas ametralladoras llegó a disparar y no demasiado bien.
»La huida fue por Montgomery hacia Columbus, en dirección al norte, pues. A lo largo de Columbus, el desfile se disolvió, de dos en dos coches, por las calles laterales. La policía montó una emboscada entre Washington y Jackson: cuando lograron abrirse camino hasta allí, los coches de los atracadores ya se habían esparcido por toda la ciudad. Ya se han hallado varios... vacíos.
»Aún no hay informes completos, pero hasta este momento lo que se sabe es más o menos lo siguiente: el botín es de sabe Dios cuántos millones y, sin ninguna duda, el más alto que se haya conseguido con armas convencionales. Dieciséis polis han quedado fuera de combate y hay una cantidad tres veces mayor de heridos. Doce espectadores inocentes, empleados de banco y clientes, han sido asesinados, y otros tantos, por lo menos, heridos de gravedad. Hay dos bandidos muertos, junto a otros cinco cadáveres de los que no se sabe si eran atracadores o mirones que se acercaron demasiado. Los asaltantes han perdido, que sepamos, siete hombres; hay treinta y un detenidos, todos con alguna herida.
»Uno de los muertos es el gordo Boy Clarke. ¿Lo recuerda? Escapó a tiros del juzgado de Des Moines hace tres o cuatro años. Pues bien, le hemos encontrado en el bolsillo un trozo de papel con el plano de Montgomery Street entre Pine y Bush, la manzana del atraco. Por la parte de atrás del plano había instrucciones escritas a máquina, que le decían con exactitud qué debía hacer y cuándo. Una X en el plano le indicaba dónde aparcar el coche en el que tenía que llegar con sus siete hombres y había un círculo en el lugar en que debía apostarse con ellos, con los ojos puestos en las cosas en general y en las ventanas y los techos de los edificios del otro lado de la calle en particular. Los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8 en el plano señalan las puertas de entrada, escalones, una ventana profunda y detalles similares, como sitios en los cuales parapetarse, por si fuera necesario disparar contra techos y ventanas. Clarke no debía prestar atención al extremo de la manzana limitado por Bush Street, pero en cambio, si la policía cargaba por el lado de Pine Street, él y sus hombres tendrían que ir hacia allí para distribuirse en los puntos marcados con las letras a, b, c, d, e, f, g y h. Su cadáver estaba en el punto a. Cada cinco minutos, durante el atraco, debía enviar un hombre hasta un coche detenido en la calle, en el lugar señalado con una estrella, para ver si había nuevas instrucciones. Debía advertir a sus hombres que si le mataban, uno de ellos tendría que comunicarlo a las personas del coche para que se les asignara un nuevo jefe. Cuando se diera la señal para la retirada, enviaría uno de sus hombres hacia el coche en que habían llegado al lugar. Si el coche estaba en condiciones de marcha aún, ese hombre debía sentarse al volante y avanzar sin adelantar al coche que tuviese delante. Si el coche estaba inutilizado, el hombre tenía que acudir al coche marcado con la estrella en busca de instrucciones; allí le dirían cómo conseguir otro vehículo. Supongo que contaban con hallar una buena cantidad de coches aparcados con los cuales solucionar inconvenientes. Mientras estuviesen aguardando al coche, Clarke y sus hombres debían echar todo el plomo que pudiesen sobre cada uno de los blancos de su zona y nadie debía subir al coche hasta que el vehículo no estuviese justamente delante de cada cual; luego debían dirigirse por Montgomery hacia Columbus, hasta... en blanco.
«¿Comprende usted? — pregunté-. Tenemos ciento cincuenta pistoleros divididos en grupos y con jefes de grupo, con planos y una lista de lo que debe hacer cada cual, con la indicación de la boca de incendio junto a la que debía arrodillarse, el ladrillo sobre el que había de poner los pies, el sitio en que debía escupir... ¡todo, menos el nombre y las señas del policía al que tenía que matar! Daba igual que Beno me contase o no los detalles: ¡los hubiera tomado por palabrería de drogadicto!
—Muy interesante -dijo el Viejo, con una sonrisa blanda.
—La del gordo Boy ha sido la única lista de instrucciones que se ha encontrado -proseguí con mi informe-. He visto varias caras conocidas entre los muertos y los detenidos, y la policía aún tiene que identificar a otros. Algunos son cerebros locales, pero la mayoría parece género importado. Detroit, Chicago, Nueva York, St. Louis, Denver, Portland, Los Ángeles, Filadelfia, Baltimore: parece que de todos lados han enviado representantes. Tan pronto como la policía les identifique, le haré una lista de nombres.
»De los que no han sido detenidos, Bluepoint Vance parece ser el objetivo fundamental. Estaba en el coche que ha dirigido las operaciones. No sé quién más se hallaba junto a él. Shivering Kid estaba en los preparativos y creo que también Alphabet Shorty McCoy, aunque no logré verle bien. El sargento Bender me ha dicho que creyó ver a Toots Salda y a Darby M'Laughlin, y Morgan ha visto al Dis-and-Dat Kid. Una buena reunión de fueras de la ley: ladrones, pistoleros, estafadores y atracadores desde Rand a McNally.
»La jefatura ha sido una carnicería durante toda la tarde. La policía no ha liquidado a ninguno de sus huéspedes (que yo sepa, por lo menos), pero como hay Dios que les están transformando en creyentes. Los periodistas, que no hacen más que quejarse de lo que llaman tercer grado, andan por allí ahora. Después de unos golpes, algunos de los huéspedes han hablado. Pero la maldición de todo esto es que no saben una palabra. Conocen ciertos nombres: Denny Burke, Toby Lugs, el viejo Pete Best, el gordo Boy Clarke y Paddy el Mexicano. Algo es algo, pero ni los mejores brazos de la policía han podido sacar una sola palabra más a esos tipos.
»El atraco pueden haberlo organizado así: Denny Burke, por ejemplo, tiene fama de habilidoso en Baltimore. Pues bien, coge a ocho o diez muchachos tan astutos como él, de uno en uno. "¿Te gustaría conseguir unos céntimos en la Costa?", les pregunta. "¿Cómo?", averigua el candidato. El rey de Frog Island responde: "Haciendo lo que te ordenen. Tú ya me conoces; te aseguro que es la faena más rápida que jamás se haya pensado: una patada y todo arreglado. Todos los que intervengan volverán a casa con más pasta que la que nunca han soñado... y volverán si no abren la boca cuando no deben. Eso es lo que te propongo. Si no estás de acuerdo, olvídate".
»Esos tipos conocen a Denny, y si él dice que el trabajo es bueno, les basta con su palabra. Y se comprometen con él. Denny no les ha dicho nada, se ha asegurado de que tengan buenas armas, les ha dado un billete para San Francisco y veinte dólares a cada uno, y les ha dicho dónde le verían una vez aquí. Anoche los reúne a todos y les dice que el trabajo es hoy por la mañana. En esos momentos, ya se habían paseado por la ciudad lo suficiente como para advertir que era un hervidero de talentos visitantes, incluyendo a reyezuelos como Toots Salda, Bluepoint Vance y Shivering Kid. O sea que esta mañana, tan chulos y arrogantes, con el rey de Frog Island en cabeza, se ponen en marcha, a ejecutar su tarea.
»Los demás heraldos habrán dicho cosas similares, aunque haya habido variantes. En medio del revoltillo del calabozo, la policía ha hecho lugar para meter algunos de sus chivatos. Pocos son los atracadores que se conocen entre sí, o sea que los chivatos han tenido una tarea fácil por delante. Sin embargo, lo único que han podido agregar a lo ya sabido es que los detenidos aguardan una liberación en masa para esta noche. Al parecer, piensan que la banda asaltará los calabozos y los pondrá en libertad. Lo más posible es que todo eso sea basura, pero esta vez la policía estará preparada, de todos modos.
»Ésta es la situación hasta el momento. La policía barre las calles y detiene a cualquiera que necesite un afeitado o que no pueda exhibir un certificado de buena conducta firmado por su párroco; además vigila con especial atención los trenes expresos, los barcos y los autocares. He enviado a Jack Counihan y a Dick Foley a North Beach, para que merodeen por los lugares conocidos de reunión y vean qué logran averiguar.
—¿Crees que Bluepoint Vance ha sido el verdadero cerebro de este asalto? — preguntó el Viejo.
—Eso espero... al menos le conocemos.
El Viejo hizo girar su silla para que sus ojos apacibles pudiesen contemplar otra vez el paisaje que se le ofrecía a través de la ventana y, con aire reflexivo, tamborileó sobre el escritorio con el lápiz.
—Pues me temo que no -dijo con tono que parecía pedir perdón-. Vance es una alimaña, un criminal con mil recursos y mucha decisión, pero su debilidad es la más común entre los tipos de su clase. Sus aptitudes son buenas para una acción de momento, no para un plan de futuro. Ha llevado a cabo alguna operación de largo alcance, pero siempre he pensado que tenía detrás a otro cerebro dándole las ideas.
No podía discutir. Si el Viejo decía que algo era así o asá, lo normal era que así fuese, porque era uno de esos tipos que aunque estén viendo un nubarrón por la ventana se limitan a decir «Creo que está lloviendo» porque piensan que alguien puede estar echando agua desde el tejado.
—¿Y quién será ese súper-cerebro? — pregunté.
—Es casi seguro que tú lo sabrás antes que yo -me dijo mientras me dirigía una de sus benévolas sonrisas.
Regresé a los calabozos para seguir ayudando a cocer a algunos detenidos en su propio jugo; hasta las ocho, hora en que mi apetito me recordó que no había comido nada desde después de desayunar. Solucioné el asunto y luego me encaminé al bar de Larrouy, andando a paso lento, sin prisa, para que el ejercicio no interrumpiera mi digestión. Estuve en aquel antro durante casi una hora, sin ver a nadie que me interesara en especial. Pocos de los presentes me eran conocidos y ninguno demostraba entusiasmo por acercarse a mí: en los círculos criminales suele ser poco saludable que te vean señalando con el mentón junto a un detective, justo cuando se acaba de llevar a cabo un trabajo.
Al no sacar nada en limpio de allí, me marché en dirección a otro agujero: el de Wop Healy, calle arriba. Me recibieron del mismo modo; me senté a una mesa y permanecí solo. La orquesta de Healy interpretaba Don't You Cheat con todas sus energías mientras los parroquianos que se sentían en buen estado atlético se descoyuntaban sobre la pista de baile. Uno de los bailarines era Jack Counihan, que tenía los brazos ocupados en torno a una chica robusta, de piel olivácea y de cara agradable pero facciones estúpidas.
Jack era un muchacho alto, delgado, de veintitrés años -o veinticuatro- que había aparecido como empleado de la Continental unos pocos meses antes. Era el primer trabajo que tenía y jamás lo hubiera conseguido de no haber insistido el padre en que si su hijito quería seguir disponiendo del dinero familiar, debía hacerse a la idea de que ser universitario no era trabajo suficiente para toda una vida. Y así había llegado Jack a la agencia: había pensado que la faena de detective sería divertida. A pesar de que apresar al ladrón que tocaba en cada caso resultaba más difícil para él que elegir una corbata adecuada, era un prometedor talento detectivesco. Joven, agradable, de buena musculatura para su delgadez, de cabellos suaves, con cara y modales de caballero, nervioso y rápido de cabeza y manos, rebosaba esa alegría juvenil a la que no le importa nada de nada. Tenía la cabeza completamente llena de pájaros, por supuesto, y necesitaba de alguien que lo sujetara, pero yo prefería trabajar con él en vez de hacerlo con no pocos hombres de experiencia que conozco.
Pasó media hora sin nada que me interesara.
Luego entró un muchacho; venía de la calle y era un chico delgado, vestido con ropas poco convencionales, pantalones muy ajustados, zapatos muy brillantes y con una impúdica cara cetrina de facciones muy pronunciadas. Era el muchacho que se me había cruzado silbando, Broadway abajo, un momento después de que Beno hubiese sido despachado.
Me eché hacia atrás en mi silla, de modo que el amplio sombrero de una mujer se interpusiera entre nosotros, mientras observaba al joven armenio esquivando mesas hasta llegar a una, en un rincón apartado, en la que estaban sentados tres hombres. El joven habló -tal vez no les dirigió a ellos más de una docena de palabras- y se alejó hacia otra mesa, en la que se hallaba sentado un hombre de nariz roma y pelo negro. El armenio se dejó caer sobre una silla, frente al hombre de la nariz roma, dijo unas pocas palabras, respondió con aire burlón a algunas preguntas del otro y pidió un trago. Después de haber bebido su copa, atravesó el salón para ir a hablar con un hombre de cara de halcón y de inmediato se marchó del bar.
Le seguí. Al salir, pasé junto a la mesa en que Jack estaba con su chica, y le eché una mirada furtiva. Una vez fuera, vi al armenio que se alejaba, a media manzana de distancia. Jack Counihan me dio alcance y me adelantó. Con un Fátima en la boca le pregunté:
—¿Tienes una cerilla, hermano?
Mientras encendía el cigarrillo con una cerilla de la caja que Jack me había dado, le dije protegido por las manos:
—Ese pájaro de la ropa vistosa... síguelo. Iré detrás de ti. Yo no le conozco, pero si ha sido él quien ha limpiado a Beno por hablar conmigo anoche, me conoce. ¡Pégate a sus talones!
Jack se guardó las cerillas en el bolsillo y se largó a la caza del muchacho. Le di cierta ventaja y luego le seguí. Y entonces ocurrió algo interesante. La calle estaba bastante llena de transeúntes. La mayoría eran hombres, algunos caminaban, otros holgazaneaban en las esquinas y frente a las paradas de venta de bebidas gaseosas. Cuando el joven armenio llegó a la esquina de un callejón, en el que había luz, dos hombres se le aproximaron y hablaron con él; entonces, se separaron, de modo que el muchacho quedó entre ambos. El armenio intentaba seguir caminando, al parecer sin prestarles atención, pero uno de los hombres le detuvo extendiendo un brazo frente a él. El otro hombre extrajo su mano del bolsillo derecho y la alzó hasta la cara del muchacho: sus nudillos emitieron un centelleo plateado bajo la luz. Con un movimiento veloz, el muchacho eludió el brazo y el puño amenazantes y atravesó el callejón a paso tranquilo, sin siquiera volverse a mirar de reojo a los dos hombres que, de inmediato, echaron a andar deprisa tras él.
Antes de que le diesen alcance, otro hombre les dio alcance a ellos. Era un individuo de anchos hombros, brazos largos y aspecto simiesco que yo no conocía. Con cada uno de sus brazos aprisionó a un hombre. Con sus garras en las respectivas nucas, los apartó de su trayectoria, los sacudió hasta hacerles caer los sombreros de la cabeza, hizo chocar ambos cráneos, que sonaron como maderas quebradas, y arrastró los cuerpos exánimes para ocultarlos callejón arriba. Mientras esto sucedía, el muchacho armenio seguía caminando, con su porte airoso de siempre, sin echar ni una sola mirada hacia atrás.
Cuando el rompecráneos salió del callejón, pude verle la cara a la luz: era un rostro de piel oscura y rasgos pronunciados, ancho y plano, con músculos prominentes en unas mandíbulas que parecían convertírsele en abscesos por debajo de los lóbulos de las orejas. El mono aquel escupió, se alzó los pantalones y se escurrió hacia la calle, en pos del muchacho.
El armenio se metió en el bar de Larrouy. El rompecráneos le siguió. Salió el muchacho; por detrás, a menos de un metro de distancia, le seguía el rompecráneos. Jack les había seguido hasta el interior del bar, pero yo me había quedado fuera.
—¿Sigue con los recados? — pregunté.
—Sí. Ha hablado con cinco hombres en el bar. Tiene un guardaespaldas estupendo, ¿verdad?
—Sí. Y tú tendrás que poner mucha atención para no meterte en medio de los dos -le aconsejé-. Si se separan, yo seguiré al rompecráneos y tú no sueltes al pájaro.
Nos separamos para continuar con nuestro juego. Nos hicieron recorrer todos los tugurios de San Francisco: cabarets, salones de billar, hoteluchos de mala muerte, bodegas, garitos y todo lo imaginable. En todos esos lugares el chico fue encontrando hombres a los que transmitir su docena de palabras y, entre uno y otro lugar, fue encontrándose con otros hombres en algunas esquinas.
En varias ocasiones me sentí tentado de seguir a alguno de aquellos tipos, pero me resistía a dejar a Jack solo con el muchacho y con su guardaespaldas: parecían ser muy importantes. Tampoco podía pedirle a Jack que siguiese él a alguno de aquellos hombres, porque no resultaba seguro para mí dejarme ver por el armenio. De modo que seguimos adelante con el juego tal como lo habíamos iniciado, siguiendo a nuestra pareja de agujero en agujero, mientras la noche avanzaba hacia el día.
Unos pocos minutos después de medianoche, nuestros hombres salieron de un pequeño hostal en Kearny Street y, por primera vez desde que les seguíamos, caminaron a la par, uno junto a otro, hasta Green Street, donde giraron hacia el este a lo largo de Telegraph Hill. A media manzana de allí subieron los escalones de la fachada de una desvencijada casa de huéspedes y desaparecieron en el interior del edificio. Me uní a Jack en la esquina en la que se había apostado.
—Ya ha entregado todas las invitaciones -supuse-. De lo contrario, no habría permitido que su guardaespaldas entrase con él. Si durante la próxima media hora no sucede nada, yo me voy y tú te quedas de plantón aquí hasta mañana por la mañana.
Veinte minutos después, el rompecráneos salió de la casa y se marchó calle abajo.
—Yo le sigo. Tú quédate a ver qué pasa con el crío -ordené a Jack Counihan.
El rompecráneos dio diez o doce pasos y se detuvo. Miró hacia atrás, hacia la casa, alzando la cara para observar los pisos superiores. En ese momento, Jack y yo pudimos oír lo que el mono había oído, el sonido que le había hecho detenerse. Arriba, en la casa, gemía un hombre. No era un gemido demasiado fuerte. Incluso en el momento en que se había elevado lo suficiente como para que nosotros pudiésemos oírlo, era débil. Pero en esa voz temblona, en esa única voz, se barruntaban todos los terrores mortales posibles. A Jack le castañeteaban los dientes; a mí se me erizaban los pelos y se me encogía el alma. Pero aun así no pude evitar que se me frunciera el entrecejo. El gemido era demasiado débil, maldita sea, para ser como era.
El rompecráneos entró en acción. De cinco ágiles zancadas regresó a la casa. No pisó ni uno solo de los escalones de la fachada. De la acera pasó al interior del vestíbulo con un único salto que ningún mono podía haber superado en velocidad, agilidad y sigilo. Un minuto, dos minutos, tres minutos. El gemido cesó. Tres minutos más y el rompecráneos abandonaba la casa una vez más. Se detuvo en la acera para escupir y alzarse los pantalones. Luego se perdió calle abajo.
—Ve tú tras él, Jack -ordené-. Iré a ver al muchacho ahora. No podrá reconocerme.
La puerta de entrada del hostal estaba no sólo sin llave, sino abierta de par en par. Eché a andar por un pasillo, en el que una luz mortecina, que venía del piso superior, dibujaba apenas un tramo de escalera. Subí y giré hacia la parte delantera de la casa. El gemido provenía de esa zona, de ese piso o del siguiente. Era muy posible que el rompecráneos hubiese dejado abierta la puerta de la habitación ya que no se había entretenido en cerrar la puerta de la calle.
En el segundo piso no tuve suerte, pero el tercer picaporte que tanteé con cautela en el tercer piso giró y permitió que el borde de la puerta se separara de su marco. Ante aquella rendija aguardé un momento; no oí más que un sonoro ronquido procedente del otro extremo del pasillo. Puse una palma contra la puerta y la abrí unos treinta centímetros más. Ningún sonido. El cuarto estaba negro como los planes de un político honesto. Deslicé mi mano por encima del marco, palpé unos centímetros del empapelado: el interruptor de la luz. Encendí. Dos bombillas en el centro del cuarto arrojaron su débil luz amarillenta sobre una habitación sórdida y sobre el muchacho armenio, que yacía muerto, encima de la cama.
Entré en la habitación, cerré la puerta y me acerqué al cadáver. Los ojos del muchacho estaban abiertos y salidos de sus órbitas. Tenía una sien oscurecida por la marca de un golpe. Su garganta se abría en una línea roja que la atravesaba de oreja a oreja. Junto a esa línea, en los pocos puntos que no se hallaban cubiertos de sangre, el delgado cuello mostraba marcas oscuras. El rompecráneos había golpeado al chico en la sien y luego le había intentado estrangular. Pero el muchacho no estaba muerto y había recuperado la conciencia suficiente como para echarse a gemir: no la suficiente como para no hacerlo. El rompecráneos había regresado para rematar su faena con un cuchillo. Tres líneas rojas sobre las mantas de la cama indicaban los lugares en los que la hoja del cuchillo había sido limpiada.
Asomaban todos los forros de los bolsillos del armenio. El rompecráneos les había dado la vuelta. Revisé toda la ropa del cadáver; pero, tal y como esperaba, no hallé nada: el asesino se lo había llevado todo consigo. El cuarto no me brindó nada más que unas pocas ropas que no ofrecían ninguna información.
Hecho el registro, me quedé en medio del cuarto, rascándome el mentón y sumido en cavilaciones. En el pasillo se oyó un crujido. Retrocedí tres pasos sobre mis zapatos con suela de goma y me metí dentro de un armario sucio, cuya puerta dejé entreabierta apenas.
Sobre la puerta sonó el repiqueteo de unos nudillos, mientras yo desenfundaba mi revólver. Los nudillos repiquetearon otra vez, en tanto que una voz femenina decía:
—¡Kid! ¡Eh, Kid!
Ni el golpe de los nudillos ni la voz eran fuertes. Alguien movió el picaporte. La puerta se abrió para dar paso a la chica de ojos inquietos a quien Ángel Grace había llamado Sylvia Yount.
La sorpresa le paralizó los ojos cuando los posó sobre el cuerpo del armenio.
—¡Santo infierno! — jadeó antes de marcharse.
Ya medio había salido del armario cuando oí que la joven regresaba, de puntillas. Metido nuevamente en mi agujero, aguardé con el ojo puesto en la habitación. Entró en el cuarto deprisa, cerró la puerta sin hacer ruido y se acercó a la cama para inclinarse sobre el cadáver del muchacho. Las manos de Sylvia Yount se movieron sobre el cuerpo, explorando los bolsillos, cuyos forros yo había metido en su lugar.
—¡Maldita suerte! — dijo la mujer en voz alta cuando terminó la estéril búsqueda. Luego se marchó, al parecer, de la casa.
Le di tiempo para que llegara a la acera. Se dirigía hacia Kearny Street cuando abandoné el hospedaje. La seguí por Kearny hasta Broadway y por Broadway hasta el bar de Larrouy. El bar estaba lleno, sobre todo cerca de la puerta; los clientes entraban y salían. Me encontraba a menos de dos metros de la chica cuando ella detuvo a un camarero para preguntarle con un susurro lleno de excitación:
—¿Red está aquí?
El camarero sacudió la cabeza.
—No ha venido esta noche.
La muchacha salió del bar y, taconeando a toda prisa, se encaminó hacia un hotel de Stockton Street.
La observé desde el ventanal que daba a la calle, mientras se acercaba al mostrador y hablaba con el recepcionista. Éste negó con la cabeza. La joven volvió a hablar y el empleado le dio papel y sobre, sobre los cuales garabateó algo con un lápiz que había sobre el escritorio. Antes de abandonar mi posición para ocupar otra más protegida desde la cual me fuese posible cubrir la retirada de Sylvia Yount, me fijé a qué casillero iba a parar el sobre con la nota.
Desde el hotel, en un autobús, la chica se dirigió hacia la esquina de Market y Powell y luego subió por Powell hasta O'Farrell. Allí un joven de cara redonda, que llevaba abrigo y sombrero grises, le salió al encuentro ofreciéndole el brazo y la condujo hasta un taxi, detenido en O'Farrell Street. Les dejé ir, no sin antes tomar nota del número de la matrícula del taxi: el hombre de la cara redonda parecía un cliente más que un compinche.
Eran algo menos de las dos de la mañana cuando regresé a Market Street y me dirigí hacia la oficina. Fiske, que está a cargo de la agencia por las noches, me dijo que Jack Counihan no había regresado ni se había comunicado con él aún. Nada nuevo había sucedido. Le pedí que hiciese levantar a algún agente y al cabo de diez o quince minutos tuvo éxito con Mickey Linchan, que se despertó para atender la llamada.
—Oye, Mickey -le dije-. Te he elegido la más hermosa esquina de la ciudad para que te quedes en ella por el resto de la noche. Así que ponte los pañales y te largas para allá, ¿vale?
Entre sus gruñidos y sus maldiciones, logré intercalarle el nombre y el número del hotel de Stockton Street, le describí a Red O'Leary y le expliqué en qué casillero habían dejado la nota.
—Puede que Red no esté viviendo allí, pero es importante cubrir esa posibilidad -finalicé mi explicación-. Si le ves, trata de no perderle hasta que yo logre enviar a alguien que te lo quite de encima. — Colgué en medio de un estallido de maldiciones, provocado por mis palabras.
La central de policía estaba en pleno movimiento cuando llegué, aunque nadie, todavía, hubiese intentado asaltar los calabozos del piso superior. Con intervalos de pocos minutos, llegaban nuevos lotes de sospechosos. Por todos los rincones había policías, uniformados o vestidos de paisano. La sala de detectives era un avispero.
Al intercambiar información con los detectives de la policía, les conté lo ocurrido con el muchacho armenio. Nos hallábamos organizando una excursión para visitar los restos mortales del chico cuando se abrió la puerta del despacho del capitán y el teniente Duff entró en la sala.
—Allez! Oop! -dijo mientras apuntaba con un grueso dedo a O'Gar, Tully, Reecher, Hunt y a mí-. En Fillmore hay algo que vale la pena ver.
Le seguimos hasta su coche.
Nuestro destino era una casa gris de Fillmore Street. Gran cantidad de gente se había reunido en la calle, con la vista fija en la casa. Un camión de policía estaba aparcado frente a la puerta principal; los uniformes policiales poblaban la entrada y la acera.
Un cabo de bigotes rojizos saludó a Duff y nos introdujo en la casa mientras nos explicaba:
—Han sido los vecinos quienes nos han pasado el dato; dijeron que había pelea y cuando llegamos aquí ya no quedaba quien pudiese reñir, de verdad.
Lo único que quedaba en aquella casa eran catorce hombres muertos.
Once de ellos habían sido envenenados: dosis excesiva de somníferos en la bebida, dijo el forense. A los otros tres los habían matado a tiros en el pasillo, a intervalos regulares. De todo ello se deducía que todos habían bebido un tonel entero -un tonel bien cargado- y que los que no habían bebido, fuese por templanza o porque sospechaban algo, habían sido asesinados de un disparo cuando intentaban huir.
La identidad de los cadáveres nos dio una idea de cuál había sido el nudo de la cuestión. Eran todos ladrones y se habían bebido el veneno a la salud del botín del día.
No conocíamos a todos los muertos, pero todos nosotros conocíamos a algunos y los archivos nos dirían, más tarde, quiénes eran los otros. La lista completa parecía el Quién es Quién en el Mundo de los Ladrones.
Allí estaban el Dis-and-Dat Kid, que habían huido de Leavenworth dos meses atrás; Sheeny Holmes; Snohomish Shitey, quien se suponía que había muerto como un héroe en Francia, en 1919; L. A. Slim de Denver, sin calcetines ni ropa interior y, como siempre, con un billete de mil cosido a cada hombrera de la chaqueta; Spider Girrucci, que llevaba un chaleco a prueba de balas bajo la camisa y que lucía aquella cicatriz desde la coronilla hasta el mentón debida al cuchillo de su propio hermano; Old Pete Best, que en tiempos había sido congresista; Nigger Vojan, que alguna vez había ganado ciento setenta y cinco mil dólares en una partida de póquer en Chicago (sobre su cuerpo, en tres lugares distintos, tenía tatuada la palabra Abracadabra; Alphabet Shorty McCoy; Tom Brooks, cuñado Alphabet Shorty e inventor de aquel tiovivo de Richmond, con cuyas ganancias había construido hoteles; Red Cudahy, que había asaltado un tren de la Union Pacific en 1924; Denny Burke; Bull McGonicke, pálido todavía tras los quince años que había pasado en Joliet, y Toby Pulmones, compinche de Bull, que solía jactarse de haberle limpiado el bolsillo al presidente Wilson en un cabaret dudoso de Washington. El último de la lista era Paddy el Mexicano.
Duff echó una mirada a los cadáveres y no pudo por menos que dejar escapar un silbido.
—Otro par de golpes como éste -dijo- y nos quedaremos todos sin trabajo. Ya no quedarán ladrones de los que haya que proteger a los ciudadanos honestos.
—Me alegra que esto te siente bien -le aseguré-. A mí... no me gustaría nada ser policía de San Francisco durante los próximos días.
—¿Por qué?
—Mira esto: una obra maestra de traición. Ahora mismo nuestra ciudad está llena de tipos dudosos que esperan a que uno de estos cadáveres les lleve su parte del atraco. ¿Qué te figuras tú que sucederá cuando corra la voz de que no habrá pasta para la pandilla? Habrá cien estranguladores, o más, que correrán en busca del dinero que ha desaparecido. Habrá tres robos por manzana y un atraco en cada esquina; te robarán hasta las monedas para el autobús. ¡Que Dios te ampare, hijo, por lo que vas a sudar para ganarte la paga!
Duff encogió sus robustos hombros y pasó por entre los cadáveres en dirección al teléfono. Cuando terminó con sus llamadas, yo hice la mía a la agencia.
—Hace un par de minutos ha llamado Jack Counihan -me dijo Fiske y me repitió la dirección de Army Street que le había dado el muchacho-. Ha dicho que ha puesto a sus hombres allí, con compañía.
Llamé para que me enviaran un taxi y luego me volví hacia Duff para explicarle:
—Voy a salir un momento. Te llamaré aquí si hay algo que tenga relación con esto... y si no lo hay también. ¿Esperarás?
—Si no tardas mucho, sí.
Descendí del taxi a dos manzanas de las señas que Fiske me había dado y bajé por Army Street hasta encontrar a Jack Counihan apostado en un rincón oscuro.
—Tengo una mala noticia -fue su saludo de bienvenida-. Mientras llamaba desde un restaurante que está un poco más arriba, se me ha escurrido alguno de éstos.
—¿Sí? ¿Cómo ha sido la cosa?
—Pues, después de que el mono ese se marchara de Green Street, le seguí hasta una casa de Fillmore Street y...
—¿Qué número?
El número que Jack me dijo era el de la casa con los cadáveres, de donde yo venía.
—Durante los diez o quince minutos siguientes fueron llegando entre diez y doce tipos. La mayoría llegó andando, solos o por parejas. Luego aparcaron dos coches al mismo tiempo. Nueve hombres. Los he contado. Se metieron en la casa y los coches quedaron delante de la entrada. Pasó un taxi y lo llamé, por si mi hombre se alejaba en alguno de esos coches.
»No sucedió nada durante los siguientes treinta minutos, contados a partir del momento en que los nueve tipos entraron en la casa. Luego fue como si todos se hubieran calentado... muchos gritos, algunos disparos. Duró el tiempo suficiente como para despertar a todo el vecindario. Cuando el griterío cesó, diez hombres (también los he contado) salieron a la carrera de la casa, se metieron en los coches y se marcharon. Mi hombre iba con ellos.
»Mi fiel taxista y yo gritamos "¡A la carga!" y salimos tras ellos. Hasta aquí hemos llegado; han entrado a esa casa, al otro lado de la calle, donde todavía está aparcado uno de los coches. Al cabo de una media hora, poco más o menos, pensé que era mejor llamar a la agencia, de modo que dejé el taxi; (que aún está a la vuelta de la esquina, con el contador en marcha) y hablé con Fiske. Cuando volví aquí, uno de los coches se había ido, ¡maldita sea!, y no sé quién se ha marchado en él. ¿Lo he estropeado todo?
—¡Por supuesto! Tendrías que haberte llevado los coches contigo para llamar a Fiske. Vigila al que |ha quedado allí mientras voy en busca de algún refuerzo.
Desde el restaurante que me había señalado Jack llamé a Duff, le dije dónde estaba y agregué: -Si te vienes con tus hombres, tal vez saquemos algún provecho de la situación. Un par de coches llenos de tipos que han pasado por Fillmore Street sin recalar allí, han llegado hasta esta casa. Puede que algunos sigan dentro cuando tú llegues, si vienes de inmediato.
Duff trajo consigo a sus cuatro detectives y a una docena de agentes uniformados. Atacamos la casa por el frente y por la parte trasera. No perdimos tiempo en llamar al timbre; nos limitamos a echar abajo las puertas. En el interior todo fue negrura hasta que encendimos nuestras linternas. No hubo resistencia. En condiciones normales, los seis hombres que encontramos allí dentro nos habrían liquidado, o poco menos, a pesar de que los triplicábamos en número. Pero estaban demasiado muertos para eso.
Nos miramos unos a otros boquiabiertos.
—Oh, esto empieza a resultar aburrido -se quejó Duff mientras se metía en la boca un buen trozo de tabaco-. Lo normal es que el trabajo sea rutinario, pero estoy empezando a cansarme de meterme en habitaciones llenas de ladrones asesinados.
En este caso la lista de nombres era mucho menos larga que la anterior, pero mucho más importante. Estaban Shivering Kid (nadie cobraría ya el dinero ofrecido como recompensa por entregarle); Darby M'Laughlin, con sus gafas de concha ladeadas sobre la nariz y con sus diez mil dólares de diamantes en dedos y corbata; Happy Jim Hacker; Donkey Marr, el último de los patizambos Marr, todos asesinos, padre y cinco hijos; Toots Salda, el hombre más poderoso en el reino de los ladrones, que una vez había sido arrestado y había huido con los dos policías de Savannah a los que se hallaba esposado, y Rumdum Smith, que había asesinado a Lefty Read en Chicago en 1916 y que llevaba un rosario rodeando una de sus muñecas.
Allí no se había tratado de un envenenamiento caballeroso: los habían liquidado con un rifle del 30, provisto de silenciador casero, pero eficaz. El rifle estaba sobre la mesa de la cocina. Una puerta comunicaba la cocina con el comedor. Frente a esa puerta, sobre la pared opuesta, se abría de par en par otra de dos hojas que conducía al salón en el que yacían los cadáveres. Todos estaban junto a la pared de enfrente, como si les hubiesen alineado allí para fusilarles.
El empapelado gris de la pared estaba manchado de sangre y mostraba los agujeros de un par de proyectiles que habían atravesado la mampostería. Los jóvenes ojos de Jack Counihan advirtieron unas manchas sobre el papel: no eran accidentales. Estaban cerca del suelo, junto al cuerpo de Shivering Kid. Los dedos de la mano derecha de Kid estaban sucios de sangre. Antes de morir, había escrito sobre la pared, con los dedos mojados en su propia sangre y en la de Toots Salda. Las letras de cada palabra se desdibujaban en los lugares en que el dedo se había quedado sin sangre y la grafía era deforme, temblorosa, porque, casi sin duda, debía haber escrito a oscuras.
Tratamos de completar los trazos que faltaban, de descifrar las letras superpuestas, de adivinar cuando no podíamos hacer otra cosa. El resultado fue un par de palabras: Big Flora.
—Para mí eso no significa nada -dijo Duff-, pero es un nombre y la mayoría de los nombres que tenemos pertenecen a hombres que están muertos ahora, de modo que será bueno que lo agreguemos a nuestra lista.
—¿Qué pensáis de esto? — preguntó O'Gar, el sargento detective de la sección de Homicidios, famoso por su cabeza en forma de bala. Se refería a los cadáveres-. Sus amigos les han quitado la pasta, los han alineado contra la pared y luego el mejor tirador de todos ellos les ha disparado desde la cocina, ¡bing, bing, bing, bing, bing, bing!
—Así parece -asentimos todos.
—De Fillmore Street han venido diez -dijo-. Seis se han quedado aquí. Cuatro se han marchado a otra casa... donde algunos de ellos no querrán compartir su parte con los demás. Lo único que habrá que hacer será seguir el rastro de cadáveres de casa en casa, hasta que no haya quedado más que uno, que es capaz de jugar a suicidarse y permitir que se recupere el botín tan íntegro como al principio. Muchachos, os deseo que no tengáis que quedaros en pie toda la noche para llegar hasta los restos mortales de ese último ladrón. Ven, Jack, lo mejor será que nos vayamos a dormir un rato.
A las cinco en punto de la mañana abrí mi cama me deslicé entre las sábanas. Me dormí antes de que saliera de mis pulmones la última bocanada s de humo de mi Fátima-de-las-buenas-noches. A las cinco y quince minutos en punto me despertó el teléfono.
Quien hablaba era Fiske:
—Mickey Linchan acaba de llamar para decirme que tu Red O'Leary se ha metido en la cueva, a dormir, hace una media hora.
—Dile que lo detengan -respondí, y a las cinco y diecisiete minutos estaba dormido otra vez.
Con la ayuda del reloj despertador, salté de la cama a las nueve, desayuné y me dirigí hacia la sala de detectives de la policía para enterarme de cómo les había ido con el pelirrojo. El resultado era lamentable.
—Nos tiene varados -me dijo el capitán-. Le sobran coartadas para el día del atraco y para todas las horas de anoche. Y ni siquiera podemos acusar de vagabundeo a ese hijo de puta. Tiene medios de vida. Es vendedor del Diccionario Enciclopédico Universal de Conocimiento Útil y Valioso de Humperdickel, o algo parecido. Comenzó a repartir folletos de propaganda el día antes del golpe y a la hora en que se producía el atraco él estaba yendo de puerta en puerta para preguntar a la gente si le compraban o no sus malditos libros. Al menos, tiene tres testigos que así lo confirman. Anoche estuvo en un hotel desde las once hasta las cuatro y media, jugando a los naipes, y tiene testigos. No le hemos encontrado encima nada, ni tampoco en su cuarto.
Le pedí el teléfono al capitán para llamar a casa de Jack Counihan.
—¿Podrías identificar a alguno de los hombres que viste anoche? — le pregunté cuando logró desprenderse de las sábanas y acudir al teléfono.
—No. Estaba oscuro y se movían muy deprisa. Apenas si podía verle la cara al taxista.
—De modo que no puede, ¿eh? — dijo el capitán-. Pues yo puedo tenerle veinticuatro horas, sin acusarle, y eso voy a hacer, pero tendré que soltarle luego, a menos que tú puedas desenterrar alguna cosa.
Después de pensar durante algunos minutos con el cigarrillo en la boca, sugerí:
—Tal vez será mejor que le sueltes ahora mismo. Se ha provisto de todas las coartadas necesarias, de modo que no tiene motivos para ocultarse. Le dejaremos solo durante todo el día, para que se convenza de que nadie le sigue y, por la noche, iremos tras él sin abandonarle ni un solo instante. ¿Has sabido algo acerca de Big Flora?
—No. El chico asesinado en Green Street era Bernie Bernheimer, alias Motsa Kid. Creo que era un ratero, al menos se codeaba con rateros, pero no era muy...
El repiqueteo del teléfono le interrumpió.
—Sí -respondió al levantar el auricular, y luego agregó-: Un momento -antes de ofrecerme el aparato.
Una voz femenina me dijo desde el otro extremo:
—Soy Grace Cardigan. He llamado a tu agencia y me han dicho dónde podría encontrarte. Necesito verte. ¿Puedes venir ahora mismo?
—¿Dónde estás?
—En el locutorio telefónico de Powell Street.
—Estaré allí dentro de quince minutos -le dije.
Llamé a la agencia y le pedí a Dick Foley que se encontrara conmigo en la esquina de Ellis Street y Market Street cinco minutos más tarde. Luego devolví el teléfono al capitán.
—Hasta luego -saludé antes de marcharme para cumplir con mis citas.
Dick Foley estaba en la esquina cuando yo llegué. Era un canadiense trigueño y menudo, que apenas si alcanzaba el metro cincuenta de estatura puesto en pie sobre unos tacones exagerados y que no debía pesar más de cuarenta kilos; hablaba como un telegrama en escocés y era capaz de seguir a una gota de agua salada desde Golden Gate hasta Hong-Kong sin perderla de vista ni siquiera durante una mínima fracción de segundo.
—¿Conoces a Ángel Grace Cardigan? — le pregunté.
Se ahorró una palabra sacudiendo la cabeza: No.
—Voy a verla al locutorio de Powell Street. Cuando nos separemos, la sigues. Es una chica lista y estará buscándote todo el tiempo. O sea que no te será tan sencillo el asunto, pero haz lo que puedas.
La boca de Dick describió una curva hacia abajo antes de abrirse en una de sus largas y rarísimas frases completas:
—Cuanto más difíciles parecen, más fáciles son -dijo.
Foley se mantuvo a cierta distancia de mí cuando entré en el locutorio. Ángel Grace estaba de pie cerca de la puerta. Tenía la cara más mustia que nunca y por lo tanto mucho menos hermosa; pero sus ojos verdes seguían siendo bellísimos y brillaban con un fuego que nada tenía de mustio. Llevaba un periódico enrollado en una mano. No habló, ni sonrió, ni hizo ninguna clase de gesto de saludo.
—Vamos al restaurante de Charley; allí podremos hablar -le dije, mientras la guiaba a la vista de Dick Foley.
No logré sacarle ni un murmullo antes de sentarnos a una mesa apartada, y aun allí, sólo habló cuando el camarero se marchó con nuestros pedidos. Entonces desplegó el diario sobre la mesa con manos temblorosas.
—¿Esto es verdad? — me preguntó.
Eché una mirada a la noticia que su dedo tembloroso señalaba: era un relato de lo que se había hallado en las casas de Fillmore Street y de Army Street. Pero era un relato parcial. De un vistazo, comprobé que no había nombres y que la policía había censurado bastante la noticia. Mientras fingía leer, me pregunté si sería ventajoso para mí decirle a la chica que la historia era falsa. Pero no pude deducir cuál sería la utilidad de ello, de modo que le ahorré a mi alma el peso de una mentira.
—Prácticamente sí -le aseguré.
—¿Has estado allí? — Había dejado caer el diario al suelo y estaba inclinada sobre la mesa.
—Con la policía.
—¿Estaba...? — su voz se quebró en una nota ronca. Tenía los dedos blancos clavados en el mantel y levantaban dos pequeñas ondulaciones en la litad de la mesa.
Se aclaró la garganta.
—¿Quién estaba...? — alcanzó a decir en su segundo intento.
Hubo una pausa. Esperé. Sus ojos se abatieron y vi la película acuosa que apagaba el fuego que despedían. Durante la pausa llegó el camarero con nuestra comida, la depositó sobre la mesa y se marchó.
—Tú sabes qué te he querido preguntar -me dijo entonces, en voz baja, entrecortada-. ¿Estaba allí? ¿Estaba allí? ¡Dímelo, por el amor de Dios!
Las pesé a ambas: verdad contra mentira, mentira contra verdad. Y una vez más la verdad triunfó.
—Paddy el Mexicano murió... Fue asesinado... en la casa de Fillmore Street -le dije.
Las pupilas de sus ojos se contrajeron hasta convertirse en minúsculos puntos y luego se dilataron hasta casi cubrir el verde del iris. La joven no dijo una sola palabra ni emitió ningún sonido. Su cara estaba vacía. Empuñó el tenedor y se llevó un bocado de ensalada hasta los labios..., luego otro. Me incliné sobre la mesa para quitarle el tenedor de la mano.
—Lo único que haces es echarte la ensalada sobre la ropa -gruñí-. No puedes comer si no abres la boca para meterte la comida.
Tendió las manos sobre la mesa, en busca de las mías; temblaba, me apretó las manos con unos dedos que se sacudían en movimientos espasmódicos y que me arañaron con sus uñas.
—¿No me estás mintiendo? — sollozó mientras le rechinaban los dientes-. ¡Tú eres honesto! ¡Lo fuiste conmigo aquella vez, en Filadelfia! Paddy me ha dicho siempre que eres el único detective decente que existe. ¿No me engañas?
—Te he dicho la verdad -le aseguré-. ¿Paddy significaba mucho para ti?
Asintió con un movimiento rendido y se dominó para dejarse caer en un estado parecido al estupor.
—Está abierta la puerta para vengarle -sugerí.
—¿Quieres decir...?
—Que hables.
Me observó con una mirada fija y en blanco durante un largo rato, como si intentara buscar algún sentido para lo que yo le había dicho. Leí la respuesta en sus ojos antes de que ella la tradujese en palabras.
—Juro por Dios que quisiera poder hacerlo. Pero yo soy hija de John Cardigan, el Cajacartón. No soy quién para delatar a nadie. Tú estás del otro lado y yo no puedo pasarme al tuyo. Ojalá pudiese. Pero la sangre de los Cardigan es demasiado poderosa. A cada minuto desearé que les eches el guante y que estén bien muertos, pero...
—Tus sentimientos son nobles, o al menos tus palabras lo son -me burlé de ella-. ¿Quién te figuras que eres? ¿Juana de Arco? ¿Tu hermano Frank estaría entre rejas ahora si su compinche, Johnny el Fontanero, no le hubiese señalado con el dedo en el rodeo de Great Falls? ¡Despierta, chiquilla! Eres una ladrona entre ladrones y quienes no traicionan son traicionados. ¿Quiénes han liquidado a tu Paddy? ¡Sus compinches! Pero tú no puedes devolver el golpe porque eso sería deshonesto. ¡Dios!
Lo único que conseguí con mi discurso fue que se le acentuara más su aire mustio.
—Yo devolveré el golpe -me dijo-. Pero no puedo, no puedo ser una chivata. No puedo decirte nada. Si fueses un pistolero, te... De todos modos, tendrá la ayuda que necesite para llevar adelante mi juego. Dejémoslo todo así, ¿quieres? Me figuro cómo te sientes tú frente a todo esto, pero... ¿Me dirás quién más... quién más había... a quién más han encontrado en esas casas?
—¡Sí, por supuesto! — rugí en la cara de Ángel Grace-. Te lo diré todo. Te dejaré que me agotes con una bomba hasta quedar seco. ¡Pero, claro, tú no me darás ni siquiera una pista para mantener intachable la ética de tu muy honorable profesión de ratera!
Por el hecho de ser mujer, la joven ignoró cada una de mis palabras y se limitó a repetir:
—¿Quién más?
—No te lo diré. Pero voy a hacer otra cosa. Te diré el nombre de dos que no estaban allí. Big Flora y Red O'Leary.
Su aire letárgico se disipó. Estudió mi expresión con sus ojos verdes, envolviéndome con una mirada torva, oscurecida y salvaje.
—¿Estaba Bluepoint Vance? — preguntó. — ¿Tú qué crees? — repliqué.
Durante otro par de segundos volvió a estudiar mi expresión y luego se puso de pie.
—Gracias por lo que me has dicho -se despidió-, y gracias por haber acudido a mi llamada. Espero que logres vencer.
Se marchó, quedando en manos de Dick Foley. Yo me dediqué a saborear la comida.
Esa tarde, a las cuatro en punto, Jack Counihan y yo detuvimos el coche que habíamos alquilado en un lugar desde el que podíamos vigilar la puerta de entrada del hotel Stockton.
—Ya ha aclarado su situación con la policía, de modo que tal vez no tiene motivos para marcharse de aquí -expliqué a Jack-, y prefiero no meterme con la gente del hotel, porque no les conozco. Si no le vemos por aquí dentro de un par de horas, tendremos que hablar con ellos.
Nos entretuvimos con nuestros cigarrillos, con minuciosas consideraciones que versaban sobre quién sería el próximo campeón de los pesos pesados, consejos sobre cómo comprar una buena ginebra y qué hacer luego con ella; hablamos de la injusticia de las nuevas disposiciones de la agencia que, en cuanto a pago de gastos, consideraban que Oakland estaba dentro de la ciudad, y agotamos algunos otros temas igualmente excitantes. Con todo ello, pasó el tiempo y llegamos a las nueve y diez de la noche.
A las nueve y diez, Red O'Leary salió del hotel.
—Dios es bueno -dijo Jack, mientras descendía el coche para seguir a pie a nuestro hombre.
Por mi parte, puse en marcha el motor. v El gigante de la cabeza roja no nos llevó demasiado lejos. La puerta de entrada al bar de Larrouy se lo tragó unos pocos momentos más tarde. Después de aparcar el coche, entré en el bar. Tanto O'Leary como Jack habían encontrado asientos.
La mesa de Jack estaba junto a la pista de baile. O'Leary se hallaba al otro extremo del salón, cerca de un rincón. Una pareja de gordos rubios dejaba la mesa de ese rincón en el momento en que yo entré, de modo que persuadí al camarero que ya me guiaba hacia una mesa de que lo hiciera hacia la que estaba próxima a Red O'Leary.
El pelirrojo miraba en otra dirección; Red tenía los ojos puestos en la puerta de entrada; la observaba con una ansiedad que se convirtió en alegría cuando vio entrar a una muchacha. Era la chica que Ángel Grace había llamado Nancy Reagan. Ya he dicho que era bonita. Y el pequeño y desafiante sombrero azul que aquella noche le ocultaba por entero el cabello no disminuía su belleza.
El pelirrojo se puso de pie con precipitación y se llevó por delante a un camarero y a un par de clientes mientras se dirigía hacia la muchacha. Como premio a su vehemencia, se ganó alguna expresión provocativa que no pude oír y una sonrisa de ojos azules y dientes muy blancos que... vaya... era muy dulce. Condujo a la joven hasta su mesa y la hizo sentar en una silla que quedaba frente a mí; él, por supuesto, se sentó frente a la muchacha.
La voz de O'Leary era un gruñido de barítono del que mis oídos en estado de alerta no pudieron pillar ni una sola palabra. Al parecer, era mucho lo que tenía que comunicar a la joven y a ella le resultaba agradable lo que oía.
—Pero, Reddy, cariño, no tendrías que haberlo hecho -dijo la muchacha en cierto instante. Su voz (conozco otras palabras, pero será mejor que nos limitemos a ésta) era dulce. Además de un aroma sensual, tenía clase. Fuera quien fuese esa muñeca de pistoleros, o bien había tenido un buen inicio en la vida, o bien había aprendido su papel a la perfección. De vez en cuando, en los momentos en que la orquesta dejaba de tocar, me era posible oír unas pocas palabras; pero no significaban mucho para mí y sólo logré saber que ni la chica ni su rústico acompañante estaban el uno en contra del otro.
El bar estaba casi vacío cuando llegó Nancy Reagan. Sobre las diez de la noche, en cambio, estaba lleno, y las diez es una hora muy temprana para los clientes de Larrouy. Comencé a prestar menos atención a la amiga de Red -a pesar de lo bonita que era- y mucha más a mis vecinos. Mientras comprobaba el hecho, advertí que la proporción de mujeres era mínima con respecto a la de los hombres. Hombres, con cara de ratas, con cara de cuchillo, mandíbulas cuadradas, mentones agudos, rostros pálidos, huesudos, hombres de aspecto gracioso, otros rudos, otros vulgares. Se hallaban sentados de dos en dos, de cuatro en cuatro, a una misma mesa. Llegaban más hombres y... maldita sea... muy pocas mujeres.
Hablaban como si no tuvieran interés en lo que decían. Miraban a su alrededor, recorrían el salón con la mirada y, al llegar a la cara de O'Leary, sus expresiones se vaciaban de todo contenido. Y siempre esas miradas eventuales y aburridas se detenían en el gigante pelirrojo durante uno o dos segundos.
Volví mi atención hacia O'Leary y Nancy Reagan. Red estaba ahora un poco más erguido en su silla que unos minutos antes. Pero su posición era suelta, fácil y, aunque sus hombros se habían encorvado apenas, no revelaba rigidez. La chica le dijo algo. Red se echó a reír mientras volvía su cara hacia el centro del salón. Parecía reír no sólo de lo que ella le había dicho, sino también de aquellos hombres sentados a su alrededor, a la expectativa. Era una risa sincera, joven y descuidada.
La muchacha pareció sorprendida, como si algo en aquella risa la hubiese desconcertado. Luego siguió hablando de lo mismo con su acompañante. Pensé que Nancy no sabía que se hallaba sentada sobre dinamita. O'Leary, en cambio, sí lo sabía. Cada centímetro de su cuerpo, cada gesto suyo parecían pregonar: «Soy robusto, fuerte, joven, rudo y pelirrojo. Muchachos, cuando vosotros queráis cumplir con vuestra faena, allí estaré yo.»
Transcurría el tiempo. Unas pocas parejas bailaban. Jean Larrouy iba y venía con una negra sombra de cuidado en su cara redonda. Su bar estaba lleno de clientes pero, sin duda, en ese instante, Larrouy hubiese preferido tenerlo vacío.
Sobre las once me puse de pie e hice una seña a Jack Counihan. Se acercó a mi mesa, nos estrechamos la mano, intercambiamos algunos «¿Cómo estás?» y «Pues muy bien, ya lo ves», y Jack se sentó a mi mesa.
—¿Qué pasa? — me preguntó bajo la protección de los sonidos de la orquesta-. No puedo ver nada claro, pero hay algo en el aire. ¿O es que me estoy poniendo histérico?
—Lo estarás, en pocos minutos. Los lobos se están reuniendo y Red O'Leary es el cordero. Si tuvieses una mano libre podrías pillar a alguno de los más tiernos, pero estos gorilas han intervenido en el atraco a un banco y, en el momento de la paga, se han encontrado con que los sobres estaban vacíos o con que ni siquiera había sobres. Habrá corrido la voz de que tal vez O'Leary sepa qué ha pasado. Y así es como están las cosas. Ahora esperan... quizá a alguien... quizá a tener suficiente alcohol dentro de su cuerpo.
—¿Y nos hemos sentado aquí porque ésta va a ser la mesa más cercana al blanco de todos estos tipos en cuanto se haya montado el espectáculo? — preguntó Jack-. Vayamos a la mesa de Red. Estaremos más cerca aún y, además, me gusta mucho la chica que está sentada con el pelirrojo.
—No te pongas ansioso; tendrás tu diversión en el momento correspondiente -le prometí-. Es absurdo que O'Leary muera. Si hacen un pacto caballeresco con él, nosotros nos mantendremos fuera del asunto. Pero si las cosas se ponen feas para Red, tú y yo los defenderemos; a él y a la chica.
—¡Así se habla, amigo del alma! — sonrió Jack, con una mueca que le marcó una línea blanca en torno a la boca-. ¿Algún detalle especial? ¿O simplemente nos metemos a protegerles, sin más? ¿Ves la puerta que está a mis espaldas, hacia mí derecha? En cuanto se arme el jaleo, iré a abrirla. Entretanto, tú mantendrás despejado el camino hacia allá. Cuando yo grite, le prestas a Red la ayuda necesaria para que llegue a esa puerta.
—¡Oh, sí, sí! — miró la galería de tipos tan poco tranquilizadores que le rodeaba, se humedeció los labios y luego clavó los ojos en la mano con que sostenía el cigarrillo: una mano temblorosa-. Espero que no pienses que soy un cobarde -dijo-. Pero no soy un asesino con tanta experiencia como tú. Y ésta es una reacción ante la idea de esta inminente matanza.
—¡Y un cuerno de reacción! — le respondí-. Estás tieso de miedo. ¡Pero no hagas tonterías, por favor! Si intentas hacer tu propio número, te aseguro que me encargaré que no quede nada de lo que estos gorilas quieran dejar de ti. Haz lo que te he ordenado y nada más. Si se te ocurre alguna idea brillante, guárdatela para comunicármela luego.
—¡Oh, mi conducta será absolutamente ejemplar! — me aseguró con énfasis.
Era casi medianoche cuando los lobos vieron aparecer lo que habían estado aguardando. La última ficción de indiferencia desapareció de aquellas caras que, gradualmente, habían ido ganando en tensión. Sillas y pies resonaron sobre el suelo: todos se apartaban unos centímetros de sus mesas. Los músculos se flexionaban para que sus cuerpos estuviesen prontos para la acción. Las lenguas humedecieron los labios y los ojos se clavaron al mismo tiempo en la puerta de entrada al bar.
Bluepoint Vance llegaba a la reunión. Llegó solo, saludando a sus amistades, a derecha e izquierda; su cuerpo delgado se movía con gracia, con soltura, dentro de un traje de excelente corte. Una sonrisa de total confianza le cubría la cara de facciones definidas. Sin ninguna prisa, y sin pausa, se acercó a la mesa de Red O'Leary. Me era imposible ver la cara de Red, pero tenía rígidos los músculos de la nuca. La muchacha dirigió una sonrisa cordial a Vance y le dio la mano. Lo hizo con toda naturalidad. Era evidente que no sabía nada.
Vance hizo que su sonrisa gravitara desde la cara de Nancy Reagan hasta la cara del gigante pelirrojo. Parecía la mueca del gato que juega con el ratón.
—¿Cómo van los negocios, Red? — preguntó.
—Pues estupendos -fue la respuesta inmediata.
La orquesta había dejado de tocar. Larrouy, de pie junto a la puerta de entrada, se enjugaba la frente con un pañuelo. Junto a mi mesa, a la derecha, un mono de pecho como un tonel, nariz quebrada y traje a rayas anchas, respiraba con pesadez por entre sus dientes de oro; los ojos grises y acuosos se le salían de las órbitas para no perder un solo movimiento de O'Leary, Vance y Nancy. Su actitud pasaba casi desapercibida: eran muchos los que hacían lo propio.
Bluepoint Vance giró la cabeza para llamar a un camarero:
—Una silla.
El camarero acercó una silla a la mesa que enfrentaba la pared. Vance se sentó echado hacia atrás, apenas vuelto con aire indolente hacia Red; su brazo izquierdo estaba arqueado sobre el respaldo de la silla y su mano derecha sostenía un cigarrillo casi con desgana.
—Bien, Red -dijo después de haberse acomodado en el asiento-. ¿Tienes alguna noticia para mí?
Su voz era suave, pero lo bastante alta como para ser oída en las mesas cercanas.
—Ni una palabra. — La voz de O'Leary no pretendía denotar sentimientos amistosos ni precauciones.
—¿Qué? ¿Conque nada del otro jueves? — la sonrisa de Vance entreabrió sus labios delgados y en sus ojos oscuros brilló una chispa de regocijo muy poco agradable-. ¿Nadie te ha dado nada que debas entregarme?
—No -aseguró O'Leary, enfático.
—¡Dios! — exclamó Vance, mientras la sonrisa de su boca y de sus ojos se ahondaba y se volvía menos agradable aún-. ¡Qué ingratitud! ¿Me ayudarás a cosechar, Red?
—No.
Me sentí disgustado con aquel pelirrojo de poco seso: casi estuve a punto de dejarle librado a su suerte en el momento en que estallara la tormenta. ¿Por qué no trataba de ganar tiempo? ¿Por qué no inventaba un cuento estúpido que Bluepoint se viese obligado a aceptar, siquiera a medias? Pero no... aquel O'Leary tenía un orgullo tan tosco, que se ponía en el papel de niño y se obligaba a montar un espectáculo en lugar de utilizar el meollo. Si hubiese arriesgado su propio pellejo en el jaleo que se avecinaba, habría sido justo. Pero no era justo de ningún modo que Jack y yo tuviésemos que sufrir las mismas consecuencias. Aquel gigantesco zoquete era demasiado valioso para permitir que desapareciera. Y nosotros íbamos a tener que dejarnos zurrar para librarle de lo que se merecía por su empecinamiento de chiquilicuatre. No era justo.
—Tengo que recibir cierta cantidad de dinero, Red. — Vance hablaba con un tono entre perezoso e insultante-. Y necesito ese dinero. — Dio una chupada a su cigarrillo y, como por casualidad, arrojó el humo a la cara del pelirrojo. Luego prosiguió-: Mira, ya sabes que en la lavandería te piden veintiséis céntimos por lavar un pijama. Necesito ese dinero.
—Duerme con la ropa interior puesta -replicó O'Leary.
Vance se echó a reír. Nancy Reagan sonrió, pero en su cara se dibujaba un gesto de inquietud. Al parecer, la muchacha no sabía cuál era el tema de la charla, pero no podía por menos de comprender que había algún tema especial.
O'Leary se inclinó hacia delante y habló con voz clara y alta, de modo que cualquiera pudiese oírle:
—Bluepoint, no tengo nada que darte... ni ahora ni nunca. Y esto vale para cualquiera que esté interesado en el asunto. Si tú o tus amigos pensáis que os debo algo... tratad de quitármelo. ¡Al infierno contigo, Bluepoint Vance! Y si no te sienta bien lo que te he dicho... pues aquí están tus amigos. ¡Diles que vengan!
¡Qué flor y nata de idiota! Pensé que lo único que me sentaría bien en ese momento sería una ambulancia... sin duda tendrían que llevarme con él.
La sonrisa de Vance estaba cargada de malignidad. Sus ojos arrojaban chispas a la cara de O'Leary.
—¿Te apetece que sea así, Red?
O'Leary alzó sus poderosos hombros y luego los dejó caer.
—No me importa que haya pelea -dijo-. Pero será mejor que Nancy quede fuera del asunto. — Se volvió hacia la muchacha-. Será mejor que te marches, cariño, voy a tener mucho trabajo.
La chica fue a decir algo, pero Vance, con sus palabras, no le permitió continuar. Le hablaba con suavidad y no se opuso a que Nancy se marchara. En resumen, vino a decirle que sin duda se sentiría muy sola en adelante, sin Red. Incluso se permitió entrar en detalles acerca de esa futura soledad.
La mano derecha de Red O'Leary descansaba sobre la mesa. De pronto se alzó en dirección a la boca de Vance. Al llegar a su objetivo, la mano se había convertido en puño. Un golpe así suele ser poco eficaz. La fuerza debe provenir de los músculos del brazo, precisamente, de los menos adecuados. Sin embargo, Bluepoint Vance se vio proyectado desde su asiento hasta la mesa contigua. Las sillas del bar de Larrouy quedaron vacías. La fiesta había comenzado.
—De pie -rugí a Jack Counihan, e hice todo lo posible para mostrarme como el gordito nervioso que era en ese instante. Me precipité hacia la puerta trasera, esquivando a los hombres que, sin prisa aún, se dirigían hacia O'Leary. Debo haber tenido el aspecto del tío temeroso que se escabulle cuando hay jaleo, porque a nadie se le ocurrió detenerme y llegué a la puerta antes de que la pandilla estrechara filas alrededor de Red. La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Giré hasta quedar de espaldas a ella, con una porra en la mano derecha y el revólver en la izquierda. Ante mí había muchos hombres, pero todos ellos me daban la espalda.
Erguido junto a su mesa, O'Leary dominaba la escena; su cara rústica y rojiza se había puesto tensa, en una expresión de desdeñoso desafío, y su cuerpo de gigante se balanceaba sobre las plantas de los pies. Entre el pelirrojo y yo estaba Jack Counihan, con la cara vuelta hacia mí, y la boca crispándosele en una sonrisa nerviosa mientras sus ojos bailoteaban, deleitados.
Bluepoint Vance ya se había puesto de pie. Un hilo de sangre le caía desde los finos labios hasta el mentón. Sus ojos eran puro hielo; observaban a Red O'Leary con la mirada calculadora del leñador que mide el árbol que se dispone a echar abajo. La pandilla de Vance tenía los ojos fijos en su jefe.
—¡Red! — vociferé en medio del silencio-. ¡Por aquí, Red!
Las caras se volvieron hacia mí... todas las caras que había en el salón... millones...
—¡Ven, Red! — gritó Jack Counihan, en tanto avanzaba un paso, con su revólver desenfundado.
La mano de Bluepoint Vance relampagueó en dirección al bolsillo interno de su chaqueta. El revólver de Jack disparó hacia él. Bluepoint se echó hacia el suelo antes de que el gatillo del joven se hubiese movido. El proyectil se perdió en el vacío, pero la suerte de Vance estaba echada.
Red alzó a la chica con su brazo izquierdo. Una descomunal automática había florecido en su puño derecho. Luego ya no pude prestar mucha atención al pelirrojo: estaba muy ocupado.
La cueva de Larrouy rebosaba de armas: revólveres, cuchillos, porras, chismes para adornar los nudillos, sillas que se balanceaban con mucho garbo, botellas y toda la miscelánea posible en materia de elementos destructivos. Muchos de esos hombres anhelaban poner sus armas en contacto conmigo. El juego consistía en tratar de alejarme de aquella puerta. Para O'Leary hubiese sido una buena tarea. Pero yo no soy un gigante joven de pelo rojo. Ya rondaba los cuarenta años y, por lo menos, tenía ocho kilos de más. Me gustaba el ocio acorde con mi peso y mi edad: y aquella ocasión no me deparaba el ocio que a mí me gustaba.
Un portugués estrábico me lanzó una cuchillada al cuello y me arruinó la corbata. Le di encima de la oreja, con el costado de mi revólver, antes de que pudiese apartarse de mí; la oreja le quedó colgando sobre el cuello. Un chico sonriente, de no más de veinte años, se arrojó contra mis piernas: una de esas triquiñuelas del rugby. Sentí sus dientes en la rodilla, que alcé, y los sentí quebrarse. Un mulato picado de viruelas apoyó el cañón de su revólver sobre el hombro del tipo que tenía delante. Mi porra golpeó con fuerza el brazo de aquel hombre, que se inclinó hacia un lado en el momento preciso en que el mulato oprimía el gatillo consiguiendo que el disparo le volase la mitad de la cara.
Hice fuego dos veces. Una, cuando vi un arma que me apuntaba al pecho, a menos de treinta centímetros de distancia; la segunda, cuando descubrí a un hombre, de pie sobre una mesa cercana, haciendo puntería hacia mi cabeza. Por lo demás, me confié a mis brazos y piernas y economicé proyectiles. La noche era joven y yo sólo tenía una docena de pildoritas. Seis en el revólver y seis en mi bolsillo.
Aquello era un costal lleno de gatos rabiosos. Esguince a la derecha, esguince a la izquierda, patada, esguince a la derecha, esguince a la izquierda, patada. Sin descanso, sin un blanco. Dios proveerá siempre algún tipo que reciba los golpes del revólver o de la porra, y algún vientre en el que hundir el pie.
Una botella llegó por los aires y se encontró con mi frente. El sombrero amortiguó su fuerza, pero el golpe no me sentó nada bien. Me incliné y sólo pude quebrar una nariz, cuando tendría que haber roto un cráneo. El salón olía mal, la ventilación era paupérrima. Alguien tendría que haber advertido a Larrouy de aquella deficiencia. ¿Qué tal te ha sentado esa caricia en la sien, rubiales? Esta rata de mi izquierda se me está acercando demasiado. La arrastré hacia mi derecha para que se entienda con el mulato y luego le daré con todas mis fuerzas. ¡No ha estado tan mal! Pero no puedo continuar así toda la noche. ¿Dónde están Red y Jack? ¿De pie, por allí, observando mi número?
Alguien me tiró algo sobre el hombro, un piano, a juzgar por la sensación que me produjo. No pude esquivarlo. Otra botella se llevó mi sombrero y parte de mi pelo. Red O'Leary y Jack Counihan se abrían paso a golpes, con la chica protegida entre los dos.
Mientras Jack sacaba a la joven por la puerta, Red y yo limpiamos un pequeño círculo en torno a nosotros. El pelirrojo era hábil para eso. No quise dejarle solo con aquella carga, pero tampoco me preocupaba por ahorrarle ejercicio.
—¡Vamos! — gritó Jack.
Red y yo atravesamos el umbral y cerrarnos la puerta de golpe. No hubiese aguantado ni siquiera con cerradura. O'Leary disparó tres veces a través de la hoja de la puerta, para que los muchachos, al otro lado, tuviesen en qué pensar. E iniciamos nuestra retirada.
Nos hallábamos en un estrecho pasaje iluminado por una luz bastante potente. A un extremo se veía una puerta cerrada. Hacia la derecha se alzaba una escalera.
—¿Recto? — preguntó Jack, que iba al frente.
O'Leary respondió:
—Sí.
Yo ordené:
—No. Vance ya habrá hecho bloquear esa puerta, si es que sus monos no lo han hecho antes. Arriba, por la escalera, al tejado.
Llegamos a la escalera. A nuestras espaldas la puerta se abrió con violencia. De inmediato la luz se apagó. Al otro extremo del pasaje la puerta se abrió de par en par, a juzgar por el ruido. Ni un mínimo rayo de luz atravesaba ninguna de las dos puertas. Vance hubiese querido un poco de luz. Sin duda Larrouy debía haber accionado el interruptor, con la esperanza de evitar que su almacén quedara convertido en astillas.
En el pasaje a oscuras crecía el tumulto, mientras nosotros subíamos por la escalera mediante el antiguo sistema del tanteo. Fueran quienes fuesen los que habían entrado por la puerta trasera, se estaban uniendo a los que nos seguían desde el bar. Se unían entre topetazos, maldiciones y algún que otro disparo. ¡Sus fuerzas crecían! Subíamos Jack a la cabeza, luego la muchacha, yo por detrás y Red O'Leary que cerraba la marcha.
Galante, Jack iba dando pistas a la joven:
—Cuidado en el descansillo, media vuelta a la izquierda ahora, la mano derecha contra la pared y...
—¡Cállate! — le gruñí-. Es preferible dejar que se caiga y no que se nos echen encima todos esos monos.
Llegamos al segundo piso. Era la negrura misma. Y el edificio tenía tres plantas.
—No encuentro el comienzo del otro tramo -se quejó Jack.
Tanteamos en la oscuridad, en busca del tramo de escaleras que nos podría llevar hasta el tejado. No pudimos hallarlo. Abajo, el alboroto se aquietaba. La voz de Vance advertía a los suyos que se estaban mezclando y dando de golpes unos con otros; todos se preguntaban por dónde habíamos salido nosotros. Al parecer, nadie lo sabía. Nosotros tampoco.
—Por allí -llamé entre la oscuridad. Me abrí paso por el pasillo hacia la parte posterior del edificio-. A algún lado iremos a parar.
Desde abajo aún nos llegaban ruidos, pero ya no eran de pelea. Los hombres hablaban de conseguir alguna luz. Tropecé contra una puerta, al otro lado del pasillo, y la abrí. Un cuarto con dos ventanas, a través de las cuales el pálido resplandor de las luces de la calle nos pareció el brillo del sol, después de la oscuridad en que nos habíamos movido. Mi pequeña banda me siguió y cerramos la puerta.
Red O'Leary atravesó el cuarto y se asomó por una de las ventanas.
—La calle trasera -murmuró-. No hay modo de bajar, como no sea saltando.
—¿Alguien a la vista? — pregunté.
—No veo a nadie.
Miré a mi alrededor: una cama, un par de sillas, una cómoda y una mesa.
—Tiraremos la mesa por la ventana -dije-. La arrojaremos tan lejos como nos sea posible y quiera Dios que el estrépito les haga salir antes de que se decidan a echar una mirada aquí arriba.
Red y la muchacha se aseguraban mutuamente que cada uno estaba aún entero y de una sola pieza. El pelirrojo se apartó de la joven para echarme una mano con la mesa. La balanceamos un par de veces y la soltamos. La mesa se comportó muy bien, al estrellarse contra la pared del edificio de enfrente para caer dentro de un patio y producir un buen estrépito sobre una pila de hojalata o una colección de cubos de basura o algo semejante que generó un simpático estruendo. Pero no se habría oído a más de una manzana y media de distancia.
Nos apartamos de la ventana en el momento en que nuestros perseguidores comenzaron a precipitarse hacia la calle por la puerta trasera del bar de Larrouy.
La muchacha, incapaz de hallar heridas en el cuerpo de O'Leary, se había dedicado a Jack Counihan. El chico tenía un corte en la mejilla. Y ella se proponía curárselo con un pañuelo.
—Cuando termines con éste -le decía Jack a su improvisada enfermera-, saldré para que me hagan otro en la otra mejilla.
—¡Oh!, ésa es una buena idea -aprobó Nancy.
—San Francisco es la segunda ciudad de California. Sacramento es la capital del estado. ¿Te interesa la geografía? ¿Quieres que te hable de Java? Nunca he estado allí, pero tomo el café que produce la isla. Si...
—¡Tonto! — dijo Nancy, y se echó a reír-. Si no te quedas quieto, terminaré ya mismo.
—¡Oh!, ésa ya no es una buena idea -replicó mi ayudante-. Me quedaré quieto.
Nancy no hacía más que enjugar la sangre de la mejilla: una sangre que tendría que haberse secado allí, por si sola. Cuando terminó sus primeros auxilios perfectamente inútiles, la joven retiró la mano con lentitud, observando los poco visibles resultados con aire de orgullo. Cuando su mano llegó a la altura de los labios de Jack, él inclinó la cabeza hacia delante y estampó un beso en la punta de uno de esos dedos.
—¡Tonto! — dijo Nancy otra vez y alejó su mano deprisa.
—Déjate de ésas -masculló Red O'Leary-, o te pongo fuera de combate.
—Métete en lo que te importa -respondió Jack Counihan.
—¡Reddy! — gritó Nancy, demasiado tarde.
La derecha de O'Leary salió a relucir. Jack recibió el golpe en mitad del estómago y fue a dar en el suelo, dormido. El gigante pelirrojo giró sobre sus talones para enfrentarse conmigo.
—¿Tienes algo que decir? — preguntó.
Miré hacia abajo, a Jack, con una sonrisa. Luego alcé la cabeza para sonreírle a Red.
—Estoy avergonzado de él -dije-. Dejarse poner fuera de combate por un pesado que usa la derecha.
—¿Quieres probarla?
—¡Reddy! ¡Reddy! — suplicó la muchacha, pero ninguno de los dos le prestábamos atención.
—Si lo haces con la derecha -respondí al pelirrojo...
—Lo haré -prometió, y así lo hizo.
Yo hice mi parte: esquivé el golpe torciendo la cabeza y le metí el índice en el mentón.
—Ése podría haber sido un puñetazo -le advertí.
—¿Sí? Pues allí va uno.
Me las apañé para soportar su izquierda, flexionando mi brazo por delante de mi garganta. Pero con eso ya había agotado mis recursos defensivos. Y me pareció mi deber tratar de hacerle algo al gigante, si es que me era posible. La muchacha le aprisionó un brazo y se colgó de él.
—Reddy, cariño, ¿no te ha bastado la pelea de esta noche? ¿No puedes ser sensato, aunque seas irlandés?
Tuve que reprimir la tentación de darle un buen golpe, mientras su amiguita le tenía aferrado.
El pelirrojo se echó a reír, bajó la cabeza y besó en los labios a la muchacha. Luego me dedicó una sonrisa.
—Siempre hay una segunda vez -me dijo, de buen talante.
—Será mejor que salgamos de aquí si es posible -dije-. Has organizado demasiado jaleo y no estamos a salvo en este lugar.
—No te preocupes tanto, gordito -me respondió Red-. Cógete de los bordes de mi chaqueta y yo te sacaré.
El muy idiota. De no haber sido por Jack y por mí en ese momento no le quedarían ni siquiera los bordes de la chaqueta.
Nos acercamos a la puerta poniendo todos nuestros sentidos. No se oía ningún ruido.
—La escalera hacia el tercer piso debe estar por delante -susurré-: busquémosla.
Abrimos la puerta con cuidado. La luz que llegaba por atrás fue suficiente para dejarnos vislumbrar una promesa de quietud. Nos deslizamos por el pasillo, cada uno con una mano en un brazo de la muchacha. Tenía la esperanza de que Jack se las compusiera para salir de allí: él mismo se había hecho poner fuera de combate y yo tenía mis propios problemas.
Nunca había pensado que el edificio del bar de Larrouy fuera tan grande como para tener un pasillo de un kilómetro de longitud. Y lo tenía. Recorrimos casi medio kilómetro en la oscuridad antes de llegar a la escalera por la que habíamos subido. No nos detuvimos allí para escuchar las voces del piso inferior. Al cabo de otro medio kilómetro, el pie de O'Leary halló el escalón inicial del tramo que llevaba hacia arriba.
En ese preciso instante, un grito brotó del extremo inferior del tramo de escalera que habíamos dejado atrás.
—¡Arriba! ¡Están arriba!
Una luz blanca relampagueó sobre el gritón y un inconfundible tono irlandés se dejó oír en las palabras que alguien dijo desde abajo:
—Vamos, baja, bola de viento.
—La policía -susurró Nancy Reagan. A empellones subimos por la escalera que nos conducía hacia el tercer piso.
Más oscuridad, tal como la que habíamos dejado atrás. Nos detuvimos en el tope de la escalera. Al parecer no teníamos compañía.
—El tejado -dije-. Corramos el riesgo de encender una cerilla.
A nuestras espaldas, en un rincón, la débil luz de la cerilla nos dejó ver una escala adherida a la pared que llevaba hasta una trampilla en el cielo raso. En el mínimo tiempo posible nos hallamos sobre el tejado del bar de Larrouy, con la trampilla cerrada ya.
—Todo de maravilla -dijo O'Leary-, y si las ratas de Vance y la poli se entretienen unos minutos más... ¡vía libre!
Dirigí la marcha por los tejados. Bajamos unos tres metros para pasar al edificio contiguo y luego subirnos apenas para llegar al siguiente. Al final de ese tercer tejado, encontramos una escalera de incendios que bajaba hasta un patio estrecho con una puerta que daba a un callejón.
—Por aquí tendría que ser -dije y comencé a bajar.
La chica bajó por detrás de mí y, por último, lo hizo Red. El patio en el que habíamos ido a dar estaba vacío: una pequeña superficie de cemento entre dos edificios. El extremo de la escalera de incendios crujió bajo mi peso, pero el ruido no produjo ninguna alarma a nuestro alrededor. La oscuridad del patio era mucha, pero no llegaba a la negrura total.
—Cuando estemos en la calle, nos separaremos -me dijo O'Leary, sin una palabra de gratitud por mi ayuda: una ayuda que, según él, no habría sido necesaria, sin duda-. Tú te irás por tu lado y nosotros por el nuestro.
—Aja -asentí, mientras me devanaba los sesos para determinar qué podía hacer en esas circunstancias-. Investigaré ese callejón antes de salir.
Con sumo cuidado me dirigí hacia el otro lado del patio y arriesgué mi cabeza descubierta para atisbar en el callejón. Estaba en silencio, pero en una de las esquinas, a un cuarto de manzana, dos vagabundos parecían estar muy entregados a su holgazanería. No eran policías. Di un paso hacia la calle y los llamé. No podían reconocerme a esa distancia y con tan poca luz; tampoco había motivos para que pensasen que yo no era de la pandilla de Vance, en el caso de que ellos sí lo fueran.
Cuando se encaminaron hacia donde me hallaba yo, retrocedí hasta el patio y silbé a Red. No era de los que hay que llamar dos veces cuando hay pelea. Llegó a mi lado en el instante en que los otros dos hacían su aparición. Me encargué de uno de ellos. Red del otro.
Lo que yo necesitaba era organizar algún lío. Tuve que sudar como una mula para conseguirlo. Para ser justos, aquellos dos eran un par de caramelos. El mío no sabía qué hacer frente a mis embestidas. Tenía un revólver, pero lo primero que consiguió fue dejarlo caer y, en la refriega, lo pateamos lejos de todo posible alcance. El vago se dobló en dos, mientras yo sudaba tinta para hacerle recuperar su posición erguida. La oscuridad me prestaba su auxilio, pero aun así era ridículo fingir que aquel tipo me estaba dando guerra; mi intención era ponerle a espaldas de O'Leary, que en esos momentos no tenía ninguna dificultad con el suyo.
Por fin lo logré. Estaba detrás de O'Leary, que había arrinconado a su adversario contra la pared con una mano y, con la otra, se disponía a ponerle fuera de combate. Sujeté con la mano izquierda la muñeca de mi contrincante, le hice girar hasta que quedó de rodillas, desenfundé mi revólver y le metí un tiro en la espalda a O'Leary, por debajo del hombro derecho.
Red se inclinó, sin dejar de aplastar a su hombre contra la pared. Yo me deshice del mío con un golpe del cañón de mi arma.
—¿Te ha dado, Red? — le pregunté, en tanto que le sostenía con un brazo y asestaba un buen golpe en la cabeza de su oponente.
—Sí.
—Nancy-llamé.
La chica corrió hacia nosotros.
—Sosténlo de ese lado -dije a la muchacha-. Trata de tenerte en pie, Red, y nos escurriremos de aquí ya mismo.
La herida era demasiado fresca aún para que afectara a sus movimientos, pero tenía el brazo derecho fuera de combate. Bajamos por la calle hasta una esquina. Tuvimos perseguidores antes de llegar a ella. Caras curiosas nos observaron en la calle. A una manzana de distancia, un policía comenzó a moverse en dirección a nosotros. Con la muchacha sosteniendo a O'Leary de un lado y yo del otro, corrimos durante media manzana para llegar hasta el coche que habíamos utilizado Jack y yo. La calle estaba animada en el momento en que puse en marcha el motor y la chica acomodó al gigante pelirrojo en el asiento trasero. El poli gritó y nos obsequió con un tiro al aire. Abandonamos el vecindario.
No me había fijado ningún destino todavía, de modo que después de la primera escapada veloz, disminuí la marcha, di la vuelta a no pocas esquinas y me detuve en una calle oscura, al otro lado de Van Ness Avenue.
Red estaba casi caído en un rincón del asiento trasero; la chica trataba de mantenerlo erguido cuando me volví a mirarles.
—¿Adónde? — pregunté.
—¡Un hospital, un médico, algo! — sollozó la muchacha-. ¡Está muriéndose!
No me creí semejante cosa. Y si era verdad, la culpa era del propio Red. De haber demostrado la gratitud suficiente como para llevarme consigo en calidad de compañero, no me hubiese visto yo obligado a dispararle, de modo que tuviese que llevarme consigo en calidad de enfermera.
—¿Adónde quieres ir, Red? — le pregunté, tocándole una rodilla con el dedo.
Me respondió con dificultad: las señas del hotel de Stockton Street.
—Eso no me parece bien -me opuse-. Todo el mundo en la ciudad sabe que ésa es tu cueva y si vuelves allá, te limpiarán. Piénsalo. ¿Adónde quieres ir?
—Hotel -repitió.
Me puse de rodillas sobre el asiento y me incliné hacia él, para seguir con mi trabajo de convencimiento. Estaba débil. Ya no podría resistir mucho tiempo más. Intimidar a un hombre que, después de todo, tal vez estuviese a punto de morir, no era muy caballeresco. Pero ya había invertido no pocos cuidados en aquel pollo con la intención de que me condujese hasta sus compinches. Y no estaba dispuesto a amilanarme por tan poca cosa. Durante algunos minutos me dio la impresión de que aún no se encontraba lo bastante débil. Tal vez me vería obligado a dispararle nuevamente. Pero la muchacha me secundó de modo admirable y, por último, entre ambos logramos convencerle de que la única alternativa segura era marcharnos a algún lugar donde pudiese permanecer oculto, mientras se le brindara la atención médica que le era imprescindible. En rigor no le convencimos de nada... Sólo le fatigamos hasta que cedió, porque se encontraba demasiado débil para continuar la discusión. Me dio una dirección de las afueras de la ciudad, cerca de Holly Park.
Con la esperanza de que todo fuese para bien, enfilé el coche hacia allá.
Era una casa pequeña en medio de una hilera de otras casas pequeñas. Sacamos a nuestro gigantón del coche y entre ambos le arrastramos hasta la puerta de la calle. Casi podría haberlo hecho por sí mismo, sin ayuda nuestra. La calle estaba a oscuras. No se veía ninguna luz dentro de la casa. Hice sonar el timbre.
No sucedió nada. Otro timbrazo. Luego, otro más.
—¿Quién es? — preguntó una voz áspera, desde el interior de la casa.
—Red está herido -respondí.
Hubo silencio durante unos momentos. Luego la puerta se abrió, menos de diez centímetros. A través de la abertura llegaba un hilo de luz: suficiente para reconocer la cara chata y los protuberantes músculos de las mandíbulas del rompecráneos que había sido guardaespaldas y verdugo de Motsa Kid.
—¿Qué diablos? — preguntó.
—Asaltaron a Red. Casi lo liquidan -expliqué empujando hacia delante al pelirrojo semiinconsciente.
Pero no conseguimos mover la puerta: el rompecráneos la sostuvo tal como estaba.
—Esperaréis -dijo antes de cerrarnos la puerta en las narices. Desde el interior nos llegó su voz-: Flora.
Aquello sí que fue bueno. Red nos había llevado al sitio exacto que yo pretendía descubrir.
Cuando el rompecráneos volvió a abrir la puerta, la abrió de par en par y Nancy Reagan y yo nos adelantamos con nuestro fardo. Junto al rompecráneos, de pie, vestida con una prenda de mal corte y de seda negra, una mujer nos observaba. Big Flora, supuse.
Mediría, por lo menos, metro setenta y cinco, sobre los tacones finos de sus pantuflas. Eran muy pequeñas aquellas pantuflas y comprobé que también lo eran sus manos sin anillos. Pero no el resto de su cuerpo. Tenía hombros anchos, un pecho amplio y una garganta rosada que, a pesar de su piel suave, dejaba ver una musculatura de luchador. Aparentaba, poco más o menos, mis años -cerca de los cuarenta- y tenía el pelo muy rubio, rizado y brillante; la piel sonrosada subrayaba la belleza brutal de su cara. Sus ojos profundos eran grises, sus labios gruesos estaban bien delineados y su nariz era lo bastante ancha y curvada como para darle un aspecto de fuerza; el mentón de Big Flora era digno de esa nariz. Desde la frente hasta la garganta, su piel rosada encubría suaves y poderosos músculos.
Aquella Big Flora no era un juguete. Tenía el aspecto y la actitud de una mujer que bien podía haber organizado el atraco y la traición posterior. A menos que su rostro y su cuerpo mintiesen, era poseedora de toda la fortaleza física y mental, y de la voluntad necesarias para el caso. Y aún algo más, si fuera preciso. El material de que estaba hecha, sin duda, era más duro que el del mono rompecráneos que estaba de pie a su lado o que el del gigante pelirrojo que yo sostenía.
—¿Bien? — preguntó una vez que la puerta se hubo cerrado a nuestras espaldas. Su voz era profunda pero no masculina... era una voz adecuada a su porte.
—Vance lo ha atacado con toda su pandilla en el bar de Larrouy. Tiene un tiro en la espalda -le respondí.
—¿Tú quién eres?
—¡Mételo en la cama! — desvié el tema-. Tendremos toda la noche para hablar.
Big Flora se volvió e hizo chasquear sus dedos. Un hombrecito viejo y desarrapado emergió de una puerta cercana a la parte trasera de la habitación. Sus ojos marrones transmutaban un miedo cerval.
—Ve arriba, maldición -ordenó Flora-. Prepara la cama, lleva agua caliente y toallas.
El hombrecito trepó por la escalera como si fuese un conejo atacado de reumatismo.
El rompecráneos ocupó el puesto de la muchacha junto a Red y entre ambos lo llevamos, escaleras arriba, hasta un cuarto en el que el viejo se movía deprisa, con las manos cargadas de palanganas. Flora y Nancy Reagan nos siguieron. Echamos al herido boca abajo sobre la cama y le desnudamos. Aún manaba sangre del orificio del proyectil. Red O'Leary estaba inconsciente.
Nancy Reagan perdió todo su aplomo.
—¡Está muriéndose! ¡Llamad a un médico! ¡Oh, Reddy, amor mío...!
—¡Cállate! — ordenó Big Flora-. Este mierda tenía que ir a reventar al bar de Larrouy, justamente esta noche. — Aprisionó al hombrecito asustado por un hombro y lo empujó hacia la puerta-. Desinfectante y más agua -le ordenó-. Dame la navaja, Pogy.
El hombre con aspecto de mono extrajo el arma de uno de sus bolsillos. Tenía una larga hoja que había sido afilada hasta convertirse en una lámina de metal estrecha y fina. Ésta es la navaja que ha cortado la garganta del Motsa Kid, pensé. Con aquella misma navaja, Big Flora iba a extraer el proyectil enterrado en la espalda de Red O'Leary.
El mono Pogy arrinconó a Nancy Reagan sobre una silla mientras se realizaba la operación. El hombrecito asustado estaba de rodillas junto a la cama y alcanzaba a Flora lo que ella le pedía, y enjugaba la sangre a Red a medida que inundaba la herida y corría hacia los lados.
Yo permanecía de pie, junto a Flora, encendiendo cigarrillos del paquete que ella me había entregado. Cuando Flora alzaba la cabeza, mi función era pasar el cigarrillo de mi boca a la suya. La mujer llenaba sus pulmones con una chupada que consumía la mitad del cigarrillo y hacía un gesto afirmativo. Entonces yo le quitaba el cigarrillo de la boca. Flora exhalaba el humo y volvía a su tarea. A continuación, con la colilla que tenía entre manos, le encendía otro cigarrillo y me preparaba para entregárselo cuando me lo pidiera.
Big Flora estaba de sangre hasta los codos. Su cara estaba cubierta de sudor. Era una verdadera carnicería y llevaba tiempo. Pero cuando Flora se irguió para exhalar la última bocanada de humo, había extraído el proyectil de la espalda de Red, el flujo de sangre se había detenido y el pelirrojo estaba vendado.
—Gracias a Dios que todo ha terminado -dije antes de encender uno de mis propios cigarrillos-. Esas píldoras que fumas tú son insoportables.
El hombrecito asustado fregaba el suelo. Nancy Reagan se había desmayado sobre la silla, al otro lado del cuarto, y nadie le prestaba atención.
—No le quites el ojo a este caballero, Pogy -ordenó Flora al rompecráneos mientras me señalaba con un movimiento de su cabeza-. Voy a lavarme.
Me acerqué a la muchacha, le friccioné las muñecas, le eché unas gotas de agua en la cara. Recuperó el sentido.
—Le han sacado la bala. Red duerme. Dentro de una semana estará metido en otra nueva pelea -le dije.
Se puso en pie de un brinco y corrió hacia la cama.
Flora reapareció en el cuarto. Se había lavado y se había cambiado el vestido negro, manchado de sangre, por un kimono verde que se entreabría aquí y allá y dejaba ver gran parte de su ropa interior, de color orquídea.
—Habla -ordenó, de pie frente a mí-. ¿Quién, qué y por qué?
—Soy Percy Maguire -le respondí, como si ese nombre, que acababa de inventar, lo explicase todo.
—Eso contesta al quién -me dijo Big Flora, como si mi nombre inventado no explicase nada-. ¿Qué hay del qué y del porqué? El mono Pogy, de pie a un lado, me observó de pies a cabeza. Soy bajo y regordete. Mi cara no asusta ni siquiera a un niño, pero es testigo fidedigno de una vida que no se ha desarrollado en medio del refinamiento y las comodidades. La diversión de aquella noche me lo había decorado con golpes y arañazos y había operado ciertos cambios en mi ropa.
—Con que Percy -repitió el rompecráneos con una sonrisa llena de dientes amarillos y separados-. ¡Dios, tus viejos debían ser daltónicos!*
* Juego de palabras con Maguise, marabú. (N. del T.)
—Eso contesta también al qué y al porqué -insistí frente a Big Flora, sin prestar atención al chiste del representante del zoológico-. Soy Percy Maguire y quiero mis ciento cincuenta mil dólares.
Las cejas de Flora se abatieron sobre sus ojos.
—¿Que quieres ciento cincuenta mil dólares?
Asentí bajo su cara bella y brutal.
—Sí. Por eso he venido.
—¡Oh! No los tienes aún, ¿y los quieres?
—Oye, hermana, quiero mi pasta. — Tenía que mostrarme duro si quería que el juego continuase-. Eso de tú quieres y de tú no los tiene aún sólo me ha dado sed. Hemos participado en el gran golpe, ¿sabes? Y luego, cuando supimos que el pago no llegaría, le he dicho al chico que iba conmigo: «No te preocupes, chico, tendremos nuestra pasta. Tú sigue a Percy.» Y luego ha venido Bluepoint y me ha pedido que me metiera en el asunto con él y le he dicho: «Pues claro que sí.» Y el chico y yo nos hemos ido con él hasta aquel bar, para ver a Red. Entonces le he dicho al chico: «Estos pistoleros baratos quieren liquidar a Red y eso no nos lleva a ninguna parte. Lo sacaremos de aquí y lo obligaremos a que nos lleve hasta el sitio en que Big Flora está sentada sobre el botín. Ahora que han quedado tan pocos en el asunto, bien podemos pedir ciento cincuenta mil por cabeza. Si después de eso se nos ocurre liquidar a Red, pues bueno, eso haremos. Pero los negocios antes que el placer y ciento cincuenta de los grandes es un real negocio.» Y eso hemos hecho. Le abrimos una salida al gigantón cuando ya no tenía ninguna. El chico se puso pesado con el pelirrojo y la muchacha, y recibió una paliza. A mí eso me da igual. Si esta cría vale ciento cincuenta mil para él... pues es justo. Yo he venido con Red. Por derecho, tendría que recibir los ciento cincuenta mil del chico... que serían trescientos mil en total... pero si me das los ciento cincuenta mil que he venido a buscar dejamos todo liquidado ya mismo.
Me figuraba que este discurso podía tener algún efecto. Por supuesto que ni había soñado con que ella me diese un solo céntimo. Pero si los jefes de la banda no conocían a esta gente, ¿por qué había de pensar que esta gente conocía a todos los miembros de la pandilla?
Flora dio una orden a Pogy:
—Ve a quitar ese cacharro de delante de la puerta.
Me sentí más a gusto cuando el rompecráneos salió. Big Flora no lo hubiese enviado fuera a cambiar de sitio el coche de haberme preparado alguna jugarreta.
—¿Habrá algo de comida aquí? — pregunté como si me hallara en mi propia casa.
La mujer se acercó a la escalera y gritó:
—Haznos algo de comer.
Red seguía inconsciente aún. Nancy Reagan, sentada junto a la cama, sostenía una mano del pelirrojo. La cara de la chica estaba totalmente blanca. Big Flora regresó al cuarto, echó una mirada al herido, le aplicó una mano a la frente y le tomó el pulso.
—Baja-me dijo.
—Yo... yo preferiría quedarme aquí, si es posible -balbuceó Nancy Reagan. Tanto su voz como sus ojos traslucían el terror que le inspiraba Big Flora.
La mujer, sin decir palabra, bajó la escalera. La seguí hacia la cocina, donde el hombrecito estaba preparando huevos y jamón en una sartén. Observé que la ventana y la puerta trasera estaban reforzadas con gruesas maderas sostenidas por fuertes tablones atornillados al suelo. El reloj que estaba sobre el fregadero marcaba las dos y cincuenta de la madrugada.
Flora sacó a relucir una botella de licor y sirvió un par de copas: para ella y para mí. Nos sentamos a la mesa y, mientras esperábamos la comida, Flora maldijo a Red O'Leary y a Nancy Reagan, por encontrarse y estropearlo todo justo en el momento en que ella, Flora, más necesitaba de la fuerza del gigantón. Los maldijo individualmente, como pareja y hasta planteó una cuestión racial al maldecir a todos los irlandeses. El hombrecito nos puso en la mesa los huevos y el jamón.
Habíamos ingerido ya los sólidos y estábamos mejorando el sabor de nuestra segunda taza de café con unas gotas de alcohol, cuando regresó Pogy. Traía noticias.
—Al otro lado de la calle, en la esquina, hay un par de tipos que no me caen bien.
—¿Polis o...? — preguntó Flora.
—O -respondió el mono.
Flora volvió a maldecir a Red y a Nancy. Pero ya había agotado el tema. Se dirigió a mí, pues.
—¿Por qué diablos les has traído aquí? — preguntó-. ¡Mira que dejar una pista de un kilómetro de ancho! ¿Por qué no has dejado que ese idiota muriera donde le acertaron?
—Le he traído aquí para conseguir mis ciento cincuenta mil. Pásamelos y seguiré mi camino. No me debes nada más que eso. Y yo no te debo nada a ti. Dame la pasta, en lugar de darme palabras, y ahuecaré el ala ahora mismo.
—Diablos, sí que lo harás -dijo Pogy.
La mujer me miró entre sus párpados entornados y siguió bebiendo su café.
Quince minutos más tarde, el hombrecito desarrapado llegó corriendo a la cocina y diciendo que oía pasos sobre el techo. Sus opacos ojos marrones parecían los de un buey aterrorizado, y sus labios blanquecinos se estremecían bajo el bigote ralo y amarillento.
Flora le aplicó diversos calificativos y lo envió escaleras arriba nuevamente. Se puso de pie y se ajustó el kimono verde en torno al robusto cuerpo.
—Tú estás aquí -me dijo-, y tendrás que quedarte con nosotros. No hay otra salida. ¿Tienes un arma?
Admití que tenía un revólver, pero sacudí la cabeza para negarme a todo lo demás.
—No ha llegado la hora de mi entierro... todavía -respondí-. Harían falta los ciento cincuenta mil, en metálico, en propia mano, para que Percy se metiera en el jaleo.
Yo quería saber si el producto del atraco estaba en la casa.
La voz llena de sollozos de Nancy Reagan llegó hasta nosotros desde la escalera:
—¡No, cariño, no! Por favor, por favor, ¡vuelve a la cama! ¡Te estás matando, Reddy, querido!
Red O'Leary irrumpió en la cocina. Estaba desnudo, a excepción de unos pantalones grises y del vendaje. Sus ojos parecían afiebrados y felices. Sus labios resecos se estiraban en una sonrisa. Sostenía una pistola en la mano izquierda. El brazo derecho le pendía junto al costado, inútil. Por detrás de él venía al trote Nancy Reagan. La chica dejó de suplicarle y se acurrucó cerca de la espalda del gigante al ver a Big Flora.
—Haz sonar la campana y salgamos -dijo entre risotadas el pelirrojo semidesnudo-. Vance está en la calle.
Flora se acercó a él, le aplicó un par de dedos al pulso y los mantuvo allí durante unos segundos. De inmediato, hizo un gesto de asentimiento.
—Tú, loco, hijo de tal -dijo con un tono que denotaba orgullo maternal más que cualquier otra cosa-. Ya te encuentras bien para una pelea. Y nos viene al pelo, maldita sea, porque ahora mismo se va a organizar una.
Red se echó a reír. Era una carcajada triunfante que se jactaba de su propia tosquedad. Luego sus ojos se volvieron hacia mí. Se le desvaneció la risa y una mirada inquisitiva los convirtió en una línea oscura.
—Hola -me dijo-. He soñado contigo, pero no puedo recordar qué pasaba en el sueño. Pasaba... espera. Lo recordaré dentro de un minuto. Sucedía... ¡Por Dios! ¡He soñado que eras tú el que me metía el plomo en el cuerpo!
Flora me dedicó una sonrisa: la primera que veía yo en sus labios y habló deprisa: -No lo sueltes, Pogy.
Giré para abandonar mi asiento describiendo una trayectoria oblicua.
El puño de Pogy me alcanzó en la sien. Me tambaleé a todo lo ancho de la cocina e hice todos los esfuerzos posibles por mantener el equilibrio. Entretanto, pensaba en el golpe sobre la sien de Motsa Kid. Pogy ya se me había echado encima cuando una pared me ayudó a recuperar la vertical.
Logré meterle uno de mis puños en su chata nariz -¡plaf!— y de inmediato comenzó a chorrear sangre. Pero me había aferrado con sus garras pilosas; metí el mentón y le di un cabezazo en la cara; el perfume de Big Flora me inundó la nariz. Sus ropas de seda me rozaron. Agarrándome un buen mechón de pelo con cada mano me levantó la cabeza, ofreciendo mi cuello a Pogy. El mono lo aferró con sus dos garras. Dejé de resistir. Aquella presión en mi garganta no era mortal, pero no tenía nada de agradable.
Flora me requisó la porra y el revólver.
—Treinta y ocho especial -declaró en voz alta el calibre del arma-. Te he sacado un proyectil del treinta y ocho especial de la espalda, Red. — Las palabras me sonaron débiles, entre el zumbido que me llenaba el cráneo.
En la cocina, la voz del viejo balbuceaba algo. No pude comprender lo que estaba diciendo. Las manos de Pogy me soltaron; me apreté la garganta con mis propias manos: era infernal la sensación de no sentir ya esos dedos duros como garfios. La negrura que me cubría los ojos se disipó con lentitud, dando paso a innumerables nubecitas purpúreas que flotaban y flotaban en torno a mí. En ese momento me senté sobre el suelo; entonces supe que había estado de espaldas.
Las nubes purpúreas se disiparon lo bastante como para ver, a través de ellas, que en la cocina habíamos quedado sólo tres personas. En un rincón, temblando sobre una silla, se hallaba Nancy Reagan. Sentado en otra, junto a la puerta, con una pistola en la mano, estaba el hombrecito aterrorizado. Sus ojos reflejaban miedo y desesperación. Su arma y su mano se sacudían en dirección a mí. Traté de pedirle que dejase de temblar o que no me apuntase con el arma, pero aún no podía decir una palabra.
Escaleras arriba resonaron los disparos de varias armas, cuyo estrépito parecía más fuerte a causa del reducido espacio de la casa.
El hombrecito dio un respingo.
—Sácame de aquí -susurró en forma sorpresiva-. Te daré todo, todo. ¡Sí! Te lo daré todo... si me sacas de esta casa.
Ese débil rayo de luz, que se filtraba por donde antes no había ni siquiera un punto luminoso, me devolvió el uso de mis cuerdas vocales:
—Habla deprisa -logré decir.
—Te entregaré a los que están allá arriba. A ese demonio de mujer. Te daré el dinero, te lo daré todo... si me dejas salir de aquí. Soy viejo. Me encuentro enfermo. No puedo vivir en la cárcel. ¿Qué tengo que ver yo con los robos? Nada. ¿Es culpa mía que ella sea un demonio de mujer?... Tú lo has visto ya. Soy un esclavo... yo, que estoy casi al final de mi vida. Abusa de mí, me maldice, me pega... es el cuento de nunca acabar. Y ahora tendré que ir a la cárcel porque esa mujer es un demonio. Soy viejo, no podré vivir en la cárcel. Déjame que me marche. Hazme ese favor. Te entregaré a ese demonio de mujer... y a los otros demonios que están con ella... y te entregaré el dinero que han robado. ¡De verdad! — y el viejo siguió gimoteando y sollozando, abatido en la silla, presa del pánico.
—¿Como podría sacarte de aquí? — pregunté mientras me levantaba sin apartar los ojos de su arma. Tenía que llegar hasta él mientras estuviese hablándome.
—Tú puedes. Eres amigo de la policía... lo sé. La policía está aquí ahora... Esperan la luz del día para entrar en la casa. Yo mismo, con mis viejos ojos, les he visto llegar con Bluepoint Vance. Tú puedes sacarme de aquí entre tus amigos, los policías. Haz lo que te pido y te entregaré a esos demonios y el dinero.
—Me parece bien -le dije; avancé un paso hacía él, con sumo cuidado-. ¿Pero podré marcharme de aquí cuando quiera?
—¡No! ¡No! — exclamó sin prestar atención al segundo paso que yo había dado en dirección a él-. Antes te entregaré a esos tres demonios. Y el dinero. Eso haré. Luego tú me sacarás fuera de aquí... y también a esta chica. — Con un movimiento brusco de la cabeza, me señaló a Nancy Reagan, cuya cara blanca, bella aún, a pesar de que el terror la cubría por completo, se había convertido casi por entero en un par de ojos desorbitados-. Ella también. No tiene nada que ver con los crímenes de esos demonios. Ha de marcharse conmigo.
Me pregunté qué se propondría hacer aquel anciano conejo. Fruncí el ceño con el más profundo de los aires pensativos; al mismo tiempo avancé otro paso hacia mi interlocutor.
—No cometas errores -susurró el viejo con fruición-. Cuando ese demonio de mujer regrese aquí, morirás... te matará, sin duda.
Tres pasos más y hubiese estado lo bastante cerca de él como para atacarlo y quitarle el arma.
Ruido de pasos en la sala. Demasiado tarde para saltar.
—¿Sí? — siseó el viejo con desesperación.
Asentí con la cabeza una décima de segundo antes de que Big Flora apareciese en el vano de la puerta.
Estaba vestida, presta para la acción, con unos pantalones azules que tal vez serían de Pogy, mocasines de tacón bajo y una blusa de seda. Un lazo le sujetaba los cabellos rubios y rizados a la altura de la nuca. Llevaba un revólver en la mano y uno en cada bolsillo del pantalón.
El que tenía en la mano se elevó hasta apuntarme a la altura del pecho.
—Estás liquidado -me dijo, sin ningún rodeo.
Mi nuevo compinche gimoteó:
—¡Un momento! ¡Un momento, Flora! Aquí no, por favor. Déjame llevarlo al sótano.
Flora le echó una mirada despreciativa y encogió sus anchos hombros cubiertos de seda.
—Date prisa -ordenó-. Dentro de media hora será de día.
Sentí que podía echarme a llorar hasta las carcajadas en las narices de ellos. ¿Es que iba a creerme que aquella mujer permitiría al viejo conejo cambiar sus planes? Supongo que antes debía haber concedido alguna importancia a la ayuda del vejete; de lo contrario no me hubiera sentido tan desilusionado al ver que la comedia era, en realidad, una farsa. Pero cualquier situación en la que me metiera no podía ser peor que aquella en la que me hallaba.
De modo que me encaminé hacia la sala, con el viejo a mis espaldas, abrí la puerta que él me indicó, encendí la luz del sótano y comencé a descender por la rústica escalera.
Por detrás el viejo susurraba:
—Primero te mostraré dónde está el dinero y luego te entregaré a esos demonios. ¿No olvidarás tu promesa? ¿Nos harás pasar entre la policía a la muchacha y a mí?
—Sí, claro -aseguré al vejete.
Se acercó a mí y me puso la empuñadura de un arma en la mano:
—Aguanta esto -murmuró.
Cuando metí en mi bolsillo el arma, el viejo me dio otra, que había sacado con su mano libre del bolsillo interior de la chaqueta.
A continuación me mostró el botín. Aún estaba dentro de las cajas y de los sacos en los que había salido de los bancos. El viejo insistió en mostrarme el contenido de algunos sacos y cajas: fajos verdes con las bandas amarillas que les habían puesto en el banco. Cajas y sacos estaban apilados en una pequeña celda de ladrillos que cerraba con una puerta provista de candado. La llave estaba en poder del viejo.
Cerró la puerta cuando terminamos nuestra inspección, pero no le puso el candado. Luego me hizo recorrer una parte del camino que habíamos seguido al llegar.
—Allí está el dinero, ya lo has visto -me dijo-. Ahora vamos a por ésos. Quédate aquí, ocúltate tras esas cajas.
Un tabique dividía el sótano por la mitad. El tabique mostraba la abertura de una puerta inexistente. El lugar que señaló el viejo como escondite estaba cerca de esa abertura, junto al tabique y por detrás de cuatro grandes cajas de cartón. Oculto allí, estaría a la derecha y apenas por detrás de cualquiera que bajase la escalera y atravesara el sótano en dirección a la celda donde se hallaba guardado el dinero. Es decir, que estaría en esa posición cuando los que llegasen atravesaran la abertura del tabique.
El viejo rebuscaba algo dentro de una de las cajas. Por fin extrajo un tubo de plomo de unos cincuenta centímetros de longitud que parecía un trozo de tubo de riego. Me lo puso en la mano mientras me explicaba su plan.
—Vendrán de uno en uno. Cuando estén a punto de atravesar esta puerta, ya sabrás qué hacer con esto. Entonces serán tuyos y cumplirás tu promesa, ¿verdad?
—Oh, sí -le aseguré, como entre sueños.
Se marchó escaleras arriba. Me acurruqué junto a las cajas y me puse a examinar las armas que me había dado... y maldita sea mi estampa si les encontré algún defecto. Estaban cargadas y, al parecer, listas para entrar en acción. Ese detalle final me dejó por entero desconcertado. Ya no supe si me encontraba en un sótano o en un globo.
Cuando Red O'Leary, aún vestido sólo con aquellos pantalones grises y las vendas, apareció en el sótano, tuve que sacudir con violencia mi cabeza para aclararme a tiempo y asestarle un buen golpe en la nuca, tan pronto como su pie desnudo traspuso la abertura del tabique. Cayó al suelo de bruces.
El viejo se escurrió, escaleras abajo, con una cara llena de muecas sonrientes.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! — jadeó mientras me ayudaba a arrastrar al pelirrojo hacia la celda del dinero.
Allí sacó a relucir dos trozos de cordel y ató pies y manos del gigante.
—¡Deprisa! — volvió a jadear antes de abandonarme para precipitarse escaleras arriba.
Regresé a mi escondrijo y sopesé el tubo de plomo. Me preguntaba si no sería que Flora me había asesinado y que ahora gozaba de las recompensas a mis virtudes... en un paraíso en el que podría divertirme para siempre, donde podría aporrear a todos aquellos tipos que tan mal se habían portado conmigo allá abajo.
El rompecráneos con cara de mono bajaba por la escalera. Llegó hasta la puerta. Le di en la cabeza con intensos deseos de partírsela. El vejete se acercó a la carrera. Arrastramos a Pogy hasta la celda. Lo maniatamos.
—¡Deprisa! — jadeó el conejo, que brincaba de un lado a otro en su excitación-. La siguiente es ella... ¡pega fuerte!
Subió por la escalera y oí sus pisadas sobre mi cabeza, resonantes y apresuradas.
Parte de mi perplejidad ya me había abandonado y estaba haciendo sitio a cierta dosis de inteligencia dentro de mi cráneo. Esta locura en que nos habíamos metido no era real. No podía estar sucediendo. Jamás nada se había resuelto así. No es verdad que puedas estarte en un rincón poniendo fuera de combate a una persona tras otra, como una máquina, mientras un conejo calamitoso, desde el otro lado, te las va mandando una a una. ¡Qué estupidez! ¡Ya basta!
Me aparté de mi escondite, dejé el tubo de plomo a un lado y descubrí otro agujero para ocultarme: bajo unos estantes, junto a la escalera. Acurrucado allí, empuñé un arma en cada mano. Este juego en el que me había metido era -tenía que serlo- peligroso en su parte final. Y no me iba a seguir arriesgando.
Flora descendía por la escalera. A sus espaldas, trotaba el hombrecito.
Con un revólver en cada mano, la mujer hizo girar su ojos por todo el sótano. Llevaba la cabeza gacha, como un animal que se apresta para la lucha. Sus fosas nasales se estremecían. Su cuerpo descendía sin prisa, pero sin detenerse, con un movimiento equilibrado, como el de una bailarina. Aunque viviera un millón de años, jamás olvidaría el cuadro de aquella mujer hermosa y brutal bajando los escalones desparejos. Era un bello animal de riña que se dirigía a la pelea.
Me vio cuando me incorporé.
—¡Suelta las armas! — le dije, aunque sabía muy bien que ella no me obedecería.
El hombrecito extrajo de su manga una porra de color marrón y golpeó a Flora detrás de una oreja, en el momento en que ella me apuntaba con sus revólveres. Salté a tiempo para sujetarla antes de que cayera al suelo.
—¡Pues ya lo ves! — me dijo el hombrecito, jubiloso-. Tienes el dinero y los tienes a ellos. Ahora nos vas a sacar de aquí a mí y a la chica.
—Antes la meteremos a ella junto con los otros.
Después de haber dispuesto a Flora, le pedí al viejo que cerrase la puerta de la celda. Lo hizo; con una mano me apoderé de la llave y con la otra de su cuello. Se movió como una serpiente mientras yo le revisaba la ropa para quitarle la porra y el revólver. También le encontré un cinturón con dinero.
—Quítatelo -ordené-. No te llevarás nada.
Sus dedos se afanaron por desprender la hebilla, arrastrando el cinturón por debajo de sus ropas y lo dejaron caer al suelo. Estaba bien relleno.
Siempre sujetándole por el cuello, le hice subir la escalera. La muchacha seguía sentada sobre la silla de la cocina, como si la hubiesen congelado en esa posición. Fue necesario que la obligase a tomar un trago de whisky y que le dijera una buena tanda de palabras antes de que lograra hacerle comprender que saldría de allí junto con el viejo y que no debía decir ni una sola palabra a nadie y menos a la policía.
—¿Dónde está Reddy? — me preguntó cuando los colores le volvieron a la cara, que ni aun en los peores momentos había perdido la belleza, y los pensamientos a la mente.
Le dije que estaba bien y le prometí que lo internarían en un hospital antes de que finalizara la mañana. La joven no hizo ninguna otra pregunta. La envié escaleras arriba, en busca de su sombrero y de su abrigo, acompañé al viejo que pedía su propio sombrero y luego los metí a ambos en el salón delantero de esa planta.
—Os quedaréis aquí hasta que venga a buscaros -les dije. Cerré la puerta con llave, me guardé la llave en el bolsillo y salí.
La puerta principal y la ventana de la fachada de la casa estaban atrancadas como las de la parte trasera. No quise arriesgarme a abrirlas, aunque ya había bastante luz afuera. De modo que subí al piso de arriba, preparé una bandera con la funda de una almohada y el larguero de una cama y la hice asomar por una ventana. Luego permanecí a la expectativa. Al cabo de unos pocos minutos, una voz profunda se dejó oír:
—De acuerdo, di lo que tengas que decir. Me asomé entonces y anuncié a los policías que iba a dejarlos entrar.
Tardé cinco minutos en abrir la puerta a hachazos. El jefe de policía, el capitán de detectives y media fuerza policial aguardaban en la acera y en la calzada, cuando por fin logré franquearles la entrada. Los conduje hasta la celda del sótano y entregué a Big Flora, Pogy y Red O'Leary, junto con el dinero. Flora y Pogy estaban conscientes, pero no dijeron ni una palabra.
Mientras los funcionarios se arremolinaban en torno a su presa, subí al piso de arriba. La casa estaba llena de oficiales de policía. Intercambié saludos con ellos mientras me dirigía hacia el cuarto en que había dejado a Nancy Reagan y al vejete. El teniente Duff tenía puesta su mano sobre el picaporte de la puerta cerrada. O'Gar y Hunt estaban a su espalda.
Sonreí a Duff y le entregué la llave.
El teniente abrió la puerta, miró al viejo, a la chica -sobre todo a la chica- y luego a mí. El conejo y Nancy estaban de pie en el centro de la habitación. Los ojos marchitos del vejete dejaban ver su miserable estado de terror. Los azules de la joven estaban oscurecidos por la ansiedad. Pero aquel aire ansioso no desmerecía en nada su belleza.
—Si te pertenece, no te reprocho que la hayas encerrado bajo llave -murmuró O'Gar en mi oído.
—Ya os podéis marchar -les dije a mis presuntos prisioneros-. Antes de volver al trabajo, dormid todo lo que os haga falta.
Ambos asintieron con un movimiento de cabeza y salieron de la casa.
—¿Así es como se equilibran las cosas en tu agencia? — preguntó Duff-. Los agentes femeninos compensan la fealdad de los agentes masculinos.
Dick Foley entró a la sala.
—¿Qué ha sucedido? — le pregunté.
—Todo ha terminado. La Ángel me llevó hasta Vance. Vance me condujo hasta aquí. Yo traje a la poli. Ellos han arrestado a ambos.
Dos disparos resonaron en la calle.
Fuimos hasta la puerta y advertimos gran movimiento junto a uno de los coches de la policía, calle abajo. Nos acercamos al lugar. Bluepoint Vance, esposado, estaba tendido a medias sobre el asiento, a medias sobre el suelo.
—Le estábamos custodiando, en el coche, Houston y yo -explicaba a Duff un hombre de boca y rasgos duros y ropas de paisano-. Intentó huir, tenía aferrada el arma de Houston con las dos manos. Traté de separarlos... dos veces. ¡El capitán me mandará al infierno! Quería tenerle aquí a toda costa para que mantuviera un careo con los otros. Pero sabe Dios que si he disparado, ha sido porque se trataba de él o de Houston.
Duff insultó al hombre vestido de paisano llamándole mico inútil, mientras alzaban a Vance hasta el asiento. Los ojos torturados de Bluepoint se fijaron en mí.
—¿Te conozco? — preguntó con esfuerzo-. ¿Continental... Nueva... York?
—Sí -le dije.
—¿Has... salido... del bar... de Larrouy... con... Red?
—Sí -le confirmé-. Hemos apresado a Red, Pogy y toda la pasta.
—Pero... no... a... Papa...dop...oul...os.
—¿Al papá de quién? — pregunté con impaciencia.
Vance se irguió en el asiento.
—Papadopoulos -repitió después de haber reunido las últimas fuerzas agónicas que le quedaban-. He tratado... dispararle... le vi... marcharse... la chica... el poli... demasiado rápido... hubiese... querido...
Sus palabras se apagaron. Su cuerpo se estremeció. La muerte le cubría la mirada casi por entero. Un médico de chaqueta blanca quiso meterle en el coche. Le empujé hacia afuera y me incliné sobre Vance para pasarle un brazo por detrás de los hombros. Mi nuca era un témpano y tenía el estómago vacío.
—Oye, Bluepoint -le grité a la cara-. ¿Papadopoulos? ¿El viejecito? ¿El cerebro del atraco?
—Sí -dijo Vance y la última gota de vida que quedaba en él se extinguió junto con el sonido de esa palabra.
Dejé caer el cadáver sobre el asiento y me marché.
¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había comprendido antes? El muy bribón. ¿Si, a pesar de su aparente terror, no hubiese sido él el jefe de la operación, cómo podría haberme enviado a los otros, uno cada vez? Estaban rodeados; era cosa de morir en la pelea o rendirse y ser colgados. No había otra salida. La policía tenía a Vance, y éste podía decir, y lo haría, que el pequeño bufón era el jefe... El viejo no tenía posibilidad de engañar a los jurados con el rollo de su edad, de su debilidad y con su papel de esclavo de los otros.
Y yo... sin ninguna posibilidad de elección, estaba obligado a aceptar su ofrecimiento. De lo contrario, estaba aniquilado. Había sido un juguete en sus manos; sus cómplices también habían sido un juguete para él. Les había traicionado, de la misma manera que ellos le habían ayudado a traicionar a los demás... y yo le había dejado marcharse con toda tranquilidad.
Claro que podría poner todo patas arriba por toda la ciudad, para buscarle: mi promesa se había limitado a sacarle de la casa, pero...
¡Qué vida!
Fin
Título original: The big Knockover, 1927