DE MÉXICO A BUENOS AIRES EN LA CABINA DE UN JUMBO
Publicado en
marzo 02, 2021
Aunque en apariencia rutinario, un vuelo a través de América Latina es realmente una tarea tecnológica compleja y exigente. Introduzcámonos en la cabina de ntándo para observarlo desde dentro.
Por Sergio Sinay.
SON LAS 2 de la madrugada en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. El vuelo 385 de Aerolíneas Argentinas, que se cumplirá en un Boeing 747 (un reactor Jumbo de 350 toneladas de peso y la altura de un edificio de siete pisos), está en su proceso final de embarque. Dentro de poco, el gigantesco avión levantará vuelo con destino a Buenos Aires, a 8.250 kilómetros de distancia, exactamente en el extremo opuesto del continente. En un mundo ya habituado a los avances tecnológicos, el vuelo será para los 359 pasajeros algo tan natural como un viaje en tren subterráneo.
Sin embargo, concretar el mismo entraña una de las tareas más complejas y exigentes en el mundo del transporte contemporáneo. Tres pilotos largamente experimentados se valerán de un moderno equipo electrónico para guiar el vuelo a su destino. Entre bastidores, en la pista y en la torre de control, algunos en el interior del aparato, unos 50 técnicos han trabajado preparando al Jumbo para su despegue.
Un factor complica la operación. Corre el mes de junio y es la estáción de las lluvias en la Ciudad de México. Ahora mismo llueve y una cortina de agua se instala en la pista. El comandante Horacio Debenedetti tiene 30 años en la profesión con más de 20.000 horas de vuelo. Aun así, sabe que el despegue de esta noche merecerá mayor tensión que de ordinario.
Los preparativos para la partida del vuelo 385 habían comenzado 50 minutos antes. En ese lapso la cabina fue limpiada y reabastecida, se llenaron los depósitos de aceite y líquido de los mecanismos hidráulicos, se controlaron los tanques de oxígeno y probaron los sistemas electrónicos. También se calculó el peso de la carga y el del combustible. Tanto el peso como el centro de gravedad del monumental aparato deben ser perfectamente conocidos al efectuarse la operación de despegue para que, de esa manera, el avión sea equilibrado exactamente, lo que a su vez permite aplicar la potencia de sus motores necesaria.
También como parte de los preparativos, los tripulantes firmaron su plan de vuelo, para lo cual previamente revisaron las condiciones meteorológicas y controlaron instalaciones de aeropuertos, así como el instrumental de la aeronave, la ruta a seguir y el tráfico. Mientras se prepara el despegue, se prueban las comunicaciones de la cabina y las máscaras de oxígeno; igualmente se programó el sistema de navegación por inercia, que permitirá al avión mantenerse automáticamente en el rumbo previamente elegido. Ahora el segundo comandante, Carlos Steninger, revisa las alarmas de incendio, en tanto el tercer comandante, Luciano Pietro Santi, pone a funcionar las radios. El control de las válvulas del selector del tanque de combustible y la posición de los alerones, etapas críticas de la verificación final, se efectúan a través de un monótono recitado de contraseñas que son rutinarias para los tripulantes y casi indescifrables para cualquier observador.
Durante el vuelo permanecerán en la cabina tres técnicos, Jorge Pérez, Edgardo Nieto y Adolfo Wragge, al cuidado de todo el instrumental y listos para cualquier emergencia.
Cuando todo está preparado, Pietro Santi llama a la Torre de Control de Tráfico Aéreo del Aeropuerto Benito Juárez y la orden llega en respuesta a través de sus auriculares: "Aerolíneas Argentinas 385 está autorizado a Jorge Chávez, en Lima (aeropuerto en el que hará escala) partiendo de pista 23".
Como privilegiado visitante de la cabina de vuelo pregunto con qué peso total despegamos y me informan que es de 290.000 kilos, de los cuales un tercio corresponde al combustible. Escucho que Steninger ordena "poner en marcha el número dos" y veo entonces cómo Pietro Santi abre una válvula que envía aire comprimido a un motor que echa a andar las turbinas. Debenedetti controla las crecientes revoluciones del motor, luego acciona la palanca del combustible y la turbina se enciende.
Rutas invisibles. Entonces, un tractor desplaza suavemente el avión hacia la calle de rodaje, despegándolo de la manga a través de la cual los pasajeros lo abordaron directamente desde la sala de embarque. Sobre la pista mojada y brillosa, el encargado de este último movimiento levanta ambos pulgares en señal de que el camino está libre. La torre autoriza el despegue. La persistente llovizna reduce la visibilidad a unos centenares de metros. El comandante observa a través de la proa la línea amarilla que marca el centro de la pista. Avanza lentamente hacia esta, manteniendo la rueda delantera de la máquina exactamente sobre la línea amarilla. A los costados se ven otras máquinas que pronto efectuarán esta misma operación y a lo lejos cartelones publicitarios que actúan como eco de la Ciudad de México, que vibra a pocos centenares de metros del aeropuerto.
Debenedetti da más potencia a las turbinas, la aeronave es impulsada hacia el frente como una gigantesca bestia que acaba de despertar y cuando el velocímetro señala los 288 kilómetros por hora, el comandante acciona hacia atrás la palanca de control. Con una suavidad que no deja de sorprender si se toma en cuenta su tamaño, el aparato se inclina levemente e inicia el ascenso mientras el paisaje se desliza hacia atrás y hacia abajo, alejándose. "Subir tren de aterrizaje", indica el comandante y las ruedas se retraen, introduciéndose en el aparato.
El Jumbo deberá ser guiado ahora a lo largo de una ruta (llamada aerovía) muy precisa pero invisible, por la cual vuelan también otros aviones. Esa misteriosa telaraña que tiene tres dimensiones, compuestas por distancias y altura, y se transita a ultra-velocidad, se define electrónicamente y está minuciosamente supervisado por los directores de tráfico aéreo.
En el Centro de Control de Tráfico Aéreo de México, el vuelo 385 aparece en la pantalla del radar como una nueva señal luminosa, que en la jerga profesional se denomina blip. La torre de control, mediante sucesivas indicaciones que Pietro Santi repite para confirmar, autoriza el ascenso hasta los 10.000 metros.
Dentro de la cabina de pasajeros las señales de ajustarse los cinturones de seguridad y no fumar desaparecen, y las 12 azafatas y 5 comisarios que van a bordo comienzan a movilizarse. Durante el viaje servirán una cena, un desayuno y un almuerzo, además de otras comidas ligeras consistentes en café, té o refrescos acompañados de emparedados o masas. En la cabina de vuelo Debenedetti conduce el avión en línea ascendente y, tras atravesar gruesos y copiosos bancos de nubes, nos baña la luz de la Luna.
La tripulación confía en las instrucciones del director de tráfico aéreo y en los instrumentos que indican la dirección, distancia y tiempo para mantener el avión en su derrotero y alejado de otros aparatos. El director de salida entrega ahora el vuelo al director de ruta, quien lo recibe diciendo: "Conforme salida. Ya lo tengo". De ese modo, siempre, a lo largo de toda su ruta, habrá alguien en condiciones de indicar con exactitud dónde se encuentra el Jumbo.
Vuelo tranquilo. El avión vuela serenamente sobre el Pacífico. A 960 kilómetros horarios de velocidad, consume 11.200 litros de combustible, alrededor de 50.000 en todo el vuelo. El Jumbo está en rumbo, alejado del intenso tráfico aéreo del cielo mexicano y sobre los menos transitados espacios de Centro América. Avanzamos hacia el hemisferio sur y también hacia la noche, que poco a poco nos rodea.
No hay protección de radar mientras el avión avanza sobre el Pacífico y en la medida en que se aleja de las costas. El piloto ha pedido antes de salir una de las aerovías más directas hacia su destino inmediato y esta le ha sido acordada.
Dos horas después de haber abandonado México, unas débiles luces se observan abajo de nosotros. "Estamos sobre Managua, la capital de Nicaragua", anuncia Steninger. También ahora, por primera vez, Debenedetti abandona su asiento y sale a dar un paseo por la cabina, entre el pasaje.
El único vínculo entre nosotros y el mundo es, en estos momentos, la radio. El control de la misma es pasado ahora a Panamá, que responde: "Recibido 385". Pietro Santi informa a través de ella: "Esperamos estar en Lima a las 8:45".
Pongo mi reloj en la hora de Perú, es decir, lo adelanto una hora. A las 6:15 comenzamos a ver nuevamente tierra. La luz plateada del amanecer opera como un reflector sobre la zona montañosa del norte de Perú, creando un paisaje de picos y hondonadas en cierto modo surrealista. Los pasajeros duermen. A las 8 comienzan los preparativos para el aterrizaje. Disminuye la altitud del vuelo, se ajusta el equilibrio de la nave y se reduce la potencia de los motores. La proa se inclina y, entre los pasajeros, sólo los más experimentados advierten el leve cambio que se produce en el ruido y en la altitud. Comienza la fase más crítica del vuelo. Debenedetti debe guiar el gigantesco aparato hacia abajo, hacia un aeropuerto situado entre montañas, y debe hacerlo descender con precisión tanto en materia de velocidad como de altitud.
Curiosamente esta es una de las horas de más intenso tráfico en el Aeropuerto Jorge Chávez de Lima (Perú). El director de acceso debe ubicar al 385 en medio de media docena de vuelos antes de autorizarlo a efectuar la aproximación final,
La escala en Perú tiene una duración de una hora quince minutos, que se invierten en el reabastecimiento, control de los equipos de comunicación y comando de la aeronave (todos ellos son modulares y, aun el sistema de radar, se cambian en muy poco tiempo en caso de presentar fallas), y también en el ascenso y descenso de carga y pasajeros.
A las 10 de la mañana levantamos vuelo con rumbo a nuestro destino final. Se repiten las operaciones efectuadas en México con la sola diferencia de que el ascenso del aparato es mucho más pronunciado en su primera fase.
El trayecto hasta Buenos Aires insume 3 horas 45 minutos. Ahora bordeamos el Pacífico antes de atravesar el altiplano de Bolivia. A las 13:30 sobrevolamos el imponente lago Titicaca, que se encuentra a 3.815 metros de altura y tiene 8.300 kilómetros cuadrados.
Argentina marcha tres horas adelante de México y dos en relación a Perú. Debenedetti estima que aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, en Buenos Aires, a las 15:45, hora argentina. Cuarenta minutos antes de ese momento sobrevolamos Rosario, en la provincia de Santa Fe, la segunda ciudad y el segundo puerto en importancia en la Argentina. A partir de entonces se inicia, muy paulatinamente, la pérdida de altitud.
En la cabina, los altímetros son fijados de acuerdo con la presión barométrica local. Se prepara el sistema de aterrizaje por instrumentos y se desconecta el piloto automático. Pese a contar con un equipo completo para el aterrizaje automático, Debenedetti prefiere efectuar personalmente las maniobras. Bajan los alerones y el tren de aterrizaje, movimientos que los pasajeros perciben a través de una pequeña vibración.
Pietro Santi informa: "Controles para descender completados", y llama a la torre. Desde esta, el director de tráfico aéreo responde: "Vuelo 385, autorizado para descender".
El comandante tiene su mano izquierda sobre la palanca de control y la derecha sobre el reductor de velocidad de los motores. Bajo su pulgar está el botón de equilibrio y sus pies se hallan firmes sobre los pedales del timón de dirección. Todos están en leve, pero constante movimiento. Frente a él, el velocímetro indica 143 nudos (265 kilómetros). La punta de la pista desaparece bajo la proa y Debenedetti debe buscar tentando cuidadosamente la superficie, que se halla 13 metros debajo de su asiento. Como cuando partimos, también aquí llueve y la temperatura es de 9 grados centígrados. El invierno acaba de empezar en Argentina. Las ruedas del Boeing rozan el pavimento resbaladizo con un débil chillido y luego se posan en la pista. Ya estamos en tierra. En el fondo de la cabina, un grupo de turistas peruanos aplauden ruidosamente la matemática maniobra del comandante.
El control terrestre nos guía a nuestro lugar de estacionamiento. La tripulación cumple con la rutina posterior al aterrizaje, apagando las luces de descenso y desconectando los aparatos de freno antideslizante y los sistemas de radar. Sobre la pista, el encargado de maniobras nos dirige hacia la salida prevista y nos indica que ya estamos estacionados. Los enormes y poderosos motores se apagan tras el chasquido de las llaves interruptoras y el gemido de las turbinas, que han trabajado incansablemente durante largas horas, se extingue.
Veinticinco operaciones diferentes se efectúan en el último tramo del proceso. Cuando todo ha terminado, el comandante Debenedetti se extiende, descargando toda la tensión de su cuerpo, sonríe a los tripulantes con un gesto de aprobación, toma su bolso de vuelo y se dirige a la portezuela de salida. Su tarea está terminada. El vuelo 385 de México a Buenos Aires ha finalizado.