Y LA OSCURIDAD… (Lester Del Rey)
Publicado en
febrero 15, 2021
En la diminuta cabina no había espacio suficiente para calmar los nervios paseando. Menos de dos metros y medio separaban el corredor de entrada y la pequeña claraboya a través de la cual se veía la opaca oscuridad del espacio. Transversalmente, los brazos del joven abarcaban la distancia entre las dos puertas que se abrían en las paredes opuestas, ambas bajo llave. Sólo sus ojos podían vagar por la estrecha cámara, pero ya estaban cansados de la interminable reiteración. Por un momento, se posaron distraídos en la claraboya. Luego, el muchacho fijó su mirada, a través de la helada oscuridad, en el pequeño punto de luz que era la Tierra, sin que su conciencia reconociese la imagen. Sus ojos volvieron al estante sobre el que estaban su manuscrito, la tinta y la vela purpúrea, que permanecía intacta. Y sólo cuando, con gesto lento e indeciso, cogió un trozo de cera entre sus dedos, pensó en el valle situado en un mundo infernal donde se había producido aquella cera...
Los hombros del joven se doblaban bajo la rígida carga, y el bastón alpino temblaba en su puño. Luchó por ascender los últimos metros, hasta verse en la cima del desfiladero, con los campos desiertos a su espalda. Pero ni siquiera allí podía confiar el peso a sus temblorosas manos. Se dejó caer poco a poco hasta tocar el suelo y quedar sentado. Sus manos se deslizaron fuera de las correas. Encontrar un generador razonablemente portátil para reemplazar al suyo, que ya no resistía más remiendos, había supuesto un milagro. Y no sentía la menor confianza en que se repitiera.
Por un rato, descansó inmóvil, con la respiración entrecortada, contemplando el valle que, a excepción de aquel estrecho desfiladero, se hallaba aislado por completo del mundo, a causa de las montañas que lo circundaban. La nieve sucia se desparramaba hacia abajo, armonizando con los leprosos árboles de formas torturadas, y seguía hasta la planicie. Allí, tres siglos después del Cataclismo, algunas construcciones de piedra y troncos asomaban indecisas entre las desmoronadas ruinas, para señalar el último y derrotado puesto de avanzada de la raza humana. El joven hizo una mueca de disgusto y comenzó a ponerse en pie.
Un ruido de piedras desprendidas resonó detrás de una roca, y Gram apareció a su lado, ayudándole a levantarse y masajeando con dulzura sus hombros todavía temblorosos. En el viejo y arrugado rostro de la mujer destelló por un instante el brillo de sus perfectos dientes. Sus dedos vacilaron, pero no hubo sentimentalismo en su voz.
—Vi tu señal de humo anoche, de modo que te esperaba. Aunque supongo que me eché una pequeña siesta. Has pasado fuera mucho tiempo, Omega. ¿Estás bien?
—Estoy bien, Gram. He traído el generador y suficientes bombillas fluorescentes para iluminar todas las cabañas. Me alegro de no tener que racionarme los alimentos un día más. Para encontrar el generador, me vi obligado a llegar hasta Fairbanks. No fue nada agradable.
—Ya. Toma, me imaginé que vendrías hambriento. Respecto a las bombillas... —Se encogió de hombros y señaló hacia las plantas purpúreas que crecían por doquier, una mutación tan mortífera como las poderosas radiaciones que la habían causado—. Me quedo con las velas de cera de baya pulverizada. Además, tienen otros usos. Al menos, eso pensaba Peter.
El viejo Peter, tan paciente y gentil, había muerto. ¡Ya sólo quedaban doce de ellos! No obstante, Omega estaba demasiado cansado para preocuparse por otra cosa que no fuera la comida que Gram le tendía. Ella le observó devorarla, y su rostro se iluminó débilmente cuando se dejó caer junto a él.
—Once viejos fatigados y tú. La última docena de desdichados superhombres —dijo Gram.
Señaló con la cabeza hacia el valle. Impregnaba su voz del mismo humor amargo que le había hecho bautizarle con el nombre de Omega cuando su madre se quitó la vida sobre el cadáver de su padre, destrozado por una roca.
Omega comprendió que había algo más que humor en su tono. En un mundo normal, con una educación aceptable, y la mitad de las posibilidades, ambos podrían haber pasado casi por superhombres. Sólo que un mundo así no hubiese sido capaz de crearles. Para ello, se requirió una Tierra asolada por el Cataclismo causado por un frío e inesperadamente injusto universo..., un mundo donde las violentas radiaciones convertían cada nacimiento en una mutación y donde cada cambio indeseable para la raza se eliminaba sin compasión.
En cierto sentido resultaba irónico que los hombres hubiesen evitado por escaso margen destruir el planeta con el plutonio, la reacción en cadena del litio o el desabrimiento final, una bomba modificada de magma solar autorregenerador. Al final, consiguieron eliminar esos peligros... Pero su éxito fue en vano.
Todo empezó con un simple comunicado del nuevo Observatorio Lunar. Habían localizado un meteoro que, de manera paradójica, poseía un débil y al mismo tiempo intolerablemente caluroso nivel de radiaciones, indicador de una materia antitética de la terrena, o «materia invertida». En el segundo anuncio, se hablaba con cautela acerca del peligro de un posible roce. Y quince minutos después, la Luna se resquebrajaba, a medida que los electrones compensaban los positrones de la energía y liberaban una gran corriente de neutrones desconectados, en extremo destructivos.
Cosa sorprendente, algunos sobrevivieron a la lluvia de infernales fragmentos que se abatió sobre la Tierra. Cerca de los polos, ciertos valles estrechos y profundos sólo fueron rozados ligeramente. En los tres que contenían minas o cavernas capaces de ofrecer alguna protección contra el polvo radiactivo que caía por doquier, continuó hasta cierto punto la vida. El número de superviviente se elevaba a unos dos mil. Los tres siglos transcurridos cercenaron esa cifra, y las incontroladas mutaciones y el despiadado modo de vida de los más aptos comprimieron en una mil generaciones de evolución.
Gram pudo salvar a la raza, de haberse conocido a tiempo su estructura celular. Como los lobos y los conejos, que habían heredado la Tierra, sus células terminaron por encontrar la mutación omnipotente, capaz de desafiar la más intensa condensación de radiaciones, que destruiría o forzaría la mutación de otras cualesquiera. Cuando una nueva plaga barrió a los suyos en el valle en que vivían, tomó en sus brazos al niño que luego se convertiría en el padre de Omega, se apoderó de un rifle y un trineo y se puso en marcha en medio de una furiosa tormenta de nieve para cruzar los mil kilómetros de infierno que la separaban de este lugar. Sesenta años más tarde, conservaba todavía una capacidad de trabajo superior a la de cualquier hombre del valle, exceptuando a Adam, el hermano de la madre de Omega, en las raras ocasiones en que aquél se decidía a hacer algo.
Porque Adam se había especializado en la pereza pura. Y en una lógica todavía más pura, que parecía saltar sin esfuerzo desde aisladas intuiciones de hechos a una vehemente sabiduría. Cierta vez, su figura encorvada penetró en el lugar donde Omega se esforzaba en sus cálculos matemáticos. Sus ojos se iluminaron con repentino interés por los libros que nunca se había preocupado por leer. Horas después, explicaba y aclaraba las complejas matemáticas que su mente acababa de desarrollar, sobrepasando las más extravagantes especulaciones dé los científicos anteriores al caos. Con la misma aparente facilidad, se enfrascó en los libros franceses que Omega había traído de un viaje. Aun en el caso de contar con una gramática o un diccionario, consideraría su uso demasiado trabajoso.
Sin embargo, se requería más que esos talentos en bruto para que un grupo de tipos extravagantes pudieran definirse como superhombres. Hacía falta educación, oportunidades, una cultura propia de la raza y un futuro. Y en esos aspectos, los lobos les llevaban la delantera.
Una súbita luz centelleó desde el valle, desapareció y volvió a revolotear junto a ellos. Luego, la mancha se paseó errática a través del desfiladero, se detuvo sobre una lisa roca sumida en la sombra, danzó agitada y se estabilizó. Abajo, las delgadas y descarnadas manos del viejo Eli debían de estar manejando el gran espejo montado en un largo tablero, todo lo que necesitaba para darle el balanceo microscópico preciso. Su talento residía en una coordinación de nervios y músculos tan cercana a la perfección que le permitía modelar y emplear las herramientas infinitesimales propias para manipular los microorganismos individuales dentro del campo de un microscopio. La mancha de luz se agitaba, pero sus movimientos resultaban lo bastante claros para deletrear los caracteres del alfabeto.
—Apresúrense, necesito el generador —leyó Gram, riendo entre dientes—. Estás seguro de que lo ha traído, ¿eh? Dejémoslo... ¿Qué es eso? Muchacha lobo localizada.
Toda una gama de expresiones pasó por el rostro de Gram, dando paso a un gesto de repentina determinación.
—¡Date prisa, Omega! Ya descansarás después. Te ayudaré con la carga.
—¿Por qué tanta prisa? ¿Y qué significa ese asunto de la muchacha lobo?
Tras el breve descanso, el bulto pesaba una tonelada y el desfiladero parecía tener al menos quince kilómetros de largo. Cualquier cosa que hubiese hecho, ningún lobo podía ser tan importante.
Gram contuvo un poco su ansiedad.
—Nunca quisimos decírtelo; para no preocuparte... La hija de Ellen, tu prima..., supongo que habrá crecido bastante. La vimos con una manada de lobos mientras estabas de viaje, pero creímos que había muerto más tarde... Bueno, vámonos, no sea que empiecen la búsqueda sin los escudos. Té lo contaré en otro momento.
—No empezarán sin los escudos —le aseguró—. ¿Vive con los lobos, Gram?
—Es muy posible. Oye, te digo que empezarán. Tom y Ed murieron en ese lugar, antes de que tú inventaras los escudos. Se trata de la preservación de la raza. Nuestra gente preferirá morir quemada antes de verte sin pareja. ¿Quieres darte prisa?
Se dio prisa, en efecto. Nadie se atrevía a desobedecer a Gram. No obstante, su mente se hallaba absorta en la imagen de lo que podía ser una muchacha lobo. La idea de una compañera semejante le pesó más aún que el paquete que transportaba. Y pensar que creyó ya apagados los viejos ardores de la preservación de la raza...
Adam acudió a su encuentro, se apoderó del paquete, lanzó un puntapié a uno de los peludos cerdos de enormes orejas y se ajustó al paso de Gram, sin dar la menor muestra de pereza. Los chillidos del animal permitieron al muchacho recuperarse de la sorpresa que provocó en él ese gesto, antes de que su tío contestara a las preguntas de Gram.
—Jenkins, que estaba solo como siempre, fue a dormir al otro extremo del lugar. Hacia la madrugada, le despertó un aullido. La divisó a distancia, junto con una pareja de lobos. Pudo verla bien... Parecía de verdad humana y llevaba un palo en la mano. Cuando llegó a aquel punto, ella ya se había ido, pero descubrió qué dirección había tomado. Creo que sé dónde tiene su madriguera... Jenkins volvió hace media hora, exhausto. Tan pronto como nos reveló el paradero de la muchacha, enviamos las señales.
—¡Hum! ¿Se te ocurre por dónde anduvo desde la primera vez que la vimos, Adam?
—Por ahí, en cualquier lado. Siendo niño estudié el comportamiento de los lobos. Vagabundeaban por todas partes. Y llevando tu sangre, sin duda también ella lo hace. Es una suerte que haya vuelto.
Llegaron a la caseta donde se generaba la energía y penetraron en ella. Adam cerró la puerta, en tanto Eli atornillaba el generador sobre una tosca plataforma y lo conectaba a la vieja rueda hidráulica. En su rostro había un fulgor Que Omega desconocía, el mismo que se reflejaba en las expresiones del resto del grupo.
Todos se hallaban presentes, a excepción de Jenkins, cuya pigmentación verdosa y sus cromosomas, que, en lugar de por parejas, se agrupaban en tríos, constituía la única anormalidad física que subsistía. Esa anormalidad iba acompañada de una multitud de fabulosos talentos extrasensoriales, que le hacían plenamente consciente de la impopularidad que a la vez le acarreaban. Eli, Adam y Simón se colocaron los escudos. Producto de los conocimientos matemáticos de Adam, de la asombrosa pericia de Eli y de algunas ideas de Omega, los escudos creaban un campo que neutralizaba todas las radiaciones más allá de un cierto nivel de energía. Por una razón que desconocían, también distorsionaban un tanto la fuerza de gravitación, pero suponían el único medio de que los demás se desplazaran fuera de los límites de la zona que habitaban.
Simón ajustó en su sitio la última batería, en cuanto ésta hubo terminado de cargarse, en tanto que Gram llevaba a cabo una rápida inspección.
—Omega está agotado y no quiero que la muchacha lobo me recuerde como la persona que la capturó, si luego he de ocuparme de ella. De modo que decidir vosotros. ¿Crees que podréis ir sin mí, Adam?
—Ya he pensado en algo. La atraparemos.
—De acuerdo.
Se quedó observando su marcha y volvió a la cabaña.
—Dejemos que se entretengan, Omega —dijo—. Nosotros comeremos y luego te irás a la cama..., una vez que te haya hablado de Ellen y de la niña.
No había mucho que contar. Además del padre de Omega, la pequeña hija de Gram, hasta entonces nunca mencionada, sobrevivió también a la plaga.
Creció, se casó con Simón después del nacimiento de Omega y concibió un hijo. Jenkins, en condiciones de predecirlo, aseguró que sería una niña.
No obstante, algún accidente ocurrido durante el infernal viaje perturbó sin duda la mente de Ellen, que, con el tiempo, desarrolló ideas religiosas demencialmente fanáticas. En apariencia, la idea de que su hija se casase con un primo significaba a sus ojos un atroz pecado. Un día escapó, dejando una furiosa nota. Nunca lograron dar con ella.
—Y Dios es testigo de que lo intentamos. —La sopa de Gram seguía intacta frente a ella—. ¡Omega, no sabes lo que supone pasar años rezando por el nacimiento de una niña... una niña fértil, en un mundo que se muere de esterilidad! Ella era la única persona por quien rezar, puesto que, gracias a ella, los crueles rayos no herirían a nadie más de nuestra especie en el mundo. Mi línea es fértil, y la pequeña hubiese heredado la fertilidad... Eres demasiado joven para comprenderlo, pero los viejos necesitamos a los niños. Cuando te sientes próximo a morir, te hace falta la prueba de tu inmortalidad física a través de la raza..., de que no te reducirás sólo al espíritu. El olvido se cierne sobre ti y se cierra a tu alrededor cuando ya no queda nadie para recordar... ¡Oh, vete a la cama antes de que me eche a llorar!
Pero una cosa con forma humana y rostro idiotizado, que emitía sonidos animales y trataba de morder, con el pelo erizado, obsesionaba a Omega. El libro de la selva de Kipling no había sido más que un sueño fantástico. Las personas que crecían entre los animales siempre serían menos que las bestias a las que seguían.
Sus emociones, en cambio, no se ajustaban tanto a la lógica. Subyacente a su disgusto, un curioso hormigueo se entremezclaba con una confusa imagen de una posteridad abstracta, pero intensamente personal. Bastaría una mujer fértil para que pudiesen deleitarse con la cálida sensación de inmortalidad física basada en la perpetuidad de la raza. Una raza que había estado muerta y por la que nadie había llorado y que, a partir de entonces, volvería a pensar en términos de futuro... «Desgarrando la comida con su boca babeante y sus colmillos salvajes, con ruidosos gruñidos animales, dando vueltas por su jaula sin ninguna luz de inteligencia en sus ojos...».
—¿Crees que la atraparán viva? —preguntó, mientras Gram empezaba a extender sobre él las mantas de pelo de cerda.
—Lo conseguirán por encima de todo. Hemos hecho un pacto con respecto a eso. ¡O la traen con vida o se abrasan allí!
Cerró la puerta tras de sí en silencio. Ya a solas, Omega pensó en el bárbaro acoso que durante tanto tiempo se estuvo fraguando a su alrededor y que él ignoraba. Sin embargo, no hay pensamiento capaz de mantener despierto a un hombre tras un viaje tan extenuante como el que acababa de finalizar y, en cierto momento, en medio de sus cavilaciones, se quedó dormido.
Los exploradores ya estaban al alcance de la vista cuando Gram le despertó. Dos de ellos se tambaleaban bajo la desviación de la gravedad originada por los escudos. Adam, por el contrario, parecía capaz de pronosticar el sentido de las cambiantes fuerzas y marchaba delante de los otros, equilibrado y resuelto. Sus compañeros transportaban una figura cubierta, suspendida de una larga estaca. El pequeño clan les aguardaba fuera de la cabaña, reunido en vociferante grupo. Cuando Omega se les unió, después de haberse despejado sumergiendo la cabeza en el agua, se habían callado ya. Los tres cazadores se acercaban. Incluso bajo la tenue luz del crepúsculo, se distinguían sus rostros y la postura de sus cuerpos.
Arrojaron al suelo la carga, en medio de un rígido silencio. Simón, el compañero de Ellen y padre de la niña, se volvió, hizo una seña a su hermana melliza y ambas se dirigieron a su cabaña. Los demás esperaron indecisos, hasta que Adam se agachó para levantar la manta que cubría la figura acurrucada en el suelo.
—Habrá que invertir el orden de las palabras, Gram. Es un lobo muchacha, pero aquí la tienes. ¿Y ahora, qué?
Dio un tirón a la manta, dejando al descubierto la lastimosa criatura, con los pies atados a la estaca.
¡Una loba! A pesar de lo extraño y peculiar de su forma, no cabía ni la sombra de una duda acerca de su origen. Los dientes que resplandecían a través de los cordeles que sujetaban sus mandíbulas eran colmillos, y la presencia de una cola despejaba todo malentendido.
Resultaba fácil ahora comprender por qué Jenkins, bajo la mortecina luz de las estrellas, imaginó ver a una mujer. La mutación que la había creado, a pesar de la potencia celular de sus padres, le había conferido un remedo de forma humana, y era tan antropoide como lobuna. Tenía las patas posteriores largas. Las anteriores, más cortas, terminaban en unos dedos prolongados, que caricaturizaban las manos humanas. Con su frente protuberante y su mandíbula sumida, la piel de su cuello, cuando se erguía, podía confundirse con cabello. Y el hecho de que se le hubiera dado forma de mujer, inspiraba un sentimiento de piedad en tanto que ella les miraba ferozmente.
Jenkins fue el primero en experimentarlo. Su suspiro rompió el silencio; se adelantó, con sus tímidos y atemorizados ojos humedecidos por las lágrimas. Titubeó por un segundo, antes de que sus manos rompieran los cordeles que amarraban la boca de la loba. Los labios del animal retrocedieron, pero no hizo ningún amago de morderle. Jenkins miró a sus compañeros, y su temblorosa y avergonzada voz expresaba la amargura y la culpa:
—Los cordeles le lastimaron los labios. Su mente se halla envuelta en un remolino de niebla..., oscurecida. Casi no se advierte, pero está llorando, aunque no llora por ella, sino por sus cachorros, abandonados en el lugar donde la capturaron... Los lobeznos son de la misma especie que ella. ¿Tenemos que matarla, Gram?
Gram sacudió la cabeza para despejarse. Habló en tono tan grave e inseguro como él.
—Sin embargo, tú viste que la muchacha lobo llevaba un bastón. ¿Cómo estar seguros...? Sigue investigando dentro de su mente.
—Encontramos el bastón —contestó Adam en lugar de Jenkins—. Dada su conformación, lo necesita. No puede correr a cuatro patas y no está muy bien preparada para andar verticalmente durante mucho tiempo. Jenkins, ¿cómo se llama?
—¿Su nombre? No..., no lo veo muy bien. Me parece que tiene algo que ver con... ¿Hambre? No, con el dolor.
—Se llama Mala Suerte —aclaró Adam—. Supongo que le dieron ese nombre a causa de su conformación. No poseen un lenguaje demasiado amplio, a menos que lo hayan mejorado desde mi infancia. De todos modos, vale más que tu telepatía. Tú descifra lo que yo pienso, mientras le hago algunas preguntas.
Torció los labios y lanzó un sobrenatural y sollozante quejido. La loba agitó de pronto la cabeza, y sus ojos buscaron ansiosos detrás del hombre. Cuando éste repitió el alarido, volvieron atrás y se posaron sobre los suyos. Al tercer intento, los labios de ella se separaron, se cerraron y se abrieron de nuevo, emitiendo una serie de algo que sonaba entre gruñido y quejido, en cierto modo articulado y sin esperanza.
Quizás el espectáculo de un hombre y una loba conversando fuese una forma de terminar el día tan lógica como cualquier otra. Al menos, la pequeña audiencia lo contemplaba con aburrida falta de interés. La voz de Jenkins iba revelando el sentido de las interpretaciones mentales de Adam.
—Él la ha sorprendido... No nos guarda rencor. ¿Por qué habría de guardárnoslo? La caza es algo normal... ¿Es él un hombre o un lobo? Sí, contestará a todas las preguntas que le haga. No, no ha visto a ninguna mujer fuera del valle... Ni a ningún cachorro humano... ¿Cuándo nos la comeremos?
—¡Puaf! Supongo que... Bueno, dejemos que se vaya. Me hubiese gustado ignorar su capacidad de hablar, Adam. Ahora... —Gram suspiró, mirando a su alrededor y esperando alguna sugerencia. Al no recibirla, continúo—: Dile que le daremos de comer, ya que le hemos estropeado su día de caza, y la dejaremos marchar. Pero tiene que mantenerse fuera de nuestro valle y no atacar a nuestros animales. Me imagino que nonos queda otra cosa que hacer por el momento. ¿Puedes decirle eso?
—Claro que puedo. Los lobos han mejorado un poco su lenguaje... Sin embargo, eso no quiere decir que me comprenda. Podría traducir la Biblia al lenguaje de los lobos, si se me ocurriese, pero no tendría ningún significado para ellos. Hace falta cierta preparación semántica para emplear un idioma compuesto de ciento y pico de palabras, aunque no es tarea imposible. Bien...
Frunció el ceño, reflexionando. El pequeño Jenkins, otra vez consciente de que sus dones no eran bien vistos por las mentes normales, se apartó en silencio del grupo, antes de que Adam rompiera a hablar de nuevo.
Esta vez le llevó más tiempo. Cuando por fin ella comprendió el significado de sus palabras no hubo dudas sobre la sorpresa y el leve sobresalto de esperanza que se pintaron en su rostro. Permaneció tranquila, sin alzarse, con los ojos clavados en los de Adam, en tanto que éste la desataba. En realidad, no le creyó hasta que puso Una pierna de cerdo congelada en sus extrañas manos humanas. Entonces, sacó la lengua y dio un rápido lametón a la mano del hombre. Luego, echó a correr con bruscos movimientos.
Adam profirió un agudo aullido, la loba se detuvo indecisa, una pausa lo bastante larga para responder a la llamada, antes de que su figura desapareciese en el crepúsculo. Adam dirigió a Gram una maliciosa sonrisa y se encogió de hombros.
—Nunca ha percibido el olor de gente extraña —explicó.
—No. —Gram volvió a suspirar y abrió la puerta—. Adam, Omega, entremos. Los demás volved a vuestras cabañas. Os congelaréis si seguís aquí fuera. Ya nos hemos divertido lo suficiente. Será mejor que olvidemos la idea de la muchacha lobo.
Se equivocaba. Menos de tres horas después, un suave aullido hizo que Adam se levantara de la mesa y saliera hacia la noche. Mala Suerte había regresado, y su silueta se perfilaba gracias a la tenue claridad que se filtraba a través de la puerta abierta. Junto a ella, se agitaba un viejo y encanecido lobo, con los pelos del lomo erizados y enseñando los colmillos. Sus movimientos cesaron cuando se aproximó el temido hombre que conocía el lenguaje de las bestias.
Entablaron una conversación extravagante e indecisa, con largos silencios. En determinado momento, Adam asintió con un gesto, y los lobos desaparecieron en la oscuridad. Regresó a la cabaña meneando la cabeza, con una extraña sonrisa en sus labios. Se dejó caer en el banco y miró a Gram, cuyas manos continuaban sin remordimientos su solitario.
—El lobo viejo es su Rastreador de Comida Lejana y me imagino que se mantiene en contacto con otras manadas. De todos modos, no hay ningún lobo en todo el planeta que conozca el olor del hombre, excepto los de aquí. Tiene gracia... La naturaleza parece dedicarse a crear sin pérdida de tiempo a los que van a reemplazarnos. Ha pasado tanto tiempo desde que los estudié... ¡Ética! ¡Gratitud!
Gram asintió con cansancio, y un triste, y rígido silencio, sólo aliviado por el monótono golpeteo de las cartas, se enseñoreó de la cabaña.
Al día siguiente, poco después del mediodía, encontraron a Simon y su hermana sumidos en la profunda catalepsia provocada por el veneno de las bayas pulverizadas. En su interior, el increíblemente lento ritmo de su respiración y los latidos del corazón continuarían durante horas, demasiado débiles para detectarlos: Sus cuerpos aparecían ya fríos al tacto. Aun así, todavía podían ser devueltos a la vida, y Omega se volvió de manera automática para ir en busca del antídoto. La mano de Adam le detuvo.
—No tiene sentido, muchacho. Siempre habrá más veneno.
Adam echó una nueva ojeada a la cabaña, deteniéndose en los magníficos cuadros pintados por los mellizos. Después, cerró la puerta y empezó a clavetear sobre ella tableros de madera. Abrumados, se dirigieron hacia los armazones en que Gram y Eli plantaban semillas de col. Los martillazos habían transmitido la noticia antes que ellos y no hubo comentarios.
Sólo se oyó un distante zumbido, como originado por un lejano enjambre de abejas. Desapareció cuando Omega se inclinó sobre la fría tierra y comenzó a trasplantar, preguntándose cuántos de ellos vivirían para comer aquellos vegetales una vez crecidos. ¡Ya sólo quedaban diez!
El zumbido se repitió. La exclamación de Gram obligó a sus compañeros a enderezarse y mirar hacia el cielo. Un rugiente objeto se materializó en el vacío, relampagueó y desapareció de nuevo.
—¡Una nave! ¡Un avión a reacción!
Imposible. Y sin embargo, lo habían visto. No había tierra habitable por debajo de los sesenta grados de latitud norte. Una colonia, entre las tres originales, había comunicado antes de extinguirse que el hambre la estaba devastando. La de Gram había perecido a causa de la plaga, y los lobos no conocían el olor de otros seres humanos fuera del valle.
Se trasladaron a la caseta donde producían la energía. Las manos de Eli movieron las llaves del rústico transmisor de chispa construido por los primeros supervivientes. La corriente saltó entre los electrodos, en un código tan rápido que no se percibió más que un continuo chirrido. Esperó una respuesta del crepitante altavoz y, al no llegarle, renovó la operación.
En ese instante, regresó el bramido. Apenas dispusieron del tiempo necesario para mirar hacia fuera antes de que un relámpago de metal descendiera aullando, serpenteara, cruzara velozmente a través del desfiladero y se desvaneciera. Gram lo amenazó con el puño.
—¡Maldito cachorro! Divirtiéndose a nuestra costa...
Antes de que alcanzara a completar la frase, una juvenil voz masculina surgió del altavoz.
—¡Hola, amigos! Nos ha costado algún tiempo localizar su frecuencia y conectar con ella... La señal se difunde en todos los kilociclos. Y no logro entender esa transmisión tan confusa, de modo que, si están en condiciones de recibir frecuencia modulada, háganmelo saber por medio de tres toques lentos... ¡Estupendo! Lamento no aterrizar pero mis reservas de combustible no bastan. Volveré. Mientras tanto, echen un vistazo a la película que les he lanzado. ¡Aquí el planeta Marte, corto!
¡Marte! Casi estaban preparados para eso. Aun así... Y la voz sonaba impregnada de una extraña cualidad que su instinto reconocía como entusiasmo juvenil y una segura confianza en sí mismo. Una agradable persona, sin duda...
Jenkins interrumpió sus ensueños al arrojar un paquete sobre el banco. Seguramente la película. Él había sido el único en verlo caer. Con un nerviosismo que ninguno de ellos recordaba en él, las manos de Eli se apresuraron a romper los flejes de metal que rodeaban el objeto. No obstante, fue Adam quien extrajo la pequeña máquina y encontró el interruptor. La enfocó con todo cuidado hacia la pared de piedra gris, descubrió otro botón, lo apretó y se sentó a contemplar las escenas en movimiento.
Al principio, aparecieron algunos dibujos obviamente convencionales, aunque bastante claros. Un hombre, con un rótulo donde se leía Masón, posaba a la puerta de un primitivo cohete junto a su joven esposa, mientras una multitud les aclamaba y luego se apartaba. La pareja saludó, cerró la puerta y el cohete se elevó en medio de un chorro de llamas. La Tierra fue quedando atrás, disminuyendo de tamaño, en tanto que aparecía la Luna, deslizándose rápida ante sus ojos. Masón se mostró mirando por una claraboya en el preciso instante en que, desde la Luna, les alcanzaban llamaradas abrasadoras. Las escenas siguientes mostraban a su esposa tratando de curarle las quemaduras y luchando denodadamente por conseguir que la nave aterrizase sobre la accidentada superficie de Marte. Delgados antropoides cubiertos de pelo y con cuatro brazos, se presentaron entonces y les condujeron a un extraño y primitivo mundo subterráneo.
Después de eso, Masón se convertía en su maestro. Los marcianos iban extinguiéndose poco apoco por falta de combustible. Los motores atómicos de la nave les concedieron el margen que necesitaban para llegar muy pronto a una civilización autosuficiente, que les permitió incluso extraer aire y agua de la muerta corteza del planeta. Masón envejeció. Entre tanto, la pareja había tenido seis hijas. Cuidadosos diagramas demostraban que la explosión lunar había esterilizado los genes masculinos de su esperma, por lo cual no podía tener hijos varones. Almacenaron los espermatozoides y buscaron afanosos un remedio. No lo habían encontrado aún cuando las escenas reproducían el cortejo que acompañó su entierro.
La última escena mostraba una glorificada estatua de Masón, sosteniendo un libro en una mano y tendiendo en la otra hacia lo alto un átomo simbólico. Debajo, ocho jóvenes humanas se agrupaban junto a un gran cohete, con los rostros vueltos hacia el cielo y los brazos alzados en silenciosa súplica. La película terminaba ahí.
Omega no perdió el tiempo escuchando los comentarios. Sus poderosos músculos arrancaron los tableros que clausuraban la puerta de la cabaña de Simón. Penetró en ella y vertió un líquido negro en las bocas de los mellizos. El tinte vegetal que usaban para teñir sus ropas y que les servía también para escribir había revivido ya a algunos cerdos envenenados. Asimismo debería revivir a los hombres. Lo hizo, en efecto. El sol de la tarde iluminó otra vez a los doce, contemplando el descenso de la nave que se asentó sobre sus propulsores, a cien metros del lugar donde se hallaban.
Una delgada figura, peluda y con cuatro brazos, salió del artefacto, seguida por otras dos, en apariencia idénticas. Luego, mientras los doce humanos aguardaban con tensa expectación la puerta se cerró sin titubeos y los alienígenas se encaminaron hacia el grupo. Tres marcianos... ¡Y ningún terráqueo! Omega oyó a su lado la dificultosa respiración de Gram. Jenkins profirió un gruñido animal. El único que no transparentó ni enfado ni sorpresa fue Adam. Tranquilo, se adelantó sin prisas a estrechar la mano del jefe del grupo y hacer las adecuadas presentaciones.
La peluda cara de Jaluir permaneció inexpresiva, pero su voz coincidía con la cálida y entusiasta que les había hablado por el altavoz.
—¿De manera que existen de verdad? ¿Dónde diablos se metieron el invierno pasado? No advertimos ningún signo de vida inteligente.
—Estábamos ocultos. La nieve alcanza a veces los seis metros. Lo cubre todo. Así que nos encerramos e invernamos en las cavernas hasta que terminan las crecidas de primavera. ¿Han explorado todas las áreas no radiactivas?
—Sí, las diecisiete. Ésta era la única que nos faltaba. Nuestro avión se averió. De no haber sido así, probablemente les hubiésemos encontrado antes. —Se encogió de hombros, con un gesto copiado tal vez de Masón—. Después de eso, abandonamos toda esperanza, hasta que tuve que hacer un aterrizaje forzoso en Fairbanks. Averigüé entonces que alguien había visitado la ciudad poco tiempo antes, y el comandante Hroth nos autorizó a quedarnos otra semana. Fue una tarea endiablada localizar sus campamentos para a partir de ellos encontrarles.
—¿Y para qué tantas molestias? Ustedes no han venido sólo por vernos..., sobre todo habiendo gente de nuestra especie en Marte.
La voz de Gram sonaba de repente vieja, cansada y llena de sospecha. El marciano enarcó las cejas sorprendido.
—Necesitábamos algunos metales, por supuesto. Sin embargo, no hubiésemos cruzado el espacio sólo por eso. —Titubeó, y las palabras que pronunció después fueron torpes e indecisas—: Las muchachas que nos vieron partir, y fracasamos, a pesar de ellas, son las últimas. Sólo nos restan los gérmenes masculinos del Profeta... Nosotros también tenemos nuestros tabúes, señora, pero... Bueno, hicimos todo lo posible. Y ahora, cuando nuestras esperanzas se habían desvanecido, los dioses nos han devuelto la vida.
—Bueno, quizá tenga razón. Será mejor que usted y sus amigos pasen a la cabaña. No hay necesidad de que permanezcan ahí fuera.
—Si no le importa, preferiría ver el transmisor —contestó Jaluir.
Gram movió la cabeza, asintiendo de mala gana. A Omega en cambio, le alegró aquella excusa para rescatar a Jaluir de la hostilidad que expresaban los rostros de los suyos. No se lo explicaba. Cuando un marciano atraviesa ciento sesenta y cinco millones de kilómetros por el espacio para una cortés visita, merece ser recibido con cierta cordialidad. Y en lugar de eso, Gram adoptaba la misma actitud con que había acogido la propuesta de Adam de descartar el inglés y adoptar el lenguaje semánticamente perfecto que acababa de inventar. El muchacho ajustó su paso al del extraterrestre. Los demás le siguieron.
El transmisor sólo ocupó la atención de Jaluir durante un minuto. Luego, sus ojos recorrieron el resto de la caseta. El tosco microscopio que Adam construyó a partir de las ideas de Omega fue inspeccionado más a fondo, antes de tocarle el turno a uno de los pequeños escudos antirradiactivos.
—Intercepta las radiaciones de alto grado de energía —explicó Adam, con expresión de desconfianza, a pesar de su tranquila sonrisa—. Si le sirve, está a su disposición.
El marciano asintió con un gesto y lo guardó en uno de los bolsillos de su cinturón, la única prenda que vestía.
—Algo muy simple, siempre que alguien descubra el principio de su funcionamiento. Gracias. Desde luego que nos sirve. Nos preguntábamos cómo habían logrado llegar hasta Fairbanks.
—¡Tonterías! —rezongó Gram—. Omega y yo no necesitamos de esos mecanismos. Somos inmunes por naturaleza a las radiaciones.
—¡Zot luill! ¿Que son ustedes...?
El rostro que se volvió hacia el muchacho había dejado de ser inexpresivo para dar paso a una animada excitación, imposible de ocultar pese a la diferencia de raza. Giró sobre sus talones, emitiendo ruidosas sílabas en una extraña lengua, sin duda una orden, puesto que los otros dos marcianos emprendieron una desgarbada carrera hacia la nave. Cuando de nuevo se encaró a los terráqueos, había controlado ya sus emociones, y su voz sonó tranquila y amistosa.
—Lo siento, pero tengo que volver a la nave por unos minutos. Bueno, vayamos al grano, ¿les parece? ¿Cuándo estarán dispuestos a partir?
—¿Rumbo a Marte? —preguntó Gram.
—Rumbo a Marte. Pasarán por lo menos quinientos años antes de que la Tierra vuelva a ser habitable. Y Ustedes no pueden seguir viviendo en estos pequeños valles. ¿Qué mejor santuario que un Marte agradecido? Claro está, querrán discutirlo antes de decidirse... Disponen de tiempo hasta mi regreso.
Y se alejó en pos de sus compañeros. Gram suspiró preocupada, aunque sin la tensión que la había dominado durante la entrevista.
—¿Un santuario... o un lugar de esclavitud? Parece bastante agradable, pero...
—¡Es un monstruo! —El suave susurro habitual en Jenkins se había transformado en un salvaje jadeo, lleno de odio—. ¡Un monstruo inhumano! Su cerebro está en blanco, completamente en blanco. Ni siquiera lo percibo.
La severa voz de Adam interrumpió sus delirios.
—¡Cálmate! Si no logras fisgonear dentro de su mente, ¿cómo sabes lo que es? No vas a odiar a un hombre sólo por eso, ¿verdad? A mí me agrada Jaluir.
—A mí también —admitió Gram, aunque su rostro seguía expresando la preocupación—. ¡Claro que nos resulta agradable! No se cazan lobos sin un cebo atractivo. Los misioneros querían ayudar a los aztecas... Hasta que encontraron oro y llegó Cortés. Y nuestros antepasados esclavizaron a los negros y trataron de exterminar a los judíos basándose en diferencias mínimas. Marte nos es mucho más desconocido que cualquier cosa que encontremos aquí. Tal vez nos consideren como dioses, según dice. O tal vez nos consideren animales.
Sus dudas se iban incrementando, por un proceso de inducción recíproca. Incluso las ideas de Omega comenzaron a tomar el mismo rumbo. No obstante, cuando habló, sus palabras no se acomodaban a ninguna de las hipótesis.
—Por supuesto que nos podemos estar seguros. Sólo contamos con la evidencia que prepararon para nosotros. Pero parece amistoso.
—¿Y por qué no habría de parecerlo, cuando nuestro planeta rebosa de los minerales que necesitan? Soportamos bien la gravedad, que a ellos les molesta, y ahora resistimos también las radiaciones. Esa información le entusiasmó. Un poco más de lo razonable, en mi opinión.
Gram titubeó y su mirada se dirigió hacia el oeste, donde se hallaba su valle natal.
—Los hombres siempre hemos cuidado mejor a los animales que a nosotros mismos. Lo sé muy bien porque, siendo chiquilla, temamos caballos..., hasta que un descuidado necio dejó un portón abierto, y los lobos mataron nuestros dos sementales. Trató de ocultar las evidencias, porque no ignoraba el castigo que se le aplicaría. Pero yo lo vi todo y era lo bastante joven para ir en seguida con el cuento. ¡Pobre diablo! Por fin, lo arrojaron a los lobos... Los hombres actúan de extraña manera cuando se trata de sus bestias de carga, Omega.
—O de sus animales domésticos —agregó Adam, pensativo—. ¿Votamos?
No fue necesario el recuento de votos. Simón y su hermana se dirigieron hacia la puerta. Los tristes y empañados ojos del primero censuraban sin palabras a Omega. Gram paseó su mirada por todos los presentes. Por último, meneó la cabeza y marchó en dirección a las cabañas. En pocos segundos, sólo quedaron en la caseta Omega y Adam.
Jaluir se reunió con ellos, y el alegre timbre de su voz se transformó en un súbito gruñido de desconcierto. Adam se lo explicó con una torpe mueca.
—Lo sometimos a votación y decidimos rechazar su propuesta, Jaluir. Vivimos en un mundo miserable. Aun así, preferimos quedarnos. Y no me pregunte las razones. Las desconozco.
—Pero no pueden... Ustedes son... ¿Se quedan todos? ¿También Omega?
—Eso lo decidirá él. Omega no participó en la votación. De todos modos, el resto de nosotros no partirá.
—Ya. —Jaluir reflexionó un momento. Al fin, se encogió de hombros, considerando todo aquello como un enigma sin solución—. Mentiría si dijese que les entiendo, pero, si lo han decidido así, ya encontraré la manera de explicárselo al comandante Hroth. Bien, tengo que volver a la nave mayor antes de que oscurezca demasiado, así que más vale que me dé prisa. Volveré a recogerle por la mañana, Omega.
Estrechó la mano que Adam le tendía y se fue. Un inmuto más tarde, la nave despegó entre rugidos y llamaradas, desplazándose a toda velocidad sobre las montañas. Adam permaneció unos segundos apoyado en la puerta, al cabo de los cuales entró en la caseta y comenzó a abrocharse un escudo antirradiactivo.
—Voy en busca de la muchacha lobo. Quiero hablar con ella —comentó con deliberada despreocupación, en tanto terminaba de colocarse el aparato—. Por pura curiosidad, claro. Si no vuelvo a tiempo para verte partir...
—¿Quién decidió que yo iría? ¿Jaluir o tú?
—El destino. Si se trata de buena gente, la decisión habrá sido acertada. En caso contrario... Bueno, es posible que tengan armas y sus particulares métodos. ¡Buena suerte, muchacho!
Dio una ligera palmada en la espalda de su sobrino, rió entre dientes y salió caminando lentamente, dejando a Omega a solas con sus pensamientos, una nada amena compañía.
Ahora bien, la lógica de Adam era irrefutable. El muchacho preparó su equipaje por la mañana, una vez que despertó de un espasmódico y ligero sueño. Vio que el avión ya había aterrizado y esperaba junto a la silenciosa hilera de tapiadas cabañas. Durante la noche el muchacho había ayudado a Gram a clavar los tableros que las clausuraban. Sólo quedaban vivos Gram y él, además de Adam, que todavía no había vuelto de su excursión a la zona donde habitaban los lobos. ¡Muertos todos, incluido el pequeño Jenkins, con sus curiosos y extravagantes poderes! Gram suspiró, y sus ojos, enrojecidos por la falta de sueño, siguieron la mirada del muchacho.
—Olvídate de ellos, Omega. Jenkins siempre fue un poco loco y, al fin y al cabo, Eli se estaba muriendo de cáncer. En cuanto al resto, unos inútiles. Hubo un tiempo en que acostumbraba a preguntarme acerca de estas cosas, sobre las retorcidas, las extrañas ideas que reinan en las pequeñas comunidades aisladas, o a reflexionar sobre las referencias incluidas en los libros de psicología sobre el suicidio contagioso en esas comunidades durante los períodos difíciles. Sin embargo, hay algo más. —Sacudió la cabeza con un gesto de cansancio y se restregó la frente—. Fue una maldición, un deseó de muerte lo que les convirtió en estériles porque así lo quisieron ellos y les forzó a morir en cuanto tuvieron una excusa..., por más que se negaran a creerlo. Llámalo mutación, si quieres, una mutación que se introdujo sin darnos cuenta, o di que toda la raza abandonó la lucha y se volvió loca sin notarlo después de aquellos años de infierno. ¿Por qué no conservaron el coraje suficiente para idear un planeador y mantener el contacto entre los valles? Entonces nada de esto hubiese sucedido. De todas maneras, la maldición pesa sobre todos los valles... Será mejor que te vayas, Omega. No hagas esperar demasiado a Jaluir.
Las palabras bullían en su interior, pero se negaron a salir. Gram posó delicadamente su vieja mano de piel tostada sobre la boca del muchacho, y en sus labios, se dibujó la sombra de una sonrisa.
—No, vete. Y si algún día tienes hijos, no hijos esclavos, Omega, sino verdaderos hombres, háblales de los últimos hombres que vivieron en la Tierra. ¡Ese solo pensamiento me hará feliz!
Todas las puertas de las cabañas estaban cerradas cuando miró desde la puerta del avión, una vez que se cargó todo su equipo. Jaluir le indicó un asiento junto a una ventanilla alejada de la visión de las cabañas. Se sentó y permaneció con la mirada clavada en el panel de instrumentos por un lapso que semejó ser de horas, mientras el avión esperaba. De pronto, los propulsores rugieron y, tras una breve carrera por el suelo, despegaron.
—Abajo —le señaló el marciano con suavidad.
Diminuta, pero destacándose nítida contra un montón de nieve, una figura les saludaba agitando los brazos, rodeada por oscuros puntos, sin duda lobos. Jaluir lanzó el avión hacia abajo y voló en círculos, aproximándose todo cuanto pudo. Por un instante, la sonrisa de Adam se hizo visible. Luego, se volvió y se deslizó dentro de una cueva, seguido por la manada. La mano del marciano apretó en silencio el hombro del muchacho. Los propulsores rugieron al lanzarse velozmente sobre los campos desérticos.
... La tibieza de sus manos había ablandado la cera purpúrea. Ahora la moldeaba distraído, mientras sus ojos miraban sin ver al estante que terna enfrente. La Tierra se había reducido a un débil punto en la lejanía, y Marte aparecía rojo y enorme delante de ellos. ¿Santuario o esclavitud? ¿Cómo saberlo? La respuesta se hallaba sin duda en alguna parte de las notas que había ante él, pero su mente les daba vueltas y vueltas, incapaz de abandonar los carriles que su propio pensamiento había trazado, y la clave se le escapaba.
Al iniciar su manuscrito, una semana atrás, le pareció una tarea sencilla. La tinta y la vela, siempre en su sitio, le recordaban su proyecto. Entre los hombres, tal vez hubiera dado resultado, pero si incluso las motivaciones humanas eran imprecisas, aquellos extraños seres de Marte pertenecían a otra raza. Se había mezclado con ellos, cenando con su flemático comandante y escuchando las leyendas de Marte que tan bien contaba Jaluir. Sin embargo, no les conocía, ni terna esperanzas de conocerles antes de que sus hijos crecieran lo suficiente para maldecirle o bendecirle por las consecuencias. Y entonces, sería demasiado tarde.
Con un súbito movimiento del brazo, barrió los objetos del estante, haciéndolos caer en la papelera, y giró sobre sus talones..., justo a tiempo para ver abrirse una de las puertas laterales y aparecer en ella una anciana y familiar presencia.
—¡Gram!
—Pues claro. ¿Quién otra pasaría doce días mirando a través de un espejo transparente para comprobar si terna a un necio por nieto? —El agotamiento que se transparentaba en su voz estropeó su intento de demostrar un poco de humor. Desistió—. Encontré la vela en tu maleta, Omega, y comprendí que, aunque la destruyera, encontrarías otros medios. De modo que hice un trato con Jaluir y, antes de que despertaras, mi equipaje ya estaba en el avión... De todas maneras, en última instancia no hubiese intervenido. Si es que hay alguna diferencia, prefiero ver a mis descendientes convertidos en esclavos antes que en cobardes.
Omega denegó con la cabeza.
—No había planeado suicidarme, Gram. Pensé que, si eran cazadores de esclavos, me arrojarían al vacío junto con mis notas, como le ocurrió al hombre de tu relato, que trató de ocultar lo que había hecho para escapar al castigo por su negligencia. Por el contrario, si eran amigos, esperarían a terminar de leer esas notas, a fin de encontrar en ellas la forma de reanimarme.
—Ya. Y en cualquiera de los dos casos, eludirías toda responsabilidad, ¿eh? No, muchacho. Los hombres pudieron colonizar los planetas diez años antes del Cataclismo, pero estaban demasiado ocupados con sus incertidumbres. Hasta el último minuto, le temieron tanto a la güera que sólo fueron capaces de prepararse para ella. Los supervivientes pudieron tratar de comunicarse con los otros valles y así reproducirse de nuevo. No, lo dieron todo por perdido y se sentaron a lamentarse por la sucia jugada que les había gastado el destino. Fuimos una raza de irresponsables, de llorones niños de pecho. Y va siendo hora de que evolucionemos, que dejemos de lado nuestras pesadillas y aceptemos nuestras responsabilidades.
Y Gram se encogió de hombros. Abandonando el tema, se volvió hacia la puerta que daba al corredor.
—Vamos, muchacho. Jaluir dice que estamos llegando y no nos vendría mal ver el aspecto que presenta este planeta.
Omega, en cambio, no había quedado aún satisfecho. Le agradaba apoyarse en la vieja y familiar tenacidad de Gram. Sin embargo, ella no podía ayudarle en el análisis final de los hechos. La responsabilidad de la decisión que estaba obligado a tomar le correspondía a él en exclusiva. No debía compartirla con nadie. Los hombres habían cometido muy graves errores. Evolucionaron con excesiva rapidez, y su astucia superó su sensatez. No obstante, ningún individuo aislado tenía derecho a negarle a la raza una última posibilidad de recuperar todo lo bueno que había conseguido.
Tres siglos de amarga hibernación habían hecho mella en su puerilidad. Tal vez si empezaban de nuevo, aprenderían las lecciones que antes despreciaron, siempre que albergaran en sus corazones el coraje necesario y se les concediera la oportunidad. Las intensas radiaciones de que fueron víctimas, como la lluvia providencial sobre Sodoma y Gomorra, dejó tras de sí una serie de dones que les permitirían reemplazar lo consumido. Tal vez llegasen a constituir una gran raza..., incluso a crear una raza nueva. Junto a otro pueblo y otra cultura, que les ayudarían a corregir sus errores y alentarían sus virtudes, se desarrollarían más allá de los sueños de todas las profecías poéticas.
¿Sucedería de ese modo o, por el contrario, el hombre se convertiría en el hábil vasallo de un amo extranjero?
—Yo soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin —citó suavemente Gram, como si leyera en su mente.
Y esas palabras, que debieron de ser estimulantes, sonaron severas y ominosas. Ella le había bautizado con el nombre de Omega, el último de los terráqueos. Mas nadie podía llamarle Alfa o prometerle que sería el iniciador de una nueva raza, independiente de la Tierra.
Habían llegado al final del corredor y, ante sus ojos, el rojo disco de Marte iba desplazando el frío y la oscuridad del espacio. Omega exhaló un suave suspiro. Sólo le quedaba rezar para que esa visión significase un buen presagio para el futuro... E interrogarse.
Quizá, no lo sabría nunca.
* * *
Campbell, por supuesto, rechazó el relato cuando por fin se lo llevé. No sucedió al día siguiente, como lo había planeado. Porque comencé otro cuento y aguardé a terminarlo para entregarle los dos juntos, algo que nunca había hecho hasta ese momento. Consideró una mala idea presentar más de un trabajo ala vez. Puesto que los editores son simplemente humanos, casi siempre elegirán el mejor y rechazarán el otro, reduciendo así las posibilidades de vender ambos. Además, el hecho de ofrecer demasiados relatos inducirá al editor a considerarlo como una prueba de que uno intenta desembarazarse de los trabajos antiguos o de que lleva a cabo su tarea con excesiva precipitación. Más tarde, me lo admitieron para una publicación llamada Out of This World Adventures, donde apareció bajo el título de Omega y la muchacha lobo.
Me temo que el cuento demuestra lo enmohecido de mi técnica, tanto en lo que se refiere al argumento como a la forma de escribirlo. Abusaba de los efectos en el estilo y su trama resultaba demasiado obvia.
Al volver a leerlo ahora, creo que, enterrado bajo todas las evidencias de ideas atropelladas, hay un verdadero relato. Pero también esto es una cuestión de criterio. Omega actuaba más por influencia ajena que por sí mismo. Su abuela presentaría un mejor punto de vista. De todas maneras, el relato no se libraría así de su torpeza.
Debí narrar la historia a través de los ojos de la muchacha lobo, casi humana por su inteligencia, esforzándose, con los de su especie, por encontrar una forma acabada de expresión, viviendo cerca de aquellos extravagantes restos de la humanidad. Su captura y posterior liberación hubiesen quedado mucho mejor contadas desde su perspectiva. Y el cuento debió de finalizar con su intento por comprender por qué, exceptuando aquel capaz de hablar con ella, todos los hombres se habían ido. No lo entendería muy bien, claro, pero quizá tendría una difusa idea de que ahora el mundo le pertenecía..., y de que sus hijos se beneficiarían de los logros que la raza obtendría en un distante futuro. Y como escena final, supongo, la muchacha lobo permitiría que el hombre bestia acariciase a sus lobeznos, mientras se paseaba junto a él, tratando de comprender.
Bueno, ya es un poco tarde para volver a escribirlo.
El cuento que escribí al día siguiente siguió otro proceso. La idea que se me había presentado vagamente la tarde anterior —motivo por el cual no acudí a la oficina de Campbell con el primero— fue cobrando una forma definida y precisa en mi cabeza. Al empezar a transcribirlo, noté que me salía con fluidez y sin vacilaciones, de modo que me sentí seguro de que, durante el largo intervalo de mi inactividad literaria, no había perdido nada de mi habilidad.
Llegó a las seis mil trescientas palabras, y lo llamé Complejo de fénix. Sin embargo, me gusta mucho más el título bajo el que fue publicado: Sombras de un imperio.
Fin