SANTA ELENA: DONDE LA TIERRA DESPERTÓ
Publicado en
febrero 07, 2021
Las escalofriantes explosiones trajeron la muerte súbita y la devastación, arrojaron ceniza sobre media docena de estados norteamericanos y sembraron temor ante las fuerzas titánicas que conforman nuestro planeta.
Condensado de "TIME".
"VANCOUVER, Vancouver, ¡aqui está!"
Fue David Johnston, vulcanólogo de 30 años de edad, quien transmitió por radio la advertencia desesperada, exactamente a las 8:31 horas de ese domingo fatal, el 18 de mayo pasado. Había ascendido a un sitio a 8 kilómetros del monte Santa Elena, en el estado de Washington, un lugar llamado cordillera Cascade, con la cima cubierta de nieve, 65 kilómetros al nordeste de Portland (Oregón). Vigilaba con sus binoculares una protuberancia amenazadora abajo del cráter que había estado retumbando y arrojando vapor durante ocho semanas, e informába de sus observaciones al Centro de Investigaciones Geológicas de Estados Unidos, en Vancouver (Washington).
Segundos después de su dramático mensaje, una tremenda explosión de gases atrapados que generó una fuerza equivalente a una bomba de hidrógeno de 10– a 50–megatones, voló totalmente la cima del Santa Elena. En una sola explosión, el cono simétrico de 2.950 metros de altura se transformó en una cima plana, 400 metros más baja. Nubes de ceniza caliente fueron vomitadas al cielo hasta una altura de 19 kilómetros. Gigantescos aludes de fango, compuestos de nieve derretida mezclada con cenizas e impulsados por olas de gas a temperaturas altísimas, bajaron rugiendo por las pendientes destrozando valles, dejando millones de árboles derribados en hileras, como si un gigante hubiera estado jugando palillos chinos.
En el momento de la explosión, David Crockett, un fotógrafo de 28 años que trabaja para la estación televisora KOMO de Seattle, se encontraba en una brecha maderera en la falda de la montaña. Escuchó un bramido sordo y al mirar hacia arriba vio un dique de lodo que se precipitaba hacia él. Debido al terreno, la corriente se dividió en dos confluentes que le pasaron a ambos lados. Al buscar con desesperación la manera de escapar, Crockett siguió andando a lo largo de la brecha mientras hablaba a su cámara de sonido:
"Estoy caminando hacia la única luz que puedo ver. Las cenizas queman mis ojos, ¡oh, Dios mío, esto es el infierno! Es difícil, casi imposible, respirar y todo está muy oscuro. ¡Si sólo pudiera tomar un poco de aire! La ceniza viene hacia mí con fuerza. No sé si es la oscuridad o si ya estoy muerto. ¡Dios, quiero vivir!"
Crockett sobrevivió; un helicóptero de rescate lo sacó de la montaña 10 horas después, pero de Johnston no quedó ningún rastro. Se sabe que cuando menos otras 25 personas murieron en la erupción y 40 siguen perdidas, temiéndose que hayan fallecido.
Oscuridad a mediodía. La erupción del monte Santa Elena, que empezó de manera poco notoria el 27 de marzo, fue la primera en Estados Unidos desde que el pico Lassen de la cordillera Cascade, 640 kilómetros al sur, arrojó una masa de lodo y piedra en 1914. Los geólogos estiman que el Santa Elena arrojó alrededor de 6,2 kilómetros cúbicos de escorias (una explosión más o menos del mismo orden de magnitud que la del Vesubio de Italia en el año 79 A.C., que enterró a Pompeya y Herculano en cenizas y lodo). La erupción derribó 388 kilómetros cuadrados de madera por un valor superior a los 600 millones de dólares, causó un daño total de 195 millones a las cosechas de trigo, alfalfa y otras en un área de 700 kilómetros hacia el este, y enterró 9.500 kilómetros de caminos bajo la ceniza.
Más cerca de la montaña, la erupción convirtió los 19 kilómetros de lo que alguna vez fuera la prístina confluencia norte del río Toutle en un terreno parecido a un paisaje lunar, sin ninguna especie de vida, y lanzó 42 millones de metros cúbicos de desechos volcánicos sobre el río Columbia en Longview. El lodo volcánico destruyó 123 casas en la ribera del río Toutle al igual que puentes, caminos y otros signos de presencia humana.
Mientras los vientos llevaban las escorias de la erupción hacia el nordeste de la lacerada montaña, gruesas capas de cenizas parecidas a una nieve sucia caían en la parte este de Washington. Yakima, una ciudad de 50.000 habitantes ubicada 137 kilómetros al nordeste del volcán, quedó sumida en la oscuridad en pleno mediodía. Las comunidades mineras y agrícolas del brazo de Washington que penetra en Idaho, entre 600 y 700 kilómetros al este, y las del occidente de Montana, se convirtieron en ciudades fantasmas en las cuales nadie podía moverse entre las calles llenas del polvo sofocante sin máscaras quirúrgicas o algún sustituto. Las escuelas, las fábricas y la mayor parte de las tiendas y oficinas tuvieron que cerrar.
Una y otra vez. Una segunda erupción, también muy intensa, sacudió la montaña durante el fin de semana del 24 de mayo, y siguió arrojando vapor y cenizas en explosiones intermitentes, durante la semana siguiente.
Después de esta nueva explosión, las estimaciones de pérdidas en cosechas, madera y propiedades se elevaron cerca de 1.500 millones de dólares. En Portland (afecta a denominarse como "la ciudad más habitable"), el Aeropuerto Internacional se vio forzado a suspender las operaciones. En el distrito agrícola Cowlitz, en Washington, la ceniza irrumpió entre los transformadores eléctricos originando cortos circuitos y apagones. La renovada caída de cenizas, junto con el peligro de nuevos deslizamientos de lodo e inundaciones, obligó al éxodo de los residentes de las localidades montañesas cercanas hacia campos provisionales para refugiados. Era la segunda vez que tenían que evacuar.
En los días que siguieron a la segunda explosión, más retumbos indicaron que la roca fundida estaba otra vez moviéndose dentro de la montaña. Los geólogos abrigaban la esperanza de que las dos explosiones hubieran arrojado gas suficiente para evitar otra erupción importante, pero resultó vana. El jueves 12 de junio el voluble volcán volvió a explotar con una fuerza casi igual a la de la segunda erupción.
Los pájaros dejaron de cantar. La última explosión del monte Santa Elena había ocurrido en 1857, cuando la zona estaba deshabitada y en estado salvaje. Aunque las explosiones recientes son solamente de grado mediano, según las clasificaciones de los fenómenos volcánicos, las personas que abandonaron las pendientes del monte o figuraron entre los 197 sobrevivientes llevados a lugar seguro por la Fuerza Aérea o los helicópteros de la Guardia Nacional, relataron historias que rivalizan con las de los sobrevivientes de los tiempos de guerra.
De entre los geólogos, alpinistas y otros excursionistas que acampaban cerca de la montaña el 18 de mayo, aquellos que se levantaron al amanecer informaron que la mañana estuvo excepcionalmente quieta; los pájaros no cantaron. De manera curiosa, cuando la montaña estalló, muchos de los sobrevivientes nunca oyeron la explosión, quizá debido a que las ondas de concusión viajan con más rapidez que el sonido; para el momento en que este les llegó, se encontraban demasiado alterados por el sacudimiento telúrico para percibirlo.
Bruce Nelson y Sue Ruff, de un lugar cercano llamado Kelso, habían levantado tiendas en el campo para excursionistas del río Green con cuatro jóvenes amigos. El sábado ascendieron a través de lo que Ruff denominó "un bosque gigantesco de líquenes y pinos", y luego asentaron las tiendas a 22 kilómetros del cono. El domingo, Nelson, Ruff y Terry Crall estaban iniciando las tareas matinales cuando sintieron un viento ardiente. Recuerda Nelson: "Estábamos apenas preparando el desayuno cuando mi amiga exclamó: ¡Oh, Dios, la montaña se estremeció!"
Crall corrió a la tienda a despertar a Karen Varner, y Nelson envolvió a Sue entre sus brazos cuando los árboles cayeron alrededor de ellos y empezaron a llover las cenizas ardientes. Dijo Nelson: "Estábamos enterrados. Luego Sue y yo empezamos a cavar nuestro camino para salir de las ceniza que nos quemaba las manos. Teníamos la boca llena de lodo. Le dije que íbamos a morir y ella respondió: Tonterías". Mientras se arrastraban bajo los árboles y la ceniza, empezaron a sentir náuseas provocadas por los gases en el aire y tuvieron que taparse la boca con las camisetas; las piedras caían como granizos y les levantaron chichones en la cabeza.
Cuando empezó a levantarse la oscuridad, Nelson y Ruff se dedicaron a buscar a sus amigos. No vieron más que cenizas y troncos en el lugar en que había estado la tienda de Varner (cinco días después, Nelson regresó y encontró sus cadáveres). Los otros dos excursionistas, Dan Balch y Brian Thomas, apenas lograron sobrevivir. La piel quemada se había desprendido de las manos de Balch y se encontraba en estado de crisis nerviosa.
Thomas yacía caído y atontado bajo varios troncos con una cadera fracturada. Balch lo levantó y los tres lo llevaron hasta una vieja cabaña de una mina cercana y construyeron sobre la entrada una barricada de troncos para proteger a su amigo de las cenizas.
Nelson, Ruff y Balch trataron de hallar entonces el camino que los llevara lejos de aquella área devastada. Los zapatos y calcetines de Balch se habían perdido tras la erupción, así que iba descalzo y con frecuencia tenía que brincar sobre los troncos para mantener los pies lejos de la ceniza ardiente. Cuando ya no pudo continuar, pidió a sus amigos que siguieran sin él.
Bruce y Sue dieron principio a lo que se convirtió en un recorrido fatigoso de 12 horas y 32 kilómetros para alejarse de la montaña a través de lo que Nelson denominó un "desierto blanco y ardiente" de cenizas. Después de unirse a un hombre de 60 años, los tres trataron de levantarse el ánimo cantando canciones obscenas. Ya casi al anochecer oyeron volar los helicópteros sobre sus cabezas. Resultó que Dan Balch había sido rescatado y envió a los aparatos a buscarlos. Cuando los transportaron hasta un sitio seguro, los helicópteros regresaron también por Thomas.
"Pensamos que nos había llegado la hora". Roald Reitan, de 20 años, y su amiga, Venus Dergen, de igual edad, de Tacoma (Washington), habían acampado cerca de un buen paraje de pesca en el río Toutle, alrededor de 37 kilómetros corriente abajo del lago Spirit. Los despertó el rugido amenazador del río, que estaba cubierto de árboles caídos. La pareja corrió al auto de Reitan, pero la creciente del río se extendió sobre el camino, impidiendo que pudieran salir con el vehículo. Luego, una ola de lodo irrumpió entre el bosque hacia el automóvil. Reitan y Dergen se treparon al techo del coche. Eso los dejó a salvo del lodo, pero sólo de manera momentánea. El alud de barro derribó el auto y finalmente lo arrastró hacia el río.
Roald y Venus saltaron del techo y cayeron también en el río, que para entonces era ya una masa ardiente de troncos, lodo, pedazos de un armazón de un tren accidentado y lo que Reitan describió como un "baño de agua caliente". Agrega él: "Pensé que nos había llegado la hora. Venus estaba atrapada entre los troncos y desapareció en varias ocasiones. Me mantuve izado para alcanzarla. Tuvimos suerte de que los troncos se separaran y yo pudiera sacarla". Los dos fueron llevados alrededor de un kilómetro y medio río abajo antes que pudieran ponerse a salvo.
Saldo final. A pesar de toda la devastación, es posible que los efectos a largo plazo sean menos severos de lo que en un principio se temió. Algunos científicos pensaron inicialmente que las cenizas podrían producir una lluvia de ácido, pero las pruebas mostraron que el polvo no es más ácido que el zumo de naranja. Por tanto, los efectos del Santa Elena quizá sean mínimos sobre la salud humana y el clima mundial. Sus repercusiones económicas serán de mayor importancia. Arboles que valían millones de dólares fueron derribados, aunque algunos de los dirigentes de la industria esperan salvar alrededor del 80 por ciento de los troncos aserrando y aprovechando aquellos que no estén muy dañados. Los deportistas que se aventuren en lo que alguna vez fue magnífica zona de pesca y caza no encontrarán rastro de vida dentro de un radio de 24 kilómetros alrededor del cráter, aunque hay evidencias recientes de que la fauna retorna.
La vegetación fue destruida en un radio de 5 kilómetros del cráter. Siguiendo la dirección del viento, en un tramo triangular que se extiende 320 kilómetros hacia el este, alrededor del 10 por ciento de las cosechas sufrieron algún daño por el polvo. Sólo en el estado de Washington, 220.000 personas quedaron temporariamente sin empleo, y quizá una décima parte tenga que permanecer así durante un año.
Posiblemente el efecto más importante de la erupción, excluyendo el área inmediata al monte Santa Elena, será la tarea monumental de la limpieza. El lodo inundó los ríos Cowlitz y Columbia, los cuales deben ser dragados. Tendrán que reconstruirse los caminos y puentes, y destaparse los sistemas de drenaje y alcantarillado. La ceniza volcánica cayó en cantidades estimadas en 18 toneladas por hectárea en la región de Moscow-Pullman de Idaho, a 480 kilómetros del monte Santa Elena, y 392 kilos por hectárea en el sudoeste de Montana, distante 643 kilómetros del monte. La ceniza fina se coló por todas partes: en los motores de aviones; en las plantas, de tratamiento de aguas; en los equipos de los tractores; en las máquinas lavadoras.
Durante los meses venideros, los residentes de una gran faja del noroeste deberán vivir con la ceniza, un recuerdo visible de las fuerzas titánicas de la naturaleza. Para los vulcanólogos, el monte Santa Elena puede ser un niño, pero para la gente que se atravesó en su camino, permanece como una catástrofe de primera magnitud.
"TIME" (2-VI-1980) © POR TIME DE NUEVA YORK (NUEVA YORK). FOTO ROGER WERTH LONGVIEW DAILY NEWS WOODPIN CAMP.