¡AL DIABLO CON EL DINERO! ¡YO SÉ LO QUE SÉ! (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
febrero 21, 2021
Cuento Danes seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Un hombre tenía tres hijas que estaban casadas con tres trols de las mon—tañas. Una vez quiso ir a visitarlas, así que su mujer le dio algo de pan seco para el camino. Cuando había andado ya un trecho, se sintió cansado y hambriento, de modo que se sentó en el lado oriental de una colina y se puso a comerse su pan seco. Entonces salió su hija menor y le dijo:
—Padre, ¿por qué no entras en mi casa?
—Vaya —contestó—, si hubiera sabido que vives aquí y hubiera visto alguna entrada, habría entrado.
Poco después el trol llegó a casa. La mujer le contó que había venido su padre y le pidió que comprara algo de carne para la sopa.
—Bah, podemos conseguirla más fácilmente —replicó el trol.
Dicho esto, clavó un clavo en la viga, tomó carrerilla y se golpeó la cabeza contra él, desgarrándose grandes trozos de carne. Al minuto volvió a estar sano y salvo y los tres pudieron disfrutar de una sustanciosa sopa. Cuando acabaron de comer, el trol le dio al viejo un saco lleno de dinero y el viejo se volvió a casa con el saco.
Cuando estaba ya cerca de su casa, se acordó de que tenía una vaca preñada. Dejó el dinero en el suelo, corrió hasta su casa lo más deprisa que pudo y le preguntó a su mujer si había parido ya la vaca.
—¿Cómo es que vienes corriendo? No, la vaca todavía no ha parido.
—Bueno, entonces vente conmigo y ayúdame a cargar con un saco lleno de dinero —dijo el marido.
—¿Un saco lleno de dinero? —preguntó la mujer.
—Sí, efectivamente, un saco de dinero —dijo el marido—. ¿De qué te extrañas tanto?
Aunque la mujer no daba demasiado crédito a lo que su marido le había contado, le obedeció y salió con él. Pero cuando llegaron al lugar en que éste había dejado el saco, el dinero había desaparecido. Un ladrón se lo había llevado. La mujer entonces se puso furiosa y le pegó una gran bronca a su marido.
—Bueno, bueno —dijo el marido—. ¡Al diablo con el dinero! ¡Yo sé lo que sé!
—¿Y qué es lo que sabes? —preguntó la mujer.
—Hummm, pues eso: lo que sé —replicó el marido.
Pasado algún tiempo, el hombre tuvo ganas de ir a visitar a su segunda hija. Su mujer le volvió a dar algo de pan seco para que se llevara, y cuando, en el camino, se sintió cansado y hambriento, se sentó en la cara este de una colina y empezó a comer. Mientras estaba comiendo, salió de la colina su segunda hija y le dijo:
—Padre, ¿por qué estás ahí sentado? ¡Pasa dentro!
Y entonces se fue con ella. Poco después el trol llegó a casa. Se había hecho de noche, así que la mujer le pidió a su marido que comprara una vela.
—Enseguida vamos a tener luz —dijo el trol y, dichas aquellas palabras, metió sus dedos en el fuego.
Los dedos del trol empezaron a desprender luz y, sin embargo, no sufrieron daño alguno. En esta ocasión, al viejo le dieron dos sacos llenos de dinero, con los que emprendió el camino de regreso a trancas y barrancas. Cuando ya casi había llegado a su casa, se volvió a acordar de la vaca que iba a tener un ternero. Dejó el dinero en el suelo, corrió hasta su casa y le preguntó a su mujer si la vaca había parido ya.
—Entras de una forma que parece que se estuviera viniendo la casa abajo —dijo la mujer—. Puedes estar tranquilo, que la vaca aún no ha parido.
Entonces el marido volvió a pedirle a su mujer que le ayudara a cargar el dinero. La mujer no se creyó demasiado lo del dinero, pero el marido insistió tanto que al final cedió y le siguió. Cuando llegaron al lugar en que había dejado los sacos, el ladrón había vuelto a pasar por allí y se había llevado el dinero. No es de extrañar que la mujer dijera palabras muy fuertes. Pero el marido simplemente contestó:
—Ay, si tú supieras lo que yo sé...
Finalmente, el marido volvió a marcharse por tercera vez para visitar a su hija mayor. Cuando llegó a una colina, se sentó en la cara este y se puso a comer su pan seco. Entonces salió la hija e hizo que el padre entrara con ella en su casa. Poco después llegó el trol. Resultó que faltaba pescado, así que la mujer quiso que el trol fuera a comprarlo. Pero éste dijo que se podía conseguir más fácilmente, que bastaba con que le diera su amasadera y un cucharón. El trol y su mujer se sentaron en la amasadera y salieron a navegar en ella. Cuando llevaban recorrido un trecho, el trol preguntó:
—¿Tengo ya los ojos verdes?
—No, todavía no —contestó la mujer.
Entonces siguieron navegando otro trecho. El trol volvió a preguntar.
—¿Tengo ya los ojos verdes?
—Sí —dijo la mujer—, ahora ya los tienes verdes.
Entonces el trol se tiró al agua, empezó a sacar peces con el cucharón y a meterlos en la amasadera hasta que ya no cupo ninguno más. Regresaron luego a casa y disfrutaron todos de la buena comida. Antes de que se marchara, le dieron al viejo tres sacos llenos de dinero. Pero cuando ya casi había llegado a su casa, se volvió a acordar de la vaca. Esta vez puso su zueco encima del dinero, pues pensó que así nadie se lo robaría. Pero ahí se equivocó de medio a medio, pues mientras estaba en casa preguntando si la vaca había parido, llegó un ratero y le robó los sacos, aunque dejó allí el zueco. Cuando fue la mujer y encontró el zueco pero no el dinero, se puso muy furiosa e insultó a su marido. Éste permaneció muy tranquilo y simplemente contestó:
—¡Al diablo con el dinero! ¡Yo sé lo que sé!
—¿Y qué es lo que sabes? —preguntó la mujer—. Me gustaría saberlo.
—Ya lo verás a su debido tiempo —contestó el marido. Un día la mujer no tenía carne para la sopa. Entonces le dijo a su marido:
—¡Ve a la ciudad y compra algo de carne!
—No hace falta —repuso—. La podemos conseguir mucho más fácilmente.
Dicho aquello, clavó un clavo grande en la viga, cogió carrerilla y se golpeó contra él de tal forma que la sangre le salió a borbotones y tuvo que estar mucho tiempo en cama. Ya se había recuperado cuando, un día, su mujer necesitaba una vela y le pidió que fuera a comprar una.
—No —dijo él—, no hace falta.
Metió la mano en el fuego y, a raíz de eso, tuvo que volver a guardar cama durante mucho tiempo.
Cuando pudo volver a ponerse en pie, su mujer necesitó pescado. Esta vez tampoco quiso ir a la ciudad, sino que le dijo a su mujer que trajera una amasadera y un cucharón. Se sentaron ambos en la amasadera y salieron a navegar en ella. Cuando habían recorrido un trecho, el marido preguntó:
—¿Tengo ya los ojos verdes?
—No —contestó la mujer—. ¿Por qué ibas a tenerlos verdes? Poco después, el marido volvió a preguntarle lo mismo, pero la mujer se reafirmó en lo dicho. Entonces el marido la apremió:
—¿Es que no puedes decir ya de una vez que tengo los ojos verdes?
—Está bien —dijo la mujer—, ya tienes los ojos verdes. En cuanto oyó aquello, se tiró al agua con el cucharón para pescar. Pero entonces él mismo se convirtió en presa de los peces.
Fin