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agosto 05, 2020
Uno de estos días verán mi nombre en los periódicos. Lo que me molesta es que lo más probable es que ni siquiera lo reconocerán.De todos modos, tampoco es fácil que sepan recitar una lista de los vicepresidentes ejecutivos de la NBC, la CBS, la ABC o la Mutua.
Lo importante es que en estos lugares, cuando la gente oye el nombre de Willis T. Millaney pega un brinco. Siempre he pensado mucho en esta red de emisoras y esto es lo que cuenta.
Por lo menos contaba en lo que se refiere a la mayor parte del personal empleado en la industria de la televisión. El único a quien parecía importarle un pepino era Buzzie Waters.
Sí, Buzzie Waters. Su nombre, sí lo saben. Por la razón de que durante los últimos tres años he trabajado de día y de noche tras los bastidores haciéndolo célebre. Y también convirtiendo su peso en oro. De no ser por mí, ese cerdo cebado no valdría nada. ¡Él y su número de "Bzzzzz-Buzzie" y sus necios chistes pueblerinos!
Permítanme que les diga una cosa; en el mercado los cómicos como Buzzie se cotizan exactamente a un octavo del uno por ciento, o sea poco menos de un céntimo por docena. Jamás habría salido de los Circuitos Borscht de no haber sido por mí, y todo el mundo lo sabe.
Todo el mundo excepto Buzzie, según parece. El conflicto empezó cuando él lo olvidó.
Una tarde calurosa, estaba sentado en mi despacho cuando sonó el teléfono. Era Sid Richter, que me llamaba desde el teatro donde se ensayaba Buzzin' Around para el primer show de otoño. Sid es de esos productores a quienes gusta prever todos los detalles, de modo que cuando mi secretaria pronunció su nombre comprendí que algo no funcionaba como era debido.
—Está bien -dije-. Cuéntame qué ha ocurrido.
—¿De verdad quieres que te lo cuente? — preguntó Sid-. Va a dolerte.
—Pues no me lo cuentes, déjame que lo adivine -contesté-. A Buzzie no le ha gustado el guión.
—No.
—¿No le gusta el formato a base de estrella invitada?
—Prueba otra vez.
—Se ha presentado borracho.
—Peor que esto.
—¿Mucho peor?
Pude oír cómo Sid respiraba profundamente en el otro extremo del cable.
—Lo que ocurre es que no se ha presentado de ninguna forma.
—Oye, espera un momento...
—He estado esperando durante más de una hora. Y ahora me encuentro con catorce extras, más todo el personal auxiliar, todos ellos sindicados, y una orquesta de veinte profesores.
—¿Cuál es el motivo? ¿Has tratado de localizarlo?
—No hay motivo, y no me molestaría en llamarte si no lo hubiese intentado todo. Él lo sabía, desde luego, y esta noche ha estado por aquí. Alguien le vio en "Lindy's".
—¿Borracho o sobrio?
—Mitad y mitad. Arrojó un pedazo de tarta de queso al camarero.
—¡El bueno de Buzzie! ¡Siempre será el mismo!
—Bueno, pues hoy no es el mismo. Hemos tratado de localizarle en todos los lugares de la ciudad. Esta mañana salió de su hotel y nadie más le ha visto desde entonces. Su agente no sabe nada, sus guionistas no saben nada...
Tuve una corazonada.
—¿Has llamado a su psiquiatra?
Sid soltó una carcajada fatigosa.
—¿A cuál de ellos? Ya sabes cómo ha estado últimamente. Cambia de psiquiatras con más rapidez que de guionistas.
—¿Y aquella amiguita suya, Melody Morgan?
—Acabo de hablar con ella. Me ha dicho que hace una semana que no le ve el pelo.
Reflexioné durante unos instantes.
—Está bien. Por lo menos, estaréis ensayando el resto del número, ¿verdad? Como si él estuviera presente...
—¿Qué otra cosa podemos hacer? Ni siquiera he podido echar mano de su sosias, aquel doble que él contrató y cuyo nombre no recuerdo.
—Joe Traskin -le dije-. No importa, porque Buzzie me dijo la semana pasada que se disponía a despedirle.
—¡Magnífico! Ni siquiera podemos tomar los enfoques. Y se supone que mañana también tenemos ensayo general.
—No lo suspendas -le dije-. Yo te encontraré a Buzzie aunque tenga que revolver toda la ciudad.
—No te lo recomiendo -murmuró Sid-. Podrían salir de ella algunos bichos muy raros. — Hizo una pausa-. Hablando en serio, ¿crees poder localizarlo?
—No me queda más remedio -contesté con toda sinceridad-. No te preocupes. Ese trabajo corre a mi cargo.
Colgué el auricular y sacudí la cabeza. Era mi trabajo, cierto. Preocuparme de Buzzie Waters. Me había torturado todo el verano, haciéndose el remolón para firmar los programas de otoño y esquivando las citas con el patrocinador, la agencia y los representantes de la televisión. Y nada se pudo hacer por evitarlo. Buzzie se había convertido en celebridad durante la última temporada, a pesar de que a los críticos no les gustasen sus bufonadas. De modo que de nada servía tratar de asustarle; sabía que era solicitado y que podía colgar el micrófono en el programa que más le gustase.
Aparte de esto, un escritorzuelo de vía estrecha se pegó a él y empezó a trabajar en una de esas estúpidas biografías. Ya conocen ustedes el paño; la historia acerca del pobre niño abandonado que sabe compensar las desdichas de su infancia hasta convertirse en un cómico vocinglero, sólo a causa de su inseguridad.
No sé el motivo, pero esto de la inseguridad es el gran recurso. He trabajado durante veinte años con gente del espectáculo y puedo asegurarles que este detalle es un buen truco.
Tomemos a Benny, por ejemplo; él creía que no podía trabajar ante un auditorio sin un violín en la mano. Dejó el vaudeville, empezó a trabajar en la radio y sus beneficios se multiplicaron. Yo también sabría arreglármelas con esa clase de inseguridad. Ed Wynn se hizo popular gracias a sus ridículos sombreritos, pero supo encontrar su camino actuando en Playhouse 90 y también en las películas. Y podría citar a una docena más.
No, esa historia del pobre payaso es algo que no me entra. Son muchas las personas inseguras, dentro y fuera del mundo del espectáculo. Pero no van de un lado a otro exhibiendo sus fortunas, aplicando iniciales de oro a sus ligas y pegando puñetazos a los periodistas del Toots Shor's.
Desengañémonos, Buzzie era una calamidad.
Pero ¿dónde estaba?
Marqué un par de números en mi teléfono privado. Un corredor de apuestas conocido mío, un individuo que dirigía un casino flotante, y una madura y maternal viuda capaz de suministrar en el acto todo cuanto uno pudiese necesitar, incluso menores.
Por último, como postrer recurso, llamé a casa de Buzzie; no su hotel en la ciudad, sino la gran mansión de la isla. Nunca iba allí en días laborables, pero se me acababan los números y tenía que llamar a cualquier parte.
Sin embargo, alguien descolgó el auricular.
—Bosque de Sherwood -dijo una voz-. Robin Hood al habla.
—¡Buzzie! Soy Millaney. ¿Qué demonios te pasa? ¿No sabes que tienes ensayo?
—Esto no me divierte. El rey ha declarado día de fiesta y la gente baila por las calles.
Estaba borracho como una cuba.
—¿Vienes o tengo que llegarme hasta tu casa para arrastrarte hasta el teatro?
—¡Lo siento, pero ésta no es la respuesta correcta! De todos modos, muchas gracias por habernos honrado con su presencia y, como premio de consolación, la casa que patrocina este programa desea obsequiarle con una caja de supositorios, que usted puede...
—No te muevas de donde estás -le atajé-. Voy en seguida.
Salí sin molestarme en telefonear a Sid o avisar a mi secretaria. Me precipité hacia mi salida particular y subí al coche que tenía aparcado en la calle.
No fue un viaje agradable, sino una lucha contra el tráfico, contra el calor y contra el enojo que seguía erizándome los cabellos.
Bien mirado, tal vez la cosa no fuese tan grave. No era la primera vez que un artista cómico se emborrachaba y perdía un ensayo; se cargaba la cosa a la cuenta del cliente y todo quedaba olvidado. Pero aquella semana Buzzie no era mi único problema. Ya había tenido una ligera fricción con uno de esos pequeños monstruos de nuestro programa "Lo toma o lo deja", un arrapiezo de ocho años que sabía todos los tanteo conseguidos por cada jugador de la Liga nacional desde 1908. Quería salirse del torneo para pasar a los campeonatos mundiales. También había tenido una áspera discusión con nuestro nuevo protagonista de películas del Oeste, que había tratado de cortarse las venas a causa de un desdichado asunto amoroso. Yo le había dicho que, ante todo, no debía enredarse nunca con un chico del coro. También había...
Pero, ¿por qué continuar? Al fin y al cabo, éste es mi oficio; apaciguador, niñera y vigilante todo a la vez. Cada semana me pregunto una docena de veces si vale la pena continuar, y la respuesta siempre llega en forma de atractivas sumas en metálico. La única diferencia estriba en que aquella semana me había hecho la pregunta de marras doce veces al día.
Supongo que se trataba de aquella historia tan antigua. Buzzie Waters solía contarla y yo siempre la había considerado divertida. Se trata del hombre que tiene su coche con avería y quiere pedirle prestado el caballo y el carro a un vecino muy avaro. Al dirigirse a casa del vecino va pensando lo muy roñoso que es aquel individuo, e imaginando cómo se negará a prestarle cualquier cosa. Finalmente, se deja autosugestionar y cuando el vecino abre la puerta, nuestro hombre se limita a mirarle y a gritar:
—¡Está bien, métase el caballo y el carro donde más le molesten!
Éste era mi estado de ánimo cuando llegué a casa de Buzzie Waters, y la cosa nada tenía de graciosa. Me había hecho a la idea de que sería mejor no armar ningún jaleo, porque mis nervios no lo hubieran soportado.
No vi el automóvil de Buzzie ante la casa y esto era un mal síntoma. Tal vez había tomado las de Villadiego antes de que yo llegara. Cuando toqué el timbre y nadie contestó, estuve seguro de ello. Entonces la ira se apoderó de mí y quise utilizar el gran picaporte de bronce, lo cual fue un error por mi parte. El objeto estaba al rojo debido al calor del sol y me abrasé los dedos.
Fue entonces cuando empecé a lanzar juramentos y asestar patadas contra la puerta. Después me quedé plantado como un estúpido, al ver que la puerta se abría de par en par.
Entré y pude notar que dentro de la casa se estaba más fresco. Pero yo no me enfrié y el aire acondicionado no sirvió de nada. Si me estremecí un poco, fue a causa de la rabia que me invadía.
—¡Está bien, Buzzie! — grité-. ¡Puedes salir! ¡Sé que estás aquí!
Estas palabras me hicieron sentir como si fuera un niño de diez años y, dándome cuenta de que tampoco lograban tranquilizarme, atravesé corriendo el vestíbulo y entré en la biblioteca. Mejor dicho, en lo que había sido biblioteca hasta que Buzzie compró la casa y la convirtió en un bar.
Era un bar, desde luego, pues había botellas y vasos en todas partes y al entrar pisé un charco de licor que se había formado en el suelo. Al parecer, Buzzie se había estado divirtiendo.
Pero ya no se divertía entonces. Estaba echado en el sofá y ni siquiera podía moverse.
Vestía un sucio conjunto deportivo, llevaba un par de días sin afeitarse y cuando empecé a sacudirlo me dedicó una vaharada alcohólica.
—¿Qué? — murmuró-. ¿Quién es usted? ¿Millaney, eh? ¡Largo de aquí!
Tiré de él y le obligué a sentarse.
—Cierra la boca -le dije-. Vas a venirte conmigo.
—No. ¿Por qué tengo que venir contigo?
—Para asistir al ensayo.
—Nada de ensayos. No quiero ensayar.
—¡Maldición, ya estoy harto de ti! Vas a tomar una ducha y a serenarte, y dentro de veinte minutos te quiero ver vestido y a punto de marcha. ¿Me has oído?
—¡Déjame en paz! Tú no me mandas.
Lo abofeteé.
—¡Oye, tú...! — rugió.
Y de pronto lo vi de pie, tambaleándose hacia delante. Su mano barrió la mesa, arrojando un vaso al suelo, y sus dedos se cerraron alrededor del cuello de una botella. La agarró y quiso golpearme con ella.
Sólo podía hacerse una cosa, y no vacilé. Descargué mi puño contra su mandíbula. Buzzie cayó de espaldas arrastrando la mesa. Los vasos volaron por el aire y se estrellaron contra el blanco mármol, más allá de la alfombra, pero ya sólo oí el siniestro impacto de su cabeza al entrar en contacto con el suelo.
Todo el mundo sabe que no se puede causar grave daño a un borracho; también yo lo recordé cuando me incliné para sacudirlo. Pero entonces ya no estuve tan seguro. Sus miembros estaban flácidos y era como si sacudiera a un cadáver. Tenía los ojos abiertos y las pupilas vueltas hacia atrás, y su aspecto no me gustó nada.
Busqué su muñeca. Su piel estaba más blanca que el mármol y mármol podía ser a juzgar por el pulso que latía en las venas.
Había un profundo silencio en la habitación. Pude oír mi propia respiración, pero no la suya...
Y entonces comprendí...
Mayor era el silencio tres horas más tarde, cuando llegó mi visitante. La luz del sol empezaba a amortiguarse pero a pesar de ello pude ver claramente su rostro. Se parecía más a Buzzie Waters que el propio Buzzie.
—Joe Traskin -dije, levantándome-, supongo que te acordarás de mí. Soy Willis Millaney.
Me dedicó una mueca burlona.
—El jefe de Buzzie -dijo.
—Lo era. Por lo menos, hasta esta tarde.
—¿Qué ha sucedido...?
No le dejé terminar la frase; lo tomé por el brazo y lo acompañé hasta detrás del sofá. Quedóse contemplando a Buzzie Waters.
—Un accidente -dije.
Después le conté lo que había ocurrido. No necesité mucho tiempo, pues sabía exactamente lo que debía decir. Lo sabía todo a la perfección, excepto lo que más me interesaba averiguar. Cómo lo tomaría él.
—Claro, claro, ya comprendo -dijo Joe Traskin-. Pero, ¿por qué contarme todo esto a mí? ¿No sería mejor que avisara a la policía?
Le miré con fijeza y denegué lentamente con la cabeza.
—No lo creo, Joe.
—Pero...
—Hubiese podido llamar a la policía hace tres horas, cuando ocurrió todo esto. Pero ¿y después qué? Habría contado mi historia y ellos me habrían encerrado. Oh, ya sé que con un poco de suerte habría escapado con un cargo de homicidio involuntario. Digamos un par de años y libertad por buena conducta. Al salir de la cárcel, podría encontrar otro empleo. No precisamente lo que hago ahora, pero sí algo similar; por ejemplo, encargado de los retretes en algún hotel de los suburbios.
—Lo siento, pero no veo qué tengo que ver yo con sus apuros.
—Oye, Joe -le puse la mano en el hombro-. ¿Todavía no ves la cuestión, verdad? No estoy hablando de mis apuros. Desde luego, confieso que fue lo primero que se me ocurrió cuando descubrí lo que había sucedido. Pero esto no tiene importancia. Pensar en lo que había ocurrido no me servía de nada. Apenas me di cuenta de que Buzzie Waters había muerto, dejé de lamentarme y volví a pensar como un vicepresidente ejecutivo. ¿Sabes cómo piensa un vicepresidente ejecutivo, Joe?
—¿Es que piensan?
Lo soltó así, como hubiese hecho Buzzie, y ello me ayudó. Oprimí su hombro.
—Sí, Joe, piensan. Esta es su misión. Esta es mi misión. Pensar y preocuparme. No por mí, sino por mi gente. Por toda mi gente y por todos mis números de espectáculos. Por ejemplo, en Buzzin Around tengo empleadas a setenta y cinco personas. Y en ellas estoy pensando ahora. Matar a Buzzie Waters es una cosa, bastante mala de por sí. Pero asesinar a estas personas cortándoles sus medios de vida es otra cosa muy importante. He llegado a una conclusión, Joe. No puedo hacerlo.
—Pero, ¿por qué...?
—Atiende, Joe. Hay una salida muy airosa. Una solución evidente. La estoy viendo ante mis ojos.
—¿De qué me estás hablando?
—De ti, Joe. A partir de este momento, tú eres Buzzie Waters.
—Oiga...
—No me interrumpas, Joe. Deja que hable yo. Lo he pensado todo. Vamos a ver, siéntate.
Me dirigió una mirada llena de curiosidad, pero se sentó. Y entonces supe que lo tenía a mi merced y empecé a emplearme a fondo.
—Veamos cómo puede solucionarse la cosa -dije-. En primer lugar, nadie sabe que Buzzie estaba aquí. Todo parece indicar que ha estado viajando en coche hasta muy avanzada la noche y que ha bebido de lo lindo. Sid dice que alguien le vio en Lindy's. Yo lo comprobaré y reuniré todos los detalles; con quién ha estado y lo que estuvo haciendo. Todo cuanto tú necesitas es empezar a partir de este momento.
—Pero...
—Escúchame. — Encendí un cigarrillo con manos que no temblaban-. He examinado la habitación. No hay sangre y todo este destrozo parece consecuencia de una vulgar borrachera. Además, ¿quién nos impide arreglarlo todo? De todos modos, nadie va a tener sospechas, puesto que Buzzie Waters seguirá dejándose ver.
—Es verdad -asintió Joe-. Yo aún le estoy viendo. ¿Y qué va a hacer con él?
—Algo haremos -repliqué-. Hay una cantera muy adecuada no lejos de aquí y la noche es muy oscura. unas cuantas piedras de buen tamaño y el problema quedará solucionado.
—Problema solucionado. Buzzie Waters haciendo su vida normal. — Hizo una pausa-. ¿Y qué será después de Joe Traskin?
Sostuvo su mirada.
—Nada -contesté-. Hablemos con franqueza. ¿Qué era de ti antes de que conocieras a Buzzie el año pasado? Eras un tipo vulgar como cualquier otro, ¿no es cierto? Conducías un camión. Sin familia y sin amigos.
—Ha estado leyendo mi correspondencia -murmuró.
—He hecho mis averiguaciones. Forma parte de mi oficio. Pero esto poco importa; volvamos a los hechos. Buzzie te eligió a ti a causa del parecido. Es extraordinario y ello significó una buena oportunidad para ti. Has actuado como su doble. Incluso has hecho apariciones en público en su lugar, y creo que una o dos veces te llamó para que te prestaras a fotos publicitarias porque él no podía. ¿No es así?
Joe no contestó, pero hizo una mueca.
—Perfectamente. Trabajaste un año con él como doble. Y después, la semana pasada, te despidió. ¿Qué ocurrió después?
Joe se encogió de hombros.
—Dejé mi hotel y tomé una habitación en las afueras. Desde entonces, casi siempre he estado allí.
—Y pensabas largarte cuando se te acabase la pasta -proseguí-. Para acabar volviendo a conducir un camión. Acaso de cuando en cuando alguien te diría que te parecías a Buzzie Waters, y eso es todo. Me molesta tener que decírtelo, Joe, pero eres un pobre diablo. Sin tu trabajo de doble, no sirves para nada. Nadie en nuestro negocio se ha preguntado siquiera qué se hizo de ti cuando Buzzie te despidió. Te limitaste a desaparecer. Además, ni siquiera tienes un agente, ¿verdad? Y sin familia que te cause preocupaciones.
—Sin embargo, supo usted localizarme en poco tiempo -observó.
—Cuestión de suerte -saqué un pedazo de papel del bolsillo-. Encontré tu nombre y dirección anotados en el bloque del escritorio.
Joe asintió.
—Cierto, recuerdo haberle llamado cuando cambié de domicilio, para darle mi nuevo número en caso de que me necesitara. Tal vez hoy me hubiese dado algún trabajo.
—Nunca lo sabremos -le dije-. No tiene importancia. Lo que importa es que puedas esfumarte sin que nadie sospeche. Te ausentaste de la ciudad, y eso es todo.
—Sigue pareciéndome muy arriesgado.
—Tonterías. ¿Te acuerdas de aquel individuo que, hará unos siete años, actuó en una serie de espectáculos a causa de su parecido con Harry Truman? ¿Cuántas veces has pensado en qué se habrá hecho de él? — Hice una pausa-. No, no habrá peligro alguno. Te lo prometo. Y puedes creerme, yo arriesgo más que tú. Pero apenas vi tu nombre y tu teléfono en aquel bloque, comprendí que tenía el problema resuelto.
—Está bien -Joe encendió uno de sus cigarrillos-. Tal vez pueda desaparecer sin que nadie se dé cuenta. Pero esto no significa que pueda volver a exhibirme como Buzzie Waters.
Me encogí de hombros.
—En tu lugar, yo lo pensaría, Joe. Lo pensaría muy detenidamente. La cosa puede salirte a cuenta.
—¿Cuánto?
Cuando vi la expresión de su rostro y percibí el tono de ansiedad en su voz, me tocó a mí el turno de reprimir una mueca.
—No te ofrezco ni un céntimo -dije-. Ni uno sólo. Todo lo que te ofrezco es el nombre de Buzzie Waters. Y esta casa, su apartamento en la ciudad, sus automóviles, su cuenta corriente en el Banco, y sus actuales ingresos semanales. Aparte de ello, su contrato, su fama y su porvenir. Todo ello en bandeja de plata. Sólo tienes que decir que sí.
—¿Sólo esto, eh? — exclamó Joe aferrándose a los brazos de su sillón-. Pues creo que se olvidan unas cuantas cosas. Buzzie Waters es... mejor dicho, era un gran cómico. Tiene que resucitar y presentar una actuación cada semana, logrando que la gente se parta de risa.
—Ya sabes cómo funciona el negocio, Joe. Contamos con cuatro escritores que se ocupan de todos los chistes. Durante la última temporada, Buzzie se dedicó tanto a la botella que ni siquiera se molestaba en asistir a las reuniones de los guionistas. En realidad, no aprendía nada de memoria; se limitaba a leer el teleapuntador, añadiendo sus muecas y gestos, esto desde luego. Pero en una semana puedes captar su voz y su técnica. Yo me encargaré de que puedas ver películas de todas sus actuaciones. Nunca cantó ni bailó, de modo que no hay dificultad alguna. Buzzie era un producto de síntesis, Joe; sólo una combinación de guionistas apropiados. Si yo me pareciera a él tanto como tú, podría hacer lo mismo.
Joe asintió.
—¿No le tenía en gran estima, verdad, Millaney?
—¿Y quién le apreciaba? — exclamé levantándome-. Hablemos con franqueza. Si sus amigos se enterasen de lo que ha ocurrido hoy aquí, me obsequiarían con una medalla. Lo que sucede es que no se enterarán, y además dudo de que los tuviera.
—Es posible que tenga usted algún prejuicio. — Joe vaciló-. Pero estoy seguro de una cosa. Conocía a mucha gente. Tal vez podría pasar por Buzzie Waters ante las cámaras, pero ¿qué ocurriría en la vida privada, ante todos los que le conocían?
Había llegado el momento de volver a sonreír.
—Ya has tenido cierta experiencia en ese aspecto. Pasaste por él ante los fotógrafos, y nadie advirtió la diferencia. Lo demás no es sino una cuestión de detalle, de aprender pormenores de su vida y de sus relaciones. Yo te proporcionaré todos los recortes de prensa que han habido de Buzzie; me encargaré de que tengas acceso a nuestros archivos, y puedo asegurarte que tenemos por escrito toda su vida y milagros. Ya te he dicho que he estado pensando como un ejecutivo, Joe. Elaboré todo este plan en el momento en que decidí llamarte, y he previsto todos los detalles. Buzzie Waters no tenía un verdadero agente de negocios y no contaba con más amistades que las de un grupo de amigotes de bar. Aún disponemos de otra ventaja; me consta que ha cambiado de psiquiatra, de modo que no hay nadie que pueda llamarse íntimo de ese individuo. En cuanto a detalles, sé que puedo proporcionarte más de lo necesario. Dentro de una semana serás más Buzzie que el propio Buzzie. Exceptuando que no beberás tanto, que no serás un perdido, y que no serás un charlatán egoísta como él.
—¿Le odiaba usted, verdad?
Suspiré.
—¿Cómo supones que se sintió el doctor Frankenstein cuando vio qué clase de monstruo había creado? Así me sentía yo con respecto a Buzzie. Yo lo saqué de la nada.
—Y ahora se supone que yo seré el nuevo monstruo.
—¿Qué puedes perder con ello?
Joe me miró con fijeza.
—Está bien -dijo-. ¿Qué puedo perder?
Le ofrecí la mano.
Tuvo que tender todo el brazo para estrechármela, porque nos hallábamos uno a cada lado del cadáver...
***
En la televisión, estas cosas se arreglan con un fundido o un corte. En los libros, mediante unos asteriscos o el encabezamiento de un nuevo capítulo. Pero en la vida real, es preciso vivir todo el paso del tiempo.Por suerte mía, no hubo contrariedades.
Desprenderse del cadáver en la cantera, una vez oscurecido, no representó ningún problema. Tampoco fue una merienda campestre, pero era algo que debía hacerse. Y una vez listo el trabajo, lo peor quedó atrás, por lo menos para mí.
A partir de entonces, toda la carga gravitó sobre las espaldas de Joe, y quedé satisfecho al ver cómo cumplía con su tarea. Cuidó todos los detalles sin un solo fallo, marchándose de su alojamiento, desprendiéndose de todos sus efectos personales y trasladándose a la mansión de Buzzie. Yo elaboré una historia destinada a Sid Richter, relatando mi encuentro con Buzzie y mis desvelos para quitarle la borrachera, y al día siguiente el ensayo tuvo lugar tal como estaba programado. Si Joe cometió algún error, lo más probable es que todos lo atribuyeran a su jaqueca, pero en realidad no oí hablar de error alguno. Durante las dos semanas siguientes pasé mucho tiempo a su lado dándole datos y aleccionándole sobre nombres, asociaciones, referencias y amistades, o lo que hacía las vedes de amistades en aquel mundo de Buzzie poblado de barbudos, bohemios, golfos y sicofantes. Todo parecía marchar sobre ruedas una vez dueño Joe de la situación. Incluso dimos lecciones de caligrafía y en pocos días supo reproducir exactamente la firma de Buzzie. Las películas de las actuaciones cómicas de Buzzie acabaron de hacer el resto.
Confieso que sudé como un condenado y, a medida que se aproximaba la fecha de la primera actuación, mi frente se mantuvo en constante humedad. Pero, incluso en los peores momentos, todo parecía resultar más fácil que si se hubiera tratado del propio Buzzie. Con jaquecas o sin ellas, por lo menos yo sabía que había alguien que colaboraba conmigo y que ambos podíamos actuar en equipo. Con Buzzie, habría sido una discusión continua.
Joe realizó una buena tarea. Aprendía de prisa y yo lo mantuve ocupado, protegiéndole de las asiduidades de periodistas y curiosos. La proximidad de la nueva temporada me sirvió de excusa. Y una vez superada la prueba de la primera actuación, tenía el presentimiento de que el negocio estaría hecho.
De modo que él sudó gotas como balas de fusil y yo sudé bombas atómicas, pero llegó la gran noche y mi frente volvió a estar seca.
Trabajó ante el público y se lo metió en el bolsillo.
Era tan bueno como Buzzie cuando éste estaba en su mejor forma. ¡Mucho mejor que Buzzie! No hubo ni un comentario adverso, ni una risa forzada. Su actuación fue perfecta.
Y cuando todo hubo terminado, se fue a su casa y se acostó, en vez de dedicarse a arrojar tartas de queso a los camareros.
En realidad, yo fui el que salió para celebrarlo. Pensé que bien me lo merecía.
Durante las semanas siguientes todo fue estupendo. Ni un solo problema. Llegué hasta el punto de permitir que Joe actuara a su gusto, pues todo indicaba que era capaz de administrar su propia vida sin ayuda de nadie. Claro está que no le perdí de vista y que salíamos juntos, pero no hubo ningún fallo o desliz.
—¿Qué te parece todo esto? — le pregunté una vez.
—Nunca me había divertido tanto en toda mi vida -replicó, y comprendí que decía la verdad.
Y entonces dejé de lado toda preocupación.
Dos meses más tarde, yo casi había olvidado todo lo sucedido. Ya sé que parece absurdo, pero esta es la realidad; el auténtico Buzzie Waters se borró de mi memoria y lo mismo ocurrió con aquella tarde desagradable. Todo quedó relegado al olvido. O a la cantera...
Y de pronto ocurrió lo inesperado.
Una joven esquivó a mi secretaria una mañana y se aposentó en mi despacho privado.
—¡Melody Morgan! — exclamé con una alegría que no sentía.
Pero ahí estaba ella. Melody Morgan, la amiguita de Buzzie Waters.
Apenas la vi, empecé a sudar otra vez. Nada tenía que hacer en mi despacho. Normalmente, una figurante de tres al cuarto como ella nunca llegaba tan alto; en realidad, ni siquiera podía soñar en verlo por dentro. Y mucho menos en entrar, sentarse y balancear sus pantorrillas desde mi mejor sillón. Pero ahí estaba.
—¿Puedo hacer algo por usted? — pregunté.
—Pues sí, míster Millaney. Creo que sí. — Agitó sus pestañas y me dirigió una tímida mirada-. Quiero un empleo.
—¿Un empleo, eh?
—Ya sabe usted que soy cantante.
—Sí, lo sé -admití, torciendo el gesto-. Pero no es ésta mi especialidad. Tendrá que ver a Loomis, de Audiciones, o a Seagrist, del Departamento de Discos.
—No, míster Millaney, ya he hablado con ellos. No pueden ofrecerme nada.
—¿Los negocios no marchan, verdad?
Sonrió.
—No se trata de esto, precisamente. Si he de serle franca, míster Millaney, no creen que yo sea una gran cantante. Por esto nunca me contratan.
—¡Oh!
—Y puestos a hablar con toda franqueza, también debo admitir que tampoco yo me creo una gran cantante.
—Sin embargo, cree que yo puedo contratarla.
—Eso es, míster Millaney.
—¿Algún motivo?
—Sí. Soy una buena amiga de Buzzie Waters.
—Lo sé.
—Le he visto muy a menudo durante estas últimas semanas.
—Esto... esto no lo sabía.
Cierto que lo ignoraba y me maldije a mí mismo.
—Es usted un hombre muy ocupado, míster Millaney. No puede controlarlo todo al mismo tiempo.
—Es verdad.
Era verdad, pero había una cosa que hubiese debido controlar. Era lógico que Joe viese a la amiguita de Buzzie más tarde o más temprano. Pero, ¿por qué no pudo ser más tarde?
—Por lo tanto, me gustaría que me ofreciera un empleo -dijo ella.
—¿Se le ocurre algún trabajo en particular, que usted pueda hacer?
Se encogió de hombros.
—En realidad, no me importa. Puede extenderme un contrato general con la emisora. Puedo animar concursos, llenar espacios, anuncios. — Las pestañas de Melody Morgan dejaron de moverse y me dirigió una mirada llena de firmeza-. En realidad, puesto que soy una pésima cantante, le daré una oportunidad. Ni siquiera insistiré en aparecer en la pantalla. Limítese a extenderme un contrato y con eso me daré por satisfecha.
—Bueno -repliqué vacilante-. Solemos extender unos contratos de prueba, usualmente para un periodo de seis meses... El mínimo normal...
—Por favor -me interrumpió, levantándose-; me agradaría más un contrato para cinco años. Uno de esos que no pueden cancelarse. Y yo no estaba pensando en el mínimo.
—¿Qué pretende usted?
—Mil dólares semanales.
Me soltó estas palabras como si cantara. Una actuación perfecta.
De momento, no pude contestar. Se me ocurrieron muchas respuestas, pero ninguna de ellas era la apropiada. Podía preguntarle si estaba loca, si había empinado el codo, quién se creía ser, con quién creía estar hablando, pero comprendía que de nada me hubiese servido. Ni siquiera los cuatro guionistas de Buzzie Waters podían ofrecerme la respuesta correcta.
Carraspeé y dije:
—¿Está enterado Buzzie de su presencia aquí?
La joven se echó a reír.
—¡Claro que no! Los dos sabemos que Buzzie ya no está enterado de nada. ¿No cree, míster Millaney? — Observó la expresión de mi rostro y se rió otra vez-. No quiero que conteste a esta última pregunta. Podría resultarle violento. Contésteme únicamente a lo del empleo.
—¿Y si no quiero?
—Entonces, mucho me temo que tendré que volver a hacerle la última pregunta. Y muchas otras. Por ejemplo, ¿qué se hizo de Joe Traskin, aquel tipo que Buzzie despidió? Hace tiempo que no lo he visto. ¿O tal vez sí?
—¿Cómo ha podido...?
—¡Por favor! Ahora es usted el que me pone en una situación violenta a mí. Cuando una chica tiene tanta amistad como yo tenía con Buzzie, se da cuenta de ciertos detalles, ¿me comprende? Pequeños cambios, diferencias. Y entonces es cuando empieza a pensar. Después inicia sus averiguaciones, hasta obtener un resultado.
—¿Qué resultado?
—Mil dólares por semana.
Ya volvía a canturrear otra vez, y sólo había un metodo para evitarlo.
—De acuerdo -dije-. Pero no necesito recordarle cuál es el trato. Tendrá que guardar silencio.
—Será un placer.
Necesitaría una infinidad de gestiones y de negociaciones. Tendría que dar largas explicaciones para justificar mi concesión de un contrato incancelable a una chica que no valía ni cinco céntimos. Cabía la posibilidad de que al final tuviera que pagarlos de mi propio bolsillo. Pero no había otro remedio. Por lo menos, hasta que hablase con Joe...
Joe no pudo ayudarme.
—Le aseguro que nada sabía de ello -me dijo-. Nunca pensé que pudiese sospechar algo.
—Pero, ¿por qué tuviste que hacerle la rosca?
—Puede imaginar la respuesta. Porque ella y Buzzie eran tan amigos. No podía mandarla con viento fresco, pues me exponía a armar un jaleo gordo. Ya sabe que él le pagaba el apartamento. Hubiese provocado un escándalo.
—¿Y esto de ahora qué es? — pregunté-. ¡Mil dólares semanales durante cinco años! ¿No irás a decirme que es la gran solución?
—Muy desagradable, pero así están las cosas.
—Yo podría cambiarlas.
—¿Qué quieres decir?
Levanté la vista hacia el techo.
—Supongamos que tienes un animalito predilecto, Joe. Digamos un canario. Y que te cansas de él. A lo mejor no quieres volver a oír sus cantos. ¿Qué harías?
Pero él no miraba hacia el techo. Me estaba mirando a mí y movía la cabeza en ademán negativo.
—Escúcheme, amigo -me djio-. A mí me gustan mucho los animalitos. Y sobre todo éste. Me gustan las cosas tal como son. Si tengo que ser Buzzie Waters, quiero tener todo lo que él tenía. Tal fue nuestro trato.
—Sí, pero ¿qué tiene de particular esta chica? Quiero decir que puedes tener todo lo que se te antoje. Mi amiga Maggie te proporcionaría...
—No me interesan los pencos. Este canario me satisface. Y usted desea verme satisfecho, ¿no es verdad, amigo?
—Sí. Claro que sí, Joe.
—Llámeme Buzzie. Todos lo hacen. — Se inclinó sobre mi escritorio-. Y si quiere que me sigan llamando Buzzie, será mejor que no ahonde en tantos detalles. Se libró de una buena en cierta ocasión, pero no es prudente volver a tentar a la suerte. Tenga más conformidad.
—Está bien.
Pero no estaba bien, y así me constaba. Los mil pavos ya representaban una desgracia, pero la nueva actitud de Joe era aún peor. Anteriormente, jamás había tratado de hacer el gallito, y lo de ahora era un mal síntoma.
Antes de terminarse aquella semana, sufrí un golpe aún más duro. Joe me llamó para pedirme que fuese a su apartamento para charlar un rato.
—¿Qué le parece esta noche, a las nueve en punto?
Accedí.
Iría y sería puntual. Ya era hora de solucionarlo todo de una vez.
Cuando llegué, Joe me estaba esperando. Parecía sentirse a sus anchas y ostentaba una bata con las iniciales de Buzzie y también la amplia y falsa sonrisa del difunto actor. También pude observar que había estado catando un muestrario de los licores predilectos de Buzzie. La mesita de café estaba llena de botellas.
—Bien venido a mi humilde hogar -saludóme-. Siéntese, por favor.
—Dejémonos de comedias -contesté-. Tengo que decirte unas cuantas cosas y quiero que me escuches atentamente. Francamente, no me gusta esa actitud tuya tan independiente. A partir de hoy, seré yo quien dé las órdenes. He aquí cómo vamos a trabajar de ahora en adelante...
—Ahórrese las palabras -me atajó-. No será necesario.
—¿Por qué no?
—Porque de ahora en adelante no vamos a trabajar juntos. — Pasó al otro lado de su mesa escritorio-. Le dije que tenía que darle noticias. Dé un vistazo a esto.
Me tendió un legajo de papeles y vi en seguida el membrete.
—¿Un contrato? ¿Y con esa pandilla de...?
—Por favor. Está usted hablando de mis futuros empresarios. Dentro de cinco semanas lo serán.
—¡Pero tú perteneces a nuestra empresa!
—Con opciones de treinta semanas, privilegio de cancelamiento y aviso con un mes de anticipación.
—¡No puedes dejar el programa de Buzzin' Around!
—Claro que no. Me lo llevo conmigo. El nombre no, desde luego, pero me seguirá la mayor parte de mi compañía.
—¿Tu compañía? ¿Quién te has creído ser?
—Buzzie Waters. Y así lo creen ellos, y todos los demás. Usted cuidó de ello, ¿no es cierto?
Mi cuello se había envarado y me resultó muy difícil hablar.
—Pero tú no puedes dejar...
—Por siete sábanas más cada semana, soy muy capaz de hacer cualquier cosa. Usted no puede llegar a esta cifra.
—Claro que no, ni pienso hacerlo. No tengo motivo para hacerlo. Estamos juntos en este fregado, y los dos nos quedaremos en él. Yo te creé y puedo destruirte.
—No le comprendo.
—Entonces, permíteme que te lo explique -dije sonriendo. Una sonrisa dolorosa, pero conseguí componerla-. Cuando te hice venir a casa de Buzzie aquella tarde, te dije que yo era un ejecutivo y que lo había previsto todo. Pues bien, te dije la verdad. Sabía lo que estaba haciendo y por qué lo hacía. Habría podido disponer del cadáver yo solo y llamarte después. Pero tenía un motivo para querer tenerte allí, para que me ayudases. No porque necesitase tu ayuda física, sino porque de este modo te convertía en cómplice de un asesinato. Un accesorio después del hecho, como dicen en los tribunales. O como dirán, si alguna vez tratas de jugarme una mala pasada.
—¿Conque esas tenemos, eh?
Asentí.
—Tal vez creas que yo nunca confesaré lo ocurrido. Pero si tú me obligas a ello, lo haré. Porque sabes muy bien lo que te puede suceder. Si Buzzin' Around se va al diablo, yo me juego el cuello. Me crucificarían. Si tú te marchas, yo pierdo mi empleo en la emisora y en cualquier otro lugar de ese negocio. He empeñado toda mi vida en este cargo; si lo pierdo, poco me importa perder el resto. Por consiguiente, te lo advierto sin circunloquios: si te marchas, hablaré, y cuando me sienten en la silla eléctrica, a ti te sentarán sobre mis rodillas.
—¿No se detendrá ante nada, verdad?
—Eso es -dije-. Soy un ejecutivo.
—Usted es un asesino -murmuró-. Y por esto firmé ese contrato. Antes no me había dado cuenta de la verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Recuerde la situación -explicó-. Cuando llegué a la casa, usted me contó que lo que había sucedido era un accidente. Yo quise creerlo, y también vi algún sentido en el hecho de protegerme, y mucho más en el de proteger a las demás personas que trabajaban en el show. Al fin y al cabo, de nada servía a nadie el denunciarle. Por consiguiente, decidí seguir la farsa. Pero después he descubierto que es usted un asesino de verdad. Lo comprendí el otro día cuando me pidió que le ayudase a librarse de Melody. Sólo un asesino auténtico piensa de este modo, Millaney. Y entonces fue cuando decidí abandonarle. Y esto es lo que pienso hacer.
—Será mejor que no lo intentes -susurré-. Hablaré.
Movió la cabeza en ademán negativo.
—Olvida que tengo una coartada.
Le miré sobresaltado.
—Sí, una coartada. Melody. Ella jurará que yo pasé la primera parte de la tarde con ella. Tengo las espaldas bien guardadas. — Sonrió-. Y en realidad, es cierto que pasé parte de la tarde con ella. Y hubo personas que me vieron entrar. Por suerte, nadie me vio salir.
Conseguí articular una serie de palabras.
—¿Pero cómo puedes considerarte a salvo? ¡Tú no estabas en el apartamento de Melody! Ella ni siquiera te conocía antes de que Buzzie muriese.
Volvió a sonreír.
—Tengo que darle una noticia -me dijo-. Buzzie no murió.
—Pero...
—Usted mató a Joe Traskin -murmuró-. Yo soy Buzzie Waters.
Quedé paralizado, contemplando la mesita de café. Daba vueltas.
—Voy a expllicarle la parte cómica del asunto -seguía diciendo él-. Yo estaba en casa cuando usted llamó, fuera de sí. No tenía ganas de asistir al ensayo, y menos de tener que soportar su mal humor. Usted dijo que se disponía a venir a buscarme.
"Y entonces se me ocurrió la gran idea para tomarle el pelo. Llamé a Joe y le dije que buscase un taxi y viniera en seguida. Cuando llegó le ofrecí volver a emplearlo, con la condición de que se hiciera pasar por mí y aguantase todas las impertinencias que usted diría. Tomamos un par de copas y accedió. Pero le preocupaba la posibilidad de que la patrona de su alojamiento se apoderase de sus pertenencias, puesto que andaba atrasado de pago de alquiler. Le dije que no era ningún problema y que si me entregaba la llave yo pasaría por allí, arreglaría la cuenta y volvería a casa con sus cosas. Éste fue el trato.
"Pero en el camino quise visitar a Melody, y los dos nos reímos de buena gana cuando pensamos en la bronca que usted le soltaría al pobre Joe. Después salí y me dirigí hacia el lugar donde vivía Joe. Entonces usted llamó allí.
"Desde luego, no se me ocurrió pensar en lo que había pasado. No se me ocurrió hasta que llegué a casa y me vi ante usted... y Joe. El pobre diablo se había dedicado a traguear de lo lindo cuando yo le dejé. No lo censuro; no tenía el menor deseo de enfrentarse con usted. Pero la broma salió mal y él pagó por ella.
"Pero cuando usted me contó lo del accidente, decidí que era preciso seguir con la farsa. Y entonces fue cuando ésta alcanzó una altura insospechada... ¡cuando usted hizo aquel trato conmigo para que yo desempeñase el papel del propio Buzzie Waters! Es la cosa más divertida que jamás he visto u oído; nadie lo creería jamás, ¿no es cierto? Y por esta razón yo no me hallo en apuros. ¿Quién creerá que yo ayudé a ocultar el cadáver de mi doble, sólo para poder representarme a mí mismo? No tendría ningún sentido, puesto que no tengo ningún motivo. Usted sí tenía motivos. En cuanto a mí, dispongo de Melody y de mi coartada.
Se echó a reír y yo casi pude empezar a moverme.
—¡Y lo de Melody! Eso ya fue el colmo, cuando le dije que aplicase la vieja canción del chantaje. Me dijo que tuvo la impresión de que le había dado a usted la puntilla.
Traté de moverme, pero aún me fue imposible.
—¿Tú la obligaste a hacerlo? — susurré-. ¿Aún no estabas satisfecho y tuviste que hacerme sangrar por ella?
Asintió.
—Todo formaba parte del chiste, como ya he dicho. Mi mejor ocurrencia. Un auténtico bromazo, pero lo que ocurre es que usted no tiene sentido del humor, ¿no cree? Usted no comprende lo que es un artista cómico, porque usted es un ejecutivo. Mejor dicho, lo era. — Agitó el contrato ante mi rostro-. Cuando yo me marche, lo veremos. Nada pueden hacer para impedírmelo, usted y su mente de ejecutivo...
—¡Oh, sí que puedo! — exclamé, y noté que ya podía hablar en voz alta y moverme con mayor rapidez.
Cogí una de las botellas que había sobre la mesita del café y la levanté para dejarla caer con fuerza, repitiendo el gesto una y otra vez, e incluso cuando la botella se rompió seguí utilizando el mellado trozo que aún tenía en la mano.
Fue una repetición exacta de la escena de aquella tarde. Exceptuando una diferencia; ya no ten´´ia ningún doble al que poder llamar. Y tampoco podía ya pensar como un ejecutivo.
Buzzie Waters había dicho la verdad, poco antes de morir. Soy un asesino.
¿Y qué puede hacer un asesino en estas circunstancias?
Fin