LA MUERTE DE MAIN (Hammett Dashiell)
Publicado en
agosto 20, 2020
The Main death, 1927
Un relato de El Agente de la Continental
El capitán me dijo que Hacken y Begg eran los que llevaban el caso. Les alcancé en el momento en que salían de la Sala de Juntas de la Jefatura de Policía. Begg era un peso pesado con la cara plagada de pecas, tan afable como un San Bernardo, pero mucho menos inteligente. El sargento-inspector Hacken, alto, delgado y mucho menos comunicativo que su compañero, era el que llevaba el peso intelectual del equipo tras un rostro enjuto y preocupado.
—¿Tiene prisa? — pregunté.
—Siempre andamos con prisa cuando se trata de volver a casa -dijo Begg. Las pecas parecieron treparle por el rostro para hacer lugar a una sonrisa.
—¿Qué quería? — preguntó Hacken.
—Que me dijeran qué saben del asunto Main, si es que saben algo.
—¿Va a trabajar en el caso?
—Sí -respondí-. En nombre del jefe de Main, Gungen.
—Entonces podrá decirnos una cosa. ¿Por qué llevaba encima veinte mil dólares en efectivo?
—Se lo diré mañana por la mañana -prometí-. No he visto a Gungen todavía. Tengo una cita con él esta noche.
Mientras hablábamos habíamos entrado en la Sala de Juntas, amueblada con pupitres y bancos como una sala de clase de escuela. Aquí y allá quedaban aún algunos policías redactando sus informes. Nos sentamos los tres en torno al pupitre de Hacken, el sargento larguirucho, que en seguida comenzó a hablar.
—Main volvió a su casa el domingo a las ocho de la noche con veinte mil dólares en el bolsillo. Venía de Los Ángeles, donde había ido a vender algo por encargo de Gungen. A usted le toca averiguar por qué llevaba tanto dinero en efectivo encima. Le dijo a su mujer que había hecho el viaje de vuelta en coche con un amigo, no sabemos quién. Su esposa se acostó hacia las diez y media y le dejó leyendo. Tenía el dinero, doscientos billetes de cien dólares, en una cartera de color marrón.
»Hasta aquí todo perfecto. El leía en la sala, ella dormía en el dormitorio. Estaban los dos solos en el apartamento. De pronto un alboroto despertó a la señora Main. Saltó de la cama y corrió a la sala donde halló a su marido luchando a brazo partido con un par de hombres. Uno de ellos era alto y fornido; el otro era de corta estatura y de constitución casi femenina. Ambos llevaban un pañuelo negro sobre la cara y gorras caladas hasta los ojos.
»Cuando la señora Main apareció en la sala, el de menor estatura se volvió hacia ella y, apuntándola con una pistola, la obligó a permanecer inmóvil y a guardar silencio. Su esposo y el otro hombre seguían enzarzados en la pelea. Main empuñaba una pistola, pero su asaltante había logrado aferrarle la muñeca y se la retorció obligándole a soltar el arma. Acto seguido el enmascarado sacó su propia pistola y manteniéndose a cierta distancia se agachó a recoger la que había soltado su víctima. En el momento en que lo hizo, Main se abalanzó sobre él y creyó desarmarle sin darse cuenta de que su atacante había tenido tiempo de coger el arma que él había dejado caer. Durante un par de segundos los cuerpos de los dos hombres se confundieron en la pelea sin que la señora Main pudiera ver exactamente lo que ocurría. De pronto se oyó un disparo y Main se desplomó. Su chaleco ardía en el lugar en que le había alcanzado el disparo. Había recibido un balazo en pleno corazón. Su pistola humeaba en la mano del enmascarado. La señora Main se desmayó.
»Cuando volvió en sí estaba sola en el apartamento con el cadáver de su marido. La cartera de éste había desaparecido y también su pistola. Había estado inconsciente una media hora. Lo sabemos porque nos informaron a la hora exacta en que sonó el disparo varios vecinos que lo oyeron, aunque no pudieron localizar su procedencia.
»El apartamento de los Main está en la sexta planta de un edificio de ocho pisos. El edificio de al lado, el de la esquina de la Avenida 18, es una casa de dos plantas, en la de abajo hay una tienda de comestibles y en la de arriba vive el propietario del establecimiento. La trasera de los dos inmuebles da a un callejón estrecho. Prosigamos.
»Kinney, el vigilante de la zona, pasaba en aquel momento por la Avenida 18 y oyó el disparo. Llegó a sus oídos con toda claridad porque el apartamento de los Main está situado en la fachada del edificio que da a la casa que acabo de describirle, pero no pudo decidir inmediatamente de dónde procedía el sonido. Perdió un tiempo precioso inspeccionando la avenida, y para cuando llegó al callejón su presa había volado. Al menos halló que en su huida habían dejado caer la pistola de Main, la que habían utilizado para cometer el crimen, pero no vio a ningún sospechoso.
»Ahora bien, saltar desde la ventana del pasillo del tercer piso del edificio de apartamentos al tejado de la casa vecina es cosa de niños. Cualquiera que no sea un paralítico puede entrar y salir sin la menor dificultad por esa ventana que además no está nunca cerrada. Y bajar desde el tejado de esa casa al callejón es igualmente sencillo. Una cañería de hierro, el antepecho de una ventana y las bisagras salientes de una puerta forman una escala casi perfecta que permite subir y bajar por esa pared. Begg y yo lo hicimos sin ningún problema. Es muy probable que los asesinos subieran por ella. Al menos sabemos con seguridad que fue por allí por donde escaparon. En el tejado de la casa de la tienda de ultramarinos hallamos la cartera de Main, vacía desde luego, y un pañuelo. La cartera tiene cantoneras de metal y el pañuelo se había enganchado en una de ellas.»
—¿Era de Main el pañuelo?
—Era de mujer. Tenía una E bordada en una esquina.
—¿Pertenecía a la señora Main?
—La señora Main se llama Agnes -dijo Hacken-. Se lo mostraron y no lo reconoció, aunque sí identificó la pistola y la cartera como pertenecientes a su esposo. Reconoció, sin embargo, el aroma que despedía, un perfume llamado Désir du Coeur. Basándose en esto aventuró la conjetura de que el asaltante de menor estatura podía tratarse de una mujer. Anteriormente ya le había descrito como de constitución femenina.
—¿Encontraron huellas o indicios de alguna clase? — pregunté.
—No. Phels examinó el apartamento, la ventana, el tejado de la casa vecina, la billetera y la pistola. Nada en absoluto.
—¿Podría reconocer la señora Main a los asaltantes?
—Dice que podría reconocer al más bajo. Quizá sea cierto.
—¿Tiene idea de quién pudo hacerlo?
—Aún no -respondió el sargento larguirucho mientras avanzábamos hacia la puerta.
Ya en la calle me separé de los dos policías y me dirigí a la casa de Bruno Gungen, situada en Westwood Park.
Gungen, comerciante en joyas raras y antiguas, era hombre de corta estatura y bastante pintoresco. Vestía un esmoquin ceñido a la cintura como un corsé y provisto de enormes hombreras. El cabello, el bigote y la barba, que llevaba teñidos de negro y cubiertos de brillantina, le relucían casi tanto como las uñas largas, rosadas y puntiagudas. Hubiera apostado a que el arrebol de aquellas mejillas cincuentonas era colorete. Emergió de las profundidades de un amplio sillón de cuero y me tendió una mano blanda y caliente no mayor que la de un niño al tiempo que se inclinaba sonriendo con la cabeza ligeramente ladeada.
Luego me presentó a su mujer, que me hizo un saludo con la cabeza sin levantarse de la silla que ocupaba junto a la mesa. En apariencia no contaba más que un tercio de la edad de su marido. Debía tener unos diecinueve años, pero parecía que tenía dieciséis. Era aproximadamente de la misma estatura que éste y tenía el rostro cetrino, hoyuelos en las mejillas, ojos castaños y redondos, labios gruesos muy pintados y el aire de una muñeca cara en el escaparate de una juguetería.
Bruno Gungen le explicó con cierto detalle que yo trabajaba para la Agencia de Detectives Continental y que me había contratado para que ayudara a la policía a encontrar a los asesinos de Jeffrey y Main y a recuperar los veinte mil dólares robados.
La muñeca murmuró «¡Ah, sí!» en un tono que no dejaba lugar a dudas respecto a su falta de interés por el asunto, y luego se levantó diciendo: «Entonces les dejo…».
—No, no, cariño -respondió su esposo agitando sus dedos rosados en el aire-. Ya sabes que yo nunca te oculto nada -volvió hacia mí de una sacudida su ridículo rostro y preguntó con una risilla-: ¿No cree usted que entre marido y mujer no debe haber secretos?
Fingí estar de acuerdo con él.
—Ya sé, querida dijo dirigiéndose a su esposa, que había vuelto a tomar asiento-, que estás tan interesada como yo en este asunto porque ambos sentíamos el mismo afecto por el pobre Jeffrey. ¿No es cierto?
Ella repitió «¡Ah, sí!», con la misma falta de interés que en el caso anterior.
Gungen se volvió hacia mí y me dijo: «¿Y bien?», como animándose a hablar.
—Hablé con la policía. ¿Hay algo que pueda añadir usted a lo que me dijeron? ¿Alguna novedad o algo que no les dijera a ellos? — volvió el rostro hacia su mujer-. ¿Hay algo, Enid?
—Nada que yo sepa -replicó ésta.
Gungen rió tontamente y me miró después con deleite.
—Así es -dijo-. No sabemos nada más.
—Main regresó a San Francisco el domingo por la noche a las ocho en punto, tres horas antes de que le mataran, con veinte mil dólares en billetes de cien. ¿Cómo es que llevaba todo ese dinero?
—Era el producto de una venta que efectuó en mi nombre a uno de mis clientes -explicó Gungen-, el señor Nathaniel Ogilvie, de Los Ángeles.
—¿Por qué lo llevaba en efectivo?
La cara pintada del hombrecillo se agudizó en un gesto de astucia maliciosa.
—Un pequeño enjuague -admitió de buen grado-. Un truco del oficio, podríamos decir. ¿Conoce usted el género de los coleccionistas? Ahí tiene buen campo para la investigación. Verá, me vino a las manos una tiara de oro de la antigua Grecia, o mejor, permítame que me corrija, supuestamente trabajada en la antigua Grecia y supuestamente hallada en el sur de Rusia, cerca de Odessa. Si son ciertas o no estas suposiciones no lo sé, pero lo cierto es que la tiara es una maravilla.
Emitió una risilla ahogada.
Tengo un cliente, el señor Nathaniel Ogilvie, de Los Ángeles, que posee un apetito devorador por esa clase de objetos, un tipo que tiene la manía de lo perfecto. El valor de ese tipo de joyas, como usted se puede imaginar, es exactamente la cantidad que el cliente está dispuesto a pagar por ellas, ni más ni menos. Lo mínimo que hubiera pedido por esa tiara, vendiéndola como una joya cualquiera, hubiera sido diez mil dólares, pero ¿cómo puede considerarse una joya cualquiera una corona de oro trabajada hace siglos para un rey escila que yace hoy en el olvido? ¡Imposible! Así pues, Jeffrey se llevó la tiara a Los Ángeles envuelta en algodones y meticulosamente empaquetada para mostrársela al señor Ogilvie.
»Tenía instrucciones de no revelar de qué modo había llegado la joya a nuestras manos. En lugar de ello haría unas referencias veladas a intrigas y contrabandos, salpicadas con unas gotas de violencia y algún crimen que otro, lo suficiente para justificar el secreto. Para un coleccionista de corazón, no hay cebo mejor. Nada le merece su estima a menos que se haya conseguido con dificultad. Jeffrey tenía instrucciones precisas de no mentir. ¡Eso sí que no! ¡Mon Dieu, eso habría sido vergonzoso, despreciable! Pero sí dejaría adivinar todo lo suficiente y se negaría, ¡y cómo!, a aceptar un cheque por la tiara. ¡Nada de cheques, caballero! ¡Nada que pueda dejar rastro! ¡Dinero contante y sonante!
»Un pequeño tejemaneje, como ve, pero inofensivo. El señor Ogilvie iba a comprar la tiara de todos modos y con ese pequeño truco le aumentábamos el placer de poseerla. Además, ¿quién dice que la tiara no sea auténtica? Y si lo es, todas las alusiones de Jeffrey tendrían algo de verdad. El señor Ogilvie pagó por ella veinte mil dólares y por eso el pobre Jeffrey llevaba encima esa cantidad en efectivo -agitó en el aire una mano rosada, afirmó vigorosamente con su cabeza teñida, y acabó con un Voilà! Eso es todo.»
—¿Le llamó Main cuando volvió? — pregunté.
El joyero sonrió como si mis palabras le hubieran hecho gracia y volvió la cabeza para dirigir la sonrisa a su mujer.
—¿Nos llamó, Enid, cariño? — dijo brindándole la pregunta.
Ella frunció los labios de mal talante y se encogió de hombros con indiferencia.
—Nos enteramos de que había vuelto -replicó Gungen interpretando sus gestos- el lunes por la mañana, cuando nos informaron de su muerte. ¿No es cierto, pichona mía?
Su pichona murmuró «Sí», y se levantó de la silla, diciendo:
—Tengo que escribir una carta. ¿Me disculpan? Desde luego, tesoro -respondió Gungen al tiempo que ambos nos poníamos de pie.
Camino de la puerta la mujer pasó junto a su esposo, que frunció la nariz e hizo girar las pupilas en una caricatura de éxtasis.
—¡Qué delicioso perfume, amor mío! — exclamó-. ¡Qué olor tan divino! ¡Qué poema para el olfato! ¿Tiene nombre esa esencia, cariño?
—Si. — replicó ella deteniéndose en el umbral de la puerta.
—¿Cuál es?
—Désir du Coeur -contestó sin volver la cabeza mientras salía de la habitación.
Bruno Gungen volvió a reír con su risita tonta.
Me senté de nuevo y le pregunté qué sabía de Jeffrey Main.
—Todo lo que se puede saber de una persona, ni más ni menos -me aseguró-. Durante doce años, desde que Jeffrey tenía dieciocho, fue mi brazo derecho.
—¿Qué clase de hombre era?
Bruno Gungen volvió hacia mí las rosadas palmas de sus manos.
—¿Qué clase de hombre es cualquiera de nosotros? — preguntó.
Aquello no me decía nada y permanecí callado, esperando.
—Le diré -comenzó a decir el hombrecillo en aquel momento-, Jeffrey tenía el olfato y la afición necesarios para este tipo de trabajo. No hay un hombre en el mundo entero, excepto yo, que sepa tanto de este oficio como sabía él. Y por añadidura era honrado a carta cabal. Que nada de lo que yo diga le haga pensar lo contrario. Nunca he tenido una cerradura de la que Jeffrey no poseyera la llave y la hubiera tenido siempre de haber vivido más tiempo.
»Sólo tenía un pero. En lo referente a su vida privada si le describiera como sinvergüenza me quedaría corto. Era bebedor, jugador, mujeriego, manirroto… ¡Dios mío, lo que gastaba ese hombre! En lo que respecta a la bebida, al juego, a las mujeres y al gastar era un tipo disoluto sin el menor género de dudas. No tenía ni idea de lo que es la moderación. Del dinero que recibió de una herencia y de los cincuenta mil dólares o más que tenía su esposa cuando se casaron no quedan ni los rastros. Por suerte tenía seguro de vida, de modo que su esposa no ha quedado en la miseria. ¡Era un verdadero Heliogábalo ese hombre!
Cuando me levanté para irme, Bruno Gungen me acompañó hasta la puerta. Le dije «Buenas noches», y caminé por el sendero de grava hasta el lugar donde había estacionado el coche.
La noche era limpia, oscura y sin luna. Los altos arbustos que se alzaban a ambos lados de la casa formaban dos paredes negras. Hacia la izquierda rompía la oscuridad un agujero grisáceo apenas visible, una mancha oval del tamaño de un rostro.
Subí al automóvil, encendí el motor y arranqué. Al llegar al primer cruce doblé a la derecha, estacioné y volví a pie hacia la casa. Aquel óvalo del tamaño de un rostro me había inspirado curiosidad.
Al llegar a la esquina, vi a una mujer, que al parecer procedía de la casa de los Gungen, venir corriendo en dirección a donde yo me hallaba. Las sombras de la tapia me ocultaban a su vista. Cautelosamente retrocedí hasta llegar a un portón con saledizos de ladrillos y me escondí entre ellos pegándome lo más posible a la pared. La mujer cruzó la calle y corrió hacia la línea del tranvía. No conseguí más que corroborarme en la idea de que era mujer. Quizá viniera de la casa de los Gungen, quizá no. Había un cincuenta por ciento de posibilidades. Me incliné por el sí y la seguí.
Se dirigió a la farmacia que había junto a la parada del tranvía. Allí hizo una llamada telefónica y pasó diez minutos hablando. Opté por no entrar en el establecimiento a escuchar lo que decía y me quedé en la acera de enfrente contentándome con estudiarla con la mirada.
Tenía unos veinticinco años y era de altura mediana, más bien llenita, de ojos color gris pálido subrayados de bolsas, nariz ancha y labio superior prominente. No llevaba sombrero e iba envuelta en una larga capa de color azul.
Desde la farmacia la seguí hasta la casa de los Gungen, donde entró por la puerta trasera.
Se trataba probablemente de una criada, pero no era la doncella que me había abierto la puerta.
Volví a mi automóvil y regresé a la oficina.
—¿Tiene trabajo esta noche Dick Foley? — pregunté a Fiske, el encargado nocturno de la Agencia de Detectives Continental.
—No. ¿Sabes el chiste del tipo al que acaban de operarle del cuello? — Fiske aprovecha cualquier oportunidad para largarle a uno doce chistes seguidos. Me precipité a contestar:
—Sí. Busca a Dick y dile que tengo un trabajito para él en Westwood Park mañana por la mañana. Se trata de seguir a una persona.
Le di a Fiske para que se la transmitiera a Dick la dirección de Gungen y la descripción de la muchacha que había hecho la llamada telefónica desde la farmacia, le aseguré que sabía el chiste del negrito llamado Opio y también lo que le dijo el viejo a su mujer el día de sus bodas de oro, y antes de que me amenazara con contarme otro chiste me refugié en mi despacho, donde escribí y puse en clave un telegrama dirigido a la oficina de Los Ángeles en el que pedía que investigaran todo lo referente al viaje de Main a aquella ciudad.
A la mañana siguiente recibí la visita de Hacken y Begg y les puse al tanto de lo que Gungen me había dicho respecto a que los veinte mil dólares fueran en efectivo. Los inspectores me dijeron a su vez que un confidente les había informado de que un tal Bunky Dahl, un delincuente local que actuaba «en solitario» y se hacía con un buen pasar secuestrando camiones cargados especialmente de bebidas alcohólicas, había estado haciendo alarde de dinero desde la muerte de Main.
—Aún no le hemos arrestado -dijo Hacken-. No hemos podido dar con él, pero sabemos dónde encontrar a su novia. Claro, puede haber escondido la pasta en otra parte.
A las diez de aquella mañana tuve que ir a Oakland a prestar testimonio en contra de dos estafadores que habían vendido toneladas de acciones de una supuesta fábrica de productos de goma.
Cuando regresé a la agencia a las seis de la tarde encontré sobre la mesa de mi despacho un telegrama de Los Ángeles, según el cual Jeffrey Main había rematado la transacción con Ogilvie el sábado por la tarde, había pagado inmediatamente después la cuenta del hotel y había tomado el tren nocturno que había de depositarle en San Francisco el domingo por la mañana. Los billetes de cien dólares con que Ogilvie le había pagado la tiara eran nuevos y de numeración consecutiva. El Banco de éste había dado los números al agente de Los Ángeles.
Antes de dar por terminada la jornada llamé a Hacken, le informé del contenido del telegrama y le di la numeración de los billetes.
—Aún no hemos localizado a Dahl -me dijo.
A la mañana siguiente llegó el informe de Dick Foley. La muchacha había salido de la casa de los Gungen la noche anterior para dirigirse a la esquina de la avenida Miramar y la calle Southwood donde la esperaba un hombre en el interior de un Buick. Dick le describió como de unos treinta años de edad, un metro setenta y cinco de estatura, unos sesenta y cinco kilos de peso, tez normal, ojos y cabellos castaños, rostro alargado con mentón prominente, sombrero, traje y zapatos marrones y abrigo gris.
La muchacha subió al coche, que arrancó en dirección a la costa. Recorrieron unos cuantos kilómetros sin dejar la carretera principal y después regresaron a la misma esquina de Miramar y Southwood, donde la chica bajó del automóvil. Como al parecer volvía a casa de los Gungen, Dick decidió seguir al Buick, que se dirigió a los apartamentos Futurity, situados en la calle Mason.
El tipo permaneció en el interior del edificio una media hora, al cabo de la cual salió acompañado de dos mujeres y otro hombre. Este era aproximadamente de la misma edad que él, un metro sesenta y cinco o setenta de estatura, unos setenta y cinco kilos de peso, ojos y cabellos castaños, tez morena, cara ancha y achatada y pómulos salientes. Iba vestido con un traje azul, sombrero gris, abrigo marrón, zapatos negros y un alfiler de corbata con una perla en forma de pera.
Una de las mujeres tenía unos veintidós años de edad y era baja, delgada y rubia. La otra era tres o cuatro años mayor que ella, pelirroja, de altura y peso normal y nariz respingona.
Las dos parejas subieron al coche y se dirigieron al café Argelino, donde permanecieron hasta poco después de la una de la madrugada. Luego regresaron a los apartamentos Futurity. Hacia las tres y media los dos hombres salieron del edificio, encerraron el coche en un garaje de la calle Post y continuaron a pie hasta el hotel Mars. Cuando acabé de leer el informé llamé a Mickey Linehan, un agente de la Continental, le leí el informé y le di instrucciones:
—Averigua quiénes son.
En el momento en que Mickey colgó, sonó el teléfono.
Era Bruno Gungen: -Buenos días. ¿Tendrá algo que decirme hoy?
—Quizá -le dije-. ¿Está usted en el centro?
—Sí, estoy en mi tienda. Estaré aquí hasta las cuatro.
—Entendido. Iré a verle esta tarde.
A mediodía volvió Mickey Linehan.
—El primer sujeto -me dijo-, el que Dick vio con la chica, se llama Benjamin Weel. Es el propietario del Buick y vive en el hotel Mars, habitación 410. Es representante, aunque no se sabe de qué. El otro es un amigo suyo que lleva viviendo con él un par de días. No he podido averiguar nada de él. No figura en el registro del hotel. Las dos tipas del Futurity son un par de prostitutas. Viven en el apartamento 303. La mayor responde al nombre de Effie Roberts y la más joven, la rubia, se llama Violet Evarts.
—Espérame aquí -le dije a Mickey, y me dirigí a la sala de archivos a consultar las fichas.
Busqué bajo la W: Weel, Benjamin, alias «el Tosferina», Ref. 36.312 W.
El contenido del dossier número 36.312 me informó de que Ben Weel, «el Tosferina», había sido detenido por robo en el condado de Amador en 1916 y había cumplido en San Quintín una condena de tres años. En 1922 había sido arrestado de nuevo en Los Ángeles acusado de intento de chantaje a una artista de cine, cargo del que le habían absuelto. Su descripción encajaba con la que Dick me había facilitado del conductor del Buick. La fotografía, copia de la que había tomado la policía de Los Ángeles en 1922, revelaba un rostro de rasgos muy definidos y un mentón prominente en forma de cuña.
Llevé la foto a la oficina y se la mostré a Mickey.
—Este es Weel hace cinco años. No le pierdas de vista.
Cuando se fue el agente, llamé a la Jefatura de Policía. Tanto Hacken como Begg habían salido, pero logré hablar con Lewis, del departamento de identificación.
—¿Puede describirme a Bunky Dahl? — le pregunté.
—Un minuto -respondió. Al poco rato regresó-. Edad: treinta y dos años; estatura: un metro setenta; peso: 78 kilos; constitución: robusta; ojos y cabellos castaños; cara ancha y achatada con pómulos salientes; puente de oro en la dentadura inferior; una verruga bajo la oreja derecha y dedo pequeño del pie derecho deforme.
—¿Podría facilitarme una foto de él?
—Desde luego.
—Gracias. Mandaré a un chico a por ella.
Mandé a Tony Howd a recoger la fotografía y salí a comer algo. Después del almuerzo me acerqué a la tienda de Gungen, situada en la calle Post. El joyero iba más llamativo que nunca aquella tarde. Llevaba una chaqueta negra con más relleno en las hombreras y más ajustada a la cintura que el esmoquin de la tarde anterior, pantalones rayados grises, un chaleco tirando a morado y una enorme corbata de satén bordada con hilos de oro.
Pasamos a la trastienda, y por una estrecha escalerilla subimos a un pequeño cubículo, situado en el entresuelo, que le servía de oficina.
—Dígame, ¿qué ha averiguado? — preguntó una vez que hubo cerrado la puerta y nos instalamos.
—La verdad es que tengo más preguntas que información. Lo primero, ¿quién es una muchacha de nariz ancha, labio superior abultado y ojos de color gris que vive en su casa?
—Es Rose Rubury -una sonrisa de satisfacción surcó su rostro de arrugas-. Es la doncella de mi mujer.
—Anda con un ex presidiario.
—¿De veras? — se acarició la barba de chivo con una mano rosada, complacido hasta el máximo-. Como le digo, es la camarera de mi mujer.
—Main no regresó de Los Ángeles con un amigo como dijo su esposa. Volvió en el tren del sábado por la noche, lo que significa que llegó a San Francisco doce horas antes de aparecer por su casa.
Bruno Gungen soltó una risita y ladeó el rostro con expresión de auténtico deleite.
—¡Ah! — dijo riendo aún entre dientes-. ¡Veo que vamos progresando! ¡Vamos progresando! ¿No es cierto?
—Quizá. ¿Recuerda usted si Rose Rubury estaba en su casa el domingo por la noche, digamos entre las once y las doce?
—Sí, lo recuerdo. Estaba. Lo sé con seguridad. Mi esposa no se sentía bien. Había salido temprano aquella mañana para ir al campo a visitar a unos amigos, no me dijo quiénes. A las ocho de la noche volvió quejándose de un horrible dolor de cabeza. Su aspecto me inquietó y fui a menudo a su habitación a ver cómo se encontraba. Por eso sé que su doncella estuvo en casa aquella noche, hasta la una por lo menos.
—¿Le enseñó la policía el pañuelo que encontraron junto a la cartera de Main?
—Si -se removió en el borde de su asiento con la expresión de un chiquillo contemplando el árbol de Navidad.
La risita no le permitió hablar. Se contentó con afirmar con la cabeza tan enérgicamente que la perilla parecía un cepillo de cerdas negras que limpiara la corbata.
—¿Pudo dejárselo olvidado alguna vez que visitara a la señora Main? — aventuré.
—Imposible -me corrigió ansiosamente-. Mi esposa y la señora Main no se conocen.
—¿Pero su esposa sí conocía al señor Main? Volvió a reír y a cepillarse la corbata con la barba.
—¿Íntimamente?
Se encogió de hombros hasta que las hombreras le tocaron las orejas.
—No lo sé -dijo alegremente-. Por eso he contratado a un detective.
—¡Ah!, ¿sí? — le miré con el ceño fruncido-. A éste que tiene delante le ha contratado para que averigüe quién robó y mató a Main, y pare usted de contar. Si cree que voy a sacarle a la luz los trapos sucios de su familia está tan equivocado como la Ley Seca.
—Pero, ¿por qué no? ¿Por qué no? — respondió aturdido-. ¿Es que no tengo derecho a saber la verdad? Puede estar seguro de que no habrá escándalo ni proceso de divorcio. Por añadidura, Jeffrey ha muerto, o sea, que todo pasó a la historia. Mientras vivió no me di cuenta de nada. Estaba ciego. Después de su muerte me enteré de muchas cosas. Para mi satisfacción personal me gustaría saber con certeza, eso es todo. Le ruego que me crea.
—Pues no seré yo quien se lo diga -le respondí secamente-. Sólo sé del asunto lo que usted acaba de decirme y no puede contratarme para averiguar más. Por otro lado, si no piensa hacer nada acerca de ello, ¿por qué no lo deja y lo echa al olvido?
—No, no, amigo mío -sus ojillos habían recuperado su alegría habitual-. No soy viejo, pero tengo cincuenta y dos años. Mi esposa tiene dieciocho y es una mujer encantadora -rió entre dientes-. Si esto ha ocurrido una vez, ¿no es posible que vuelva a ocurrir de nuevo? Y ¿no es propio de marido precavido estar listo para, cómo le diría, poder aplicar a su esposa… una rienda, un freno? Aun en el caso de que no vuelva a repetirse, ¿no será la esposa más dócil si el marido posee cierta información acerca de ella?
—Eso es cosa suya -dije mientras me ponía en pie-. Yo no quiero tener nada que ver con el asunto.
—No discutamos por eso -se puso en pie de un salto y tomó una de mis manos entre las suyas-. Si no quiere hacerlo, no lo haga. Pero queda el aspecto criminal del caso, que es para lo que le contraté. Eso no lo dejará de la mano, ¿verdad? Cumplirá lo acordado, ¿no es cierto?
—Supongamos por un segundo que su esposa estuvo complicada en la muerte de Main, ¿qué pasaría entonces?
—En tal caso -respondió Gungen, encogiéndose de hombros y extendiendo las manos con las palmas hacia arriba-, el asunto pasaría a manos de la ley.
—De acuerdo. Cumpliré, pero sólo con el entendimiento por su parte de que no tiene derecho a más información de la que concierne al aspecto criminal del caso.
—¡Estupendo! Y si sucede que no puede separar de ello a mi querida mujercita…
Asentí. Me asió la mano de nuevo y me dio en ella unas cuantas palmaditas. La retiré y volví a la agencia.
Sobre mi escritorio encontré una nota: Hacken quería hablar conmigo. Le llamé.
—Munky Dahl no tuvo nada que ver con la muerte de Main -me dijo-. El y un compinche suyo llamado Ben Weel, alias «el Tosferina», estuvieron de juerga en un bar de la carretera cerca de Vallejo aquella noche desde las diez aproximadamente hasta que les echaron a las dos de la madrugada por armar camorra. El informe es de buena ley. El tipo que me lo dijo es de fiar y otros dos me lo han confirmado.
Di las gracias a Hacken y llamé a casa de los Gungen. Hablé con la señora y le pregunté si podía verla.
—¡Ah, sí! — contestó.
Debía ser su expresión favorita, pero por el tono en que la decía no significaba absolutamente nada.
Me metí en el bolsillo las fotos de Dahl y de Weel, tomé un taxi y me dirigí a Westwood Park. En el camino, alimentando mi cerebro con el humo de un Fatima, urdí la serie de mentiras que pensaba contarle a la esposa de mi cliente con la esperanza de que me valieran la información que necesitaba.
A unos ciento cincuenta metros de la casa vi estacionado el coche de Dick Foley.
Una doncella delgada y de tez pálida me abrió la puerta y me condujo a una salita del segundo piso. Al verme entrar, la señora Gungen dejó a un lado el ejemplar de «Fiesta» que había estado leyendo, y con una mano en que sostenía un cigarrillo encendido me señaló una butaca que había junto a ella. Aquella tarde parecía más que nunca una muñeca cara, sentada como estaba en un sillón de brocado con un vestido de color naranja.
Mientras encendía un cigarrillo la miré repasando en la memoria la primera conversación que tuve con ella y con su marido, y decidí olvidarme de todos los cuentos chinos que había tramado durante el camino.
—Usted tiene una camarera llamada Rose Rubury -comencé-. No quiero que oiga lo que voy a decirle.
Sin hacer el menor gesto de sorpresa dijo:
—Muy bien -y añadiendo-: Discúlpeme un momento -se levantó de la silla y salió de la habitación.
A los pocos segundos volvió y se sentó, estilo moruno, sobre los dos pies.
—La hice salir y no volverá hasta dentro de media hora -dijo.
—Con eso tenemos tiempo de sobra. Esa tal Rose anda con un ex presidiario llamado Weel.
La cara de muñeca frunció el ceño y apretó sus gruesos labios pintados. Esperé a que dijera algo. No dijo nada. Saqué las fotos de Weel y de Dahl y se las mostré.
—El de la cara afilada es el amigo de Rose. El otro es un compinche suyo, otro tipo de cuidado.
Tomó las fotografías con una mano pequeña tan firme como la mía y las miró cuidadosamente. Su boca se achicó, apretó aún más los labios y sus ojos castaños se oscurecieron.
Luego las nubes se disiparon de su rostro, murmuró «¡Ah, sí!», y me devolvió las fotos.
—Cuando le informé de ello a su marido -le dije con deliberada lentitud-, me contestó: «Es la camarera de mi esposa», se rió.
Enid Gungen no respondió.
—Dígame -continué-, ¿qué quería decir con eso?
—¿Cómo quiere que lo sepa? — dijo con un suspiro.
—Usted sabe que junto a la cartera vacía de Main se halló un pañuelo suyo -dejé caer estas palabras como sin dar importancia al asunto, fingiendo concentrar mi atención en un cenicero de jaspe tallado en forma de ataúd sin tapa.
—¡Ah, sí! — respondió con acento fatigado-. Eso me han dicho.
—¿Cómo cree que ocurrió?
—No tengo la menor idea.
—Yo sí -contesté-, pero preferiría saberlo con seguridad. Señora Gungen, ahorraríamos mucho tiempo si pudiéramos hablar francamente.
—¿Por qué no? — preguntó distraídamente sin el menor interés-. Usted es el hombre de confianza de mi marido y tiene permiso suyo para interrogarme. Si da la casualidad de que eso me humilla, qué le vamos a hacer. Después de todo soy sólo su mujer, y no creo que ninguna de las indignidades que cualquiera de ustedes pueda maquinar sean peores que las que ya he sufrido.
Hice caso omiso de aquel discurso teatral y seguí adelante.
—Señora Gungen, sólo me interesa averiguar quién robó y asesinó a Main. Cualquier cosa que pueda decirme con referencia a este asunto representará para mí una gran ayuda, pero sólo si se refiere a ese asunto. ¿Comprende lo que le quiero decir?
—Desde luego -dijo-. Comprendo que está usted a sueldo de mi marido.
Por aquel camino no íbamos a ninguna parte. Lo intenté otra vez.
—¿Qué impresión cree que me llevé de la conversación de la otra noche?
—No tengo la menor idea.
—Por favor, haga un esfuerzo.
—Indudablemente -sonrió débilmente-, usted se llevó la impresión de que mi marido pensaba que yo era amante de Jeffrey.
—¿Y bien?
—¿Está preguntándome -los hoyuelos de sus mejillas se hicieron más evidentes que nunca; parecía divertida- si fui realmente su amante?
—No, aunque desde luego me gustaría saberlo. — Ya sé que le gustaría -respondió de buen talante.
—¿Qué impresión se llevó usted esa noche? — pregunté.
—¿Yo? — arrugó la frente-. Que mi esposo le había contratado a usted para que demostrara que yo había sido amante de Jeffrey -repitió la palabra «amante» como si saboreara la forma que adquiría en su boca.
—Pues se equivocó.
—Conociendo a mi esposo como le conozco, me cuesta trabajo creerle.
—Conociéndome yo a mí como me conozco, estoy seguro de ello -insistí-. No hay ningún malentendido entre su marido y yo, señora Gungen. Está bien claro que mi deber consiste en hallar al asesino y nada más.
—¿De veras? — con esta pregunta ponía un elegante punto final a una discusión que comenzaba a fatigarla.
—Me ata usted de pies y manos -me lamenté mientras me ponía en pie disimulando la fijeza con que la observaba-. No me queda más remedio que detener a Rose Rubury y a los dos hombres y ver qué puedo sacarles. ¿Dijo usted que la chica volvería dentro de una media hora?
Me miró fijamente con sus redondos ojos castaños.
—Ya no puede tardar mucho. ¿Va a interrogarla?
—Pero no aquí -la informé-. La llevaré a la Jefatura de Policía y haré que detengan a los dos sujetos. ¿Puedo utilizar su teléfono?
—Desde luego. Está en la habitación contigua -cruzó el cuarto para abrirme la puerta.
Llamé al número 20 de Davenport y pregunté por la Sección de Homicidios.
La señora Gungen, de pie en el gabinete, dijo en voz tan baja que apenas pude oírla:
—Espere.
Con el auricular en la mano me volví para mirarla a través de la puerta abierta. Con el ceño fruncido se pellizcaba los labios rojos con el índice y el pulgar. No colgué el teléfono hasta que apartó la mano de la boca y la tendió hacia mí. Sólo entonces volví al gabinete.
Me había hecho dueño de la situación. Permanecí en silencio. Le correspondía jugar a ella. Me miró fijamente, al menos por un minuto, antes de decidirse a hablar:
—No voy a fingir que confío en usted -dijo vacilando y como para su capote-. Usted trabaja para mi marido y a él ni siquiera el dinero le interesa tanto como lo que yo haya podido hacer. No me queda más que elegir entre dos males; el cierto por un lado, o el más que probable por otro.
Dejó de hablar y empezó a frotarse las manos. En sus ojos redondos comenzó a revelarse una expresión de indecisión. Si no la echaba una mano cuanto antes, se volvería atrás.
—Estamos los dos a solas -la animé-. Después puede negarlo todo. Es mi palabra contra la suya. Si no me lo dice usted, sé que puedo sacárselo a otros. Usted cree que diré a su esposo todo lo que me diga. Piense que si confiesan los otros, probablemente su marido acabará leyéndolo todo en el periódico. Su única posibilidad de salvación está en confiar en mí, y no crea que esa posibilidad es tan remota. Pero usted es la que tiene que decidir.
Medio minuto de silencio.
—Supongamos -murmuró- que le pago para que…
—¿Para qué quiere hacer eso? Si yo fuera a contarle todo a su marido podría quedarme con el dinero y decírselo de todos modos, ¿no?
Sus labios rojos se curvaron, apareciendo los hoyuelos, y sus ojos se iluminaron.
—Eso me anima -dijo-. Se lo diré todo. Jeffrey volvió de Los Ángeles por la mañana temprano para que pudiéramos pasar el día juntos en el apartamento que teníamos para nuestras citas. Por la tarde entraron dos hombres que abrieron la puerta con una llave. Llevaban sendos revólveres y le robaron a Jeffrey los veinte mil dólares. Habían preparado bien el golpe. Al parecer sabían todo lo referente al dinero y a nosotros. Nos llamaron por nuestros nombres y nos amenazaron con la historia que contarían si les denunciábamos.
»Cuando se fueron nos vimos incapaces de hacer nada. Nos habían dejado en una situación ridículamente desesperada. No podíamos actuar en ningún sentido, puesto que para empezar no podíamos reemplazar el dinero. Jeffrey ni siquiera podía fingir que lo había perdido ni que le habían robado estando solo. Había vuelto antes de tiempo y en secreto a San Francisco, y eso haría que automáticamente sospecharan de él. Perdió la cabeza. Primero me propuso que huyera con él y luego quiso que fuéramos a ver a mi marido para decirle toda la verdad. Yo, como es natural, no le permití que hiciera ni lo uno ni lo otro. Las dos cosas habrían sido una locura.
»Salimos del apartamento por separado poco después de las siete. La verdad es que para entonces no estábamos ya en los mejores términos. En el momento en que tropezamos con una dificultad, dejó de ser él… No, no debo decir eso.»
Dejó de hablar y se quedó en pie mirándome con su cara plácida de muñeca. Se había descargado de sus problemas simplemente traspasándomelos a mí.
—¿Las fotos que le he enseñado son las de los dos ladrones? — pregunté.
—Sí.
—¿Sabía su doncella lo que había entre ustedes? ¿Estaba enterada de la existencia del apartamento? ¿Sabía del viaje de Main a Los Ángeles y de su plan de regresar temprano con el dinero en efectivo?
—No puedo decírselo con seguridad, pero lo cierto es que pudo enterarse de todo espiándome, escuchando detrás de las puertas y leyendo mi correspondencia. Jeffrey me escribió una nota para decirme que nos veríamos el domingo por la mañana y en ella mencionaba el viaje a Los Ángeles. Quizá Rose la viera. Soy muy descuidada.
—Ahora tengo que irme -le dije-. Espere tranquila hasta que yo la avise. Y no asuste a su doncella.
—Recuerde, no le he dicho nada -me dijo mientras me seguía hasta la puerta del gabinete.
De la casa de los Gungen me fui directamente al Hotel Mars. Mickey Linehan estaba sentado en un rincón del vestíbulo parapetado detrás de un periódico.
—¿Están en su cuarto? — le pregunté.
—Si.
—Vamos a verles.
Mickey llamó con los nudillos a la puerta número 410. Una voz metálica preguntó: «¿Quién es?»
—Un paquete -respondió Mickey, fingiendo la voz de un muchacho.
Un hombre flaco de mentón prominente abrió la puerta. Le alargué una tarjeta. No nos invitó a pasar, pero tampoco hizo nada por impedirnos la entrada.
—¿Eres tú Weel? — le pregunté mientras Mickey cerraba la puerta tras él. Luego, sin esperar a que respondiera, me volví hacia el hombre de la cara ancha que estaba sentado sobre la cama-: Y tú eres Dahl, ¿no?
Weel le dijo a su compañero con tono intrascendente:
—Son un par de sabuesos.
El hombre sentado en la cama nos miró con una sonrisa.
Yo tenía prisa.
No podía perder el tiempo.
—Quiero la pasta que le robasteis a Main -anuncié.
Sonrieron despectivamente al unísono, como si lo hubieran estado ensayando. Saqué la pistola. Weel rió groseramente:
—Ve a buscar tu sombrero, Bunky -dijo entre dientes-. Van a detenernos.
—Estáis equivocados -les expliqué-. Esto no es un arresto. Es un atraco a mano armada. ¡Arriba las manos!
Dahl me obedeció sin más averiguaciones.
Weel dudó hasta que Mickey le arrimó a las costillas la boca del cañón de su 38 especial.
—¡Cachéales! — ordené a Mickey.
Registró primero a Weel y le sacó una pistola, unos cuantos documentos, algo de dinero suelto y un cinturón repleto de billetes. Luego hizo lo propio con Dahl.
—¡Cuéntalo! — le dije.
Mickey vació los cinturones, se escupió en los dedos y puso manos a la obra.
—Diecinueve mil ciento veintiséis dólares y sesenta y dos centavos -anunció cuando hubo terminado.
Con la mano que tenía libre busqué en mi bolsillo el papel en que había apuntado la numeración de los billetes de cien dólares con que Ogilvie había pagado a Main. Le entregué la nota a Mickey.
—Mira a ver si los números coinciden con éstos. Tomó la nota, la miró y respondió:
—Coinciden.
—Bien. Guárdate las pistolas y el dinero, y registra la habitación a ver si encuentras más.
Mientras tanto Ben Weel, «el Tosferina», había recuperado el aliento.
—¡Eh, oiga! — protestó-. No pueden hacernos esto. ¿Dónde se cree que está? ¡No piense que va a salirse con la suya!
—Nada me impide intentarlo -le aseguré-. Podéis llamar a gritos a la policía. ¿A que no lo hacéis? Os tenéis bien merecido esto por pensar, como idiotas que sois, que con obligar a la mujer a guardar silencio estaba todo solucionado y no teníais que preocuparos más. Os estoy haciendo a vosotros la misma jugada que le hicisteis a ella y a Main, sólo que la mía es mejor porque luego no vais a poder mover un dedo sin descubrir todo el pastel, así que ¡a callar!
—No hay más guita -dijo Mickey-. Lo único que he encontrado es cuatro sellos de correo.
—Llévatelos -le dije-. Ocho centavos no son de despreciar. Ahora, ¡vámonos!
—¡Oiga! ¡Déjenos al menos un par de dólares! — dijo Weel.
—¿No te dije que te callaras la boca? — le espeté mientras avanzaba hacia la puerta que Mickey abría en aquel momento.
El pasillo estaba desierto. Mickey se paró ya en él apuntando a Weel y Dahl con su pistola, mientras yo salía de espaldas de la habitación y cambiaba la llave del interior al exterior. Hecho esto cerré de un portazo, di vuelta a la llave y me la guardé en el bolsillo. Bajamos las escaleras y salimos del hotel.
Mickey tenía el coche estacionado a la vuelta de la esquina. Una vez en su interior traspasamos el botín, a excepción de las pistolas, de sus bolsillos al mío. Luego él se bajó y volvió a la agencia. Yo me dirigí en el coche al edificio en que se cometió el crimen.
La señora Main era una mujer alta, de menos de veinticinco años de edad. Tenía cabello castaño y rizado, ojos de un azul grisáceo rodeados de espesas pestañas y un rostro amable de rasgos bien definidos. Iba vestida de negro de la cabeza a los pies.
Leyó mi tarjeta, asintió cuando le dije que Gungen me había contratado para investigar la muerte de su marido y me hizo pasar a una sala decorada en gris y blanco.
—¿Es ésta la habitación? — pregunté.
—Si -tenía voz agradable, ligeramente ronca.
Me acerqué a la ventana y miré hacia el tejado del edificio de la tienda de ultramarinos y a lo que desde allí se veía del callejón. Tenía prisa.
—Señora Main -le dije volviéndome hacia ella y bajando el tono de voz para suavizar lo más posible la brusquedad de mis palabras-. Después de la muerte de su marido usted arrojó la pistola por la ventana. Luego enganchó el pañuelo a la cartera y los tiró juntos. Como pesaban menos que la pistola no fueron a parar al callejón sino que aterrizaron en el tejado vecino. ¿Por qué puso el pañuelo…?
Sin decir una palabra se desvaneció.
Conseguí alcanzarla antes de que cayera al suelo, la llevé hasta el sofá, fui a buscar colonia y unas sales y se las hice aspirar.
—¿Sabe a quién pertenecía el pañuelo? — le pregunté una vez que, vuelta en sí, se incorporó en el asiento. Movió la cabeza de derecha a izquierda.
—¿Entonces por qué se tomó tanta molestia?
—Lo encontré en un bolsillo de mi marido y no supe qué hacer. Pensé que la policía repararía en él y quise deshacerme de todo lo que pudiera despertar su curiosidad.
—¿Por qué se inventó la historia del robo?
No contestó.
—¿Para cobrar el seguro? — insinué.
Alzó bruscamente la cabeza y gritó desafiante:
—¡Sí! Acabó con todo su dinero y con el mío. Y para colmo tuvo que hacer… una cosa así.
Interrumpí sus lamentaciones.
—Espero que dejara una nota. Algo que pueda servir de prueba de que ella no le mató.
—Si. — se buscó algo en el seno, bajo el vestido negro.
—Bien -continué ya de pie-. A primera hora de la mañana lleve esa nota a su abogado y dígale toda la verdad.
Murmuré unas palabras de simpatía y salí de allí como pude.
Estaba ya anocheciendo cuando por segunda vez en aquel mismo día llamé a la puerta de la casa de los Gungen. La doncella que me abrió me dijo que el señor Gungen estaba en casa y me condujo al segundo piso. Rose Rubury bajaba en aquel momento las escaleras. En el rellano se detuvo para dejarnos pasar. Me paré frente a ella mientras mi guía continuaba en dirección a la biblioteca.
—Se acabó la función, Rose -le dije a la muchacha que seguía parada en el descansillo-. Te doy diez minutos para que te largues de aquí. Si no te gusta el trato, ya me dirás si te gusta el interior de la cárcel.
—¡Qué valor!
—Os salió mal el negocio -metí una mano en el bolsillo y saqué un fajo de billetes de los que habíamos encontrado en el Hotel Mars-. Acabo de hacer una visita a Ben «el Tosferina» y a Bunky.
Aquello le hizo mella. Se volvió y salió corriendo escaleras arriba. Bruno Gungen, que salía a buscarme a la puerta de la biblioteca, nos miró con curiosidad, primero a la chica, que ahora subía las escaleras en dirección al tercer piso, y luego a mí. Tenía a flor de labios una pregunta, pero antes de que la formulara, corté con una afirmación:
—El asunto está terminado.
—¡Bravo! — exclamó mientras entrábamos en la biblioteca-. ¿Has oído eso, tesoro? El asunto está terminado.
Su tesoro, que estaba sentada a la mesa en el mismo lugar que en la primera entrevista, sonrió sin que su rostro de muñeca reflejara la menor emoción y murmuró:
—Ah, sí -en tono inexpresivo.
Me acerqué a la mesa y vacié mis bolsillos sobre ella.
—Diecinueve mil ciento veintiséis dólares y setenta centavos, incluidos dos sellos -anuncié-. Los ochocientos setenta y tres dólares y treinta centavos restantes han desaparecido.
—¡Ah! — Bruno Gungen se acarició su negra barba de chivo con mano temblorosa y me miró fijamente con ojos duros y brillantes-. ¿Dónde lo encontró? Por favor, siéntese y cuéntenos toda la historia. Estamos deseosos de oírla, ¿no es cierto, amor mío?
Su amor dio un bostezo:
—Ah, sí.
—No hay mucho que contar -le dije. Para recobrar el dinero tuve que acceder a un trato, prometer silencio. Robaron a Main el domingo por la tarde, pero, aunque tuviéramos a los ladrones, no podríamos lograr que los declararan culpables porque la única persona que podría identificarles no quiere hacerlo.
—Pero ¿quién mató a Jeffrey? — dijo el joyero martilleándome el pecho con sus dos manos rosadas-. ¿Quién le mató esa noche?
—Se suicidó. Perdió la cabeza cuando le robaron en circunstancias que no podía explicar.
—¡Absurdo! — a mi cliente no le había gustado lo del suicidio.
—El disparo despertó a la señora Main. Declarar el suicidio suponía la cancelación de la póliza del seguro. Habría quedado en la ruina. Tiró la pistola y la cartera por la ventana, ocultó la nota que dejó su marido, e inventó la historia del robo.
—Pero ¿y el pañuelo? — gritó Gungen al borde del paroxismo.
—El pañuelo no significaba nada -le aseguré solemnemente-, excepto que Main, que según me dijo usted era hombre mujeriego, debió andar tonteando con Rose Rubury, quien, como todas las doncellas, se había apropiado de varias prendas de su esposa.
Gungen, que estaba a punto de estallar, dio unas patadas en el suelo que parecían pasos de baile. Su indignación resultaba tan cómica como la afirmación que la había provocado.
—¡Esto no quedará así! — giró sobre sus talones y salió de la habitación repitiendo-. ¡Esto no quedará así!
Enid Gungen me tendió la mano. Su rostro de muñeca era todo curvas y hoyuelos.
—Gracias -murmuró.
—No hay de qué -gruñí sin tomarle la mano-. He enredado las cosas de modo que nadie pueda probar nada. Pero él lo sabe. ¿No se lo dije todo prácticamente?
—Eso no importa -con un gesto rápido, echó hacia atrás la cabeza como echándose todas las preocupaciones a la espalda-. Mientras no tenga pruebas concretas puedo arreglármelas muy bien sola.
La creí.
Bruno Gungen irrumpió de nuevo en la biblioteca, echando espumarajos por la boca, mesándose la perilla teñida y declarando a gritos que Rose Rubury se había ido de la casa.
A la mañana siguiente, Dick Foley me dijo que la criada se había reunido con sus compinches y se había ido con ellos a Portland.
Fin