ENSEÑANZAS DE NUESTRAS MAMIS
Publicado en
junio 04, 2020
Ilustración de Israel Mejía
La primera gran pasión de la vida es, por la mujer tuyo cuerpo una vez compartimos. Su aliento fue nuestro aliento; su sangre corrió por nuestras venas; su corazón marcó el ritmo del latir del nuestro. La conexión entre madre e hijo es el vínculo primario fundamental en la vida de cada una y cada uno de nosotros. Pero esa relación puede tomar infinidad de formas en, las que influyen las circunstancias, la cultura y la religión.
Las madres latinas juegan un papel muy particular en las vidas de sus hijos e hijas. Estas mujeres —muchas de ellas inmigrantes con poco o ningún conocimiento del inglés, venciendo toda adversidad sin más recursos que su propia fuerzá interior— con frecuencia lograron criar hijas e hijos exitosos. Y, ricas o pobres, han vinculado a sus hijos e hijas con algo valiosísimo que de otro modo se hubiera perdido: otro país, otra época.
Escribir algo sobre mami es difícil. No vivimos solos como un solitario árbol en el bosque, sino a la sombra del árbol mayor que nos concibió. No importa cuánto luchemós por separarnos totalmente, no importa cuán lejos nos trasplantemos, estamos destinados a existir en relación con nuestras madres. Nuestros logros son sus logros. Nuestros fracasos, sus fracasos. Nuestros sueños, sólo variaciones de aquellos que nuestras madres soñaron para nosotros. Podemos rechazar sus expectativas o esforzarnos por alcanzarlas, pero siempre viviremos nuestras vidas a la sombra de las suyas.
A continuación se encuentran tres ensayos en celebración de esas cariñosas y a veces enloquecedoras mujeres que con su gran valor, fuerza y amor, han formado a toda una generación de latinos y latinas.
Joie Dadidow
Foto: cortesía de Esmeralda Santiago
LA PRIMOGÉNITA
Por Esmeralda Santiago
FUI SU PRIMOGÉNITA, nací de pie, con el cordón umbilical enredado en el cuello. La mamá de mi papá la ayudó a parirme; fui una bebé azul y Mami creyó que había nacido muerta. Abuela me dio una nalgada y cuando chillé, me devolvió al cuerpo de mi madre, a la suave tibieza de su pecho. Quizá fue ese peligroso comienzo el que me ató para siempre a ella justo en el momento en que me trajo al mundo. A partir de esa mañana de un lunes lluvioso, siempre que me siento maltratada o sin aliento, regreso hambrienta a su pecho.
Antes de cumplir los dos años ya tenía una hermanita. Vivíamos en una casa de un cuarto, montada en zocos sobre aguas fangosas. Unos tablones inseguros nos llevaban hasta la calle. Cuando los cruzábamos, Mami me agarraba la mano y se apretaba a Delsa contra el pecho. "No te sueltes", me advertía, "mucho cuidado, que si te caes, te ahogas". Al llegar a la calle suavizaba un poco su agarre y mis miedos se desvanecían, sólo para renovarse cuando regresábamos nuevamente por los largos tablones llenos de astillas que crujían y gruñían con cada paso.
Norma nació cuando yo tenía cuatro años, y nos mudamos a Macún, un barrio en el municipio de Toa Baja, Puerto Rico, donde Papi tenía una parcela, un pedazo de tierra que ostentaba árboles de aguacate y de mango, matas de gandules y achiote, orégano brujo y un palito de limón espinoso. La casucha de la parcela no tenía electricidad ni agua potable. Unos barriles colocados debajo de las esquinas de los aleros recogían el agua de lluvia. Bajando la cuesta, había una charca cuya superficie era verde. Encinta de su cuarto hijo, Mami se quedaba en casa mientras Papi construía casas en San Juan.
Durante las últimas semanas de su embarazo, los barriles estaban vacíos y el cielo despejado. Delsa, Norma y yo lloriqueábamos del hambre, pero no había agua para cocinar el arroz. Mientras más fuerte llorábamos, más se desesperaba Mami, hasta que finalmente, caminó hasta la charca y sacó un cubo de agua.
"La colé a través de un pedazo de algodón y la dejé hervir un buen rato". La cara todavía se le torcía de asco cuando me contó la historia muchos años después. "Y aun así, el arroz blanco quedó verde. Mientras nos lo comíamos, se me salían las lágrimas de pensar que si estaba envenenado, por lo menos moriríamos juntas". Mientras hablaba, sentí que me llenaba de compasión por ella, por cómo era entonces a los 21 años, con tres nenas chiquitas y una en camino, una muchacha de ciudad metida en un monte, en un barrio de un campo, sola.
Con cuatro niños pequeños que atender, Mami tenía muy poco tiempo para hacer amistades. Pero cuando instalaron la pluma comunal a una milla de la casa, conoció a algunas de las vecinas. Varias veces a la semana íbamos a buscar agua fresca. Mientras Mami y las vecinas se agrupaban alrededor del grifo llenando sus cubos y chachareando, nosotras chapaleteábamos en el fango que se formaba con el agua que se perdía del grifo.
Después de pasar un ratito con las vecinas, Mami llenaba de agua dos cubos grandes, y los cargaba por el camino arenoso. Nosotras la seguíamos, cada cual con su pote lleno hasta el borde. Ésa sería el agua de tomar, de cocinar y de lavarnos los dientes, y se hervía diariamente antes de usarse. Para el lavado, echaba baldes de agua de lluvia en las tinas de lata.
De vez en cuando, todavía me encuentro a Mami lavando una blusa en el lavamanos del baño, la pieza bien agarrada en un puño mientras con los nudillos de la otra mano restriega la tela con un movimiento rítmico y seguro, las burbujas chorreándole de las muñecas a los codos. Tendrá una leve sonrisa en el rostro y una expresión de firme concentración: es el triunfo de la voluntad y la fuerza sobre la suciedad.
Me parece inevitable que Mami deseara regresar a la ciudad. La vida en Macún era dura; con mi papá ausente la mayor parte del tiempo, a pesar de los ratitos con las vecinas en la pluma de agua, se sentía sola. Un buen día nos recogió en la escuela y nos mudó a Santurce, más cerca de los tíos y las tías que no se habían marchado a los Estados Unidos en busca de trabajo.
En Santurce, Mami sonreía más. Sabía cómo manejarse en la ciudad, le gustaba la conveniencia de tener la tienda a un par de cuadras de la casa en vez de tener que caminar un par de millas hasta la cooperativa, que lo mismo podía tener que no tener lo que necesitaba.
Papi venía a visitarnos a veces y al fin de cuentas convenció a Mami de que volviéramos a Macún y lo hicimos. Las vecinas criticaban a Mami por comportarse como si, por el hecho de haber vivido en Santurce, fuera mejor que el resto de la gente del barrio. En la fuente, nos viraban la cara cuando nos acercábamos con nuestros cacharros que, en realidad, no eran ni mejores ni peores que los de ellas. Todavía me duele recordar lo duro que fue para Mami el regreso. Según nos acercábamos a la pluma de agua, la expresión en su rostro era toda una lección de dignidad.
SOSPECHO QUE FUE LA MODERNIZACIÓN de Macún lo que sacó a Mami de allí. Según iban llegando la electricidad y el sistema pluvial al barrio, más consciente se volvía ella de que nada de esto era novedoso en Santurce. Y en Nueva York, donde vivían la mayoría de sus parientes, se reirían de escuchar a nuestras vecinas echándoselas de no tener que sacar agua en un balde para bañarse.
Nos fuimos de Macún poco después que nació Raymond. Esta vez Papi se vino con nosotros a pesar de las peleas. Cuando Raymond tenía cuatro años, Mami se lo llevó a Nueva York en busca de tratamiento médico para el piecito que se le había lastimado en un accidente de bicicleta. Regresó a Puerto Rico, mandándonos a la "bodega" a comprar un "contéiner" de leche en vez de un litro, y "pan de eslái", el pan de molde que venía ya cortado en cuadros uniformes, en vez de los largos bollos de pan crujiente que habíamos comido siempre.
A los trece años, justo antes de que ella cumpliera los 30, Mami nos llevó a Edna, a Raymond y a mí a Nueva York, y dejó al resto de mis hermanos y hermanas con Papi, hasta que pudiera mandarlos a buscar. Estaba convencida de que la vida en Nueva York sería más fácil, más cómoda, mejor. Hablaba de la educación tan buena que recibiríamos todos, de la cantidad de oportunidades que había para las mujeres diestras en el uso de la máquina de coser.
Mami trabajaba largas horas cosiendo brasieres que le pagaban por pieza, por lo que nunca sabía cuánto dinero traería a casa el próximo día de pago. Cuando no tenía suficiente dinero, íbamos a la oficina del mantengo donde una gente americana que no sabía español accedía, de mala gana, a ayudarnos.
Pero Mami echaba pa'lante, empeñada en que la acompañáramos en lo que probaría ser la gran aventura de nuestras vidas. Un ambiente, una cultura, una lengua y una historia diferentes no la perturbaban en lo más mínimo. Por el contrario, los cambios la llenaban de energía, estimulándola a esforzarse y a estimularnos a nosotros a esforzarnos, mucho más allá de los límites que nos habíamos trazado.
"¿Cómo que no puedes aprender inglés?", protestaba cuando alguno de nosotros se frustraba con la lengua. "Yo no soy tan joven como ustedes, pero me atrevo a masticarlo cuando es necesario".
Mami nos aconsejaba continuamente que nos educáramos, tomándose como ejemplo de alguien que pudo haber llegado mucho más lejos en la vida si se hubiera quedado en la escuela. "A mí el trabajo no me asusta", nos recordaba, "pero sin una educación yo puedo llegar sólo hasta cierto punto". Logró ser promovida a supervisora en las fábricas donde trabajaba de costurera.
De adolescente no supe apreciar la audacia, la tenacidad y la determinación de Mami. Mi adolescencia fue un tirijala constante y frustrante entre las dos, mientras por un lado me esforzaba por cumplir con sus expectativas, y por otro, por deshacerme de las trabas que me ataban a ella. Admiraba su valor, pero me consumía frente a sus exigencias, ante sus recordatorios constantes de que por ser la mayor, yo me constituía en ejemplo para mis hermanas y hermanos. Un día estábamos todos tirados en el piso viendo televisión, cuando de pronto Mami, con la mirada clavada en el televisor, se puso tensa: "¿Qué están haciendo?" Unas mujeres más o menos de mi edad, vestidas muy parecido a como me vestía yo, quemaban sus brasieres en una hoguera. "¿Por qué hacen eso?", preguntó Mami presa del pánico. Fue según le explicaba el concepto detrás de la quema de brasieres que logré entender lo que es la ironía. El brasier que las mujeres de mi generación quemaban como símbolo de su libertad era para mi mamá su modo de subsistencia, el símbolo de su capacidad para mantener a sus hijos.
Ocho años después de haber llegado a los Estados Unidos, Mami logró comprar una casa en Brooklyn. A ella no le parecía bien que fuéramos a depender de las fábricas para ganarnos la vida, por lo que montó su propia fábrica. Trabajaba a destajo para las compañías más pequeñas que no podían sostener gigantescas fábricas en el extranjero. Finalmente, ese tipo de trabajo se agotó. Tuvo que desistir de la fábrica y vender su casa.
El fracaso de su empresa hizo que regresara a Puerto Rico. Pensaba que podía empezar de nuevo, poniendo en práctica lo que había aprendido en los Estados Unidos. Yo estaba viviendo en Texas con un hombre que era un año mayor que Mami. Había logrado intercambiar las exigencias de ella por las de él, y cuando vine a darme cuenta de mi error, ya era demasiado tarde. Me sentía demasiado avergonzada para buscar lo que más necesitaba entonces: el regazo protector de mi madre.
Pasarían cinco años antes de que la volviera a ver. Durante ese tiempo Mami se casó y se divorció de un hombre que nunca conocí, y luego se casó con un viudo. A fin de cuentas se divorció de él también y juró no volver a tener nada que ver con los hombres. Se mudó a Florida, donde compró un tráiler. "Ya yo estoy vieja", insiste. "Ya yo los crié. Ahora les toca a ustedes cuidarse y dejarme tranquila".
Pero nosotros no creemos que en verdad ella quiera que la dejemos tranquila. Cuando nos enfermamos, la llamamos para toserle y resoplarle en el oído hasta que nos promete que vendrá a cuidarnos. Si fracasa una relación, acampamos en el cuartito en una de las puntas de su trailer y asomamos la nariz cuando la cocina se llena del olor del ajo y del orégano. Damos vueltas a su alrededor como abejas alrededor de una flor. Constantemente nos quejamos unos con otros de sus excentricidades, como también tomamos por sentado su generosidad, su capacidad de amar y su habilidad de pasar por alto las fallas de sus hijos.
Es extenuante ser su hija. Todavía me sorprende que todos hayamos sobrevivido y lográramos formar nuestras propias familias. A través de los años, su vida nos ha servido de ejemplo para identificar tanto aquello que debemos evitar como aquello a que debemos aspirar. Es su espíritu generoso, su valor, su creatividad y su dignidad, lo que yo, su primogénita, trato de emular: sus lecciones impresas en cada página de mi vida.
Esmeralda Santiago es autora de las memorias "Cuando era puertorriqueña" y de la novela "Casi una mujer". Se graduó de Harvard University y Sarah Lawrence College.
Foto: cortesía de María Amparo Escandón
MI MAMÁ AL DESNUDO
Por María Amparo Escandón
MI MAMÁ NO COCINA. Olvídense de planchar, pasar la aspiradora, tender la cama. No lo hace. Tenía que despertarla cuando regresaba a casa del colegio. No era floja. Es que vivía de acuerdo al horario europeo. Empezar el día a las dos de la tarde con el desayuno en la cama le parecía razonable después de haberse amanecido leyendo hasta las cinco de la mañana la noche anterior. Mientras mi padre roncaba a su lado, murmurando de cuando en cuando, y rogándole que apagara la luz, ella estudiaba todo lo que podía para reemplazar la educación universitaria que no había obtenido. No la necesitaba. O por lo menos así lo creía su familia cuando se casó a los 19 años.
Tenía amigas. Se reunían para tomar café con galletitas en la tarde y hablaban de pañales y nanas. Jugaban cartas. Salían de compras. Iban al cine. Organizaban fiestas. En los años sesenta eso era justamente lo que se esperaba que hicieran las madres jóvenes de la sociedad mexicana. Mi madre hacía lo esperado y lo hacía bien, especialmente el verse hermosa siempre y el ir de compras. Pero rehusaba malgastar su dinero en vajillas, enseres domésticos, sábanas, ollas y cacerolas. Ella parecía siempre salida de un escaparate de Saks Fifth Avenue, pero sus utensilios domésticos parecían provenir de una tienda de artículos de segunda mano.
La ropa de las tiendas de departamentos no ha sido nunca lo suficientemente buena para mi mamá. No puede comprar un juego de saco y falda directamente de la tienda sin cambiarle después los botones o hacerle cualquier otro tipo de alteración. Hacía la mayor parte de mi ropa. Hasta en mis sueños oía el runrún de la máquina de coser en la habitación contigua. A veces me despertaba a media noche para probarme un vestido. Entre dormida y despierta, hacía un esfuerzo por mantener el equilibrio, y muchas veces me clavé un alfiler. "Un piquetito trae buena suerte", decía. "Sólo procura no manchar la tela".
Cuando hice la primera comunión, estuvo cosiendo toda la noche, y terminó mi vestido una hora antes de la ceremonia, justo a tiempo para que me lo pusiera y corriéramos a la iglesia. Todo el mundo lo encontró bellísimo.
Hacer su propia ropa no disminuyó la obsesión de mi madre por salir de compras. Dos veces al año la familia entera viajaba de la Ciudad de México a Brownsville, Texas, y regresaba con cuatro maletas llenas de ropa nueva. Ropa americana. Salíamos rumbo al norte en una caravana, mi familia y quizás un par de tías y tíos con sus hijos, a conquistar las tiendas.
Una vez, cuando veníamos de regreso, el equipaje se cayó de la canastilla de la camioneta. Mi hermano fue el primero en notar las cuerdas sueltas batiéndose al viento y golpeando la ventana trasera. Mi mamá casi estrangula a mi tío allí mismo. "Es un inútil. ¿Por qué lo habré dejado amarrar las maletas?" Regresamos y nos pasamos el día entero buscando la ropa regada por la orilla de la carretera, pero no encontramos ni el calcetín más diminuto.
A veces nos íbamos hasta Houston de compras. Eso sí que era divertido. Mi papá nos llevaba al Six Flags Amusement Park o al Astrodome. En Brownsville, donde no había mucho que hacer, teníamos que andar detrás de mi mamá. Todo lo que podíamos hacer en las tiendas era meternos en líos. Un día mi hermano y mi primo tiraron, sin querer, una enorme montaña de cajas de zapatos y quedaron sepultados debajo de ellas. Mi mamá fingió no conocerlos, me agarró por un brazo y salió de la tienda, dejando atrás a los dos niños de seis años para que resolvieran el problema.
UNA VEZ EN MIAMI, la tienda de departamentos había cerrado mientras ella estaba ocupada en el vestidor. Cuando salió a las 11:00 p.m. con, por lo menos, siete piezas de ropa en la mano, las luces estaban apagadas, las empleadas y los empleados no aparecían por ninguna parte, y habían bajado la cortina de metal de la puerta. Entonces ella llamó al 911 para que la policía viniera a liberarla. Mi padre, que había estado desesperado buscándola por horas, tuvo que llevarla de vuelta por la mañana. Pagó la ropa que había seleccionado la noche anterior y continuó sus compras donde las había interrumpido.
Ahora mi mamá hace sus compras en Los Ángeles, donde vivo. Afortunadamente para ella hay dos grandes centros comerciales a donde puede llegar caminando desde mi casa. Cada vez que viene de visita, me pide que la lleve al museo, pero de camino hacemos una paradita en el centro comercial y, naturalmente, nos quedamos allí el resto del día, dejando los Van Gogh para otra ocasión.
A través de los años, he aprendido a entender su obsesión con las apariencias, particularmente con lo que tiene que ver con la ropa. Ha confesado que de niña no tuvo lo suficiente. "Tu abuela era muy austera". Por eso en su vida adulta se había compensado con creces.
Mi mamá también nos compra ropa a mí, a mis hijos y a mi esposo. Cuando estaba a punto de casarme, insistía en que llegara a mi nueva relación con un vestuario nuevecito. "¿Quién quiere una recién casada en trapos viejos?" Volamos a Houston, donde se compró tres vestidos posibles para mi boda. Porque estaba tan entretenida seleccionando su propia ropa, fue fácil convencerla de que me diera el dinero que había reservado para mí. Cuando regresé cargando sólo una bolsita con una cámara con todo tipo de lentes y estuches, dejó de hablarme hasta dos días después de que regresamos de Houston.
Cuando yo era chiquita, mi mamá escogía la ropa la noche anterior y la colocaba sobre mi cama. Cuando llegué a la adolescencia, el paso lógico era rebelarme en contra de mi madre justo donde más le doliera, por lo que traté de vestirme como el resto de mis amigas, iniciando así una batalla madre-hija que duró muchos años. Me compré un par de jeans de los que tenían emblemas de la paz bordados alrededor del dobladillo de la campana y una lengua de los Rolling Stones en el bolsillo trasero. Un día mi mamá los quemó en medio del patio y desde entonces sólo me permitía usar jeans de diseñador.
Cuando empecé la universidad, ella decidió inscribirse también. Era la estudiante de 38 años más bella y mejor vestida en todo el campus. Todavía recuerdo a todos esos compañeros que se le sentaban cerca en la cafetería, enloquecidos por su belleza. Cuando tenía que hacer trabajos en equipo, todos mis amigos querían estar en mi grupo para venir a mi casa y ver a mi mamá de cerca. Para contrastar, yo tomé la ruta post-hippie. Usaba esas sandalias mexicanas que tienen las suelas hechas de viejas llantas de coche.
Como ya no podía obligarme a usar lo que ella quería, mi mamá se pasaba mucho tiempo hablándome de cómo la gente debe vestir bien para tener éxito en la vida. Nos graduamos juntas. Ella obtuvo el promedio más alto de la clase.
Mi mamá siguió estudiando hasta alcanzar un posgrado, y a diferencia de sus amigas, un empleo. Era la ejecutiva de capacitación y adiestramiento profesional más emprendedora, más bella y mejor vestida en la Cámara de la Industria Mexicana de la Construcción. En los años siguientes, gracias a su inteligencia —y según ella, ayudada por su guardarropa— se convirtió en la máxima autoridad en el campo de la productividad y del adiestramiento profesional e incorporó conceptos tales como "cero defectos" a la cultura corporativa nacional.
No hay un solo día en que mi mamá no luzca deslumbrante en un ajuar perfecto. Sin embargo, sus cajones son un desastre. Sus finanzas, un caos. Y siempre llega tarde, vergonzosamente tarde. Pero a nadie parece importarle. Es demasiado encantadora para que estas cosas importen. La gente sólo quiere estar cerca de ella. Me pregunto qué he aprendido de haber tenido una madre que valora tanto la belleza física. ¿Qué legado le dejaré yo a mi propia hija que las revistas para mujeres y los anuncios de Calvin Klein no le hayan dejado ya?
Poco a poco he asumido el control de cómo me veo y de cómo me siento en relación con mi apariencia personal, años después de haber interpuesto 1,572 millas de distancia entre mi mamá y yo. Cortar el cordón umbilical fue, para mí, más fácil de lo que pensaba. Tengo un par de jeans en el closet. Dejo que mi hija se ponga lo que quiera, y le doy mi opinión sólo cuando me la pide. Y muy rara vez visito un centro comercial.
Escandón, nacida en Ciudad de México, es la autora de "Santitos y Transportes González e Hija", el cual será publicado en junio. Reside en Los Ángeles, donde enseña en el UCLA Extension Writers' Program.
Foto: cortesía de Junot Díaz
CÓMO DESCUBRÍ A MI MAMÁ Y APRENDÍ A VIVIR
Por Junot Díaz
MI ÚLTIMO AÑO DE BACHILLERATO me quedaba en casa cuando debí haber estado en clases; no hice trabajo alguno; me peleé con los profesores. Para octubre, me habían botado del programa de honor y me habían pasado al programa "regular", donde no hice nada excepto mirar las paredes y leer los libros de Stephen King.
Tenía 19 años, porque me había atrasado un año por mi español, y tenía un tipo "flaco adolescente" y "feo adolescente". Y, mano, qué pobreza la nuestra. Desde que el viejo se largó, mi familia había caído en la pobreza. La situación era bien desesperante. Cuando faltaba a clases, en vez de irme a la parada de la guagua (desde que mi hermano había ingresado al hospital, yo y mis panas nos habíamos visto obligados a andar en guagua porque ninguno de nosotros tenía los cuartos para mantener andando su Monarch) me iba al landfill, el terreno que habían rellenado, y me quedaba en el bosque. Los días lluviosos me marchaba hasta la Bibiloteca Sayreville y me ponía a rebuscar entre los anaqueles. Recuerdo haber quedado particularmente prendado de la serie Canopus in Argos de Doris Lessing. Me sentí demasiado intimidado para leerlos, pero me gustaba tenerlos cerca mientras estaba en la biblioteca leyendo otra cosa. Tienen que entender: estaba en un periodo emocionalmente "difícil". Acháquenselo a mi adolescencia, a la pobreza, al autodesprecio de un joven de color, a la partida de mi padre, a lo que sea: yo era el tiguere más sombrío que había. Esos libros cerca de mi codo eran una especie de promesa de un mañana en el que me sentiría lo suficientemente inteligente y confiado como para leer la serie completa.
Un mañana en el que tal vez podría sentirme bien conmigo mismo. También tenía rabia. Estaba particularmente enojado con mi padre por haberse ido, y con mi hermano por haber perdido 50 libras para que sólo entonces se le diagnosticara una leucemia. Rafa estaba en Newark, en Beth Israel, en el último piso del hospital, de modo que cada vez que uno pegaba la cara contra la ventana de su cuarto, podía ver el horizonte de Nueva York.
MI MAMÁ TENÍA SUS PROPIOS PROBLEMAS. Por lo de mi hermano, y por lo de la economía, y porque la gente de allí no estaba empleando a nadie que no hablara inglés, no podía trabajar a tiempo completo. Así es que éramos puro Plan Ocho, cupones, bienestar social. Mi padre la había dejado botada en un estado donde no tenía familia cerca, en un vecindario aislado de toda posible actividad económica. Éste fue uno de los periodos más oscuros en la vida de mi mamá.
Mi mamá era una mujer pequeñita y era todo lo clara de piel que se podía ser sin pasar por blanca. Era una mujer callada, nunca hablaba de sí misma ni de sus intimidades, y durante la mayor parte de mi vida los únicos "datos" que conocía de ella eran que era mi madre y que no se andaba con juegos. Todos mis amigos hablaban de sus papás, los comparábamos como comparábamos todo lo nuestro, pero a menos que nuestras mamás cocinaran bien o nos pegaran, no tenían ningún papel público.
Sin embargo, observé mucho a mi mamá, ese último año de escuela superior. Yo y ella nos pasamos mucho tiempo trancados en nuestro apartamento. En la mañana se levantaba siempre a la misma hora y yo la escuchaba, arriba, moviéndose de un lado a otro. Los días que iba a visitar a mi hermano, me dejaba un sándwich de huevo encima de la estufa, y entonces una de sus amigas o el taxi que pagaba el Medicaid la recogía, y yo me escurría de la cama y la observaba desde detrás de las cortinas. Visitaba a mi hermano tres o cuatro días a la semana y siempre los fines de semana. Pero antes de irse tocaba a mi puerta del sótano y me decía "levántate muchacho". Todas las malditas mañanas, la misma vaina. "Levántate".
Pero algunos días me quedaba dormido y cuando me despertaba allí estaba ella sentada a la orilla de la cama, justo al lado mío. Su presencia nunca me sorprendía. Era como si, aun en sueños, pudiera sentirla cerca de mí y saber que no tenía por qué asustarme. Nuestro sótano era extremadamente oscuro y ella era poco más que una respiración y el oscuro corte de su cabello, pero yo sabía que era ella. "Señora", le decía, y ella ponía su mano en mi cara.
Ella, lo veo ahora, me estaba observando también.
Peleábamos mucho. A ella le darían sus rabietas por mi padre y por nuestra situación, y a mí las mías por todo. Portazos, noches fuera con los amigos, el televisor a todo volumen.
En abril me enteré de que no había sido aceptado en ninguna de las universidades a las que había postulado. A pesar de que me quemé en un montón de clases ese año, de verdad creía que iba a entrar a algún sitio. Qué arrogancia. Cuando esas cartas llegaron, me encerré en el sótano durante seis días corridos, y cuando finalmente mis panas vinieron a buscarme una noche y me obligaron a dar un paseo con ellos hasta la orilla del mar sólo para animarme y para decirme que el mundo no se había acabado todavía, llevaba tanto tiempo sin salir que las luces de la calle me lastimaron los ojos.
Le conté a Mami que me habían rechazado y luego empecé a echarle la culpa a ella y a mi papá y a mi hermano y a la escuela, mientras ella me miraba sin decir nada. Finalmente dijo: "Debiste haberte esforzado más", lo que provocó que me diera una rabieta todavía más grande y que gritara aún más.
El día de la graduación me negué a ir a la ceremonia y me quedé en la cama a pesar del coraje de mi mamá. Al final se fue sin mí. Di un paseo hasta la Biblioteca Sayreville y me quedé allí hasta tarde. Cuando regresé, Mami estaba en su cuarto. Me fui abajo.
Después de eso, no volvió a hablarme, a hablarme de verdad, en mucho tiempo.
Así era nuestra vida.
NO SÉ CUÁNTO TIEMPO PASO. El suficiente, les puedo asegurar. Trabajaba haciendo repartos de mesas de billar durante el día, y por la noche me iba a dar vueltas con los muchachos que quedaban. De vez en cuando me sentaba junto a mi hermano, que recién había vuelto, y trataba de no quedarme mirando su cuerpo devastado. El resto del tiempo me lo pasaba en mi sótano, probando la soledad recién estrenada de mi vida posbachillerato.
No puedo decirles las veces que trató de hablarme. Para ella era difícil, saben. Éramos dominicanos y los dominicanos, por lo menos los que yo conocía, realmente no hablan con sus hijos. Mami trataba. Cuando ella pensaba que yo estaría más calmado, se me sentaba al lado. "Mira", me decía, "tienes que luchar si quieres..."
Yo generalmente le impedía continuar más allá de ese punto. O alzaba la mano y le decía que dejara eso ya, o me iba abajo sin decir palabra. Muchísimas noches la oía caminando por la planta alta cuando creía que yo estaba dormido; la oía moverse de la habitación a la cocina a la galería, pero eso nunca le impidió que se vistiera por la mañana para ir a trabajar o que tocara a mi puerta y dijera: "Levántate, muchacho".
Al final, fueron sólo unas palabras las que lo lograron.
No puedo contarles nada sobre ese día excepto que regresaba de otra de esas noches inútiles en la calle y mi mamá estaba sentada en el sofá. Mi mamá estaba quieta como una muerta y tenía el pelo oscuro y mojado de la ducha, y según yo enfilé para el sótano, dijo ella, con un dejo de amargura: "Sabes, lloré menos cuando perdí a mi primer hijo".
La escuché decirlo pero no le contesté, y seguí para abajo.
Esa noche, acostado en mi cama, miraba las paredes. "Sabes, lloré menos cuando perdí a mi primer hijo". Como dije, yo no sabía nada sobre mi madre. Que yo había tenido otro hermano que había muerto, fue un golpe enorme incluso para mí, que era tan duro y frío. Que ella nunca lo hubiera mencionado, era otra cosa. Esa noche fue la primera vez en mi vida que tuve que enfrentarme con la posibilidad de que mi mamá fuera una persona y no meramente alguien que me lavaba los calzoncillos y me preparaba la comida. Me di cuenta de que tenía un mundo dentro de ella. Un mundo. Fue como encontrarse de pronto en aguas profundas. Fue una conmoción.
Mi madre me había sorprendido del mismo modo ya una vez allá en Santo Domingo. No recordé aquel incidente previo en ese momento, pero recuerdo ir viajando en una guagua y a mi mamá señalando otro vecindario y diciéndome: "Ahí era que vivía un novio que tuve". No dijo nada más, y aun entonces quedé desconcertado con su declaración. Siempre había pensado que mi mamá había conocido a mi papá toda la vida.
Al día siguiente desayunamos juntos. "Sal acá y mira los pájaros", dijo mi madre. La seguí hasta afuera y me quedé mirando los gorriones. Cuando fui mayor, me enteraría de todo —del primer embarazo, de la invasión, de la bomba que cayó—, pero en ese momento no hablamos de mi hermano muerto y no lo haríamos en muchos, muchos años.
Después de esa noche nuestro mundo todavía era un desastre. No nos convertimos de pronto en los mejores amigos del mundo. Ni siquiera puedo decir con honestidad que fueron sólo sus palabras las que me animaron a comenzar de nuevo, pero cuando vuelvo sobre esto ahora, pienso que esta percepción de que fue ella quien me ayudó a darle un nuevo impulso a mi vida no me parece tan descabellada ni equivocada. Porque en algún momento durante esos dos meses siguientes, empecé a hacer pequeños cambios. Empecé a dejar de estar escondiéndome tanto en el sótano. Me compré un carro y empecé a tomar clases de noche en Kean College. Finalmente, pude transferirme a Rutgers-New Brunswick, uno de mis sueños.
Todavía tenía rabia, pero había aprendido a no dejar que me paralizara. Es verdad que el viejo nunca regresó, ni el hermano que había conocido antes de la quimio tampoco, pero después de un par de años empezaría a hablar en serio con mi mamá, y otro par de años más tarde, hasta nos haríamos amigos.
Díaz es el autor de "Drown" (Riverhead Books), publicado también en español bajo el título "Negocios". Sus cuentos cortos han sido publicados cuatro veces en la antología Best American Short Stories ("Mejores cuentos cortos americanos"). Es profesor en el Massachussets Institute of Technology y ganador de una beca Guggenheim.
LAS MAMIS: ESCRITORES LATINOS RECUERDAN A SUS MADRES, COPYRIGHT © 2000, EDITADO POR ESMERALDA SANTIAGO Y JOIE DAVIDOW, PUBLICADO POR VINTAGE ESPAÑOL, WWW.GRUPODELECTURA.COM