EL PRÍNCIPE CIERVO (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
junio 14, 2020
Cuento Danés seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez un viudo y una viuda que se casaron entre sí. Cada uno de ellos tenía una hija. La hija del marido era guapa y elegante; la de la mujer, sin embargo, era muy fea. La mujer tenía envidia de la hija del marido porque era mucho más guapa que su propia hija, así que se pasaba todo el tiempo pensando cómo podía perjudicarla y la trataba muy mal. El marido pasaba a menudo el día entero, desde la mañana hasta la noche, fuera de casa; como estaba tanto tiempo fuera, no se enteraba demasiado de cómo le iba a su hija.
Sucedió días más tarde que una noche, cuando ya se habían ido todos a la cama, llamaron a la puerta. La mujer entonces le dijo a su hija que fuera a abrir y viera quién llamaba. Como a ésta no le apetecía mucho hacerlo, la hija del marido se ofreció a levantarse, pero no se lo permitieron; la mujer se empeñó en que fuera su hija la que abriera. Así que la muchacha fue, quitó el cerrojo, abrió la puerta y vio allí un corzo, un ciervo o algo parecido. Entonces cogió el palo de una escoba y lo golpeó con él. Inmediatamente desapareció. Cerró la puerta y le contó a su madre todo el espectáculo, por llamarlo de algún modo. A la noche siguiente, cuando ya habían echado el cerrojo, volvieron a llamar a la puerta, pero en esta ocasión la hija de la mujer no se atrevió a ir a abrir. Dejaron pues que fuera la hija del marido. Cuando abrió la puerta, vio al ciervo, que estaba de nuevo ahí fuera, y le dijo:
—Oh, pobrecito mío. ¿De dónde has salido?
—¡Muchachita, móntate en mi lomo! —dijo el ciervo.
Pero ella dijo que no, que no estaba dispuesta a hacerlo, pues él ya tenía bastante con cargar consigo mismo. El ciervo dijo que era la única forma de que pudiese irse con él. Entonces, ella se montó a lomos del ciervo —pues no quería quedarse en casa— y ambos se marcharon de allí.
Por el camino llegaron a una pradera. Entonces dijo el ciervo:
—¿Qué te parecería si algún día pudiéramos disfrutar aquí los dos? Pero la muchacha no se podía imaginar cómo iban a poder disfrutar los dos en aquel prado. Luego llegaron a un bosque y el ciervo dijo:
—¿Qué te parecería si algún día pudiéramos pasear por este bosque y divertirnos?
Pero ella no se podía imaginar cómo iban a poder hacerlo.
Finalmente llegaron a un palacio gigantesco. El ciervo la metió en él y le dijo que en adelante tendría que vivir allí completamente sola, pero que todos sus deseos se verían cumplidos y que intentara pasar el tiempo lo mejor que pudiera. Le aseguró que él volvería algún día a visitarla y le pidió que no entrara en un lugar del palacio; se trataba de un lugar en el que había tres puertas: una de madera, la segunda de cobre y la tercera de hierro. Le dijo que no debía abrir aquellas puertas bajo ningún concepto. El ciervo estaba convencido de que lo primero que haría la muchacha sería precisamente lo que él le estaba prohibiendo.
Pasó el resto del día totalmente sola. Llegó la noche y, a la mañana siguiente, decidió recorrer todo el palacio. Entonces le entraron tantas ganas de abrir la puerta de hierro que no se pudo contener. La abrió y dentro vio a dos hombres que estaban removiendo con las manos y los brazos desnudos en una caldera de alquitrán. Les preguntó por qué estaban allí removiendo el alquitrán con las manos y los brazos desnudos. Los hombres le contestaron que estaban condenados a hacerlo hasta que un alma cristiana les diera algo con lo que remover. Sin dudarlo, ella cogió un hacha, hizo con ella un removedor, una especie de cuchara plana, y se la dio a los hombres para que removieran.
Pasó el día y llegó la noche. A la mañana siguiente, oyó mucho ruido en la corte y vio a muchos hombres abrevando los caballos y a muchos criados que limpiaban la plata. Todos estaban muy ocupados e iban de un lado para otro. Entonces le entraron ganas de abrir también la segunda puerta. Abrió la puerta de cobre y vio que dentro había dos muchachas que estaban atizando el fuego con sus manos. Ella les preguntó por qué lo hacían. Las muchachas le dijeron que las habían condenado a hacerlo hasta que un alma cristiana les diera algo con lo que atizar. Sin dudarlo, ella les llevó una barra, y las muchachas se lo agradecieron mucho. A la mañana siguiente, todo el palacio estaba lleno de muchachas que barrían, lavaban y ponían todo en orden. Entonces dejó que el día fuera pasando, pero llegó un momento en que ya no se pudo dominar más: tenía que abrir también la puerta de madera. Cuando lo hizo, se encontró con que dentro estaba el ciervo sobre un lecho de paja. Naturalmente, le preguntó por qué estaba allí tumbado. El ciervo le contestó que tenía que estar allí tumbado hasta que un alma cristiana le limpiara la suciedad. Sin dudarlo, ella cogió un manojo de paja y empezó a limpiarle. A medida que lo iba limpiando, el ciervo se iba transformando en el más bello príncipe que jamás se ha visto. A continuación le contó que él y todo el palacio habían sido encantados, pero que ahora ella había conseguido romper el hechizo, así que quería casarse con ella. Fue una hermosa boda que duró muchos días.
Pasado algún tiempo, el príncipe le preguntó a su mujer si no quería invitar alguna vez a su madre y a su hermana. Ella le contestó que sí, que naturalmente le apetecía mucho. Entonces él dijo que no podría presentarse ante ellas en cuanto llegaran. Le pidió que cuando les fuera a servir vino o cualquier otra cosa, dejara que se le derramara una gota en el zapato. Entonces él llegaría y se lo limpiaría. Le avisó, además, que no debía darle nada a su madre que fuera una, dos o tres cosas; que sólo debía darle cosas que fueran más de tres, como grano o algo por el estilo.
Cuando llegaron la madre y la hermana, la princesa —pues ahora era una princesa— se mostró muy amable con ellas. Se ofreció a servirles vino, dejando derramarse una gota en su zapato dorado, y, en ese mismo momento, entró el príncipe y le limpió la mancha con su pañuelo. Si a las otras no se les habían puesto ya los ojos como platos, sin duda se les pusieron en cuanto vieron entrar al príncipe.
Más tarde salieron al jardín y la madre se empeñó en que la princesa le cogiera una manzana, pero ésta no quiso. La madre insistió en que quería manzanas, aunque no fueran más que tres. Pero no, la princesa se mantuvo en sus trece y le dijo que cuando estuvieran maduras tendría todas las que quisiera. La madre entonces se puso muy furiosa. De regreso a casa con su hija, a la madre le corroía la envidia de que no hubiera sido su propia hija la que hubiera alcanzado aquella felicidad. Estaba tan enfadada, que no pudo evitar acusar a su hija de tener la culpa de todo. La hija se empeñó tercamente en que no y, como era de esperar, una palabra llevó a la otra hasta que ambas acabaron furiosas, tirándose de los pelos, y al final estallaron convirtiéndose en un montón de cantos rodados. Ésta es la razón por la que hay tantos cantos rodados.
Fin