EL PASAJERO CLANDESTINO (Georges Simenon)
Publicado en
junio 23, 2020
1
Un barco italiano que venía de San Francisco estaba atracado en el embarcadero, delante de los edificios de la aduana. Allí habían encendido todas las lámparas, enormes bombillas eléctricas de luz blanca y cruda que colgaban de hilos por todas partes, de manera que desde lejos daba la impresión de un plató de cine, con sombras que se agitaban en todos los sentidos, los toques de silbato que gobernaban el estruendo metálico de las grúas y de los aparejos, y los colores, amortiguados por el resplandor de los faros, por ejemplo, el rojo y el verde de la bandera, muy pálidos, casi sin destacar sobre el blanco.
Por contraste, el cielo sin luna era de una negrura de terciopelo, sin nubes, porque se veían centellear todas las estrellas.
Del mismo negro suntuoso era la superficie del agua, que respiraba apaciblemente para ir a morir en un chapoteo contra los pilotes. También con unas cuantas estrellas a lo lejos, a distancias difíciles de calcular, pero en este caso estrellas que habían encendido unos hombres. En medio de los brillos de un blanco amarillento se distinguía el verde de las luces de posición; y dos guirnaldas de luces redondas bien alineadas: las portillas de los dos paquebotes, con estrellas más pequeñas, pero más brillantes, en la punta de sus mástiles. A ras de agua se veían también luciérnagas en movimiento: las de las lanchas y las canoas invisibles de donde a veces salían voces.
Por fin, últimas estrellas, porque en medio de la noche cualquier luz se convierte en estrella, había las que paseaban los dos hombres en aquella negrura total, en la extremidad de un muelle de madera.
Cada uno de ellos sólo conocía del otro aquel pequeño punto rojizo que brillaba con un poco más de intensidad a cada aspiración. A sus pies, entre los pilotes, se balanceaba una motora en la que andaba trajinando un marinero.
La ciudad, Panamá, estaba lejos, más allá de los muelles de descarga y de la zona oscura que los envolvía. Hasta allí no llegaba ninguno de sus ruidos; sólo de vez en cuando la bocina de un coche acercándose; pero una sutil niebla luminosa ponía un color rosado en aquella parte del cielo.
Los dos hombres andaban. A intervalos casi regulares, el disco rojo de un cigarrillo y el de un cigarro se cruzaban. Los dos esperaban algo que debía venir de la ciudad; ambos parecían sujetos por un lazo invisible a la adormilada motora sobre la que uno y otro se iban inclinando.
Era la una de la madrugada. Las primeras luces que podían verse en la bahía, al menos uno de los hombres lo sabía muy bien, eran las del Aramis, que había cruzado el canal a la caída de la tarde, y que iba a entrar en aguas del Pacífico. No se podía ver su silueta ni calcular su magnitud. Como máximo, por el reducido número de portillas luminosas, podía juzgarse que no era un gigante de los mares, sino un modesto carguero mixto.
—¿Usted embarca en el Aramis?
Uno de los hombres se había detenido en el momento en que las brasas del cigarrillo y del cigarro se cruzaban una vez más. Su voz era natural y cordial.
El otro hizo una pausa, trató de distinguir los rasgos de su interlocutor y dejó que pasaran unos segundos sin responder.
—Eso parece... —dejó caer por fin, en un tono poco afable.
Y aunque los dos hombres aún no se habían visto, ya sabían mucho el uno del otro. El primero tenía un leve acento inglés, muy leve, como los ingleses que han vivido durante largos años en París o en la Costa Azul. Había en él cierta reserva que no carecía de distinción.
—Yo también espero al capitán —siguió diciendo—. Mayor Owen...
Comprendió que el otro hacía esfuerzos por verle la cara. Su compañero había hablado con voz monótona, un poco sorda, un poco hostil, como alguien acostumbrado a mantenerse a la defensiva.
Además, en vez de corresponder a aquella presentación presentándose a su vez, dio media vuelta y echó a andar de nuevo de un lado a otro.
Diez, veinte veces volvió la cabeza hacia la ciudad. La manera de andar delataba su nerviosismo. Como ya había hecho cuando un taxi le dejó en el embarcadero, se asomó para hablar con el hombre de la motora.
—¿Estás seguro de que no puedes llevarme a bordo?
—Sí, señor.
—¿Y tampoco puedo ir en otra lancha?
—Si encuentra alguna...
El capitán había bajado a tierra; estaría probablemente en las oficinas del puerto. ¿Había ido hasta la ciudad para tomar una copa con los amigos?
El hombre se alejó hacia un lugar de los muelles donde se oían voces. Andaba prudentemente, como si tanteara las sombras antes de aventurarse entre ellas, quedándose de vez en cuando inmóvil para escuchar.
—¡Ese tiene prisa! — suspiró el marinero, tendiéndose sobre la cubierta.
Aunque era de noche, hacía mucho calor. A bordo del paquebote que tenía más portillas y que no tardaría en meterse en el canal, se bailaba. A pesar del estrépito de las grúas, a veces llegaba hasta tierra una sorda ráfaga de música.
En Panamá también se bailaba, en todos los cabarets, y en Colón, al otro extremo del canal.
A bordo del Aramis algunos pasajeros ya se habían acostado, con la puerta abierta tapada por una cortina que se hinchaba por el aire de los ventiladores eléctricos; otros jugaban a las cartas esperando que levasen anclas.
Unos remos agitaron el agua. El hombre con prisa había debido de encontrar una lancha, que se deslizaba lentamente y sin luz hacia el Aramis.
Y unos instantes después se oyeron unos pasos rápidos que se acercaban; se adivinó la silueta blanca del capitán, que llevaba una cartera bajo el brazo.
—Nos vamos, mayor Owen...
Miró a su alrededor, se inclinó hacia la embarcación.
—¿Dónde está el otro?
—Ha hecho que un bote indígena le llevara a bordo...
Bajaron por la escalerilla de hierro uno tras otro. El marinero desatracó la lancha con ayuda del bichero. El motor ronroneó. Y mientras una estela blanca y luminosa se dibujaba en el terciopelo oscuro del agua, el Aramis poco a poco iba convirtiéndose en una realidad. Primero fue un barquito como dibujado por un niño, un barquito muy sencillo de línea, con su única chimenea, que parecía de juguete.
Luego se distinguió la palidez de los mástiles y de los obenques; finalmente, los hombres que se acodaban en el empalletado.
Los baúles que llenaban la lancha fueron izados con la ayuda de un aparejo. El intendente de a bordo, en la parte superior de la escalerilla, esperaba al mayor Owen.
—¿Ha podido encontrarme un buen camarote?
—Tendrá usted el mejor, el número uno. Si quiere seguirme...
Aún no se conocían. Nadie se conoce nunca al comienzo de una travesía. En cambio los demás pasajeros se conocían, porque hacía veintidós días que habían salido juntos de Marsella.
Cuando salieron de allí era invierno, febrero y sus fríos chaparrones, y durante cuatro días el barquito se había abierto paso penosamente por entre el oleaje gris. Los hombres, para salir a respirar a cubierta, se ponían abrigos, con las manos metidas en los bolsillos.
Los oficiales, la tripulación, los habituales de la línea, ya sabían en qué momento exacto iba a terminar todo aquello. Y ello sucedió cuando debía suceder, cuando estaban a la altura de las Azores. En la mañana del quinto día los pasajeros se despertaron en medio de una calma irreal, sin el golpeteo rítmico de las olas en el casco, sin el choque de las máquinas ante el embate del mar, sin los crujidos de los tabiques sacudidos por el balanceo y las cabezadas del barco.
Hubiérase dicho que el barquito se había inmovilizado en el espacio, en un mundo de paz y de silencio, y desde la cubierta se descubría ahora una extensión de un azul centelleante, todavía un poco pálido, en la que se confundían el cielo y el mar.
Algunos pasajeros pudieron divisar con prismáticos las laderas verdes de las islas. Y dos días después ya hacían su aparición los vestidos blancos y los trajes de hilo.
Porque como era un viejo barco, el Aramis trazaba lentamente en el océano su surco, que no tardaba en borrarse.
Se enteraban del nombre del señor delgado y ceñudo que ocupaba el camarote oficial, al lado del salón de primera: el señor Frère, inspector de las colonias, que iba a hacer un recorrido por las posesiones francesas del Pacífico.
Las partidas de bridge entre los Justin y los Lousteau se convertían en un rito, como también los aperitivos del mediodía y de la noche. Ya se conocía al capitán por su nombre, así como las particularidades de cada oficial.
En la escala de Pointe—à—Pitre todo el mundo coincidió en el salón de baile Doudou, incluso el misionero de la segunda clase.
Al llegar a Cristóbal un paquebote sueco precedía al Aramis, y en todas partes se encontraban con suecos, en las calles y en los bares, en los bazares y en los cabarets.
Ahora el carguero mixto había cruzado el canal, en buena parte de noche. De vez en cuando, uno de los jugadores de bridge que hacía el muerto, subía a cubierta, escrutaba la oscuridad y volvía para anunciar:
—Tercera esclusa...
Cuarta... Quinta...
Casi todos eran habituales y ya no se molestaban en contemplar las esclusas gigantes.
—¿Nos quedaremos mucho tiempo en Panamá? — Suelen fondear en la bahía... Si no tienen que cargar mercancías... El capitán no lo prevé... Anclaron en la bahía.
Pero subieron a bordo dos nuevos pasajeros. Alguien fue a dar la noticia al salón. Era un salón minúsculo, con sólo seis mesas de juego y unos cuantos sillones, y una especie de ventanilla que se cerraba con un postigo y que servía de bar.
—¿Quién es, señor Jamblan?
El barco no era suficientemente importante como para llevar mucho personal, y el señor Jamblan desempeñaba a la vez las funciones de maître y de superintendente de a bordo.
—Un mayor inglés que se llama Philip Owen y un francés que vive en Panamá desde hace tiempo.
—Apostaría que le han dado el camarote número uno al inglés.
Todo el mundo había pedido este camarote, porque estaba orientado hacia delante y formaba el ángulo de babor, del lado opuesto al sol.
El señor Jamblan se disculpaba.
—No antes de Panamá, señor Justin... Tenemos instrucciones de reservarlo, en la medida en que sea posible, por si un personaje importante sube a bordo en Panamá.
¿Acaso el señor Justin, administrador de las colonias desde hacía veinte años, que efectuaba su octavo viaje en aquella línea, y que iba hasta el final, hasta Port—Vila, en las Nuevas Hébridas, no era un personaje importante? Sin la presencia a bordo —y ello era una gran casualidad— del inspector de las colonias, hubiera tenido derecho a compartir la mesa del capitán.
Fue la señora Justin quien fue a cerciorarse de que daban el famoso camarote número uno al inglés.
—Es un hombre de cierta edad —volvió para anunciar—. Tiene un aire distinguido.
Las puertas estaban abiertas, arrastraban los baúles por la alfombra roja; el otro pasajero tenía el camarote número seis, a la derecha de la escalera, uno de los dos que no daban a la parte de delante y que eran tórridos.
—¿Quién es, capitán?
El capitán esbozó un gesto vago, como para indicar que el hombre no valía gran cosa.
—¿Nouméa?
—Tahití.
—¿Y el inglés?
—Tahití.
Mejor. Después de Tahití —aún quedarían once días de navegación para los Justin y algunos más— el camarote número uno quedaría libre. Además, para aquel entonces, a bordo quedaban ya siempre sólo unos diez pasajeros, y empezaba la buena vida.
El barman sabía lo que había que servir a cada uno. No tenían más que hacer una señal. Era la última ronda. Se oía girar el ancla.
—¿Un último trick?
Lo jugaron mientras el barco, ya libre, oscilaba antes de enfilar su rumbo. El francés entró en el salón y se dirigió directamente hacia el bar.
—Un coñac doble.
A manera de saludo, se había rozado la sien con la punta de los dedos, y ahora observaba al grupito bebiendo su coñac. Dos veces salió para asegurarse de que el Aramis se alejaba del puerto. Dos veces se hizo llenar nuevamente la copa, y si llegó a seguir la partida de cartas, no dirigió la palabra a nadie.
En cuanto al mayor Owen, le vieron cruzar por cubierta, pero no entró inmediatamente en el salón. Se había entrevisto una silueta un poco maciza, de una notable distinción, un traje cruzado de seda blanca, cabellos plateados que coronaban una cara rojiza.
Era en cierto modo como en la escuela, cuando llegan unos alumnos nuevos ya con el curso empezado. Se espiaban unos a otros; unos y otros también adoptaban un aire desenvuelto, sobre todo los nuevos, que se sentían juzgados sin indulgencia.
—¿Y el americano, señor Jamblan?
—Duerme.
Era otro de los nuevos, un poco menos nuevo que los dos últimos, porque había embarcado la víspera en Cristóbal, en el otro extremo del canal. Más exactamente, le habían embarcado, como un bulto, porque estaba tan borracho que no podía tenerse en pie. Lo habían transportado literalmente a su camarote, el cinco, que estaba al otro lado de la escalera, y era simétrico al del francés.
Desde entonces no se le había vuelto a ver, excepto el señor Jamblan, quien había entrado varias veces en su camarote, y siempre lo había encontrado dormido.
El capitán estaba arriba, cerca del rígido timonel. En la cubierta de las embarcaciones, con la puerta de su cabina siempre abierta, el telegrafista, en mangas de camisa, maniobraba con sus aparatos.
A un nivel más bajo que la primera clase, en la cubierta de proa, varios pasajeros de la segunda tomaban el fresco, a pesar de la hora, andando a pasos cortos, como en una plazuela, porque vivían en grupos de seis u ocho en camarotes en los que reinaba un calor sofocante.
El Aramis había salido de Marsella veintidós días atrás; dentro de dieciocho días iba a llegar a Tahití; y once días más tarde, alcanzaría su lugar de destino, las Nuevas Hébridas. Allí daría media vuelta y repetiría la misma ruta en sentido contrario, por sexagésima vez, porque era su sexagésimo viaje.
Cada vez había uno o varios administradores coloniales en primera clase, gendarmes, maestros, uno o dos misioneros en segunda. Cada vez había al menos un inglés o un norteamericano, un pasajero o una pasajera susceptibles de despertar la curiosidad y de alimentar las conversaciones. El camarote número uno era codiciado una y otra vez, y daba lugar, si no a incidentes, al menos a malos humores.
El señor Jamblan, ahora tan querido, ¿acaso no sabía que dentro de siete u ocho días, cuando las provisiones de víveres frescos se hubieran agotado, y, a falta de escalas, ya no fuera posible renovarlas, empezarían a quejarse de la comida?
¡Cuántos pasajeros —sobre todo pasajeras— que ahora se llevaban tan bien entre sí, acabarían detestándose y resultaría difícil reunir a cuatro personas para jugar al bridge!
El barco, poco a poco, volvía a su ambiente normal. Los jugadores charlaban un rato más, tomando la última copa, y el barman bostezaba esperando el momento de poder acostarse.
En cubierta el mayor Owen y el francés de Panamá se cruzaron varias veces y se examinaron sin dirigirse la palabra.
¿Es que cada uno de los dos sabía lo que pensaba el otro? Lo parecía. Se medían con las mismas agudas miradas de hombres que conocen a los hombres.
En el tabique, a la derecha de la escalera, había una pizarra en la que el señor Jamblan tenía al día la lista de los pasajeros.
Allí coincidieron ambos hombres, viniendo de los extremos opuestos, cuando el maître se hubo alejado.
Ninguno de los dos se apartó, se quedaron de pie el uno al lado del otro. Para leer, el inglés se puso unas gafas con montura de concha.
«Alfred Mougins, de Panamá...»
En aquel mismo instante su compañero leía: «Mayor Philip Owen, de Londres...».
Cuando volvieron a mirarse, Mougins fruncía levemente los labios en algo parecido a una sonrisa, pero sin benevolencia.
«¡Vaya!», parecía decir irónicamente.
¿Y acaso el mayor, de una sola ojeada, no acababa de saber más acerca del hombre de Panamá?
Había a bordo un alto funcionario al que esperaban angustiadamente en todos los archipiélagos que dependían de Francia, porque su misión era comprobar las cuentas, y cien carreras dependerían de su informe.
Se hallaban en primera clase un administrador de las colonias y un importante negociante de Nouméa, dos señoras, una joven y una vieja, que parecían hacer un viaje de recreo; en segunda clase, un maestro, dos maestras, un cura, tres gendarmes y un danés que iba a probar suerte en las islas.
Estaban los oficiales y la tripulación. El telegrafista que, desde su cabina en la cubierta superior, volvía a encontrar, gracias a sus antenas, barcos amigos, telegrafistas con los que intercambiaba mensajes. Así, durante la primera parte de la travesía había jugado algunas partidas de ajedrez con el compañero de un barco que hacía la misma ruta, a unas cincuenta millas más al sur.
Y finalmente había dos hombres más: un inglés y un francés.
Mañana —era tradicional— se instalaría en la cubierta de popa una piscina improvisada, hecha con unas barras y una lona, aproximadamente, tres metros por tres, con el agua sacada directamente del mar, en la que todo el mundo iría a remojarse.
Luego —cinco días después—, las Galápagos, divisables a lo lejos, por el costado del babor. Verían peces voladores... El paso del Ecuador...
Y en el mapa, cerca del salón de primera clase, las cifras apuntadas cada día al mediodía, inmediatamente después de la posición del barco: 235... 241... 260 millas.
Y el tifón que seguía haciendo estragos en algún lugar, y que nunca se veía.
—Apenas nos ha rozado la cola...
Desde hacía veinticuatro años, el Aramis se veía invariablemente afectado por la cola de los tifones.
Una luz blanca en la punta de un palo, centelleante como un planeta, dos luces más débiles, una verde y una roja, y luego las portillas color de luna roja que se iban apagando unas tras otras, millones de estrellas en un cielo muy alto; detrás, la costa, donde se cruzaban faros, de los que pronto no se vería más que un halo.
Abajo, negros desnudos embarcados en la Martinica se agitaban ante las fauces rojas de las calderas, y no veían la negrura del cielo más que en el fondo de una chimenea, a través de una reja. El jefe de los mecánicos, tendido en su litera, escuchaba la radio: una voz que venía de París, donde ya eran las diez de la mañana.
Unas mujeres movían los labios mientras dormían, unos hombres roncaban, las cortinas de todos los camarotes se hinchaban, y detrás de la suya Alfred Mougins se desnudaba sonriéndose ligeramente ante el espejo.
El mayor Owen se había quedado el último en cubierta. Tenía costumbre de viajar en barcos, y cada vez que embarcaba recorría su dominio provisional lenta, metódicamente, como si tomara posesión de un nuevo piso.
Al asomarse a la barandilla, veía la cubierta de la segunda clase, donde ahora no había más que una pareja abrazada en medio de las sombras. A pesar de todo, al día siguiente la reconocería, porque la mujer era pelirroja, con el cabello de un rojo intenso.
Subió un poco más, a la cubierta de las embarcaciones. A la débil luz del cuarto de guardia se adivinaban las dos manos del timonel, inmóviles sobre la rueda del timón, y las portillas del capitán estaban a oscuras.
El telegrafista, solo, seguía sentado en su cabina, con el casco de los auriculares en la cabeza, y su puerta abierta dibujaba un rectángulo de luz violenta en la que la crepitación del morse dejaba escapar ponía como cantos de grillos.
El oficial vio pasar a Owen y le deseó buenas noches. El inglés continuó andando un poco más, completamente solo, en medio de la sombra, y luego, al encontrar en un rincón una tumbona, se instaló en ella y encendió un cigarro.
El ronroneo de la máquina, un leve chapoteo, un roce sedoso del lado de la roda, los grillos del morse, eso era todo lo que se oía ahora bajo las estrellas, entre las cuales se balanceaba a un ritmo lento y suave la estrella más brillante de la punta del palo.
El rectángulo luminoso se apagó a su vez cuando el telegrafista se acostó, dejando su puerta abierta.
Los minutos, las horas debían de pasar, pero el tiempo era tan fluido que no se tenía conciencia de él. La ceniza blanca del cigarro se alargaba. Cientos de otros barcos gravitaban así en la noche de los océanos, con su cargamento de seres humanos que iban a alguna parte donde les llamaba su destino.
A veces Owen cerraba los ojos, a veces los abría sólo a medias, y una vez sus párpados se despegaban así, se hacía más inmóvil, olvidándose de fumar su cigarro.
Algo se había movido a su derecha. Algo volvía a agitarse a menos de tres metros de distancia, y era tan insensible, tan inesperado, que tardó mucho en darse cuenta de que era la lona de uno de los botes lo que se levantaba. Había seis botes en la cubierta, todos colgados del pescante, sin contar la gran ballenera. Cada uno de ellos estaba recubierto por una gruesa tela gris que formaba una especie de tienda.
Una de las lonas se agitó, se dibujó un vacío entre ella y la regala, y hubiera podido pensarse en la presencia de algún animal de no distinguirse unos dedos humanos.
La inmovilidad de Owen se hizo total, y la lona seguía moviéndose; ahora la separación era de varios centímetros; sin duda, detrás había una cara, unos ojos ansiosos.
Desde el bote podía ser visto. Tuvo la intuición de que acababan de descubrirle, porque la lona dejó de moverse. No volvió a cerrarse enseguida. Sólo después de largos minutos empezó a descender insensiblemente hasta cerrarse del todo.
Había alguien en el bote, alguien que le había visto, alguien que tenía miedo. Y como él también sabía lo que era el miedo, y como no quería infligirlo a otro, poco faltaba para que contuviera la respiración. Su cigarro, que estaba apagándose, tenía otro sabor, se hacía más amargo. Tenía ganas de rascarse la pierna y no se atrevía.
¿Volvería a moverse la lona?
¿Qué podía hacer para tranquilizar al hombre que se ocultaba allí?
La puerta de la cabina del telegrafista seguía abierta. No había que hacer ruido.
Permaneció largo rato inmóvil, con la mirada fija en el mismo punto. Luego se puso a silbar muy quedamente. Le pareció que al otro iba a tranquilizarle oírle. Había elegido una tonada sencilla y tierna. Se levantó, se acercó al bote y se apoyó ligeramente en él.
Entonces balbuceó muy aprisa, en voz muy baja:
—No tenga miedo...
Un segundo de reflexión. ¿Quién sabe si el desconocido comprendía el francés? Repitió su frase en inglés, luego en español, volvió a silbar de nuevo y se alejó con pasos normales, tranquilizadores, hasta llegar por fin a la escalera de hierro.
O sea que, además de su cargamento normal, el Aramis llevaba a un desconocido hacia los mares del Sur. El bar, el salón, estaban cerrados. En las escaleras y en las crujías sólo había dos lámparas nocturnas, y en la negrura de los camarotes aquellas cortinas que se hinchaban, siempre aquella agitación debida a los ventiladores.
Sólo en un camarote había luz, en el de Alfred Mougins, y por los ruidos podía deducirse que éste estaba ocupado en guardar el contenido de sus baúles.
Apartó su cortina para ver quién pasaba, reconoció al inglés.
—Buenas noches —dijo éste.
Se le correspondió con una mirada dura, y luego, como una concesión, con un irónico:
—¡Buenas noches!
¿Seguían abrazándose aquellos enamorados en la parte de proa? ¿Se atrevía por fin el hombre de la lancha a levantar la lona para respirar un poco el aire de la noche?
Owen, a medio desvestir, se miraba en el espejo, se palpaba las mejillas blandas, llenas de barrillos, el mentón macizo, se detenía en las ojeras que subrayaban unos ojos claros, unos ojos como de niño, y suspiraba iniciando sus operaciones de aseo.
Cuando su luz se apagó, Alfred Mougins también se había acostado ya, y en un camarote vecino, una mujer, tal vez la señora Justin, tal vez la señora Lousteau —a menos que no fuese la tía o la sobrina— pronunciaba en medio de su sueño palabras ininteligibles.
2
La primera mañana después de salir de Panamá hubo un incidente. Tuvo lugar alrededor de las diez.
A las seis, Owen se despertó por primera vez cuando los marineros limpiaban la cubierta bajo sus portillas. En aquellos momentos el aire, la luz, eran tales que había saltado de la cama. El Aramis, sin más ruido que un zumbido que se acababa por no oír, que el roce del agua en la roda, continuaba su ruta con una tranquila obstinación de insecto, en un universo azul y oro, recién lavado, nacarado, irisado, que parecía una concha gigantesca.
Unos marineros, en el castillo de proa, también baldeaban la cubierta, y cerca del cabrestante, el misionero, alto y delgado, barbudo —era pelirrojo, con la barba muy larga—, aprovechando que los pasajeros dormían aún, hacía flexiones con pantalón corto.
Owen volvió a acostarse, se durmió de nuevo, se despertó varias veces más; a decir verdad, su sueño fue más bien un duermevela en el que la realidad y el sueño terminaban por confundirse. Por ejemplo, tenía la impresión de ver desde el exterior, desde muy lejos y a gran altura, el barquito negro y blanco que se abría camino a través de la soledad del océano. Estaba conmovido. Era la primera vez que viajaba en un barco tan pequeño, tan modesto, a bordo del cual la vida tenía algo de familiar.
Debían de ser alrededor de las ocho cuando las dos mujeres, la tía y la sobrina, que eran sus vecinas inmediatas, empezaron a discutir detrás del tabique. Aunque no entendía las palabras, tuvo la impresión clarísima de que era la joven quien levantaba el tono y chillaba a su tía. Una de ellas aún debía de estar acostada. La otra iba y venía. Llamó al camarero, sin duda para pedir el desayuno.
Se oyeron otros timbres, idas y venidas que el inglés tardó bastante en reconocer. Por eso se levantó por segunda vez y fue a mirar a la puerta.
Entonces apreció el privilegio de ocupar el camarote número uno, el único, además del camarote, oficial del señor Frère, que tenía cuarto de baño. Los otros pasajeros de primera clase se veían obligados a ir por turnos a un cuarto de baño que se encontraba exactamente al lado de Alfred Mougins, bajo la escalera.
Los hombres circulaban en pijama, con el pelo revuelto, dirigían una ojeada hacia fuera, fumaban un cigarrillo yendo y viniendo por la cubierta. También se veía a mujeres en bata. La señora Justin, que tenía cincuenta años y era muy morena, de cabeza pequeña, estrecha de hombros pero culona, había comprado, sin duda en Colón, en alguna tienda china o en un bazar, un quimono oriental de seda amarilla con un enorme sol bordado en la espalda.
—Pasen ustedes... Yo no tengo prisa... Tengo que plancharme un vestido.
En resumen, cada una se ocupaba de sus cosas, ocultando los bigudíes bajo un pañuelo.
A las nueve, en la cubierta de la segunda clase, en la parte de proa, ya había quien jugaba al tejo.
La voz del señor Lousteau, el negociante de Nouméa:
—Claro, Justin, ya están montando la piscina. Dicen que nos podremos bañar a partir de las once.
Owen llamó al camarero, pidió unos huevos con tocino, y necesitó cerca de una hora para arreglarse, operación a la que procedía con una minuciosidad de coqueta. De modo que cuando a las diez se produjo el incidente, estaba impecable, con las mejillas tan bien afeitadas que la piel parecía tan lisa como una piel de mujer, los cabellos relucientes, el cuerpo cómodo en un traje de buen hilo blanco de perfecto corte.
Todo empezó por un timbrazo persistente. En uno de los camarotes alguien llamaba sin cesar, rabiosamente, y el camarero, que estaba abajo, en las cocinas, llegó corriendo, llamó a la puerta del americano y entró.
Cuando salió, después de recibir una oleada de insultos ininteligibles, fue a hablar con el señor Jamblan, que precisamente se encontraba en la escalera.
Después de lo cual hubo un breve respiro. El camarero era un pequeño anamita siempre sonriente al que llamaban Li. Volvió con una bandeja, llamó, entró en el camarote y cerró la puerta tras él; al cabo de unos instantes se oyó ruido de porcelana rota, y el camarero salió precipitadamente limpiándose la chaqueta blanca.
Fue entonces cuando Philip Owen, como los demás pasajeros, salió de su camarote. Lo que había sucedido antes lo reconstruyó luego. La señora Justin estaba allí, todavía en quimono; Alfred Mougins se acercó también viniendo de cubierta, y otros surgieron sucesivamente.
El señor Jamblan sin duda hubiera preferido evitar un escándalo, pero el anamita, sin preocuparse por la presencia de los pasajeros, explicó con voz aguda lo que acababa de suceder.
Había llevado una taza de café solo al americano —se llamaba Wilton C. Wiggins—, y se había inclinado amablemente hacia él, todavía acostado, para ponérsela a su alcance.
El otro, furioso al ver el café, había volcado la bandeja con un ademán de rabia, y después, recogiendo la taza y la cafetera de porcelana, las había arrojado con todas sus fuerzas en dirección al camarero. La taza se había roto en la mano de éste, que tenía un corte en el dedo índice.
Alfred Mougins escuchó con las cejas fruncidas. Luego, lentamente, con calma, como un hombre que estuviese acostumbrado a las peleas, se dirigió hacia la puerta, que había quedado entreabierta, diciendo:
—Voy a enseñarle buenos modales a ese salvaje...
El señor Jamblan se interpuso.
—Déjelo, señor Mougins... Es mejor que sea el capitán quien se ocupe de él...
De golpe el incidente adquiría proporciones cómicas; casi se convertía, porque el borracho era norteamericano, en una cuestión patriótica.
—Esos tipos creen que pueden permitírselo todo...
—Señor Mougins, por favor...
—Voy a romperle la cara.
Las mujeres, que adoptaban un aire de susto, eran las más excitadas.
—Mire, precisamente ahí viene el capitán.
En efecto, el capitán Magre, que había oído ruido, bajaba por la escalera.
—¿Qué pasa, Jamblan?
—El cinco ha llamado para pedir una botella de whisky... Por orden mía le han llevado un café, y entonces...
El capitán entró y cerró la puerta tras él. En el fondo, la mayoría de los que estaban allí deseaban volver a oír un estruendo. Pero sólo se oía un zumbido de voces. Aquello duró bastante. El capitán salió, buscó a alguien con los ojos, vio a Owen y se lo llevó hasta cubierta.
—¿Puedo pedirle que hable con él? Yo no consigo comprender su inglés, y él tampoco entiende el mío.
Así fue como Philip Owen, ya el primer día de la travesía, desempeñó a bordo del Aramis un papel casi oficial.
Cuando a su vez salió del camarote, tropezó con la mirada irónica de Alfred, que fumaba un cigarrillo en cubierta. Subió directamente a la pasarela superior, donde se abrió una puerta.
—Adelante —invitó el capitán, haciendo los honores de su saloncito.
Era un lugar muy coquetón, con muchas acuarelas en los tabiques, obras del capitán, que pintaba en sus horas de ocio. Como ante él sólo tenía el mar, copiaba pacientemente tarjetas postales, flores, gitanas, paisajes nevados, puestas de sol en la montaña.
—¿Un cigarro?
—Gracias... Creo que lo mejor que puede hacerse es llevarle la botella que pide... Me lo ha explicado todo casi con calma, cuando ha visto que le entendía. Es un contratista importante de Nueva Orleans. Eso le coge más o menos una vez al año.
Cuando hablaba, Owen lucía una suave sonrisa, muy benévola, que era el mayor de sus atractivos. Sin hacer grandes ademanes, movía sin embargo las manos, que eran blancas y carnosas, de líneas delicadas.
—No sé si ha navegado usted por Malasia, capitán... Entonces sabrá qué es lo que los indígenas de aquellas tierras llaman amok. Un hombre que hasta entonces ha sido tranquilo y modesto, de pronto cae en trance, se arma de un kris y se precipita fuera de su casa, y va por ahí con la mirada fija y la boca llena de baba, matando todo lo que encuentra a su paso. Pues bien, Wilton C. Wiggins es una especie de amok, aunque menos peligroso. He conocido a otros como él, y no todos eran americanos.
Jugaba negligentemente con su cigarro, del que ascendía un delgado hilillo de humo azul. Al mismo tiempo observaba al capitán, a quien ya creía haber calado. Un buen hombre, desde luego, cuyo sueño era presidir, no los destinos de un pequeño barco de funcionarios como el Aramis, sino los de un suntuoso transatlántico. Era un hombre que se observaba a sí mismo, que calculaba sus movimientos, que a veces miraba de reojo hacia el espejo para cerciorarse de que efectivamente se parecía a la imagen que se hacía de sí mismo. Debía de admirar la soltura de Owen, y acaso, inmediatamente después, una vez solo, trataría de copiar los ademanes de éste.
—Como suele decirse, se corre una juerga. Se va de su casa, se pone a beber, embarca para un país cualquiera, y continúa bebiendo durante diez, veinte días, desde la noche hasta que amanece. Hasta que un día, de pronto, se despierta con muchas ganas de volver a su casa, a su familia, a su existencia bien ordenada. Si le niega el whisky hará un estropicio. Si le da lo que pide, no me extrañaría que ni siquiera saliese de su camarote.
Con lo cual el capitán llamó al camarero y le dio la orden de que llevase a aquel pasajero la botella de whisky que le había pedido.
Luego los dos hombres siguieron conversando un poco más. El capitán Magre, sonrojándose, le enseñó sus acuarelas, así como la fotografía de su hija, que estudiaba canto en Burdeos.
—¿Es la primera vez que va a Tahití, mayor Owen? ¿Piensa quedarse allí mucho tiempo? Ojalá no se lleve una decepción. Es algo muy distinto de lo que uno espera encontrar. No por el decorado, que es único en el mundo, ni por el clima, que es perfecto. Pero la gente, su manera de vivir, las relaciones de las personas entre sí... Ya verá.
Añadió, traicionando en cierto modo a los suyos:
—A bordo ya puede hacerse cierta idea de lo que le espera allí...
Lo cual significaba:
«Nos comprendemos, ¿verdad? Usted y yo pertenecemos a otro mundo. Esos pequeños funcionarios, esos comerciantes, son buena gente, pero desde luego carecen de verdadera educación...».
Hablaron de lugares que uno y otro conocían o, mejor dicho, el capitán fue quien habló de ellos, de Génova, de Nápoles, de Port Said, de Colombo, de Saigón...
—Suba a verme cuando quiera, sin cumplidos. Si le gusta el coñac, aún tengo dos o tres viejas botellas que vienen directamente de la finca... Porque soy de la Charente, por mi mujer...
En el almuerzo el mayor se encontró sentado a su mesa, en compañía del inspector de las colonias, el señor Frère. Y durante toda la comida sintió clavada en él la mirada a la vez dura e irónica de Alfred. Alfred Mougins comía en compañía del segundo oficial, y la silla vacía hubiera tenido que ocuparla el americano, que seguía sin salir de su camarote.
Hacia las cuatro, cuando Owen entró en el salón, los Justin y los Lousteau jugaban al bridge. Siguió maquinalmente la partida, y la señora Lousteau le propuso amablemente:
—¿No quiere ocupar mi lugar, mayor? De veras, yo estaría encantada. ¡Juego tan mal! Mi marido no deja de mirarme con malos ojos. Preferiría hacer calceta en un sillón.
El le dio las gracias, excusándose.
—¿No sabe jugar al bridge?
Vaciló, con una extraña sonrisa en los labios.
—No... Muy poco... Es usted muy amable.
¿Por qué Alfred, que también seguía la partida, sin tió la necesidad de echarse a reír con una risa silenciosa?
La vida seguía su curso cotidiano. Hacia las cinco algunos decidieron aprovechar la piscina instalada en la cubierta de popa, y se oyeron alegres gritos. Luego vino el aperitivo. Los hombres fueron a ponerse una chaqueta, una corbata, porque nadie se vestía de esmoquin.
En su camarote, después de cenar, Owen redactó una notita.
«No tenga miedo. Sólo quiero ayudarle. Si necesita algo, esta noche estaré cerca del bote. Basta con que levante la lona cuando me oiga toser. Si quiere puede hablarme o pasarme una nota. Cuidado con el telegrafista, que siempre tiene abierta la cabina.»
Había tenido tiempo de recorrer el barco en todas direcciones. Había visto a la muchacha pelirroja de la noche cuando se bañaba en la piscina. Era entrada en carnes, de piel lechosa, con muchas pecas; sonreía sin cesar con sus labios rojos y carnosos, descubría continuamente al reír unos dientes de deslumbrante blancura, mientras su abundante pecho parecía hincharse de vida.
Su compañero nocturno, que la abrazaba entre las sombras de la cubierta, ¿era aquel joven flaco, de frente abombada y cabellos cortados a cepillo? «Sería una lástima», pensó Owen mirándole, piel blanquecina y un poco patizambo, con el bañador negro demasiado grande para él, flotando alrededor de sus muslos.
El telegrafista era rubio, muy joven, apenas veintidós años; raras veces se le veía fuera de su cabina, sólo aparecía por cubierta para dar a grandes zancadas un paseo higiénico que prefería efectuar cuando los pasajeros estaban sentados a la mesa.
Después de la cena se reanudó la partida de bridge, en la que Alfred Mougins sustituyó a la señora Lousteau. El señor Frère, en un rincón, estudiaba unos documentos administrativos y tomaba notas.
Hacia las doce, Owen se creyó solo en cubierta, pero no tardó en ver a Alfred acodado en la batayola a pocos pasos de distancia. Entonces, para librarse de él se refugió en su camarote. Por fin, hacia la una de la madrugada, pudo acercarse a las embarcaciones y deslizar dentro del bote el papel que había escrito, junto con un lápiz y un bloc de notas. Se le había ocurrido la idea de añadir un paquete de cigarrillos, pero ¿acaso el polizón no se delataría al fumar?
Aquella noche no pasó nada. Claro que el telegrafista no tardó en salir a tomar el fresco.
El día siguiente se pareció al anterior, y así iba a suceder todos los días; así vivían también los demás desde el comienzo de la travesía; la gente, sin darse cuenta, hacía lo mismo a las mismas horas.
Por ejemplo, unos minutos antes de las once podía verse al señor Justin pasear por cubierta, mirar de vez en cuando hacia la escalera y entrar una o dos veces en el salón. Alfred no tardó en hacer lo mismo, y Owen se acostumbró a estar también a aquella hora por aquellos mismos lugares, esperando a que se abriera el bar. Bob, el barman, acababa por aparecer, saludaba a todos, se metía en su cuchitril y levantaba el postigo.
Un pernod, invariablemente, para el señor Justin, cuyo bigotito castaño olía a anís durante todo el día. Un picon para Alfred, que bebía cuatro o cinco antes del almuerzo. Whisky para Owen.
—Sin hielo, ¿verdad? — preguntaba ritualmente Bob.
Se oían cuchicheos —sobre todo entre las mujeres— acerca del número de botellas que el americano se hacía llevar a su camarote.
—Casi puede decirse que no come nada. Apenas se levanta de la cama. Ayer, en todo el día, sólo comió un arenque escabechado.
Seguían observándose unos a otros. Cien veces al día Owen tropezaba con la mirada de Alfred clavada en él, y el hombre de Panamá no desviaba los ojos.
—No me gusta mucho tener a gente como él a bordo —le había confiado el capitán, que se apresuraba a abrir la puerta de su salón cuando veía al inglés—. Entre Marsella y Panamá nos pasa a menudo. Con frecuencia también acompañados de mujeres. Algunos hacen este viaje todos los años para ir a componerse el hígado en Vichy. Raras veces se aventuran por el Pacífico, por esta parte de la línea. ¿Qué se les ha perdido en las islas, donde enseguida se les ve? De todas formas, no son peligrosos.
¡La inefable sonrisa del señor Owen!
—Son bastante numerosos en Colón y en Panamá, más de una veintena, entre los cuales se cuentan al menos cinco fugados del presidio. Forman una especie de gang, como dicen los americanos. Manejan grandes negocios. Son ricos. Viven como buenos burgueses. Mire, si vuelve a pasar por Panamá le daré las señas de un café donde podrá encontrarles todos los días a la hora en que juegan a la belote.
»De vez en cuando arreglan cuentas entre sí, y encuentran a uno, que era demasiado glotón o que no se portaba del todo bien con los demás, con un cuchillo en la espalda o una bala en la cabeza...
»Fíjese en la manera como embarcó ese Mougins... Me informé en nuestra agencia de Panamá. La mañana del día en que zarpábamos aún no había reservado su pasaje. O sea que no estaba seguro de irse, o prefería que no se supiera...
»¿Comprende lo que quiero decir? En el último momento telefoneó para preguntar si podía subir a bordo apenas el barco atracase...
—Ya le vi —dijo Owen—. Estaba nervioso.
—Suponga que haya hecho una jugada a los otros, y que hayan jurado liquidarlo. En Francia o en cualquier otro lugar, sabe que acabarán por echarle el guante. En cambio, en las islas, donde sólo pasa un barco cada seis semanas, gana un tiempo precioso. Me gustaría saber qué es lo que contiene su baúl verde, ese que no es mayor que un baúl corriente, pero que apenas pueden transportarlo dos hombres.
Así pasaban las horas. Y volvía a ser de noche, la oscuridad sobre el océano, las estrellas, la estrella más brillante que se balanceaba en la punta del palo, la puerta abierta y el rectángulo luminoso de la cabina del telegrafista.
Owen desplegó su tumbona junto al bote. Sólo cuando el telegrafista apagó la luz, tosió, con la mirada fija en el lugar en el que la primera noche había visto levantarse la lona. Tuvo que esperar varios minutos, volver a toser tres, cuatro veces, antes de advertir un leve ruido que revelaba que seguía habiendo vida en el bote.
En voz muy baja, mordiendo su cigarro, susurró:
—¿Me ha escrito una nota?
Y otra voz, muy cerca de él, se limitó a contestar:
—No.
—¿Necesita algo? ¿Tiene para beber?
—No.
—¿Quiere vino?
—Agua.
—¿Ahora mismo?
—Si es posible...
—¿Tiene comida?
—Sí.
—¿No quiere que le traiga nada?
—Algo de fruta.
Los labios de Owen apenas se movían. Mantenía los ojos fijos en la cabina del telegrafista.
—Le traeré algo para beber y comer todos los días.
—Sí.
—¿Quiere que le suba una almohada?
—Demasiado peligroso.
Pero precisamente porque era peligroso aquello le divertía.
—Tal vez mañana.
—Si puede...
—Espere... Ahora vuelvo.
Bajó a su camarote en busca de la botella de agua fresca. Luego pensó que el camarero la echaría en falta al día siguiente, y fue a buscar la del cuarto de baño común. Había fruta sobre su mesilla, porque a veces comía durante la noche, y se guardó en el bolsillo una manzana y dos plátanos.
—Cuidado... Le doy la botella... Levante la lona. Había esperado divisar la cara del desconocido, pero sólo pudo entrever la mancha lechosa de una mano.
—¿Se la va a beber ahora?
—Preferiría guardármela para todo el día.
—Aquí tiene un poco de fruta. Mañana le traeré más comida. ¿Va a Tahití?
Esta pregunta no obtuvo respuesta.
—¿Ha subido a bordo en Cristóbal?
Tampoco hubo respuesta, pero era evidente que sí, pues el hombre no podía haber permanecido oculto en aquel bote de salvamento desde que salieron de Marsella, o sea, durante veintidós días.
—¿No tiene nada que decirme?
—No. Gracias...
Una voz sorda, como la que se oye a veces en sueños.
—¿No está muy incómodo?
—Estoy bien.
Al día siguiente comenzó a preocuparle una cuestión. Más exactamente, pensó en ella en medio de la noche, y le costó mucho volver a dormirse. Cuando el camarero le llevó sus huevos con tocino, le preguntó:
—¿No hacen maniobras de alarma?
A bordo de todos los barcos, por lo común el segundo día de navegación, se daba la señal de alarma, cada pasajero debía ocupar el lugar que se le había asignado, cerca de los botes, y éstos se retiraban de su sitio habitual para izarse en los aparejos, que los bajaban hasta pocos metros por encima del mar, con el fin de asegurarse de que todo funcionaba correctamente.
—Ya se hizo en el Atlántico, y no suelen repetirlo aquí... Como en Panamá nunca suben más que dos o tres pasajeros nuevos, no valdría la pena...
Owen circulaba mucho, dirigía la palabra a unos y a otros, sobre todo en la segunda clase, donde empezaban a conocerle. El misionero era simpático. Desde hacía dos años vivía en un atolón de las Paumotu, donde era el único blanco, y una goleta le llevaba víveres una vez al año. Regresaba de sus primeras vacaciones en Francia. Y para decidirle a hacer aquel viaje había tenido que morirse su padre, que dejaba una herencia complicada.
En cuanto a la bella joven pelirroja, estaba claro que estaba enamorada del hombre delgado y patizambo, al que dirigía ardientes miradas durante todo el día.
Al quinto día se anunció tierra a lo lejos, a babor. Todo el mundo subió a cubierta para mirar, aunque sólo se veía una línea oscura en el horizonte: estaban dejando atrás las Galápagos.
Se produjo el pequeño misterio de las botellas. Por dos veces Owen había cogido la botella del cuarto de baño común. Las dos veces se había olvidado de pedir la botella de la víspera a su polizón, de manera que Li, intrigado, espiaba a sus pasajeros.
Quizás opinaba también que el mayor Owen adoptaba costumbres curiosas. Por la mañana, en lugar de los huevos con tocino se hacía subir varias lonchas de jamón y huevos duros. Pero cuando Li volvía para recoger la bandeja no había cáscaras de huevo en el plato.
Por la noche el inglés pedía bocadillos. Los servían en el bar, donde le hubiera sido fácil comerlos. Pero los quería en su camarote, de noche, y además con fruta, mucha fruta, sobre todo manzanas.
Porque al polizón le gustaban las manzanas.
Las cosas pasaban siempre del mismo modo. Esperaba a que todo el mundo se hubiera acostado. Alfred Mougins le obligaba a menudo a una larga espera, porque tenía la manía de fumar cigarrillos acodado en la batayola hasta muy avanzada la noche.
Owen se llenaba los bolsillos, ocultaba como podía la botella bajo los faldones de su chaqueta. Esto estuvo a punto de hacer que todo se descubriese, porque la sexta noche tropezó con el capitán en la escalera.
—¿Aún no se ha acostado?
—Voy a tomar el aire arriba.
Y se alejó tan aprisa que cayeron unas gotas de agua sobre los escalones. Por eso al día siguiente se llevó una botella de whisky y un vaso. Lo cual le valió la fama de ir a beber solo, de noche, en la cubierta superior.
El desconocido no se volvía más locuaz con el paso de los días. La mayoría de las veces respondía con monosílabos a todas las preguntas.
—¿Ha estado ya en Tahití?
—No.
—¿Ha pensado en la manera de bajar a tierra?
—No.
—¿Es usted francés?
—Sí.
—Entonces es más fácil... Pero no mucho... He estado hablando con el capitán...
El telegrafista era exasperante. Parecía no dormir nunca más de una hora seguida. De pronto se despertaba, encendía la luz, se sentaba, en pijama, ante sus aparatos, y Owen sospechaba que se dedicaba a escuchar así conversaciones ajenas. No tenía ningún contacto, salvo los estrictamente profesionales, con los demás oficiales. En resumen, era el único a bordo que no participaba en la vida del barco, que se escapaba sin cesar por las ondas, conversando Dios sabe de qué con otros telegrafistas perdidos como él en el espacio.
—Si le descubren a bordo, aunque sea durante la escala, no le dejarán desembarcar, a no ser que tenga cierta cantidad de dinero que le permita vivir en Tahití.
—No tengo dinero.
Owen sonrió. ¡Como si alguien que tuviese dinero aceptase vivir, aunque sólo fuera durante tres días, tendido bajo la lona de un bote de salvamento, en pleno sol de los mares del Sur!
A menudo durante el día pensaba en aquel desconocido. Había horas en las que en cubierta el calor era tan grande que el barco entero parecía vacío, porque todo el mundo estaba echado en su litera, bajo su ventilador, salvo los hombres de las máquinas, abajo, el oficial de guardia y el timonel.
La apetitosa muchacha pelirroja se pasaba al menos dos horas remojándose en la minúscula piscina en la que hacía el muerto, con sus grandes pechos flotando en la superficie.
Y eso casi estuvo a punto de ocasionar un incidente, porque la piscina a ciertas horas estaba reservada a los pasajeros de primera clase, y los otros sólo tenían derecho a bañarse en las peores horas del día, muy temprano por la mañana o a la caída de la tarde.
La pelirroja exageraba, quería remojarse en cualquier momento. La señora Justin se lo hizo observar agriamente al señor Jamblan, quien le prometió que daría los avisos pertinentes.
—Parece ser —explicaba el señor Owen a la lona, porque lo único que podía ver era una lona— que las autoridades de Tahití están hartas de los que en aquellas tierras llaman turistas de plátanos...
Temió haber ofendido a su interlocutor.
—Perdone... Pero es mejor que lo sepa. Llaman de este modo a los que van allí sin dinero, para vivir como indígenas, en una choza a orillas del mar, alimentándose de fruta y de pescado... La mayoría cae enferma al cabo de unos meses, y la Administración tiene que cargar con los gastos. Tiene usted que desembarcar sin que nadie le vea, y luego salir inmediatamente de Papeete y adentrarse en la isla... Una vez allí...
Eran diez mil francos lo que cada pasajero tenía que llevar encima para bajar a tierra, lo suficiente con que pagar su repatriación en caso de necesidad. Ahora bien —y esto era lo que le hacía sonreír—, Owen tampoco los tenía. Aquella misma mañana había vaciado su cartera. Le quedaban exactamente un hermoso billete de banco de cinco libras esterlinas, de papel blanco y sedoso como la piel de la cebolla, ocho billetes de diez dólares, largos, estrechos, gruesos y lisos, así como billetes pequeños franceses y unas cuantas monedas panameñas.
Para él eso carecía de importancia. Enseñaría su pasaporte, se enseñaría a sí mismo, y no le harían ninguna pregunta. ¿Acaso no se había convertido en el amigo casi íntimo del capitán, quien todos los días, hacia las doce, le hacía buscar para que tomasen juntos el aperitivo?
—Lo mejor es que se quede a bordo durante unas horas. El barco suele llegar hacia las dos de la tarde, y no zarpa hasta el día siguiente por la mañana. Yo bajaré a tierra. Me informaré. Volveré para ponerle al corriente con el pretexto de recoger mi equipaje.
—Gracias.
Era un poco desalentador, no sólo ese mutismo, sino la falta de calor que se notaba en el desconocido. Algunas noches la presencia de Owen parecía molestarle.
—No le extrañe si durante el día oye unos golpecitos en la lona. Sepa que soy yo. Le pido que me responda del mismo modo. Eso querrá decir que todo va bien.
Porque se le había ocurrido la idea de que el polizón también podía sucumbir en aquella especie de tórrido ataúd.
Hizo la prueba una, dos veces. Al salir del camarote del capitán, poco después del mediodía, cuando el telegrafista almorzaba, y la cubierta, bajo el sol que caía a plomo, estaba desierta, tamborileó con los dedos sobre la lona.
Al principio no hubo respuesta, y sintió miedo. Volvió a empezar, y por fin se oyó rascar bajo la lona.
—Hasta la noche —dijo a media voz.
Tomó la costumbre de hacer lo mismo cada día, incluso varias veces al día, y el polizón respondía dócilmente, aunque sin entusiasmo, como a pesar suyo.
—¿De verdad no quiere vino?
—No, gracias.
—¿Nada de alcohol?
—No, gracias.
Cuando servían pastas secas en el postre, guardaba algunas en el bolsillo para su protegido.
—¿Le buscan?
—No.
—¿No tiene nada que temer de la policía?
—No.
—No tenga miedo de decírmelo...
—No.
—¿O sea que si viaja así es solamente por falta de dinero?
—Sí.
—¿Conoce a alguien en Tahití?
No hubo respuesta.
Al decimotercer día, cuando el mar estaba muy agitado y gris a causa de un tifón que hacía estragos en una zona próxima, el polizón, después del aperitivo del capitán, no respondió. Tres, cuatro veces, Owen tabaleó sobre la lona. Por fin se decidió a hablar.
—¿Está usted ahí?
Nada. El silencio. Volvió a hablar con una voz más ansiosa. Luego se vio obligado a callar y a alejarse, porque apareció el telegrafista.
A las dos, apenas levantarse de la mesa, repitió la operación. El telegrafista estaba en su cabina, pero Owen adoptó un aire indiferente.
No hubo respuesta.
Sin embargo, a las cuatro, cuando ya empezaba a preguntarse si no debía avisar al capitán, pidiéndole que guardara el secreto, oyó como un rascamiento bajo la lona. No se atrevió a hablar a causa de un marinero que sacaba brillo a los cobres de los respiraderos.
Por fin, a la una de la madrugada, cuando el viento silbaba en los obenques, pudo volver junto al bote.
—¿Sigue ahí?
—Sí.
—¿Por qué no me ha respondido durante el día? Silencio.
—Le he llamado tres veces.
—Estaba durmiendo.
Las dos Mancelle, tía y sobrina, estaban mareadas, y ya no se las veía jugar al rami horas y horas en su ángulo del salón. Hacía años que vivían en Tahití, en una casa aislada, junto al lagón, y allí eran tan poco sociables como a bordo, donde no hablaban con nadie.
¿Se les echaría encima el tifón? ¿Lo esquivarían? El barco, al seguir su ruta en línea recta, describía un arco de círculo. La radio anunciaba que una isla de las Marquesas había sido barrida por el huracán, y que éste había ocasionado varios muertos. Una goleta debió de encontrarse en el centro del cataclismo, y no se tenía ninguna noticia de ella, porque no tenía aparato emisor.
Y siempre el bridge. Los aperitivos, el café, las copas. El mar que se encalmaba. Los días que pasaban enormemente aprisa, porque se parecían muchísimo unos a otros.
Las botellas de agua, la fruta, las lonchas de jamón, los huevos duros y los bocadillos, además de las pastas secas.
Las dos de la madrugada. Decimosexto día.
Los dedos de Owen sobre la lona. El silencio. Otra vez los dedos. Su voz.
Y nadie respondía. Angustiado, volvía a llamar, elevaba la voz sin querer.
Se alejaba porque oía pasos; volvía media hora después, siempre con los bolsillos llenos de vituallas.
—¿Sigue ahí?
Nada. Todavía nada a las tres de la madrugada. El sueño más profundo no podía explicar aquel silencio.
Entonces empezó a deshacer los nudos para alzar la lona, fue a su camarote en busca de una linterna.
Cuando la introdujo por la hendidura y luego acercó la cara, sólo vio dos botellas vacías, unos mendrugos de pan, una almohada sucia y unas mantas arrugadas.
Algunos, como Alfred Mougins, ya hacían el equipaje. Se divisaba a lo lejos una tierra muy baja, un atolón, vanguardia de las islas de la Sociedad.
El capitán no hacía ninguna alusión, lo cual permitía suponer que el polizón no había sido descubierto.
Owen espiaba a los pasajeros, a los oficiales, sin advertir nada anormal, y la noche siguiente, cuando arañaba por si acaso la lona, un ruido volvió a responderle desde dentro.
—¿Dónde se había metido anoche? Silencio.
—No estaba aquí.
Silencio.
—¿Alguien más está al corriente de su presencia? Seguía el silencio.
—¿Le molesto?
—No.
—¿No tiene confianza en mí?
—Sí.
—¿Sigue queriendo desembarcar en Tahití?
—Sí.
—¿Y le parece bien que le ayude?
—Si quiere...
—Llegaremos pasado mañana.
—Sí.
—Quédese donde está hasta que venga a buscarle o a darle instrucciones.
—Sí.
Era desalentador. Tenía la impresión de que su ayuda cada vez era acogida con menos entusiasmo.
Quizá Mougins le miraba con más ironía que antes. Llegaba a preguntárselo, a sospechar de todo el mundo, incluso del capitán.
El penúltimo día. Los equipajes que sacaban de las calas se iban alineando sobre la cubierta. Empezaban a discutir acerca de las propinas que iban a dar.
Aquel día dos veces, dos veces de cuatro, el hombre del bote no respondió. ¿Era posible imaginar que se paseaba solo por el barco sin que le viese nadie? La noche. La tumbona. El cigarro.
—¿Sigue ahí?
A la una y media no había nadie en el bote. A las cinco de la madrugada, cuando Owen subió a cubierta, su interlocutor respondió con su habitual ruido de arañazos.
—¿Ha vuelto a salir? Silencio.
—Como quiera. Si no me necesita, dígamelo.
—Yo no he dicho eso. Aquélla fue una de sus frases más largas.
—Mañana seré uno de los primeros en bajar a tierra, y volveré al cabo de unas horas, porque dejaré adrede mi equipaje a bordo.
—Sí.
—¿No necesita nada?
—No.
—¿Está enfermo?
—No. Gracias.
Se acostó de mal humor, y vio luz en el camarote de Mougins. A pesar de todo se durmió, y sólo le despertó el zafarrancho de la arribada. A lo lejos, en forma de cono, se veía el pico central de Tahití.
Todo el mundo estaba en cubierta, y los que continuaban viaje hasta Nouméa o hasta las Nuevas Hébridas, los Justin y los Lousteau, intercambiaban sonrisas cómplices. Unas horas más y el barco sería suyo.
3
Cuando el mayor Owen fue el primero en cruzar la pasarela, hubiera podido creerse que para él, y sólo para él, se había aglomerado en el muelle aquella abigarrada muchedumbre, entre los cobertizos y el barco, mirando con curiosidad; que también sólo por él ondeaban las banderas en la punta de los blancos mástiles, y que era a él a quien la banda saludaba con sus relucientes instrumentos de metal.
Lo cierto era que el gobernador había ido a recibir al Aramis junto con el práctico, y que hacía cerca de una hora que conversaba animadamente en el salón del capitán Magre, con el señor Frère, el inspector de las colonias.
A Owen le habían llamado el primero, en el salón de la primera clase, para las formalidades de la policía y la sanidad. No había solicitado ese favor. No estaba cerca de la puerta, donde los demás pasajeros se apretujaban con la esperanza de pasar más aprisa.
Por el contrario, muy discreto, se paseaba aparte, sonriendo vagamente con aquella sonrisa que había cautivado tanto al capitán como a la señora Justin y al camarero anamita. No era casi nada, un centelleo de sus claras pupilas, más que un movimiento de los labios. Pero cada uno que recibía aquella sonrisa tenía la impresión de que estaba destinada personalmente a él, que era un contacto querido, que indicaba una elección.
Owen parecía decir:
«Le conozco, ya lo ve. Sé quién es usted. Y, en el fondo, a pesar de sus pequeños defectos, vale usted más de lo que cree... Sí, sí... La mejor prueba es que le otorgo toda mi simpatía...».
También había cierta unción en su actitud, algo que hacía pensar en un prelado refinado. Cuando pedía alguna cosa, ya fuera a Li, al barman, al maître o a cualquier otro, lo hacía de tal forma que hubiesen removido cielo y tierra para satisfacerle, y aún se quedaban con la sensación de no haber hecho bastante.
Tras él, aún había apretones de manos, la gente se despedía, corría, se apresuraba, reunía su equipaje.
Solo, con las manos libres, muy cómodo en su traje color crema, tocado con un panamá, un cigarro en los labios, desembarcó como en una apoteosis.
Era un espectáculo muy bello y colorista. Todos los blancos que tenían algo que ver con la Administración estaban allí, a causa del señor Frère, con trajes de hilo. Muchas jóvenes y mujeres indígenas sólo llevaban sobre el cuerpo un vestido de algodón de colores. Mayoría de manchas rojas, de un rojo vivísimo bajo el sol. Algunas iban coronadas con flores blancas que tenían el perfume dulzón del jazmín.
Poca brisa, justo la necesaria para hinchar la seda de las banderas y para ser una caricia en la piel. Una veintena de automóviles descubiertos, con banderitas a menudo adornadas de flores. Mozos de cuerda que se precipitaban, taxistas de gorra blanca, maoríes de ancha sonrisa.
—¿Taxi, señor?
—¿Hotel Blue Lagoon?
—¿Hotel Des Îles?
Los iba apartando con sus cuidadas manos, que parecían bendecirles, se abría paso lentamente por entre la multitud sonriendo, con el aire de gozar intensamente de la vida.
Después de dejar atrás los muelles, llegó a una plazuela en la que había tres o cuatro tiendas: un peluquero, un vendedor de souvenirs, un anticuario...
A lo largo del océano o, mejor dicho, del lagón, al que una invisible franja de coral formando arrecifes separaba del mar abierto, un muelle muy grande, con el suelo compuesto por una tierra rojiza, con dos hileras de magníficos framboyanes. Y el verde oscuro de los árboles, el azul del cielo, el púrpura de la tierra, el rojo más intenso del vestido de una niña que montaba en bicicleta, el blanco de los trajes coloniales, todo eso constituía como unos fuegos artificiales bajo el sol.
Owen ya no era un pasajero que desembarca. Al igual que había hecho a bordo, cuando subió en Panamá, hacía un pequeño recorrido para tomar posesión de aquellos lugares. El largo paseo bordeando el lagón ya tendría tiempo de darlo más tarde, ahora prefería torcer a la izquierda, descubrir otra plaza, un amasijo de casas, la mayoría de madera, de tiendas, sobre todo tiendas de chinos, que formaban el mercado.
Un garaje. Una gasolinera. La calle principal, sin duda, paralela al muelle, y en una corta calleja que la unía con éste, un letrero: ENGLISH BAR.
¿Acaso en cualquier ciudad del mundo su instinto no le hubiera conducido a un lugar muy parecido a aquél? Empujó la puerta, con una vidriera que no llegaba hasta el suelo, penetró en una sombra fresca y olorosa. El alto mostrador barnizado estaba lleno de reflejos, las botellas familiares se alineaban en los estantes y en cilindros de madera, con las inevitables banderitas de todas las naciones. Un gato pelirrojo que ronroneaba sobre uno de los taburetes parecía ser el único ser vivo, pero cuando Owen tamborileó con la punta de los dedos sobre el mostrador, se puso en pie un hombre que estaba sentado en una silla detrás del mueble.
—Un whisky... sin hielo.
Miraba vagamente al hombrecillo que cogía la botella, y que sólo vestía un pantalón de hilo y una camisa azul celeste.
—¿White Label como siempre, Sir?
No se estremeció, ni siquiera se sorprendió, porque estaba acostumbrado a esa clase de encuentros. Observó más atentamente a aquel hombrecillo, muy delgado, con unos pocos cabellos descoloridos sobre el cráneo, que parecía un pájaro enfermo.
—¿No me reconoce, Sir?
El barman añadió, después de guiñarle un ojo:
—Mac Lean, el jockey... Han pasado muchos años, ¿verdad?
Volvió a guiñarle el ojo.
—Volvimos a vernos hace diez años en Niza, donde yo era barman en el Picratt's... Recuerde... Por aquel entonces tuvo usted algunos problemas.
Era curioso: desde que el barman se dio a conocer, el mayor, por así decirlo, se había quitado la máscara, como un actor que vuelve a estar entre bastidores. Se le había borrado la sonrisa. De golpe, la cara parecía menos carnosa, los ojos menos brillantes, hasta el cuerpo parecía aflojarse un poco.
Lo que reflejaba ahora el espejo entre las botellas multicolores era un hombre de sesenta años, ya cansado, preocupado, tal vez inquieto.
—Ya me acuerdo, Mac...
—¿Y del almirante? ¿Se acuerda usted del almirante? Se pasaba la mitad del día en el Picratt's... Bebía como una esponja... Claro que usted también, pero no tanto como él. Por la mañana muchas veces rompía su primer vaso, porque le temblaban las manos.
Miró maquinalmente las blancas manos del mayor.
—Yo le decía que para él era especialmente peligroso, pero no quería atender a razones, y de última copa en última copa, de night—cap en night—cap, había que acabar acompañándole a su hotel y pidiendo al encargado que le acostase...
¿Cómo relacionó una cosa con otra? Añadió:
—Un buen día aquellos tipos le echaron mano...
Luego, al instante, dijo:
—¿Está de paso con el Aramis o piensa quedarse algún tiempo por aquí?
—Todavía no lo sé.
—Aquí para usted no hay gran cosa que hacer, Sir. Yo incluso diría que en estos momentos no sería saludable que se quedara.
El mayor había hecho una señal para que le sirviera un segundo whisky.
—Acabamos de tener un escándalo que ha dado mucho que hablar, y supongo que por eso nos han mandado con tanta urgencia al inspector de las colonias... Un buen día, hace tres años, desembarca, como usted lo ha hecho hoy, un joven elegante, bien educado, con los bolsillos llenos de dinero. Se instala en el Blue Lagoon, la primera noche ya estaba aquí, conoció a esos señores...
»Ya sabe, en Papeete pasa lo que en todas partes... Hay unos cuantos que se divierten de lo lindo, siempre los mismos, una pandilla que se reúne aquí para tomar el aperitivo, luego va al Yacht Club, y termina en La Fayette, y en el Moana... No tardará mucho en conocer todo eso.
»El joven los engatusa a todos... Masson, Georges Masson se llamaba... Muy divertido, ingenioso, siempre pagando rondas... Pasan seis meses y es el niño bonito de Papeete... No hay fiesta sin él, ni siquiera en casa del gobernador. Alguien se lo toma mal, y hace que le oiga el inspector de las colonias... Bueno... El secretario del juzgado muere... Buscan otro secretario... No lo encuentran... Preguntan a Masson, casi como si bromearan: "¿No será usted licenciado en derecho?". "Como todo el mundo", respondió. "Pues oiga... Podría hacernos un favor. Le hacemos secretario del juzgado por las buenas... No se preocupe... El escriba indígena hace todo el trabajo. Pero la ley exige que el titular sea licenciado en derecho, y aquí no contamos con nadie que lo sea. No tendrá más que firmar."
»Fue aquí mismo. Masson estaba sentado en el taburete que ocupa usted en este momento... Tengo que decir que puso muchos peros, no quería, hizo toda clase de objeciones... Terminó por acceder, y unos días después era nombrado secretario del juzgado.
»De eso hace más de dos años. Durante dos años ejerció sus funciones... Cuando llegó el último barco de Francia estaba en los muelles, como todos esos señores. Un periodista de París que daba la vuelta al mundo desembarcó y se fue hacia él como una flecha: "¡Pigeon!", le dijo, "¿qué haces aquí?".
»Y así, por el hilo se saca el ovillo, y resultó que Georges Masson no era Masson, sino Georges Pigeon, condenado en rebeldía por el tribunal del Sena a tres años de prisión por estafa, falsificación y uso de documentos falsos...
»El secretario del juzgado, nada menos... Parece que es un asunto muy serio, porque todas las sentencias que ha firmado legalmente quedan anuladas. Imagínese lo que significa repetir todo el papeleo de los últimos dos años.
»Por eso no se le ha detenido... Tal vez se lo tropiece usted, aunque evita exhibirse en público... Algunos continúan celebrando juergas en su casa... Se espera al inspector de las colonias, que ha de decidir... Lo que quería decir es que a causa de esta historia no creo que el lugar sea muy bueno para usted... Ahora se fijan más en la gente, desconfian...
—Dígame, Mac, usted debe de conocer a todo el mundo en la isla, ¿no?
—Más o menos.
—¿Conoce a un tal René Maréchal?
Y su cara, mientras esperaba la respuesta, expresaba ansiedad.
—Espere... ¿No es uno del grupo de Papeete? He oído hablar de eso. Hay blancos que viven en los distritos, algunos a treinta millas de aquí, y a los que casi no se les ve nunca. Maréchal...
Abrió una puerta tras él, se puso a hablar en maorí con un indígena gordo y reluciente que dormía la siesta en una silla.
—Es lo que suponía. Está instalado en la península de Taiarapu... Si es a él a quien quiere ver, tendrá que esperar algún tiempo. Hace tres semanas se fue con la goleta que da periódicamente la vuelta a las islas y a los atolones para el aprovisionamiento.
—¿Y esa goleta vuelve...?
—Dentro de quince días o de un mes. Depende de los vientos que encuentre.
—¿Y no hay ninguna manera de ver a Maréchal antes de eso?
—Ninguna, Sir.
Había servido maquinalmente un nuevo whisky.
—¿El mejor hotel es el Blue Lagoon?
—Depende. Es muy caro. Allí sólo hay ingleses y norteamericanos. Antes que nada, lo que necesita es un coche, porque está fuera de la ciudad. En realidad, cada habitación es como un pequeño pabellón a orillas del lagón, en medio de la vegetación. El hotel Pacifique, más antiguo, está en la ciudad, no muy lejos del palacio del gobernador. Allí se alojan los franceses, sobre todo los funcionarios. La cocina es buena.
El antiguo jockey acarició su coctelera, y se inclinó un poco hacia adelante para preguntar a media voz:
—¿Cómo anda de fondos, Sir?
El mayor Owen se limitó a negar con la cabeza.
—¿Necesita verdaderamente esperar a ese Maréchal? Señal afirmativa.
—Será difícil, por no decir peligroso. Perdone que le diga eso. Es demasiado pequeño, ¿entiende? Enseguida se han repasado todas las posibilidades. Ahora mismo conocerá a esos señores. O, mejor dicho, hoy no verá a muchos, porque cuando llega un barco van a tomar el aperitivo y a menudo a cenar a bordo.
—A propósito del barco, Mac, dígame... ¿Es complicado hacer desembarcar a un polizón?
El barman abrió unos ojos como platos.
—¿Que hay un polizón? ¿En un barco que navega dieciocho días sin hacer escala?
Expresó su admiración con un silbido.
—¿Alguien de la tripulación le esconde en su camarote?
—No.
—¿Entonces?
—Ha hecho todo el viaje en un bote de salvamento.
Nuevo silbido, más expresivo que el anterior.
—Debía de tener buenas razones para irse, Sir. ¿Le conoce?
—No.
—No comprendo, Sir.
—Una noche oí ruido en un bote, y le di de beber y de comer.
—¿Ha hecho algo muy gordo?
—No lo sé.
—¿Le buscan?
—El dice que no.
—¿Joven? ¿Viejo?
—Lo ignoro.
—Desembarcar no es muy difícil... Mire, esta noche habrá como siempre una gran cena a bordo. Todo el mundo está invitado, hasta el comisario de policía y sus dos inspectores. Van a beber lo suyo, y habrá mucho ruido.
»Puedo prestarle a Kekela, mi criado, que se encargará de bajar a su hombre... Pero una vez en tierra será mejor que se aleje de Papeete durante unos días... Que se vaya hacia los distritos, y nadie se ocupará de él. Más tarde, bueno, si le descubren y no ha armado alboroto, es posible que le dejen en paz.
Fue a hablar con su boy indígena y regresó con cara de satisfacción.
—Kekela dice que le esperará delante del barco hacia las ocho. No tiene más que indicarle dónde está su protegido, y él se encargará de todo.
El mayor sacó la cartera del bolsillo, pero Mac hizo un gesto discreto.
—Hoy no, Sir. Nunca el primer día.
Añadió por delicadeza:
—¡Luego ya tendré muchas ocasiones de resarcirme!
Una vez en la calle, el mayor Owen recobró automáticamente su sonrisa, el centelleo de sus ojos azules, la tranquila majestad de sus andares. Se acordó de una frase que la señora Justin cuchicheó al oído de su marido creyendo que el inglés no la oía:
—Me pregunto cómo se las ingenia para no sudar. ¿Te has fijado en que nunca hay ni una arruga en su traje?
En primer lugar, señora, porque sus trajes, incluso los de hilo, eran de muy buena hechura, y dejaban a su cuerpo en plena libertad. Y luego porque hacía mucho tiempo, lo que se dice mucho tiempo, desde la adolescencia, que aquel hombre había aprendido a andar, a moverse de tal manera que parecía no desplazar el aire.
Precisamente allí estaba la señora Justin, con su marido y los dos Lousteau, marido y mujer. Formaban un grupo ante un escaparate en el que se veían cotonadas, y las dos mujeres discutían precios, que comparaban con los de Francia.
—¿Qué nos dice de esta tierra, mayor? ¿Le gusta? Sonrió.
—Supongo que no se alojará usted en el Blue Lagoon, porque allí sólo iba a tener cocina norteamericana. En cambio en el hotel Pacifique, que es de nuestros amigos los Roy, estará muy bien atendido. ¿Quiere que mi marido le presente al dueño? Nosotros vamos a ir dentro de una hora, ¿verdad, Charles?
Owen paseaba. En un taxi descubierto vio a la robusta muchacha pelirroja y a su flaco galán rodeados de equipajes. Más lejos, el misionero salía de un estanco y también saludaba al mayor.
En todas partes el suelo era del mismo rojo oscuro y suntuoso del muelle. En todas partes las mujeres indígenas, con sus vestidos multicolores, eran como manchas intensas. Las jóvenes, casi todas, iban en bicicleta, luciendo piernas morenas y bien torneadas, de fuertes músculos que se movían con una maravillosa soltura. Pero lo que predominaba, lo que hacía que aquel paseo despreocupado fuese un prodigio, era el olor. Owen tardó bastante en poder analizarlo.
Era un olor dulzón y pesado, aunque también con una pizca de algo más especiado. En todas partes había flores, en la maleza de los jardines, alrededor de las casas, sobre las mesas que podían verse en la penumbra de los interiores, en los cabellos de las mujeres y hasta detrás de la oreja de los taxistas.
Si en aquellos momentos le hubieran preguntado en qué hacía pensar Tahití, sin duda hubiese respondido:
—En una siesta maravillosa a orillas del mar.
La luz, los colores, los ruidos, todo evocaba una siesta de ensueño. El sol redondeaba los ángulos, borraba levemente los contornos, y era el sol también lo que espesaba el aire, hasta el punto de amortiguar los sonidos, hasta las bocinas de los coches.
Bajo la cúpula de un cielo límpido sólo se oía un vasto zumbido inconcreto en el que participaban las moscas, y del que se elevaba de pronto la voz grave y cantarina de una indígena.
Otras islas, invisibles en el mar abierto, yacían perezosamente, simples atolones con cocoteros que se balanceaban igual que abanicos, y René Maréchal, a bordo de una goleta blanca, se deslizaba por las aguas sedosas del archipiélago.
Quince días o un mes, había dicho Mac Lean. Una niña ofreció flores a Owen, y se puso una en el ojal, luego aspiró el perfume dulzón del tiaré.
Pasaban blancos en sus coches, la mayoría sin chaqueta, y los agentes, que llevaban pantalones cortos, parecían policías de music—hall.
—¿Coche, señor?
Pasaba delante de un garaje. Un indígena tocado con una gorra blanca le interpeló sonriendo, y el mayor le sonrío a su vez.
—Si te quedas aquí necesitas alquilar un coche... Es menos caro que un taxi. Mira, un bonito coche como éste...
Y el coche era bonito, largo, reluciente, con almohadones de cuero rojo.
—Te lo llevas y pagas cuando te vas... Coge el coche, Monsieur... ¿Inglés?
Se puso a chapurrear inglés.
—¿Estás en el Blue Lagoon? ¿En el Pacifique?
—Me parece que me quedaré en el Pacifique.
—Bien... Muy bien... Está lejos. Al final de la calle. Hace calor. Coge el coche, Monsieur...
¿No era maravilloso? Tahití es una isla, evidentemente, y hubiera resultado difícil desaparecer con el coche.
—Pruébalo... Mañana u otro día iré a verte al hotel. Si estás contento, te lo quedas.
A pesar de sus sesenta años, sentía por aquel coche, que parecía tan ágil, una codicia infantil. Y aquel otro maorí, que era un niño grande que lo observaba, comprendía su deseo, abría la portezuela.
—Sólo pruébalo...
¿Qué le había dicho Mac, que sabía bien de lo que hablaba? Que sería difícil, muy difícil.
Subió al coche, jugó con los mandos, lo puso en marcha maquinalmente.
—Iré a verte. No te preocupes por nada —le gritó el mecánico mientras se alejaba.
Quince días o un mes esperando a Maréchal, a Maréchal, que sin duda no tenía dinero, que quizá ya estaba al corriente...
Frunció el ceño al acordarse de Alfred Mougins. ¡Quién sabe si no se había equivocado acerca de él, y si el capitán Magre no se había equivocado también!
—A mi entender —le había repetido el capitán de las acuarelas—, les ha hecho una mala jugada, no sé cuál... Quiero decir a sus amigos, a los demás de la banda. O bien ha hecho trampas en un reparto, o ha delatado a un tipo a la policía. Porque esa gente casi siempre está conchabada con la policía. El clima de Panamá le habrá parecido poco saludable, y habrá venido a tomar el aire a Tahití.
¿Y si Mougins sólo hubiera emprendido el viaje también para ver a Maréchal? Debía de tener dinero. Era la clase de hombre que llevaba mucho dinero encima. Quizá consiguiese alquilar una goleta para ir en busca de Maréchal.
El coche se deslizaba a lo largo de una calle en la que casas de madera pintadas de vivos colores se escondían entre el oscuro verdor de los jardines. A la izquierda vislumbró los rígidos edificios de un cuartel de ladrillo. ¿Seguro que era un cuartel? En cualquier caso, algo oficial.
Más lejos, una casa de piedra blanca parecía haber sido llevada hasta allí desde las orillas del Loira, con su ancha muestra de hierro forjado donde estaba escrito en letras de oro: HOTEL PACIFIQUE.
Se divisaba un jardín, e inmediatamente después mesas cubiertas de manteles blancos en un cenador.
Owen paró el coche, cuyo motor hacía menos ruido que un insecto. Al levantar la cabeza vio la cara de Alfred en una ventana del primer piso. Mougins miraba el coche, miraba al mayor y conservaba su sonrisa sarcástica.
Un vestíbulo embaldosado con plantas verdes en tiestos de loza. Un mostrador pintado de blanco, y detrás un tablero con las llaves, como en un hotel de provincias. En el porche, a la derecha, frente al jardín, varias personas tomaban el aperitivo, y el señor Justin se levantó precipitadamente y se acercó al mayor, envolviéndole en un olor a pernod.
—Precisamente estaba hablándole de usted al dueño... Venga, voy a presentárselo. Hace veinte años que nos conocemos, desde mi primer viaje, ¿no es cierto, señor Roy?
El señor Roy, bajo y rechoncho, con la cabeza calva, iba vestido de cocinero; había dejado el gorro blanco sobre una silla. Una señora vestida de seda negra, tan baja y gordezuela como él, estaba sentada a su lado.
—El mayor Owen, señora Roy... Hace cincuenta años que viven aquí o, mejor dicho, que ella vive aquí, porque fue su padre quien fundó la casa, y la señora casi nació en este lugar. Para ser más exactos, vino de Francia aún en pañales. Roy llegó unos años después, cuando tenía quince, y empezó...
—Nunca mejor dicho...
—... como pinche de cocina... Como ve, no se avergüenza de nada... Se casaron y él se hizo cargo del negocio de sus suegros. ¿Podrá darle una buena habitación al mayor, Madame Roy?
—Tengo la tres, al lado del caballero que acaba de llegar... Si quiere verla...
—Hay tiempo. Primero tomará una copa con nosotros. Un whisky, mayor, ¿verdad? Esta ronda va por mi cuenta.
Hubo otras. En un momento determinado, mientras las mujeres charlaban entre sí, el señor Justin se inclinó hacia el mayor.
—¿Tiene algún compromiso para esta noche? Me estaba preguntando si no iría usted a la fiesta del gobernador... Yo tendré que hacer acto de presencia, aunque sólo sea un momento, ya sabe, mis funciones... Pero a las diez estaré libre. Si quiere acompañarnos, iremos a dar una vuelta, con el señor Lousteau, por el La Fayette y el Moana. Sin las mujeres, claro. ¿Se viene? Es un poco lejos, a orillas del lagón, porque las salas de fiesta no están permitidas en el mismo Papeete... Lo cual por otra parte es mejor... Así hay más libertad.
Curioso hombrecillo, devorado por las fiebres, con el hígado hinchado de pernod, que iba a regresar a su puesto, por unos años, en Port—Vila, en uno de los climas más malsanos del mundo, entre los indígenas más feos y más pérfidos, y que sin embargo, allí iba a volver, a la sombra de su mujer, a la existencia burguesa de la Francia provinciana. Estaba claro que Tahití era para él la escala maravillosa, un poco como para ciertos extranjeros el viaje a París, con el Moulin Rouge y el Folies—Bergère.
Le brillaban los ojos, había avidez en sus labios.
—¡Ya verá! Le presentaré...
No dijo a quién. Era fácil de adivinar. Dirigió una sonrisa de complicidad al gordo y macizo Lousteau, que parecía un albañil que ha conseguido emborracharse.
Todos ellos llevaban dinero en el bolsillo, tenían una cuenta en el banco, ahorros. Lousteau incluso era rico. Estaba apoltronado en su sillón como un hombre que no debe su fortuna a nadie, que la ha hecho a fuerza de brazos, y que al llegar al umbral de la vejez tiene derecho a mostrarse satisfecho de sí mismo.
El mayor tenía que resistir quince días o un mes. Tenía un coche a la puerta, y después de haber pagado las cuentas del bar a bordo, apenas le quedaba para vivir una semana.
No obstante sonreía. Haría lo que hiciera falta. Mac le había anunciado que sería difícil, si no peligroso.
Tenía sesenta años. Era más o menos mayor que todos los demás.
—¿No quiere cenar con nosotros?
No se sintió con valor. Durante dieciocho días había oído sus conversaciones a bordo. Conocía sus bromas de memoria. Como un actor, hubiera podido representar el papel de cada uno de ellos. No, aquella noche no se sentía con ánimos.
—Tengo que regresar al barco, he dejado allí mi equipaje.
—¿Por qué no manda a alguien para recogerlo? ¿Verdad, señor Roy?
—Prometí al capitán ir a despedirme de él.
—Eso es distinto. Entonces, ¿a las diez aquí?
—Es muy probable...
Fue una chiquillada. Sin embargo no resistió a la tentación de ir a estacionar su nuevo coche delante del English Bar, aunque sin conseguir el efecto que esperaba. Mac lo miró a través de los cristales.
—¡Ya veo! Seguro que ha sido Mataia quien se lo ha alquilado... ¿Han convenido el precio, Sir?
—Todavía no.
—Serán mil francos al mes.
Anocheció muy aprisa, como siempre ocurre en el trópico. Había tres o cuatro clientes en el bar, que observaron al recién llegado sin interrumpir su conversación.
—Dentro de un cuarto de hora, si le parece bien, Sir. Encontrará allí a Kekela.
Otro whisky. En vez de excitarle, aquello le calmaba, le hacía estar más serio. Tan sólo al término del día había en torno a sus pupilas azules como un agua turbia; pero, aunque sus movimientos se habían hecho mesurados, un poco vacilantes, no titubeaba jamás.
—Buena suerte, Sir.
El coche en la oscuridad. El Aramis, que en el muelle parecía mucho más grande que en Panamá. De las portillas brotaba música. A bordo unos indígenas tocaban la guitarra hawayana y cantaban. Kekela esperaba en la sombra, junto a la pasarela. Fue él quien tocó el brazo del mayor para avisarle de su presencia.
—Espérame en la cubierta de los botes.
Al pasar cerca del comedor tuvo la impresión de que allí se celebraba un banquete. Todos los que no habían sido invitados a la cena del gobernador estaban allí, coronados con tiarés, bebiendo champaña y hablando ya con voces muy agudas. Había mujeres que reían a carcajadas, y en un rincón una pareja hacía una exhibición de danza indígena.
Pasó ante su camarote sin entrar en él, subió las escaleras, llegó a la cubierta de los botes, que estaba desierta. Una vez más, allí estaba Kekela, que le tocó el brazo.
Entonces fue hacia el bote, del que levantó la lona.
—Soy yo... No tenga miedo.
Esperó, y cuando hubieron pasado unos segundos tuvo la intuición de lo que le esperaba.
Deshizo unos cuantos nudos, alzó un poco más la lona doblándola sobre sí misma, y había luz suficiente para permitirle ver que el bote estaba vacío.
En el fondo, todo revuelto, una botella, mondas de naranja, varios corazones de manzana, una manta arrugada y una almohada del barco.
—¿Qué hacemos, Sir? — preguntó el boy de Mac Lean.
Se encogió de hombros. ¡Nada! ¿Por qué se había metido en aquel asunto? Quizá no había hecho más que estorbar.
Le dolía. Se sentía mortificado. Se inclinó hacia el interior del bote y recogió un objeto que a la luz reconoció como una peineta.
¿Por qué inmediatamente después de aquel descubrimiento dirigió la mirada hacia la cabina del telegrafista?
Por vez primera desde que salieron de Panamá la puerta estaba cerrada, y ninguna luz se filtraba del interior.
—¿Me necesitas para algo más, Sir?
Había algo afectuoso en aquel tuteo que adoptaban todos los maoríes.
—Puedes irte, Kekela.
—¿Qué le digo al patrón?
—Nada... Ya hablaré con él.
Al quedarse solo se acercó a la cabina del telegrafista y trató de abrir la puerta. Luego se puso de puntillas para mirar por la portilla. La luz de la luna iluminaba los aparatos y una parte del suelo.
Bajó las escaleras y tropezó con Li en una crujía.
—Dime, Li, ¿está el telegrafista en el comedor?
—No, señor. No creo que esté a bordo.
—¿Es su primer viaje en la línea?
—Sí, señor. Y me parece que también es su primera travesía.
—¿Ha bajado a tierra con los demás oficiales?
—No, señor. Los demás oficiales están aquí.
—Quisiera hablar con el señor Jamblan.
—Sí, señor.
Y Jamblan, siempre tan correcto, salió del comedor con la cara muy colorada, evidentemente con alguna copa de más.
—¿Por qué no viene a tomar una copa con nosotros, mayor? Nos estamos divirtiendo de lo lindo, ya lo verá...
—He venido a recoger mi equipaje.
—Dispone de mucho tiempo. El barco no zarpará antes de las diez de la mañana. ¡Venga! Todos los caballeros y damas de Papeete están aquí. El farmacéutico está contando unas historias...
—¿No sabe dónde está el telegrafista?
Al maître pareció ocurrírsele de pronto una idea.
—¡Vaya! — exclamó cómicamente—. Ahora caigo en que no he visto al telegrafista. No ha cenado a bordo. ¡Vaya, vaya! Si éste no fuera su primer viaje, yo diría que tiene aquí una amiguita. Porque, entre nosotros, Sir, en Tahití...
Le guiñó el ojo, más o menos como lo había hecho el señor Justin.
—¿De veras no quiere tomar una copa de champaña?
Claro que muy pronto volveremos a encontrarnos en el Moana o en el La Fayette... Su equipaje, quiere llevárselo, ¿no? Bueno, habrá que buscar a alguien para que le lleve el equipaje, y a esta hora no será fácil...
Ya no era el mismo hombre. También él al día siguiente reanudaría su existencia modesta, y dirigiría respetuosos saludos a los pasajeros. Pero aquél era su día, su noche. Aquella era su gran escala. Se embolsó la propina con un púdico pestañeo.
—Entre nosotros, mayor, no tenía por qué hacerlo... —y añadió—: hasta ahora, ¿verdad? Y hasta dentro de cinco semanas, cuando volvamos a pasar por aquí. ¿Quién sabe? Tal vez regrese con nosotros.
Cargaron el equipaje en el coche. Owen se detuvo en el English Bar. Hubiérase dicho, por el aire divertido de Mac, que éste había previsto lo que iba a suceder.
—O sea, que había volado.
—Era una mujer.
—Lo suponía.
—¿Por qué?
—Porque un hombre no habría tenido tanta paciencia.
—Estoy convencido de que ha sido el telegrafista quien se la ha llevado.
—¿Le ha visto? ¿Está a bordo?
—No está a bordo, y me gustaría saber dónde podría encontrarlo.
—Pues no hay tantos lugares donde buscarlo. En primer lugar, aquí. O en el hotel de usted. ¿Ha estado en el local de Marius?
—¿Eso qué es?
—Un pequeño restaurante marsellés, en los muelles... También alquilan habitaciones. Arman mucho alboroto, toman bullabesa, hay indígenas guapas y casi todo el mundo se tutea... Aparte de eso, si a medianoche no lo ha visto en ninguno de esos lugares, y si no está ni en el Moana ni en el La Fayette, si tampoco ha vuelto al barco, es que ha ido a llevar a esa joven a los distritos... Mañana se lo podré decir, cuando Kekela haya interrogado a sus amigos taxistas. ¿No quiere que le prepare un bocadillo?
Owen se contentó con un whisky, y un poco más tarde se dirigió con su coche a la fonda de Marius. Era un local alargado, con un bar a la derecha, y unas cuantas mesas con manteles manchados de vino. Reconoció a varios marineros del Aramis que cenaban en compañía de muchachas indígenas. También aquí se tocaba la guitarra hawayana, y hombres y mujeres llevaban —una corona de tiaré en la cabeza.
Detrás del mostrador había un hombrecillo moreno.
—¿Cena?
—Whisky.
El hombrecillo moreno le miró de reojo, porque aquél no era precisamente el tipo de cliente que solía tener. En cualquier caso, el telegrafista no estaba allí.
Un cuarto de hora después el mayor cenaba en una de las mesas del jardín, en el hotel Pacifique. En otra mesa Alfred concluía su cena solitaria. La señora Justin y la señora Lousteau se balanceaban en unas mecedoras de la terraza, en compañía de la señora Roy, mientras que los hombres, sin duda, habían ido a presentar sus respetos al gobernador.
¿Acaso Mougins sabía por qué estaba allí Owen? De manera creciente, los dos parecían ser como enemigos íntimos.
¿No hay una enemistad fatal entre un Alfred y un mayor Owen? Uno y otro llevaban una vida marginal, pero en niveles diferentes. Uno venía de la Place de la Bastille o de la Place des Ternes, si no del Boulevard Sebastopol, y exageraba complacidamente lo que tenía de duro y de vulgar.
El otro, que salía de Oxford, se encontraba más en su ambiente en un gran hotel de la Costa Azul, de El Cairo o de Estambul que en aquel tranquilo restaurante que, en plena Oceanía, recordaba tanto la vida provinciana en Francia.
El primero proclamaba rotundamente: «¡Soy un hombre duro!».
Mientras que el segundo, gentleman de pies a cabeza, recibía las confidencias del capitán Magre y de la señora Justin, y era el primero al que llamaban las autoridades para bajar a tierra.
¿Por qué Alfred parecía en mejor situación? Owen, siempre sonriente, degustando a la manera de un hombre de mundo la selecta cena que le habían preparado, estaba inquieto e instintivamente buscaba la grieta.
Aunque no tenía dinero, podía encontrarlo aquella noche, si se le antojaba.
Maréchal no estaba en la isla, pero fatalmente iba a volver.
Varias veces se secó el sudor de la frente y de la nuca, y terminó por rehuir las miradas de su enemigo. Era un poco como alguien que en una fiesta nota de pronto, por las miradas de las mujeres y de los hombres, que algo llama la atención en su aspecto, y se pregunta en vano qué es, sin atreverse a mirarse en un espejo.
—Mire... Ya están aquí.
Los hombres volvían. Las esposas les hicieron preguntas. Hablaban de asuntos administrativos. Fueron a buscar a Owen a su mesa.
—Claro que sí, usted nos acompaña. Y además tiene que llevarnos en su coche.
Ahora se olían los cigarros y el coñac del gobernador. Tenían prisa por dejar a las mujeres a bordo y precipitarse hacia aquel La Fayette y aquel Moana de los que el mayor oía hablar desde Panamá.
Por fin se metieron los tres en el coche. El telegrafista no había vuelto a aparecer por el barco.
—Siga a lo largo de la calle, luego gire a la izquierda. En la estación de las lluvias la carretera está casi impracticable. A veces se circula con sesenta centímetros de agua. Pero ahora...
Árboles a ambos lados, un verdor oscuro, diez, veinte kilómetros antes de distinguir unas luces, que desde lejos recordaban un merendero.
Y en efecto, era un merendero a orillas del lagón, entre los rumorosos cocoteros, una vasta estancia sin paredes, sobre pilotes, inundada de luz eléctrica.
Allí estaba todo el mundo, y los que aún no estaban no tardaron en llegar, excepto el señor Frère, retenido por la austeridad de sus funciones oficiales en los salones del gobernador, y el misionero de la segunda clase.
Allí estaban, despechugados, todos los pasajeros, todos los de Papeete que habían cenado a bordo del barco, y el señor Jamblan, e incluso Li, el camarero, en una mesa de marineros.
Se descorchaba champaña sin tregua. Los músicos con el torso desnudo, bronceados, coronados de flores, adornados con collares de flores y conchas, tocaban incansablemente la guitarra, y había mujeres bailando, con pareos de flores rojas que moldeaban sus amorosas caderas.
Olía a tiaré y a carne cálida, sobre todo a carne de mujer.
—Si tuviéramos la suerte de encontrar a Teha —dijo el señor Justin, tembloroso.
Allí estaba Teha, él fue a besarla, la invitó a su mesa, a la que no tardaron en ir a sentarse otras bellas muchachas.
De vez en cuando se veía desaparecer a alguna pareja, que se perdía por la playa plantada de cocoteros.
¿Qué importaba la luna, puesto que nadie miraba, ni pensaba en ofenderse?
También estaba allí el médico, que aquella misma mañana había hecho enseñar la lengua al mayor en el salón del Aramis. Se desanudaban las corbatas y se abría el cuello de las camisas. Los bailes eran cada vez más frenéticos. Todo el mundo tenía carne desnuda entre las manos, aquella carne morena, grasienta y lisa de las maoríes, y las mujeres reían, arrastrando a sus compañeros a la danza.
Los perdió. Llegó un momento, hacia las tres, en que el mayor Owen ya no vio a sus compañeros. En cambio había tenido una larga conversación con el médico, que estaba borracho, y que le había contado la historia de la mayor parte de aquellas muchachas indígenas.
El telegrafista no estaba allí.
—¿Y el Moana?
—Está a cuatro kilómetros. Podemos tomar un taxi.
—He traído mi coche.
—¿De Mataia, verdad?
Todos lo sabían todo. Era algo previsto como un espectáculo.
—Pues vamos. Allí encontrará a sus amigos. En Tahití todo el mundo vuelve a encontrarse. Y si no los encuentra esta noche, los encontrará mañana por la mañana en alguna de las habitaciones que alquila Marius.
El Moana era más pequeño, pero también más ruidoso, porque se iba allí después de haber pasado por el La Fayette. Unas mujeres se habían bajado el pareo hasta más abajo de los pechos. Un camarero del Aramis, alto y rubio, muy pálido, estaba enfermo en un rincón.
—¿No ha visto al telegrafista del barco?
No se le había visto en ninguna parte. En cambio Owen se había hecho muy amigo del médico, que absorbía tanto alcohol como él.
—La mitad de esas chicas tan guapas tiene sífilis —decía con una sonrisa feliz—. Lo sé mejor que nadie, porque soy director del hospital y yo mismo las atiendo. Dentro de unos días, muchos de los que esta noche se lo pasan tan bien, descubrirán que están picados. No tiene importancia, pero reconozca que es divertido. Mire, aquella chiquita, la que tiene la nariz chata y viene de Moréa... tiene el tipo maorí casi puro... Es más raro de lo que se suele creer. ¡Ha habido tantas mezclas desde que desembarcó aquí Bougainville con su hatajo de marineros! Los americanos se la querían llevar a Hollywood para hacer no sé qué película... Se llama Paoto. Necesitaba un certificado médico. No lo pudo conseguir. ¿Se imagina por qué? Y ahora, fíjese, es el amigo de usted ése que la abraza...
¡El señor Lousteau!
El olor a tiaré, a whisky, a champaña, el olor de todas aquellas mujeres tan próximas, de todas aquellas pieles bronceadas y perfumadas, el canto de las guitarras hawayanas, y aquella luna, siempre suspendida como en el teatro encima de los cocoteros que bordeaban el lagón.
¡Vaya! También Alfred estaba allí, no rodeado de mujeres, no con pasajeros o con juerguistas locales. Estaba sentado tranquilamente en un rincón con el dueño de aquella sala de fiestas, otro tipo duro como él, de cara flaca y nariz torcida, que le ponía al corriente, que se le desabrochaba, para emplear su lenguaje, como el médico hacía con el mayor.
Sus miradas se cruzaron. ¿Qué hora era? Muy tarde.
Los taxis se iban alejando unos tras otros.
—¡Que sí, que sí! Yo le acompaño. A no ser que crea que estoy borracho y que tenga miedo de... Un ademán casi ofendido del médico.
—Le sigo.
El coche zigzagueó un poco a lo largo de la carretera mientras los dos hombres seguían hablando, bajo las estrellas, y a veces los guardabarros rozaban la maleza llena de flores de denso perfume.
—¡Ya lo verá, mayor! Se viene aquí para seis semanas, para tres meses, hasta que un buen día uno se da cuenta de que ya no puede irse. ¿Y sabe por qué? Porque uno ha empezado a licuarse, y cuando se ha empezado sólo se puede hacer una cosa: continuar... Tal vez no me cree, pero estoy convencido de que será uno de los nuestros... Por ejemplo, del Cercle Colonial. No del Yacht Club. Porque hay dos círculos, pero las personas como nosotros sólo pueden frecuentar uno de ellos... La verdad es que me apenaría verle en el Yacht Club.
Yacht Club... Yacht Club... Este nombre le estuvo obsesionando sin razón en medio de su sueño, y ya amanecía cuando oyó abrir y cerrarse la puerta de la habitación de al lado, a la que Alfred Mougins volvía para acostarse.
4
Tuvo un sueño muy raro. Estaba en Londres, en Piccadilly Circus. Estaba en el bordillo de la acera, justo delante de Adams, la tienda de maletas. Por algún motivo desconocido era indispensable que cruzara la plaza a toda prisa en dirección a Regent Street. Pero pasaban muchos autobuses. No había taxis ni coches, solamente enormes autobuses con imperial, que, formando varias hileras, avanzaban unos tras otros sin dejar entre sí el menor resquicio. En los autobuses todos los viajeros tenían la cara vuelta hacia él, tanto los de abajo como los de arriba. Lo curioso era que los hombres llevaban bigote según la moda del 1900, y las mujeres, extraños sombreros planos coronando sus moños.
Parecía una ilustración, un grabado en colores. Hacía señas vehementes al policía que estaba en medio de la plaza y que hubiese tenido que interrumpir, aunque sólo fuese por un momento, la oleada de autobuses.
Y el policía le veía. Y como los demás, como los que pasaban en autobús, expresaba en su rostro una severa reprobación.
Entonces hizo un descubrimiento desconcertante: las mismas personas, los mismos autobuses, pasaban ante él una y otra vez. Por eso había tantos, en hileras tan apretadas: daban la vuelta alrededor de Piccadilly Circus. Seguían mirando a Owen escandalizados, y éste se palpaba la ropa, se preguntaba con angustia qué incongruencia había en su aspecto, terminaba por darse cuenta de que iba en calcetines, unos odiosos calcetines de seda violeta que nunca había tenido.
Sólo al afeitarse ante su espejo de aumento colgado de la falleba de la ventana recordó los calcetines color violeta que uno de los cocineros del barco llevaba la víspera en el La Fayette.
Eran las once de la mañana, más allá de las casas de una sola planta, entre los macizos de framboyanes, se veía la chimenea y las superestructuras del Aramis, que seguía en el muelle. Sin embargo, creía haber oído en medio de su sueño, ya mucho antes, las sirenas que anunciaban la salida del barco.
Este llamaba de nuevo a los rezagados en el momento en que Philip Owen bajaba, dudaba, a causa de la hora, entre un desayuno y un whisky. Terminó por comer completamente solo fuera, en medio del verdor.
—El barco tenía que zarpar a las diez, ¿no?
—Sí, señor.
—¿No sabe por qué lleva retraso?
—No, señor.
Encendió un primer cigarro y encontró su coche junto a la acera. Unos minutos después giraba a la izquierda y se detenía ante el English Bar, del que empujó con una satisfacción de cliente habitual la puerta vidriera.
A causa del contraste con el sol de fuera, al principio sólo distinguió unas manchas blancas en la penumbra. Hacía tiempo que perdía vista, varios años, pero apenas consentía en confesárselo a sí mismo y en usar gafas para leer.
Un hombre sin chaqueta, con la camisa deslumbrante de blancura, estaba acodado en el mostrador, del lado de los clientes, y del otro lado se veía la flaca cabeza del antiguo jockey, que, desde lejos, menudo y canoso, con la cara afilada, siempre tenía el aspecto de un muchacho. Sólo de cerca se descubría no sin sorpresa que la cara estaba llena de finas arrugas, a la manera de los payasos y de los actores que han envejecido.
—Good morning, Sir.
En el momento de acercarse al bar el mayor miró al cliente con el que Mac mantenía una animada conversación, e hizo un movimiento de desagrado al reconocer a Alfred Mougins.
Evidentemente, tenía el mismo olfato que él para descubrir lugares de esa clase. Como se había acostado al amanecer y el mayor no había oído ruido en su habitación, había supuesto que su vecino aún dormía.
Lo que le irritó, provocando en él como un sentimiento de celos, fue ver al francés acodado familiarmente en el mostrador, frente a Mac Lean, y comprobar que ya se habían hecho amigos.
Por su parte Mac miraba al uno y al otro, esperando ver que se dirigían la palabra, quizá que se estrechaban la mano. ¿Acaso no sabía que habían llegado en el mismo barco?
—Hermoso día, Sir —dijo en inglés, sirviendo un whisky al mayor.
Owen puso una cara enfurruñada, no contestó, pareció estar de mal humor durante todo el tiempo que Mougins estuvo en el bar. Por fin el hombre de Panamá se decidió a irse.
—¿No se conocían? — preguntó entonces Mac.
—Sí.
—Me ha dicho que había hecho la travesía con usted.
—Pero no juntos...
—¿Se ha enterado de la noticia?
Tal vez a causa de su delgadez, de las mil arrugas de su piel o de sus párpados enrojecidos, Mac Lean, incluso cuando guiñaba un ojo o sonreía, parecía llorar.
—¿Lo oye? Aún le están llamando.
—¿A quién?
—Al telegrafista. Esta noche no ha vuelto al barco. No estaba en su puesto en el momento de levar anclas. Lo han buscado por todas partes. Han retrasado la salida. Ahora han decidido irse sin él, porque el segundo oficial sabe manejar los aparatos. Esperan recuperarlo al regreso, dentro de cuatro semanas...
Mac miraba a Owen de una manera significativa. Owen comprendía lo que el barman quería decir.
Evidentemente la pasajera del bote se había burlado de él. Durante toda la travesía no había sido más que un estorbo, al que soportaba por miedo a que la delatase. Debían de reírse de él los dos, la mujer y el telegrafista, cuando desde la cabina le oían dar vueltas por cubierta, tabalear sobre la lona, llamar a media voz.
—¿Lo sabe el cliente que acaba de irse?
—Sí, Sir... Mientras el barco siga en el muelle es inútil que busquen al oficial. Pero ya verá que apenas haya zarpado el Aramis sabremos dónde se ha metido.
—¿Por qué?
—Entiéndame... Es más que probable que no se hayan quedado en la ciudad. Y si están aquí no se alojan en ninguno de los tres hoteles, sino en la casa de algún indígena. Yo creo que habrán cogido un taxi y se habrán ido a otro distrito, a Tuapuna, a Punauia, a Marao, quizá más lejos. Por toda la isla hay una aldea cada seis o siete millas poco más o menos. El taxista es un maorí. Habrá vuelto a la ciudad y se callará mientras el barco siga en el puerto. Luego contará la historia a sus camaradas. ¿Comprende, Sir?
—¿Le ha dicho todo eso al francés?
—Más o menos, Sir. ¿No hubiera debido decírselo?
—¿Le ha interesado?
—Creo que sí.
—Cuando se haya ido el barco, ¿habrá alguna manera de conseguirme la información?
—Haré que Kekela pregunte a sus camaradas.
Entraron otros clientes, que fueron a sentarse en su lugar, como habituales, y Mac se precipitó hacia ellos. De su conversación se deducía que uno de ellos era abogado, y el otro debía de ser el anticuario cuya tienda había visto el mayor al desembarcar. Los dos le observaban. Luego entraron otras personas a las que Philip Owen había visto en el La Fayette o en el Moana. Todos al entrar le habían dirigido la misma mirada curiosa.
En resumen, fatalmente iba a formar parte de su grupo. No era más que una cuestión de días, de horas, que surgiera la oportunidad. Tal vez ya se habían informado acerca de él.
—Dígame, Mac, ¿no sabe adónde ha ido el tipo que estaba aquí? — preguntó en inglés.
—No lo sé, Sir, pero me ha preguntado dónde podía encontrar un taxi.
Aquella mañana Owen estaba muy cansado. Se sentía blando. No quería reconocer que se sentía viejo, pero era la verdad, eso le ocurría a menudo desde hacía algún tiempo, y necesitaba varios whiskis para ponerse en forma.
Estaban hablando cerca de él.
—¿O sea, que se van sin su telegrafista? ¿Se sabe quién le ha engatusado?
—No es una mujer de la isla. Acabo de estar en el barco. Hace apenas una hora, un marinero que limpiaba la cubierta superior ha descubierto que uno de los botes de salvamento había estado ocupado durante la travesía. Han encontrado restos de comida, botellas vacías y una peineta. Como el bote está justo enfrente de la cabina del telegrafista... El es un chiquillo. Veintidós años. Es su primera travesía. Los oficiales apenas le conocían, porque salía muy poco de su cabina.
Y por la noche hacía entrar allí a la mujer. Y mientras, Owen sufría dando vueltas en torno al bote. El inglés no estaba celoso, pero sí ofendido. Sobre todo estaba descontento de sí mismo. Varias veces, desde que salió de Cannes, había tenido la sensación de agitarse en el vacío. Más exactamente era como su sueño. No se sentía en un terreno sólido. Había algo que fallaba, algo que fallaba dentro de él.
Hasta Panamá había viajado en un gran paquebote norteamericano. Lo había elegido porque normalmente hubiera debido de ganar unos cuantos cientos, si no miles, de dólares. Pero ya en la segunda noche en el bar tropezó con un sirio que lo hacía mejor.
Todos los jugadores estaban convencidos de que el sirio hacía trampas, hasta tal punto tenía cara de tramposo y miraba a sus compañeros de juego con una calma insolente. Parecía decirles:
«¿Creéis que hago trampas? ¡Pues demostradlo!».
Precisamente para conseguir desenmascarar sus manejos seguían jugando, consentían en apostar cada vez sumas mayores. Tomaban por testigo a Owen.
—¿Cree usted que lo hace al cortar? ¿O que esconde reyes y ases en las mangas?
Como un prestidigitador, el sirio jugó con las mangas arremangadas, y en ocho días se llevó más de dos mil dólares, mientras Owen apenas ganaba con qué pagar las notas del bar.
—Me ocuparé del dinero más tarde. Siempre habrá tiempo.
Pero en Colón, donde tuvo que quedarse ocho días, sólo había un hotel de primera categoría, un hotel inglés donde el hospedaje costaba más caro que en cualquier otra capital. Como estaban fuera de temporada no encontró a nadie, aparte de algunas ancianas que sólo jugaban al bridge.
En resumen, desde el principio tenía la impresión de que todo salía mal. No obstante, en un night—club cuya clientela cambiaba cada noche de nacionalidad —según la nacionalidad de los barcos de paso— conoció a una bailarina que había conocido a la madre de Maréchal; sabía que ésta tenía un hijo, pero ignoraba qué había sido de él.
—Creo que trabaja en Panamá...
En Panamá Owen se alojó en el hotel París, y la mayor parte de las personas que encontró allí eran como Alfred. También en Panamá se informó en las salas de fiesta. Las conocía hasta el hastío. ¿Acaso la madre de Maréchal no había sido cantante en una sala de fiestas?
Aunque no se hacía llamar Maréchal, sino que usaba el nombre de Arlette Mares.
—Una rubia alta, ¿verdad?, que se dedicaba a la canción sentimental. ¿No se fue a Chile?
No. El sabía que había muerto.
—Es verdad, tenía un hijo... Espere... Trabajaba como empleado en la French Line.
En la French Line encontró el rastro de René Maréchal.
—No estuvo mucho tiempo con nosotros, como máximo seis meses. Era un chico reservado, receloso, que se ofendía enseguida, siempre parecía creer que se burlaban de él o que se le despreciaba.
—¿Tiene idea de dónde puede estar?
—En un momento dado se fue a Guayaquil, al Ecuador... Trabajaba de secretario de un importante plantador de cacao.
—¿Sabe si volvió?
—Hace tiempo que no hemos oído hablar de él. Si pudiera dar con su amiguita, tal vez ella lo supiera. Cuando vivía aquí tenía una amiga un poco mayor que él, que muchas veces le esperaba a la salida. Era bonita, más bien gordezuela, de piel blanca y cabellos castaño claro.
No encontró a la amiguita, pero un barman, por casualidad, le dio la pista.
—¿Maréchal? Trabajó conmigo durante unos días antes de embarcar para Tahití. De eso hace más de un año. Estaba en la caja. Se fue harto de aquí.
—¿No sabe si ha regresado?
—En la French Line se lo podrán decir.
—Ya he estado allí.
—Quizá no se les ocurrió consultar las listas de pasajeros.
Era cierto. Así se encontró el rastro de Maréchal, que trece meses antes había estado a bordo precisamente del Aramis, en el que viajó en segunda clase. En cambio, ni rastro de su regreso.
—Puede haber continuado hasta Australia, o haber vuelto a San Francisco a bordo de un barco inglés. Hay uno que cada seis semanas hace el viaje de Frisco a Sydney, con escala en Papeete.
Owen no tuvo tiempo de reponer fondos, porque se enteró de que el Aramis pasaba por Panamá al día siguiente, y compró un pasaje.
—¡Vaya! Buenos días, mayor.
Una voz jovial, un poco ronca, que Owen reconoció. Era la de su médico de la víspera, que avanzaba hacia él tendiéndole la mano, y que luego estrechó otras manos a su alrededor.
—Ustedes no se conocen... Un pernod, Mac... Les presento al mayor... el mayor... ¿Wens?
—Owen.
—Eso, el mayor Owen, un tipo formidable.
Luego presentó a los demás: el abogado, el anticuario, el farmacéutico, y otros cuya profesión no precisó. El médico, que se llamaba Bénédic, iba tan despechugado a las doce del mediodía como a las tres de la madrugada, con la camisa abierta sobre un pecho cubierto por pelos de color rojo, mal afeitado, con el cabello pegado a las sienes por el sudor. Tenía barriga, y el pantalón siempre parecía a punto de deslizársele de las caderas.
—He anunciado al mayor que sólo con que se quede aquí un mes, ya no se irá. ¿Ustedes qué creen? A propósito, ya tenemos un telegrafista más. Hace unos meses, fue el tercer oficial del barco inglés, que los plantó y al cabo de unos días reapareció instalado en la península.
Bénédic hablaba animadamente, con la cara colorada, los ojos saltones y húmedos. En apariencia disfrutaba de la vida, y sin embargo, mirándole atentamente se tenía la impresión de que su jovialidad era forzada. A veces, por ejemplo, cuando Owen le miraba de frente, desviaba la vista, como si sintiese vergüenza.
Había cierto parecido entre los dos hombres. Tenían más o menos la misma edad, la misma corpulencia. Los dos tenían la piel encarnada y las pupilas claras.
En resumidas cuentas, quizás el médico no fuese más que un Owen que se había abandonado.
Un Owen después de un año de Tahití, pensó éste con desasosiego.
—Voy a contarles algo que vale la pena. ¿Han visto al inspector de las colonias? A primera vista, no parece muy jaranero, ¿verdad? A mí me recuerda a Don Quijote. Tieso, lúgubre y muy... Pues nuestro queridísimo gobernador está probando con él lo que le dio tan buen resultado hace un par de años con el ministro de las Colonias... En vez de alojarle en el palacio del gobierno, le ha instalado en una quinta estupenda... Seguro que todos la conocen. Justo enfrente de la casa de las mujeres, sí... Y Colombani, el jefe de gabinete, está encargado de los recreos del señor inspector.
Todo aquello debía de tener para ellos una gracia que a Owen se le escapaba, porque se rieron a carcajadas.
—Se lo explico, mayor. Usted es todavía un novato. Dénos unos días y le convertiremos en un tahitiano veterano.
Tuvo que aceptar varias rondas. Luego fue a almorzar a su hotel, al que Alfred Mougins aún no había regresado, y subió a su habitación para echar la siesta.
Varias veces, en su duermevela, tuvo una sensación desagradable, que guardaba cierta semejanza con su sueño nocturno. Ya no se trataba de un sueño, sino de una especie de premonición.
En primer lugar, él, que se había pasado la vida viajando por todos los continentes, experimentaba por vez primera como una angustia ante la idea de su lejanía. Tahití no estaba más lejos de Londres que Bombay, Calcuta o Shanghai, y sin embargo le parecía sentir la amenaza de no volver a ver Trafalgar Square nunca más.
Sólo hacía veinticuatro horas que estaba en la isla, y aquel decorado ya se le pegaba a la piel. Aquel verdor oscuro punteado de flores monstruosamente grandes, aquella tierra rojiza, el agua color de ópalo en el lagón, los olores, los ruidos, todo aquello le asediaba como si fuese una materia blanda y cálida en la que se fuese hundiendo.
Llegaban hasta él palabras del médico, retazos de frases, miradas. Sobre todo miradas. Porque Bénédic no era el imbécil que quería parecer. De vez en cuando su mirada se hacía más penetrante, una verdadera mirada de médico que trata de hacer un diagnóstico. ¿Había hecho ya el del mayor?
«¿Está maduro?», se había preguntado.
Había visto a otros desembarcar de la misma manera, con el traje de hilo impecable, el paso digno y aplomado, ¿y en qué se habían convertido sino en hombres como él mismo?
Pero Owen se negaba a plantearse aquel problema. No tenía nada que hacer en Tahití. Sólo estaba de paso. Más exactamente, tenía que hacer un trabajito. Terminaría pronto si René Maréchal no tenía la desgraciada idea de pasearse por el archipiélago a bordo de una goleta.
Luego Londres, Londres para siempre. Tenía hambre de Londres, de Piccadilly Circus, para ser más exactos, de Trafalgar Square, de los autobuses con imperial, de los pequeños restaurantes del Soho y de los clubes con mullidos sillones de cuero en los que uno puede permanecer arrellanado durante horas enteras con un cigarro en los labios, un whisky al alcance de la mano, leyendo el Times o el News Chronicle.
Londres con un poco de Costa Azul, cuando las nieblas amarillas se hacen demasiado espesas.
Escuchaba maquinalmente los ruidos del hotel, de la ciudad. Al cabo de pocos días cada uno de aquellos ruidos iba a tener para él un significado preciso. ¿Para qué? No hacía ninguna falta.
Esperaría a René Maréchal, eso sí. Además, como no había ningún barco, no era posible hacer otra cosa. Los dos embarcarían en el Aramis cuando éste volviese de las Nuevas Hébridas con una nueva hornada de funcionarios, de gendarmes, de maestros y de misioneros.
Llamaron a la puerta. Se sobresaltó. Le parecía estar muy lejos. ¿Había llegado a dormirse de veras?
—¿Quién es?
—Preguntan por usted al teléfono.
Naturalmente no había teléfono en las habitaciones. Tuvo que vestirse, se peinó apresuradamente. Le señalaron el aparato, encima del mostrador, cerca del tablero de las llaves.
—Oiga... ¿Es usted, Sir?
La voz de Mac Lean.
—¿Sigue interesándole el telegrafista?
—¿Por qué?
—Sé dónde está. Con la joven. Porque parece que es una mujer joven y guapa. Si pasa por el bar esta tarde le daré detalles...
Volvió a subir a su habitación para terminar de arreglarse, y una vez más sintió la misma inquietud, la de alguien que cree estar cometiendo un error y que no puede evitarlo.
Un poco después paraba su coche frente al English Bar. Era una hora tranquila. El bar estaba vacío, con el antiguo jockey sentado detrás de su mostrador, donde pasaba horas adormilado, para erguirse como un diablo cuando entraba algún cliente.
—Ya se lo anuncié ayer, Sir... Aquí las noticias van aprisa. Al menos para los indígenas. Ya aprenderá a conocerlos...
¿También él? Era como una conspiración. Todo el mundo parecía estar seguro de que iba a pasar el resto de sus días en Tahití.
—Están al corriente de nuestras menores idas y venidas. Y tenga en cuenta que no es por interés. Sencillamente les divierte observarnos, y luego se cuentan entre ellos nuestras historias. Podría decirle todo lo que hizo usted anoche. Sé también que Mataia ha ido a su hotel cuando usted no estaba. No era para verle, sino para informarse acerca de usted. Ahora está tranquilo, y no le volverá a ver hasta que se vaya, si es que se va... ¿Otro whisky, Sir?
Se sirvió a sí mismo una copa de menta.
—Tal como imaginaba, nuestros fugitivos tomaron un taxi. Tuvo que haberse cruzado con ellos, porque desembarcaron ayer más o menos a la misma hora en que usted subió a bordo. Pidieron al taxista que les llevara lo más lejos posible, y que les buscase una habitación.
»El taxista tiene una hermana, Mamma Rua, en la península... Se necesitan más de dos horas, yendo aprisa, para llegar allí. La hermana tiene una media docena de hijos. Su marido trabaja para Caminos, Canales y Puertos. Tienen una cabaña, al fondo de su jardín, que alquilan cuando pueden... Hace unos años un escritor se alojó en su casa durante varios meses...
»El taxista no ha vuelto hasta esta mañana, y no ha dicho nada... Hace poco mandé a Kekela para informarse... Como el barco ya había zarpado, el taxista había empezado a hablar... ¿Piensa ir hasta allí, Sir?
¿Parecía, pues, que Owen se interesaba por aquella historia del polizón y del telegrafista?
—Podría prestarle a Kekela para que le acompañe.
Lo más asombroso fue que dijo sin vacilar que sí.
—Irás con este gentleman, Kekela. Me parece que también eres algo pariente de Mamma Rua, ¿no? Aquí todos son más o menos parientes. Le aconsejo que llene el depósito, porque se arriesga a no encontrar gasolina en la carretera.
El tahitiano se instaló a su lado, con una ancha sonrisa. Poco después el coche salía de la ciudad. La carretera tan pronto pasaba junto al lagón, bordeada de cocoteros, como se hundía en la vegetación, y de vez en cuando se veían chozas, algunas abandonadas, algunas tierras de labranza, vacas de color claro que pasaban.
El aire y la luz eran distintos a los de cualquier otro lugar de los que conocía el mayor, y envolvían los objetos como de una materia preciosa. Se veía a mujeres andar en grupos de dos o tres, descalzas, con las piernas de bronce, vestidas con ropas de algodón. Algunos vestidos eran rojos; otros mostraban lunares azules o verdes.
En ocasiones la carretera atravesaba un arroyo que iba a perderse en el lagón, y en el cauce de estos arroyos las mujeres se detenían para refrescarse, sentándose vestidas en medio del agua con lentejuelas de sol. Reían al ver pasar el coche. Todas tenían la misma risa, que cantaba en el fondo de su garganta.
Una aldea. Una iglesia de madera, muy blanca, con un tejado rojo y una esbelta aguja grabada en el cielo. Una escuela, también de madera, sobre pilotes, como la mayoría de las casas de la isla, donde, por las ventanas abiertas, se veían veinte caras de niños.
Atravesaron así ocho o diez aldeas, y cuando se acercaban al lagón divisaron piraguas con balancín que iban lentamente a la deriva, con un hombre desnudo, de pie en la parte posterior, con el arpón en la mano, a punto de sumergirse.
—¿No te parece, Monsieur, que es el país más hermoso del mundo?
Y Owen tenía ganas de responderle que lo detestaba, precisamente porque aquel país se le metía cada vez un poco más dentro de la piel.
Cuando estuvieron a una veintena de millas de Papeete, empezaron a encontrar de tarde en tarde una casa más importante que las casas indígenas, algunas eran verdaderos cottages ingleses, y Kekela servía de guía.
—Aquí vive un gran cirujano francés. Hace cuatro años que se instaló aquí con su mujer y su hija. Aquí viven unos americanos, una vieja solterona muy rica, que tiene un yate precioso en el puerto...
Había otras, un Lord inglés, un antiguo industrial belga, que se habían comprado de esta forma un pedazo de soledad.
—¿Se ven mucho unos a otros?
Kekela se echó a reír.
—No se ven nunca. Se detestan. Algunos no llegan a ir ni una vez cada seis meses a Papeete. A orillas de un río, donde éste desaguaba en el lagón, una casa modesta, que además de la veranda tradicional, sólo debía de tener un par de habitaciones.
—Las señoras Mancelle, que han vuelto contigo...
Parecían estar en el otro extremo de la isla. Rodeaban altísimos acantilados desde donde los arroyos caían en cascada, y se descubría una franja de arena que conducía a la península.
—Ya no estamos muy lejos... No vayas demasiado aprisa.
Una espesa vegetación y una casa pintada de rojo. Pero aún no era aquélla.
—Cuidado, Monsieur...
Un coche venía en dirección contraria, y Owen apenas tuvo tiempo de apartarse. A causa de una curva de la carretera, sólo lo vio durante unos momentos. Reconoció enseguida a Alfred Mougins, pero no era él quien iba al volante, sino que conducía otro blanco.
—Es el dueño del Moana, ¿no?
—Sí, Sir. Monsieur Oscar. ¿Has visto a la mujer?
En efecto, en medio de los dos, en la parte delantera del coche, había una joven cuyos rasgos Owen no llegó a distinguir, pero cuyos cabellos rubios brillaban al sol.
—¿La conoces?
—No, Monsieur... No es de la isla.
—¿Crees que será ella?
El maorí comprendió lo que quería decir.
—Seguro que es ella. Desde el momento en que Monsieur Oscar se ha tomado la molestia...
Quinientos metros apenas, y esta vez sí era la casa que buscaban. Casi desaparecía por completo en medio de una vegetación tan abundante que costaba encontrar un paso.
—Sígueme, Monsieur.
En la veranda había una máquina de coser y un fonógrafo. Una mujer indígena muy gorda de amplia sonrisa surgió del interior y se puso a hablar animadamente con Kekela. Eran como dos chiquillos que se cuentan historias graciosas, y no dejaban de reírse a carcajadas. Por el suelo se arrastraban unos niños desnudos.
—¿Aceptarás un ponche, Monsieur? Mamma Rua dice que debes de tener sed. Casi no habla francés, pero lo entiende. ¿Sabes que en toda su vida sólo ha ido dos veces a Papeete?
La mujer asentía con la cabeza y seguía sonriendo. Luego limpió con su falda un sillón de roten e hizo señas al extranjero de que se sentara allí.
—¿Todavía está aquí el telegrafista?
—Espera, Monsieur. No hay que ir demasiado aprisa, porque si no se va a hacer un lío.
Secaba unos vasos, exprimía limones, echaba ron. Seguía hablando, con cloqueos en el fondo de la garganta, y a cada paso el vestido se le ceñía a las enormes nalgas.
Kekela escuchaba con atención, no se apresuraba a traducir. Estaba allí como si hubiera ido por su cuenta, feliz de vivir, de escuchar una historia interesante, a la sombra, bebiendo un ponche que habían enfriado con el agua helada de una tinaja.
—Es muy complicado, Monsieur... Esta noche ya han discutido... Se les oía hablar en voz muy alta. Parece ser que el joven lloraba. Dos veces salió de la habitación y se puso a andar por el jardín. Una vez se alejó por la carretera y sólo volvió al cabo de media hora. Cuando volvió la puerta estaba cerrada. Llamó. Hablaba en voz baja. Suplicaba. Volvió a echarse a llorar.
La mujer escuchaba esta traducción con una abierta sonrisa, manteniendo las manos cruzadas sobre el vientre.
—Por fin le abrió. Pero no han dormido en la misma cama. El joven ha dormido en el suelo, sobre la estera. Por la mañana, cuando los mirlos de las Molucas han empezado con su algarabía, ¿no los has oído?, han vuelto a pelearse otra vez.
»La puerta estaba abierta, la mujer medio desnuda. Se peinaba delante del espejo. Dice que es muy hermosa. Ha preguntado a mi prima si podía prestarle un pareo, y mi prima se ha echado a reír, le ha dado uno, la mujer se lo ha anudado por encima de los pechos y se ha ido a bañar.
»Al principio el hombre se ha quedado solo, como si estuviera enfurruñado. Luego ha ido a reunirse con ella a orillas del lagón. Le gritaba que volviese, y ella nadaba hasta muy lejos.
Owen entornó los ojos, con el vaso en la mano, un cigarro apagado en los labios, y aquel relato ingenuo y deshilvanado era para él más elocuente que el más minucioso de los informes.
El telegrafista, lo recordaba muy bien, era un joven desgarbado y tímido, lo que se llama un muchacho bien educado. El mayor hubiera apostado que pertenecía a una familia modesta, e incluso que había sido educado por una mamá viuda que le había rodeado de mimos.
Buen estudiante, uno de esos que, sin ser muy inteligentes, a fuerza de trabajo llegan, no a conseguir ser el primero, pero sí el segundo o el tercero.
Seguramente no jugaba mucho. Por la noche estudiaba, a la luz de la lámpara. Estaba fuerte en matemáticas. No podía permitirse entrar en la universidad, y eligió una carrera que le abría grandes horizontes.
Podía imaginarse, en el pisito burgués, a madre e hijo celebrando los nuevos galones. Había un pastel sobre la mesa, tal vez una botella de champaña o de vino dulce. Y sin duda ella fue a Marsella para ver cómo se embarcaba por vez primera.
¿Había conocido a mujeres? Es probable que no. Si las había conocido, sin duda eran profesionales que le habían inspirado repugnancia.
El Aramis. El sol que salía por fin, a la altura de las Azores, sobre un océano azul y oro. La Martinica y sus criollas, el frenesí del salón de baile Doudou, y por la mañana el intenso colorido del mercado... Colón... Panamá...
¿En qué momento descubrió a la pasajera? ¿Antes que Owen? ¿Después?
El misterio de su vida allí en lo alto, en la cubierta de los botes... Los cuchicheos... Aquella mujer que de vez en cuando iba a descansar a su cabina... Y él, Owen, que para los dos debía de ser como un ogro...
¡Qué luchas, entre ellos, durante la noche pasada, en la casita indígena perdida entre las flores!
¿Era él quien quería dejar el barco? ¿Por qué le suplicaba? ¿Qué quería de ella?
No habían dormido en la misma cama. Ella se arreglaba en su presencia, impúdica, se bañaba en el lagón, mientras él estaba a orillas del agua, llamándola.
—Al mediodía, cuando él ha visto pasar el barco, ha habido una nueva escena —contaba Kekela—. Casi no han comido. La mujer se ha acostado, y él se paseaba nerviosamente alrededor de la casa. Hace una hora ha llegado un coche, con Monsieur Oscar y el señor que usted ya conoce. Enseguida han querido hablar con la mujer. Por un momento parecía que el joven no les iba a dejar entrar en la habitación.
»Parecían burlarse de él. Han entrado. Les daba lo mismo que ella estuviese acostada. Le han hablado durante un rato, y mientras les escuchaba, ella se ha levantado, se ha vestido y se ha vuelto a peinar. Monsieur Oscar ha salido para hablar con el telegrafista. Los dos han echado a andar por la carretera, mientras los otros seguían en la casa. El joven agachaba la cabeza. No sé lo que Monsieur Oscar le ha dicho. Supongo que prefería no hacerse cargo de él, ¿me comprende?
»Quería llevarse a la mujer, pero no a su compañero. Ha debido de meterle miedo, le habrá contado que si iba a Papeete le cogerían y le encerrarían en la cárcel. Porque al dejar el barco se ponía fuera de la ley. La mujer ha subido al coche. Ya les ha visto. Y a él le han dejado aquí.
Kekela se reía. La mujer gorda se reía. Para ellos todo eso no era más que una película para espectadores europeos. Era divertido. No había tenido importancia. Ignoraban por completo las complicaciones sentimentales.
—¿Dónde está ahora?
—Se ha encerrado en la habitación. Está echado en la cama, vestido, con la cabeza debajo de la almohada. Se le puede ver por la ventana. Llora y de vez en cuando habla solo.
—Quisiera verle.
—Mamma Rua lo permite. Pero no sé si él te abrirá la puerta.
Le miraban con curiosidad. Para ellos aquél era un nuevo episodio que iba a desarrollarse, y se preguntaban si sería tan divertido como los precedentes.
Owen apuró su vaso, volvió a encender un cigarro para tener las manos ocupadas, bajó los peldaños que separaban la veranda del jardín. Vieron cómo se alejaba. Se deslizó entre las largas hojas de pandanus y de bananos, llegó hasta la cabaña de puerta acristalada y llamó.
El hombre ya no estaba echado, sino de pie. ¿Se había enterado de su llegada? Se miraron un momento a través del cristal, luego la puerta se abrió.
—¡Es usted! — exclamó el telegrafista con odio.
Luego, sin transición, de una manera dolorosamente irónica, añadió:
—Llega demasiado tarde. Ella ya no está aquí.
¿Se había figurado que Owen estaba enamorado de la desconocida? En la candidez de su primer amor, no podía imaginar que un hombre no se enamorara de su ídolo.
—Le diré que si le envía la policía estoy dispuesto a seguirle. Me da igual, ¿entiende? Todo me da igual.
Había comenzado en un tono irónico, y terminaba aullando sus últimas palabras retadoramente, mientras le temblaban los labios.
Sin dejarse impresionar, muy tranquilo, Owen preguntó:
—¿La conocían los hombres que han estado aquí?
El otro, a punto de romper a sollozar, con los nervios deshechos, dijo:
—¡Yo qué sé! Ni siquiera sé lo que me pasa... En el barco creía...
Pero no. No quería confiarse. Se detuvo en seco, miró a Owen recelosamente.
—¿Qué quiere de mí? ¿Qué ha venido a hacer aquí? — Tal vez pueda ayudarle.
—¿En qué?
Tenía razón, ¿en qué podía ayudarle?
—El barco se ha ido, y mi carrera está perdida. Aun que, a mí qué, que se j... mi carrera.
Como todos los tímidos, como todos los que estaban acostumbrados a vigilar su lenguaje, empleaba a propósito palabrotas que gritaba con rabia.
—¿Por qué no me deja en paz?
Estuvo a punto de añadir: «Tengo sueño».
Owen adivinó estas palabras en sus labios. Pero el joven hubiera considerado como una profanación pronunciarlas en aquel momento. Sin embargo era verdad. Se caía de sueño. ¿Cuántas horas había dormido desde Panamá? Su piel era gris, los párpados de un feo color rosado.
—¿Por qué le han obligado a quedarse aquí?
—¡Yo qué sé! Supongo que para que no esté cerca de ella. El más delgado de los dos me ha llevado hasta la carretera para contarme no sé qué historias, que me andaban buscando en Papeete, que me encerrarían en la cárcel hasta que volviera el Aramis, que...
Y, plantando cara al inglés:
—¿Y se puede saber qué quiere usted de mí? Confiese que no soy yo quien le interesa, sino ella... Usted tiene dinero... Se imagina que con eso puede conseguirlo todo... ¡Confiéselo!
—He venido para ayudarle —dijo suavemente Owen. Una risa sarcástica, dolorosa.
—¿Puede hacer que vuelva conmigo?
—¿Por qué no?
—¿La conoce?
—No.
—¿No la conocía cuando subió a bordo?
—No.
—Entonces me ha mentido...
—¿Qué le ha contado?
—¡Eso no importa! Me ha mentido. Me ha mentido siempre... Y no obstante...
«¡Y no obstante la quiero!», tradujo Owen.
—Si quisiera escucharme por un momento con calma, creo que podrían arreglarse muchas cosas. Sólo le pregunto lo que ella le ha dicho.
—Es mejor que...
Aún se resistía, pero ya estaba casi domado.
—Por una u otra razón esos señores prefieren no verle en Papeete.
El otro se aferraba a cualquier cosa, a lo que estas palabras comportaban para él de vaga esperanza.
—Es poco probable que la policía se ocupe de usted.
—¿De veras?
—Tiene otras cosas que hacer. Además, todo Papeete sabe dónde está, y sería fácil venir a detenerle aquí. — Me ha dicho...
—¿Quién?
—El más delgado. Me ha dicho que la policía apenas se ocupaba de lo que ocurre en los distritos, y que mientras me mantuviera tranquilo...
De pronto cayó en ello.
—Tiene usted razón. Me tienen miedo, no sé por qué, pero ahora comprendo que me tienen miedo. No quieren que esté cerca de Lotte...
Por fin un nombre. La desconocida al menos, ya tenía nombre.
—Iré a la ciudad... La veré, tanto si les gusta como si no... No tienen derecho a secuestrarla... Hay cosas que yo sé... ¿Querrá usted llevarme?
—He traído mi coche.
—¿Seguro que no la conocía antes de embarcar, seguro que no está enamorado de ella?
Las canas de Owen, su aire apacible, debieron de tranquilizarle un poco.
—Qué más da, a usted no le tengo miedo. — Hace bien.
—No se burle de mí. Tal vez sea ridículo, pero..., pero...
Al no encontrar las palabras o al no atreverse a pronunciarlas, por pudor, miró a su alrededor y concluyó:
—Ni siquiera he traído mi baúl...
5
—Quiere llevarle a comer al Cercle Colonial —anunció Mac Lean, que hablaba con la misma voz monocorde para decir una banalidad como aquélla como para comentar una catástrofe—. Ayer le anduvo buscando toda la tarde.
Se trataba del médico, que aquella misma mañana había telefoneado a Owen. Su voz parecía más ronca en el teléfono, más vulgar.
—¿Oiga? Mayor, ¿me concede esta noche? Para cenar conmigo, claro. ¡Que sí, que sí! Paso a recogerle a la hora que usted quiera en su English Bar, del que parece que ya es usted un cliente habitual... A propósito, ¿le gustan las tripas a la manera de Caen? Muy bien. Perfecto. Pues hasta la noche.
—No quiero decir que con usted ocurra lo mismo que con los otros, Sir... Cuando el doctor se lanza sobre alguien, suele agarrarse a él durante un tiempo más o menos largo, como si de eso dependiera su vida... Cuando yo era niño, también tenía esas pasiones... Otro chico se convertía en amigo mío para toda la vida... Estaba muy orgulloso de exhibirme con él, y ya no saludaba a los demás. Sólo que eso no duraba mucho. El tiempo de darme cuenta de que mi nuevo amigo era como todo el mundo, y entonces le despreciaba tanto como antes le había idealizado.
—¿Ha tenido muchos amigos así el doctor Bénédic?
—Casi tantos como barcos, Sir... Al menos cada vez que ha desembarcado alguien un poco vistoso... Lo que ocurre es que les detesta...
—¿A quién?
—A los de aquí. Aunque, si quiere conocer mi opinión, todos se detestan. Al principio me preguntaba por qué. Claro que los hombres se detestan en todas partes, pero con esa ferocidad... Pues bien, Sir, creo que es porque aquí terminan por parecerse más los unos a los otros. Lo saben. Mire usted, aquí, en el bar, a la hora del aperitivo se miran... Cada uno de ellos se dice: «Yo también debo de ser como eso... aunque no tan malo...».
»Por eso envidian a los nuevos, a los que desembarcan, a quienes aún queda cierta energía. Hay una palabra, Sir, que pocas veces pronuncian: encanacarse. Porque antes, a todos los indígenas de las islas les llamaban canacos... Y encanacarse, pues, ya se lo puede imaginar...
¿Era encanacarse empujar tres o cuatro veces al día la puerta vidriera del English Bar, después de haberse parado un momento para escuchar? Esta pausa se había convertido en una manía. A Owen le gustaba la atmósfera de aquel bar, cuando el gato pelirrojo dormía, el jockey salía de detrás de su mostrador con los ojos turbios de sueño, y los dos podían ponerse a charlar en paz.
A menudo, si oían voces, el mayor iba a dar la vuelta a la manzana, para dar tiempo al cliente a que se fuera.
—En cuanto a comer, le dará bien de comer... Mariette se encargará de la cocina. Probablemente tripas.
—Pues sí, me ha preguntado por teléfono si me gustaban las tripas.
—El las adora. No le sirve de nada, pero tampoco le sirve de nada beber durante todo el santo día. Con los demás es terrible. Por eso hay muchos que le esquivan. Les dice con toda crudeza, incluso aquí, en el bar: «Amigo mío, tú reventarás dentro de seis meses... Ya empiezas a apestar. Palabra, hueles a muerto. Te estás pudriendo en vida...».
Fue una noche muy extraña. El Cercle Colonial estaba casi vacío. Era un local sombrío y polvoriento, frente al lagón. Pocos años atrás no había otro círculo en Papeete, y todo el mundo lo frecuentaba. ¿Fue a causa del médico por lo que los disidentes habían fundado el Yacht Club? Mac Lean lo aseguraba.
—Esa Mariette y su marido desembarcaron un buen día sin que nadie supiera de dónde venían ni lo que querían hacer. Al parecer él había sido peluquero en varios paquebotes, y quiso abrir una peluquería en San Francisco, pero los negocios le fueron mal. Vivieron un tiempo en la fonda de Marius, y el médico fue allí a olfatearles, sí, lo mismo que un perro va a olfatear a una perra que acaba de llegar al barrio. Ella no es guapa, ya la verá. Es vulgar. Con la voz cascada, más bien tiene el aire de salir de alguna casa...
»Pero a pesar de eso, al menos hubo cinco o seis que anduvieron detrás de sus faldas... Hombres que aquí, téngalo en cuenta, tienen todas las chicas guapas que quieran. Enseguida quedó claro que no había que preocuparse por el marido. El gobernador, que también tuvo que ver con Mariette, contrató a su marido como jefe de los jardineros... No sé si él entiende de eso, pero tampoco tiene ninguna importancia.
»Cuando todos se cansaron, sólo quedó el médico, y su relación aún dura. La instaló en el Cercle Colonial, del que no tardará en ser el único miembro, y donde ella lo dirige todo, el bar, la cocina... Por encima de las mesas verá usted ropa interior de mujer y novelas baratas.
Aquella noche el médico llevaba un traje de hilo muy limpio, una camisa ligeramente almidonada, abierta sobre su cuello colorado y macizo. Incluso había ido al barbero, y aún olía a loción de violeta.
Mostraba cierta afectación comportándose como el dueño de la casa, metiéndose detrás del mostrador para servirse a sí mismo los aperitivos.
—Es que hoy Mariette nos va a hacer la cena. No sé si es usted un sibarita, mayor...
Desapareció dos o tres veces, y volvió frotándose las manos.
—Ya verá, ya verá... Cuando lleve varios meses aquí comprenderá lo que valen ciertas delicias...
¿Por qué tenía Owen la sensación de que su compañero era un ángel caído que se empeñaba en arrastrarle a los abismos? Veía todo aquello desde su lado cómico, como si viera un grabado de Épinal. Tenían la misma edad. Los dos tenían muchas cosas parecidas. ¿Acaso el médico no se sentía despechado, cuando observándole a hurtadillas comprobaba que su compañero estaba menos ajado que él, con los ojos aún claros, sin ojeras o casi sin ellas, con la carne más firme?
Apareció Mariette. Para cocinar se había anudado un pañuelo a la cabeza, y cuando se lo quitó los cabellos le cayeron en desorden a ambos lados de la cara. Iba en zapatillas, sin más ropa que un vestido que, a causa del calor, se le pegaba a la piel. Su cuerpo se había ajamonado, tenía los pechos caídos, un rollo de carne en la cintura, un vientre tan moldeado por el vestido que se le veía el ombligo.
Bénédic la tuteaba adrede, cuando pasaba cerca de ella o ella cerca de él, no dejaba de darle una palmada amistosa en las nalgas.
Y sin embargo era un hombre lúcido. Era él quien explicaba:
—Ya verá qué gentío habrá esta noche en el Moana. Todos esos caballeros tan distinguidos estarán allí sin faltar uno. Ayer algunos aún no estaban al corriente. Ahora saben que hay una chica nueva, y seguro que puede contar con una veintena de candidatos. Aunque sea fea... Y además dicen que es guapa. Usted ya la ha visto...
—Sólo a medias.
—Además tiene toda una historia, no es una pasajera cualquiera, ha hecho el viaje en un bote de salvamento, y un oficial del barco ha desertado por ella... Por cierto, a ese muchacho le he visto...
Soltó una risa que quería ser cínica.
—Sí, sí, he ido a verle, como los demás. Usted también se volverá así, mayor. No tenemos tantas distracciones. Hoy, personas serias como yo se han tomado la molestia de ir a tomar una copa a la fonda de Marius para ver al telegrafista... Hay quien dice que matará a la mujer. Se preguntan si tiene un revólver. ¿Qué me dice de estas tripas? Ven a brindar con nosotros, Mariette. Claro que sí, tal como vas... Es inútil que vayas a vestirte, ¿verdad, mayor?
Comía, bebía, hablaba abundantemente.
—Ya ve, es otro drama en potencia. Hablo de Lotte y de su oficial. Cuando llegó usted, ya vio el gentío que había en el muelle. Cada vez es lo mismo. Pues bien, lo que todo el mundo se pregunta al mirar a los pasajeros que cruzan uno a uno la pasarela es: «¿Qué va a suceder de interesante?».
»Cada barco supone alguna novedad. Nos enteramos enseguida. A veces los recién llegados pasan aquí semanas, meses sin llamar la atención, y sólo más tarde estalla el drama.
»Sí, al desembarcar me fijé enseguida en usted. Al otro extremo de la isla hay un Lord inglés que se le parece un poco, aunque es más delgado y tiene más edad.
Porque también estamos acostumbrados a los ingleses. A menudo incluso son los más interesantes, porque se aferran más a su respetabilidad, luchan durante más tiempo...
Y en el coche, un poco más tarde:
—¿Qué opina usted de Mariette? Todo el mundo le dirá que me engaña, y es verdad... Hay días en que está de tan mal humor que uno no puede ni acercársele. He tratado de prescindir de ella. Estuve tres semanas sin poner los pies en el Cercle... A propósito de Lotte...
Hasta los que aún no la habían visto ya la llamaban Lotte.
—Seguro que Mac le ha hablado de ella. Antes de embarcarse bailaba en una sala de fiestas de Colón. Alfred Mougins parece conocerla. Sin embargo no debía de conocer su presencia a bordo. ¿La vio a menudo en la cubierta de los botes?
—Por así decirlo, nunca.
—Es una historia curiosa. Claro que los que nos llegan son casi siempre fenómenos. Hasta los funcionarios. Porque sepa usted que a los otros no se les ocurre hacerse nombrar en Tahití. Cuando veo que uno desembarca, sea quien sea, me digo: «este tiene una tara». Y busco la tara.
—¿Ya ha encontrado la mía?
—Tal vez. Se lo diré dentro de unos días. En cuanto a esa Lotte, ya la tiene instalada en el Moana. No sé si ya la harán bailar esta noche, pero no tardarán en exhibirla. Oscar es muy listo, y no perderá esta oportunidad. El otro, el Alfred de Panamá, hoy se ha mudado a una casita cerca del Moana, que también pertenece a Oscar... Son muy amigos, uña y carne... Todos van a vivir juntos y mezclados... El telegrafista no tardará en ir a merodear por aquellos parajes.
Se produjo un silencio durante el cual sólo se oyó el coche que se deslizaba por la carretera, luego un suspiro.
—Es para morirse de risa, ¿no le parece a usted, mayor?
Y no podía saberse si hablaba en serio o con ironía.
—¿No se lo había dicho?
Aunque en el puerto no hubiera ningún barco, en el Moana había más gente que la primera noche. Todas las mesas estaban ocupadas, y a los dos hombres les costó bastante encontrar un velador en un rincón.
—Fíjese... Ahí está.
En efecto, en una mesa, cerca del bar, se veía a dos hombres y a una mujer hacia la que se dirigían todas las miradas. Los dos hombres eran Alfred y el dueño del local, Oscar. Entre ellos, una mujer que en otro lugar hubiera pasado inadvertida, a la que quizá no se hubiera prestado atención aquí, de no ser por su aventura.
Sonreía vagamente, consciente del interés que despertaba. Como una vedette reconocida por la muchedumbre, adoptaba una actitud despreocupada, fumaba lentamente su cigarrillo, inclinándose a veces hacia sus acompañantes para hablarles a media voz.
Casi inmediatamente Alfred Mougins vio al médico con Owen, y tocó el brazo de Lotte.
—Mira —debía de decir—, es él... El de los cabellos plateados.
El, el hombre que en el barco todas las noches le llevaba agua, víveres y fruta, el que daba unos golpecitos en la lona como si fuese una puerta, el hombre al que habían engañado.
Ella miraba con curiosidad a Owen, hacía preguntas, sonreía.
—Están hablando de usted, mayor.
—Ya lo sé.
Ya no era una niña. Tenía al menos veintiséis años, quizá treinta. Era rubia, de un rubio artificial. Llevaba, como las indígenas, un pareo con grandes flores blancas anudado justo por encima de los pechos, y que se ceñía estrechamente a las caderas.
—Mire ahora en medio de la sala... Más a la izquierda... Sí, la mesa grande, donde ya hay unas cuantas botellas de champaña.
El mayor reconoció al señor Frère, siempre alto y sombrío como un Don Quijote vestido de paisano. Estaba en medio de dos muchachas maoríes. En su mesa había otros blancos, entre ellos un hombre bastante joven que se agitaba mucho y que hacía el papel de gracioso.
—Es Colombani, el jefe de gabinete del gobernador. Ya se lo había anunciado. No han perdido el tiempo. Y Frère, ese alto funcionario que en Francia debía de tener costumbres rígidas, al menos en apariencia... Si me permite decirlo así, le están poniendo un cohete en el culo... Dentro de dos días ya no pensará en las cuestiones administrativas por las que emprendió el viaje. Dentro de un rato, cuando vaya por la cuarta o quinta botella de champaña, tuteará a Colombani, y sabe Dios en qué cama se acostará esta noche.
Owen ya estaba acostumbrado al canto de las guitarras, a la luna, colgada encima de los cocoteros, que cubría el lagón de escamas plateadas.
Bénédic levantó la mano, chasqueó los dedos para llamar la atención de alguien, esbozó un ademán, y Oscar se puso en pie y fue hacia ellos.
—Buenas noches, doctor.
—Te presento a un amigo, el mayor Owen. ¿Qué tal, Oscar? ¿Estás contento? Te has salido con la tuya, bandido...
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Con qué salsa vas a servirnos a la Lotte?
Se rió de su propio juego de palabras, que Owen no había comprendido.
—¿Va a bailar?
—Esta noche no. Aún está cansada.
—¿Nos la presentarás?
—Cuando quiera, doctor. Ahora mismo, si lo desea.
Volvió la cabeza hacia la mesa de la joven y le hizo señas de que se acercara.
—El doctor Bénédic y su amigo.
—Encantada, doctor.
—¿Podemos pedirle que tome una copa con nosotros?
—Muy amables.
Tenía costumbre de hacerlo, en los cabarets de Colón y de otros lugares, una vez terminado su número debía sentarse con los clientes. Al quedarse solo, Alfred Mougins dirigía al inglés una sonrisa más irónica que nunca.
El médico pidió champaña. El dueño se alejó.
—¿No reconoce a mi amigo Owen?
—Me hubiera resultado muy difícil reconocerle, pero me han dicho quién era.
Y volviéndose hacia él añadió:
—Le agradezco mucho todo lo que hizo. Debe de guardarme un poco de rencor, ¿verdad? Le aseguro que no es culpa mía. Al principio me gustaba que usted se acercase. Yo llevaba cosas de comer, pero nada para beber. Tenía jamón, salchichón y galletas... Sólo cosas saladas. ¿Adivinó usted que era una mujer?
Parecía sentirse a sus anchas, y de vez en cuando dirigía una señal amistosa a Mougins y a Oscar. Miraba a todo el mundo, cada vez se sentía más el centro de la atención.
—No me atrevía a hablar mucho a causa de eso. Con los hombres nunca se sabe. Me decía que tal vez no me dejaría tranquila, que iba a tratar de aprovecharse... No sabía su edad. Fue lo que pasó con Jacques, quiero decir con el telegrafista. Seguramente le vio rondar siempre por los alrededores del bote. Tal vez le oyó hablar. Y ya la segunda noche fue él quien se acercó.
»Sólo que fue menos discreto que usted. Levantó la lona. Me vio. Enseguida se desbocó, me dijo que no podía quedarme allí, que iba a ponerme enferma, que acabarían por descubrirme... Es un buen chico, pero ¡qué joven puede llegar a ser! Yo ya veía más o menos lo que iba a pasar. Por otra parte, había cosas para las que le necesitaba.
Owen había pensado en ello, pero había tenido la delicadeza de no mencionarlo. Ella sí lo mencionó, sin falsos pudores.
—Ya sabe, hay ciertas necesidades... Acepté ir a su cuarto de baño. Cuando vi que tenía una ducha no resistí al deseo de utilizarla. Se convirtió en una costumbre. Yo iba allí todas las noches. Me vio desnuda. Yo no podía imaginar que eso le produciría tanto efecto. Se puso como loco, hasta llegué a tenerle miedo... Me suplicó que durmiese unas horas en su cama mientras él montaba guardia, y se pasó todo el tiempo viéndome dormir...
»Ha de saber que ni me tocaba. Fui yo quien por fin tuvo compasión de él. No me figuraba que eso pudiera tener ninguna importancia. Se le había metido en la cabeza que yo había cometido un crimen, y después, que era una espía. ¿Se imagina? Cuando le decía que era bailarina no me creía. "Reconozca que ha querido abandonar a sus padres..." ¡Qué idea! Hace siglos que mis padres no se ocupan de mí.
»Se había enamorado. Insistía para que continuase el viaje con él. Quería instalarme en su cabina, que él mismo limpiaría para que no me descubriera el camarero.
»¡Y a usted, cómo le detestaba! Estaba convencido de que sabía que yo era una mujer, y que se había enamorado de mí. Tuve que dejarle que me llevase a tierra.
—Y entonces no quiso separarse de usted.
—Ya no sabía lo que quería. Había momentos en que me preguntaba si no estaba borracho, porque le veía tan exaltado... Según decía, su vida sólo tenía sentido desde que me conoció. Siempre había sido desgraciado. Nadie le comprendía. El cuento de siempre, vaya. Hay muchos que nos cuentan lo mismo, incluso personas en apariencia serias, pero a las cuatro de la madrugada, cuando han bebido demasiado champaña.
»Me acuerdo de una frase que repetía con obstinación: "No volveré al desierto". ¡Pobre chico! Si yo fuese su madre... En el fondo, todo eso es culpa de su madre, que nunca le dio rienda suelta... En otro momento, en el extremo de la isla, me propuso seriamente que muriéramos los dos. ¿Es verdad que ahora está más calmado?
Owen y el médico se miraron.
—¿No le ha vuelto a ver? ¿No ha venido por aquí?
—Si ha venido, no me lo han dicho. ¿Cree que corro algún peligro?
Bénédic, que debía de tener cierto fondo de sadismo, pareció vacilar.
—Quién sabe. Esos chicos son capaces de todo...
—Pero yo no le he hecho nada... He sido buena con él, nada más. Ni siquiera le he dado alas...
—¿Qué le dijo usted que venía a hacer a Tahití?
Entonces hubo en ella un cambio radical. Hasta entonces había hablado con espontaneidad, pero de pronto miró al doctor desconfiadamente, y luego se volvió hacia Owen.
—No me acuerdo... No tiene importancia.
—¿Conocía a Mougins antes de embarcarse?
—¿Yo?, no.
—¿Y él?
—Conoció a mi madre. Me había visto bailar. Sabía quién era.
—¿Y será él quien se ocupe de usted?
—Ya soy mayorcita para ocuparme de mí misma.
—¿La ha contratado Oscar?
—Oiga usted, matasanos, me parece que es demasiado curioso.
A juzgar por su sonrisa, se hubiera jurado que Alfred oía toda esa conversación. Era imposible a causa de la música, de las voces, de los bailes, pero no le resultaba difícil adivinar lo que ella estaba diciendo.
Hasta entonces Owen, por así decirlo, no había participado en la conversación. Lo hizo negligentemente, como si le hablase al aire.
—¿No se ha sentido muy decepcionada?
—¿Decepcionada de qué?
—Al no encontrar a nadie...
Al otro lado de la pista, Alfred, al verle hablar, frunció imperceptiblemente las cejas.
—No le comprendo.
—Es mala suerte que él no esté precisamente aquí.
La joven miró hacia Mougins como para pedirle consejo, luego tomó la decisión de levantarse bruscamente.
—No sé de lo que me está hablando —dijo con mal humor.
Y volvió a la mesa de sus dos amigos. Al principio evitó dirigirles la palabra. Mougins, por su parte, evitó hacerle preguntas. En cuanto al médico, sorprendido, miraba de reojo al inglés.
—Apuesto lo que quiera que dentro de unos minutos se levantarán —murmuró éste.
No tardó en suceder. Mougins se puso en pie el primero, como un caballero que invita a bailar a su acompañante. En efecto, bailaron, lo cual les permitía hablar a media voz. Y sólo lo hacían cuando estaban de espaldas al mayor.
—Parece que le haya metido usted miedo —masculló el doctor, intrigado.
—Eso parece.
—¿Sabe lo que ha venido a hacer a Papeete?
—Quizás.
—¡Ah!
Era un hombre obeso de sesenta años, y sin embargo se agitaba en su silla como un niño ansioso por saber algo.
—En cualquier caso, Alfred Mougins también está al corriente...
—Es probable.
—¿Cree que han venido para lo mismo?
Owen no respondió. Cada vez que la pareja pasaba ante él, sostenía la mirada de Alfred, que no sonreía.
El médico seguía diciendo frases sueltas con la esperanza de arrancar una confidencia a su compañero, pero sus intentos fueron en vano.
—Me estoy preguntando si va usted a quedarse aquí tanto tiempo como yo suponía.
—¿Por qué?
—Porque por lo que veo usted ha venido con un objetivo muy concreto. Reconozca que piensa volver a embarcar en el Aramis cuando vuelva a pasar por aquí.
—Esperaba poder hacerlo.
—¿Y ahora?
—Ya no estoy seguro.
La verdad es que el desaliento acababa de abatirse sobre él, en aquel lugar, mientras sonaban las guitarras hawayanas, las carnes de las tahitianas le rozaban y respiraba su perfume.
¡Dios mío, qué lejos se sentía ahora! ¡Y qué viejo se sentía! Nunca se había sentido tan viejo. Miraba al médico y no estaba lejos de creer que había llegado al mismo punto que él.
¿Qué edad tenía Mougins? Cuarenta años, sin duda. No mucho más. Tenía la carne dura, los rasgos duros, la mirada dura. Ninguna consideración podía detenerle cuando se fijaba un objetivo.
Se habían visto por vez primera en aquel oscuro embarcadero de Panamá. Cada uno de los dos sólo era para el otro un puntito rojo, el punto rojo de un cigarrillo.
Entonces Owen habló como un ser humano habla con otro ser humano, y le habían hecho un desaire.
Desde aquel momento habían sido enemigos. Se habían estado espiando.
Pero entonces aún no eran rivales. Se contentaban con retarse con la mirada, sobre todo Mougins, que era agresivo por naturaleza.
Cuando veía desembarcar a un pasajero, el médico, por ejemplo, se preguntaba, tal como acababa de confesar: «¿Qué tara tiene?».
Dicho de otro modo, buscaba el resorte humano, mejor dicho, la herida que había conducido a un individuo cualquiera hasta el corazón del Pacífico.
Mougins era más práctico. No buscaba la herida. El resorte humano no le interesaba. «¿Cuál es su truco?»
Esta es la pregunta que se hacía delante de Owen. Porque el lugar de Owen no estaba a bordo de un modesto barco de funcionarios, de gendarmes, de maestros y de misioneros, sino en los grandes hoteles de la Riviera o de las capitales europeas.
Y ahora lo había descubierto. El inglés encontró a Lotte en el bote de salvamento, le había dado comida, se había preocupado por hacerla desembarcar, pero en resumidas cuentas había sido el francés quien se había quedado con ella.
¿Acaso Lotte le había pedido ayuda? Era improbable.
El había impuesto su colaboración, y las mujeres como ella no están acostumbradas a resistir a los hombres de esa clase.
—No está usted muy comunicativo, mayor.
—Le ruego que me perdone. Estaba muy lejos.
Era verdad. En Londres. En otros lugares. Estaba lejos de todo. Estaba cansado. Ahora se preguntaba por qué había emprendido aquel largo viaje.
Hablaban de él en la mesa de Lotte. El médico pidió otra botella, llamó a una joven tahitiana con vestido de baile, los pechos desnudos, la cintura con gajos de pandanus a modo de falda.
—¿Sigues viviendo en la fonda de Marius?
—Como siempre.
—¿Cómo pasa el tiempo el telegrafista?
—La primera noche Marius le emborrachó. No debe de tener costumbre de beber, porque enseguida perdió la cabeza. Se puso a llorar y a contar sus desgracias. Luego se sintió mal y no hubo más remedio que acostarle.
—¿Y durante el día?
—Se queda horas y horas encerrado en su cuarto. A veces sale. Anda solo por el muelle, con la cabeza descubierta. Qué lástima, es un chico guapo.
—¿No te has acostado con él?
—Todavía no.
La muchacha se alejó riendo, y el doctor murmuró al oído de su compañero:
—Con ésta puede usted lanzarse si se lo pide el cuerpo. Se llama Faatulia. Está limpia.
La mesa del señor Frère se hacía cada vez más ruidosa. Y era un espectáculo curioso ver a aquel hombre alto, de mediana edad, con una perilla color caoba, que perdía poco a poco su respetabilidad. Se echaba de ver que no estaba acostumbrado a aquellas cosas, y exageraba, se volvía lúbrico. Los otros se guiñaban el ojo. Empujaban hacia él a las muchachas, se las sentaban en las rodillas, veían crecer su excitación al contacto de los muslos desnudos y calientes.
Un boy indígena entró casi corriendo y se precipitó hacia la mesa del dueño, a quien habló en voz baja. Casi pisándole los talones entró un blanco que acababa de bajar de un taxi y que se detuvo un instante en el umbral, deslumbrado por las luces, ensordecido por el estruendo.
Era el telegrafista del Aramis, que aún llevaba su uniforme, porque había dejado el baúl a bordo.
Lotte no se movió. Había tenido el impulso de levantarse, pero Mougins le había puesto la mano sobre la rodilla, obligándola a permanecer inmóvil. El dueño, con aire desenvuelto, avanzó hasta el centro de la sala.
El joven estaba visiblemente desconcertado por todas aquellas miradas fijas en él. Al principio no vio a la que estaba buscando; un camarero fue hacia él y le condujo a una mesa, en el otro extremo de la sala.
Se adivinaba el diálogo, el camarero que preguntaba qué iba a tomar, el telegrafista que respondía que le daba igual.
Otro que también se encontraba en estado de amok. No debía de distinguir nada de lo que le rodeaba, nada, excepto de pronto la silueta, la cara de Lotte.
Entonces palideció.
—Estoy seguro —murmuró el doctor— de que Oscar ha telefoneado a su amigo Marius para que le coja el revólver, en caso de que tuviera uno.
Owen se secaba el sudor. Al contrario del joven, lo veía todo, advertía los menores detalles con una agudeza casi dolorosa.
Había allí una treintena de blancos venidos de Europa. Dios sabe por qué, una treintena de hombres para los cuales la mayor distracción, la de todos los días, la de todas las noches, era beber y acariciar la carne morena de aquellas muchachas maoríes que parecían pertenecer a otro mundo.
Muchos años atrás llegó un barco a esta isla, en la que vivían, como en un paraíso terrenal, hombres y mujeres coronados de flores.
Hoy los hombres eran camareros o taxistas; las mujeres, las más hermosas de ellas, pasaban riendo de los brazos de un hombre blanco a los brazos de otro hombre blanco.
El Moana, bajo la luna, rodeado de cocoteros que se balanceaban, parecía un decorado de teatro, pero era una realidad, y el hombre que acababa de entrar, que miraba fijamente ante sí con ojos extraviados, sufría tanto como si hubiese llegado su última hora.
Era incoherente. Incoherente que aquellas gentes se hubieran reunido, que aquella Lotte que bailaba en Colón para los pasajeros de los barcos, estuviera ahora sentada aquí bajo la protección de un crápula, que aún tenía su dura mano sobre su rodilla.
Incoherente que el hijo de una modesta viuda de Francia, que le esperaba en su piso limpio y bien ordenado, no tuviese más meta en la vida que aquella bailarina que ni siquiera era muy guapa, y que se le había entregado una vez como una compañera, amablemente, para pagar su hospitalidad.
El señor Frère estaba borracho. Debía de tener una mujer, hijos. El gobierno de su país le enviaba muy lejos para descubrir los abusos de sus administradores, y se dejaba ensuciar por ellos en medio de carcajadas. Si las mujeres que se sentaban a su mesa le hacían beber un poco más, si le animaban un poco más, si aventuraban unas cuantas caricias, de proponérselo, no tardarían en hacerle andar a cuatro patas como un perro.
—Para morirse de risa...
Owen se sobresaltó y miró al médico. Tuvo la intuición de que éste pensaba más o menos lo mismo que él. Pero el médico no luchaba. Al contrario. Se abandonaba. Cuanto más aprisa fuera todo, mejor.
Permaneciendo lúcido, mirando a los demás, ferozmente, repitiendo con una dolorosa ironía:
—Para morirse de risa...
Lotte se esforzaba, sin duda siguiendo el consejo de su compañero, por no mirar al telegrafista. Este seguía estando muy tenso, solo en su rincón. Bebía maquinalmente, encendía un cigarrillo que le temblaba en los dedos.
¿Qué misterio la adornaba a sus ojos? Se puso en pie. Los duros dedos de Mougins seguían manteniendo a la joven en su lugar.
No fue hacia ella, se deslizó hacia la salida sin acordarse de pagar la consumición, y el dueño, desde lejos, hizo una seña al camarero para que no la reclamara. Era un alivio que se hubiese ido. Lotte, a su vez, encendió un cigarrillo y soltó una bocanada de humo.
—No ha pasado nada —dijo Owen.
—Espere. Aún no ha terminado.
El médico tenía razón. Como las demás noches, había parejas que de vez en cuando abandonaban la sala para ir a tenderse en la playa. El propio inspector de las colonias fue hasta allí tambaleándose. Podían verse las sombras que se alejaban. Ya nadie se tomaba la molestia de sonreír.
Unos taxis se iban. Otros llegaban. Un taxista de gorra blanca entró y miró a su alrededor. Oscar, al verle fue a su encuentro, y los dos hombres conversaron a media voz.
Entonces Oscar se acercó para murmurar algo al oído de su amigo Alfred, y Lotte, que lo oyó, comenzó a agitarse.
El telegrafista no se había ido en su coche, y el taxista estaba inquieto.
Buscaron por los contornos del establecimiento, construido sobre pilotes. Interrumpían a las parejas.
—¿No ha visto al telegrafista?
—Acaba de pasar.
Le habían visto en la playa. Se dirigía hacia un pequeño cabo que cerraba el horizonte.
Seguían bailando. Las guitarras hawayanas continuaban sus cantos bajo la luna.
—Es el tercero —suspiró el doctor, cortando con los dientes la punta de un cigarro.
—¿El tercer qué?
—¿No ha observado que hay lugares que inspiran tal o cual gesto? Aquí la mayoría de las personas sienten la necesidad de ir a tenderse por parejas en la playa... Otros van más lejos, pero solos...
—¿Quiere usted decir...?
—Ya lo verá, ya lo verá.
Se vio. Se necesitaba la penetrante vista de un indígena para distinguir a lo lejos, a la luz de los rayos de la luna, un puntito oscuro que se movía. Un hombre nadaba frenéticamente hacia alta mar, como si quisiera huir, como si millares de millas de océano no se extendieran alrededor de la isla.
Salieron unas piraguas, con unos hombres de pie en la parte trasera. Cuando llegaron ya era demasiado tarde: ya no había nadie.
Alfred Mougins, sin moverse de su rincón, hizo una seña al barman para que sirviera a Lotte alguna bebida fuerte.
6
Owen aún estaba en la cama. Las ventanas, que daban al jardín, estaban abiertas; los estores venecianos recortaban la luz; y el aire, al atravesarlos, se dividía en mil arroyuelos que corrían a través del cuarto. Los mirlos de las Molucas todavía no habían terminado su algarabía, que comenzaba todos los días al salir el sol. ¿Eran dos? ¿Eran ciento? Sobre el césped, que regaba un chorro de agua, se entregaban a vehementes explicaciones sin fin.
Los primeros días a Owen le despertaron aquellos cantos. Ahora seguía oyéndolos, pero sin salir de su sueño; formaban parte de los ruidos de fondo, con el primer alboroto matinal.
El señor Roy, vestido de cocinero, con el gorro blanco en la cabeza, estaba de pie en el umbral. Los indígenas, portando frutas, verduras o pescado al mercado, pasaban ante él, y les detenía a su paso. Les hablaba en su lengua. Ellos respondían con una voz gutural, sonora y encantadora, entre grandes risotadas. La señora Roy iba y venía por la casa, vigilando la limpieza, abriendo a veces el enorme armario normando, en el rellano, justo al lado de la puerta de Owen, para coger sábanas, fundas de almohada y toallas.
Aquella mañana llegó alguien en coche. Aunque se hablaba maorí, Owen tuvo la impresión de que hablaban de él.
—Germaine —preguntó Roy a su mujer—, ¿se ha levantado ya el mayor?
La señora Roy, a su vez, preguntó a la criada:
—Nelly, ¿ha llamado ya el mayor?
—Sí, señora, hace media hora que le subí el desayuno.
Era verdad, pero luego seguía en la cama. Supuso que iba a tener visita, entró en el cuarto de baño y se puso la bata. Se lavó los dientes, se peinó cuidadosamente. Llamaron a la puerta.
—Adelante.
Era Mataia, el del coche, de quien ya no se acordaba. Sonriendo de oreja a oreja, daba vueltas a su gorra blanca entre sus lustrosos dedos.
—¿Sigues estando contento con el coche, Monsieur?
—Muy contento.
—Te he traído un papelito.
Sacó del bolsillo un papel doblado en cuatro y se lo tendió. Habían debido de ayudarle a escribirlo. Había palabras tachadas, letras añadidas. Era un recibo de mil francos, a nombre de «Monsieur mayor Owenne», por el alquiler de un coche durante un mes.
¿Acaso Mac Lean no había anunciado al mayor que no oiría volver a hablar de Mataia antes de su marcha? Owen le miró y comprendió que se sentía incómodo.
—¿Quieres que pague? — preguntó.
Y el otro, que hubiera querido decir que no corría ninguna prisa, asintió con la cabeza. El mayor sacó unos billetes de su cartera y los tendió al indígena.
—¿No me guardas rencor, Monsieur?
Claro que no. Pero aquel incidente trivial le estropeaba todo el día. Mientras se afeitaba, en el cuarto todavía fresco, seguía pensando en él, a pesar suyo, volvía a ver la sonrisa del encargado del garaje, que no era la sonrisa franca y alegre del primer día.
¿Y por qué al salir había sostenido Mataia una larga conversación en el umbral con el señor Roy? Poco antes, al abrir la cartera, Owen había comprobado que ya estaba casi tocando fondo. Se hospedaba en el hotel Pacifique desde hacía más de una semana. Como solía hacerse en la mayor parte de los hoteles europeos, ¿le presentarían la cuenta cada ocho días?
Al pasar por el vestíbulo, no sin cierta angustia dirigió una rápida mirada a su casillero, pero estaba vacío.
Cien veces le había ocurrido encontrarse en situaciones difíciles sin perder por ello la serenidad. Los problemas de dinero, sobre todo, nunca habían llegado a provocarle el menor sentimiento de vergüenza.
¿Por qué evitaba la mirada de la señora Roy? Sin embargo, ella le deseó buenos días con su amabilidad habitual, pero le pareció que había una pregunta en sus ojos.
El coche, como todos los coches de Tahití, pasaba la noche a la intemperie. Los asientos ya estaban calientes. El automóvil circuló por la carretera rojiza, y como si no necesitase que lo guiaran, giró a la izquierda y se detuvo delante del English Bar.
Kekela estaba fregando el suelo. El antiguo jockey, sentado detrás de su mostrador, que le ocultaba por completo, con las gafas puestas leía un periódico. Sólo se recibían periódicos una vez cada cinco semanas, pero se recibía un grueso paquete a la vez, de manera que los leían uno tras otro, empezando por el más antiguo, y la lectura constituía una especie de folletín.
—Hermoso día, Sir —decía invariablemente Mac Lean, aunque en Tahití, aparte de la estación de las lluvias, que dura dos meses, todos los días son igualmente radiantes.
—Hermoso día, Mac. Esta mañana he recibido una visita...
Aunque la cara del jockey permanecía impasible, a Owen le pareció que se lo esperaba. ¿Acaso no era el primero en saber todo lo que ocurría en la isla?
—Mataia, el del coche, me ha pedido el dinero...
—¿Le ha pagado, Sir?
—¡Qué remedio!
—Sí, es mejor que le haya pagado.
—Me habías dicho que no me pediría nada hasta el día en que me fuera.
—En efecto, así suele ser la mayoría de las veces, Sir.
—¿Y eso qué significa?
También Mac parecía sentirse incómodo. Ya la víspera Owen había creído encontrarle menos cordial que de costumbre.
—Creo que alguien le ha metido miedo, Sir.
—¿Sabes algo?
—Mataia, con su coche, lleva muchas veces a chicas al Moana. Es posible que allí haya alguien que hable de usted.
—¿Alfred Mougins?
—No sé nada concreto, Sir, pero hay alguien que no debe de quererle bien.
—¿Ha hablado con otras personas?
—Cuando se trata de cosas que pasan únicamente entre blancos no estoy tan bien informado... Entre nosotros, Sir, ¿tiene usted dinero?
—Muy poco, Mac.
—¿Suficiente como para esperar al próximo barco?
Negó con la cabeza, y Mac suspiró.
—Será muy difícil, Sir. Si yo estuviera en su lugar, me daria prisa antes de que sea demasiado tarde. No sé nada concreto. Mire, su amigo, el médico... Usted ha dejado que fuera solo al Moana... Eso le dolió. Antes de ir, vino a preguntarme dos o tres veces si sabía dónde estaba usted.
—No tengo ganas de ir todas las noches al Moana.
—Le entiendo... El doctor fue solo. Eso fue anteayer, ¿verdad? Al día siguiente del suicidio del joven telegrafista. Ayer no notó usted nada. Pero yo vi que el doctor le observaba a hurtadillas. Después de almorzar, cuando yo estaba solo, vino a tomar una copa, y me hizo preguntas...
—¿Qué preguntas?
—Preguntas bastante vagas. Si hacía mucho tiempo que le conocía, si de verdad era mayor, dónde nos habíamos visto antes de ahora... ¿Cree que es rico?, acabó preguntándome.
»Le respondí que para vivir como usted está acostumbrado a vivir, debía de tener rentas...
»Tal vez no sea grave, pero es significativo, ¿me comprende?
—Comprendo.
Aquello no sólo le inquietaba, sino que le dolía. Se había creado una cierta intimidad entre el doctor Bénédic y él. No era amistad propiamente dicha. Observaba al médico. Sentía un poco de compasión por él, y le divertía comprobar que por su parte el otro espiaba sus menores reacciones.
—Créame, Sir. Seria mejor que tomara sus precauciones. El señor Weill le propuso ayer presentarle en el Yacht Club...
Había comprendido. Le humillaba ver que el antiguo jockey le indicaba así la conducta que debía seguir. Bebió dos whiskis más que las otras mañanas. Georges Weill, el abogado, que era soltero y que sólo tenía unos treinta años, fue a tomar el aperitivo hacia las doce.
—¿Qué le parece, mayor, le llevo esta tarde al club para jugar al bridge? Ya verá que es un poco menos polvoriento que el Cercle Colonial. Allí encontrará menos funcionarios, más comerciantes, personas que hacen o que han hecho algo... Algunos están casados y tienen mujeres guapas... ¿Usted no pesca?
No pescaba.
—Tenemos algunos pescadores entusiastas, que tienen canoas automóviles... A propósito, en su barco había un norteamericano, un tal Wiggins...
Owen se había olvidado completamente de aquel hombre, que había estado borracho durante los dieciocho días de la travesía.
—Es un tipo asombroso. Esta mañana ha pescado con caña un tiburón que mide cerca de dos metros. Ha alquilado por un mes la motora de uno de mis amigos. Sale al mar todas las mañanas, antes de que amanezca, medio desnudo, con un solo indígena que le han recomendado... Ya está casi tan bronceado como él. Empezó a pescar con arpón, zambulléndose...
Aquello era inesperado: el que a bordo había sido tema de todas las conversaciones, el que provocaba con su conducta la indignación o la compasión, en tierra resultaba ser el más sólido. Vivía en una de las cabañas del Blue Lagoon. Nunca se le veía en Papeete. Tal vez ni se había puesto un traje desde que llegó. Vivía en el mar, pescaba, nadaba.
—¿Bebe? — preguntó el mayor.
—Sí, agua mineral. Nada más. Si le divierte salir a pescar uno de esos días...
El no era hombre de motoras, anzuelos, arpones, como para exhibirse con el pecho desnudo y broncearse al sol. Necesitaba sus trajes bien cortados, su andar digno, su sonrisa.
—¿Le recojo esta noche a las nueve? A no ser que prefiera cenar allí...
—A las nueve.
Después de almorzar encontró al médico.
—¿Qué hacemos esta noche, mayor?
No se atrevió a confesarle que iría al Yacht Club, la bestia negra del hombre del Cercle Colonial.
—Creo que me iré a la cama.
—¿Una vueltecita por el Moana?
—Hoy no.
—¿Sabe que Lotte ha estado muy bien? Anteayer tenía que empezar a cantar. Debido a lo que pasó con el telegrafista, decidió no debutar hasta el día siguiente del entierro.
Habían encontrado el cadáver en la playa, justo enfrente del Blue Lagoon...
—Mougins parece que se ha convertido en su empresario... No se aparta de ella ni a sol ni a sombra. ¿Hubo algo entre ustedes dos?
—¿Entre quiénes?
—Entre Mougins y usted.
—Nada de particular. Nunca nos hemos dirigido la palabra.
—¡Ah!
Y el médico, que se moría de ganas de decir algo, prefirió callarse. Mac Lean tenía razón. Había que actuar aprisa. Lo peor es que no se sentía con ánimos.
En Francia, en Italia, en Egipto o en Londres, estaba en su terreno. En el marco de un hotel de lujo, ya fuera en los Champs Élysées o en la Croisette de Cannes, se movía a sus anchas. Los empleados de la recepción, los porteros, los barmen lo conocían bien, le trataban con la respetuosa familiaridad que se reserva para los clientes antiguos.
Incluso los que sospechaban su verdadera actividad, no lo demostraban, porque sabían que con él no se corría ningún peligro. En el casino los jefes de juego le dirigían sonrisitas que hubieran podido parecer alentadoras. Sólo a veces alguno de ellos le decía en voz baja:
—Esta no es una mesa para usted, mayor.
Gente que no se dejaría desplumar sin poner el grito en el cielo, o personalidades a las que tenían interés en dejar a salvo. El no insistía. Todo se hacía correctamente, entre hombres de mundo. Y si llegaba a perder, la casa no tenía inconveniente en adelantarle unos cuantos luises.
Personajes muy bien situados volvían a coincidir con él cada temporada, y le invitaban a su mesa. No en su intimidad, claro, sino cuando tenían cierto número de invitados. Les divertía. Era alegre, ingenioso, siempre con la misma sonrisa deliciosamente irónica en su cara redonda y rosada.
Le pedían pequeños favores porque conocía a todo el mundo y podía poner en relación a personas que necesitaban conocerse.
Sin embargo, ya en Europa, en los últimos tiempos no tenía los mismos ánimos. No es que estuviera propiamente cansado. El corazón seguía respondiendo, el hígado apenas un poco sobrecargado. Se movía con agilidad, tenía buena vista y un apetito excelente.
Pero no dejaba de notar síntomas de envejecimiento. El, que durante toda la vida había sido un gran amante de la soledad, empezaba a tenerle casi miedo. Se quedaba en los bares hasta que cerraban, aceptando cualquier compañía, no se resignaba a volver a su cuarto hasta que no tenía más remedio que hacerlo.
Ahora a veces miraba a las parejas con envidia. Se volvía para mirarlas, no a causa de su amor, sino porque eran dos.
También miraba a los niños, a los jóvenes, a las jóvenes.
¡Bueno! Basta ya de pensar en todo eso. Volvió al hotel Pacifique. Tenía que cuidar sus ademanes, su sonrisa. También aquí estaban pendientes de él.
Sin duda alguna Alfred Mougins había desencadenado las hostilidades. ¿Por qué? ¿Para qué hacerse la pregunta? Mougins le detestaba, era un hecho, porque era Mougins.
La señora Roy, ¿era menos afable que los demás días?
«Peligroso», se repetía. «Si empiezo a preocuparme...»
¿Iba a dejarse impresionar por la dueña de un pequeño hotel de Tahití?
Necesitaba ser él mismo, plenamente. Actuar aprisa, como había dicho Mac Lean, pues el muy granuja sabía muy bien lo que se decía.
A veces sonreía mientras estaba comiendo en su rincón del jardín. Pensaba en el antiguo jockey.
«No es tonto el muy canalla», pensaba. «Tiene miedo de que le dé un sablazo. Preferiría no tener que decirme que no. Pero sin duda me diría que no. Por eso me aconseja que actúe aprisa.»
Permaneció echado durante casi toda la tarde. Dormía poco, casi todo el rato se mantuvo en un duermevela, viendo desfilar imágenes en medio de la luz dorada que atravesaba sus cerrados párpados.
Lo que predominaba en él era la sensación de una injusticia de la suerte. Nunca había pedido grandes cosas al destino. En resumidas cuentas, ¿qué le había pedido? Vivir en unos decorados armoniosos, por otra parte siempre los mismos, siempre los de grandes hoteles que se habían convertido casi en su hogar. El desayuno de todas las mañanas, y su buen olor en el balcón, casi siempre ante el mar o ante los Champs Élysées.
Un aseo largo y minucioso de mujer hermosa. El baño, la ducha helada, el guante de crin, el barbero del hotel que subía a acicalarlo a su cuarto.
El ascensor y el vestíbulo fresco, las sonrisas del personal, un cigarro que encendía, sintiéndose cómodo en un traje bien cortado, recién afeitado, el paseo higiénico antes del primer whisky en un bar donde le conocían...
No tenía coche. Siempre había conducido el coche de los demás. No tenía el menor deseo de poseer uno. Almorzar en un buen restaurante en el que casi siempre se le invitaba, el coñac y el cigarro antes de la siesta...
A su alrededor, la gente, sus vecinos de piso, aquellos con los que cenaba o jugaba por la noche, se daban la gran vida, manejaban millones de francos, de libras o de dólares, y él no les envidiaba, estaba contento con su suerte, satisfecho de aquella existencia que se había creado a su sombra.
Volvían a encontrarle con el mismo placer con que él volvía a encontrar a tal barman o tal jefe de recepción.
—¿Ya en Cannes, mayor? La temporada es espléndida.
¿Qué había ido a hacer a Tahití? ¿Y por qué René Maréchal había tenido que sentir la necesidad de recorrer el archipiélago en goleta?
¡Las cosas hubieran podido suceder de una forma tan sencilla! Un poco más de mansedumbre por parte de la suerte, y ahora seria un hombre jubilado, sin más preocupación que la de pasar el resto de sus días con dignidad.
Se vistió con esmero, comió ligeramente, siempre en el jardín, donde había insectos girando alrededor de las lámparas. Se le ocurrió la idea de tomarse una copa de Chartreuse, y lo hizo. ¿De veras temía la señora Roy por su factura?
A las nueve se encontró con Georges Weill en el English Bar, y Mac Lean le dirigió una sonrisa alentadora.
El Yacht Club era una simple construcción de madera sobre pilotes. Cuando llegaron había allí una veintena de personas que tomaban el café o la copa, y Weill le presentó en varias mesas.
—El mayor Owen...
La mayoría de las caras le eran familiares. Conocía menos a las mujeres, que apenas frecuentaban los bares o el Moana, y algunas de ellas eran jóvenes y bonitas.
—¿Usted qué toma, mayor?
A pesar de todo, aquello era pobretón. No pobre literalmente hablando, pero todo apestaba a aficionado. Evidentemente, aquellas personas, perdidas en una isla del Pacífico, querían hacerse la ilusión de llevar una vida lujosa. Aunque no era polvoriento, como el Cercle Colonial, no dejaba de ser mezquino, y el mayor tenía la impresión de contemplarse a sí mismo con ironía en medio de un decorado como aquél.
Qué más daba; Mac tenía mucha razón: había que actuar aprisa.
Y mientras degustaba un viejo coñac, recuperaba su mirada profesional para tomar las medidas a los personajes presentes. Sonreía, muy hombre de mundo.
—Tenemos muy buenos jugadores de bridge —anunció Weill con orgullo.
No se atrevió a preguntar a cuánto jugaban.
—Si quiere que organice una mesa...
El seguía diciendo que sí, sonriendo. Trajeron las cartas. Le preguntaron:
—¿A cuánto su punto, mayor?
—El suyo me parecerá bien.
¿Habían llegado hasta allí las murmuraciones de Alfred Mougins? Creyó que así era. Le pareció que aquellos caballeros cambiaban entre sí rápidas miradas.
Entonces llegó a preguntarse si la invitación del abogado no sena una trampa.
—¿A cinco céntimos el punto?
—De acuerdo.
—¿Juega usted al culbertson?
—Si ustedes lo juegan...
Sus manos, finamente modeladas, estaban extendidas sobre la mesa, y no tocaban las cartas. Aunque todos ellos sólo jugasen al bridge, con un poquitín de suerte conseguiría ganarse el sustento. Le había ocurrido a me nudo, en la temporada baja, ganarse el pan con la única ayuda de sus ganancias en el bridge. Sin hacer trampas, porque en este juego es casi imposible.
Perdió una manga, y se preguntó si no era mejor perder la partida. La ganó para no decepcionar a su compañero, que se estaba poniendo nervioso.
Con el cigarro en los labios, permanecía inmóvil, aureolado de humo, y sus manos parecían casi ni tocar las cartas. Hablaba poco, escuchaba cortésmente los comentarios, no se impacientaba cuando los espectadores que tenía detrás se inclinaban sobre sus cartas.
—Es usted un gran jugador, mayor.
—De clase internacional —corroboró Weill.
—Trato de defenderme.
A las doce había ganado tres partidas y había perdido una. No se dignaba tocar los mil y pico francos que había ante él sobre el tapete.
—Siento tener que...
—¿Está usted bromeando?
La mayoría de los casados se iban. Quedaban unos diez jóvenes, así como el industrial belga, de unos cincuenta años, que había seguido las partidas manifestando cierta impaciencia.
—¿Qué me dice de una partida de póquer?
Lo esperaba. No podía haber sido de otra manera. Había que permanecer tranquilo, no demostrar ninguna alegría. A pesar de la cordialidad bastante ruidosa que le rodeaba, a pesar suyo continuaba pensando en una trampa.
«Hay que actuar aprisa, Sir.»
—Si les divierte este juego...
¿Qué límite fijamos?
—Espero que no sea demasiado alto. Hoy en día los rentistas, incluso los rentistas ingleses, no están en una situación óptima.
Lo decía sonriendo, disculpándose.
—¿Un luis por envite? Como ve, casi jugamos como padres de familia.
Pensaba en la señora Roy, quien, probablemente inquieta por su dinero, un momento antes le miraba a hurtadillas; en Alfred Mougins, quien sin duda había hablado; en el médico, que aquella tarde no le había demostrado su cordialidad habitual.
¿Qué debía hacer? Se sentía como un malabarista, como un acróbata de circo que estaba a punto de efectuar su número. Estaba seguro de sí mismo, de su habilidad, de su sangre fría. Jamás en el curso de su carrera había cometido un error.
Sólo de él dependía que al cabo de una o dos horas ganara unos cuantos millares de francos que le permitieran salir del apuro. Sin duda ganaría más, porque los demás jugadores insistirían por voluntad propia en pedir que se aumentaran las puestas.
Aún vacilaba, seguía pensando en una trampa. Le inquietaba un presentimiento.
Varias personas se habían sentado alrededor de los jugadores, y Owen creyó reconocer a una de ellas: ¿no era el comisario de policía que había examinado su pasaporte cuando desembarcó?
«Si está aquí para vigilarme...»
Perdió una partida, dos partidas: tres damas contra un trío de reyes, un full contra un póquer de jotas...
—Un whisky —pidió al barman indígena.
Y un nuevo cigarro.
«Actuar aprisa...»
Y lo hizo precisamente porque el comisario de policía estaba allí, precisamente porque olfateaba el peligro. Lo hizo porque se había sentido cansado, porque había dudado de sí mismo y necesitaba volver a cobrar ánimos.
Se había prometido ser prudente: el primer día, perder más que ganar, o ganar muy poco.
Sus manos tocaban las cartas como las de un malabarista tocan las bolas que parecen obedecerle. Y las cartas le obedecían.
—Tres reyes —mostró su compañero.
El dio la vuelta negligentemente a cuatro damas.
Un primer jugador, que había perdido mil quinientos francos, fue a firmar un cheque a la caja para continuar la partida. Weill, en cierto momento, cedió su lugar a otro, desalentado.
«Sospechan de mí. Me observan. El comisario no aparta los ojos de mis manos. O sea, que debo ganar...»
Era casi su vida lo que ponía en juego aquella noche, y era consciente de ello. Mañana, pasado mañana, Mougins haría el vacío a su alrededor. Si la señora Roy le presentara la nota y no pudiese pagarla, perdería todo crédito.
¿Le quedaría entonces el recurso de adentrarse en la isla y convertirse en un turista de plátanos?
¡No a los sesenta años! Mac Lean tenía razón. Había que ganar muy aprisa, ganar todo lo que fuera posible. Ya tenía ocho o diez mil francos ante sí.
—El único medio de resarcirnos, mayor, es que acepte usted que se eleven las puestas.
Estaba seguro de que lo propondrían, fingió vacilar.
—Verán, caballeros, temo que se expongan ustedes demasiado, y que luego me acusen de abusar de su hospitalidad. Yo hace muchos, muchísimos años que juego al póquer... En Oxford, allí se nos prohibía, pero debido a la prohibición aún jugábamos más, hubiera podido mantener a una bailarina con lo que gané a mis camaradas.
Ellos se obstinaban. Dos jugadores tuvieron que abandonar por falta de dinero. El comisario en persona ocupó el lugar de uno de ellos, y perdió tres mil francos en pocos minutos.
—Desde luego, no tengo inconveniente —bromeó Owen— en jugar con la camisa remangada.
Cierto. Así lo hizo, como si no se lo tomara en serio y siguió ganando.
—Ya se lo había dicho... Son más de las tres... A no ser que quieran ustedes...
¡Lo había conseguido, demonio! Tenía que ser así. Había ganado treinta y dos mil francos: lo suficiente para todos sus gastos hasta que volviera el Aramis, y también para el pasaje de regreso.
—Si me permiten que les invite a una ronda...
Pidió champaña. Más que guardarle rencor, le admiraban. En un rincón Weill preguntó en voz baja al comisario:
—¿Cree que ha hecho trampas?
—Juraría que no. He estado observándole todo el rato.
Y Owen adivinaba las palabras que decían, sonreía seguro de sí mismo, igual a sí mismo en sus mejores días.
—No les ofrezco desquite porque no sería honrado por mi parte... Ya ven que las cartas me —conocen tan bien que por nada del mundo querrían serme infieles.
Ya no había luz en el local de Mac cuando pasó ante el English Bar, y ello le produjo como un resentimiento infantil. Le hubiera gustado anunciar al antiguo jockey, pidiendo un último whisky: «¡Misión cumplida!».
Otra vez estaba solo; estuvo a punto de ir hasta el Moana para mirar cara a cara a Mougins.
Pero ¿para qué? Tenía ganas de seguir bebiendo, pero recorrió en vano con su coche las calles de Papeete buscando un bar abierto. En el hotel sólo encontró al vigilante nocturno.
—¿Puedes servirme un whisky?
—No, señor. La dueña tiene la llave del bar.
Tuvo un sueño agitado y soñó con Mougins. Era confuso. La cara fría y maligna del hombre de Panamá era como un muro que se levantaba sin cesar ante él y a la que intentaba en vano rodear.
Cuando le despertaron los gritos de los mirlos de las Molucas, lo primero que pensó fue: «¿Por qué no llegar a un acuerdo con él?».
Ahora que tenía dinero en el bolsillo, volvía a sentirse seguro. No era sólo por odio hacia un hombre de otra clase por lo que Mougins se obstinaba en irle poniendo zancadillas.
Había tomado a Lotte bajo su protección. Lotte conocía a Maréchal. Lotte no había hecho porque sí, en el fondo de un bote, el viaje a Tahití.
¿Por qué no llegar a un acuerdo amistoso?
A las once empujaba la puerta vidriera del English Bar. Contrariamente a lo que esperaba, Mac Lean estaba tan lúgubre como los demás días.
—Hermoso día, Sir.
—Especialmente hermoso, Mac, porque he actuado aprisa, siguiendo tu consejo.
—Tal vez un poco demasiado aprisa, Sir.
—¿Qué quieres decir?
—Aquí no gana uno de golpe más de treinta mil francos a la gente... Esta mañana todo el mundo habla de lo mismo. El comisario ha enviado un cable a París.
El whisky del mayor sabía a cartón.
—El doctor ha pasado por aquí muy de mañana.
—¿Qué dice?
—En primer lugar está ofendido porque usted fuera al Yacht Club... Me ha dicho: «Ni siquiera tuvo la franqueza de confesármelo... Me dijo que se iba a acostar...». Está celoso, ¿comprende? Hay otras cosas, yo no lo sé todo. Mougins no necesita venir a la ciudad para ver a todo el mundo, porque la mayoría de la gente va al Moana. El comisario fue a verle...
—¿Cuándo?
—Ayer por la tarde. A propósito del telegrafista. Seguramente sólo hablaron de él.
Evidentemente también habían hablado de Owen, y ésta era la razón de que el comisario se encontrase por la noche en el Yacht Club.
—Por el recaudador he sabido que envió un cable al departamento de juegos de azar, en París. ¿Nunca ha tenido problemas con aquellos señores, Sir?
¿Era sólo una impresión? ¿Se había pasado Mac Lean al otro bando?
—Nunca, Mac.
—Entonces no hay nada que temer. Si mañana zarpase un barco, yo le diría...
—Comprendido. Pero no me iré.
—Nunca se siguen los consejos, ¿verdad, Sir?
¡Y pensar que ahora todo dependía de un detalle irrisorio! Owen nunca había sido «fichado» en las salas de juego, como suele decirse de los profesionales a los que se prohibe la entrada en los casinos y en los círculos.
Nunca le habían sorprendido en flagrante delito. ¿Nunca? Sólo una vez. Hacía más de veinte años. Era uno de los recuerdos más penosos de su vida.
Y en aquella ocasión había sido por su culpa, se había aventurado en un ambiente que no era el suyo, un pequeño casino de la costa atlántica, en Francia, en Fouras.
Hubiera debido bajar hasta Royan, apenas a cien kilómetros de distancia, y allí habría encontrado un marco familiar. Le divirtió medirse con burgueses de La Rochelle, en su mayor parte mayoristas de pescado, con las carteras repletas de billetes.
Fue una mujer la que hizo que le pillaran, una mujer de unos cincuenta años, una vendedora de pescado que se pasaba las noches en el casino, y que de pronto le cogió la mano.
—Este señor hace trampas... —dijo en medio de un silencio de catedral.
Hubo un alboroto que recordaba con la mayor de las contrariedades, y le acompañaron, casi le llevaron, hasta el despacho del director del casino. Allí había un inspector de la policía para los juegos de azar. Se quedaron a solas.
—Le creía más prudente, mayor Owen. Me... pone usted en una situación embarazosa.
¿Había acabado arreglándose todo? Después de veinte años, Owen lo ignoraba. Devolvió el dinero, invitó al inspector para el día siguiente y se fue con la impresión de que se habían comprendido.
—¿Seria terrible, verdad, que se abriera un expediente por una cuestión de esa clase?
Había pagado bastante dinero. Nunca más volvió a oír hablar de aquel asunto: el azar hizo que no volviera a tropezar jamás con su inspector.
¿Significaba eso que no había presentado ningún informe? Un papelito dentro de una carpeta en la Rue des Saussaies, y mañana el comisario de Tahití recibiría un cable afirmativo.
—No sé qué aconsejarle, Sir... Sobre todo porque ignoro lo que ha venido a hacer aquí.
Estaba claro, Mac Lean le abandonaba, era evidente. Lo hacía con buenas formas. Estaba desolado. Pero antes que nada era comerciante, y sin duda también él, como todos los propietarios de bares, tenía obligaciones con la policía.
—Esto es muy pequeño, ya se lo dije, todo el mundo se conoce.
En aquel instante el médico empujó la puerta. Owen no miraba en aquella dirección, pero le veía en el espejo, entre las botellas. Bénédic vaciló, y creyendo que no le había visto, volvió a cerrar la puerta y se fue.
—¿Otro whisky, Sir?
Tomó dos, uno tras otro, porque acababa de decidir que iría a verse las caras con Alfred Mougins.
Y era importante no ir a verle con la sensación de que ya había perdido la partida.
7
No había patio ni jardín ni vallas. Alrededor, los troncos rectos y lisos de los cocoteros, y a cincuenta metros, el lagón y sus piraguas con balancín reposando sobre la arena.
Una vez en la veranda, Owen hizo ruido para advertir de su presencia, y en aquel mismo momento vio a alguien detrás de los cristales, un hombre casi desnudo que se afeitaba. El hombre, con la brocha en la mano y la cara llena de jabón, se acercó a la ventana para mirar al visitante. Volviéndose hacia la puerta de otra habitación, gritó:
—¡Lotte! Hay alguien...
Desde la veranda se pasaba directamente a la habitación principal, y al fondo de ésta una puerta daba a la cocina. De allí salió Lotte llevando unas chanclas y un albornoz demasiado grande para ella. Llevaba el cabello suelto. Tenía una sartén en la mano.
—Adelante —gritó a su vez.
Y apenas hubo franqueado la puerta, Tahití desapareció. Uno olvidaba que afuera los árboles eran cocoteros, pandanus o framboyanes, que en el agua del lagón se deslizaban peces de colores; el mismo olor, el buen olor denso y un poco dulzón del país, era sustituido aquí por el del café y los huevos fritos.
Eran las once de la mañana, y el mayor hubiera sorprendido a la pareja en las mismas actitudes en Panamá, en Marsella o en París. Era su vulgaridad plebeya, que Mougins llevaba consigo, que exageraba como complacidamente no sólo por gusto, sino también porque era una protección contra los maleficios.
La habitación común no era de ninguna parte. Era la banalidad pobre de todas partes, la mesa redonda, las sillas con asientos de paja, algunas de ellas con un barrote roto, cromos en las paredes.
Sin inquietarse por su visitante, al que sin embargo veía —y que le veía— por la puerta de comunicación abierta, Alfred seguía dirigiéndose a su compañera:
—¿Le has invitado a sentarse?
—Siéntese, mayor.
Aún no se había lavado ni maquillado. Le brillaba la nariz. Miraba a Owen con mal humor y desconfianza.
Desnudo de cintura para arriba, Mougins sólo llevaba un pantalón corto de color caqui. Su cuerpo era robusto, macizo, de líneas groseras, con una piel demasiado blanca bajo la pelambrera abundante. Su brazo izquierdo estaba tatuado en azul y rojo: un ancla, letras, números. No se afeitaba con maquinilla, sino con una navaja que afilaba de vez en cuando en un suavizador de cuero.
Cuando ya estaba secándose la cara entró en la habitación, y miró al recién llegado fingiendo asombro.
—Si hubiera sabido que vendría a visitamos, mayor Owen, le hubiese recibido más dignamente.
Era sarcasmo. De un modo casi imperceptible el tono de la voz anunciaba ya el comienzo de las hostilidades.
—Puedes servirme, Lotte... El mayor me permitirá que desayune delante de él.
—Se lo ruego.
No se vestía, seguía con el torso desnudo, mostrando una cicatriz bajo la tetilla derecha y otra en el antebrazo.
—Supongo que usted ya ha desayunado, mayor Owen...
Añadió inmediatamente, sentándose:
—¿De verdad es usted mayor?
Y Owen, que se había prometido no perder la calma:
—Obtuve este grado en 1918.
Alfred buscó con el dedo la cicatriz en medio de los pelos de su pecho.
—Yo era un simple marinero, y eso fue lo que me dieron. La otra no. La del brazo es otra historia. ¿Estaba usted en el estado mayor?
—Estaba en su país, en un lugar donde estallaban tantas Shrapnells que me hirieron tres veces el mismo día.
Callaron. Lotte iba y venía, con el cinturón de aquel albornoz demasiado grande anudado sobre las caderas.
Servía el café para Mougins y para ella, pero no comía y permanecía de pie.
—¿Me permite? — preguntó el mayor sacando un cigarro del bolsillo.
Alfred comía, bebía, evitaba dar pie a su visitante. Lotte estaba incómoda, y para hacer algo ordenaba un poco la habitación.
—Usted me detesta, señor Mougins —dijo por fin el inglés con voz suave.
—¿Se ha dado usted cuenta? — fingió sorprenderse Alfred.
—Ha hecho todo lo necesario para que me diera cuenta, ¿verdad?
—Es posible. No era muy consciente. Supongo que es más fuerte que yo.
Subrayaba a placer la vulgaridad de su acento, de su actitud. Terminaba de desayunar con los codos sobre la mesa, se limpiaba los dientes con el tenedor.
—Entre los perros —sentenció— hay razas que son incompatibles.
Luego se calló, sin dejar de mirar fijamente al mayor.
—Le contaré una historia que le ayudará a entenderlo. Hace ya mucho tiempo, porque entonces yo tenía dieciocho años. Supongo que a los dieciocho años usted estaba en el colegio o en la universidad, ¿no? Yo frecuentaba los bares de la Porte Saint—Denis y de la Porte Saint—Martin. Era un chulito, como se dice en el ambiente de usted. Me las daba de duro. Mi ambición era llegar a ser un tipo verdaderamente duro de pelar, y llevaba la gorra ladeada sobre la oreja izquierda. No sé lo que hacía su madre, mayor Owen. La mía vendía periódicos en la calle, en Grenelle.
»Vuelvo a mi historia... Un día en que yo estaba junto al mostrador con unos amigos, entra un señor en la taberna, se sienta en un rincón y empieza a mirarnos... Un señor más o menos como usted. Desde aquel día aprendí a olfatear la raza de usted. Al cabo de un rato llamó el camarero y le dijo unas palabras en voz baja. El camarero se me acercó. "Oye, Fred, aquel señor de allí quiere hablar contigo..."
»Yo me acerqué a él muy fanfarrón. "Parece que Mossieu tiene algo que decirme."
»No se alteró, me indicó por señas que me sentara. "¿Quieres ganar mil francos en media hora?"
»Y como yo no me eché para atrás, subimos a un taxi. Por el camino soltó lo que tenía que decirme. El coche se paró en la esquina de los Champs Élysées y de la avenida Georges V... Allí hay un café, el Fouquet's, que frecuentan más personas como usted que tipos como yo. Se instala en la terraza. Me acuerdo de que llevaba un bastón con puño de oro.
»Siguiendo las instrucciones que me había dado, entré en el edificio que me indicó, y que estaba justo enfrente. El tipo del ascensor me miró de reojo. En el cuarto piso, un criado que estaba en la antesala, se levantó para echarme a la calle... "Traigo una cosa para el señor Jacovitch", le dije. "Es personal. Dígale que es de parte del señor Joseph..."
»Le enseño la carta que me habían dado. El criado que se esfuma. Había alfombras por todas partes, muebles magníficos. Me hicieron esperar mucho rato, luego me llevaron a un despacho muy grande que daba a la avenida, y al entrar yo un hombrecillo calvo hizo salir a su mecanógrafa. Le tiendo la carta. Le da vueltas y más vueltas, por fin se decide a abrir el sobre, se pone colorado, palidece, tose y me mira con atención: "¿Dónde está la persona que le ha entregado esta carta?". "Eso es asunto mío." "Mil francos para usted si me lo dice", responde. "Es inútil que insista." Como ve, yo entonces era de confianza. "¿Y si telefonease a la policía?" "Hace tiempo que tengo ganas de ver el otro lado de los muros de la Santé..."
»Terminó por abrir una caja fuerte oculta en la pared, y sacó unos billetes que contó con mucha desgana. No pude contarlos al mismo tiempo que él, pero por el grosor del sobre deduje que había como un centenar.
»Salgo a la calle. El señor aquel seguía sentado en la terraza del Fouquet's, al otro lado de la avenida. Hubiera podido meterme corriendo en una boca del metro, porque había una entrada a pocos metros de allí. Honradamente, cruzo la avenida, me acerco a él, tal como estaba convenido, dejo el sobre encima del velador y él me pone un billete de mil en la mano... Aún no había andado quinientos metros cuando dos polis de paisano me echan la zancadilla y me ponen las esposas.
»Eso es todo, mayor... Al gentleman no volví a verle. Le dejaron tranquilo. No tenía valor para ir a ver en persona a Jacovitch y hacerle chantaje, y me envió a mí. Me echaron seis meses, una bagatela. Era un señor como usted. Por eso ahora olfateo de lejos a los de su raza.
Había terminado el desayunó. Encendió un cigarrillo, se puso en pie, cogió de una alacena una botella de pernod.
—¿Le apetece una copita, a pesar de todo? Supongo que no habrá venido para proponerme un billete de mil francos.
Iba y venía, satisfecho de sí mismo. De vez en cuando guiñaba un ojo a Lotte.
—No me gustan las personas que envían a otros a pelear, mayor. Por eso nunca he podido soportar a los generales y a los almirantes. Y usted, a su manera, es algo así como un almirante. Digamos que un almirante retirado. Entre ustedes, pasan esas cosas, una vez se ha dejado el servicio se dedican a las finanzas. Les nombran por las buenas presidentes de consejos de administración, porque su título queda bien en un membrete y en los prospectos... ¿De veras no quiere beber nada?
Owen se limitó a contestar:
—No me gusta el pernod.
Sonreía, porque había conservado toda su sangre fría.
—¡Lotte! Ve a buscar una botella de whisky al Moana. Estaba a cien metros, y vieron cómo se alejaba entre los árboles.
—Cuando quiera vaciar el buche... —dijo Mougins—. Yo no tengo ninguna prisa. No he sido yo quien ha ido a buscarle.
—Pero ha sido usted quien ha empezado las hostilidades.
—¿De veras?
—Sabe muy bien de lo que le estoy hablando. He preferido venir a verle para preguntarle qué razones tiene para tomarla conmigo.
—Me parece que ya le he dado una. — ¿Es suficiente?
—Mire, mayor, hay crápulas y crápulas. Hay granujas que no hubieran podido llegar a ser otra cosa, porque la vida les ha hecho así. Estos juegan francamente, van a las claras, aceptan los riesgos. Claro que hay otros como usted, mayor, si me permite decirlo. Granujas disfrazados de hombres de mundo que se contentan con pequeñas operaciones disimuladas, y que si pueden cargan las culpas a los amigos. ¿Ha matado alguna vez a un hombre, mayor?
—Todavía no me ha sucedido una cosa así.
—Y dudo que le suceda, porque para eso hay que aceptar las responsabilidades. Yo liquidé a uno pocas horas antes de conocerle. Sí, sí, poco antes de tener el honor de conocerle en el embarcadero de Panamá. Por eso tenía más prisa que usted en subir a bordo del Aramis. No a causa de la policía... No tiene nada que ver con esa historia. En Panamá, como en otros lugares, hay asuntos en los que la policía sabe muy bien que no tiene que meter las narices. Nos considera como chicos mayores, capaces de ajustamos las cuentas entre nosotros... Abre la botella, Lotte... Dale una copa al mayor, y otra a mí.
Cogió una silla y se sentó a horcajadas frente a su visitante, hacia el que sopló el humo de su cigarrillo.
—Digamos que había allí un tipo que empezaba a molestarme y a quien yo empezaba a molestar. Se trataba de ver quién de los dos sería más rápido, y en esos casos hasta ahora siempre he ganado la partida... Sólo que hay que dejar a los compinches cierto tiempo para que reflexionen. Durante unas semanas o unos meses, el clima de Panamá no es saludable para mí. ¿Qué te pasa, Lotte?
Esta le miraba con un asombro en el que había mezcla de espanto.
—No pongas esa cara... Hace tiempo que eso debía pasar... Se trata del Gran Jules... Claro que sí, le conoces. El Picado de Viruelas, como algunos le llaman. En cuanto al mayor, aunque fuese repitiendo por ahí lo que acabo de decir, no tendría importancia. Esta es la diferencia entre nosotros, mayor... Bueno, hace cerca de media hora que está aquí y aún no se ha atrevido a abrir la boca. Confiese que está, como usted diría, sin saber a qué carta quedarse.
Owen, muy sereno, repuso dando caladas a su cigarro:
—Me gustaría saber por qué le molesta mi presencia.
—¿De verdad cree que me molesta?
—Si no fuera así no se hubiese tomado la molestia de hacer circular un montón de chismes acerca de— mí. — ¿Chismes falsos?
Owen se encogió de hombros.
—Verá, señor Mougins, yo tengo la norma de que es mejor evitar una pelea cuando es posible llegar a un acuerdo.
—Llegar a un acuerdo, ¿acerca de qué? ¿Y cómo? ¿Un billete de mil y seis meses de talego para el pobre Fred, y cien mil francos, con la distinguida consideración de las personas honradas, para el señor de la terraza del Fouquet's?
Miraba al inglés con una ironía agresiva, y curvaba el labio como las fauces de un perro que se dispone a morder.
—Haga usted su propuesta, a pesar de todo. ¡Escúchale, Lotte! Me parece que esto se pone interesante.
—Suponga que le pido que me deje en paz durante tres semanas, como máximo un mes.
—Aunque sólo fueran quince días, ¿verdad? Reconozca que en último caso le bastarían quince días.
Estas palabras desgarraron el último velo. En efecto, quince días más tarde volvería la goleta, y con ella René Maréchal, cuyo nombre no había pronunciado ninguno de los dos.
—Digamos quince días, si lo prefiere.
—¿Y qué me ofrece a cambio?
—Hace un momento hablaba usted de cien mil francos.
—¡Es una proposición! — triunfó Mougins—. Es usted magnífico, mayor... Es usted digno de su predecesor del Fouquet's... que me dio mil francos de un sobre de cien mil. Usted me ofrece cien mil francos... ¿Y con cuántos millones se queda? ¿Qué digo millones? ¿Con cuántos cientos de millones?
—Están lejos...
—Eso es verdad, más lejos de usted que de mí... Mayor, ¿cómo no se le ha ocurrido aún que si me estorbase de veras no me limitaría a contar a unas cuantas personas lo que sé o lo que adivino acerca de usted? Por favor, eso no es más que un juego. No me gustan los tipos como usted, ya le he dicho la razón. Me divierte quitarles la careta. Si le hubiese tenido miedo, por poco que fuera, no dude de que hubiera sufrido usted un accidente.
—No acierto a entender lo que espera...
—Y para demostrarle que no me da miedo, se lo voy a decir. Ya estoy harto de jugar al gato y al ratón. Ven aquí, Lotte...
Lotte se acercó con un cigarrillo en los labios, y sobre la mesa seguía habiendo los restos del desayuno.
—Cuenta al señor por qué razón te embarcaste en el Aramis.
Ella dudaba, no estaba segura si quería de verdad que hablase o si continuaba el juego.
—Espera... Responde a mis preguntas... ¿Qué hacías en Panamá?
—Bailaba en los cabarets. En Panamá, en Colón, en otros lugares.
—¿Desde cuándo?
—Desde que tenía diecisiete años.
—¿Quién te llevó a América en esta época?
—Un tipo que me abandonó.
—¿Qué clase de tipo? ¿Un tipo como yo?
—Un hombre rico, que viajaba por placer. Conoció a una española y me dejó plantada.
—¿Dónde conociste a Arlette?
—En el Moulin Rouge, en Colón.
—¿Empieza a comprender, mayor? Estamos hablando de Arlette Maréchal, ¿verdad?, conocida en los cabarets de América Central y de América del Sur con el nombre de Arlette Mares. Piense que yo también la conocí. Debió de haber sido muy hermosa. Aún conservaba mucho de su antigua belleza. Pero una mujer sin voluntad. Llevaba el amor en la sangre. No el vicio, el amor. Siempre sentía la necesidad de estar enamorada de alguien, y cada vez era con toda su alma. Lo dejaba todo por un hombre, y le hubiera seguido hasta el fin del mundo. Se convertía en su criada, en su esclava. ¡Pobre Arlette! Cuenta, Lotte, cómo terminó.
—Cada vez le costaba más que la contratasen. Había engordado mucho y había perdido la voz. Bebía demasiado. Al final se emborrachaba todos los días, muchas veces ya desde la mañana. Una noche se la llevaron al hospital, y murió tres días después.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Dos años.
—Supongo que la historia continúa interesándole, ¿no? Y al ver que Owen cogía maquinalmente la botella de whisky, añadió:
—Sírvase... Tal vez lo necesite. Continúa, Lotte. Háblanos de René.
—Es el hijo de Arlette.
—Un chico —precisó Alfred— que pasó toda su infancia de ciudad en ciudad, de cabaret en cabaret.
—Cuando yo le conocí trabajaba en unas oficinas...
—En la French Line —suspiró el mayor.
—¡Bravo! Ya veo que empieza a meterse en el asunto. Un pequeño esfuerzo más, y estará dentro del todo. Puedes seguir, Lotte...
—Me hizo la corte.
—Con el mayor puedes hablar crudamente.
—Fue mi amante.
—Sigue, cuéntanos...
—Me quería. La vida que yo llevaba le horrorizaba. Tampoco le gustaba la suya. Sentía vergüenza...
—¿Lo oye, mayor? Un muchacho que sentía vergüenza. Vergüenza de su madre, ¿comprende? Vergüenza al encontrar a cada paso a gente que se había acostado con ella. Y resulta que se enamoró de una mujer de la misma clase. ¡Continúa, Lotte!
—¿Qué tengo que decirte?
—La verdad.
—No sabía lo que quería. A veces le veía muy sombrío, y otras, con una alegría exultante. En un principio hablaba de ir los dos a Europa. «Allí», decía, «nadie nos conoce. Encontraré trabajo fácilmente. Hablo tres idiomas. Tendremos una casita, hijos.»
—¿Lo oye, mayor? Una casita, hijos, un buen empleo, un horario regular. Ha de reconocer que es un buen muchacho, como a usted deben de gustarle... Adelante, Lotte...
—Yo no quise.
—¿Por qué?
—Porque son cosas que se sueñan, pero que no son posibles. A mi edad no se empieza una vida así.
—Y tenías miedo de aburrirte.
Se sonrojó.
—No es eso, pero...
—¡Tenías miedo de aburrirte!
—El no me lo perdonó. Me dejó varias veces, anunciándome que no volvería nunca, pero volvía a verle al cabo de unos días o de unas semanas. Me decía con rabia: «No sé lo que me has dado para que no pueda vivir sin ti...».
»A menudo teníamos escenas. Estaba celoso. Muchas veces me esperaba de noche a la salida del cabaret. Una vez que yo creía que estaba ocupado con su trabajo, salí con alguien, y nos siguió... Después de esto se fue.
—Se fue a Tahití, mayor. A Tahití, donde ahora estamos. Y donde no se encuentra en este momento, porque ha ido a pasearse por las islas. Imagínese que desde hace más de un año que está aquí, no se le conoce ni una sola aventura. Vive solo, como un salvaje, en la península. Trata mucho a un indígena que es constructor de piraguas, en una aldea de por allí, y que además es pastor de no sé qué secta protestante. Se pasan el día juntos. En Papeete no se ha visto a René Maréchal ni diez veces.
—¿Ya no me necesitas? ¿Puedo ir a lavarme? — preguntó Lotte.
—Un instante. Antes dile al señor dónde duermes.
—En el Moana.
—Un simple detalle, mayor, pero me importa que lo tenga en cuenta. Mire esta habitación. Sí, sí, ¿qué es lo que ve? Una cama deshecha y ropa en desorden. Fíjese que es la cama de una sola persona, y que la ropa es la mía. No verá ni un solo objeto femenino. No soy tan tonto, ¿me comprende? Yo no me llamo René Maréchal, hace tiempo que las mujeres no me hacen hacer tonterías. Lotte es una compañera, nada más. Por la mañana me prepara el desayuno, y eso es todo. Yo a veces le doy consejos. Suponga que al desembarcar de su goleta René la ve en el muelle...
»Y que ella le cuenta que ha hecho este viaje sólo para verle, metido en un bote de salvamento. Y que ha dejado que el imbécil del telegrafista se suicidara antes que irse con él.
Sonreía, siempre de un modo agresivo.
—Estará de acuerdo conmigo en que no es indispensable que Maréchal oiga hablar enseguida de Joe Hill... Por cierto, apostaría que usted le conoce.
—Le conocí.
—Reconozca que es divertidísimo. Por una parte está usted, que viene a Europa y que conoció a Joe Hill... Por otra, estamos Lotte y yo, que conocimos a Arlette... Y Lotte además fue amante de Maréchal. En resumidas cuentas, los dos clanes. Como en las familias, en las que hay los parientes del lado de él, y los parientes del lado de la señora. En algunas familias, a causa de un mal casamiento, hay por una parte las personas distinguidas, y por otra los desgraciados, con los que uno no puede tratarse decentemente... ¡A su salud, mayor!
—¿Sabe René Maréchal quién es su padre? — preguntó serenamente Owen.
—Contesta, Lotte.
—Sólo me habló de él una vez, en Colón —dijo ella—, donde vivíamos en el mismo cuarto. Volvió de la calle con un periódico en la mano. Había una fotografía en la primera página. «Fíjate bien en este hombre», me dijo.
»Era un hombrecillo flaco, con los ojos brillantes y el pelo enmarañado. "Es la persona a la que más odio en este mundo."
»Se echó a reír, con una risa que soltaba en sus malos momentos y que me daba miedo. "¿Mi madre no te contó nunca nada acerca de mi nacimiento?" "No", respondí. "Bueno, pues este hombre es mi padre." Miré el nombre que había debajo de la foto: "Joachim Hillmann, más conocido familiarmente como Joe Hill, el magnate del cine inglés".
»"¿O sea, que eres rico?", le pregunté. "¿Cómo voy a ser rico si nunca se ha preocupado por mi existencia?" Más tarde, cuando intenté hablar de nuevo de él, me obligó a callarme.
»Hace un mes, por casualidad, en un cabaret en el que trabajaba, y en el que aquella noche no había nadie, estuve hojeando un periódico inglés que habían dejado sobre una mesa. Por Panamá pasan tantos ingleses y norteamericanos que hablo un poco su idioma.
Alfred la interrumpió.
—Dame la cartera.
Ella fue a buscarla al cuarto. Sacó un trozo de periódico cuidadosamente recortado.
«Se ruega al hijo de Arlette Maréchal que se presente con la mayor urgencia en el despacho de los señores Hague, Hague y Dobson, solicitors, 14 Fleet Street, Londres.»
—Supongo, mayor, que en su cartera lleva el mismo recorte. Fíjese que Joe Hill ni siquiera sabía el nombre de pila de su hijo. Lotte se informó. Se enteró de que el magnate del cine había muerto cuatro meses atrás, y comprendió. Si hubiese sido inteligente, hubiera pedido consejo y ayuda a un hombre como yo.
—No se me ocurrió —se disculpó ella.
—Eso le hubiera evitado hacer un viaje en un bote de salvamento, y aquel pobre diablo del telegrafista viviría aún. Ahora, mayor, podría decirle: «Su turno...». Pero ya sé que usted es poco locuaz. Además, hay momentos en que cuesta tragar la saliva, ¿no? Por cierto, ¿qué es lo que quería proponerme? ¿No ha hablado de cien mil francos?
Se levantó bruscamente y soltó una risa brutal.
—En resumen, la parte noble de la familia viene para tratar de comprar a la parte plebeya. El derecho de primogenitura y el plato de lentejas... Lo siento, pero no tenemos nada que venderle, amigo mío. No necesitamos a nadie. Supongo que usted era amigo de Joe Hill, ¿no?
—Le conocí hace mucho tiempo en Montparnasse.
—Es verdad que él también salió de muy abajo. Su padre, ¿no era un modesto tendero de Amsterdam?
—En la época en que frecuentaba La Coupole era ayudante de director.
—Y usted ya era un gentleman.
Owen estuvo a punto de contestar: «Mi padre era oficial en el ejército de la India...».
Pero el otro hubiese sido capaz de replicarle: «¡Peor para él!».
Siempre irónico, Alfred preguntaba:
—¿Le trató mucho?
—Volví a verle varias veces, cuando ya se había convertido en Joe Hill. Ya no se dedicaba a dirigir películas, porque había tenido la idea de formar en Inglaterra el trust de las salas de proyección. De manera que controlaba prácticamente toda la industria cinematográfica.
—¿Había olvidado que tenía un hijo?
—Quizá nunca estuvo seguro de ello.
—Sólo se acordó de este hijo en el momento de su muerte. Pues bien, mayor, tengo la impresión de que este hijo ahora se encuentra más bien de nuestro lado.
»Admita que es justo. Comprendo perfectamente su desconcierto. Usted viene de allí... Conoció a Joachim... Está más o menos al corriente de sus trapicheos. Porque supongo que no se amasa una fortuna como la suya siendo siempre irreprochable... Pero eso no importa. Usted es un caballero distinguido, un hombre de mundo. Y hay en algún lugar, en América o en las islas, un joven que ni siquiera sabe que es inmensamente rico. ¿Acaso el tal joven entiende el inglés? ¿Es presentable? Invierte en ello sus últimos ahorros. Vale la pena, porque va a conseguir una situación muy desahogada...
»Porque será usted quien anuncie al joven que es uno de los herederos más ricos de Europa. Usted quien le tome bajo su protección y le conduzca al despacho de los señores Hague, Hague y Dobson. Después de haber pasado por su sastre y por su zapatero, y de darle unas cuantas lecciones de urbanidad para disfrazarle de hombre de mundo.
»¡Demasiado tarde, mayor! Hay un padrastro, como nosotros decimos. Una bailarina de tres al cuarto que conoció a Arlette Maréchal, y de la que René Maréchal estuvo enamorado, de la que probablemente sigue estando enamorado. También a ella se le ha metido en la cabeza llevarle a Londres, y tal vez, antes, quién sabe, convertirse en la señora Maréchal. Yo no voy a jugar al póquer con usted porque mis manos están encallecidas por otros trabajos que no son manejar los naipes. Pero estamos jugando otra partida. Ahora le toca a usted mostrar sus triunfos, mayor. Le escucho.
Estaba tan satisfecho de sí mismo que no pudo por menos que dirigir a Lotte una mirada triunfal.
—Eso dependerá de René Maréchal, ¿no? — dijo muy suavemente el mayor.
De golpe, el otro le miró de soslayo, con una pizca de inquietud.
—¿Significa eso que aún conserva esperanzas?
—Lo sabremos dentro de quince días, señor Mougins.
—A condición, claro está, de que yo le permita verle.
—Es indudable que si yo muero antes, la cuestión se planteará de otro modo.
—Podría usted ir a parar a la cárcel.
—Es una segunda posibilidad, pero dudo que se produzca.
—Mayor, sería mejor para usted que no se cruzara en mi camino.
—Yo más bien tenía la impresión de que era usted quien se había cruzado en el mío.
—También hay otras posibilidades, al menos una, en la que usted no ha pensado.
—Soy todo oídos.
—Permítame que no le enseñe esta carta... Ya se lo he dicho al comienzo, no somos de la misma raza. Yo soy un hombre que acepta los riesgos, sean cuales sean. Por mil francos, que se cuidaron bien de quitarme, estuve seis meses en la cárcel. Luego he corrido riesgos mucho mayores, y a menudo expuse el pellejo por sumas no mucho más considerables. ¡Y quiere usted que renuncie a los millones de libras esterlinas de Joe Hill! Seamos serios, mayor... Reflexione. No olvide la prudencia. No insista. Le hablo como un amigo.
—Parece que usted ya confunde la fortuna de Maréchal con la suya propia.
Entonces, de pronto, Mougins le miró con dureza. Hasta entonces había fanfarroneado. Ahora no había la menor apariencia de comedia o de fanfarronada en sus ojos.
—¿Y qué? — preguntó con énfasis.
Owen tuvo miedo, verdadero miedo, no por él, sino por aquel Maréchal a quien nunca había visto y que en aquellos momentos aún no sospechaba nada. Lotte también se estremeció, y miró a su compañero con cierta inquietud.
—Créame, mayor... Salga lo antes posible del circuito. Eso nó es para usted. Bébase un vaso, ya que necesita absorber whisky desde la mañana a la noche para darse ánimos, y lárguese... Dame una camisa limpia, Lotte.
Entró en el cuarto, cuya puerta dejó abierta. Owen se quedó sentado, y a pesar de las últimas frases pronunciadas en un tono despectivo, se sirvió whisky por última vez. Luego apagó el cigarro en la suela del zapato, y encendió calmosamente otro.
Alfred se ponía una camisa blanca, y fue a buscar su pantalón, que estaba sobre una silla. Lotte le hablaba en voz baja, y él se encogía de hombros.
En un momento dado Owen comprendió que murmuraba:
—¡No le tengas miedo, mujer!
El mayor por fin se levantó, y como no había nadie en la estancia, tuvo que ir hasta la puerta de la alcoba para despedirse.
—Hasta la vista, señorita. Hasta la vista, señor Mougins. — No tengo nada más que añadir, mayor. — Yo tampoco.
Volvió a encontrarse en medio del aire cálido de fuera, de los rayos de sol tamizados por los cocoteros y el zumbido de las moscas. Los asientos del coche ardían.
No se dio cuenta del camino que recorría, torció maquinalmente a la derecha al llegar a la calle principal y paró ante el English Bar.
Ya había pasado la hora del aperitivo. Mac Lean, con un plato sobre las rodillas, almorzaba detrás de su mostrador.
—¿Whisky, Sir?
El antiguo jockey no le hizo preguntas, pero le miraba con atención.
—¿Nada nuevo, Mac?
—Nada especial, Sir. Esos señores hablan mucho del dinero que ganó usted anoche. Ya se forman dos bandos: los que están a favor de usted y los que están en contra.
—¿Y el doctor?
—Aún no le ha perdonado que fuera al Yacht Club. No dice nada, pero tampoco le defiende. Me parece que sería mejor no ir más lejos, Sir.
Volvió a comer, aunque de vez en cuando miraba a hurtadillas al mayor.
—He oído hablar de otra cosa, pero no es seguro...
—Dime.
—Dicen que Mougins no se va a quedar aquí...
—Hasta dentro de tres semanas no hay barco.
—Está buscando uno. No él personalmente, sino Oscar. En el puerto hay una goleta que pertenece a un comerciante que todos los años hace un recorrido por las islas. Yo creía que no estaba en condiciones de hacerse a la mar... Pero parece que sí, porque el dueño del Moana quiere alquilarla por varias semanas... Se habla del precio altísimo que ofrece.
Mac Lean se mezclaba como a pesar suyo con todas aquellas historias que empezaban a darle miedo.
—No sé qué es lo que eso quiere decir, Sir. Supongo que usted debe de entender algo.
Owen tal vez no comprendía aún, pero recordaba la dura mirada de Alfred, que súbitamente le había lanzado unas palabras silabeando cuidadosamente: «Hay otras posibilidades, al menos una, en la que usted no ha pensado».
—Dime, Mac, desde Papeete, ¿es posible seguir las idas y venidas del Astrolabe?
—Casi día por día, Sir. En primer lugar, porque sigue un itinerario invariable a través del archipiélago... Además, Papeete está en comunicación con las diversas estaciones de radio instaladas en algunas islas...
—Gracias, Mac. — ¿Algún problema, Sir?
Apuró su vaso sin oírle, suspiró, no sabía si servirse otro, y salió encogiéndose de hombros. Si Owen hubiese sido un caballo de carreras, Mac le hubiera considerado como perdedor.
8
«No, señor Alfred... A primera vista, sé perfectamente que usted parece tener razón. Pero, con toda honradez, debo decirle...
Estaba solo en su cuarto, tendido en la cama, viendo a su alrededor un cálido polvillo de sol. Era la hora de su siesta. Tenía la cara más congestionada que de costumbre. Al volver para el almuerzo, la señora Roy se le había quedado mirando, y luego había comentado que casi no comía.
A propósito, para tomar el caso de la señora Roy, por ejemplo. ¿Había de veras un cambio de actitud respecto a él, o bien todo eran imaginaciones de Owen?
La mayoría de los antiguos clientes, de los amigos, la llamaban «mi querida señora Roy».
El mayor no se hacía ilusiones acerca de ella. Había conocido a otras, de aquella misma edad, gordezuelas y sonrientes como ella, que ejercían la misma profesión, con un marido en la cocina, y sabía que si son todo mieles con los buenos clientes, pueden endurecerse instantáneamente cuando está en juego su dinero.
Había mirado fijamente a Owen. Le había dicho:
—Tendría que ir con cuidado...
Y ahora le parecía que el tono era particular. Más exactamente, que estaba a punto de mostrarse dura si llegaba el momento.
En resumen, que estaba a la expectativa, sin atreverse ya a ser demasiado amable, sin atreverse a pasarse demasiado aprisa al bando contrario.
«No, señora Roy...»
Estaba confuso. Sentía la cabeza pesada, llena de polvillo de sol, como la habitación. Respiraba lenta, profundamente, como un hombre dormido; llegó incluso a roncar, y sin embargo seguía despierto. Continuaba sabiendo dónde estaba. Se situaba con toda exactitud en el espacio, permanecía atento a los ruidos del hotel, del jardín, de la calle, a los rumores más lejanos de la ciudad.
En un momento determinado, por ejemplo, descubrió que respiraba al ritmo de ésta. Porque la ciudad respiraba. Cada una de las cálidas capas de aire que se pegaban a la tierra roja, a los árboles, a las casas, que envolvían a las personas en la calle dotándolas de una especie de aureola, no sólo vibraba con sonidos y luces: también tenía su propia palpitación, lenta y como entumecida. Cuando echaba la siesta a bordo del Aramis o de cualquier otro barco, Owen sentía también la respiración del océano, se las ingeniaba para compartir su ritmo.
«Usted parecía tener razón, señor Mougins, y sin embargo se equivocaba. Su primer error ha sido el de ser demasiado brutal...»
Aún sentía un malestar físico. Sentía horror por la brutalidad bajo todas sus formas, y Mougins había sido brutal con él, desde luego, con palabras... ¿pero acaso no es ésta la peor de las brutalidades?
«Como ha visto, yo no quería responderle... Y usted ha sacado la conclusión de que era el más fuerte, el más listo, de que tenía razón... No, señor Alfred...»
Era una obsesión. Algo que crecía dentro de él como una manía, y que alimentaba a pesar suyo.
«Ante todo, yo no soy un hombre como Joe Hill. En algún momento podíamos tener el mismo sastre, frecuentar los mismos hoteles y los mismos casinos, y como ésos son lugares inaccesibles para usted, y a los que mira de lejos con envidia, se figura que todos los que entran allí pertenecen a una única especie. ¡Le comprendo muy bien, señor Alfred! También yo esta mañana, por raro que le parezca, he estado a punto de creerle, y hasta me pregunto si no he sentido vergüenza de mí mismo. Ha querido usted desnudarme malignamente delante de esa joven que me miraba con indiferencia. ¡Dios mío! ¡Con qué indiferencia me miraba! Como si no fuera más que un enorme insecto. Apenas una pizca de curiosidad animaba de vez en cuando sus ojos. Sólo las mujeres pueden mirar así a otro ser humano, y aún hay imbéciles que aseguran que son ellas las que conocen la compasión. Ya ve, señor Alfred...»
Una bicicleta, varias bicicletas que pasaban bajo las ventanas, muchachas indígenas sin duda, con sus vestidos de color claro. Bajo el casquete azul de Papeete siempre había un sordo ruido de fondo, un rumor de vida muy lenta, y Owen empezaba a sentir que aquella vida le penetraba en la sangre.
En el primer piso de la fonda de Marius las bellas maoríes del La Fayette y del Moana, dormían en destartaladas habitaciones, con la mano sobre el vientre desnudo, con todas las puertas abiertas, y de vez en cuando una de ellas se rascaba, gemía en sus sueños o hablaba dormida.
Toda la ciudad echaba la siesta. Detrás de todos los mosquiteros había gente en las camas, y los niños, también semidesnudos, se habían adormilado en los umbrales.
«Usted es un hombre duro, señor Alfred... Lo dice y lo repite muy satisfecho. Está orgulloso de serlo. Usted le rompería los morros, para emplear una expresión que sin duda le gusta, a quien se atreviera a acusarle de ser blando o tierno...
»Bueno, pues yo soy blando. Todo lo duro me hace daño. Incluyendo el contacto del metal. Mire, no me atrevería a tocar una navaja como la que usted manejaba esta mañana con tanta soltura. Me basta ver un martillo para que me haga daño, y yo soy de ésos que siempre se pillan los dedos cuando tienen que clavar un clavo. De muy niño ya era así. Tenía miedo a caerme porque los adoquines de la calle son muy duros. Si dos compañeros se peleaban, cada puñetazo me resonaba en el pecho... Algunos se burlaban de mí y me llamaban niña... Porque tenía la piel suave y las facciones regulares, como una chica... Ya ve, cuando digo que se ha equivocado, es que se ha equivocado. Me ha hecho mucho daño, tal vez sin proponérselo, porque es su temperamento, quizá también porque en el fondo necesitaba defenderse de sí mismo...
»¿Y si le dijera que he estado a punto de creerle, que casi me avergonzaba de mí mismo al regresar a Papeete, y que he perdido el apetito y no he almorzado?»
Estaban preparando hortalizas en el patio, bajo su ventana, y se oía cómo las patatas caían una a una en un cubo de esmalte. Sudaba, la almohada estaba húmeda. Respiraba su propio olor, y ello le proporcionaba cierta satisfacción. Cuando era muy niño también jugaba en secreto a olerse la piel, sobre todo los días en que hacía mucho calor.
«¿Por qué no voy, también yo, a contarle una historia? Usted me ha hablado de su madre, que vendía periódicos. La mía no vendía periódicos. Su padre era un hombre rico, lo que llamamos en nuestro país un gentleman farmer. Seguro que los ha visto en grabados ingleses, sobre todo en los grabados de caza, con chaqueta roja y gorra de terciopelo. Era la época de mi abuelo Landburry. Era Baronet. Le llamaban Sir. Imagino que ya le detesta, ¿no? Dicen que me parezco a él, que era blando y un poco adiposo como yo, con algo un poco más infantil en la expresión...
»Le gustaban los caballos, los perros, podía presidir con competencia y dignidad un concurso agrícola, había leído algunas novelas de Walter Scott, y cada día dedicaba unos minutos a un pasaje de la Biblia.
»Usted no puede comprender, señor Alfred... No se ofenda. Era un buen hombre, un hombre honrado en toda la extensión de la palabra, y educaba muy convenientemente a sus siete hijas. Su mujer murió en el momento de dar a luz a una octava, y entonces él sólo tenía treinta y seis años. Era más joven de lo que yo soy ahora. Siempre fue más joven que yo, porque murió a los cincuenta años. Yo le he dejado hablar, ¿no? Pues entonces déjeme hablar ahora a mí. Figúrese que una vez viudo se le metió en la cabeza —y le metieron en la cabeza— ser miembro del Parlamento. Para eso empezó a frecuentar a los políticos. Los políticos le presentaron a financieros.
»Y se olvidó de sus caballos, de sus perros y de sus hijas. Hacía frecuentes estancias en Londres, y, como gastaba mucho, se sintió tentado cuando sus nuevos amigos le dijeron que podía ganar mucho dinero especulando.
»El fruto estaba en sazón, señor Alfred, lo que usted llamaría un primo.
»Cinco años después mi abuelo no era miembro del Parlamento, pero había perdido la mayor parte de su fortuna. Le quitaron lo que le quedaba. Por qué conformarse con menos. Sólo le quedaron sus hijas, y cuando por fin comprendió que las había dejado en la miseria, se murió, con lo cual no se arreglaba nada.
»A mi madre la educaron, en cierta manera, por caridad, y se dio por muy satisfecha al casarse con un modesto oficial del ejército de la India. Yo no llegué a conocer a mi abuelo Landburry, pero me hablaron tanto de él que para mí es alguien más vivo que usted. Y su castillo, que fui a ver en Surrey. Y todas mis tías pobres, las otras seis hijas, que se quedaron todas solteras.
»A causa de Sir Landburry, señor Alfred, nunca he tenido sobre la honradez las mismas nociones que mis compañeros. Piense que en Oxford tenía como condiscípulo al nieto de uno de los que habían arruinado a mi familia. Con él aprendí a ganar jugando a las cartas, y si era necesario, a ayudar a la suerte. Yo no soy un rebelde. Tampoco soy un hombre duro. Parecía usted insinuar que yo era un cobarde, y le juro que se equivoca. Dígame, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer?»
Se oyeron pasos en la escalera. Llamaron a la puerta. Estuvo tentado de no responder. Era el criado indígena.
—Preguntan por ti al teléfono, Monsieur.
Se vistió apresuradamente, se peinó un poco, vio en el espejo su cara abotargada y sus turbios ojos saltones.
—Diga...
Sí, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer, salvo ganarse la vida como un modesto empleado de Fleet Street?
—¿Es usted, mayor? Aquí Georges Weill. ¿Vendrá esta noche al Yacht Club? ¡Oh, sí, contamos con usted! Tiene que damos la revancha.
¿Sentía simpatía por él o le tendía una trampa?
—Si se empeña... Estoy muy cansado.
—¿A las nueve en el English Bar? Si no me encuentra allí, vaya directamente al club, ahora ya conoce el camino.
El bar del hotel estaba desierto. Vio al barman en la cocina, cuya puerta había quedado abierta. Le gustaba encontrarse así, como entre los bastidores de un hotel, en los momentos más tranquilos. El barman estaba adormilado.
—Un whisky, por favor.
Era demasiado tarde para volver a acostarse. Y emprendió, pues, los ritos de cada día. Después de subir a su cuarto, se duchó y volvió a arreglarse, sin interrumpir su diálogo con un Mougins invisible.
«... Ya ha oído a Georges Weill, a quien sus amigos llaman Tioti. Es él quien me llama. Sí, también tiempo atrás eran los otros quienes me llamaban. Las personas muy ricas necesitan tener a gente a su alrededor. Me invitaban para los fines de semana, para las vacaciones. Un amigo que tenía un yate me. suplicó que le acompañase a hacer un crucero. Al parecer, yo era divertido, señor Alfred. Y así, como amigo de los que pasaban allí el invierno, conocí la Costa Azul.
»A diferencia de usted, yo no les guardaba rencor porque fueran ricos. Pero, como sabía de qué manera se hace uno rico, tampoco les admiraba. Yo no sentía ningún respeto por el dinero.
»Lo necesitaba a menudo, lo necesitaba siempre, porque aunque me diesen el techo y la comida, quedaba pendiente la cuestión de mis necesidades personales.
»Y empecé a ganarme por mí mismo lo que me faltaba, de la forma que usted ya sabe. Puse en ello una cierta coquetería. Es mucho más difícil de lo que podría usted creer. Pide un entrenamiento de todos los días, tacto, una gran rapidez en las decisiones... Sin paradoja, para mí se convirtió en una especie de juego.
»¿Comprende ahora que no soy, que nunca he sido un hombre de la misma clase que Joachim? Yo estaba muy sereno. Me tomaba la vida como venía. Pasaba con indiferencia de un hotel de lujo de los Champs Élysées a un hotel barato del Quartier Latin. Mi madre había muerto. Poco después mi padre murió en un accidente de caballo en Simla. Yo no tenía más preocupación que la de vestirme. Y envejecía muy lentamente, año tras año, sin darme cuenta tampoco de que estaba solo...»
Bajó las escaleras, se puso al volante de su coche. Era la hora del English Bar, la hora en que Mac Lean se agazapaba detrás de su mostrador como un diablo en el fondo de una caja con muelles.
¿Es que el antiguo jockey empezaba realmente a estar harto de él? ¿Tenía la impresión de que Owen iba a terminar por crearle problemas?
«No, señor Alfred...»
Tenía que acabar de poner las cosas en su sitio. Todo lo que le había dicho aquella mañana no lo había digerido. Había que puntualizar aquellas cuestiones.
«Cuando conocí a Joachim yo estaba en un período que podríamos llamar medio. Ni hotel de lujo ni pensión de mala muerte. Un buen hotel en Montparnasse. Quien era pobre era Joachim.
»Usted no le conoció, señor Alfred, y se hace una idea equivocada de él... Era bajo, muy delgado, inquieto como el azogue, con unos pelos rojos muy tiesos sobre la cabeza, como llamas... Un diablo. El barman de La Coupole le llamaba el Diablo. Nunca tenía tiempo de sentarse para tomar un aperitivo. Lo tomaba de pie, mientras pagaba con la otra mano, y enseguida se metía en un taxi o se encerraba en una cabina telefónica.
»Eran los buenos tiempos del cine, y Joachim, que se había ido de la casa de su padre, como se hubiera ido de cualquier otro lugar en el que hubiesen querido retenerle, corría de un estudio a otro, ayudaba a un director o intervenía en un montaje; incluso tomó parte en varias películas, que aún deben de poder verse.
»Creo que en alguna ocasión le presté dinero. Eso no tiene importancia. En Montparnasse el dinero no tenía mucho valor. A menudo se conformaba con cenar a base de cruasanes y de cafés con leche, y sin embargo, en aquellos tiempos tenía una amiguita, una muchacha muy joven y muy rubia, un poco gordezuela, con ojos grandes y cándidos: era Arlette Maréchal a los veinte años. A veces le esperaba durante horas ante un velador de la terraza. Cuando él se iba, se colgaba de su brazo. Escuchaba muy seria conversaciones de las que no debía de entender nada...»
—¿Whisky, Sir?
El pálido y menudo jockey salió de detrás del mostrador, extendiendo sobre sus labios su sonrisa mecánica y triste.
—Whisky.
«Ni siquiera sé si vivían juntos. Supongo que sí. Sin duda en una habitación amueblada. Fue la época en la que Joachim empezó a mostrarse más febril aún, y a adoptar aires de misterio. "Algún día", le gustaba decir con un aplomo exagerado, "todos los productores vendrán a suplicarme, y los directores también."
»Hacía antesala en los despachos de los banqueros y de los hombres de negocios. El no se daba cuenta de su pobreza, no le hacía sufrir. No tenía necesidades, era insensible a una buena cama, a un buen cigarro, a una buena cena. No tenía tiempo. Tampoco debía de tener tiempo para acariciar mucho a Arlette. Un buen día desapareció de la circulación. Unos dijeron que se había ido a Hollywood, otros que, cansado ya de tantos fracasos, se había decidido a reemprender los negocios de su padre.
»No me acuerdo de la cronología exacta. Cuando volví a ver a Arlette, unas semanas o unos meses más tarde, estaba con un egipcio, y su cintura era ya muy redonda. Creo que después fue a Egipto, y sólo mucho más tarde fue a parar a América Central.
»¿Sigue pareciéndole que Joe Hill y yo pertenecemos a la misma raza? Como tampoco yo diría que era de la de usted. El no reivindicaba, no detestaba a nadie, no guardaba rencor a nadie. Lo que llamamos placeres no le tentaban. Más tarde llevó una existencia fastuosa. Tenía un palacete en Hyde Park, pero la mayor parte del tiempo vivía en una suite del Savoy, que alquilaba para todo el año. Invitaba a todo el mundo, se hacía fabricar en La Habana cigarros con una faja que llevaba sus iniciales, y tenía su avión y su piloto privados. Todo eso no era para él, no era lo que le gustaba. Eran solamente signos, signos de su: poder, ¿comprende? Ni siquiera estoy seguro de que no detestara los cigarros.
»El también era duro, pero no de la misma dureza que usted, señor Alfred. Usted es un pegador. Son los huesos los que tiene duros. El era duro para sí mismo y para los demás. Intransigente. Tenía que ser así para conseguir su objetivo.
»Y lo consiguió. A su muerte casi todas las salas de proyección del Reino Unido le pertenecían. También era propietario de otras en Canadá, en la India... Dirigir películas no le interesaba. La gloria no le tentaba. Probablemente hubiera llegado a ser un director de primer orden, pero prefirió tratar a productores y directores como si fueran sus criados.
»¡Y usted decía que éramos parecidos!
»Probablemente supo que tenía un hijo de Arlette. Claro que lo supo, puesto que lo mencionó en su testamento. No se preocupó mucho por él. No podía cargar con una mujer y un hijo en aquellos momentos, cuando se lo jugaba todo a una sola carta. Esta era su manera de ser duro. Probablemente usted no sabe cómo murió, porque no lee los periódicos ingleses. Y los periódicos no dijeron toda la verdad.
»Hace unos años, cuando ya era el riquísimo Joe Hill, conoció a una joven que procedía de la familia más modesta y más banal que se puede imaginar. Ese tipo de personas de las que se dice que son buena gente, porque no hay nada más que decir. Un cajero de banco o algo semejante. Se casó con ella, porque no podía conseguirla de otro modo, y enseguida debió de comprender, porque ella exigió hacer cine.
»¿No es un rasgo irónico por parte de la suerte? ¡El, que fabricaba estrellas y que las despreciaba, verse obligado a convertir en estrella a su propia mujer! Diríase que la quería de veras, porque la lanzó. Ya conoce su nombre, todo el mundo lo conoce. Ahora vive en Hollywood. Pero antes, una vez satisfecha su ambición, le dijo tranquilamente a Joachim que no le quería, que estaba enamorada de otro, y pidió el divorcio. Apenas vivió tres años con él. El tiempo necesario para lanzar una estrella el hombre que disponía de todos los medios del mundo. Trató de retenerla. Durante meses la siguió paso a paso, e incluso dicen que a veces se ponía de rodillas ante su puerta, sollozando. Después de los plazos legales, se casó con el actor del que estaba enamorada. Y él, el hombre traicionado, aún la hacía trabajar en las películas de sus compañías, para que siguiese en Inglaterra, manteniendo así una vaga relación entre ellos...
»Mientras rodaban, él estaba oculto detrás de un decorado. Ya se encontraba enfermo. Viviendo como él vivía, el desgaste es muy rápido. A veces el corazón le fallaba. Una noche estaba en un cabaret, solo, porque sabía que ella iba a acudir allí con su marido. Ella volvía de un largo viaje, y llevaba varias semanas sin verla. Cuando la vio entrar sufrió un síncope cardiaco y cayó al suelo, cerca del cubo del champaña. En su agonía vio cómo pasaba a su lado. Sin detenerse. Vio sus zapatos de gala a pocos centímetros de su cara.
»Los camareros, el maître, acudieron enseguida. Se lo llevaron en una ambulancia, y al día siguiente por la ma ñana murió en una clínica. Reconozca, señor Alfred, que ni usted ni yo somos de esa raza.
»¿Cómo lo ha dicho usted? ¡Ah, sí! Que en resumidas cuentas represento a su familia paterna. Usted representa la de la madre, la de Arlette, claro... Se equivoca, se equivoca de medio a medio...»
—Otro whisky, Mac.
Hacía veinticuatro horas que estaba bebiendo mucho, era verdad. Toda su vida había bebido mucho. Por eso no valía la pena dejarlo correr. Un alcohólico que deja de beber, ¿no es un hombre acabado?
—¿Sabe algo más de la goleta, Sir? Parece que han llegado a un acuerdo.
—¿Cuándo se van?
—Tardarán un poco. Necesitan cuatro o cinco días para hacer reparaciones.
Era gracioso. Ahora casi le daba risa la manera como le miraba la gente. Todos, incluso Mac, parecían estar divididos entre la simpatía y la desconfianza. Como si fuese para ellos un problema.
—¿Sabes, Mac? El abogado Weill me ha telefoneado.
Quiere que esta noche vuelva al club.
—Haga usted lo que le parezca mejor, Sir.
—¿Tú qué harías?
—Yo nunca he jugado a las cartas, Sir. Todos mis problemas se debieron a un caballo que drogué porque me prometieron mucho dinero. No era la primera vez que lo hacía, se lo confieso. Esta vez, no sé por qué, vacilaba. Fue un escándalo terrible, no pude volver a pisar un hipódromo.
—¿No eres feliz aquí?
—No me quejo, Sir. Pero también aquí hay que poder quedarse.
—¿Nunca bebes?
—Nunca, Sir. ¡Sirvo tanto de beber!
Entró el médico, titubeó, se dirigió hacia el bar, se volvió hacia Owen y saludó sin demasiada cordialidad.
—Buenos días, mayor.
También para él, Owen tenía ganas de seguir con su discurso.
«No, doctor. Usted se ha formado de mí una idea completamente falsa. Mire, de todas las personas que he conocido aquí, usted es quien mas se me parece, por lo tanto es el que debería comprenderme mejor.
»Para empezar, usted bebe. Lo más divertido es que Mac Lean, que nos sirve de beber durante todo el día, nos desprecia un poco a causa de eso. A su manera, es una especie de puritano. Probablemente hace trampas, no en el juego, sino en otras cosas. No se lleva un bar sin tener algo que ver con asuntos turbios. No obstante, si los suyos le parecen anodinos, nos juzga con severidad a usted y a mí. Conserva de su niñez una imagen del médico muy distinta de la que usted representa. En cuanto a mí, debe de preguntarse si aún tengo derecho a que me llamen gentleman.
»¿Sabe usted cuándo empecé a beber? Es difícil decirlo. No se sitúa con mucha exactitud en el tiempo. Como le decía hace un momento al señor Alfred, he empezado a envejecer muy lentamente. Ignoro cómo envejecen los demás. Debe de ser distinto para los que tienen una familia, una profesión, ambiciones, seguro que es otra cosa para los que están solos, como usted y como yo, para quienes todos los días se parecen.
»Esta mañana, mientras me afeitaba... Es terrible verse obligado a pasar un cuarto de hora mirándose al espejo. Empecé por verme las facciones más carnosas, y luego hinchadas. Algunos días mi breakfast no tenía el mismo sabor que de costumbre. Va usted a reírse, pero me purgué, tomé polvos, píldoras...
»Evidentemente, no tenía nada que ver. No era en mi interior donde había algo que no funcionaba, sino en tomo a mí. Me sentía flotar en algo que era inconsistente, ¿me comprende? Mougins aún no ha llegado a eso. Ignoro si le sucederá. Tal vez le matarán antes... Esta mañana me ha dicho una cosa terrible. No consigo acordarme de las palabras que ha usado. Ni siquiera sé exactamente lo que quería decir. Ha hablado de otras posibilidades. Dentro de nada me acordaré. Antes tengo que poner en claro una cosa, con él y conmigo. Figúrese que, durante nuestra conversación, ha habido momentos en los que era yo quien me sentía avergonzado. Hubiera acabado por hacerme sentir repugnancia de mí mismo.
»En resumidas cuentas, empecé a beber para sentirme más seguro. Porque a mi alrededor las personas y las cosas perdían poco a poco su realidad. Vamos, doctor, digámoslo crudamente: bebemos porque nos sentimos solos, y a partir de cierta edad eso es insoportable. Por eso cuando leí el anuncio en el Times... Claro, usted no está al corriente. No importa.»
Continuaba su monólogo interior sin dejar de escuchar distraídamente la conversación que el médico y Mac Lean habían entablado a media voz.
También Bénédic debía de ir por noticias al bar del antiguo jockey.
—¿Sabes, Mac, cuánto ha pagado Oscar por la goleta?
—Dicen que ya ha dado veinticinco mil al contado por un mes, doctor.
—¿Y nadie sabe para qué la quiere?
Mac miró de reojo al mayor y guardó silencio.
—Hay quien dice que todo eso tiene que ver con el Astrolabe. Aseguran que ha estado haciendo preguntas acerca de un tal René Maréchal, que va a bordo. Nuevo ademán evasivo del barman, que parecía decir a Owen: «Ya ve que soy discreto».
Entonces el médico se volvió hacia el inglés. Su curiosidad era más fuerte que su rencor.
—Dígame, mayor, me han dicho que esta mañana ha ido usted a visitar a ese granuja de Mougins...
—Exacto, doctor.
—Se dicen muchas cosas acerca de usted. Cuando se desembarca en una isla como la nuestra, es imposible evitarlo. La gente se pregunta qué ha venido a hacer aquí, y se dan explicaciones muy complicadas. Como ve, le hablo con toda franqueza. A mí me da lo mismo. Que usted prefiera el Yacht Club al Cercle Colonial, o la compañía de Tioti y de sus amigos a la mía...
»Ya sé... Tal vez haya una razón, ¿no? Porque fue a la península, y fue usted quien se trajo al telegrafista. Confiese que sabe mucho más de lo que quiere reconocer acerca de René Maréchal.
Owen ni siquiera vaciló.
—Exacto, doctor.
—Que conste que no le pregunto nada. Todo acabará por saberse un día u otro. La agitación de la gente en casos como éste me recuerda a la de los microbios. Todo empieza con una excitación insensible, que acaba siendo un verdadero hormigueo. La piel se hincha, se pone tirante, reluce, se forma una cabeza, y de pronto el absceso se vacía de golpe. Veré cómo revienta el absceso, mayor. Y sospecho que toda esa historia gira en torno a René Maréchal. Voy a darle una prueba de que le guardo mucho menos resentimiento del que usted cree.
¿Acaso también él ya echaba de menos la compañía del mayor, y consideraba que dos días de soledad era un precio demasiado alto para su enfado?
—Hay un pequeño detalle que aún se ignora. El Astrolabe lleva unos quince pasajeros. Como de costumbre, dos o tres gendarmes y un misionero. En las pequeñas islas del archipiélago son los únicos personajes que cuentan. Y además indígenas de las Marquesas o de las Paumotu, que querían ver Papeete, que para ellos es la gran ciudad, la Ciudad—Luz, y que ahora volvían a sus casas. Pero también había una mujer, una maorí, que no iba a ninguna parte. Un indígena al que he atendido esta mañana me ha dicho que en realidad acompañaba a Maréchal...
—¿Está seguro?
—Casi del todo.
—¿Sabe dónde vivía?
—Es la hija del pastor metodista de Taiarapu. Además de su ministerio, que no le da mucho quehacer, es constructor de piraguas. El es quien hace las piraguas más finas y más rápidas. Cada año, el 14 de julio, ganan todas las carreras de velocidad. La cabaña de Maréchal sólo está a trescientos metros de la suya, y creo saber que en estos últimos tiempos Maréchal asistía a los oficios. Yo no le pregunto nada, mayor, y en cambio le digo todo lo que sé. Ahora, si quisiera cenar conmigo esta noche en el Cercle Colonial...
¿Qué le importaban Weill y sus amigos? Era divertido ver el aire atento con el que Mac acechaba su respuesta.
—Iré, doctor. Y encantado, créame.
—Ya casi no le guardo rencor. ¿Whisky?
—Whisky.
Bastaba con telefonear a Weill. Lo hizo un poco más tarde, cuando se hubo ido el médico. Mac seguía escuchando con su cara afilada y sus ojos tristes.
«Sí, sí, señor Mougins. Claro que sí, señor Alfred. Hay una razón en la que yo no pensaba y que acabo de descubrir al descolgar el teléfono y tropezar con la mirada de Mac Lean. Si las personas como yo, los hombres solos, se acostumbran a beber, también se debe a que los barmen constituyen en cierto modo su familia, es decir, que los bares se convierten en su home. Sin duda ésta es la causa de que en todo el mundo los bares ingleses se parezcan, sean exactamente iguales, hasta en los menores detalles. Para que los que son como yo se sientan en su casa...»
—¿Oiga? ¿Weill?
Se excusó, se enzarzó en largas explicaciones, prometió estar en el Yacht Club al día siguiente por la noche.
—No sabe cómo lo siento, pero cuando me ha llamado acababa de levantarme de la siesta y se me olvidó que tenía un compromiso...
—¿El doctor?
—Pues sí...
—Que se divierta, mayor. Le esperamos mañana, si le parece...
Ahora era él quien estaba resentido. Eran hombres maduros o ya viejos, y se portaban como niños, con susceptibilidades de niños o de jovencitas.
—¿Furioso? — preguntó Mac lacónico.
—Bastante enfadado.
—¿Irá usted?
El mayor comprendió que se refería a la península y al pastor.
—¿Habla francés? ¿Inglés?
—Francés con mucha soltura, y un poco de inglés. Ha pasado varios años en Europa. Es un personaje importante, al que las autoridades tratan muy bien, porque tiene mucha influencia sobre los indígenas. Es sobrino segundo de la reina Pomaré. Me parece que es mejor que no le acompañe mi boy, porque a Tamasen no le gustan los bares ni los indígenas que trabajan en ellos. Ya verá la iglesia, que tiene el tejado rojo y una aguja plateada, a dos o tres millas de donde vive Mamma Rua, donde fue a buscar al telegrafista.
El coche, la tierra de un rojo más vivo a la luz del sol poniente, los perfumes que surgían de los jardines, racimos de flores, árboles, las coronas que llevaban las muchachas.
«Ya le he dicho que no, señor Alfred, y ahora confío en que haya comprendido. Yo no me he equivocado acerca de usted, y reconocerá que nunca le he tratado como a un enemigo. No le odio. No le desprecio...
»Usted es duro, ya ve que no digo malo, es duro como algunos animales son duros... Sigue adelante, apretando los puños, dispuesto a golpear... De la misma manera que Joachim abandonó fríamente a una mujer y a un hijo porque lo consideraba necesario para alcanzar su objetivo, usted mata tranquilamente a un hombre.
»Yo no soy más que un viejo animal manso, y aún tengo una cosa que decirle. Usted también ha hecho alusión a ella. Mentor, ¿se acuerda? Ha dicho Mentor sin saber exactamente lo que significa... Médor hubiera sido más exacto, un nombre de perro.
»Es verdad, me siento cansado, a veces estaba harto de continuar todos los días con mis jueguecitos; llegaba a pensar en algún momento no muy lejano en el que mis manos temblarían demasiado para sostener debidamente las cartas.
»Entonces, cuando leí el anuncio del Times, me acordé de Arlette. Comprendí lo que sucedía. Joachim era demasiado orgulloso para dejar su fortuna, su poder, a unos hombres de negocios, a personas como él que habían triunfado mucho menos que él. Se acordó de la mujer y del hijo que tal vez tenía... Estoy convencido de que no fueron remordimientos. No dispuso en su testamento que se buscara activamente a nadie. Simplemente escribió:
»"En caso de que, dentro del plazo de un año despues de mi muerte, el hijo de Arlette Maréchal comparezca ante mis solicitors demostrando su identidad, éste se convertiría en mi heredero universal, haciéndose cargo entonces...".
»En caso contrario, su único heredero sería el Estado, al que Joe Hill obligaba a crear cierto número de fundaciones que llevaran su nombre.
»Tenía por delante cuatro meses. Se habían cuidado mucho de no remover cielo y tierra para buscar a aquel joven que algunos estaban muy lejos de desear que metiera las narices en negocios que eran muy ventajosos para ellos. ¿Comprende, señor Alfred? Llevarle cariñosamente hasta allí, pulirle un poco si era necesario, aconsejarle, ayudarle en la medida de lo posible. En resumidas cuentas, lo propio de un perro grande, viejo y bondadoso. Por eso he dicho Médor...»
Fue a cambiarse de traje. Siempre se cambiaba antes de la cena. Se acicaló cuidadosamente, aunque sólo fuera para pasar la velada a solas con el despechugado médico.
Y a las diez de la noche estaban los dos bebiendo en la terraza del círculo, ante el agua del lagón, que parecía sembrada de lentejuelas; empezaban a hablar con voz pastosa y a repetir las mismas frases con obstinación, cuando el mayor interrumpió a su interlocutor.
—Alude a otra posibilidad, ahora acabo de comprenderlo. No se preocupe, doctor, no estoy borracho. Estas palabras se me quedaron grabadas. Sobre todo porque me miraba malignamente de hito en hito mientras las pronunciaba. Suponga que Maréchal ya no esté enamorado de Lotte... Suponga que le repugne asociarse a un hombre como Mougins...
»¿La otra posibilidad? ¡Demonio, un falso Maréchal! ¿Quién conoce al verdadero en Londres? Si se presenta ante los señores Hague, Hague y Dobson un Maréchal cualquiera, con todos los papeles en regla, ¿qué quiere usted que hagan ellos? No es difícil encontrar a un joven que reúna las condiciones requeridas... Este será dócil. Escuche, doctor, empiezo a tener miedo de veras. Puede sucederme cualquier cosa.
Escrutaba la oscuridad del jardín con cierto recelo.
—Pida de beber, ¿quiere? Haga que dejen la botella, para que nadie vuelva a molestarnos.
Y habló. Habló y bebió. El médico le acompañó. Luego él acompañó al médico, que no tenía coche. Por fin, a las dos de la madrugada, fue el marido de Mariette, la que atendía el bar, quien cogió el volante y dejó a Owen en la puerta de su hotel.
9
Fue un día extraño. Durante casi todo el tiempo tuvo la impresión de chapotear en una materia blanda y caliente, y de hundirse en ella como una mosca en la melaza. Había que remontarse muy lejos en sus recuerdos para volver a encontrar una resaca parecida. No obstante, ¿qué habían hecho la víspera? Nada. Se habían quedado sentados en la oscuridad de la terraza, volviendo machaconamente a las mismas cuestiones, como dos viejos, que es lo que eran.
Owen tenía la desagradable impresión de haber dicho cosas que preferiría no haber dicho. No recordaba detalles, pero se había compadecido de ellos dos, de su edad, de sus manías, del hecho de que fueran un par de borrachos. También había debido de hablar de su soledad y de su inutilidad.
Se vistió tranquilo y digno. La resaca le hacia más digno que nunca, porque aún escatimaba más sus movimientos.
—Me matará... Y qué? ¿Puedo esperar algo mejor?
¿Había pronunciado realmente estas palabras? Probablemente, porque volvía a encontrarlas en un rincón de su memoria. Era su respuesta al médico, que estaba tan borracho como él, y que tenía otra obsesión.
—Si la gente, en vez de creerse tan lista, fuera con toda sencillez a verme, y me dijese: «Doctor...».
La gente le tomaba por un viejo estúpido, a causa de su vida desordenada y porque no se tomaba la molestia de ser hipócrita.
—Me encanaco... Ya me he encanacado. ¿Y qué? Precisamente a causa de eso lo comprendo todo. Todo lo que les pasa ya me ha pasado a mí, ¿comprende? Desembarcan aquí y se creen que sus pequeñas historias son nuevas. Imagínese a un cura que hubiese cometido todos los pecados del mundo. ¡Qué confesor! ¿Verdad? Y un médico que hubiese tenido todas las enfermedades...
Debían de resultar tan lastimosos el uno como el otro, bajo los rayos de la luz, con la cara congestionada, los cabellos blancos, la gran barriga, y Mariette, que circulaba a su alrededor con impaciencia, porque tenía ganas de acostarse.
—Tampoco ésa comprende. Me toma por un viejo vicioso. ¡Como si todos los días no pasaran por mis manos veinte chicas más guapas que ella! Usted, mayor (después ya le tuteaba), cuando le vi por primera vez enseguida comprendí que iba a ser de los nuestros. Me parece que se lo dije. Y lo será, haga lo que haga. En cambio Mougins no lo será nunca. Aunque se quedara aquí veinte años seguiría siendo un cuerpo extraño en el organismo. Desconfíe, mayor, entre él y usted ahora la lucha será a muerte...
Owen hubiera preferido no pensar en ello. Los dos estaban ridículos. El médico debía de divertirse inconscientemente metiéndole miedo.
—Si ahora mismo alguien escondido en las sombras le matase de un balazo, palabra que no me sorprendería. ¿Por cuánto dinero mataba en Panamá? No por mucho, ya se lo ha dicho. Y ahora no se trata de millones, sino de miles de millones. Es casi como si ya estuviera usted muerto. Si yo no fuese un viejo animal cansado, le hubiera hecho callar cuando me contaba la historia de ese Joachim y de su testamento, porque sólo saberlo ya es peligroso...
Le había aconsejado que se paseara lo menos posible, que no se apartara de las calles más concurridas.
Y al final aquello se volvió algo tan incoherente que Owen se negó a seguir pensando en ello. Sin embargo, cuando bajó decidido a ir a la península, no dejaba de preguntarse quién podría acompañarle. Claro que tenía una excusa. Estaba flojo. Sentía la cabeza vacía y dolorida, y en aquel estado tenía miedo de conducir a pleno sol.
Después de lo que el médico le había dicho acerca de los peligros que corría, no iba a pedirle que le acompañara. Mac Lean ya le había avisado que en casa del pastor la presencia de su boy no le iba a beneficiar en nada.
No comió, tomó un café muy cargado en el jardín moteado de luz, se acercó al señor Roy, que formaba una mancha muy blanca en medio de la sombra. ¿No le guardaba rencor el señor Roy por beber siempre fuera de su hotel?
—¿Por casualidad conoce a alguien que quisiera acompañarme a la península? Mejor que fuera alguien que supiese conducir.
El dueño reflexionó, fue a hablar con su mujer, y luego, volviéndose hacia las cocinas, llamó:
—¡Tetua!
Era uno de los boys del hotel, un indígena alto y siempre sonriente. Tetua estuvo de acuerdo en acompañarle. Luego cambió de opinión, y volviendo atrás preguntó si podía llevar a alguien con él.
—Se trata de su amiguita —explicó el señor Roy—. Trabaja cerca de aquí, a una distancia de dos casas. Es del último pueblo que hay antes de llegar a la península. Así tendría ocasión de saludar a sus padres.
Se pusieron de acuerdo. Tetua subió a su habitación para ponerse guapo. Fueron a avisar a la muchacha, a la que luego hubo que esperar delante de la casa en la que trabajaba.
El señor Roy aconsejó al mayor que se llevara algo de comer, y por iniciativa propia puso un cesto en el coche. En el momento de irse, Owen tomó una copa en el bar, porque el mejor remedio contra el whisky sigue siendo el whisky.
Por fin enfilaron la carretera, el inglés detrás, la pareja indígena delante, y para ellos era como una deliciosa gira campestre. Al cabo de un cuarto de hora, se reían alocadamente de todo y de nada. Se reían de mirarse, exhibiendo sus dientes deslumbrantes. Se reían al pasar ante una casa, ante unos niños que salían de la escuela. Era un continuo gorjeo que se confundía con los ruidos de la naturaleza, como se hermana el canto de los pájaros con el murmullo de un arroyo.
Owen se adormiló, con los ojos entornados, y a medida que se alejaban de la ciudad se iba incorporando cada vez más a la atmósfera que le rodeaba. De vez en cuando se volvía para asegurarse de que no les iba siguiendo ningún coche. Después de una hora tuvo sed, pero se palpó el bolsillo en vano, porque se había olvidado de llevarse una petaca de whisky.
Se cruzaron con uno de esos carruajes negros, de ruedas altas, tirados por un caballo esquelético, con los que los chinos en la isla hacen de buhoneros de pueblo en pueblo, y los dos chinos que ocupaban aquél iban vestidos de negro, y se protegían del sol con una inmensa sombrilla negra, de manera que recordaban a unos insectos laboriosos.
Tetua y su amiga se reían. Su risa se convertía en un acompañamiento tan regular como el leve ronroneo del motor. Cuando veía a alguien en la carretera, Tetua simulaba que quería atropellarle. Gritaba frases en broma a las casas, a los árboles.
Pasaron ante la casa de las dos mujeres. ¿Cómo se llamaban? ¡Ah, sí, las Mancelle! Tía y sobrina. Y las vieron en medio de la blancura deslumbrante de la playa. Mejor dicho, se las entrevió, porque estaban lejos, la tía, probablemente desnuda, tendida boca abajo, la sobrina sentada, con el pecho al aire —incluso desde lejos se adivinaban sus grandes pechos blandos—, con una guitarra sobre las rodillas.
Owen cada vez tenía más sed. Hubiera podido hacer que le abrieran un coco. Los había a lo largo de todo el camino, y su leche permanece fresca aun a pleno sol. Pero ¿cómo puede un Owen beber leche de coco?
El coche terminó por detenerse, no lejos de la franja de arena que unía la isla a la península. La joven indígena bajó. Una mujer muy gorda y de baja estatura apareció en el marco de una puerta, teniendo a su lado un cerdo negro a manera de perro doméstico. Al reconocer a su hija, que bajaba de un coche como aquél, también se echó a reír. La risa de todos era una risa grave, un gorgoteo en el fondo de la garganta.
—¿Podrán darme algo de beber? — preguntó Owen a Tetua.
—¿Tienes sed? Ven conmigo, Monsieur.
Le precedió orgullosamente, le hizo entrar en la casa de la que ya se consideraba el dueño. Abrió un armario, sacó vasos, una botella de ron, fue a buscar limones verdes. Y hablaba sin cesar en maorí. Era apuesto, vestía un traje blanco, con una camisa inmaculada, una corbata color violeta, zapatos de calidad y una gorra blanca. Jugaba con los vasos, con la botella, con los rayos de sol, con Owen, con la admiración de las dos mujeres y del cerdito, al que se divertía empujándole con el pie para hacerlo gruñir.
—A tu salud, mayor.
Brindaba, preparaba nuevos ponches, que las mujeres veían beber arrobadas.
—¿Qué les debo?
—Sobre todo, Monsieur, no les hables de dinero, porque se enfadarían.
Mientras volvía a conducir, ahora solo en la parte delantera, de vez en cuando volvía la cabeza para dirigir sonrisas y guiños a Owen. Pasaron ante la casa en la que se habían refugiado el telegrafista y Lotte. Luego distinguieron una iglesia que parecía un juguete, con sus paredes blancas, el tejado rojo, la aguja muy delgada. Parecía pintada por un minucioso niño sobre el papel azul del cielo, y habían puesto flores de color escarlata al pie de las paredes.
—Es aquí, Monsieur.
Había una aldea, al menos unas cuantas casas agrupadas como al azar, con cerdos rosados y negros en las callejas, vallas, setos, arbustos y flores en todas partes, y la chiquillería que alborotaba.
Owen bajó del coche y dio la vuelta a la iglesia, mientras los niños, en su mayor parte desnudos, le seguían a distancia, y Tetua permanecía de pie junto al coche, con una mano sobre el automóvil, en una actitud llena de importancia y de nobleza.
Se veía el mar al pie de una leve cuesta. Sobre la arena se hallaban esparcidos varios tarugos de madera, piraguas, algunas apenas desbastadas. En medio de este rústico astillero trabajaba un hombre, vestido solamente con un pantalón blanco, y tocado con un sombrero de pandanus de ala ancha, con la cinta adornada de conchas.
Era alto. El cuerpo macizo, un poco adiposo, daba una impresión de fuerza. Inclinado sobre una piragua a medio terminar, afilaba una de sus extremidades a fuertes golpes de escoplo, y le rodeaban virutas blancas brillantes como la nieve.
Levantó la cabeza, miró a Owen tranquilamente, sin sorprenderse...
—Buenos días —dijo.
—Buenos días —dijo el mayor—. ¿Es usted el pastor?
—Lo soy. ¿Has venido a verme a mí?
Puesto que había vivido en Europa, debía de saber que los franceses no se tutean, a menos que tengan cierta intimidad. Pero de vuelta a su país, había adoptado otra vez el tuteo, que en boca de los indígenas tiene una sencillez muy noble.
No era ni ingenuidad ni ignorancia, como entre los negros de Africa; era deliberado; aquello significaba que se consideraba al extranjero como a un amigo, que se le invitaba a entrar en el círculo de la familia.
El pastor, ¿había oído hablar de Owen? Verosímilmente no. Le miraba con ojos claros y confiados. Su casa estaba allí, muy cerca de la iglesia, una bonita casa también blanca, con el tejado rojo y una amplia veranda, a la que rodeaba un círculo de vegetación.
—¿Quieres ponerte a la sombra?
El, con el cuerpo bronceado, los músculos ubres bajo una ligera capa adiposa, trabajaba todo el día a pleno sol, y sus ojos estaban acostumbrados al centelleo del mar.
Guió a su huésped. La casa por dentro se parecía a una casa europea, con muebles bien encerados, y tapetes sobre las mesas y sobre el aparador.
—Creo que usted conoce a René Maréchal.
Aunque no se pudiera hablar de desconfianza, sin embargo hubo una sombra rápida en los ojos del maorí.
—Le conozco bien —dijo—. ¿Eres de su familia? No hace mucho que desembarcaste, ¿verdad? Sin duda con el último barco.
¿En qué lo notaba? Seguro que se veía, incluso para un blanco como el médico.
—No soy de su familia, pero he venido de Europa para verle.
Se oía a unas mujeres invisibles ir y venir en el cuarto contiguo.
Su francés era correcto. No tenía acento en el sentido estricto de la palabra. Era la voz lo que daba encanto a sus palabras, una voz profunda, metálica, que parecía venir de lejos, como la risa de las mujeres, y se imaginó que los sermones del pastor debían de parecerse sobre todo a un himno.
—Me lo han dicho, y también me han dicho que no volverá hasta dentro de una o dos semanas.
—Dos semanas... ¿Tienes sed? ¿Quieres beber?
Fue a sacar agua de una tinaja de piedra, de la que el agua salió fresca como la de un manantial. El vaso se empañó. El pastor no añadió ni ron ni whisky. Bebía con satisfacción, con avidez.
—¿Conoces bien a René Maréchal?
—No le he visto nunca.
—¿Entonces conoces a su familia?
—Conocí a su padre.
—René no le conoció.
—Lo sé.
—Su madre ha muerto.
—Lo sé.
—René no siempre ha sido feliz, pero aquí es feliz. ¿Has visto su casa?
—No.
—Si quieres te la enseñaré. Se la construyó él mismo. Pesca con arpón casi tan bien como mi hijo.
Por la ventana señaló una piragua que se balanceaba en el mar, con un hombre de pie en la parte trasera, al acecho de los peces, con el arpón en la mano, dispuesto a sumergirse y a conseguir su presa siguiéndola hasta las anfractuosidades de los corales.
—Es mi hijo. Tengo cuatro hijas.
Había en aquel hombre una sencillez que desarmaba. ¿Cómo hubiera podido tratar de engañarle?
—Me han dicho que una de tus hijas va en el mismo barco que Maréchal.
—Pueden decirlo porque es verdad, y la verdad nunca necesita que se oculte. René sólo conocía Tahití. Yo nací en las Marquesas, pero vine aquí de muy niño. Marae, mi hija, nunca ha estado en las Marquesas. ¿Tú las conoces? Tienes que conocerlas. Son muy hermosas. Una tierra más agreste que la de aquí. Hay rocas a lo largo de la costa, como en Bretaña, y árboles maravillosos. Hago mis piraguas con madera de las Marquesas... Cuando se casaron...
Owen se sobresaltó, frunció las cejas, aún no estaba seguro de haber comprendido.
—... les aconsejé que dieran la vuelta a las islas a bordo del Astrolabe.
—¿O sea, que René Maréchal se ha casado con la hija de usted?
—Sí, dos días antes de emprender el viaje. Yo mismo les casé.
—¿Es metodista René?
—Se ha hecho metodista.
Y las palabras brotaban sencillamente, las imágenes eran sencillas como en un libro para niños, con colores vivos y mucha luz.
—No sé lo que quiere de él su familia, pero estoy seguro de que René es feliz aquí.
—Su padre ha muerto.
—Para René es como si siempre hubiera estado muerto.
—Le ha dejado una fortuna inmensa. Era uno de los hombres más ricos de Europa.
—René nunca ha sido rico. No creo que tenga ganas de llegar a serlo.
Sin embargo, en su voz había una leve angustia.
—Ven conmigo, Monsieur.
Le precedió al salir, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta de su templo. Los bancos, de madera clara, los había construido con sus propias manos. El púlpito, apenas un poco más alto, durante los oficios debía de dar una impresión muy patriarcal.
—Aquí casé a René y a Marae. Ven y verás...
Sacó de un mueble un libro de registros muy antiguo, del que pasó las páginas con respeto. La última inscripción era la de Maréchal. Allí constaba el nombre de la madre, la fecha de nacimiento, el lugar donde había nacido: París, distrito Catorce.
¡Montparnasse! La joven Arlette, que el mayor había visto en La Coupole, con la gran barriga que lucía orgullosamente.
—Espera, Monsieur...
Del mismo armario extrajo un estuche. Este, forrado de terciopelo azul marino, contenía una copa de plata, tan usada que apenas se distinguían las letras grabadas en ella.
Sin embargo pudo leer una palabra: STEVENSON. Alzó la cabeza, interrogante, y el pastor sonrió.
—Es nuestro tesoro —dijo—. Robert—Louis Stevenson. ¿Sabes quién fue, verdad? Era inglés y escribió muchos libros. Un día vino aquí, hace ya mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido, con su barco. Vivió en la península. En aquellos tiempos ya había aquí un pastor, que también era inglés. Pero esta copa a manera de recuerdo la dio a la población. Hizo escribir:
ROBERT—LOUIS STEVENSON,
A SUS AMIGOS MAORíES,
EN RECUERDO DE LOS AÑOS...
»Siguió su viaje. Se quedó en las islas. No quiso irse, y aquí murió. Creo que también René querrá vivir y morir aquí.
La emoción hacía temblar ligeramente sus dedos sobre la copa, cuyo metal se empañaba. La limpió con el pañuelo, volvió a guardarla en el estuche.
—Hay otros que vienen y un día se van...
Cerró el armario después de haber guardado el libro de registros, salió del minúsculo templo, y permaneció un momento en el umbral contemplando su casa, su taller en la orilla, el mar en el que pescaba su hijo.
Owen le seguía como en sueños. Trató de recordar algún momento en que hubiera sentido una emoción más o menos semejante. Evocó un claustro, con sus columnas, sus largos pasadizos de sombra, las piedras desgastadas por los siglos, por los pies de generaciones de monjes, un sol oblicuo que atravesaba una glorieta en la que cantaban pájaros.
Fue en Moissac. Se había detenido allí muy de mañana, por casualidad. Entró en la abadía, en la que era el único visitante, y se sentó en una piedra del claustro. Le había parecido que el tiempo se deslizaba con tanta fluidez a su alrededor, que hubiese querido no moverse más, quedarse allí para siempre.
—¿Quieres ver su casa?
Vieron a los niños que rodeaban el coche, y al chófer que se reía a carcajadas con ellos.
—Primero alquiló una cabaña, como todos los que desembarcan. Luego iba a menudo por donde estaba yo, y me miraba trabajar. No hablaba mucho. Era tímido. Un día me propuso ayudarme. Se hirió en el pulgar. Hice que entrara en mi casa y mi mujer le vendó el dedo, porque ella está acostumbrada a hacer esas cosas.
Se movía con mucha agilidad, y su cuerpo, visto de cerca, aún parecía más fuerte, de una fuerza tranquila, segura de sí misma, serena.
—En la cabaña había animales. Yo le pregunté por qué no se construía una él mismo, y él no se creía capaz de construírsela.
—¿Le ayudó usted?
—Un poco. Sobre todo mi hijo.
Y en sus labios la palabra hijo adquiría un valor particular. Sin duda quería a sus hijas, pero de aquel hijo, al que miraba de vez en cuando, en el deslumbramiento del lagón, hablaba con otra voz.
—¿Qué edad tiene?
—Quince años. Es casi tan fuerte como yo. René también se hizo fuerte.
Andaban uno detrás de otro por un sendero que serpeaba por entre una vegetación espesa y perfumada, con lagartos que se escurrían velozmente ante sus pies.
—No tengas miedo, Monsieur. No hay animales malos en la isla.
De pronto se encontraron ante una casa cuyas paredes casi rozaban el agua del lagón. Estaba pintada de color ocre. Su tejado no era rojo, sino verde, de un verde como comido por el sol. El pastor empujó la puerta, que no estaba cerrada, y en el interior las paredes barnizadas hacían pensar en el camarote de un antiguo barco.
Era sencillo y maravilloso. Un gran ventanal daba directamente al mar. Los muebles eran rústicos, también barnizados. Hasta en los menores detalles se advertía la mano del obrero. En un rincón se alineaban cuidadosamente arpones de todos los tamaños, y en los estantes se veían cañas de pescar, aparejos que el mayor no conocía.
Encima de la chimenea, una fotografía. Se acercó, reconoció a Arlette, la Arlette de antaño, sin duda de París, una carita juvenil y un poco arrugada, una mirada clara y temerosa a la vez.
—Es su madre.
—Ya lo sé.
—¿La conociste?
—Hace mucho tiempo.
—Fue muy desgraciada.
Sin duda Maréchal se lo había contado todo.
—Cuando vuelvan se instalarán aquí los dos. La casa es lo suficientemente grande hasta que tengan hijos. Pestañeó.
—A no ser que René prefiera volver contigo a Europa. Porque tú has venido a buscarle, ¿no?
El mayor no se atrevió a negarlo. Hubiera sido incapaz de mentir a Tamasen.
—Hará lo que crea que debe hacer. Será la voluntad de Dios.
El pastor asomaba por vez primera a través del hombre.
—¿Crees que todo su dinero podrá llegar a darle una vida como ésta?
Owen casi se avergonzaba de sentirse tan emocionado. Sus ojos parecían a punto de empañarse. Pero ¿no era debido a la resaca? El era un viejo borracho; y la noche anterior eran dos viejos borrachos discurseando bajo la luna.
—Háblale. Dile lo que tengas que decirle.
Había que hacer un esfuerzo para evocar la cara vulgar de Alfred Mougins, para acordarse de sus palabras, de su mirada amenazadora. Todo aquello parecía tan lejano...
¿Era cierto que un hombre venido de Panamá estaba a punto de fletar una goleta para ir en busca de Maréchal? ¿Era cierto que una mujer, de la que él había creído enamorarse en la fiebre de Colón, iba a arrojarse a sus brazos para decirle: «Te quiero»?
No era posible. Era inverosímil. El mismo Londres se convertía en inverosímil, con sus millones de pequeños seres negros agitándose entre las piedras de las casas, y los señores Hague, Hague y Dobson, esperando en su oscuro despacho al problemático hijo de Arlette Maréchal.
Lo mismo que en Moissac, ¿no sentía Owen deseos de sentarse sobre una piedra y quedarse allí para siempre? Pero no. Tenía sed. Siempre tenía sed. Pensaba ya en el frescor del English Bar, en la mirada cómplice de Mac Lean al servirle un whisky doble.
No era más que un viejo animal impregnado de alcohol, como el médico, y era el alcohol lo que—le hacía lagrimear.
Salieron de la casa, y el pastor estrujó las hojas de una planta olorosa que serpeaba a lo largo de la pared.
—Vainilla —dijo sencillamente—. La vainilla de las islas es la más perfumada del mundo. Ven.
Le invitó de nuevo a entrar en su casa. El chófer había encontrado una guitarra, Dios sabe dónde, y la tocaba rodeado de un círculo de niños.
¿Para qué entrar? No tenía nada que decirles. A pesar de toda su dignidad, se sentía desplazado entre ellos, se veía a sí mismo como un ser impuro.
Estrechando la ancha mano de Tamasen, murmuró:
—Haré todo lo que pueda para que...
¿Para qué? ¿Para que Maréchal se quede? ¿Para que ellos conserven a su René?
Necesitaba volver a sumergirse en la realidad, ver de nuevo las cosas tal como son, y no como sobre una cándida imagen que representase el paraíso terrenal.
—Vuelve cuando quieras. Siempre serás bien recibido.
Les había llevado la inquietud. Cuando el coche arrancó, al volverse vio al pastor que, con la cabeza un poco inclinada hacia delante, volvía a su trabajo y recogía lentamente sus herramientas.
No sintió vergüenza cuando, al recoger a su amiga, Tetua le invitó, con un guiño, a ir a beber. Tetua le conocía. Para descubrir los defectos y los vicios de los blancos, los indígenas tienen una especie de adivinación.
Bebió. ¿Por qué no iba a beber? ¿Acaso era él quien vivía en la casa próxima a la iglesia, quien pescaba con arpón, quien se había casado con la hija del pastor?
Los gorjeos recomenzaron en la parte delantera del coche. Y éste se detuvo en el lugar en el que una cascada, que descendía de la roca, formaba un lago de agua límpida y helada a la derecha de la carretera.
—¿Te importa esperar cinco minutos, Monsieur?
La pareja saltó del coche. Tetua se quitó su elegante traje blanco, y se irguió, oscuro y pulido como un bronce, sin más que la mancha blanca de sus calzoncillos. Su amiga, con la misma naturalidad, se quitó por encima de la cabeza el vestido de rayas rojas. Llevaba los pechos desnudos, ya llenos de savia, y unas estrechas bragas.
Como dos animalillos, se zambulleron en el agua, salpicando a su alrededor y jugando a perseguirse.
«No, señor Alfred...»
¿Qué le pasaba ahora? ¿Iba a volver a empezar con sus letanías?
«No soy el hombre que usted ha descrito tan malignamente. Soy un viejo animal. Sé que soy un viejo animal. Pero sepa que...»
Los jóvenes, todavía con el cuerpo mojado, volvían a vestirse, y el coche arrancaba de nuevo. Pasaron otra vez ante la casa de las señoras Mancelle, que ya habían terminado su baño de sol, y a las que no vieron.
«En el fondo, doctor...»
¿A qué esperaba para actuar? ¿Qué sucedería si, como el doctor Bénédic preveía, no sin cierto sadismo —aunque hay que aclarar que estaba borracho— Alfred conseguía desembarazarse de Owen?
Aquella mañana la goleta aún seguía en el puerto. Mac Lean había dicho que se necesitaban cuatro días para que pudiera hacerse a la mar. ¿Era seguro?
Ahora tenía miedo de no encontrarla en su lugar al llegar a Papeete. Mougins ignoraba la boda de René. Aún confiaba en los atractivos de Lotte.
¡No! Era demasiado tortuoso para conformarse con ese método. Un falso Maréchal para él era mucho mejor que el verdadero. Y para hacer posible el falso Maréchal, bastaba que el verdadero sufriese un accidente.
—Más aprisa, Tetua.
Tetua, echándose a reír, pisaba alegremente el acelerador. Era un juego. Para ellos todo era un juego. Se acercaban a la ciudad. Por encima de los tejados podían verse los dos palos de la goleta.
—A Correos.
—¿A Correos? — repitió el indígena sorprendido.
—Sí. O, mejor dicho, no. Antes para un momento en el English Bar.
Empujó la puerta vidriera. No debía de tener su expresión habitual, porque Mac Lean le miró con asombro. Eran las tres de la tarde, la hora hueca, la hora en la que el mayor hubiera tenido que estar durmiendo la siesta. No había comido, no había abierto la cesta del señor Roy.
—Un whisky doble.
Era lo que le correspondía. Y abrazaba el bar con una mirada acariciadora en la que brillaba una lucecita de ironía.
—¿Ha ido a la península, Sir?
—He ido, Mac.
—¿Y qué?
Nada. No tenía nada que decir. Todo lo demás era sólo para él.
—Mougins ha venido dos veces esta mañana, y no acostumbra hacerlo. Tengo la impresión de que le buscaba.
—¡Ah!
—Ha puesto a no sé cuántos hombres trabajando en la goleta. Según alguien que entiende en esas cosas, podría estar en condiciones de hacerse a la mar esta misma noche.
—No creo que lo hagan.
—¿Hay alguna novedad, Sir?
—¡Rápido! ¡Otro whisky doble! Si viene el doctor, dile que estaré de vuelta dentro de media hora.
A Correos. Tuvo que despertar al empleado, que dormitaba detrás de su ventanilla.
—Quisiera enviar un cable a Londres.
—Aquí tiene los impresos.
Hizo varios borradores, y finalmente puso el texto en limpio con mucho cuidado.
—Eso va a costar muy caro, señor...
—No importa. Pero le ruego que me firme el recibo en esta copia.
—Si se empeña...
—En Papeete hay un cónsul inglés, ¿verdad?
—Un vicecónsul: el señor Jenkins. Los grandes almacenes Jenkins, que están justo enfrente del puerto.
Allí vendían de todo; comestibles, vinos, maquinaria agrícola, accesorios de coche y de barcos, ropa para hombres y mujeres...
—Señor Jenkins...
—Precisamente acaba de salir. ¿Es personal? Espere.
Un instante...
Un coche estaba a punto de arrancar, y al volante había un hombre con traje blanco.
—Señor Jenkins, señor Jenkins... Un caballero quisiera hablar con usted.
Un despacho cómodo y fresco, en el que zumbaban tres grandes ventiladores que hacían volar los papeles.
El mayor habló durante unos diez minutos. Su interlocutor, que parecía sorprendido, copió lentamente el cable que le tendían.
—Perfectamente, mayor. Haré lo que me pide. Mi cable saldrá esta noche.
Le acompañó hasta la puerta, cruzando los almacenes.
—¿No tiene usted un poquito de miedo?
Owen se encogió imperceptiblemente de hombros.
—A pesar de todo, sea prudente.
El médico aún no había vuelto por el English Bar. ¿Aún estaba durmiendo la borrachera del día anterior? La muchacha indígena había desaparecido. Tetua, muy orgulloso, seguía al volante.
—Mac, tendría que ver a Mougins lo antes posible.
—O mucho me engaño, Sir, o se ha quedado en la ciudad. Donde más fácil será encontrarle será en el barco.
«No, señor Alfred...»
Sonrió imperceptiblemente. Siempre la misma canción. ¡Se acabó! ¿Qué importaba ya lo que Mougins podía pensar de él?
Estaba sentado al lado del chófer. Casi tenía ganas de reírse con él, como lo hacía poco antes la muchacha del vestido a rayas. ¿Por que no? ¿Acaso no les gastaba una buena jugada a todos?
¡Sobre todo a él!
¡Animo, mayor! Dentro de poco ya habrá terminado. Con tal de que Mougins esté a bordo...
Estaba a bordo. Desde el muelle se le veía en compañía del señor Oscar y de otros blancos a los que Owen conocía de vista. El sol caía casi verticalmente. Unos indígenas casi desnudos franqueaban sin cesar la larga pasarela llevando sobre la cabeza pesados fardos. La pasarela oscilaba. Era casi como un baile.
La cruzó también, y los que estaban a bordo le vieron acercarse no sin sorpresa.
Cuando saltó el empalletado, Mougins no se movió, mantuvo una mirada muy dura fija en él, como cuando pronunció aquellas palabras amenazadoras.
—Creo que es inútil que se haga a la mar, Mougins —le dijo sin preámbulo.
Un silencio. Seguían mirándole, y él tenía la impresión de que les plantaba cara a todos.
—¿Quiere que hable delante de estos señores?
Casi insensiblemente, Alfred se dirigió hacia la proa del barco, abriéndose paso por entre el amontonamiento de jarcias y de velas. Se detuvo bajo un mástil, y el mayor levantó la cabeza, porque oía ruido encima de él. En las alturas, dos marineros trabajaban en el velamen, y se preguntó si no corría el riesgo de que le cayera algo en la cabeza.
—Acabo de mandar a Londres un cable que puede interesarle, o tal vez cambiar sus proyectos.
No tenía miedo, aunque era consciente del peligro. Sólo los indígenas iban y venían entre el muelle y el barco. Nadie, salvo los amigos de Mougins, que le miraban desde lejos, les prestaba atención. Como mínimo, se arriesgaba a recibir un golpe, y le daban horror los golpes, el ruido sordo que hace un puño al golpear fuertemente una cara.
Tomándose tiempo, sacó el cable de la cartera y lo tendió.
«Hague, Hague y Dobson, solicitors,
14 Fleet Street, Londres.
René Maréchal, hijo Arlette Maréchal y Joachim Hillmann actualmente Tahití stop casado 12 febrero templo metodista de Taiarapu con hija pastor stop recibirán confirmación telegráfica por cónsul Papeete.
Mayor Owen.»
Sus ojos reían como los ojos de los jóvenes indígenas. Mougins releyó dos veces el documento y levantó lentamente los ojos hacia su interlocutor.
—¿Ha hecho usted eso? — articuló con voz apenas contenida.
Owen esperaba el golpe, lo esperaba hasta 'el punto de que cerró los ojos.
«No, señor Alfred», sentía deseos de cantar.
La copia del cable cayó suavemente sobre cubierta, y Owen se agacho para recogerla. Entonces el otro dio un puntapié al papel y lo mandó más lejos, rozando así la mano del inglés, pero sin tocarla.
Una vez más le miró de hito en hito. Luego se alejó para reunirse con sus amigos, y fingió desinteresarse del mayor.
Eso fue todo. Owen volvió a su coche. Cuando subió a éste, a bordo del barco los blancos mantenían una animada conversación.
—Al English Bar.
En el momento de empujar la puerta, Owen se detuvo un momento como un comediante que hace una pausa, con la sonrisa de un comediante. Pero sólo para él representaba aquella comedia. Lentamente, con unción, con un ademán casi acariciador, tocó por fin la puerta, la empujó, como aquella mañana el pastor de Taiarapu había empujado la puerta de su templo.
¿Acaso aquél no era ya su templo?
—Se le saluda, doctor.
Este frunció las cejas, creyendo que el mayor ya estaba borracho.
—Tenía usted razón... Creo que puede inscribirme como miembro permanente del Cercle Colonial.
Mac Lean y Bénédic aún no comprendían. Maquinalmente, el antiguo jockey le sirvió de beber.
—Aunque a condición de que no sienta usted tantos celos, y me permita de vez en cuando ir a ganarme la vida en el Yacht Club. No tenga miedo, seré discreto. Aquí no necesitaré mucho dinero para vivir.
Sonreía. Tenía los ojos saltones, la cara mofletuda. Se vio en el espejo entre las botellas, se quedó confuso al leer tanta emoción en su rostro.
—Yo también tengo ganas de encanacarme, doctor.
¿Podía hacer otra cosa?
La goleta no se hizo a la mar. El Astrolabe volvió al puerto doce días después, y Mougins, lo mismo que Lotte, formaban parte del gentío que lo esperaba en el muelle.
Se vio desembarcar a un joven alto y delgado, con el pecho desnudo, en compañía de una indígena de atractivas formas, que sonreía con todo su rostro, con todo su cuerpo sano y ardiente.
El pastor fue hacia ellos. Cambiaron unas frases en el muelle, un poco apartados del gentío. René Maréchal, con aire preocupado y torpe, avanzó hacia Owen, cuya presencia le habían indicado.
—¿Señor...? — dijo interrogativamente.
—Yo fui quien le mandó el cable en su última escala. Joachim Hillmann le ha hecho heredero de toda su fortuna.
—Muchas gracias —dijo secamente—. Supongo que no estoy obligado a aceptarla...
—Desde luego que no.
—¿Vuelve usted a Europa?
—Me quedo en Tahití.
Eso fue todo aquel día. Maréchal ni siquiera reconoció a Lotte entre la gente. Junto con Tamasen y su mujer subió a un taxi que les condujo hasta la península.
Unos días más tarde, el Aramis a su vez llegó al puerto. El gobernador acompañó a bordo al señor Frère, el inspector de las colonias, que se apoyaba en su brazo.
Según la costumbre tahitiana, los amigos de los que se iban les llevaron collares de tiaré, que éstos debían ponerse al cuello. El señor Frère, que había adelgazado, que estaba más moreno y que ahora lucía una perilla muy puntiaguda, con tantas flores alrededor del cuello parecía un Don Quijote con gorguera.
Li, el camarero, tuvo un poco de miedo al ver que el norteamericano volvía a subir a bordo. El barman ya alargaba la mano hacia una botella de whisky cuando Wilton C. Wiggins, a quien apenas se distinguía de un indígena, hasta tal punto estaba bronceado, pidió un ginger ale.
El comisario de policía condujo hacia un camarote al falso Georges Masson, el ex secretario del juzgado, tan divertido, al que sus amigos fueron a despedir, y a quien el capitán tenía el encargo de «dejar plantado» en Panamá a fin de evitar complicaciones.
Mougins y Lotte, con muchos collares de flores, estaban acodados en la borda, en la cubierta superior, cerca del bote en el que la joven había hecho la travesía.
—Vamos a tomar una copa —suspiró el doctor a su compañero—. Es una tradición.
El capitán Magre fue a su encuentro y les estrechó la mano.
—¿Regresa con nosotros, mayor?
—Me quedo con el mayor —intervino Bénédic—. ¿No ha observado usted que ya_ no es el mismo? En su próximo viaje comprobará que se ha encanacado del todo. Estaba maduro para ser de los nuestros. Para mí, un pernod; whisky para el mayor, Bob... Hasta los bordes.
«No, no, doctor, yo no soy...»
¡Bueno! Aquello se había convertido en una manía. ¿Es que Owen iba a adoptar la costumbre de los soliloquios? Sin embargo, el médico se equivocaba. No era exactamente así.
«No, no, doctor, no es que esté maduro. O, mejor dicho, no lo estaba... Sólo que...»
¿Sólo qué? ¿Es que iba a hablar de René? ¿De. René, a quien no conocía, y de quien ya había acabado por pronunciar el apellido con el mismo acento que el pastor de Taiarapu?
No estaba maduro. O no del todo. Todo se andaría. Pero si le sucedía aquello es porque había aceptado...
«¿Comprende la diferencia, doctor...?»
No se lo diría. No se lo diría nunca. Cada vez se parecerían más el uno al otro.
—A su salud, mayor.
—A su salud, doctor.
—A la salud del Cercle Colonial.
Del que serían, si era preciso, los dos últimos miembros. Al igual que, en el muelle, fueron los dos últimos en ver cómo el Aramis se alejaba.
Coral Sands, Bradenton Beach (Florida),
20 de abril de 1947
Fin