Publicado en
abril 16, 2020
Jerry Chiplock llegó a creer que su amor por Dee la protegería de la enfermedad.
Esta mujer padece el mismo mal incurable que mató a 24 de sus parientes. Pero ella está decidida a seguir luchando.
Por Jan Goodwin.
UN SOLEADO DÍA DE JULIO DE 2004, Dee Chiplock salió de su casa, en Saginaw, Michigan, subió a su camioneta Honda Odyssey, equipada con controles manuales en vez de pedales, y se dirigió a la frontera con Canadá. En el asiento contiguo llevaba una bolsa de plástico que contenía una dosis letal de analgé-sicos y tranquilizantes. Hacía ocho meses, a esta mujer de 40 años, madre de dos niños, le habían diagnosticado esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad nerviosa degenerativa e incurable.
Mientras conducía, con lágrimas en los ojos, Dee pensó en el día, 18 años atrás, en que su esposo, Jerry, le propuso matrimonio, en un lujoso restaurante de la costa de Florida. En vez de postre, el mesero puso en el plato de la joven una cajita forrada de terciopelo que contenía un hermoso anillo de diamantes. Los otros comensales vieron divertidos cómo Jerry se arrodillaba, pero la sonrisa se les borró cuando Dee se echó a llorar.
—Te quiero tanto, pero no puedo aceptar —dijo, convencida de que algún día le diagnosticarían la ELA—. No quiero hacerte sufrir.
Llamada también enfermedad de Lou Gehrig, la ELA se debe a la degeneración de las neuronas motoras y causa la atrofia gradual de los músculos de casi todo el cuerpo. A medida que la persona va perdiendo la capacidad de moverse, hablar, masticar, tragar y, finalmente, de respirar, puede morir de asfixia. Sin embargo, no pierde la lucidez ni la sensibilidad, incluido el dolor físico. "Es como ser enterrada viva", dice Dee.
Ésta tenía 16 años cuando vio cómo su madre, de 35, sucumbía a la enfermedad, la cual aflige a decenas de miles de personas. El padre, dos hermanos y dos tías de la madre de Dee murieron a causa del mismo mal. Ella es el miembro número 25 de su familia a quien le han diagnosticado esclerosis lateral amiotrófica, y de todos ellos, la única con vida.
Cuando se dirigió en su auto hacia Canadá, apenas podía caminar con un bastón. Dee, ex ejecutiva de cuenta en una empresa de telecomunicaciones, nunca había sido derrotista, pero llegó a su límite. "No quería que mis hijos y mi marido vieran lo que me iba a pasar", cuenta. "No es un espectáculo agradable. Lo sé bien porque esta enfermedad me arrebató a las personas que más he amado en la vida".
Su plan era hallar un sitio tranquilo en Canadá y tragarse las píldoras que llevaba. "Pero cuando iba rodeando el lago Hurón", dice, "supe que lo que en realidad quería era que Jerry y los niños estuvieran conmigo. Nos quedaba poco tiempo para estar juntos". Entonces regresó a casa.
Jerry tenía 31 años y Dee 23 cuando se casaron, en el verano de 1988.
LA NOCHE en que le propuso matrimonio, Jerry, administrador de un pequeño hospital católico de beneficencia, abrazó a Dee y le dijo: —Sea como sea lo que haya que afrontar, lo afrontaremos juntos. Estas palabras le infundieron esperanzas a Dee. "Le dije que mi amor la protegería de la enfermedad", recuerda Jerry. "Estaba equivocado".
Cuando la pareja se casó, los médicos creían que la ELA podía ser hereditaria en algunos casos. "Pero como me dijeron que no habían identificado la causa", explica Dee, "decidimos tratar de llevar una vida normal y tener hijos". En 1990 nació su primogénito, Sean, quien hoy día es un muchacho inteligente y expresivo.
La vida familiar colmó de dicha a Dee, y se sintió aún más feliz cuando, en 1993, de nuevo quedó encinta, esta vez de Evan. En el séptimo mes recibió un telefonema de uno de los principales investigadores de la ELA del país, el doctor Teepu Siddique, de la Universidad Northwestern de Illinois, con quien había estado en contacto durante años en busca de respuestas sobre su enfermedad. Siddique y su equipo habían hecho un gran descubrimiento: acababan de identificar el gen que, cuando muta, causa ELA en 20 por ciento de los casos familiares. Ese gen, le dijo a Dee, estaba presente en muestras de sangre que su familia había donado.
"Me quedé muda", recuerda Dee. "La noticia llegó en el peor momento. Iba a dar a luz por segunda vez y los médicos apenas lo descubrían". Pidió que le hicieran una prueba genética.
Una tarde, siete meses después, Dee estaba trabajando en su oficina cuando Siddique llamó para decirle que los resultados de la prueba eran negativos, que no tenía el gen defectuoso. "Grité de alegría", cuenta ella. "De pronto, tenía una vida por delante. Podría ver crecer a mis hijos". Cuando llegó a casa y se lo contó a Jerry, se echaron a llorar.
Por desgracia, su felicidad no duró mucho. Seis semanas después, un asesor genético de la Universidad North-western la llamó por teléfono.
—Nos devolvieron la prueba que le hicieron —le dijo—. La repetimos cuatro veces y resultó positiva. Es usted portadora del gen.
"Fue como recibir una puñalada en el corazón", cuenta Dee. "Me sentí muy angustiada al pensar en mis hijos. Por mi culpa, tienen una probabilidad de 50 por ciento de haber heredado el gen de la ELA. Dos semanas después, Jerry se hizo la vasectomía".
Los científicos aún no identifican los genes causantes del 80 por ciento restante de los casos familiares de ELA, y están investigando si algún factor ambiental desencadena la enfermedad. La dificultad de encontrar una cura radica en que este mal parece tener muchos factores desencadenantes. La familia de Dee padece una forma de la enfermedad que avanza con rapidez: ninguno de sus parientes ha sobrevivido más de 13 meses después del diagnóstico.
Dee presentó los primeros síntomas en agosto de 2003. "Comencé a tener una extraña sensación como de electricidad que me recorría una pierna", dice. "Eso fue la señal de lo que siempre había temido: que mi destino por fin me había alcanzado".
Dee lloró desconsolada cuando le pusieron un chaleco para estimularle los pulmones. "Ya me cansé de que tengan que cuidarme todos", dice.
CUANDO A LA MADRE de Dee le diagnosticaron la enfermedad, en 1980, su reacción fue aislarse por completo y negarse a hablar. Su hija, que era una adoles-cente, le rogó que luchara. "Mamá, ¡no te des por vencida!", le decía. "Encontraremos una cura".
"Estaba yo consternada, pero quería saber si podíamos hacer algo", cuenta Dee, que empezó a leer libros de medicina y a consultar especialistas. "Fui muy ingenua al creer que en algún lugar había alguien que sabía cómo curar la enfermedad, y que lo único que teníamos que hacer era encontrar a esa persona".
"Dee siempre ha sido muy tenaz en todo lo que hace", dice Jerry mientras le acomoda con cuidado una pierna acalambrada. "A veces me cuesta seguirle el paso". Fue en parte por la iniciativa de Dee (donó sangre a los investigadores a los que exigía información y alentó a sus parientes a hacer lo mismo) que los científicos descubrieron el gen que la condena.
Los Chiplock piensan que sus hijos deben ser los que decidan, cuando cumplan 18 años, si hacerse la prueba genética. "No todo el mundo quiere saber cómo y cuándo va a morir", explica Dee. Su hermana, de 38 años, enfermera y madre de gemelos, sabe que es portadora del gen, pero su hermano, trabajador siderúrgico y padre de dos niños, se niega a practicarse la prueba. "No quiero saber", dice. "Es una sentencia de muerte. Si resultara positiva, me suicidaría".
Evan, de 10 años, acomoda la sonda que le suministra a su madre un fármaco experimental.
AL FINAL, Dee decidió no quitarse la vida por el bien de sus hijos. Recordó cómo había deseado fervientemente que su madre luchara contra la enfermedad, y no quería que Sean y Evan sintieran lo mismo. "Siempre les he dicho que no se rindan", señala.
En el camino de regreso a casa desde Canadá, pensó en las batallas que deseaba sostener antes de morir: ayudar a encontrar una cura para la ELA y mejorar las condiciones de las personas que padecen males incurables. "Quería que mi vida y mi muerte sirvieran para algo", dice. Así que en los últimos ocho meses se ha sometido a un tratamiento con ceftriaxona, un antibiótico de uso no prolongado para combatir infecciones graves como meningitis y pulmonía. El fármaco al parecer retrasa el avance de la ELA en animales, pero todavía no se ha pro-bado con personas.
Las pruebas clínicas con seres humanos comenzarán muy pronto.
En dos sesiones diarias de media hora de duración cada una, recibe una dosis de ceftriaxona por medio de una sonda intravenosa. Se la suelen administrar Jerry o Sean, hoy día de 14 años, y Evan, de 10. Tienen que pagar $9,300 al mes por el fármaco, ya que su compañía de seguros no cubre tratamien-tos experimentales.
"Dee no está haciendo esto sólo por ella", comenta su neurólogo, David Simpson. "Nos permitirá obtener conocimientos científicos".
"¿Por qué no experimentar conmigo si al fin y al cabo me voy a morir?", expresa ella. Es muy alentador que no haya presentado ninguno de los graves efectos secundarios que podría haber sufrido por el uso prolongado de la ceftriaxona: insuficiencia renal, infecciones micóticas y trastornos gastrointestinales. Luego de tantos meses de estar enferma, cree que gracias al fármaco todavía puede hablar. "Si hubiera empezado a tomarlo cinco o seis meses antes, cuando me diagnosticaron la enfermedad, tal vez aún podría caminar y escribir", dice.
Sin embargo, ninguna medicina puede mitigar el quebranto económico que ocasionan la ELA y otros padeci-mientos que incapacitan. "Si puedo ayudar a lograr un cambio en este sentido, ése será mi legado", señala Dee. El costo promedio del cuidado de un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica puede llegar a $220,000 en los primeros 18 meses después del diagnóstico, pero la mayoría de los seguros médicos cubren sólo de $35,000 a $45,000.
"Mi mayor temor es tener que internarme en un hospital", dice. "Quiero convivir con mi familia, pasar cada minuto que pueda con ellos, poder conversar o ver televisión acurrucados todos en mi cama. Toda persona que padece una enfermedad incurable desea lo mismo".
Cuando Dee empiece a requerir cuidados las 24 horas del día, su familia tendrá que sacar de algún sitio $10,400 al mes para pagarlos, y con la ceftriaxona, el desembolso mensual será de $20,000. "Esta enfermedad está consumiendo el futuro de mis hijos y el de mi esposo", se lamenta Dee. "Vamos a perder la casa. Ya nos gastamos los ahorros para la educación superior de Sean y Evan. Cuando me muera, Jerry y los niños se quedarán con un montón de deudas".
Dee ahora recibe en casa a su peinadora.
EN SU CARRERA contra el reloj por mejorar las condiciones de los enfermos incurables, Dee se ha reunido con legisladores, entre ellos la senadora Hillary Clinton. Ha pronunciado discursos en busca de la aprobación de una alternativa de terapia en casa. "Quisiera hablar tan sólo 15 minutos ante el pleno del Senado", dice en tono desafiante. "Sé que puedo presionarlos para que hagan un cambio".
La enfermedad ha comenzado a inhibir la respiración de Dee, y como ya perdió el reflejo de toser, corre riesgo de asfixiarse con la saliva. "Tengo miedo de morir, o más bien de no vivir", admite con voz temblorosa. "Me da miedo ya no poder estar con las personas que amo. Me preocupa qué va a ser de mis hijos y mi esposo cuando ya no esté con ellos. Jerry es un excelente padre, pero hay cosas que las mamás hacemos mejor".
JERRY PIDIÓ un permiso para faltar al trabajo a fin de cuidar a su esposa, y ahora tratan de disfrutar el tiempo que les queda juntos. Dee está empeñada en preparar a Sean y Evan para cuando ella ya no esté con ellos. Está llenando dos baúles de madera con sus fotos favoritas, chistes familiares, adornos navideños y otros recuerdos. Además, guardó en discos compactos las recetas de los platos preferidos de sus hijos, así como dibujos que éstos hicieron a diferentes edades. También archivó algunos trabajos escolares; por ejemplo, uno que Evan escribió en cuarto grado acerca de sus sueños para el futuro, entre ellos encontrar una cura para enfermedades como la que padece su mamá.
A diferencia de su madre, que nunca quiso hablar de la ELA, Dee aborda el tema abiertamente con sus hijos. "Es mejor que sepan todo", dice. Los muchachos están conscientes de que cada minuto es precioso. "Quiero disfrutar cada momento con mi mamá porque no voy a tener mucho tiempo para hacerlo", comenta Evan.
"Estoy tratando de que aprendan en meses todas las lecciones sobre la vida que tenía pensado enseñarles a lo largo de los años", dice Dee con lágrimas en los ojos. Ha grabado un video de tres horas en el que les dice a sus hijos cosas importantes sobre lo que les espera en el futuro: su primera cita con una chica, su primer empleo, el matrimonio... "Quiero que lleguen a encontrar relaciones tan buenas como la que tenemos Jerry y yo".
"También deseo que sean capaces de entender que pueden hacer cosas valiosas por la gente. Como yo. Soy sólo una moribunda más, pero si antes de morir logro el cambio por el que estoy luchando, miles de personas se beneficiarán: no sólo los enfermos de ELA, sino los que padecen el mal de Alzheimer, parkinsonismo y cáncer en fase terminal. Quiero que mis hijos descubran esa posibilidad".
La familia Chiplock (al fondo Sean, de 14 años) aún disfruta sentarse a la mesa de la cocina.
Fotografías de Kevin Horan