QUINTA LIBERTAD (John Alvarez)
Publicado en
enero 17, 2020
... Y no encontrar en la última guerra del siglo XX ninguno de los elementos superficiales que en alguna medida intervinieron en todas las contiendas anteriores. Fue un rudo combate contra la extinción, entablado desde los primeros meses.
América ofrecía la paradoja de una dictadura absoluta con pleno apoyo popular. Y en la mente de sus ciudadanos, no había lugar para nada que no fuera el máximo esfuerzo por parte de cada individuo. Los objetores de conciencia, a pesar de ser considerados en su derecho...
«El período del descubrimiento»
Roget, Historia del hombre, vol. III
Fastidiado, Tom tiró de la pesada almohada, que había ido deslizándose bajo él, y la dobló, en un intento por lograr algún apoyo que le permitiera leer bajo la mortecina luz sin tener que descansar todo el peso del cuerpo sobre su dolorido brazo. Pero no había manera. La almohada resbalaba gradualmente, defraudándole cada vez, y el brazo le temblaba de soportar la carga.
La vida apacible, sin trabajar y con todas sus necesidades cubiertas, le había dejado, al menos por el momento, sin el vigor necesario para resistir a la extenuante y forzada tarea ante la máquina, a través de las largas tiradas de diez horas. Se sentía demasiado cansado para guardar ningún rencor al gobierno por haberle sometido a toda clase de pruebas, rotulándole en consecuencia y enviándole al campo de trabajo lejos de sus comodidades, para cumplir aquella labor nada especializada que se le exigía, junto con una abigarrada colección de personas en posición de capacidades indefinidas y con numerosas razones que las hacían no aptas para el servicio militar.
¡Guerra! Siempre, eternamente, el hombre había ido a la guerra no sólo para aniquilar a sus agresores, sino para arruinar las vidas de aquellos cuyo único crimen consistía en aborrecer esa guerra. Habían confiscado su cohete espacial para dedicarlo a las patrullas civiles, habían inundado los periódicos con un histérico frenesí de odio y le habían dejado sin su música favorita, a fin de que la radio contara con espacio suficiente para su propaganda de codicia y salvajismo de los que al parecer se jactaban. Y la gentecilla insignificante que le rodeaba, que en su mayoría había implorado que no estallase la guerra, se fingía ahora orgullosa de ella y no hablaba de otra cosa.
Trató una vez más de hacer caso omiso del estridente sonido de la radio, llena de noticias y propaganda que no le interesaban ni le impresionaban, limitándose a ensordecerle de manera inhumana, y volvió al último Astounding. Le había llegado aquel mismo día y, hasta el momento, sólo había ojeado la cubierta y la columna de los lectores. Esperanzado, comenzó por el relato principal.
El mayor Elliot alzó por un instante su mirada de los papeles al entrar el capitán. Le dirigió un gesto con la cabeza y continuó leyendo los informes.
—Centralia se desplaza, capitán Blake. Por lo tanto, gran ofensiva mañana a medianoche. Quiero que elija seis voluntarios...
¡Maldita sea! El muchacho apretó los labios y arrojó la revista debajo de la litera, fustigados sus nervios por el latido del nuevo insulto ¡Guerra! ¡Hasta en la revista! Durante todo el día, había contado las horas y minutos que faltaban para que su turno terminara y pudiera liberarse de la horrible realidad... Sólo para encontrarse con que la ciencia ficción se hallaba tan impregnada de ella como todo lo demás.
Tiró de la apelmazada almohada hacia arriba y hundió la cabeza en ella, tratando de ahogar los murmullos que se sucedían a su espalda. Quería descansar. Faltaba todavía una hora para la cena. Quizás en ese lapso lograra echarse una corta siesta.
Hubo un crujido en la litera situada debajo de la suya, y el sordo golpe de un saco contra el suelo, seguidos por el rechinar del cerrojo empotrado al descorrerse. Un recién llegado, dedujo, preguntándose si debía mirar hacia abajo o continuar ensimismado en sus propios asuntos. Después, se oyó la voz de Bull Travis, que comenzaba a tornarse opaca a causa del «humo» que había conseguido en algún sitio.
—¡Eh, muchacho! Hay una litera vacía en el otro extremo del dormitorio.
—¿Por qué no te trasladas a ella?
—¿Y qué hay de malo en ésta?
—Que tienes encima a un objetor, eso es lo malo. No para de lloriquear llamando a su mamá para que le proteja...
—Gracias, pero no pienso arrastrar este saco ni un paso más.
Tommy se decidió entonces a mirar. Comprobó con sorpresa que se trataba de un muchacho delgado y rubio, de unos veinticuatro años. En aquel momento colocaba su mochila en el cesto que había debajo de la litera. Detrás de él Bull le miraba fijamente, con avinagrado ceño.
—¿También tú eres un cobarde objetor?
—No. Tarjeta roja. No me permitieron alistarme. De todos modos, aunque la litera de arriba estuviese ocupada por una cobra, no me importaría.
Bull murmuró algo y se dirigió hacia los lavabos, donde escondía la bebida. Tommy volvió a su posición anterior. Las palabras le quemaban el cerebro. ¡Objetor! ¡Cobarde objetor! ¿Era él de verdad un objetor de conciencia, es decir, algo muy por debajo del ser humano?
Para los demás, sí, no cabían dudas en ese sentido. Desde su llegada, habían sido pronunciadas contra él dos sentencias civiles ambas antes de que los jueces supieran que se le había adjudicado la tarjeta azul de los objetores. Bull podía emborracharse, propinar una paliza a cualquier viejo enclenque o proferir insultos durante toda la noche, sumido en su profundo estupor, porque tenía cuatro hijos en la guerra. A Tommy, por el contrario, se le consideraba como «algo» que se había deslizado entre ellos para eludir el cumplimiento del deber que le correspondía. ¡Y a aquello le llamaban democracia!
Ocho meses atrás, sin molestarse siquiera en formular una declaración de guerra, Centralia había atacado súbitamente al Occidente, invadiéndolo de forma artera con pesados mecanismos de combate en tierra y modernas armas antiaéreas, cuando las naciones más pacíficas esperaban tan sólo una invasión aérea. Hacía siete meses que había llegado ya al Canal. Más allá de Europa, el mundo se sintió aliviado al advertir que el ímpetu de los invasores disminuía, hasta detenerse de súbito. Desde luego, Norteamérica, como miembro de la Unión, les había declarado la guerra automáticamente, mientras que la gente se convencía a sí misma de que al haberse desvanecido todo el elemento sorpresa y careciendo Centralia de un adecuado poder aéreo, no constituía ninguna amenaza seria.
Y de pronto, el bloqueo de las transmisiones de radio interrumpió toda comunicación con cualquier país situado a menos de mil quinientos kilómetros de Europa. Algunos barcos de abastecimiento forzaron el bloqueo, pero sólo unos pocos, despojados de su cargamento y sin un solo hombre a bordo, volvieron a salir, navegando a la deriva, con sus estructuras fundidas como si hubieran sido rociadas con magma solar. No se tuvieron noticias de la flota de aviones de carga atrapada dentro de la zona del bloqueo hasta que, dos meses después, un desfigurado y diminuto aparato surgió revoloteando de entre las brumas de la mañana y aterrizó en el aeropuerto de Washington. En él venían dos hombres. Uno de ellos, vestido con uniforme americano, lanzaba débiles lamentos con la mirada fija en el vacío. Murió mientras le trasladaban a una camilla. El otro, evidentemente británico, se metió con los labios apretados en un coche oficial y jamás se le volvió a ver en público.
Después de eso, comenzó el repentino e histérico acoso. Esta vez no hubo dilaciones, ni se esperó a ninguna reacción popular. Cada hombre, mujer y niño fueron inscritos e interrogados brevemente. A continuación se les dijo lo que debían hacer. De lo contrario... Para los aptos, instrucción militar en cursillos relámpago. Para aquellos con conocimientos especializados, puestos en las industrias gubernamentales. Y para los demás, lugares descentralizados, como aquellas barracas de madera contrachapada y chatarra, y los talleres de hierro acanalado que se alzaron alrededor. El Congreso, que había proferido un unánime y fuerte rugido antes de que el piloto inglés de rostro mustio hablara ante ellos en sesión secreta, se aplacó después. Sin duda algunos congresistas, pocos, tenían en su fuero interno objeciones que oponer, pero fueron derrotados en forma abrumadora por el noventa y cinco por cien que asistió a la sesión, aprobando los diversos proyectos de ley con monótonos síes. De manera bastante sorprendente, la gente no se mostró resentida. La mayoría aplaudía las directivas que emanaban de Washington. América estaba indignada. El hombre que se hallaba al frente de la Casa Blanca era un verdadero líder. Seguro que Centralia temblaba ahora de espanto... ¿Había levantado el bloqueo? No, señor. Y mejor que no lo hiciera. ¡El Tío Sam sabía arreglárselas por su cuenta!
Salió el número de Tommy. Su madre lloró, en tanto que su padre se mostraba en cierto modo complacido. No por mucho tiempo. Su satisfacción duró tan sólo hasta que se enteró de la entrevista que Tommy había mantenido con cierto hombre, quién llamó a su madre para hablar con ella y, desconfiado, le envió por correo la tarjeta azul. Su padre le había conducido con el ceño fruncido y en silencio hasta el tren que le trasladaría al Campo de Trabajo 2013-E.
—¡Adiós, objetor! ¡Conciencia, ja! —Soltó una abrupta carcajada y sacó de su cartera un billete de diez dólares—. Toma, ésta es tu herencia. No te molestes en regresar. ¡Y no nos escribas!
Las ruedas del tren se pusieron en movimiento repitiendo, sin cesar: «¡Objetor, objetor!», mientras que él se encogía angustiado y con los ojos ardientes, invadido por el terror que le causaba aquella cólera que impulsaba a su padre a comportarse en esa forma y que duplicaba la intensidad de su desprecio por la guerra y le impedía excluir de su mente el recuerdo de la mirada de su padre y el llanto de su madre. Y ahora, allí estaba.
—Hola —dijo el muchacho que ocupaba la litera de abajo—. ¿Es tuya esta revista? ¿Te importaría si la leo? Me llamo Jimmy Lake.
—No, puedes leerla.
—Gracias. ¿Quieres ver el periódico de hoy?
—En absoluto... Oye, estoy aquí como objetor de conciencia. ¿No te enteraste cuando te lo dijo Bull?
—¿Y qué? A mí me han enviado a causa de la polio. Tengo una pierna inútil. Y aunque la manejo lo suficiente para volar en aviones civiles, en este momento no quieren aceptarme.
Jimmy se aferró a los bordes de la litera superior con sus manos en extremo vigorosas y se izó con facilidad, sosteniéndose en el aire. Echó una ojeada al rótulo que había en ella.
—Tommy Dorn, ¿eh? Ninguna ley condena al hombre que se niega a combatir porque imagina que su dios se lo prohíbe. ¿A qué confesión perteneces?
Tommy se incorporó hasta quedar sentado. Sus labios palidecieron de pronto. El hombre del tribunal le había formulado por rutina la misma pregunta. Su padre la repitió con amargura, y Tommy vio su mirada ensombrecerse ante su respuesta.
—Se trata de una especie de religión personal. Yo... ¡Simplemente, odio la guerra!
Esta vez no hubo ensombrecimiento, aunque una expresión de incomodidad asomó vagamente al rostro de Jimmy.
—Creo que te equivocas... Bueno, eso es asunto tuyo. Discúlpame por haberme entrometido. Mira, ¿por qué no...?
—Damas y caballero —tronó el altavoz a través de todo el dormitorio, y algo en el tono del que hablaba silenció a todos los presentes—. Interrumpimos este programa para ofrecerles un boletín especial. El presidente acaba de anunciar que doscientos nuevos bombarderos B-43 a retropropulsión han retornado de una misión especial con destino a Centralia. La operación ha tenido éxito y no se han producido bajas. La formación sobrevoló Berlín a una altura de veinticinco mil metros, mil quinientos metros por encima del alcance de los cañones antiaéreos, lanzó sus bombas, se informó de los daños causados y regresó con sólo una avería menor. Se sabe que Berlín ha quedado reducida a una informe masa de ruinas ardientes. Transmitiremos más detalles a medida que nos sean revelados.
El dormitorio rugía. Jimmy volvió a tenderse en su litera, con los ojos enrojecidos y el rostro pálido.
—¡Señor! ¡Y no nos han enviado su flota aérea!
—¿No? —gruñó Tommy.
Podía aborrecer la guerra, pero ni siquiera ese odio alcanzaba a evitar que su mente asociase los cientos de datos aislados que había leído y coleccionado, gracias a su ilimitado amor por los progresos científicos, dentro de los cuales incluía también los adelantos militares.
—¿Y he de suponer que el enemigo ignoraba la existencia de esos bombarderos, que no habían previsto todo esto? Después de todo, sólo estuvieron preparándose durante diez años... Sin duda la ciudad no era más que un engañabobos, sobresaliendo un poco de la superficie del suelo.
—No hicieron ningún movimiento...
—¿Acaso no esperaron a llegar a la costa para efectuar un desplazamiento repentino y ponerse a cubierto por medio del bloqueo de las transmisiones...? ¡Basta! Todo esto me pone enfermo. ¿Por qué hemos de hablar todo el tiempo sobre la guerra?
Una vaharada de licor llegó de pronto hasta su nariz. Miró hacia arriba. Bull Travis le contemplaba con fijeza. El menosprecio y el odio se reflejaban en sus ojos nublados por el alcohol. El hombre titubeó un segundo, el tiempo suficiente para que sonase la campana anunciando la cena. Eso le detuvo en apariencia, ya que se unió a los demás en la carrera hacia la puerta. No obstante, durante toda la comida sus ojos permanecieron clavados en los de Tommy. Además, se mantenía desacostumbradamente silencioso. Sentado junto al muchacho, Jimmy trató de sostener la conversación, pero a través de la mesa, la mirada de Bull continuaba fija, y Tommy la sentía, aunque su rostro se volviera hacia otro lado.
Tommy se sintió mejor en la cima de la colina, con el campo de trabajo a sus espaldas, oculto por el tronco del árbol contra el cual se había recostado, respirando con dificultad a causa de la larga ascensión. Aquella noche lucía la luna llena. Siempre le habían deleitado las extrañas sombras que arrojaba la fría luz del satélite y que se combinaba con el limpio aroma de los árboles y del rocío que cubría la hierba. Aquí no había guerra ni nada que la hiciera recordar, y nadie del campo de trabajo invadiría su intimidad. Sacó el violín del estuche, lo acomodó bajo su barbilla y comenzó a tocar, improvisando en su mayoría.
Poco a poco, las desarmonías fueron suavizándose, el ritmo salvaje se aquietó y el tono melodioso del paisaje reemplazó los sonidos discordantes y la amargura. Surgió entonces una clara y tranquila música, que fluía dulce y cada vez más precisa, con algo que Tommy no sabía definir, pero que sentía en su interior. Sus ojos vagaron colina abajo, siguiendo el sendero hasta una vieja roca que se erguía ennegrecida bajo la luz de la luna. Un matiz de expectativa se insinuó en su música.
Las nueve en punto... Ella siempre llegaba a esa hora, a veces acompañada, casi siempre sola, y se sentaba allí. ¿Cómo sería en realidad?, pensó vagamente. Se la imaginaba como una Diana de ánimo bondadoso, bajando desde la luna hacia el frío del anochecer. Algunas veces se había preguntado si prestaba atención a su música. Hasta se había atrevido a albergar la esperanza de que eso motivara en parte sus largos ratos sentada junto a la roca. En cierto modo, el verla allí, diciéndose que tocaba para ella y que ella le comprendía, aliviaba un poco su soledad y le permitía sentirse feliz de nuevo. Tal vez aquella noche iría sola.
Pero transcurrió un cuarto de hora, y ella no había aparecido aún. Interrumpió la música para echar otra ojeada a su reloj y volvió a apoyar el arco sobre las cuerdas, para interpretar ahora una melodía de Tchaikovsky, con la mirada siempre fija en el descampado.
—¿De verdad que las cosas van tan mal?
La súbita irrupción de la voz arrancó un discordante sonido del violín cuando él se levantó de un salto tambaleándose. Ella se hallaba apenas un poco más atrás sonriendo con timidez. La luz de la luna bañaba su rostro, suscitando de nuevo en Tommy la imagen de la bondadosa Diana. Tenía unos diecinueve años y era mejor proporcionada que todas las estatuas de la diosa lunar que había visto hasta entonces. En cambio su cara se ajustaba al modelo soñado por él.
—Te oí tocar, y la curiosidad me venció. ¿Te molesto?
Se apresuró a negar con la cabeza, y se sentó apartándose para que la chica se acomodara a su lado.
—Soy Tommy Dorn, del campo de trabajo para hombres que hay ahí abajo. ¿De veras que mi música sonaba tan mal?
—Mal no. Horrible.
Le miró con curiosidad. Pudo ver a un muchacho bastante atractivo, de proporciones normales y que obviamente había alcanzado ya la mayoría de edad.
—¿Qué sucede? ¿No te aceptan para combatir?
Tommy esbozó un gesto de desagrado, pero lo dominó en seguida.
—No, no se trata de eso... Por si quieres saberlo, soy un... un objetor. A causa de mi religión personal y porque aborrezco la guerra.
Le sentó bien decirlo y liberarse de aquel peso. De todas maneras, ella se enteraría tarde o temprano.
—¡Ah! —Su tono expresaba comprensión—. Me llamo Alice Stevens, destinada al campo de mujeres.
—¿No vas a rasgarte las vestiduras y salir corriendo entre alaridos?
—¿Debería hacerlo?
—Eso parece. Una persona no debe reunirse de noche con un objetor. Va contra las normas, o algo por el estilo.
Ella rió.
—Hablas todavía con mayor amargura de la que expresa tu música. Admito que no te acomodas por completo al retrato que me había forjado de ti. Te imaginaba como un viejo y caduco pendenciero o como un subnormal, a pesar de la música.
—En cambio, tú eres tal cual te había imaginado —respondió bruscamente, sintiéndose ridículo, pero impulsado por la parcial confesión implícita en las palabras de ella.
—¡Tonterías! ¿No crees, Tommy? Supongo que se deben a que ambos nos sentimos solos y lejos del hogar. No hablemos más de eso. Toca algo. Permaneceré sentada a tu lado y contemplaré la luna.
—¿Qué te apetece? ¿La Sonata o el Claro de Luna?
—Ninguna de ellas. Demasiado convencionales las dos. ¿Ves? La luz de la luna hace que el movimiento de la hierba recuerde las ondulaciones del agua. ¿Conoces Debussy?
—¿Reflejos en el agua? Te gusta la música, ¿verdad?
Acarició el instrumento y lo levantó hacia su barbilla. Mientras tocaba, su mirada se esforzaba por encontrar la de ella, mientras la inspiración movía sus dedos. La música, panteísta, se amoldaba a la magia de la luna, de los árboles y el viento, el cual, jugueteando furtivo con el cabello de la muchacha, lo lanzó contra el rostro de Tommy, embargando sus sentidos con el tenue perfume.
—Volverás... ¿no es cierto? —preguntó por último, cuando la música condujo a la charla, y ésta se agotó, y llegaron los bostezos—. ¿Mañana por la noche, Alice?
Ella asintió sonriendo. Con el estuche en las manos, Tommy inició el descenso de la colina, dirigiéndose hacia el campo de trabajo, sintiendo la presencia de ella a sus espaldas. Cuando se volvió, vio que Alice le miraba alejarse. En aquel momento, no había lugar en su pensamiento para la guerra ni el menosprecio de los hombres.
—¡Hola, desecho!
La voz llena de aspereza le llegó de un matorral que se alzaba junto al sendero. Bull Travis apareció frente a él, balanceándose un poco y con los hombros inclinados amenazadores hacia delante.
—Te he estado esperando —continuó Bull—. ¿De modo que Centralia va a derrotarnos, eh? ¡Bonito quintacolumnista tenemos entre nosotros! Escucha, cerdo...
Una sensación de impotencia paralizó las piernas de Tommy y se ciñó como un vendaje alrededor de su pecho. Su estómago se contrajo como si estuviese congelado. Empezó a retroceder, y los tensos músculos de su rostro temblaron cuando abrió la boca. Su mente anticipaba el impacto de los poderosos puños.
—Un momento, Bull... Yo...
—¡Cállate!
El puño se desató con furia, aunque con escaso control, dirigiéndose al estuche del instrumento que Tommy había levantado ansiosamente, y le golpeó de costado, haciéndolo caer de sus manos. Bull avanzó. Tommy intentó esquivarle, pero sintió el impacto contra su rostro y, casi al mismo tiempo, el choque de su cabeza contra el suelo. No experimentó dolor, exactamente. Sólo un desagradable aturdimiento, que se extendió muy pronto a todo su cuerpo.
Con un movimiento, instintivamente, se puso en pié y eludió otro ataque gracias a un frenético salto hacia un lado, tratando de devolver el golpe. No obstante, su tensión interna malograba sus reflejos y le impedía toda coordinación, dejándole sin remisión a merced de las ebrias embestidas de Bull. Otro furioso puñetazo le derribó sobre sus rodillas, arrancándole un extenso jirón de ropas y de piel.
La oscuridad que se abatió sobre él debió de durar pocos segundos. Se libró de ella y comprobó que sangraba por la nariz. Luego, vio a Bull inclinándose en su dirección. Resonó un grito en algún lugar indeterminado. Bull se enderezó, mientras Tommy se levantaba con gran dificultad y miraba a sus pies, sin acabar de comprender lo que ocurría.
Jimmy Lake cubrió los últimos metros cojeando de forma peculiar. Su pierna izquierda se arrastraba tras él, en tanto que la derecha tiraba, haciéndole avanzar. La mirada de Bull se posó sobre la pierna tullida. Sus labios emitieron un salvaje alarido mientras se lanzaba a la carga. Algo fustigó con furia, como un vago reflejo bajo la luz de la luna, y Bull se desplomó al suelo cuan largo era. Se sacudió emitiendo sonidos demenciales, y, de un salto, se incorporó de nuevo.
Sin moverse de su posición, Jimmy dejó que el contundente golpe pasara de largo y, echando hacia atrás el brazo derecho, desarrollado con exceso, calculó con calma la distancia. Al fin, lo lanzó hacia delante. El brazo izquierdo lo acompañó con precisión automática. Esta vez, Bull permaneció en el lugar donde había caído, con las piernas abiertas como una muñeca de trapo arrojada con descuido.
—¿Estás bien, Tommy? —El tullido tenía la respiración agitada aunque sin duda se debía a la larga ascensión hasta la colina, porque su rostro aparecía sosegado—. Oí decir que Bull había salido en tu busca y vine para advertírtelo, pero él se me adelantó. Toma, límpiate un poco esa sangre. Ya casi ha dejado de manar. Y siéntate. ¡Estás temblando como una hoja!
Tommy se sentó, dolorido por los efectos de la pelea, y más dolorido aún por la vergüenza de que le vieran en ese estado, tembloroso, con la cara surcada por las lágrimas, incapaz de controlar la voz.
—Estoy bien, gracias. Supongo... Supongo que pensarás...
—Fue un placer, Tommy. Ya había tropezado con tipos como éste con anterioridad. Por lo demás, no te preocupes. También yo me desenvolví bastante mal las primeras veces. Al cabo de algún tiempo, te acostumbras. No has participado en muchas peleas, ¿verdad?
—No.
Había empleado el tiempo libre en sus libros y sus máquinas, en lugar de reunirse con los otros chicos para correr gritando por las calles. Más tarde, había convencido a su padre de que le comprara una nave espacial y le inscribiese en un costoso curso de pilotaje. Con ello había reemplazado los deportes a que se entregaban otros muchachos. Las manos y la mente eran para luchar contra las cosas, contra las leyes naturales que decían «no» cuando el hombre decía «lo conseguiré», no para luchar contra los hombres.
—Sólo una vez, antes de ahora.
—Me lo imaginaba. ¿Crees que podrás andar? Bien. No olvides tu violín.
Emprendieron el regreso. Tommy, todavía nervioso, exhausto y vacilante, trataba de ocultarlo y seguir el ritmo de la animada marcha que el otro le imponía. Al verle correr, le había parecido irremediablemente tullido, pero la pierna conservaba la fortaleza suficiente para caminar, aunque no daba esa impresión al mirarla.
Un repentino pensamiento le hizo echar un vistazo hacia la colina. No había ningún signo de la presencia de la chica. Quizás se había ido ya cuando Bull surgió de los matorrales. No obstante, lo dudaba. Trató de apartar la idea de su cabeza y escuchar las instrucciones generales sobre defensa personal que su compañero le iba dando.
Miradas sorprendidas y hostiles les saludaron cuando entraron en los dormitorios y se dirigieron a su doble litera. Duraron sólo un momento. La atención volvió a centrarse en el altavoz. Jimmy asió con fuerza el brazo de Tommy y le forzó a girar, encarándose con la radio.
—... Demasiado altos para ser vistos. Y ahí va otro. El edificio se estremece claramente bajo nosotros. ¡Dios mió! ¡Con toda la gente que se encuentra ahí abajo! No puede tratarse de simples explosivos. Sin duda nos atacan con proyectiles atómicos... El efecto no se detiene, sino que continúa expandiéndose, y el calor pasa incluso a través de las paredes del lugar donde me encuentro. Han cesado los disparos antiaéreos. Los aviones son demasiado veloces y vuelan a una altura excesiva para derribarlos. Nos enfrentamos a un nuevo tipo de bombardero. Desde la ventana, vislumbro uno de ellos, enfocado por un reflector antiaéreo. Es enorme... tiene que serlo, de otra manera no lo descubriría a tamaña altura... Da la impresión de que carece de alas... Algo explota a mi derecha con una llamarada infernal. Los edificios se desmoronan, ahora puedo verlo bien... Sólo queda un cráter en llamas que abarca tres manzanas y del que se elevan humaredas. La gente corre por las calles, tratando de ponerse a salvo, pero van cayendo debido al calor... No... No es calor... ¡Son radiaciones! Los técnicos acaban de llegar con el escaso instrumental que han logrado reunir y se dedican a efectuar mediciones. ¡Atención, Washington...! Aquí está la clave. Si vivo para proseguir...
Jimmy interrumpió el chorro de verborrea técnica, que no presentaba significado alguno para el oyente medio, si bien tal vez fuese fundamental para los científicos.
—¿A qué vienen todas esas descripciones? Acabarán por minar la moral de todo el país. —Miró hacia el grupo que permanecía alrededor del altavoz y se encogió de hombros—. No, quizá no deban hacerlo. Sin duda tienen un motivo. ¿Sacas algo en limpio de lo que dicen?
—No mucho. Desde luego, usan energía atómica —contestó Tommy, haciendo chasquear los dedos—. No puede ser el U-235. Al parecer, han encontrado un medio de fisionar los elementos ligeros...
El locutor finalizó su informe con la lectura de los datos proporcionados por los instrumentos.
—Esto es todo lo que podemos ofrecer, Washington. A la velocidad que despliegan y a esa altura, no consiguen imprimir una dirección precisa a sus bombas, pero continúan atacando. En ocasiones, las llamaradas estallan a muchos kilómetros de distancia; otras, los proyectiles hacen blanco dos veces sobre el mismo sitio. Todavía no hemos sido atacados, aunque no creo que nuestra suerte dure mucho tiempo. Hemos apostado un hombre en la terraza tratando de detectar si alguna bomba cae sobre nosotros. En realidad, no servirá de gran ayuda. La luz roja nos advertirá... ¡Se ha encendido! ¡Derrótalos en nuestro nombre, Améric...!
Sorprendentemente, el ceñudo grupo de la barraca casi no pronunció palabra una vez que el altavoz dejó escapar la última palabra, como el sonido de una cuerda rota al pulsarla, repetido a velocidad retardada.
—¡Apagad las luces! —dijo alguien por fin—. Mañana hay que trabajar.
Tommy yacía en la oscuridad, tenso e insomne. Casi había olvidado la pelea, el importante combate... Él tenía razón: Centralia estaba preparada. Sin embargo, ni siquiera él mismo quiso creerlo hasta aquel momento. Por último, cayó en un agitado torpor, soñando que Bull le pegaba de nuevo, mientras el locutor de la radio describía la escena. Alice se hallaba presente, moviendo apenada la cabeza y atándole firmemente con una larga cuerda. En cierto momento, la escena cambió. Bull se transformó en el empleado del centro de alistamiento. Tommy intentaba exponerle sus objeciones, en tanto que el hombre hacia lentos y continuados gestos negativos, entre una incesante lluvia de bombas. Fuera, la muchedumbre reclamaba su cabeza, sin importarle la destrucción que se abatía sobre ellos.
Apenas amanecía cuando le despertaron.
—Se le requiere en la oficina principal, Dorn —anunciaron—. ¡Dese prisa!
Torpemente, se introdujo dentro de sus ropas, gruñendo cuando la tela rozaba las partes lastimadas o cuando su cabeza, al moverse, provocaba más dolor en ciertas zonas.
Jimmy, en la litera de abajo, también se estaba vistiendo.
—Alo mejor, Bull ha armado un buen alboroto con sus mentiras. Te acompañaré para aclarar las cosas, ¿de acuerdo?
—Gracias, Jimmy.
Salieron tropezando de las oscuras barracas y marcharon junto a la hilera de edificios de una sola planta, preguntándose qué habría despertado al director a aquellas horas de la mañana. Ya en la oficina, el ordenanza parpadeó soñoliento al ver que se presentaban dos, pero les indicó una sala a la derecha y volvió a su café. No era el despacho del director.
—¿Thomas Dorn, matrícula 4784? —preguntó un oficial de las fuerzas aéreas, vestido de gris, de gestos serios pero agradables, sentado ante la mesa escritorio—. Bien. ¿Y usted, quién es?
—Un amigo mío —contestó Tommy.
—¡Hum...! De acuerdo, no dispongo de tiempo para discutir nimiedades... —Observó el rostro de Tommy, que ahora parecía bastante más abultado de lo normal, y sus cejas se enarcaron—. Creí que detestaba usted pelear. Lo tenemos registrado como objetor de conciencia.
—Cierto que detesto pelear. Eso no impide que defienda mis convicciones.
—No le culpo por pensar así. ¿Seguro que sigue oponiéndose a la guerra? ¿No escuchó lo sucedido anoche en Nueva York? —Al advertir el lacónico asentimiento del muchacho, frunció ligeramente el entrecejo y hojeó un montón de papeles—. Bien, en realidad eso no me concierne. Figura usted aquí como piloto de cohetes espaciales y eso sí que me atañe. ¿Cuántas horas de vuelo? ¿Qué tipo de nave?
—Un Rayo Especial de mi propiedad, último modelo... En este momento, confiscado. Calculo que necesité unas mil horas de vuelo antes de completar todo el curso de instrucción. ¿Por qué desea saberlo, señor?
El oficial enarcó las cejas y silbó.
—¡Caramba, no pertenece usted a una familia pobre! Bien, no viene al caso. Me gustaría disponer de diez mil hombres con esa experiencia. Esas naves que bombardearon Nueva York eran cohetes. Por pura casualidad, uno de los derribados llegó a tierra en buen estado, con la mitad de la carga todavía en su interior. Guarden esto en secreto por un par de días... Dado el bloqueo en las transmisiones, no nos mostramos muy cuidadosos con respecto a las informaciones reservadas, pero no hay por qué difundir la noticia antes de que sea oficial. En dos semanas, dado la manera en que hemos conseguido organizamos, estaremos fabricando cohetes mejores que esos y también mejores bombas. Centralia no es la única que cuenta con explosivos atómicos. Sólo que recurrió a los suyos antes de que tuviéramos a punto los nuestros. ¿Comprende a qué me refiero?
Tommy había comprendido. Su experiencia con los traicioneros cohetes superaba en mucho al término medio y, puesto que sus reparos se basaban en «razones de credo personal», su caso, cuando mucho, se hallaba en los límites de los considerados como causa justificada de exención de servicio. Sus labios se contrajeron todo cuanto la hinchazón le permitía, y el oficial notó la súbita palidez de su piel.
—Para serle franco, Dorn, yo no le incorporaría a nuestras fuerzas. Cualesquiera que sean sus motivos, me temo que su actitud mental le convierten en algo peor que no apto. Pero los jefes deciden.
Jimmy se agitó a su lado, tosiendo para llamar la atención.
—He completado una parte del entrenamiento preliminar para el vuelo en cohete... todo lo que logré costearme. ¿No podría ser eso de alguna ayuda, señor?
—Por supuesto, pero su pierna... Sospecho que todavía no se ha relajado tanto la disciplina. De todos modos, le propongo un trato, joven. Consiga que su amigo cambie de idea y procuraré que le acepten, de acuerdo con el reglamento o en contra de él. Bien, eso es todo. Tengo otras cien citaciones que atender y escaso tiempo para hacerlo. Vuelvan a las barracas.
Un mundo encantador, pensó Tommy. Cuando las cosas empezaban a mejorar y encontrabas a alguien que te trataba como a un ser humano, se precipitaban los acontecimientos. Le habían pegado, transformándole en un montón de doloridas magulladuras, probablemente había quedado en ridículo a los ojos de Alice. ¡Y ahora esto! Había sentido un violento pero superficial malestar durante la pelea. En su fuero interno, le perturbaba mucho menos que la amenaza oculta en las palabras del oficial. ¡No permitiría que le arrastraran a aquella guerra! Sin embargo...
—Bien, empieza a convertirme —dijo con amargura.
Jimmy movió la cabeza, con la mirada fija en el suelo.
—Daría mis dos piernas a cambio de esa oportunidad, Tommy, aunque me las cortaran centímetro a centímetro. Por desgracia, no sirvo para el proselitismo. No hay caso... ¡Maldita sea! ¿Por qué no podremos intercambiar nuestros cuerpos? ¿Por qué todo tiene que ser tan absurdo para nosotros?
Tommy no encontró ninguna respuesta. Su mente divagó en inútiles círculos mientras terminaban el desayuno y comenzaba el continuo chirrido de la máquina. Observó distraído que Bull Travis escogía otra mesa. Se mostraba anormalmente tranquilo, pero Tommy apenas registró el hecho. El camorrista ya no importaba, como tampoco el agobiante y desacostumbrado trabajo. Por encima de todo, se imponía el interrogante de si Alice habría presenciado o no la reyerta de la noche anterior y de cuáles serían los sentimientos de la chica a su respecto. Decidió que aquella noche no subiría a la colina.
No obstante, el anochecer se hallaba detenido junto al matorral donde le había sorprendido Bull. Con una mano apoyada en el brazo de su amigo, dijo:
—Sube, si lo deseas, Jimmy.
—No, gracias. He venido para estar solo y pensar un poco. Supongo que te sentirás más a tus anchas sin mí. Te veré a las once.
Marchó hacia abajo por un sendero lateral, silbando melancólico una monótona melodía, mientras Tommy continuaba trepando, acongojado entre la esperanza y el miedo. Una torpe indiferencia paralizaba ambos sentimientos.
—Hola, Tommy.
Alice le esperaba allí, tras adelantarse a él. Se puso en pie cuando el joven se acercó.
—También tú llegas temprano, ¿verdad?
¿De modo que no había visto nada? ¿O tal vez sí?
—¿Cuánto tiempo te quedaste mirando anoche?
—Lo suficiente. ¡Fue maravilloso, Tommy! Al principio, me asusté, pero, al ver que la segunda vez le derribabas, quise correr a tu lado para decirte lo contenta que me sentía. No lo hice porque temía llegar tarde a las barracas. ¡Tu pobre cara!
Había compasión en sus ojos. No obstante, cuando él se aproximó, brillaron de orgullo. Tommy miró de soslayo hacia el descampado, percatándose de cuán fácil era que la muchacha se equivocase, debido a las engañosas sombras de la luz lunar.
—Yo no le derribé. Lo hizo Jimmy Lake, el chico de que te hablé. ¡Un tullido!
—¿Ah, sí? —dijo Alice sin ninguna entonación. Encogiéndose de hombros añadió—: Me alegra que me hayas dicho la verdad, Tommy. ¿No has traído tu violín?
—Se estropeó.
Había sido doloroso descubrirlo. Más que los impactos físicos recibidos. No obstante, el disgusto se había desvanecido ante sus otras preocupaciones, más importantes. ¡Roto, como todo lo demás en el mundo!
—Tommy, ven aquí. Anda, dime qué te ocurre.
Le obligó a sentarse a su lado y apoyar la cabeza en su regazo, acariciándole el pelo con sus largos y fríos dedos. Y como siempre ha ocurrido, ese gesto tuvo un efecto mágico, que calmó su desazón y rompió las barreras que les impedían una comunicación sincera. En tanto que Tommy hablaba, Alice emitía leves y tiernos sonidos de simpatía, que evidenciaban su atención. Por lo demás, le dejaba explayarse acerca de la entrevista de la mañana, sus temores y muchas otras cosas, sin interrumpirle.
Al fin, se detuvo. Ella se quedó reflexionando sin que su mano dejase de acariciarle.
—¿Crees que es justo eso, Tommy? —preguntó—. En mi opinión, deberías comprender que pelees tú o no, otros no dejarán de hacerlo. ¿Acaso te apoyas en la lucha de los demás para protegerte a ti mismo y tus ideales? Si no quedase nadie más, ¿no tendrías que combatir por ellos? Al menos, anoche lo intentaste.
—Traté de escapar, pero me fue imposible. Alice, lo siento. No puedo mostrarme razonable respecto a todo esto. Y tú tampoco puedes. Procede todo de mi interior. Probablemente mi padre tenía razón y es la cobardía lo que me fuerza a actuar en esta forma, no mis convicciones. Ni siquiera eso lo veo con claridad.
—En mi opinión, un cobarde no hubiera admitido que fue Jimmy quien propinó la paliza a ese pendenciero. Y me pregunto si me sentiría tan atraída por un hombre a quien considerara sin agallas. Alguien debería azotar a ese padre tuyo. Dejó que los libros se encargaran de educarte y no movió un dedo para ayudarte a comprender la realidad y la dureza del mundo. Y sin haber procurado nunca corregir tus deficiencias, te abandonó en el momento en que ya no le diste motivos para enorgullecerse de ti frente a sus amigos. El fallo estuvo en su propia y negligente indiferencia, no en ti. Oye, Tommy...
Su voz sonó súbitamente apremiante.
—Dime.
—Yo, en tu lugar no me preocuparía por tener que luchar. Necesitarán instructores, más que pilotos. Eso estaría bien, ¿no es cierto? ¿Crees que así quedarían conformes?
No, no estaría bien... No obstante, sintió que el alivio y la gratitud por sus palabras recorrían su cuerpo como si hubiese bebido un vaso de vino. En un impulso, alzó la cabeza del regazo, acercándola a la de ella, que se inclinó sin dudar. Un cierto embarazo, provocado por la inexperiencia de ambos, tiñó en parte la ternura del abrazo.
Algo más tarde, Jimmy se acercó a ellos sin que lo advirtieran, hasta que una ramita crujió bajo su pesado andar.
—Tommy, ya son las once. ¡Ah! Perdón, señorita, creí que...
—No se preocupe, de veras. Ya debería de haberme marchado... Eres Jimmy, ¿verdad? Me gustaría expresar lo que pienso de ti con respecto a lo sucedido, pero ahora no hay tiempo. —Se había puesto en pie y miraba su reloj. Luego, se inclinó con timidez para darles buenas noches—. Hasta mañana, Tommy... Y trae a Jimmy, si quiere acompañarte.
Se quedaron viéndola correr sendero abajo hacia la antigua roca y agitaron las manos cuando, antes de desaparecer, se volvió para darles un último vistazo. Jimmy miró a su amigo. En su rostro, se pintó un gesto de agradable sorpresa.
—¡Caramba! La chica te ha hecho mucho bien, compañero. ¡Vaya suerte!
Tommy se sentía dichoso.
—Más de lo que piensas. Es curioso lo importante que parecen esas barracas y talleres bajo la luz de la luna. Incluso la nuestra.
—Sí, he oído que mañana van a darles una mano de pintura. Parecen demasiado importantes y, después de lo de anoche, nada está demasiado seguro. Vamos, si no nos damos prisa, tendremos que dormir al raso.
Al principio fue un distante y amortiguado rugido, que se acercó rápidamente, a gran altura. Sus cabezas se alzaron hacia el despejado cielo.
—¡Aviones...! ¡No pueden ser ellos!
—Hablando de Roma... Sin duda se dirigen a Chicago. Al parecer, van escogiendo las ciudades por orden de tamaño, Tommy.
Él también los había visto. Una mancha se separó de las demás, bajando en picado, agrandándose y cayendo como una red de pesca, elevándose después un poco y cayendo de nuevo detrás de ellos, seguida del estruendo provocado por sus desplazamientos. Algo destelló sobre el techo de las barracas... Instantes después, ya no había ni barracas ni talleres. Tommy saltó hacia una próxima depresión del terreno, arrastrando a Jimmy y enterrando su rostro en la tierra. Una escasa protección, puesto que el latigazo de la luz y el impacto de objetos que no se veían, pero que podían sentir, llegaba inclusive a la ladera donde se encontraban. La radiación parecía abrasarlo todo y era casi tangible. Aun después de que la primera furia disminuyera un tanto, dejando sólo atrás llamas y calor normales en medio de las ruinas, los huesos y los dientes les picaban y la carne les hormigueaba con furia. Producto de la imaginación en su mayor parte, ya que habían escapado a lo peor de la radiación. O quizá fuera el efecto de las sacudidas del suelo.
Jimmy se levantó, vacilante.
—¡Atrás! Subamos ala colina. Estamos demasiado cerca y de ninguna manera debemos aproximarnos más. No queda nada ahí abajo, absolutamente nada. El segundo ataque debió de ser contra la sección de mujeres.
—¡Alice!
Las piernas de Tommy volvieron a flaquear, aunque se repuso casi de inmediato. Echó a correr sin otro sentimiento que una horrorosa e impotente premura. Le daba la impresión de que la cima de la colina se alejaba cada vez más, inseguro de si corría hacia ella o caía por el otro lado, hasta que su mano chocó contra la roca, y la resistencia del obstáculo le lanzó hacia el sendero lateral. Ondas de radiación calórica le golpearon, sin que fuera consciente del peligro mientras cruzaba la senda dando tumbos. Casi tropezó con la muchacha al intentar detenerse.
—¡Alice!
—¡Tommy! ¡Ayúdame...! ¡No, retrocede! Esta radiación... Ahora es más débil, pero...
—¡Calma...!
Sus brazos la rodearon y se la cargó a los hombros sin brusquedad, aunque a toda prisa, con una extraña fuerza que provenía de su interior. Regresó al sendero, sin prestar atención a la fatiga ni a lo penoso de su respiración. Había una hendedura en las rocas situadas cerca de la cima. Allí se refugiarían de las radiaciones, que les asaltaban por ambos lados. Se encaminó hacia el lugar con toda la velocidad que le permitía su cuerpo.
El rostro de Alice estaba grisáceo, deformado por el dolor, más agudo ahora que antes de subir a la cima. Cuando la dejó en tierra, se desplomó, fláccida. No había muerto, sin embargo. Su corazón latía cuando Tommy se tumbó a su lado para auscultarla. Oyó el jadeante sonido de su respiración. Los minutos transcurrían mientras la contemplaba, desgarrado entre la necesidad de quedarse y la urgencia de salir en busca de auxilio.
El andar inseguro de Jimmy le distrajo, recordándole de súbito que no se hallaba solo.
—¿Se encuentra muy mal?
—¿Dónde está el médico más cercano? Necesita atención.
—Unos cuantos aviones de un modelo que no alcancé a reconocer han aterrizado lo más cerca posible del campo de las mujeres. Sin duda se trata del equipo de primeros auxilios. Vamos, échame una mano. Nos costará menos tiempo llevarla del que tardaríamos en ir a buscarles. Si cortamos a través de la colina y luego damos la vuelta, evitaremos lo peor de las emanaciones que llegan desde la zona del campo de trabajo.
—No.
Tommy volvió a alzarla. Su mente se había tranquilizado al saber que podía hacer algo sin necesidad de dejarla allí.
—No —repitió—. Será mejor que te adelantes, Jimmy. Haz que emprendan el camino hacia aquí. ¿Piensas que lo conseguirás?
—Sí, la pierna aguantará esa distancia.
Se marchó, aferrándose con las manos a la maleza para guardar el equilibrio. Sus torpes brincos resonaban estrepitosos, marcando su recorrido. Tommy inició a su vez la marcha. Consideró la conveniencia de tomar por un atajo, pero la rechazó. Aun si él estuviera en condiciones de recibir todas las radiaciones que persistían, no se atrevía a arriesgarla vida de Alice. Se forzó a sí mismo con severidad a mantener un ritmo que le permitiera transportar su carga procurando contener el impulso de echarse a correr y tratando de amortiguar con las piernas el balanceo de su andar, para evitarle a ella las sacudidas.
El ruido del avance de Jimmy fue disminuyendo, hasta que desapareció por completo a causa de la distancia que les separaba. Continuó desplazándose impasible. La piel le tiraba alrededor de los ojos, y su boca se contrajo en una estrecha y tensa línea. Por debajo del frío y del abotargamiento que empañaba la superficie de su mente, una fiebre de ideas le asaltaba una y otra vez al ritmo de sus pisadas, analizando, rechazando, decidiendo. Y paso a paso, la colina quedó tras él. Se internó por la suave barranca que conducía al punto donde se habían posado los tres aviones, que ya había avistado junto a las ruinas humeantes del taller.
Experimentó un vago asombro ante lo pronto que se habían enterado del desastre y la velocidad a la que habían acudido, en un inútil esfuerzo por prestar ayuda. No obstante, ese pensamiento y el alivio que le inspiraba su presencia se perdieron entre los movimientos de sus pies al arrastrarse, el latir de las ideas en su cabeza y el dolor abrumador que se extendía por sus brazos y piernas debido al peso. Se inclinó hacia delante por centésima vez, comprobó que la muchacha respiraba y continuó torpemente su marcha.
El crujido de las ramas avisó a los otros de su presencia. Unos segundos antes, había visto a los hombres que se acercaban a un trote lento portadores de camillas.
—¡Aquí! —gritó uno de ellos—. De prisa. Eso es. Muchachos. ¡Cuidado, con suavidad! Y usted, échese en la otra camilla. Si da un paso más, habrá que llevarle también al hospital.
Tommy permitió que le acostaran sin molestarse en protestar. Una vez que el apremio había desaparecido, sus músculos se relajaron. La respiración le rechinaba en los oídos y tema la boca seca y ardiente. Por el momento, no había nada que pudiese hacer, y su cuerpo se aferró ansioso a la posibilidad de descansar sobre la oscilante lona, aunque no hubiera alivio para su mente.
Jimmy los encontró al cabo de un rato. En su cara se dibujaba la fatiga causada por su gran esfuerzo. Al llegar junto a ellos, se desplomó sobre el tronco de un árbol.
—¿Hay novedades?
—Todavía no saben. Al parecer, todo esto es nuevo para ellos. Sólo han llevado a cabo experiencias en laboratorio.
Los camilleros trasladaron a Alice al interior del enorme avión hospital, rechazándole con palabras corteses pero firmes y prometiéndole avisarle lo antes posible. Sólo le quedaba sentarse y esperar, tratando de alimentar la esperanza, a pesar de la expresión de los hombres al observar a la muchacha.
—Te agradezco...
—No hay de qué, Tommy.
El sonido de otros pasos obligó a Tommy a levantar la vista. Se encontró mirando el rostro del oficial de las fuerzas aéreas que le había entrevistado por la mañana. Parecía como si hubiesen transcurrido años desde entonces. El hombre posó una mano sobre su hombro, sentándose a su lado, sobre el tronco.
—Se comportó usted valientemente, Dorn. Supongo que le debo una disculpa por lo que pensé al principio. ¿Le fastidia mi conversación?
—No, señor. Continúe. —No le molestaba nada que ocupase su tiempo y apartara su mente de lo que ocurría en el avión—. En verdad, no esperaba verle por aquí.
—Yo era el piloto más a mano cuando nos enteramos de esto. Por desdicha, no tuve la menor posibilidad de actuar. Y apéeme el tratamiento. Usted no es militar. Me llamo Kent... Al parecer han destruido Chicago.
—¿Ya?
—Esos chismes son veloces. Mañana, o tal vez esta noche, comenzaremos a evacuar todas las grandes ciudades. Sin embargo, necesitaremos un milagro para mantenerles a distancia dos semanas más. Quizá si... Rechazó el pensamiento. Como comprenderá, recibiría usted automáticamente un nombramiento gracias a sus horas de vuelo, Dorn.
—Lo sé, capitán Kent. Ella... la muchacha que está ahí a dentro... sugirió que podría serles de utilidad como instructor. —Meneó la cabeza en cuanto el otro inició un rápido gesto de asentimiento—. No. Matar o enseñar a otros a matar significaría lo mismo. Ni siquiera eso me está permitido.
—¿De modo que todo esto no le ha hecho cambiar de idea?
—No. Quizás tuviera usted razón. Quizá la cobardía intervino en un principio. Pero hubo algo más. —Se sentía incapaz de convertir en palabras el pensamiento que había ido elaborando a medida que descendía por la colina. Tampoco se esforzó de manera especial por lograrlo. Creo que, cuando esto comenzó, deseaba matarles por lo que nos habían hecho. Pero matar no es bueno. El odio no lo justifica.
—¿Ah, no? «Ojo por ojo...». De acuerdo, lo dice el Antiguo Testamento. ¿Y qué hay de San Mateo? «No he venido a traer la paz sino la guerra...».
—«Y el nombre es su peor enemigo». No adelantaremos mucho por ese camino, capitán. Mientras bajaba la colina, quise convencerme a mí mismo de que debía pelear. No lo conseguí.
El capitán Kent cabeceó pensativo. Ofreció un cigarrillo a cada uno. Una idea le daba vueltas en la cabeza.
—¿Ha visto alguna vez a un petirrojo perseguir a otro pájaro que amenazaba su nido? Es una ley casi absoluta de la naturaleza matar para defender la propia vida. Tal vez no tenga usted familiares en peligro... ¿Y la muchacha?
—¿Considera acaso una defensa bombardear a otras mujeres y otros niños?
—Ya lo creo. A través de todos los tiempos, el orgullo tribal, el orgullo del Sacro Imperio Romano Germánico, el de las tribus teutónicas, cuyos legados precedían a los reyes, lo ha demostrado así. ¿No juzga usted justificado emplear medidas drásticas contra los repetidos asaltos a la libertad de los demás?
No hubo obstinación ni asentimiento en el rostro de Tommy, cuando denegó con la cabeza en silencio. El otro se encogió de hombros, admitiendo su derrota. Los tres permanecieron en silencio, con los ojos fijos en el suelo, o en la puerta del avión, cada uno sumido en sus propios pensamientos, con un inadvertido cigarrillo en la mano. Tommy exhaló un pausado suspiro. Una parte de su emotiva mente le había implorado para que se dejara convencer de que el capitán estaba en lo cierto, pero éste había empleado argumentos demasiado manidos para ofrecerle alguna esperanza.
Por encima de ellos, lo que empezó como un grave y amortiguado zumbido se convirtió pronto en un trueno, a una velocidad que sólo podía significar una cosa. Los ojos del capitán localizaron primero las azuladas líneas que surcaban el cielo a varios kilómetros de la tierra, y que se acercaban rugiendo desde el horizonte.
—¡Malditos sean! Nos creen indefensos... Tan indefensos que vuelven deliberadamente sobre nuestras instalaciones, de la misma forma en que se fueron. Si...
Con un súbito y breve grito, asió a sus compañeros por un brazo y les arrastró hasta la distante barraca, con los ojos vueltos todavía hacia la mancha de fuego azul que se descolgaba de entre las otras y descendía hacia ellos, atravesando los kilómetros en fracciones de segundo. Al fin se detuvo, comprendiendo la inutilidad de la fuga.
—¡Dios mío! Han localizado nuestros aviones gracias al resplandor de las ruinas. ¡Qué necios hemos sido...! ¡Escuchen!
Otro sonido cortó el aire, sobreponiéndose al rugido de los cohetes, más agudo, más estridente. Una luminosa cinta restalló contra el suelo, cerca del horizonte. Durante el tiempo que tardaron en centrar la mirada, la distancia se acortó. Percibieron un penetrante quejido que acuchillaba el aire. A continuación, surgieron otras dos naves, en apariencia perseguidas por la aviación de Centralia. El cohete que había iniciado el descenso, invirtió la marcha con una explosión atronadora y se dirigió hacia ellas. Tres naves se desviaron entonces en dirección al grupo enemigo, formado por unas cien, separándose a medida que se acercaban, mientras que la flota de Centralia se agrupaba y comenzaba a evolucionar en un enorme círculo con objeto de atraerlas a una posición frontal. La maniobra consistía en un lento rodeo, destinado a mofarse del trío que osaba disputarle sus derechos sobre la estratosfera.
La voz de Kent sonó triunfante y orgullosa, ridículamente esperanzada, a pesar de la disparidad de las fuerzas.
—¡Lo han logrado! ¡Parecía imposible, pero ahí están!
—¿Cohetes atómicos? —preguntó Jimmy en el mismo tono.
—Sí. Hemos vencido la inflexibilidad de la producción en masa, aunque todavía no comprendo cómo. Esta misma mañana, esos cohetes funcionaban impulsados por combustible normal. Los propulsores atómicos apenas salían de los tableros de diseño. No sabíamos adaptarlos...
Su voz se ahogó, en tanto que una de las tres naves desaparecía en una gigantesca lámina de fuego que parecía atravesar el cielo, a mucha mayor velocidad que el sonido que les llegaba desde la lejanía. Kent gruñó. Por su expresión, supieron que había comprendido lo que sucedía.
—No, no lo han logrado. Se han limitado a montar temporalmente los propulsores de la nave capturada en tres de las nuestras. Dios sabrá a qué tipo de cable han recurrido para sujetar esos motores. ¿De modo que se referían a eso? No me extraña que se sacudieran de tal forma. No tiene ni un cuarto del peso para el que fueron diseñados los propulsores. Y deben de ir repletas de nuestras propias bombas atómicas.
—La explosión...
Kent esperó hasta que cesará el último estruendo.
—No. Nuestras bombas son estables hasta después de lanzarlos. Eso fue el motor del cohete, que reventó.
Tommy pugnó con la idea. Sus ojos trataban de seguir las manchas que puntuaban el horizonte, casi invisibles.
—¿Pero qué pueden hacer las bombas contra ellos?
—¡Observe!
Mientras hablaba todavía alcanzaron a distinguir las dos llamaradas en que se convirtieron las naves que quedaban, que, de pronto, se lanzaron contra el corazón del enjambre enemigo. Esta vez, las llamas titilaron ligeramente. Los tres hombres se vieron forzados a cubrirse los ojos, antes de que aquéllas cobraran toda su intensidad. Cuando volvieron a mirar, sólo quedaba un cielo vacío, con algunas cintas luminosas que caían aún hacia el fuego que parecía brotar de la tierra, apenas fuera del alcance de su vista.
—¡Un escuadrón suicida!
Los rostros de Jimmy y del capitán se iluminaron, reflejando el efecto de un número demasiado grande de emociones para ser asimiladas.
—En efecto. Nuestras naves consiguieron acercarse antes de que las debilitadas defensas del enemigo las alcanzasen. Y como sus bombas eran inestables, cuando las nuestras fueron accionadas en las proximidades, la explosión se propagó. Bien, tuvimos nuestro milagro, seguro que no les dio tiempo a fabricar más aviones... Y los que hemos visto... Bueno, se fundieron «como las nieves del año pasado», según dice la canción. Lo cual nos concede las dos semanas que precisamos. ¡Fue mi buena estrella!
Su cara se contrajo en una torcida sonrisa ante las miradas de Tommy y Jimmy.
—El equipo que pilota los cohetes echó a suertes este mediodía para elegir entre los que se presentaron voluntarios a aquellos que debían morir en un comando suicida. Ganaron esos tres. De haber contado con una hora más de tiempo, tal vez hubiera convencido a alguien más para que probara suerte. ¿No cree usted Dorn?
—Sí, señor.
Volvieron al tronco que les servía de asiento, desde el cual Tommy podía observar la puerta del enorme aparato. Había contestado al capitán sin levantar la vista.
—Mis jefes me confirieron plenos poderes para disponer a mi gusto con respecto a su caso y algunos otros. Iba a decírselo antes de que todo esto sucediera. Voy a enviarle a un campo en el Middle West, a reunirse con un grupo de otros objetares reconocidos. Sin duda se encontrará mejor allí que en cualquiera de los campos cercanos a esta zona.
Pasaron algunos segundos antes de que comprendiese.
—¿Quiere decir que no me forzará a combatir?
—Aquí no forzamos a nadie, amigo. Al menos, cuando se trata de alguien con categoría. Mire, le llama la enfermera. Vaya. Espero que le dé buenas noticias.
La enfermera movió la cabeza con desánimo mientras Tommy corría hacia ella. Le guió al interior de la nave y le acompañó hasta la camilla. Alice yacía allí, con los ojos abiertos y fijos en él. El grupo de los médicos se hallaba reunido en el otro extremo del avión. El cambio sufrido por su rostro era aterrador, más aún que la última vez. La boca de la muchacha se plegó en una débil sonrisa.
—¡Tommy!
—¡Alice! ¿Te pondrás bien, verdad? ¡Debes hacerlo!
—Chiss... —Le cogió la mano con un frágil movimiento, atrayéndole hacia sí—. No, Tommy, me doy cuenta de que me estoy muriendo. Pero tú ya no tienes miedo. Lo noto. Eso... y otras cosas. Todo saldrá bien, ¿verdad?
—¡Todo, excepto tú!
Tommy advirtió la sombra que iba cubriendo su cara, lamentando la ineficacia de todo cuanto los médicos intentasen. Se arrodilló junto a la camilla y posó el brazo bajo la cabeza de la chica, acongojado por la necesidad de unas lágrimas que se negaban a brotar. El alma parecía querer salirle del cuerpo para ir a reunirse con la de ella.
—No te entristezcas por mí, cariño. Yo no lo estoy.
El dolor irrumpió atenazándola, mermando sus fuerzas, invadiendo sus rasgos. Nada podía detenerlo. Jadeó con dificultad, aferrándose a él, en un combate inútil.
—¡Tommy, no quiero morir... ahora que te he encontrado! ¡No dejes que muera! Bésame, Tommy, antes de...
Misericordiosamente, hubo tiempo para eso y, misericordiosamente también, todo terminó pronto. Con los ojos enrojecidos, se encaminó tambaleándose hacia el exterior del avión. El paisaje comenzó a girar, borrándose ante él. Al fin, la mano de Jimmy aferró su brazo y le condujo en silencio hasta el tronco. Un desconsuelo intenso y gélido le abrumaba. Sin embargo, no lo expresó. Luego, a medida que los minutos se deslizaban penosos, la aflicción se sumergió en lo más profundo de su ser, más intensa y olorosa que nunca, pero dejándole en libertad de cavilar, abriéndose paso a través de las confusas ideas que se habían ido formando en su mente.
Quizá debió de decírselo a Alice, aunque de alguna forma ésta lo había intuido. Lo había visto en su expresión, antes de que el dolor la desfigurara.
«Aquí no forzamos a nadie». En el otro bando, sí... Forzaban a la gente o la fusilaban. Por primera vez desde que todo había empezado, se sentía libre. Libre de su impulsivo deseo de pelear contra la intrusión del enemigo en sus derechos y creencias, libre de considerar los hechos a medida que se presentaban, sin que la opresión contaminase su criterio. Y la decisión había llegado a él casi al mismo tiempo que la libertad, de modo que tuvo que transparentarse en su rostro, ser visible para ella. La mirada de Alice le había dicho que ya lo sabía... y que estaba orgullosa de él.
—¿Qué ha sucedido con el capitán, Jimmy? ¿Se ha marchado?
—Todavía no. ¿Por qué, amigo?
Tal vez no fuera lógico. No parecía lógico luchar y protestar por sus derechos hasta que se los hubiera otorgado, para luego renunciar a ellos. O tal vez fuera el más precioso tipo de lógica, capaz de descubrir el valor real de los Hechos y de comprender que un país donde se respetaba el derecho a no luchar era un país por el cual valía la pena combatir, de manera que aquellos que vinieran atrás pudieran odiar la guerra sin que los ruidos de ésta amenazasen sus oídos. Los hombres siempre habían tenido que pelear por sus convicciones, incluida la creencia de que pelear no era bueno. Después de todo, acaso las dos frases de la Biblia no se contradijesen. Él no había venido a traer la paz, sino la guerra. Hasta que los pacíficos, algún día, pudiesen heredar la tierra.
Se puso en pie y, con Jimmy a su lado, marchó en busca del capitán.
—Acabó de recordar que prometió darte un puesto si me convencías, Jimmy. Será mejor que se lo recordemos también a él.
Fin
En mi plan original, el muchacho del relato se convertía en inmortal a causa de la radiación recibida. (Tales milagros eran comunes por entonces en la ciencia ficción). Luego, debía aparecer en un cuento que transcurría al finalizar la guerra, endurecido y amargado, buscando su camino a través de un mundo muy desagradable. Había diseñado ya un esquema de culturas que se iban transformando. Sólo él no cambiaba. El relato culminaría Cuando todo se iniciaba de nuevo: Marte y la Tierra entablaban la primera guerra interplanetaria.
Nunca continué ese trabajo. Según mi criterio, las series no difieren gran cosa de las continuaciones. Un personaje cuyos sentimientos había explotado ya una vez, no me inspiraba suficiente interés.
Ahora, casi lo único que puedo alegar en defensa de ese relato es que fue el primero, al menos que yo conozca, en que se subrayó el peligro de la radiación que presenta una bomba nuclear, en lugar de limitarse a exponer los efectos de la explosión, aunque me temo que subestimé mucho dichos peligros.
Los escritores de ciencia ficción se mantenían por lo general muy al corriente de los adelantos atómicos conseguidos hasta el comienzo de la guerra. Y algunos de nosotros nos entregábamos a astutas conjeturas acerca de lo que ocurría, basándonos sobre todo en las muy secretas informaciones utilizadas como pantalla para despistarnos. Recibimos una pequeña alegría cuando el FBI se decidió a investigar un relato de Cleve Cartmill donde éste ofrecía una burda descripción del disparador de la bomba. (Constituía un gran secreto. Tan grande que unos cuantos y a nos habíamos imaginado por nuestra cuenta cómo funcionaba). El FBI llegó hasta a interrogar a Paul Orban, que había ilustrado el cuento. Por fin, Campbell logró convencer a los investigadores de que censurar relatos de ciencia ficción sobre la energía atómica difundiría el secreto con mucha mayor rapidez que cualquier narración. Después de eso, se nos concedió un margen bastante amplio de libertad.
Mi cuento Nervios se basaba en el aprovechamiento industrial del átomo, muy distinto al proceso de fabricación de la bomba. Así y todo, según me reveló cierta investigadora que trabajaba en Oak Ridge, el relato fue clasificado y archivado como «Estrictamente secreto». Lo descubrió al acudir a la biblioteca con objeto de leer dicho relato y se encontró con que no poseía un grado que le permitiese el acceso al ejemplar. Solucionó el problema yendo a comprarlo al primer quiosco.
Me sentí un poco defraudado cuando apareció mi cuento en el número de septiembre. Esperaba figurar en la cubierta, pero la habían dedicado al relato de un viaje a través del tiempo escrito por Anthony Boucher, quien más tarde se convirtió en director de The Magazine of Fantasy and Science Fiction. A la larga, sin embargo, todo salió bien. La votación de los lectores concedió a Nervios una evaluación de mil puntos, situándolo en primer lugar entre los publicados en ese número. (No recuerdo ningún otro relato que haya ganado esa clase de galardón). El hecho debería de haberme convencido de que el cuidadoso método que usaba para escribir era el más adecuado para mí. No obstante, no terminaba de comprenderlo así. El cuento fue elegido por los lectores como el mejor entre los míos y, aún hoy, muchos siguen prefiriéndolo. Por último, en 1956, reuní una parte de los escritos que me había reservado como antecedentes de trabajo y los transformé en una novela, que en estos días se está reimprimiendo. Tony Boucher demostró ser todo un caballero al revelar cuál había sido su voto en nuestro Certamen por el primer puesto, asegurando que había ganado el mejor relato y publicando más tarde una magnífica crítica del libro.
A Alunizaje no le fue tan bien. En ese número de la revista, hubo una especie de batalla por el premio entre cuatro novelas cortas. Ninguna se destacó como la ganadora. Creo que el hecho de que la mía ocupase el tercer lugar fue puramente fortuito. Sin duda los lectores se sintieron magnánimos, ya que los demás relatos eran excelentes.
Por aquella época, las cartas de Campbell se volvieron un poco más insistentes respecto a la necesidad de que intensificara mis esfuerzos. Muchos de sus mejores hombres se habían incorporado a las fuerzas armadas, o bien, se ocupaban de cualquier otro tipo de tarea bélica, por lo que les quedaba poco tiempo para escribir. Cierto que iba descubriendo nuevos talentos, pero la mayoría de ellos le eran también arrebatados por la guerra. Precisaba todo la producción que lograse obtener de sus escritores habituales.
También le preocupaba el que le llamaran para incorporarse a alguna actividad relacionada con la guerra y me insinuaba, sin grandes rodeos, que en el caso de comportarme como un buen muchacho y entregar una respetable cantidad de páginas en la oficina de recepción, bien podría llegar a reemplazarle. Me mantuve inmune a ese señuelo. La mayoría de los escritores parecen albergar un deseo irrefrenable de convertirse en editores. Yo jamás deseé ese tipo de trabajo. Si bien, diez años más tarde, dirigí cuatro revistas bajo distintos seudónimos, acéptela responsabilidad a regañadientes y la abandoné de muy buena gana. Desde luego, soy capaz de dirigir una publicación de manera satisfactoria, pero nunca tendré ni la mitad de la competencia que Campbell poseía en la profesión y, de acuerdo con mis propias reglas, no me agrada una tarea que no cumple a mi entera satisfacción.
Por fin, ante su insistencia, escribí un cuento. Y fue el resultado de la mera inspiración.
He oído decir muchas cosas acerca de la inspiración, pero muy pocas veces de boca de escritores profesionales. De todas formas, al menos en apariencia, puede darse un golpe de inspiración muy de tanto en tanto. Nunca lo creí hasta que me sucedió personalmente.
Una noche, salí a comer una hamburguesa. Mis pies pisaron el peldaño superior de la escalera. Y entre ese peldaño y el último, un relato completo se forjó de repente en mi cabeza, con todos sus detalles, la forma en que quería escribirlo, las emociones que iban a intervenir, etc. Salí y despaché mi breve cena. Cuando volví, la idea seguía manteniéndole. De modo que me senté ante la máquina de escribir y completé cuatro mil trescientas palabras en menos de hora y media. Y apenas sin esfuerzo.
Lo llamé El amado de los dioses, y obtuve por él una bonificación.