ASÍ CONSTRUIMOS LA CASA DE NUESTROS SUEÑOS
Publicado en
diciembre 12, 2019
No sabíamos nada de pruebas de filtración ni de los derechos de inquilinato de las águilas enamoradas..., pero pronto lo descubrirnos.
Por Thomas Boswell
HACE ALGUNOS inviernos vimos por primera vez el terreno, cubierto de una delgada capa de nieve de enero. Hechizados por la pequeña ensenada y el anchuroso río, firmamos el contrato de compraventa en cuestión de horas.
De pie en el risco de seis metros de altura que se yergue en el extremo de nuestra pequeña península, imaginamos una casa de madera de secoya, de un solo piso y líneas modernas y elegantes, pero no austera. Contemplaríamos el río desde las ventanas. Las terrazas y los porches darían la impresión de amplitud. El techado sería tan plano como la cubierta de los botes fluviales que pasan rumbo a la bahía de Chesapeake y que podíamos vislumbrar en lontananza.
Por supuesto, ya nos lo habían advertido: si construyen una casa, acabarán por perder su buen concepto de la condición humana, además de quedar en la ruina en menos que canta un gallo. Con todo, creíamos que nuestro caso sería diferente.
EL PRIMER INDICIO de lo que vendría después fue el precio de la tierra. Como dijo el comediante Groucho Marx al referirse a los clubes que estaban dispuestos a aceptarlo como socio, deberíamos haber desconfiado de un terreno que estaba tan al alcance de nuestro bolsillo.
Sabíamos que tendríamos que construir nuestro propio sistema de desagüe, pero se nos dijo que ello no representaría problema alguno. En el momento de la venta, el propietario anterior nos había demostrado que el terreno era capaz de filtrar el agua. Sin filtración, no habría fosa séptica. Y sin fosa séptica, no se autorizaría la construcción de la casa.
No fue culpa del vendedor que la primera de sus dos pruebas de absorción fuera anulada por haberse realizado demasiado cerca del agua. Luego, en la segunda, hubo un error de agrimensura. ¡Se llevó a cabo en propiedad ajena!
No hubo más remedio que comenzar a excavar agujeros de filtra-ción. Los agujeros grandes tenían el tamaño de un garaje, y utilizamos para hacerlos enormes retroexcavadoras. Para las perforaciones menores bastó un equipo más modesto. En poco tiempo, nuestro bosquecito parecía un campo de batalla. Buscá-bamos arena porosa, pero sólo encontrábamos arcilla. Al cabo de meses de pruebas fallidas ("Son 4000 dólares, señor"), nuestra inversión comenzó a preocuparnos.
Llegó el momento de hacer la prueba número 13, ¡y al diablo con las supersticiones!
En la fecha señalada, los representantes de la compañía constructora, los operadores del equipo pesado y el inspector se reunieron en torno del Hoyo Final. Excavamos ocho metros. El inspector, montado en la pala de la retroexcavadora, llegó hasta el fondo de la zanja, hizo con la mano un pequeño hoyo en la tierra e introdujo en él una lata de café sin fondo para llenarla de agua.
Si el nivel de agua de la lata descendía una pulgada en 20 minutos, podríamos construir la casa; de no ser así, estaríamos nuevamente en el punto de partida, dos años después de invertir en ese terreno nuestros ahorros de 17 años.
De cuclillas alrededor de la zanja, mientras esperábamos a que descendiera el agua, nerviosamente nos pusimos a arrojar piedrecillas a la lata. Más o menos la mitad entró en ella. De pronto comprendimos que estábamos llenando el recipiente. Nos miramos en silencio, incrédulos. ¡Quizá habíamos echado a perder la prueba!
Nuestra tierra filtró el agua en 16 interminables minutos. Celebramos nuestra victoria. Habíamos ganado: al fin podríamos construir.
Pero no; estábamos equivocados.
A FINES DE NOVIEMBRE, la sociedad protectora de águilas dio con nosotros. ¿Acaso no sabíamos que a menos de 400 metros de nuestra propiedad vivían dos águilas calvas? ¿Que sus alas tenían dos metros de envergadura? ¿Que suelen tener dos crías en el nido? ¿Que llevaban allí siete años y por el momento no pensaban mudarse?
Una carta de la agencia estatal encargada de proteger a las águilas recomendaba la "restricción temporal a la construcción". No debía haber edificaciones ruidosas durante la temporada de construcción del nido, del apareamiento, etcétera, que duraba de diciembre hasta casi julio.
Como faltaban apenas unos días para que se iniciara la época de apa-reamiento, telefoneamos a la constructora para que desmontara de in-mediato el lugar. Y, si por accidente derribaban algún árbol que alojara un nido del tamaño de un Volkswagen, recibirían una gratificación.
Cuanto más adelantada estuviera la obra, más difícil sería —legal-mente— que la suspendieran. Algo que no queríamos era nieve, pues traería consigo retrásos.
Por supuesto, nevó, y a raudales. Nos pasamos dos meses sin poder trabajar.
Después nos telefonearon los "aguilócratas". ¿Deberíamos decirles la verdad? ¿Que apenas habíamos empezado a construir la casa?
No faltamos a la verdad. Cortésmente les dijimos que habíamos ad-quirido el terreno hacía dos años (lo cual era cierto) y que habíamos contratado los servicios de una constructora desde hacía muchos meses (lo cual también era cierto). Se nos olvidó mencionar los meses de retraso ocasionado por las pruebas de filtración. Al parecer dieron por hecho que había quedado atrás la etapa en que el ruido de la obra perturbaría a las águilas, en caso de que se les antojara aparearse.
También dijimos a la agencia que amábamos a las águilas y que jamás haríamos daño a una, a menos que intentara llevarse a nuestro bebé entre las garras.
LUEGO, UN DÍA, me hablaron del banco y, con la mayor calma del mundo me informaron que, por una omisión de la que nadie tenía la culpa, había expirado el convenio por el que se me otorgaba un préstamo a 30 años con una tasa de interés fija. Lamentaban no habérmelo notificado con antelación, pero así esta-ban las cosas. Tendría yo que aceptar otro préstamo, a las tasas de interés vigentes.
Dichas tasas de interés eran 1.5 por ciento más altas. ¿Que no es mucho? Gracias al milagro del interés compuesto, al que algunos han calificado de octava maravilla del mundo, ese 1.5 por ciento durante la vigencia de la hipoteca equivaldría a dos años de mi sueldo.
Así que apelé a la misericordia del banco y, aunque parezca mentira, me prolongaron la vigencia del convenio anterior. En mi opinión, es un banco muy decente, y, si alguna vez necesita unas águilas, sé dónde podrá encontrarlas.
POR FIN habíamos superado todos los obstáculos. Sólo faltaba resolver algunos detalles, como el de aquel risco de seis metros de altura que presentaba un pequeño problema de erosión.
El experto estatal en cuestiones de erosión examinó en silencio el promontorio. Lentamente nos explicó todas las opciones: muro de contención, rompeolas, nivelación, revestimiento de piedra...
—Pero —aclaró— ninguna de estas opciones resuelve definitiva-mente el problema.
—Yo sólo deseo asegurarle esta casa a mi hijo —recalqué—. Quiero que siga en pie dentro de 50 años. ¿Me explico?
—Algún día desaparecerá toda esta punta de tierra —prosiguió el experto—. En un huracán fuerte podría usted perder tres metros de ella.
Mi hijo es aún muy pequeño, pero ya me odia. Algún día tendrá que decir a sus hijos:
—Chicos, no se encariñen demasiado con la casa del abuelo. Es her-mosa, pero va a heredarla el río.
POR FIN, todo se hallaba en orden para declarar la casa legalmente completa y lista para la firma del contrato. Todo, con excepción de un pozo.
El pocero me juró que antes de la Navidad ya tendríamos agua. Luego desapareció durante no sé cuántas semanas. Su equipo de perforación estaba en mi terreno y el agujero se hallaba a medio hacer. Pero el pocero brillaba por su ausencia.
—Jamás entenderé —comentó el supervisor de la construcción— por qué los bancos autorizan a la gente a dejar el pozo para lo último, cuando es lo primero que debería hacerse.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque, si no se encuentra agua, no hay pozo. En un lugar lejos de todo, como este, una casa sin pozo no vale un cacahuate.
Yo he sido buena gente toda la vida. Prodigo sonrisas y trato de apelar a lo mejor que hay en los demás. Nunca grito, ni amenazo, ni entablo demandas judiciales.
Hasta ahora, para defender el honor de mi casa he consultado a dos abogados en relación con cuatro querellas. Peor aún: a un arquitecto muy respetado le grité cuatro verdades.
Así y todo, he aprendido mucho de esta experiencia. Durante años evité correr riesgos, y quienes sí los tomaban me inspiraban poco respeto. Lo que la mayoría de las personas llama sueños era algo ajeno a mí. Pero ahora he descubierto que, cuanto más me arriesgo, tanto menos poder tiene sobre mí la posibilidad de fracasar.
Y esto es muy positivo, porque en los seis años (sí, leyó usted bien) que hemos dedicado a la casa, el fantasma del fracaso nos ha acompañado virtualmente todos los días. Hasta el momento hemos excavado ocho pozos. Y en vista de que el río se comió casi cuatro metros del terreno, construimos un muro de contención de 37 metros de largo para detener la erosión.
No me cabe la menor duda de que saldremos victoriosos. Ya sólo nos quedan 30 metros de acantilado que defender de la erosión. Cuando por fin la terminemos, va a ser una casa maravillosa..., o quizá, con el tiempo, un arca.
CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "POST" DE WASHINGTON (7-11-1988), © 1988 POR THE WASHINGTON POST CO., DE WASHINGTON, D.C.