Publicado en
octubre 01, 2019
Ilustración: Jeffrey Terrenso
Mediante el ejemplo, un hombre y un grupo de muchachas le enseñaron a una desesperanzada comunidad que es posible ambicionar metas muy altas.
Por Suzanne Chazin.
EL CONSTANTE griterío del público hace que se cimbre el Coliseo Tingley, de Albuquerque, Nuevo México, donde dos equipos femeninos de baloncesto están a punto de iniciar la final del campeonato de escuelas de enseñanza media superior del estado, en 1988. El entrenador Jerry Richardson mira a las tribunas. Allá arriba, unas ancianas en coloridos atuendos y engalanadas con turquesas alzan los brazos para formar una "ola". En algún otro punto, unos niños navajo animan a las jugadoras coreando sus nombres.
Esos niños están vitoreando a las Jefas de Shiprock, población del desierto situada en la reservación de la Nación Navajo. Están vitoreando a un grupo de chicas que han alcanzado pocas victorias en su vida y a quienes dirige un entrenador de raza negra que no está dispuesto a aceptar la derrota. En ocho años de convivir con esta gente de carácter habitualmente retraído, Richardson jamás los había visto tan emocionados.
Vestidas con sencillos uniformes de color marrón y gris, la mayoría de las adolescentes, robustas y cortas de estatura, parecen tensas. Se están enfrentando al poderoso equipo de las Potrancas de Kirtland, quienes han ganado ya ocho campeonatos estatales consecutivos.
En la reunión de estrategia previa al partido, el entrenador les dice a las muchachas en un tono a la vez serio y tranquilo:
—Podemos ganar este encuentro. Yo tengo mucha fe en ustedes. Pero ahora ustedes deben tener fe en sí mismas.
En seguida, las chicas salen gritando la exhortación favorita de su entrenador: "¡Disciplina!"
Mientras observa a las Jefas entrar en la cancha, Richardson percibe en el ambiente la esperanza de ganar que ellas y sus fervientes partidarios abrigan. Es una oportunidad de demostrar que el pueblo navajo es capaz de lograr todo aquello que se proponga con pasión.
En 1980, Jerry Richardson (entonces de 24 años de edad) empezó a trabajar en la Escuela de Enseñanza Media Superior de Shiprock como profesor de alumnos con problemas de aprendizaje.
Cuando visitó Shiprock por vez primera, se sintió en un país subde-sarrollado: no había más de tres semáforos en el pueblo, unas cuantas casas-remolque destartaladas y un par de tiendas. Llana y yerma, la tierra de matorrales se extendía por kilómetros en un paisaje monótono que sólo interrumpía una enorme roca en forma de navío con las velas desplegadas.
La pobreza y el desempleo afligían a casi la mitad de los adultos de la reservación. Había graves problemas de alcoholismo y drogadicción. No era raro encontrarse con algún chico que hubiera perdido a un pariente o a un amigo cercano a causa de una muerte violenta achacable al alcohol. Por si fuera poco, Richardson oyó rumores de algo que en esta desolada región se tomaba como di-versión: el juego de "las gallinas". Algunos muchachos se embriagaban y se ponían a torear a los vehículos en las calles, en ocasiones con funestas consecuencias.
En la Escuela Shiprock, los maestros no duraban mucho tiempo. En las aulas solía darse un ausentismo del 15 por ciento, y el índice de deserción llegaba al doble del promedio estatal.
Cuando Richardson pasó a ocupar el puesto de ayudante del entrenador de baloncesto, las Jefas jamás habían ganado un campeonato. Y nadie esperaba que lo hicieran. Él tenía una cierta idea de lo que podría llegar a ser el equipo, pero no había podido echar a andar su proyecto. Un día, mientras iba en auto a un partido interescolar, un camión cruzó la raya divisoria y chocó de frente con él. Durante dos horas, Richardson quedó atrapado en el vehículo, con un pulmón perforado, la quijada rota y múltiples fracturas.
Cuatro meses después, ya estaba de vuelta en la cancha. Si Jerry Ri-chardson había logrado sobreponerse a un accidente automovilístico casi mortal, merced a que no se dio por vencido ni se anduvo con pretextos, ¿podría fomentar ese tesón en el equipo de las Jefas?
Al cabo de tres años renunció el entrenador titular, y Richardson solicitó el puesto. De inmediato hizo cambios. Las muchachas y sus padres tendrían que firmar contratos formales. Se entrenarían tres horas diarias. Tres faltas injustificadas de cualquiera de las integrantes serían causa de expulsión del equipo.
Las jugadoras se obligaban a comportarse bien dentro y fuera de la cancha: nada de bebidas alcohólicas, nada de drogas y nada de conducta descortés. Podían salir con amigos a condición de que no se comprometieran formalmente con ninguno de ellos.
A RICHARDSON le molestaba la pasividad de las chicas. Cuando les hablaba, evitaban mirarlo a los ojos.
—Para ellas, mirar a una persona adulta directamente a los ojos es una falta de respeto —le explicó otro maestro—. No debe usted oponerse a su cultura.
—Eso estará bien en sus hogares —replicó el entrenador—. Pero, ¿qué ocurrirá afuera de la reservación? La gente pensará que son sumisas o hipócritas.
Por tanto, Richardson comenzó a enseñarles a mirar a las personas a los ojos siempre que no estuvieran en la reservación.
Le disgustaba también la injerencia de los parientes en el entrenamiento de sus discípulas. En la cultura navajo, la familia desempeña un papel de primerísimo orden. Richardson no veía nada de malo en ello, siempre que no interfiriera en el entrenamiento; pero tomaba a mal el que los parientes dieran consejos a las muchachas durante los partidos.
—Yo soy su entrenador —les indicó a los familiares.
Richardson no esperaba la enérgica reacción que provocó su repri-menda. Los padres de las muchachas se quejaron de que él era demasiado estricto y que no respetaba la cultura navajo. Algunos dejaron incluso de dirigirle la palabra.
—Yo respeto su cultura —replicó Richardson—; pero no pondré en desventaja a las muchachas. Y no exigiré de ellas menos de lo que me exijo a mí mismo.
Para reforzar su programa, el entrenador empezó a organizar "talleres" de baloncesto destinados a preparar a las más jóvenes. Algunas de las chicas jamás habían salido de la reservación. Richardson empezó a sacar al equipo a jugar fuera de la localidad, procurando siempre que las deportistas se alojaran en hoteles de primera clase. A algunas de las mejores jugadoras las llevó a unos campamentos deportivos de Carolina del Norte y de Pensilvania, donde él trabajaba en el verano. "Muchas chicas abandonaban los estudios y se quedaban en la reservación", cuenta Richardson. "¿Cómo puede saber una muchacha si eso es lo que desea hacer, si antes no ha hecho ninguna otra cosa? Yo me había propuesto mostrarles qué oportunidades había afuera".
Todos sabían que el entrenador era exigente, pero nadie sospechaba a qué grado hasta la temporada 1985. La jugadora más talentosa del equipo se presentó a entrenarse dos semanas después de lo convenido. Había supuesto que, por ser ella tan buena, el entrenador no la expulsaría del equipo. Estaba en el error.
—Si vas a ser una Jefa, hazlo bien. Si no, olvídalo —la amonestó, y la dio de baja del equipo.
—Es usted demasiado duro —protestó una de las adolescentes—. Y, a fin de cuentas, ¿a quién le importa el baloncesto?
—Yo no estoy aquí únicamente para enseñarles a jugar —contestó el entrenador—. Lo que ustedes aprendan en esta cancha les servirá para desenvolverse bien en la vida.
EN EL COLISEO TINGLEY estamos ahora a la mitad del partido, y las Jefas de Shiprock van perdiendo por 37 a 28 tantos. Las chicas han jugado con inteligencia, pero no logran impedir que las Potrancas sigan encestando. Lo mismo ocurrió el año pasado. En esa ocasión —en la que por vez primera participaban en el cam-peonato estatal— perdieron ante Kirtland por 62 a 61 en el segundo tiempo extra.
Richardson advierte que Vernetta Begay sale de la cancha. Con los hombros encogidos, la pequeña delantera parece a punto de soltar el llanto. Ha. anotado ya seis canastas, pero su equipo sigue rezagado. Se encuentra con los ojos de su entrenador, y se yergue, muy derecha. ¿Acaso no le ha enseñado él a nunca darse por vencida?
Hace un año, Vernetta quedó desolada tras la muerte de su bienamado abuelo. A raíz de eso se le vio holgazaneando en compañía de un grupo de inadaptados. Un buen día le informó al entrenador que deseaba retirarse del baloncesto.
—Mírame a los ojos y dime si de veras deseas renunciar —le ordenó Richardson.
Vernetta no pudo hacerlo.
—Alguien te ha aconsejado que desistas, y tú le has hecho caso —prosiguió Richardson—; pero ten presente que las personas incapaces de superarse a sí mismas no quieren que los demás se superen.
Richardson tenía mucha experiencia en eso de querer darse por vencido. Cuando tenía 13 años, asistía a una escuela de reciente integración racial. Allí había llegado a ser receptor en el equipo de futbol americano, pero el mariscal de campo, de raza blanca, jamás le enviaba un pase, ni siquiera en las prácticas.
Cuando se quejó de ello a su madre, ayudante de enfermera, ella le dijo:
—No es culpa de la escuela ni del entrenador. Decidiste estar allí. Te comprometiste. No desistas ahora.
Jerry siguió formando parte del equipo de futbol, y al año siguiente ingresó en el de baloncesto, resuelto a jugar tan bien que nadie pudiera humillarlo otra vez.
—Tengas lo que tengas en la vida —le dijo a Vernetta—, puedes mejorar tu situación si aprendes a adaptarte y a ser constante.
Vernetta siguió en el equipo, hizo nuevas amistades y comenzó a obtener mejores calificaciones.
CON RENOVADA confianza, las Jefas contraatacan en el segundo tiempo. Están dos puntos por debajo de sus contrincantes y sólo faltan 15 segundos para que finalice el partido. En ese instante, Vernetta logra un enceste que empata el juego a 58 tantos, por lo que este se prolonga un tiempo extra de tres minutos.
Jerry Richardson exhorta a las muchachas:
—Tenemos que esforzarnos como nunca. Este partido ya es suyo, pero deben ganárselo.
A Sherri Henderson le da la impresión de que el entrenador se diri-ge exclusivamente a ella. Sus padres se separaron poco después de nacer ella, y a menudo la vida le resultó difícil. Le encantaba el baloncesto, pero durante el segundo año había tenido que dejar de jugar porque le operaron una rodilla. Desde entonces empezó a frecuentar a algunos chicos que bebían demasiado.
Richardson le advirtió que tenía dos opciones en la vida: seguir por esa senda y culpar a los demás de sus problemas, o hacerse responsable de sí misma.
—Los triunfadores no culpan a nadie de sus dificultades —recalcó.
HA TRANSCURRIDO ya un minuto y 37 segundos del tiempo extra, y Sherri Henderson se apodera de la pelota apenas a unos cinco metros de la canasta de las Potrancas. Alza la pelota por encima de la barrera de manos que intentan bloquearla. Richardson le ha enseñado a no perder de vista su meta y a confiar en su valor y resolución.
Sherri apunta y tira. Por un momento reina el silencio en el recinto, mientras los aficionados siguen con la vista el arco que describe la pelota. Se oye un súbito silbido cuando la pelota entra en la red de nailon. ¡El tiro es bueno!
Cuando suena la chicharra, las Jefas han derrotado a las Potrancas por 60 a 58. Los aplausos y los vítores cimbran el Coliseo Tingley, en tanto las chicas navajo se abrazan unas a otras y lloran de alegría. Son unas triunfadoras.
ACTUALMENTE, cuando Jerry Richardson va de su casa a la Escuela Shiprock, pasa frente al centro terapéutico contra el alcoholismo y la drogadicción de los adolescentes, inaugurado en 1989, así como por un campo donde se tiene proyectado construir un centro comunitario. En la escuela misma funciona ya la nueva piscina techada del pueblo.
En la escuela, a veces ve a algunas jugadoras de otros años. Vernetta Begay pasa por ahí de cuando en cuando para jugar un poco y charlar con Richardson. Esta chica, que cursa actualmente el tercer año en la universidad gracias a una beca deportiva, piensa regresar a Shiprock una vez obtenida su maestría, para trabajar como ayudante de Richardson en los entrenamientos.
Hoy día, la vitrina de trofeos de la escuela ostenta tres trofeos de campeonatos estatales de baloncesto femenino: de 1988, 1989 y 1990. De las decenas de muchachas que han participado en el programa de Richardson, casi todas han terminado sus estudios de enseñanza media superior. Más de la mitad residen fuera de Shiprock, y muchas han proseguido estudios superiores.
A unas adolescentes navajo que pensaban que Shiprock era su único horizonte, Jerry Richardson les enseñó a buscar metas más altas.