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septiembre 11, 2019
Algunas sugerencias sobre.
Por Mary Murray.
TODO EMPEZÓ una mañana, cuando el jefe de Deborah Work le encargó varias tareas nuevas y difíciles. Le dijo, además, que en las próximas semanas "iba a presionarla hasta el límite de su resistencia".
Es un negrero, pensó Deborah. ¿Cómo puede ser tan insensible?
En la terminal de su computadora, tecleó un mensaje a una colega, quejándose de la total falta de sentimientos del "androide". Luego envió la nota por la red de la oficina a la computadora de su amiga, o por lo menos esa fue su intención.
Deborah se percató de su error segundos antes de ver, en el otro extremo de la habitación, la expresión de profundo enojo en el enrojecido rostro de su jefe. En vez de dirigir el mensaje a su amiga, ¡se lo había enviado a él!
Todo el mundo comete una grave torpeza de cuando en cuando. Al principio, nos cuesta trabajo creerlo. Pero una vez cometido el yerro, debemos tratar de repararlo lo más dignamente posible. Por fortuna, hay maneras de enmendar errores y pasar a otra cosa. He aquí algunos puntos que conviene recordar cuando es preciso subsanar alguna falla:
Ventile los detalles del incidente. Después de haberse puesto en una situación humillante, la gente suele sentirse tentada a farfullar una disculpa y escabullirse. No obstante, en mu-chas ocasiones hace falta algo más que un presuroso "Lo siento" para arreglar las cosas. En el caso de Deborah Work, era preciso hablar.
Después de respirar profundamente varias veces, Deborah le envió una nota a su jefe, pidiéndole una entrevista. Él aceptó, y se reunieron en una sala de juntas vacía.
—Obviamente, el mensaje no iba dirigido a usted —le aseguró—. ¡Estoy muy apenada!
Luego le explicó que la palabra androide era la forma que ella había escogido para referirse en broma a lo que percibía como una actitud lejana e insensible por parte de él.
El jefe de Deborah se sintió casi agradecido de escuchar la crítica de ella en términos razonables. Le prometió, incluso, tratar de ser más comprensivo.
—Deb —le prometió—, cuando salgamos de aquí, este incidente quedará olvidado.
Cumplió su promesa y, desde entonces, a Deboráh le fue mucho más fácil comunicarse con él.
Al ventilar la situación conflictiva, Deborah ayudó a su jefe a calmarse y a lidiar con el problema. Tal debería ser siempre el principal objetivo del culpable, explica el psicólogo industrial Michael Mercer. "Concéntrese en manejar la situación con madurez, en lugar de reaccionar emocionalmente".
Exprese sus verdaderos sentimientos. La vergüenza de haber cometido públicamente un error suele inducir a las personas a actuar con mucha reserva cuando presentan disculpas. Las víctimas "desean ver algún indicio de que usted está realmente apenado", añade Mercer. "Es más proba-ble que se serenen si usted se muestra acongojado".
Judith Martin, columnista que se especializa en temas de etiqueta, descubrió la magia de humillarse después de que provocó un acciden-te, hace muchos años. Judith llegó a una intersección y embistió a un vehículo en el que viajaban un hombre, una mujer y un bebé. Después de cerciorarse de que nadie había resultado herido, comenzó a repetir una y otra vez:
—¡Cuánto lo siento! ¡Cuánto lo siento!
Varias semanas después, siguió ofreciendo disculpas humildes ante el juez, y cuando se le dictó sentencia (dos sábados en una escuela para aprender a conducir), el propietario del otro vehículo acompañó a Judith hasta afuera del tribunal y comentó con su esposo:
—Su esposa es una gran dama.
—¡Sí, es una gran dama! —respondió el marido—. ¡Lástima que no sepa conducir!
Las disculpas de Judith ilustran el poder del remordimiento. "La mayoría de las personas son bastante com-prensivas", opina la columnista, "y si usted reconoce haber tenido la culpa, reaccionarán con generosidad".
Cuidado con las excusas. Cuando escribí un artículo sobre la actuación de unos pequeñitos en una feria, dediqué un párrafo a un niño de cuatro años que se había quedado dormido durante todo el espectáculo. Pero su padre, después de leer el artículo en primera plana, telefoneó para quejarse de que lo que yo decía no era verdad.
—Quien se durmió fue otro niño, no el nuestro —explicó.
—¡Pero la conductora del espectáculo me aseguró que el chico era su hijo! —insistí.
Lo único que logré fue que el hombre se sintiera aún más indignado y se quejara con mi jefe.
Desde luego, culpar a otra persona no es la manera más eficaz de presentar excusas. Pero en mi caso, el problema no era que yo había presentado una excusa, sino que lo había hecho de manera muy torpe.
Todos damos excusas. El psicólogo C. R. Snyder, autor de dos libros sobre el tema, afirma: "Las excusas alivian la tensión, pues contribuyen a asegurar a ambas partes que el error fue una aberración que no se repetírá". Pero, añade, las excusas son más fáciles de aceptar cuando van disfrazadas de "explicaciones".
Debí haberle presentado mis disculpas al padre ofendido, prometiéndole rectificar mi error en el periódico. Luego pude haberle explicado que se me había informado mal. El hombre probablemente se hubiera sentido dispuesto a escuchar la versión completa del incidente después de comprobar que yo aceptaba mi culpa.
Que la reparación sea acorde con el daño causado. Una vez presentadas las disculpas y las excusas, usted debe compensar el daño causado.
Cuando se ha herido los sentimientos de alguien, unos regalos simbólicos, como un ramo de flores, pueden ayudar a reparar la ofensa. Pero las compensaciones materiales no siempre son lo mejor.
Si cometió una torpeza en el trabajo —no cumplió con un plazo de entrega o traspapeló documentos—, dé a su jefe una prueba tangible de que ello no volverá a suceder, recomienda Rhoda Frindell Green, consultora en psicología. "Lo ideal", añade Rhoda, "sería sugerir algún sistema nuevo que impidiera que se volviera a cometer el mismo error, y que a la vez resolviera otros problemas de trabajo. De esta manera, usted le ayudaría a su jefe a recuperar la fe que tenía en usted, y así repararía el daño causado".
No se castigue. Uno de los problemas más comunes a los que se enfrenta la gente después de cometer una torpeza es no perdonarse. El fotógrafo Tim Davis reaccionó hace poco a un desliz involuntario de la misma forma en que lo hace la mayoría de las personas: dándose de topes contra la pared. Había estado de visita en Hawai con unos amigos, y se había hospedado en una casa de playa construida sobre pilotes. Todo el mundo disfrutó del viaje, hasta que se desencadenó una tormenta que arrasó con las carreteras y la tubería que abastecía de agua a la casa.
La mañana después de la tormenta, Davis revisó varias veces el grifo de la cocina para ver si se había restablecido el suministro de agua. Como no sucedió así, el grupo se mudó a un condominio, en una ciudad cercana.
Dos días después, Tim recibió una llamada telefónica del agente de bienes raíces. Resultó que sus vecinos de la casa de playa habían visto agua derramándose por la terraza. Al parecer, Tim había dejado abierto el grifo de la cocina, y el desagüe, tapado. Cuando fueron a reparar la tubería, la casa estaba inundada.
—Toda la culpa es mía —reconoció Tim.
Escribió una carta de disculpa a los dueños de la casa, ofreciéndoles pagar los daños causados. Y durante un tiempo, se sintió culpable.
Pero cuanto más pensaba en el incidente, más chusco le parecía el espectáculo de una cascada de fabricación humana precipitándose desde la terraza de la casa. Y en cuanto vio lo gracioso de la situación, cayó en la cuenta de que no había actuado con dolo. Había sido un accidente, provocado por una secuencia de acontecimientos que se habían iniciado con la tormenta.
"Tenemos un control limitado sobre ciertos acontecimientos", observa el psicólogo Frank Farley. "A veces debemos aceptar que nuestros errores son fruto del azar, como sacarse la lotería".
Aprenda de sus errores. Hace algunos años, Letitia Baldrige, autora de libros de buenos modales, cometió un error tan garrafal que cambió para siempre sus hábitos. Una amiga suya que trabajaba en las Naciones Unidas organizó una cena en honor de Letitia y su esposo, Robert, e invitó a los embajadores de dos países.
—Me sentí honrada por la invitación —cuenta la señora Baldrige—, pero me equivoqué de noche al anotar el compromiso en mi libro de citas. Cuando tuvo lugar la cena, Bob y yo estábamos en el cine.
No se percató del problema hasta la mañana siguiente, cuando escuchó por teléfono la voz de resentimiento de su amiga. "En ese momento", recuerda Letitia, "quise morirme de vergüenza".
Presentó disculpas por teléfono, acudió a la oficina de la amiga a decirle personalmente que lo sentía mucho, luego le escribió una carta más formal de cuatro páginas en que lamentaba profundamente lo ocurrido, y se la envió junto con dos docenas de rosas. Seis meses después, envió más flores para conmemorar el medio año de su pifia. Para entonces, la mujer ya había perdonado a Letitia; sin embargo, volvió a llamarla y le repitió:
—Tish, ¡ya estás perdonada!
Tal vez así fuera. Sin embargo, la espina seguía clavada y dejó una huella indeleble. Hoy, la señora Baldrige verifica dos veces la fecha de cualquier compromiso que anota en su agenda. Renunció para siempre a la costumbre de dejar notas escritas de prisa junto al teléfono, con la intención de incluirlas más tarde en su agenda.
"SE DICE que los mejores hombres son producto de sus propios errores", escribió Shakespeare en Medida por medida, y "que, en su mayoría, se vuelven mucho mejores por haber sido un poco malos". Así, cada pifia puede considerarse una magnífica oportunidad para superarse. Y, cuanto más grande sea el yerro, más probabilidades tendrá usted de convertirse en una persona mejor..., siempre y cuando sepa cómo enmendarlo.