Publicado en
diciembre 03, 2018
He aquí un ejemplo de cómo los maestros pueden dejar huella en la vida de sus alumnos
Por Richard McCord
CIERTO DÍA, la maestra recibió un librito por correo. La portada era de cartulina azul. En su interior, en páginas cortadas de un cuaderno, había algunos poemas breves, escritos e ilustrados con esmero por una antigua alumna de la maestra, una niñita a la que llamaré Raquel.
La escuela significa trabajo
y amigos, horas tranquilas
sentada en el pupitre.
escuchando el rumor de los papeles.
Eso es la escuela.
Tres años antes, cuando Raquel había ingresado en el grupo de cuarto grado de primaria a cuyo cargo estaba la maestra, la escuela no había significado ninguna de las cosas descritas en sus versos. Raquel, parcialmente sorda desde muy chica, usaba dos potentes prótesis auditivas. Además, el tiempo que había pasado en su mundo de silencio cuando era más pequeña la había vuelto solitaria y retraída. También destacaba por su pelo rojo, por ser alta y delgada, y porque no era capaz de atrapar una pelota.
Con todo y eso, Raquel poseía una inteligencia muy brillante, y desde temprana edad se había refugiado en los libros. En ellos tenía a sus amigos. En ellos no encontraba limitaciones. En ellos podía hacer cualquier cosa.
Y, si pudieras hacer lo que quisieras
todos los días,
¿qué harías?
Navegaría sobre una ballena
y me iría a ver la luna llena.
Escucharía a un búho
cantar con otro a dúo.
¡Y perseguiría a un calamar
hasta el fondo del mar!
Durante sus primeros años de colegiala, Raquel había adquirido la costumbre de desconectar sus prótesis auditivas y sentarse, callada, a leer en el fondo del aula. Si la maestra trataba de inducirla a participar en las actividades que estaban realizando los demás alumnos en la clase, la niña hacía tales rabietas, que los demás chicos dejaban lo que estaban haciendo y la miraban azorados. Y así, cada vez más, las maestras acababan rindiéndose y optaban por dejarla sola con su lectura.
La reputación de Raquel la precedió al llegar al cuarto grado en una escuela nueva. Tanto a la maestra como al director les preocupaba el efecto que su conducta podría tener en la clase, y pensaron en la conveniencia de colocarla en un grupo de niños indisciplinados. Sin embargo, los padres de Raquel le suplicaron a la maestra que no se diera por vencida con su hija.
Así pues, la maestra decidió intentar, en la medida de sus posibilidades, ayudar a Raquel. Siempre que la veía sumirse en sus libros, la hacía regresar a la lección que estaba enseñando. Tres o cuatro veces por semana, Raquel gritaba: "¡No quiero hacer eso!" y arrojaba los libros lejos de su pupitre. Pero cada vez que la niña estallaba, la maestra le explicaba que no le iba a permitir salirse con la suya.
A los dos meses, los exabruptos se volvieron menos frecuentes y, poco a poco, Raquel empezó a participar en la clase. Comenzó a actuar como una estudiante normal; más que normal —hay que decirlo—, porque había leído tanto, que difícilmente había algún tema al que no pudiera aportar algo.
Los árboles son sabios.
Viven por siglos.
Lo saben todo.
En su silencio observan,
y aprenden y aprenden.
Jamás dirán lo que saben;
pero saben muchísimo.
Los otros niños todavía le tenían miedo y la rehuían. La chiquilla no contaba con amigos.
Para remediar ese estado de cosas, la maestra preparó una demostración de cómo funciona una prótesis auditiva. Los pequeños quedaron fascinados. Además, les pidió a dos niñitas, que le parecían especialmente comprensivas, que trabaran amistad con Raquel. Y así lo hicieron.
Pececito, pececito,
sal de los carrizos
de la orilla del río,
y ven a jugar conmigo.
La situación mejoró para Raquel el resto de aquel ciclo escolar. Las dos niñas que habían hecho amistad con ella descubrieron que se divertían a su lado, y pronto ocurrió lo mismo con otros niños. El entusiasmo de Raquel por la escuela fue en aumento y, cuando terminó el curso, la maestra resolvió dar clases al quinto grado en el siguiente ciclo. Desde luego, se cercioró de que Raquel estuviera en su grupo.
Ese año, Raquel descolló. Tenía amigas. Iba a los paseos de su grupo. A su desempeño en clase casi no se le podía poner un pero. Con todo, lo más bello de su trabajo eran los relatos que escribía.
El unicornio,
tan gracioso,
salta por los prados,
juega a la luz de las estrellas
y sólo se detiene
para tocar con su nariz
la nariz de una criatura del bosque.
El alba se abre paso por el cielo,
y el unicornio se va a descansar
sobre unas suaves nubes.
En el sexto grado, Raquel ya no quedó en el grupo de la maestra, pero durante el recreo se reunía con ella en el patio de juegos, y saltaba a la vista que ambas se seguían queriendo mucho. Sin embargo, Raquel tenía muchas otras cosas en la mente: nuevos condiscípulos, nuevas amigas, tal vez incluso uno o dos niños. La maestra comprendió que Raquel ya veía hacia adelante.
El séptimo grado lo cursó Raquel en otra escuela. De tiempo en tiempo, la maestra les telefoneaba a los padres de Raquel para preguntar por ella. Alentada por las buenas noticias, prometió mantenerse en contacto con ellos, mas su vida y su trabajo la tenían siempre muy atareada. Debía atender las necesidades de otros niños.
Luego, un día, llegó el librito de poemas.
La maestra es una amiga
que te ayuda a aprender matemáticas,
lenguaje, estudios sociales, ciencias,
lectura y cosas divertidas.
Una maestra es como
otra madre,
tan cariñosa como ella,
y se asegura de que hagas las tareas
y entiendas bien todo,
para que no tengas problemas
cuando crezcas
y quizá decidas ser maestra
también.
© 1986 POR RICHARD MCCORD. CONDENSADO DE "SANTA FE REPORTER" (10-XII-1986), DE SANTA FE, NUEVO MÉXICO.
FOTO: ERNEST COPPOLINO.