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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
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    No colocar imagen en Header
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    P
    S1
    S2
    S3
    B1
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    B3
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    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
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    Widget 7














































































































    F DE FUGITIVO (Sue Grafton)

    Publicado en noviembre 15, 2018

    Cuando Kinsey Millhone acepta trabajar para el viejo Fowler y averigua quien mató hace diecisiete años a la jovencísima Jean, no se da cuenta en seguida de que las heridas familiares pueden ocultar tanto misterio y tanta pasión. Bailey, hijo de Fowler, había sido juzgado y declarado culpable y, tras un año de prisión, había huido y desaparecido. Fowler quiere probar la inocencia de su hijo para que pueda volver a su lado. Kinsey descubrirá que Jean era más bien ligera de cascos ; sabrá donde fueron a parar los 40.000 dólares que el primer sospechoso dejó a la jovencita antes de que ella muriera ; y por qué también podrían haber sido sospechosos el director de la escuela, el propietario de un yacuzzi o la chiflada de su mujer, el abogado del acusado o incluso el pastor anglicano… Entretanto la policía tropieza con el fugitivo Bailey, que vive otra vida con otro nombre. Vuelve a abrirse el caso, y todo sigue igual que la mañana en que habían encontrado el cuerpo estrangulado de Jean en las arenas de la playa.

    Para Marian Wood, cuya fe me mantiene a flote.


    La autora desea agradecer la inapreciable ayuda que ha recibido de las siguientes personas: Steven Humphrey; Robert P. Samoian, ayudante del fiscal del distrito, Condado de Los Angeles; Patricia Barnwell, doctora en medicina; Alan S. Gewant, doctor en farmacia, y Barbara Long, de la farmacia La Cumbre; Pat Hedger, director de prisiones, Cárcel Provincial de San Luis Obispo; Eben Howard, agente de la policía de Santa Barbara; John T. Castle, del Laboratorio Forense Castle, Dallas, Texas; Peter Wisner, vicepresidente, y Michael Karry, consejero financiero, de Merril Lynch, Pierce, Fenner & Smith, Inc.; teniente Tony Baker, de la comisaría del sheriff de Santa Barbara, y señora de Tony Baker; Anne Reid; Florence Clark; Brent y Sue Anderson; Carter Blackmar; William Pasich y Barbara Knox; y Jerome T. Kay, doctor en medicina.


    Capítulo 1


    Aunque parezca mentira, el motel Calle del Océano, de Floral Beach, California, está en la calle del Océano, a un tiro de piedra del dique de tres metros que se inclina hacia el Pacífico. La playa es una ancha franja beige cubierta de pisadas que desaparecen todos los días cuando sube la marea. La gente llega allí por unos peldaños de cemento, protegidos por una barandilla metálica. En el extremo más cercano, junto a la Jefatura del Puerto, cuyo edificio está pintado de un azul furioso, se encuentra el muelle de los pescadores, una plataforma de madera que se adentra en las aguas.

    Hacía diecisiete años se había encontrado el cadáver de Jean Timberlake al pie del dique, en un punto que no se veía desde donde yo estaba. Poco después, Bailey Fowler, un ex novio suyo, se había confesado culpable de homicidio voluntario. Diecisiete años más tarde había cambiado de idea. Toda muerte violenta es la culminación de una historia y una especie de prólogo a la segunda parte. Mi trabajo consistía en imaginar el final, cosa nada fácil a causa del tiempo transcurrido.

    Floral Beach tiene tan pocos habitantes que la cantidad no figura en ningún lugar. Consiste en seis calles paralelas cruzadas por tres travesías, todas ellas arracimadas en una ladera montañosa alfombrada de matojos. Creo que no pasan de diez los comercios de la calle del Océano: tres restaurantes, una tienda de objetos de regalo, unos billares, una tienda de comestibles, una tienda de camisetas estampadas que alquila tablas de surf, un establecimiento de helados y una galería de pintura. Al doblar la esquina con la calle Palm hay una pizzería y una lavandería. Salvo los restaurantes, todos los comercios cierran a las cinco. Casi todos los chalés son de una planta; a juzgar por su aspecto se construyeron en los años treinta, con madera de conglomerado, pintada en la actualidad de verde claro o de blanco. Las propiedades son pequeñas y están protegidas por una valla; muchas tienen una lancha motora amarrada en el patio lateral. En algunos casos, la lancha está en mejores condiciones que la propiedad que la cobija. También hay y unos cuantos edificios cuadrados, de fachada enlucida, con apartamentos en alquiler, y que ostentan nombres como Vista Marítima, Las Mareas, y Olas y Arena. El pueblo parece el arrabal de una población más grande, aunque tiene algo que me resulta vagamente familiar, como un complejo turístico de tercera categoría donde uno probablemente pasara unas vacaciones de pequeño.

    El motel tiene dos pisos sin contar la planta baja, está pintado de verde lima y ante la fachada discurre un tramo de acera que se pierde entre la hierba desigual. Me habían dado una habitación del primer piso, con un balcón desde el que se alcanzaba a ver, por la izquierda, la refinería de petróleo (rodeada por una valla metálica y por rótulos de prohibido el paso) y, por la derecha, la avenida del Puerto, a medio kilómetro de distancia. En mitad de la falda de la colina hay un gran hotel de veraneo que dispone de campo de golf, pero la gente que se hospeda en él no lo cambiaría por el mío, a pesar de que es más barato.

    Caía la tarde y el sol de febrero se ponía tan aprisa que parecía contrariar las leyes de la naturaleza. El oleaje levantaba un rumor apagado y las olas avanzaban hacia el dique como baldes de agua jabonosa que se arrojaran sobre la arena. Se había levantado el viento, aunque sin producir el menor ruido, sin duda porque hay muy pocos árboles en Floral Beach. Las gaviotas se habían congregado para cenar y picoteaban entre los restos de comida que habían caído de los desbordados cubos de basura de la orilla. Como era martes, había muy pocos turistas y los escasos espíritus avezados que se habían adentrado en la playa a primera hora se habían batido en retirada al bajar la temperatura.

    Dejé entreabierta la puerta corredera de cristal y volví a la mesa, donde estaba mecanografiando el informe preliminar.

    Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, con licencia expedida por las autoridades del estado de California y, en términos generales, ejerzo mi profesión en Santa Teresa, población situada a 150 kilómetros al norte de Los Angeles. Floral Beach está más al norte aún, a hora y media de Santa Teresa. Tengo treinta y dos años, me he casado dos veces, no tengo hijos, tampoco tengo pareja en la actualidad y es muy probable que siga sin tenerla, dada mi forma de ser, que en los momentos más entusiastas se caracteriza por su prudencia. Cuando empezó la aventura de Floral Beach ni siquiera tenía domicilio oficial. Mientras reparaban el garaje reconvertido que hasta entonces había sido mi casa, me había hospedado con mi casero, Henry Pitts. La estancia en el motel Calle del Océano me la costeaba el padre de Bailey Fowler, que me había contratado la víspera.

    Acababa de reinstalarme después de las reformas efectuadas por La Fidelidad de California, una compañía de seguros que me cede un despacho a cambio de algunos servicios. Las paredes se habían pintado de blanco. La moqueta era de color azul grisáceo, de una lana trasquilada que costaba 25 dólares el metro (eso sin contar la preparación ni la instalación, amigos). Lo sé porque vi la factura cuando la colocaron. Mi archivador había vuelto a su sitio, y la mesa me la habían colocado junto a la entrada del balcón, igual que antes; el termo marca Sparklett era nuevo, y, según el botón que se apretara, salía agua fría o caliente. Era un despacho de categoría. Empezaba a sentirme bien del todo, casi recuperada de las heridas que había sufrido en el último caso en que había trabajado. Como trabajo por libre, pago el seguro todo riesgo antes incluso que el alquiler.

    Nada más conocer a Royce Fowler me dio la impresión de que había sido un hombre fuerte y vigoroso que de repente había envejecido más de lo normal. Le eché setenta y tantos años y, aunque medía más de metro noventa, parecía haberse encogido. La ropa le venía muy ancha, y deduje que había adelgazado alrededor de quince kilos. Tenía pinta de agricultor, de vaquero, de estibador, de persona acostumbrada a contender con los elementos. Su pelo era blanco y escaso, peinado hacia atrás, con mechas amarillentas o rojizas alrededor de las orejas. Tenía los ojos de un color azul muy intenso, cejas y pestañas raleantes, piel blanquecina y surcada de capilares rotos. Usaba bastón, pero las manazas moteadas de manchas hepáticas que apoyaba en la empuñadura eran firmes como rocas. Le había ayudado a sentarse una mujer que supuse sería una enfermera o una acompañante contratada. Era corto de vista y no podía coger un volante.

    —Soy Royce Fowler —dijo con voz áspera y fuerte—. Ésta es mi hija Ann. Mi mujer habría podido venir también, pero está enferma y le dije que se quedara en casa. Vivimos en Floral Beach.

    Me presenté a mi vez y les di la mano. Por lo que pude ver, no se parecían en nada. Él era de rasgos exagerados, nariz grande, pómulos altos, mandíbula cuadrada, mientras que los de ella parecían pedir permiso para existir: pelo moreno y unos dientes superiores ligeramente saltones que habrían hecho bien en visitar al dentista durante la infancia.

    La imagen de Floral Beach que me pasó al instante por la cabeza consistía en una sucesión de chalés de veraneo en ruinas, con calles anchas y vacías, flanqueadas de camiones de carga y descarga.

    —¿Han venido a Santa Teresa a pasar el día? —pregunté.
    —Yo tenía hora en el hospital —rugió el hombre—. No me pueden curar lo que tengo, pero me sacan los cuartos de todos modos. Ya que estábamos aquí, pensé que podíamos hablar con usted.

    La hija se removió, pero no dijo nada. Le eché cuarenta y tantos años y me pregunté si aún viviría con sus padres. Hasta el momento ni siquiera me había mirado a los ojos.

    Como las conversaciones sin objeto me ponen nerviosa, fui directa al asunto.

    —¿Y en qué puedo servirle, señor Fowler?

    Sonrió con amargura.

    —Mi apellido no le dice nada, ¿verdad?
    —Me suena algo —dije—. ¿Tendría la bondad de ponerme al corriente?
    —Hace tres semanas mi hijo Bailey fue detenido en Downey por equivocación. Se dieron cuenta inmediatamente de que no era él a quien buscaban y lo soltaron en menos de veinticuatro horas. Pero cambiaron de parecer, investigaron sus antecedentes y gracias a sus huellas dactilares descubrieron que tenía ficha. Anteanoche volvieron a detenerle.

    Iba a preguntar a qué se debía aquella ficha, pero en aquel punto se me iluminó la memoria. Había leído en el periódico local un artículo que hablaba del asunto.

    —Ya me acuerdo —dije—. Se fugó de San Luis hace dieciséis años, ¿no?
    —Exactamente. No había sabido nada de él desde la fuga y acabé por creer que había muerto. El chico estuvo a punto de partirme el alma y por lo visto tiene intención de rematarme.

    La cárcel de hombres que hay en las afueras de San Luis Obispo está dividida en dos: una sección de seguridad mínima para ancianos y una sección de seguridad media dividida, a su vez, en cuatro sectores de seiscientos reclusos. Bailey Fowler, por lo visto, había abandonado por su propio pie el grupo de trabajo en el que estaba y se había escondido en el tren de mercancías que en aquella época pasaba junto a la prisión dos veces al día.

    —¿Por qué lo detuvieron esta vez?
    —Había una orden de busca y captura contra un sujeto llamado Peter Lambert y él venía utilizando ese nombre últimamente. Le leyeron sus derechos, lo ficharon y lo metieron en las celdas antes de que se dieran cuenta de que se habían equivocado de persona. A algún poli quisquilloso le entraría picor en el culo, comprobaría las huellas de Bailey en uno de esos ordenadores que parecen calzoncillos de fantasía y por una puñetera casualidad encontró la orden de busca y captura de cuando se fugó.
    —Sí que es mala suerte —dije—. ¿Y qué piensa hacer su hijo?
    —He contratado los servicios de un abogado. Ya que ha reaparecido, quiero que quede libre de toda sospecha.
    —¿Van a recurrir contra la condena?

    Ann estuvo en un tris de responder, pero el viejo se le anticipó.

    —No hubo ningún juicio. Bailey hizo un pacto. Por consejo de su abogado de oficio, que era un inepto y un cabrón, se declaró culpable de homicidio voluntario.
    —No me diga —exclamé, mientras me preguntaba por qué el señor Fowler no había recurrido entonces a los servicios de un abogado. Y también con qué pruebas había contado la acusación. El fiscal del distrito no suele hacer pactos, a menos que cuente con pruebas poco sólidas—. ¿Qué ha dicho el nuevo abogado?
    —No quiere comprometerse mientras no vea el sumario, pero yo me quiero asegurar por mi parte de que cuenta con toda la ayuda posible. En Floral Beach no hay detectives privados, por eso recurrimos a usted. Necesitamos una persona con ganas de trabajar, que lo desentierre todo y vea lo que hay. Dos testigos fallecieron y los otros se han marchado de aquí. Es un asunto muy embrollado y quiero que se aclare.
    —¿Cuándo quiere que empiece a trabajar?

    Royce se removió en la silla.

    —Hablemos antes de dinero.
    —Como quiera —dije. Cogí un contrato en blanco y se lo entregué por encima de la mesa—. Treinta dólares la hora más los gastos. Me vendría bien un anticipo.
    —Desde luego —dijo con aspereza, aunque en sus ojos no vi ninguna intención ofensiva—. ¿Con qué posibilidades contamos?
    —No lo sé aún. Yo no hago milagros. Supongo que todo dependerá de la colaboración que obtengamos de la comisaría del sheriff del condado.
    —Yo no me fiaría de esa gente. Los de la comisaría del sheriff no tienen un buen concepto de Bailey. Nunca lo tuvieron y la fuga no contribuyó a mejorar las relaciones. Siempre se han hecho los tontos.
    —¿Dónde lo tienen ahora?
    —En la cárcel de Los Angeles. Por lo que me han dicho, lo trasladarán mañana a San Luis.
    —¿Ha hablado con él?
    —Ayer, un rato.
    —Tuvo que ser un momento difícil.
    —Oí campanillas y todo. Creí que me daba un ataque.

    Ann abrió la boca por primera vez.

    —Bailey siempre dijo a papá que era inocente.
    —¡Y lo es, caramba! —bramó Royce—. Lo vengo diciendo desde el principio. No habría matado a Jean por ningún concepto.
    —No te lo discuto, papá. Sólo se lo decía a ella.

    Royce no se molestó en pedir disculpas, pero cambió de tono.

    —Ya no me queda mucho tiempo —dijo—. Quiero que esto se aclare antes de irme al otro mundo. Encuentre a quién la mató y yo sabré recompensarla.
    —No será necesario —dije—. Le mandaré un informe por escrito todas las semanas y discutiremos la situación siempre que usted lo crea oportuno.
    —Adelante entonces. Poseo un motel en Floral Beach. Comerá usted con nosotros. Ann es la cocinera.

    La aludida se volvió y lo fulminó con la mirada.

    —A lo mejor no le apetece comer con nosotros.
    —En tal caso, que sea ella quien lo diga. Nadie va a obligarla.

    Ann se puso roja como un tomate, pero no replicó.

    Una familia ejemplar, me dije. Lástima que no pudiera esperar hasta conocer al resto. Por lo general no acepto clientes que no tengo delante, pero la situación me intrigaba y necesitaba el trabajo, no tanto por el dinero cuanto por pura higiene mental.

    —¿Cuándo me pongo al volante?
    —Mañana mismo. El abogado está en San Luis. Él le dirá lo que necesita.

    Rellené el contrato y contemplé a Royce mientras lo firmaba. Lo firmé yo a continuación, le entregué una copia y me quedé con la otra para el archivo. El cheque que sacó de la cartera ya estaba extendido a mi nombre por la cantidad de 2.000 dólares. Aquel hombre confiaba en mí, tenía que admitirlo. Miré el reloj cuando se fueron. La transacción había durado menos de veinte minutos.

    Cerré temprano el despacho y llevé el coche al taller para que el mecánico le diera un repaso general. Es un Volkswagen beige, de esos que llaman Cucaracha o Escarabajo, con quince años de antigüedad y abolladuras por los cuatro puntos cardinales. Cruje, traquetea y está oxidado, pero he pagado todos los plazos, tira bien y gasta poco. Al salir del taller fui andando bajo el cielo de una tarde ideal de febrero: estaba despejado, hacía sol y la temperatura no bajaba de quince grados centígrados. Desde Navidad habíamos tenido momentos de lluvia intensa, las montañas tenían un color verde oscuro y los incendios forestales dormirían hasta que llegara el verano.

    Vivo cerca de la playa, en una travesía angosta que discurre en sentido paralelo a Cabana Boulevard. El garaje en que vivía había sido destruido por una bomba las pasadas Navidades; lo estaban reconstruyendo, pero Henry se mostraba reacio a comunicarme sus intenciones. Henry y el contratista habían estaba cavilando durante semanas, pero hasta el momento no me habían dejado ver los planos del nuevo edificio.

    No paso mucho tiempo en casa y por tanto no me importaba el aspecto que hubiera de tener. Lo que me preocupaba en el fondo era la posibilidad de que la nueva construcción fuera demasiado grande o demasiado lujosa, porque entonces me sentiría obligada a pagar a Henry en consecuencia. Hasta el presente venía pagando sólo 200 dólares al mes, un alquiler insólito donde los haya. Con un coche libre de letras y un despacho que me cede La Fidelidad de California, puedo vivir decentemente con una modesta cantidad mensual. No quiero un piso inaccesible para mi talonario de cheques. Pero la casa y el solar son suyos, así que puede hacer lo que se le antoje. Me pareció pues más prudente dedicarme a mis asuntos y que hiciese lo que más le conviniera.


    Capítulo 2


    Entré por la puerta del jardín, rodeé la nueva construcción y accedí al patio trasero de Henry. Lo vi junto a la valla posterior, charlando con la vecina mientras regaba el empedrado. No perdía ripio de la conversación, pero, nada más aparecer yo en escena, me observó de soslayo y en los labios le bailoteó una leve sonrisa. Nunca pienso en él como en una persona mayor, aunque la semana anterior, el día de San Valentín, había cumplido ochenta y dos años. Es alto y delgado, de cara alargada y con unos ojos del mismo color azul que la llama que sale de los quemadores de las cocinas de gas. Tiene una abundante mata de pelo suave y blanco que se peina hacia un lado, una dentadura perfecta (totalmente suya) y un bronceado natural que le dura todo el año. La cordialidad modera su desbordante inteligencia y el paso del tiempo no ha mitigado su curiosidad. Fue panadero hasta el día en que se jubiló. Pero la tentación puede más que él y sigue amasando panecillos, bollos, pastas y pasteles que cambia por mercancías y servicios con los comercios de la zona. Su pasión actual es confeccionar crucigramas para esas publicaciones de escasas páginas que se venden en los quioscos y en la caja de los supermercados. También colecciona cupones comerciales y se enorgullece de lo mucho que ahorra por este procedimiento. El Día de Acción de Gracias, por ejemplo, se las arregló para comprar un pavo de diez kilos por siete dólares. Luego, como era de esperar, no tuvo más remedio que invitar a quince personas para festejarlo. Si tuviera que buscarle defectos, supongo que mencionaría su ingenuidad y cierta tendencia a permanecer pasivo cuando más le valdría dar la cara y pelear. En cierto modo me considero su protectora, una idea que le haría reír, ya que seguramente él se considera protector mío.

    Aún no me había acostumbrado a vivir bajo su mismo techo. Me hospedaba en su casa de manera provisional, hasta que acabaran de reconstruir la mía. Los daños que había sufrido la periferia de su domicilio se habían reparado enseguida, excepción hecha de la solana, que como el garaje, había quedado destruida. Tenía llave propia y podía entrar y salir cuando quisiera, pero había ocasiones en que se apoderaba de mí una especie de claustrofobia emocional. Henry me gusta. Una barbaridad. Era imposible que existiera nadie con un carácter mejor que el suyo, pero vivo sola desde hace más de ocho años y no estoy acostumbrada a tener a nadie tan cerca. Me ponía nerviosa, porque podía esperar de mí alguna cosa que no entrara en mis presupuestos. Y me sentía perversamente culpable de estas inquietudes.

    Al cruzar la puerta trasera percibí el olor de lo que se preparaba en la cocina: cebollas, ajo, tomates, seguramente pollo guisado. Vi barras de pan recién hechas en una bandeja metálica cubierta por una campana de plástico. La mesa de la cocina estaba preparada para dos. Henry había tenido una novia que le duró muy poco pero que le había arreglado la cocina a su gusto. También había querido arreglar los ahorros de Henry a su gusto, 20.000 dólares en metálico que pensaba administrar desde su propia cuenta corriente. Gracias a mí, le salió el tiro por la culata, y lo único que quedaba ya de ella en la cocina eran unas cortinas de cretona con estampados verdes, sujetas con unas cintas del mismo color. Ahora Henry utilizaba como pañuelos las servilletas que hacían juego con las cortinas. Nunca hablábamos de Lila, pero a veces me preguntaba si en el fondo no estaría resentido por haberme entrometido en su romance. Dejarnos engañar por amor es un precio que a veces vale la pena pagar. Aunque al final nos quedemos a solas con nuestro dolor, al menos somos conscientes de que estamos vivos y de que somos capaces de sentir.

    Recorrí el pasillo y entré en el pequeño dormitorio del fondo que constituía mi domicilio provisional. Nada más cruzar la puerta me sentí intranquila y pensé con placer en el viaje a Floral Beach. Oí el chirrido que producía el grifo del patio al cerrarse e imaginé a Henry recogiendo la manguera con cuidado. Oí el ruido del cancel al cerrarse y, segundos después, el crujido de la mecedora, el rumor que produjo el periódico mientras Henry lo abría y lo doblaba por la sección de deportes, que era lo primero que leía.

    A los pies de la cama había un montón de ropa limpia. Me acerqué a la cómoda y me miré en el espejo. No cabía duda de que mi aspecto era más bien estrafalario. Soy morena y yo misma me corto el pelo cada seis semanas con las tijeras de las uñas. El resultado es el previsible: una chapuza impresentable. Hace poco me han dicho que parece el trasero de un perro. Traté de arreglármelo con las manos, pero no surtió el menor efecto. Tenía el ceño fruncido y se me había formado una arruga de malestar que me alisé con el dedo. Ojos de color avellana, pestañas castañas. La nariz me funciona muy bien y se mantiene respetablemente recta si tenemos en cuenta que me la he partido dos veces. Sonreí como un chimpancé, me miré los dientes y me satisfizo verlos (más o menos) rectos y alineados. No suelo maquillarme. Seguramente tendría mejor aspecto si me pusiera algo en los ojos, rímel, lápiz de ojos, alguna sombra bitonal; pero en tal caso tendría que retocármelos cada dos por tres, lo que significaría perder un tiempo precioso. De pequeña fui educada casi exclusivamente por una tía soltera cuyo concepto del maquillaje se reducía a una mano ocasional de crema hidratante bajo los ojos. Nadie me enseñó a ser coqueta y en consecuencia aquí me tenéis, con treinta y dos años y remolcando una cara libre de los adornos del subterfugio cosmético. En realidad, nadie diría que soy guapa, pero creo que mi cara cumple perfectamente su misión, ya que gracias a ella se sabe dónde está la nuca y dónde la parte opuesta del cráneo. Pero no se trataba ni de una cosa ni de la otra, porque la causa de mi inquietud no se encontraba en mi aspecto. ¿Cuál era pues el problema?

    Volví a la cocina y me detuve en el umbral. Henry, como toda las noches, se había servido una copa; Black Jack con hielo. Alzó los ojos, me miró con apatía y un segundo después, consciente de que pasaba algo, fijó su mirada en mí.

    —¿Qué te ocurre?
    —Hoy me han encargado un trabajo en Floral Beach. Estaré fuera una semana o diez días.
    —Ah. Bueno, fabuloso entonces, ¿no? Te hacía falta un cambio de aires. —Volvió a concentrarse en el periódico y buscó las páginas de noticias locales.

    Me quedé donde estaba y le observé la nuca. Me acordé en el acto de un cuadro de Whistler. Inmediatamente supe lo que me pasaba.

    —¿Te gusta mimarme, Henry?
    —¿Por qué dices eso?
    —Me siento extraña en tu casa.
    —¿En qué sentido?
    —No lo sé. La cena preparada, cosas así.
    —Pues a mí me gusta comer. Suelo hacerlo dos o tres veces al día —dijo con toda tranquilidad. Vio el crucigrama debajo de las tiras cómicas y cogió un bolígrafo. No quería prestar a mi problema la atención que merecía.
    —Me juraste que no protestarías si me instalaba aquí.
    —Y no estoy protestando.
    —Sí protestas.
    —Tú eres la protestona. Yo no he dicho una palabra.
    —¿Y la colada? Me has dejado la ropa, doblada y todo, a los pies de la cama.
    —Si no te gusta que esté allí, tírala por el suelo.
    —Vamos, Henry, no es ésa la cuestión. Te dije que mi ropa la lavaría yo y tú estuviste conforme.

    Se encogió de hombros.

    —Bueno, soy un embustero. ¿Qué quieres que te diga?
    —¿Te importaría abandonar esa actitud? No necesito una madre.
    —Lo que necesitas es una criada. Hace meses que te lo vengo diciendo. No sabes cuidar de ti misma, no tienes ni idea. Comes porquerías. Te destrozan a golpes. Te ponen bombas en casa. Ya te dije que te compraras un perro, pero no me hiciste caso. Bueno, pues ahora me tienes a mí, y creo que te viene muy bien, si quieres saberlo.

    Era exasperante. Me sentía como esas personas inútiles que necesitan una madraza que se lo haga todo. Mis padres habían fallecido en un accidente de carretera cuando yo tenía cinco años. A falta de una familia de verdad, me limitaba a prescindir de ella. Pero las dependencias infantiles, por lo visto, habían aflorado a la superficie. Sabía lo que eso significaba. Henry tenía ochenta y dos años. ¿Cuánto viviría? Seguro que la palmaba cuando me acostumbrara a depender de él. Ja, ja, ja, vaya gracia, ¿eh?

    —No necesito ni padre ni madre. Sólo quiero que seamos amigos.
    —Somos amigos.
    —Bueno , pues no discutamos. Me da dolor de cabeza.

    Sonrió con dulzura mientras consultaba la hora.

    —Si dejaras de darle a la lengua podrías correr un poco antes de cenar.

    El comentario me contuvo. Era verdad que quería correr un poco antes de que anocheciese. Eran casi las cuatro y media y un vistazo a la ventana de la cocina me confirmó que no disponía de mucho tiempo. Me olvidé de las quejas y me puse la ropa de hacer footing.

    La playa tenía un aspecto extraño aquel día. Los nubarrones que cruzaban el horizonte lo habían teñido de color sepia. Las montañas habían adquirido un tono parduzco y el cielo tenía un matiz de tintura de yodo que le daba un aire ponzoñoso. Puede que Los Angeles estuviese ardiendo hasta los cimientos y el humo cobrizo se volvía ocre en el horizonte a causa de un espejismo. Corrí por el carril de bicicletas que bordea la arena.

    En realidad, la costa de Santa Teresa discurre de este a oeste. Vista en el mapa, se diría que el terreno, que es muy accidentado, gira bruscamente a la izquierda y se adentra unos metros en el mar antes de que las corrientes oceánicas la obliguen a retroceder. Desde donde me encontraba se veían las islas como suspendidas sobre la superficie de las aguas y el canal que había entre ellas y la costa estaba moteado de máquinas de perforar pozos petrolíferos que despedían brillos cegadores. Aunque el hecho es preocupante, también es verdad que estas máquinas perforadoras poseen una belleza fantástica por derecho propio y están ya tan integradas en el paisaje como los satélites que dan vueltas alrededor del planeta.

    Cuando después de recorrer dos kilómetros y medio di media vuelta, caía la noche y las farolas callejeras se habían encendido. Empezaba a hacer frío y el aire olía al salitre de las olas que inundaban la playa. Más allá, en el embarcadero de los pobres, había algunas embarcaciones fondeadas. El tráfico era fluido e iluminaba la franja de hierba que discurre entre la acera y el carril de bicicletas. Procuro correr todos los días, no por amor al arte, sino porque estar en forma me ha salvado la vida en más de una ocasión. Además de correr, suelo levantar pesas tres veces a la semana, aunque, a causa de las heridas, había tenido que suspender este ejercicio temporalmente.

    Cuando llegué a casa estaba de mejor humor. No podemos seguir ansiosos o deprimidos cuando estamos sin aliento. Hay algo en el hecho de sudar que levanta el ánimo. Cenamos, charlamos amistosamente y al acabar me fui a mi habitación y preparé el equipaje. No había reflexionado aún a propósito de la situación en Floral Beach, pero tardé menos de un minuto en abrir un expediente que etiqueté con el nombre de Bailey Fowler. Revisé los periódicos amontonados en el cuarto trastero y recorté la noticia que hablaba de la detención.

    Según el artículo, Fowler estaba en libertad condicional por un atraco a mano armada cuando la policía encontró estrangulada a una antigua novia suya de diecisiete años. Los habitantes de la población veraniega afirmaban que Fowler, a la sazón con veintitrés años, hacía mucho tiempo que trapicheaba con drogas, y suponían que había matado a la chica al enterarse de que tenía un romance con un amigo de Fowler. En virtud del acuerdo por el que se había declarado culpable, lo habían condenado a seis años en la prisión provincial de San Luis Obispo. Llevaba menos de un año en la cárcel cuando se fugó. Se fue de California y adoptó el nombre supuesto de Peter Lambert. Después de probar varios empleos de vendedor, había sido contratado por un fabricante de ropa que tenía sucursales en Arizona, Colorado, Nuevo Méjico y California. En 1979, la empresa lo había ascendido a director de la división occidental. Lo enviaron a Los Angeles, ciudad donde fijó su residencia desde entonces. El periódico decía que sus compañeros de trabajo se habían quedado de piedra al enterarse de que había manchas en su historial. Según ellos era un hombre trabajador, competente, cordial, responsable, sincero, devoto y preocupado por los asuntos municipales.

    En la foto en blanco y negro que reproducía el periódico, se veía de perfil a un hombre de unos cuarenta años, con cara de estupor. Era de rasgos acusados, una versión civilizada de los de su padre, con la misma mandíbula agresiva. En un recuadro estaba la foto que le había hecho la policía diecisiete años antes, cuando le habían fichado por el asesinato de Jean Timberlake. Desde entonces se había quedado un poco calvo por delante y daba la sensación de que se había teñido el pelo de un tono más oscuro, aunque ello podía deberse o a la coquetería de la madurez o a un reflejo de la fotografía. Había sido guapo de joven y no tenía mal aspecto en la actualidad.

    Resultaba curioso que un hombre quisiera reinventarse. Había algo muy seductor en la idea de arrinconar una personalidad para construir otra que la sustituyera. Me pregunté si de haber cumplido totalmente la condena habría conseguido unos resultados tan meritorios como estando en libertad, buscándose la vida. No se decía si tenía familia o no, así que supuse que había permanecido soltero. A menos que el nuevo abogado fuese un verdadero mago de la jurisprudencia, tendría que pasar a la sombra el tiempo que le faltaba de la primera condena, más una condena adicional de dieciséis meses a dos años por haberse evadido. Cuando lo soltaran tendría alrededor de cuarenta y siete años; estaba claro que no tenía intención de renunciar a siete años de vida sin pelear con uñas y dientes.

    El último periódico traía una especie de continuación, que recorté igualmente. Casi todo el artículo era una repetición del anterior, aunque incluía una foto escolar de la chica asesinada. Era estudiante de bachillerato. Tenía el pelo liso y moreno, cortado según el perfil de la cara, peinado con raya central y ligeramente ondulado en la nuca. Tenía los ojos claros, enmarcados en negro, y una boca grande y sensual. Esbozaba una ligera sonrisa, como dando a entender que sabía algo de lo que los demás aún no nos habíamos dado cuenta.

    Guardé los recortes en la carpeta del expediente, que metí en el bolsillo exterior del petate militar de lona. Pasé de camino por el despacho y recogí la máquina portátil.

    A las nueve de la mañana estaba ya en camino, rumbo al puerto de montaña que cruza los Montes de San Rafael. Al llegar a lo alto de la cuesta de la carretera, miré a la derecha, impresionada por la sucesión de cerros ondulados que discurrían, interrumpidos por barrancos, en dirección norte. El subsuelo rocoso pinta de azul grisáceo la accidentada superficie. La tierra se ha elevado aquí y los promontorios de piedra caliza y arenisca forman una cordillera visible que se denomina Sierra Diagonal. Los geólogos han dictaminado que la California que queda al oeste de la falla de San Andrés se ha desplazado hacia el norte unos quinientos kilómetros en los últimos treinta millones de años. La placa del Pacífico sigue frotando y empujando el continente, comprimiendo las zonas costeras y provocando un terremoto tras otro. Que nos dediquemos a nuestros asuntos cotidianos sin prestar atención al proceso es o testimonio de nuestra entereza o clara prueba de nuestra majadería. Hablando con franqueza, los únicos seísmos que he experimentado no han sido más que temblores de poca monta que sacuden los platos del escurridor o hacen que las perchas del armario se pongan a tintinear alegremente. No es una sensación más alarmante que la de ser despertada con suavidad por una persona demasiado educada para pronunciar nuestro nombre. Los de San Francisco, Coalinga y Los Angeles cuentan versiones diferentes, pero en Santa Teresa (al margen del «gordo» de 1925) no tenemos más que terremotos cariñosos y cordiales que lo más que provocan es remojar las losas que rodean las piscinas.

    La carretera bajaba suavemente hasta el valle y, quince kilómetros más allá, desembocaba en la Nacional 101. A las diez y treinta y cinco tomé la salida de Floral Beach, que cruza en dirección oeste, hacia el océano, una extensión de montes alfombrados de encinas y matorrales. Olí el Pacífico incluso antes de verlo. Aunque los chillidos de las gaviotas me anunciaron su aparición, me quedé pasmada al ver la amplitud de su superficie plana y azul. Giré a la izquierda y recorrí la calle principal de Floral Beach con el océano a la derecha. Distinguí el motel a tres manzanas de distancia, el único edificio de dos pisos que había en la calle del Océano. Aparqué en la zona azul que había delante de la oficina de recepción, cogí el petate y entré.


    Capítulo 3


    La oficina era pequeña y el mostrador de recepción impedía el paso a lo que supuse serían las dependencias traseras del personal de la casa. Al cruzar la puerta había sonado un timbre.

    —Adelante —dijo una voz parecida a la de Ann.

    Avancé hacia el mostrador y miré a la derecha. Por una puerta abierta entreví una cama de hospital. Oía voces apagadas pero no vi a nadie. Oí a lo lejos el murmullo típico que produce la cisterna de un retrete, seguido del ruidoso gorgoteo de las cañerías. El aire se impregnó en el acto del aroma artificial de un ambientador dulzarrón y empalagoso. No había nada en la naturaleza que oliese de aquel modo.

    Transcurrieron unos minutos. Como no había ninguna silla a la vista, me quedé donde estaba y me dediqué a inspeccionar la oficina. La moqueta parecía un campo de maíz y los lienzos de las paredes eran de madera de pino, con muchos nudos. Un cuadro, en que se veía un bosque de abedules de hojas amarillentas y manchas agresivas de color naranja, estaba colgado sobre una mesita de madera de arce con un expositor de folletos que señalaban los principales puntos de interés turístico, así como los servicios de la localidad. Los miré sin sacarlos del expositor hasta que elegí uno que describía las termas El Eucalipto, que había visto junto a la carretera. El folleto prometía baños de barro, baños calientes y habitaciones a precio «razonable», significara esto lo que significase.

    —Jean Timberlake trabajaba allí todas las tardes, al salir del instituto —dijo Ann a mis espaldas. Se encontraba en el umbral, vestida con pantalón azul marino y camisa blanca de seda. Parecía más relajada que cuando la había visto en compañía de su padre. Se había hecho la permanente y el pelo le caía hasta los hombros en una cascada de bucles que conseguía desviar la atención de su encogida barbilla.

    Devolví el folleto al expositor.

    —¿Y qué hacía? —pregunté.
    —Servicio de habitaciones, a media jornada. También cocinaba para nosotros un par de días a la semana.
    —¿La conocías bien?
    —Lo suficiente —dijo—. Empezó a salir con Bailey cuando éste cumplió los veinte. Ella estaba en primero de bachillerato. —Sus ojos eran de color castaño claro y parecía hablar con indiferencia.
    —Un poco joven para salir con él, ¿no?

    Ann esbozó una rápida sonrisa.

    —Catorce años. —No pudo decir nada más porque en aquel momento se oyó una voz procedente de la estancia contigua.
    —¿Hay alguien ahí, Ann? Dijiste que volverías enseguida. ¿Qué ha ocurrido?
    —Te presentaré a mi madre —murmuró Ann de un modo que suscitaba muchas dudas. Levantó la parte abatible del mostrador y me hizo pasar.
    —¿Qué tal está tu padre?
    —Peor. Ayer lo pasó muy mal. Esta mañana se levantó un rato, pero se cansa con facilidad y le dije que volviera a la cama.
    —Parece que te ocupas de todo.

    Me dirigió una breve sonrisa de angustia.

    —He tenido que pedir la excedencia.
    —¿Dónde?
    —En el instituto; trabajo de tutora. A saber cuándo podré reincorporarme.

    Dejé que pasara delante mientras nos dirigíamos a la sala, donde vi a la señora Fowler medio incorporada en la cama de hospital. Tenía el pelo grisáceo y espeso y unos ojos negros dilatados por unas gafas de cristal grueso y montura grande de plástico. Vestía una bata blanca de algodón, de hospital, de las que se abotonan por la espalda. El cuello de la prenda carecía de adornos y a lo largo del borde vi escritas con letras de imprenta las palabras hospital provincial de san Luis Obispo . Me chocó que llevara aquel uniforme cuando podía haberse puesto un camisón o una chaqueta de pijama. La enfermedad como teatro, pensé. Encima de la colcha apoyaba unas piernas que parecían patas de cordero no bañadas en grasa todavía. No estaba calzada y mostraba unos pies hinchados y unos dedos moteados de manchitas grises.

    Me acerqué al lecho y le tendí la mano.

    —¿Qué tal, señora? Soy Kinsey Millhone —dije. Nos dimos la mano, aunque sólo fuese en sentido metafórico. Tenía los dedos tan fríos y fláccidos como los tallarines una vez cocidos—. Su marido me dijo que no se encontraba usted bien —añadí.

    Se llevó el pañuelo a la boca y se echó a llorar.

    —Perdona, Kenny. No puedo evitarlo. Desde que volvió Bailey no sé dónde tengo la cabeza. Creíamos que estaba muerto y de pronto aparece. Estoy enferma desde hace años, pero últimamente me siento peor.
    —Comprendo su nerviosismo. Pero me llamo Kinsey —dije.
    —¿Qué?
    —Que me llamo Kinsey; era el apellido de soltera de mi madre. Me pareció que me llamaba usted «Kenny» y pensé que no había oído bien el nombre.
    —Señor, cuánto lo siento. Me estoy volviendo sorda, como una tapia y de la vista no puedo enorgullecerme precisamente. Ann, querida, trae una silla, por favor. Últimamente te has vuelto muy mal educada. —Cogió un pañuelo de papel y se sonó la nariz.
    —Estoy bien así, gracias —dije—. He venido en coche desde Santa Teresa y prefiero estar de pie.
    —Kinsey es la detective que papá contrató ayer.
    —Eso ya lo sé —dijo la señora Fowler. Empezó a toquetearse la bata, a tirar de un pico y de otro, como si se sintiera incómoda por causas ajenas a ella—. Hoy quería bañarme, pero Ann me dijo que tenía cosas que hacer. No me gusta molestarla, pero con esta artritis no puedo hacer casi nada. Míreme. Estoy hecha un adefesio. Me llamo Ori, abreviatura de Oribelle. ¿Verdad que parezco una bruja?
    —De ningún modo. Está usted imponente. —Me paso la vida mintiendo. Una mentira más no podía molestar a nadie.
    —Soy diabética —dijo, como si yo se lo hubiera preguntado—. De toda la vida, y eso es algo que se paga. Tengo las extremidades entumecidas y con hormigueos, problemas de riñón, los pies destrozados, y ahora, por si fuera poco, resulta que soy artrítica. —Me tendió la mano para que se la mirase. Esperaba ver unos nudillos hinchados como los de un campeón de lucha libre, pero no advertí nada anormal.
    —Lo siento mucho. Tiene que ser muy duro para usted.
    —Me he acostumbrado a no quejarme —dijo—. Si hay algo que desprecio, es la gente incapaz de aceptar su suerte.
    —Hace un rato me dijiste que te apetecía un té, mamá —dijo Ann—. ¿Te apetece a ti también, Kinsey?
    —No, gracias.
    —No me prepares nada a mí tampoco, cielo —dijo Ori—. Ya se me han pasado las ganas. Anda, ve y tómalo tú.
    —Voy a poner el agua al fuego.

    Ann murmuró una disculpa y abandonó la habitación. Me entraron ganas de hacer lo mismo. Lo que veía de la vivienda se parecía mucho a la oficina: moqueta dorada de mucho pelo y muebles de estilo antiguo, seguramente de Montgomery Ward. A los pies de la cama, colgado en la pared, había un retrato de Jesucristo. Con los brazos abiertos y los ojos elevados hacia las alturas, horrorizado seguramente por el mal gusto con que Ori había decorado la casa. Nuestras miradas se cruzaron.

    —Ese jarrón me lo regaló Bailey. Era un chico muy cariñoso.
    —Es muy bonito —comenté y me dediqué a interrogarla mientras tuviera ocasión—. ¿Por qué lo acusaron de asesinato?
    —No fue culpa suya. Empezó a juntarse con malas compañías. Le fueron mal los estudios y cuando los dejó no encontró trabajo. Fue entonces cuando conoció a Tap Granger, un inútil que me cayó mal desde que le eché el ojo. Siempre estaban juntos y no tardaron en meterse en líos. Y el corazón de Royce cada vez peor.
    —¿Se veían Bailey y Jean Timberlake por entonces?
    —Creo que sí —dijo. No parecía recordar bien los detalles después de tanto tiempo—. A pesar de lo que todos decían de su madre, era una buena chica.

    Sonó el teléfono de la mesita de noche y alargó la mano para cogerlo.

    —Motel —dijo—. Ajá, perfecto. ¿Este mes o el que viene? Un momento, voy a comprobarlo. —Se acercó con la mano el libro de reservas y cogió un lápiz que había entre sus páginas. Vi que pasaba las hojas hasta llegar a marzo y que se quedaba observando el diagrama de la página. Su tono de voz era totalmente pragmático mientras hacía la gestión. La inseguridad que había caracterizado su forma corriente de hablar se había evaporado. Pasó la lengua por la punta del lápiz y escribió algo mientras informaba de los precios de las camas de matrimonio y de las de cuerpo y medio.

    Aproveché la ocasión para ir en busca de Ann. Crucé el vano que había en la pared del fondo y accedí a un pasillo ancho y flanqueado de habitaciones. A la derecha estaba la escalera por la que se subía al primer piso. Oí correr el agua y a continuación, a mi izquierda, el roce de un cazo en el quemador de la cocina de gas. Costaba imaginar la distribución de las habitaciones de la planta baja y supuse que la vivienda de los propietarios se había construido derribando tabiques y yuxtaponiendo varias habitaciones del motel. La vivienda resultante era espaciosa, pero carecía de orden y concierto y más que una casa parecía un laberinto. Eché un vistazo a la habitación que había al otro lado del pasillo. Era un comedor con un cuarto de baño adjunto. Se podía pasar a la cocina por lo que antaño había sido un recodo de los que sirven para instalar perchas. Me detuve en la entrada. Ann ordenaba tazas y platitos en una bandeja de aluminio de tamaño industrial.

    —¿Te ayudo?

    Negó con la cabeza.

    —Echa un vistazo a la casa, si te apetece. La construyó papá cuando se casó con mi madre.
    —Es preciosa —dije.
    —Bueno, ahora ya no, pero para ellos era perfecta. ¿Te ha dado ya la llave? Querrás subir el equipaje. Creo que te ha instalado en el primer piso, habitación 22. Se ve el océano y dispone de cocina.
    —Gracias. Será suficiente. Subiré los bultos en un santiamén. Quiero hablar con el abogado esta misma tarde.
    —Creo que papá te ha concertado una entrevista con él para las dos menos cuarto. Supongo que si se encuentra bien querrá ir contigo. Le gusta manipularlo todo. Espero que no te importe.
    —La verdad es que sí. Preferiría ir sola. Tus padres están predispuestos en favor de Bailey y no me gustaría que nadie se entrometiera a la hora de recabar los detalles del caso.
    —Como quieras. Comprendo tu punto de vista. Procuraré convencerle de que se quede.

    El agua del cazo se puso a borbotar. Cogió unas bolsitas de té de la lata rojiblanca que había encima del poyo de mármol. La cocina parecía de otra época. El linóleo era un damero descolorido de cuadros verdes y beiges, como un campo de heno y alfalfa visto desde un avión.

    La cocina de gas era blanca y estaba bordeada de listones cromados; los quemadores que no se utilizaban estaban tapados por tapaderas articuladas que se doblaban hacia atrás. El fregadero era poco profundo, de porcelana blanca, y se apoyaba en dos patas cortas y gruesas; el frigorífico era pequeño, de aristas redondeadas, se había vuelto amarillo con el paso del tiempo y seguramente tenía un congelador más pequeño que una ratonera.

    El cazo emitió un silbido prolongado, Ann apagó el gas y echó el agua hirviendo en una taza blanca.

    —¿Cómo te gusta?
    —Solo, gracias.

    La seguí hasta la sala de estar. Ori hacía esfuerzos denodados por salir de la cama. Los pies le colgaban ya del borde, la bata se le había subido y le había dejado al descubierto la blancura arrugada de los muslos.

    —¿Qué haces, mamá?
    —Tengo que sentarme otra vez en el retrete. Tardabais tanto que ya no podía aguantar más.
    —¿Y por qué no me has llamado? Sabes que no tienes que levantarte sola. ¡Por favor! —Dejó la bandeja en un carrito de servicio y se acercó a la cama para echar una mano a su madre. Esta bajó del lecho con gran ceremonia y aparato, y cuando apoyó los pies en el suelo, las rodillas le temblaron de manera ostensible. Las dos mujeres se alejaron con lentitud hacia la habitación adjunta.
    —Voy a sacar las cosas del coche mientras tanto.
    —De acuerdo —dijo Ann— . No tardaremos.

    Aunque el cielo estaba despejado, la brisa del océano producía escalofríos. Me protegí los ojos con la mano y miré en dirección al pueblo, donde, con la proximidad del mediodía, aumentaban los peatones. Dos madres jóvenes cruzaban la calle con parsimonia, empujando sendos carritos infantiles mientras las seguía un perro con un disco de plástico entre los dientes. No era temporada turística y había poca gente en la playa. El parque de atracciones estaba vacío y medio cubierto de arena. Lo único que se oía era el golpeteo rítmico de las olas y el rugido lejano de una avioneta que cruzaba el cielo.

    Recogí el petate y la máquina de escribir y volví a la oficina trastabillando. Cuando volví a la sala de estar, Ann ayudaba a Ori a meterse otra vez en la cama. Me detuve en el umbral, en espera de que advirtiesen mi presencia.

    —Quiero comer —dijo Ori en tono quejumbroso.
    —Como quieras, mamá. Pero antes vamos a hacer el análisis. Hace rato que tendrías que haberlo hecho.
    —¡No tengo ganas! Me encuentro mal.

    Era evidente que la forma de hablar de la madre no hacía sino acabar con la paciencia de la hija. Ann cerró los ojos.

    —Has acumulado mucha tensión —dijo con voz exenta de matices—. Y el doctor Ortega dijo que te cuidaras mucho hasta que volviera a verte.
    —A mí no me dijo eso.
    —Claro, no quisiste hablar con él.
    —No me gustan los mexicanos.
    —No es mexicano. Es español.
    —No le entiendo cuando habla. ¿Por qué no me buscáis un médico de verdad, que hable inglés?
    —Enseguida estoy contigo, Kinsey —murmuró Ann al verme—. Acuesto a mi madre y ya está.
    —No te preocupes; si me dices cuál es mi cuarto, subiré yo sola los bultos.

    Entre madre e hija se desató una breve polémica territorial a propósito de qué habitación adjudicarme. En el ínterin, Ann cogió algodón en rama, alcohol y un sobrecito con una de esas tiras que sirven para hacer pruebas reactivas instantáneas. Observé la escena con incomodidad mientras Ann se hacía con un dedo de la madre y le daba un pinchazo en la punta con una lanceta. Me dio tanta aprensión que se me puso la carne de gallina. Me acerqué a la estantería y fingí interesarme por los libros que llenaban los plúteos. Muchas lecturas edificantes y versiones resumidas de novelas de Leon Uris. Cogí un volumen al azar y lo hojeé para no enterarme de lo que sucedía a mis espaldas.

    Esperé durante unos minutos prudenciales, dejé el libro y me di la vuelta con indiferencia fingida. Ann había cotejado el resultado de la prueba con la esfera digital del glucómetro que había junto a la cama y llenaba una jeringuilla con el contenido de un frasco, un líquido blancuzco y lechoso que seguramente sería insulina. Me puse a observar un pisapapeles de vidrio: representaba una escena navideña en medio de una nevasca. El Niño Jesús no abultaba más que un clip se sujetar papeles. Dios, las inyecciones me dan una dentera...

    Por los rumores que oí a mis espaldas deduje que ya habían terminado. Ann rompió la aguja de la jeringuilla desechable y la tiró a la basura. Ordenó la mesita de noche y salimos a recepción para coger la llave de mi cuarto. Ori ya estaba pidiendo a gritos no sé qué.


    Capítulo 4


    A eso de la una y media había recorrido ya los quince kilómetros que hay hasta San Luis Obispo y estaba dando vueltas por el centro para orientarme y acostumbrarme al lugar. Los edificios comerciales tienen entre dos y cuatro plantas y se conservan de un modo admirable. Es a todas luces una ciudad museo, con edificios del período victoriano y de la época colonial española que se han restaurado y adaptado a los usos actuales. Las fachadas de las tiendas están pintadas con tonalidades oscuras, muy hermosas, y hay muchas ventanas coronadas por una marquesina curva. Los establecimientos parecen estar divididos en dos tipos, entre tiendas de ropa de moda y restaurantes de moda. Casi todas las avenidas están bordeadas de árboles con las verdes ramas envueltas en ristras de bombillitas de colores. Los establecimientos no orientados hacia el turismo parecen haberse sometido a los gustos de los estudiantes de Cal Poly, patentes en todos los rincones.

    El nuevo abogado de Bailey Fowler se llamaba Jack Clemson y tenía el bufete en la calle Mill, a dos pasos del juzgado. Estacioné el coche y cerré la puerta con llave. El bufete era un pequeño cottage de madera oscura, con techumbre a dos aguas y un porche angosto y flanqueado de espalderas. La propiedad estaba rodeada por una valla blanca y entre los puntiagudos listones de madera se apelotonaban los geranios. A juzgar por el rótulo de la entrada, Jack Clemson era el único inquilino.

    Subí los peldaños del porche y me adentré en el vestíbulo, que estaba amueblado como una sala de espera. El único signo de vida procedía del reloj de pared que había a mi izquierda y cuyo péndulo de bronce oscilaba mecánicamente. La sala de la derecha, antiguo salón de la casa, se había forrado con estanterías de roble a la antigua usanza, con portezuelas de cristal. Vi un escritorio de roble con un prolongador lateral para la máquina de escribir; una silla giratoria y una fotocopiadora, pero ninguna secretaria a la vista. La pantalla del ordenador estaba apagada y encima del escritorio, dispuestos con pulcritud, había manuales jurídicos y archivadores de acordeón de color pardo, atados con cintas. La puerta que comunicaba con el salón adjunto estaba cerrada. Uno de los botones del teléfono estaba encendido y percibí un olor reciente a tabaco que salía del interior de la casa. Por lo demás, el despacho parecía vacío.

    Me senté en un antiguo reclinatorio de iglesia que tenía un pequeño hueco para dejar el misal debajo del asiento. En vez de misales contenía ejemplares del periódico que publicaban los antiguos alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, y me puse a hojearlos para matar el tiempo. Oí pasos de pronto y apareció Clemson.

    —¿La señorita Millhone? Soy Jack Clemson. Encantado de conocerla. Tendrá que disculparme por esta forma de recibirla. Tengo a mi secretaria enferma y quien la sustituye aún no ha vuelto de comer. Pase, por favor.

    Nos dimos la mano y fui tras él. Tendría alrededor de cincuenta y cinco años y era de esos hombres que ostentan el calificativo de gordos desde que vienen al mundo. Era bajo pero fornido, ancho de espaldas y medio calvo. Tenía rasgos infantiles, cejas raleantes y una nariz carnosa e indefinida, con el puente surcado de muescas rojas. Se había subido hasta la frente las gafas de montura de concha y al hacerlo se le habían quedado de punta algunas mechas de cabello. Llevaba aflojado el nudo de la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. Por lo visto no había tenido tiempo de afeitarse y se rascaba la barbilla experimentalmente, como para calcular cuánto le había crecido la barba durante la mañana. Vestía un traje de color tabaco y de corte impecable, aunque con la culera del pantalón algo arrugada.

    El bufete ocupaba toda la mitad posterior del edificio, a cuya terraza se accedía por una puerta de paneles de cristal. Los dos sillones de cuero verde donde acomodar a las visitas estaban cubiertos de papeles y adminículos de la profesión. Cogió un buen puñado de libros y expedientes, los dejó en el suelo, me indicó por señas que me sentara y rodeó el escritorio. Se miró en el espejo que colgaba en la pared de su izquierda y volvió a pasarse la mano por la barba de manera refleja e involuntaria. Se sentó y del cajón del escritorio sacó una afeitadora eléctrica. La puso en marcha y se la deslizó por la cara con mano experta, abriendo un sendero despejado entre el rastrojo del labio superior. La afeitadora zumbaba como un avión lejano.

    —Dentro de media hora tengo que estar en el juzgado. Lamento no poder concederle más tiempo esta tarde.
    —No se preocupe —dije—. ¿Cuándo encierran a Bailey?
    —Es probable que esté aquí ya. El ayudante del sheriff fue esta mañana a buscarlo. He concertado una cita para que pueda usted entrevistarse con él a las tres y cuarto. No son horas normales de visita, pero Quintana estuvo de acuerdo. El caso es suyo. Ingresó en la policía aquel mismo año.
    —¿Y el juicio?
    —Mañana por la mañana, a las ocho y media. Si le viene bien, pásese antes por aquí e iremos juntos. Lo aprovecharemos para cotejar datos.
    —De acuerdo.

    Apuntó algo en el calendario de mesa.

    —¿Volverá esa tarde al motel?
    —Claro.

    Guardó la afeitadora eléctrica y cerró el cajón. Buscó unos papeles, los dobló, los metió en un sobre y garabateó en éste el nombre de Royce.

    —Dígale a Royce que sólo tiene que firmar.

    Guardé el sobre en el bolso de mano.

    —¿Le han contado los antecedentes del caso? —añadió.
    —Por encima.

    Encendió un cigarrillo y ocultó la tos con la mano. Cabeceó, molesto al parecer por el estado de sus pulmones.

    —Esta mañana hablé largo y tendido con Clifford Lehto, el abogado de oficio que se encargó del caso Fowler. Está jubilado ya. Un hombre agradable. Posee unos viñedos a unos cien kilómetros al norte. Dice que se dedica al cultivo de Chardonnay y Pinot Noir. Igual me da por imitarle cualquier día de estos. El caso es que rebuscó entre sus papeles y me dejó ver el expediente.
    —¿Qué ocurrió en realidad? ¿Por qué el fiscal del distrito quiso hacer un pacto?

    Clemson hizo un ademán despectivo.

    —Toda la acusación se basaba en pruebas circunstanciales. El fiscal del distrito de entonces era George De Witt. ¿Lo conoce? No es probable. Pertenece a otra época. Ahora es miembro de la Audiencia Territorial. Lo evito como a la peste.
    —Me han hablado de él. Tiene ambiciones políticas, ¿no?
    —Está a punto de hundirse, definitivamente. Le da al alcohol y le sienta fatal. Nunca se sabe cómo va a llevar un caso. No es que sea parcial, pero se conduce de un modo incoherente. Lo cual es una lástima. Antes era muy escrupuloso. Y muy brillante. No buscaba la publicidad, pero tampoco era tonto. Por lo que sé, el asesinato de Timberlake tenía toda la pinta de ser un buen caso, aunque no había pruebas definitivas. En el pueblo hacía años que se sabía que Fowler era un perdido. Su padre lo había echado de casa...
    —Un momento, un momento —dije—. ¿Eso fue antes o después de que lo metieran en la cárcel por primera vez? Tenía entendido que lo habían condenado por atraco a mano armada, pero hasta ahora nadie me ha dado detalles al respecto.
    —Claro, claro. Bueno, vamos a ver. Eso ocurrió dos o tres años antes. Tengo que tener apuntada la fecha exacta en algún sitio, pero no importa. La cosa es que Fowler y un colega llamado Tap Granger se dedicaron a cometer pequeños atracos más o menos cuando Fowler dejó los estudios secundarios. Bailey era un chico apuesto, y nada tonto, pero nunca dio pie con bola. Seguramente conocerá usted a los de su clase. Era uno de esos críos que tienen el fracaso escrito en la frente. Según Lehto, Bailey y Tap consumían mucha droga. Y se dedicaron a atracar gasolineras para pagar al camello local. Chapucillas para llevarse unas monedas. Los muy subnormales. Se ponían una media en la cabeza e imitaban a los atracadores de bancos. Los cogieron, como es lógico. Se encargó del caso un abogado de oficio, Rupert Russell, que hizo lo que pudo.
    —¿Por qué no contrató a un abogado? ¿Acaso carecía de medios?
    —Básicamente, sí. La verdad es que no tenía un céntimo y su padre se negó a costearle la defensa. —Dio una chupada al cigarrillo.
    —¿Había tenido problemas con el Tribunal Tutelar de Menores?
    —No, carecía de antecedentes. Seguramente pensó que se limitarían a darle con la palmeta en la mano. Se trataba de un robo a mano armada, pero como Tap empuñaba la pistola, Bailey se figuró que acabarían por olvidarse de él. Por desgracia, la ley dice otra cosa. El caso es que cuando le propusieron un trato, lo rechazó con altanería, exigió que se le declarase inocente y prefirió ir a juicio. Huelga decir que el jurado lo encontró culpable y que el juez no perdonó. En aquella época, el robo a mano armada se pagaba con una condena de uno a diez años en la prisión provincial.
    —¿Se dictó sentencia indefinida?
    —En efecto. En aquella época había una Junta de Condenas que concedía la libertad condicional y fijaba la fecha de la excarcelación. En aquella época era una Junta muy liberal. Joder, toda la administración californiana era por entonces mucho más liberal. Los miembros de la Junta eran designados por el gobernador civil y Pat Brown Junior … bueno, dejémoslo. El caso es que les cayó una condena de uno a diez años y a los dos años ya estaban en la calle. Todo el mundo se rasgó las vestiduras porque ningún preso con una condena así pasaba nueve o diez entre rejas. Bailey no estuvo entre rejas más que dieciocho meses.
    —¿Aquí?
    —No, en Chino, el paraíso de los presidiarios. Salió en agosto. Volvió a Floral Beach y se puso a buscar trabajo, pero sin suerte. No tardó en volver a las drogas, sólo que esta vez, además de darle a la hierba, se dedicó a la coca. Casualidad, mala suerte, llámelo como quiera.
    —¿Dónde estaba Jean mientras tanto?
    —En el instituto Central de la Costa, en último curso. ¿Le han dado detalles sobre la chica?
    —En absoluto.
    —Era hija ilegítima. Su madre vive todavía en Floral Beach. Tal vez le interese hablar con ella. Tenía mala fama, la puta del pueblo. Jean era hija única. Una chica preciosa, pero supongo que con muchos problemas. Como todo el mundo. —Dio otra chupada al cigarrillo.
    —Estuvo trabajando para Royce Fowler, ¿no?
    —En efecto. Bailey salió de la cárcel y ella volvió a liarse con él. Según Lehto, Bailey decía que sólo eran buenos amigos. El fiscal del distrito afirmaba que eran amantes y que Bailey la mató en un ataque de celos cuando se enteró de que estaba liada con Tap. Fowler dijo que no. Que el asunto no tuvo nada que ver con Granger, aunque éste salió dos meses antes que Bailey.
    —¿Y Granger? ¿Se sabe algo de él?
    —Trabaja en la única gasolinera que hay en Floral Beach. El negocio es de otro, pero es Granger quien lo administra. No da más de sí. Es corto de mollera, aunque parece un sujeto decidido. Fue un bala de joven, pero en la actualidad se ha calmado un poco.

    Tomé notas acerca de Tap Granger y la Timberlake.

    —Perdone si le interrumpo, pero iba usted a hablarme de las relaciones entre la chica y Bailey cuando éste salió de la cárcel.
    —Bueno, Bailey dice que la historia se había acabado. Que volvieron a verse, pero nada más. De todos modos, los dos estaban marginados, Bailey por haber estado a la sombra y la Timberlake por ser hija de un pendón. Por otro lado, madre e hija eran pobres. Mientras estuvo en Floral Beach, la chica no estrenó ni un vestido decente. Bueno, no sé qué experiencia tendrá usted con pueblos tan pequeños como Floral Beach. Floral Beach tendrá mil cien habitantes como máximo y casi todos viven allí desde que tienen narices. El caso es que Bailey y la chica empezaron a salir juntos igual que antes. Bailey dice que Jean coqueteaba con otro individuo y que tenía con él una relación de la que no hablaba nunca. Y afirma que ella no le dijo en ningún momento de quién se trataba.

    »La noche que la mataron los dos se fueron de copas por ahí. Estuvieron en seis bares de San Luis y en otros dos de Pismo. Volvieron a eso de medianoche y se dirigieron a la playa. Según Bailey eran más bien las diez, pero según un testigo era alrededor de medianoche. El caso es que ella se encontraba fatal. Se consolaron con una botella y un par de porros. Discutieron y Bailey se marchó dando trompicones. Cuando abrió los ojos había amanecido y se encontraba en su casa de la calle del Océano. La playa estaba llena de jóvenes en busca de objetos para no sé qué asunto benéfico de la parroquia. Bailey estaba hecho unos zorros, con una resaca tan monstruosa que vomitó hasta las tripas. Jean seguía en la playa, debajo de las escaleras... cuando se acercaron los muchachos del equipo de rescate vieron que estaba muerta, estrangulada con un cinturón que, según se averiguó, era de Bailey.

    —Pero pudo haberla matado cualquiera.
    —Exactamente. Como es lógico, Bailey contaba con algunas simpatías y habrían podido echarle una mano, pero De Witt había obtenido unas cuantas victorias últimamente y no quiso correr riesgos. Lehto comprendió que se podía negociar y como a Bailey ya lo habían empapelado una vez, propuso un pacto. Del robo a mano armada era culpable, fue a juicio y lo encerraron. En esta ocasión se declaró inocente, pero como tenía muy pocas posibilidades, cuando le propusieron que se declarase culpable de homicidio aceptó sin pensárselo dos veces. Así de fácil. —Clemson chascó los dedos y produjo un ruido seco y diáfano, como el taponazo de una pistola con silenciador.
    —¿Lo habrían declarado inocente si hubiera ido a juicio?
    —Bueno, quién sabe. Ir a juicio es como jugar a los dados. Hay que apostar cada vez que se tira. Si los dados suman siete u once, fantástico, todo marcha bien. Pero si suman dos, tres o doce, a perder tocan. El caso despertó mucha publicidad. El pueblo empezó a ponerse en contra del muchacho. Además estaban sus antecedentes y el que no hubiese nadie capaz de proporcionar buenas referencias sobre él. Aceptar el trato era más seguro. Por otra parte, hace veinte años habrían podido condenarle a muerte, y si se puede, es preferible soslayar una posibilidad así. Cuando se juega a los dados, nunca se sabe.
    —Yo creía que cuando a una persona se la acusaba de asesinato, no se podía reducir la condena.
    —No se puede en teoría, pero en la práctica es de otro modo. Todo depende de cómo lo enfoque el fiscal del distrito. Lehto fue a ver a De Witt y le dijo: «Mira, George, tengo pruebas de que en aquel momento el muchacho era víctima de influencias extrañas. Pruebas obtenidas por tu propia gente». Y le enseñó el informe de la policía. «Si lo lees con atención, verás que los mismos agentes que lo detuvieron afirman que se encontraba en estado de somnolencia.» Etcétera, etcétera. Clifford representó su papel a la perfección y George empezó a sudar. Estaba en juego su vanidad y no tenía ganas de presentar una acusación con un agujero en el capítulo de las pruebas. Un fiscal de distrito no se arriesga si no tiene en la mano el noventa por ciento de los triunfos. Como mínimo.
    —Y Bailey se declaró culpable de homicidio —dije— y el juez le impuso la pena máxima.
    —Exactamente. Seis años. El negocio le salió redondo. Bailey habría cumplido una parte, la otra se la habrían reducido por buena conducta y habría salido al cabo de tres años. Fowler se comportó como un imbécil, en ningún momento se dio cuenta de la suerte que había tenido. Clifford Lehto le solucionó la papeleta de un modo magistral. Yo habría hecho lo mismo que él.
    —¿Y ahora?

    Clemson se encogió de hombros y apagó el cigarrillo.

    —Todo depende de lo que alegue Bailey a propósito de la fuga. Podría decir que no se fugó en realidad. O que lo hizo obligado por las circunstancias. Siempre puede decir que algún matón le había amenazado de muerte, aunque ninguna de estas cosas explica dónde ha estado todo este tiempo. Lo irónico es que habría tenido que contratar a un abogado astuto y agresivo desde el primer momento. Ahora tiene poca importancia. Voy a pelear por él, pero ningún juez con la cabeza sobre los hombros concedería la libertad bajo fianza a un sujeto que ha estado en busca y captura durante dieciséis años.
    —¿Qué puedo hacer yo mientras tanto?

    Se puso en pie y rebuscó entre los papeles que tenía en la mesa.

    —Le dije a mi secretaria que reuniese todos los recortes de prensa de la época del crimen. Puede que le interese echarles un vistazo. Lehto me dijo que me mandaría todo lo que tiene. Informes de la policía, listas de testigos. Hable con Bailey y averigüe si tiene algo que añadir. Lo demás ya lo sabe. Busque a los personajes implicados y encuéntreme otro sospechoso. A lo mejor conseguimos pruebas contra otros y sacamos a Bailey del atolladero. Porque tendrá que pasar varios años a la sombra si no consigo convencer al juez de que ya no tiene objeto devolverle a la cárcel. Durante todo este tiempo ha observado una conducta intachable y personalmente no me parece justo que lo vuelvan a encerrar, pero nunca se sabe. Aquí está.

    Desenterró un archivador de acordeón y me lo entregó. Me puse en pie, volvimos a darnos la mano y mientras caminábamos hacia el exterior charlamos de otras cosas. La sustituta de la secretaria estaba ya en su puesto y se esforzaba por aparentar eficacia. Parecía joven y aturdida, como si se sintiera extraña en el mundillo del habeas corpus, y eso que en él hay «corpus» para todos los gustos.

    —Ah, sí, otra cosa —dijo Clemson cuando llegamos al porche—. ¿Sabe por qué Jean se encontraba fatal aquella noche? Estaba embarazada. De seis semanas. Bailey jura que no fue él.


    Capítulo 5


    Faltaba una hora para la cita que tenía en la cárcel. Saqué un plano de la población y localicé el pequeño cuadrado negro, adosado con una banderita, que señalaba la situación del instituto Central de la Costa. San Luis Obispo es un pueblo pequeño y el instituto estaba sólo a seis u ocho manzanas de donde me encontraba yo. En las calles principales se habían pintado unas indicaciones que trazaban una «Ruta Histórica» que tal vez recorriese en otro momento. Siento una debilidad especial por la antigua historia de California y ya que estaba allí me apetecía conocer la Misión y algunos de los antiguos edificios de adobe.

    Al llegar al instituto me introduje entre sus dependencias, tratando de imaginar el aspecto que había tenido el centro cuando Jean Timberlake estudiaba en él. Muchos edificios se habían construido hacía poco: eran de piedra artificial de tonalidad gris oscura, con adornos de cemento de color crema y techos rectos y bien perfilados. El gimnasio y la cafetería–restaurante eran de una cosecha anterior y ostentaban los muros de yeso oscurecido, los techos de tejas rojas que son propios del estilo colonial español. En el nivel más alto, donde la carretera trazaba una curva hacia la derecha, había unidades modulares que antaño habían sido aulas y que ahora albergaban otras actividades, por ejemplo las del Gabinete Dietético. El campus parecía más propio de un colegio mayor que de los institutos de enseñanza media que conozco. Montes verdes y ondulados formaban el lozano telón de fondo y proporcionaban al centro una sensación de serenidad. El asesinato de una chica de diecisiete años tenía que haber conmocionado profundamente a unos adolescentes acostumbrados a aquellos parajes bucólicos.

    Recuerdo que cuando yo estudiaba bachillerato, nuestra conducta estaba determinada por la necesidad de emociones. Nos dominaban sentimientos intensos y los acontecimientos ponían en juego sensaciones extremas. Aunque alimentábamos el deseo de heroísmo con fantasías de muerte, la realidad solía estar (afortunadamente) a una prudente distancia. Éramos ridículamente jóvenes y sanas, y aunque nos comportábamos con temeridad, no nos cabía en la cabeza que pudiéramos pagar las consecuencias. La idea de la muerte real, fuera accidental o intencionada, nos habría sumido en confusión. El único teatro que podíamos controlar era el de las aventuras amorosas. Nuestro sentido del dramatismo y nuestro egocentrismo eran tan exagerados que no estábamos preparados para afrontar la desaparición real de nadie. Un asesinato habría superado nuestra capacidad de comprensión. La muerte de Jean Timberlake seguiría sin duda despertando comentarios entre quienes la habían conocido y dando lugar a una inquietud deformadora de los recuerdos adolescentes. La inesperada reaparición de Bailey Fowler iba a hacer que todo volviera a subir a la superficie: el desasosiego, la cólera, la sensación, apenas imperceptible, de inutilidad y desaliento.

    Movida por un impulso, aparqué el vehículo y busqué la biblioteca, que según pude ver se parecía mucho a la del instituto de Santa Teresa. Era un lugar ventilado, con espacios abiertos y poco ruidoso. Las baldosas de vinilo que cubrían el suelo eran de un gris moteado al que se había sacado un poco de brillo. El aire olía a barniz de muebles, a papel de pared, a cola de carpintero. Creo que en primera enseñanza devoré por lo menos seis botes de LePage. Y tenía una amiga que se comía las virutas de los lápices. Ahora hay un nombre para esto, para los niños que comen materias inorgánicas como la grava y el barro. Cuando era pequeña me parecía algo divertido y nadie, que yo sepa, se detenía a reflexionar al respecto.

    Había pocos usuarios en la biblioteca y tras el mostrador de información había una jovencita de pelo rizado y con un rubí incrustado en la aleta de la nariz. Por lo visto le había dado un ataque de autopunción porque tenía ambas orejas llenas de agujeros, desde el lóbulo hasta la parte superior de la hélice. En vez de pendientes se había colgado los habituales objetos que pueden encontrarse en los cajones del aparador de cualquier casa: clips para sujetar papeles, tuercas, imperdibles, cordones de zapato, clavijas. Estaba sentada en un taburete y tenía en el regazo un ejemplar de la revista Rolling Stone en cuya cubierta se veía a Mick Jagger con pinta de tener sesenta años por lo menos.

    —Hola.

    Me miró con cara impávida.

    —A lo mejor me puedes echar una mano. Yo estudié en este centro, me gustaría echar un vistazo al anuario de mi último curso, pero no veo ninguno por ninguna parte. ¿Tenéis ejemplares aquí?
    —Al pie de la ventana. Estantes primero y segundo.

    Cogí tres anuarios y me los llevé a una mesa que estaba en el extremo más alejado de una fila de estanterías independientes. Sonó un timbre y el pasillo se llenó del alboroto sordo que producen los estudiantes en movimiento. Los portazos de las taquillas contrapunteaban la algarabía de las voces, de las carcajadas que rebotaban en las paredes con la resonancia hueca de un frontón de pelota. El aire se impregnó del inefable aroma de los calcetines deportivos.

    Me puse a ver las fotos de Jean Timberlake retrocediendo en los años, anuario tras anuario, como en un envejecimiento al revés. Durante sus años estudiantiles, mientras los demás jóvenes de California protestaban contra la guerra, fumaban hierba y se concentraban en los Haights, las alumnas del Central de la Costa se cardaban el pelo hasta formar una torre esplendorosa, se enmarcaban los ojos con rayas negras y se pintaban los labios de un blanco deslumbrante. Las menores llevaban blusa blanca y el pelo en forma de surtidor, con las mechas colgándoles por las sienes. Los chicos llevaban el pelo muy corto y engominado y tenían la dentadura llena de puentes. No sabían que muy pronto se dejarían crecer las patillas y la barba y que vestirían pantalón acampanado y camisa de colores psicodélicos.

    Jean no parecía haber tenido nada en común con sus compañeras. En las escasas fotos de grupo en que la vi, ni sonreía de oreja a oreja ni parecía haberse contagiado de la bulliciosa inocencia de las niñatas que se hacían llamar Tania, Olga o Samantha. Los ojos de Jean eran impenetrables, tenía la mirada perdida y la ligera sonrisa que le bailoteaba en los labios sugería la existencia de una diversión interior, patente aún a pesar del tiempo transcurrido. En los comentarios de las páginas dedicadas a los alumnos de último curso no se mencionaba que hubiera pertenecido a ningún club o comisión. No se había visto agobiada por premios ni cargos electivos, como tampoco se había molestado en desarrollar actividades ajenas al programa de estudios. Miré las fotos que se habían tomado durante distintos actos escolares, pero no pude localizarla en ninguna. Si alguna vez fue a ver un partido de rugby o de baloncesto, tuvo que haberse situado en un punto inaccesible para el fotógrafo del instituto. No había participado en la obra teatral que todos los años representaban los alumnos de último curso. Todas las fotos del baile de fin de curso se centraban en la reina, Barbie Knox, y en su cortejo de empalagosas princesas de labios blancos, Jean Timberlake ya estaba muerta por entonces. Tomé nota del nombre de sus compañeros de clase más destacados, todos chicos. Supuse que si las chicas vivían aún en los alrededores, figurarían en el listín telefónico con él apellido de casadas y éste tendría que averiguarlo en otro lugar.

    El director del centro era entonces un individuo que se llamaba Dwight Shales, cuya foto ovalada aparecía en las primeras páginas del anuario. El jefe de estudios y sus dos ayudantes figuraban en fotos distintas, cada uno sentado ante su escritorio y rodeado de papeles de aspecto oficial. A veces se veía a alguna que otra secretaria mirando con curiosidad y sonriendo con desenvoltura por encima del hombro de algún varón. A los profesores se les había fotografiado sobre un fondo cambiante que barajaba mapas, herramientas propias del bachillerato industrial, libros de texto y pizarras con frases escritas con tiza y letras grandes. Apunté algunos nombres y especialidades, puesto que cabía la posibilidad de que tuviera que volver más adelante para hablar con un par de profesores. Una Ann Fowler más joven que la actual aparecía entre las cuatro tutoras fotografiadas en una página aparte, con el siguiente comentario a pie de foto: «Las tutoras nos dedicaron su tiempo libre, su capacidad y su estímulo para ayudarnos a elaborar acertadamente el programa del siguiente curso, y nos aconsejaron cuando tuvimos dudas acerca de nuestro porvenir universitario o laboral». Ann estaba guapa en la foto, no parecía tan agotada ni tan amargada como en la actualidad.

    Guardé el cuaderno de notas y devolví los volúmenes a los estantes correspondientes. Salí al pasillo y pasé ante la enfermería y el despacho del inspector. La sección administrativa estaba cerca de la entrada principal. Según la placa que había junto a la puerta, el director seguía siendo Shales. Pregunté a su secretaria si podía verle, y tras una breve espera me hizo pasar a su despacho. Vi mi tarjeta de visita en el centro de la carpeta secante que tenía sobre la mesa.

    Tendría cincuenta y tantos años, era de estatura media, de porte elegante y cara angulosa. El pelo rubio se le había vuelto canoso prematuramente y lo llevaba más largo que en las fotos de los años sesenta. Sus modales imponían respeto y sus ojos de color avellana estaban tan alerta como los de un policía. Me observaba con mirada inquisitiva, como si repasara sus ficheros mentales en busca de mi hoja de castigos. Noté que me ardían las mejillas y me pregunté si de un vistazo adivinaría que había sido una alborotadora durante mis años estudiantiles.

    —Usted dirá, señora —dijo.
    —Royce Fowler, de Floral Beach, me ha contratado para que investigue la muerte de una antigua estudiante de ustedes, Jean Timberlake. —Había pensado que se acordaría de ella sin necesidad de más detalles, pero siguió observándome con neutralidad premeditada. Si supiera la de porros que me había fumado en aquella época—. ¿La recuerda? —añadí.
    —Desde luego. Estaba pensando si conservábamos o no su expediente. No tengo ni la menor idea de dónde puede estar.
    —Acabo de entrevistarme con el abogado de Bailey. Si necesita usted algún permiso —Hizo un ademán de despreocupación.
    —No hace ninguna falta. Conozco a Jack Clemson y también a la familia. Tendré que hablar con el jefe de estudios, aunque no creo que haya ningún problema... si damos con el expediente. Todo se reduce a si lo conservamos o no. Lo que a usted le interesa ocurrió hace más de quince años.
    —Diecisiete —dije—. ¿Tiene usted algún recuerdo concreto en relación con la joven?
    —Permítame primero enfocar el asunto y ya le diré algo. ¿Es usted de aquí?
    —Bueno, de Santa Teresa, pero me hospedo en el Calle del Océano de Floral Beach. Si quiere el número de teléfono...
    —Tengo el número de teléfono. La llamaré en cuanto sepa algo. Puede que tarde un par de días, pero veremos lo que se puede hacer. No le garantizo nada.
    —Lo comprendo —dije.
    —Muy bien. Dentro de mis posibilidades, puede usted contar con mi ayuda. —Cuando nos dimos la mano, su apretón fue firme y enérgico.

    A las tres y cuarto cogí la Autovía 1 y me dirigí a la comisaría del sheriff del condado de San Luis Obispo, que forma parte de un complejo de edificios entre los que se encuentra la cárcel. Rodea el complejo un paisaje rural despejado, cuya nota más destacada la constituyen ocasionales promontorios rocosos. Los cerros parecen jorobas blandas de gomaespuma, tapizadas con un terciopelo que reúne todos los matices del verde. Al otro lado de la carretera, enfrente de la comisaría del sheriff, se alza la Prisión Provincial de California, la cárcel masculina donde habían encerrado a Bailey poco antes de que se fugara. No dejaba de ser gracioso que en la literatura publicitaria que subrayaba lo maravilloso que era vivir en el condado de San Luis Obispo no se mencionara para nada a los seis mil presos que también vivían allí.

    Dejé el coche en el aparcamiento de las visitas que hay delante de la cárcel. El edificio parecía reciente y su diseño y los materiales empleados en su construcción eran idénticos a los de los sectores más modernos del instituto que acababa de visitar. Entré en el vestíbulo y, orientada por los rótulos, me dirigí a la oficina de información, que estaba al fondo de un pequeño pasillo que había a la derecha. Me identifiqué ante el agente uniformado en la oficina protegida por paneles de vidrio, donde pude ver al funcionario que controlaba las visitas, el que registraba los ingresos y los terminales del ordenador central. Entreví a la izquierda el garaje cubierto por donde los presos llegaban en los vehículos de la comisaría del sheriff.

    Mientras se hacía la gestión para ver a Bailey, me llevaron a una de las pequeñas cabinas de cristal que se reservaban para las entrevistas entre presos y abogados. En la pared, un rótulo con las normas para las visitas especificaba que éstas tenían que ser obligatoriamente individuales. Se nos responsabilizaba de la conducta de los niños y no se toleraría ninguna falta de respeto hacia el personal. Las prohibiciones daban a entender que en algún momento se habían producido escenas de alboroto y desorden que en el fondo me habría gustado conocer con todo detalle.

    Oí ruido de puertas y en aquel momento apareció Bailey, pendiente de los movimientos del funcionario que estaba abriendo el cubículo donde permanecería durante la entrevista. Nos separaba una pared de cristal y sólo podríamos comunicarnos mediante auriculares telefónicos. Me miró con indiferencia y tomó asiento. Se conducía con sumisión y de repente me sentí avergonzada. Él llevaba unos pantalones de algodón gris oscuro y una camisa naranja del mismo material, confeccionada de cualquier manera. En la foto del periódico vestía traje y corbata. Parecía tan aturdido por la indumentaria como por el hecho de que lo hubieran puesto entre rejas inesperadamente. Era un hombre guapo de verdad: ojos azules y muy serios, pómulos altos, boca carnosa y el pelo rubio tirando a castaño que necesitaba ya pasar por la tijera. Era un cuarentón que aparentaba muchos más años, aunque recelaba que las circunstancias le habían envejecido de repente. Se removió en la silla de madera de respaldo recto y entrelazó las manos a la altura de las rodillas sin que en su cara se reflejara la menor emoción.

    Cogí el auricular y esperé unos segundos a que él cogiera el que estaba en su sector del cubículo.

    —Soy Kinsey Millhone.
    —¿Nos conocemos?

    Las voces sonaban de un modo extraño, muy apagadas y al mismo tiempo muy próximas.

    —Soy la investigadora privada que ha contratado su padre. Me he entrevistado con su abogado hace muy poco. ¿Ha hablado ya con él?
    —Por teléfono, un par de veces. Tenía que venir esta tarde. —Su voz era tan exánime como su mirada.
    —¿Nos tuteamos?
    —Claro, mujer.
    —Mira, sé que todo esto es una equivocación tremenda, pero Clemson es un buen abogado. Hará todo lo posible por sacarte de aquí.

    Se le ensombreció la cara.

    —Será mejor que lo haga cuanto antes.
    —¿Tienes familia en Los Angeles? ¿Esposa e hijos?
    —¿Por qué lo preguntas?
    —Porque a lo mejor quieres que me ponga en contacto con ellos.
    —No tengo familia. Sólo quiero que me saquen de aquí.
    —Vamos, vamos. Ya sé que es jodido.

    Alzó los ojos, los apartó y vi que en ellos despuntaba la cólera segundos antes de caer de nuevo en la inexpresividad.

    —Disculpa.
    —Cuéntame cosas. Creo que no tenemos mucho tiempo.
    —¿Qué quieres que te cuente?
    —Lo que sea. Cuándo has llegado, cómo ha sido el viaje...
    —Normal.
    —¿Qué te ha parecido el pueblo? ¿Ha cambiado mucho?
    —Lo siento, pero no estoy para chismes.
    —No te cierres en banda, por favor. Queda mucho por hacer.

    Guardó silencio un instante y vi que se esforzaba por mostrarse comunicativo.

    —Durante años ni siquiera me atrevía a cruzar con el coche esta parte del estado por si me paraban los motoristas. —Hubo un fallo en la comunicación y tuvimos que interrumpirnos. Me miró con cara de hombre acorralado, como si deseara hablar pero no tuviera fuerzas. Me dio la sensación de que nos separaba algo más que un panel de vidrio.
    —No estás acabado y lo sabes.
    —Si tú lo dices.
    —Pero sabías que esto ocurriría un día u otro.

    Inclinó la cabeza e imprimió un giro al cuello para eliminar la tensión.

    —Cuando me cogieron la primera vez pensé que estaba listo. Por suerte había un tal Peter Lambert a quien buscaban por asesinato. Cuando me soltaron, me dije que a lo mejor el destino quería darme una oportunidad.
    —No entiendo por qué no pusiste tierra por medio.
    —Ahora lamento no haberlo hecho, pero había estado en libertad durante mucho tiempo y no podía creer que fueran a empapelarme. Era imposible que siguieran interesados por aquello. Además, tenía un trabajo y no iba a mandarlo a paseo para ponerme a recorrer kilómetros.
    —Eres representante de una empresa textil o algo parecido, ¿no? Es lo que decían los periódicos de Los Angeles.
    —Trabajaba en Needham. En el último año fiscal fui uno de los vendedores que más puntos obtuvo y por eso me ascendieron. A director del sector occidental. Habría tenido que rechazar el cargo, pero trabajaba como un esclavo y estaba harto de decir que no. Ello significaba el traslado a Los Angeles, pero después de tanto tiempo no me cabía en la cabeza que pudieran echarme el guante.
    —¿Cuánto tiempo llevabas en la empresa?
    —Doce años.
    —¿Qué dicen los directivos? ¿Crees que te echarían una mano?
    —Se han portado muy bien. Me han apoyado en todo momento. Mi jefe dijo que vendría para declarar..., para garantizar mi buena conducta y esas cosas, pero ¿qué importancia tiene ya? Me siento como un idiota. He respetado la ley durante un montón de años. El típico ciudadano ejemplar. Ni siquiera me han multado por aparcar en doble fila. Pagaba mis impuestos, iba a la iglesia.
    —Pues todos esos detalles tienen mucha importancia porque hablarán en tu favor.
    —Pero no cambiarán los hechos. Nadie se fuga de la cárcel para recibir a cambio un tirón de orejas.
    —¿Por qué no dejas que sea Clemson quien se preocupe por esas cosas?
    —Sí, creo que será lo mejor —dijo—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu papel?
    —Averiguar quién la mató para que tu expediente quede totalmente limpio.
    —Eso es casi imposible.
    —Vale la pena intentarlo. ¿Se t e ocurre quién pudo haber sido?
    —No.
    —Háblame de Jean.
    —Era una buena chica. Rebelde, pero no mala. Con todos los cables cruzados.
    —Y embarazada.
    —Sí, bueno, pero el crío no era mío.
    —Estás totalmente seguro. —Lo dije como si fuera una afirmación, pero los signos de interrogación quedaron suspendidos en el aire.

    Permaneció un instante con la cabeza gacha y vi que se le enrojecían las mejillas.

    —Bebía mucho en aquella época. Y tomaba drogas. Era incapaz de hacer nada, sobre todo al salir de Chino. No es que me importara gran cosa. Ella estaba ya con otro tipo.
    —¿Eras impotente?
    —Digamos que estaba provisionalmente fuera de servicio.
    —¿Te drogas en la actualidad?
    —No, en los últimos quince años ni siquiera he tomado una copa. El alcohol hace hablar. No podía correr el riesgo.
    —¿Con quién estaba liada? ¿Se te ocurre alguna idea?

    Movió la cabeza en sentido negativo.

    —El tipo estaba casado.
    —¿Cómo lo sabes?
    —Ella me lo dijo.
    —¿Y tú la creíste?
    —No sé por qué habría tenido que mentirme. Él era un hombre de posición respetable y ella era menor de edad.
    —Se trataba pues de un individuo con mucho que perder si la verdad salía a relucir.
    —Eso parece. Bueno, yo no creo que ella tuviera intención de contarle lo del embarazo. Estaba asustada.
    —Habría podido abortar.
    —Supongo... si se lo hubiera planteado fríamente. Pero se enteró aquel mismo día.
    —¿Qué médico la atendió?
    —Ninguno. La familia tenía un médico de cabecera, el doctor Dunne, pero la prueba del embarazo se la hizo en no sé qué clínica de Lompoc, para que nadie la reconociese.
    —Eso me suena a manía persecutoria. ¿Tan célebre era la chica?
    —En Floral Beach, sí.
    —¿Y Tap? ¿Podía ser el padre?
    —No. Ella pensaba que era un cretino y además no le caía bien. Por otra parte, no estaba casado y si hubiera sido el padre no le hubiera supuesto ningún problema.
    —¿Qué más puedes decirme? Has tenido tiempo de sobra para pensar al respecto.
    —No se me ocurre nada. Era hija ilegítima e hizo averiguaciones para conocer la identidad de su padre. La madre no quería decírselo, pero como todos los meses recibían dinero por correo, Jean pensó que no debía de andar muy lejos.
    —¿Vio los cheques?
    —Creo que no eran cheques lo que mandaba el viejo. No obstante, parece que dio con una pista no sé dónde.
    —¿Nació en el hospital provincial de San Luis?

    Se oyó un estrépito de llaves, alzamos los ojos y vimos al funcionario en la puerta.

    —Lamento interrumpirles, pero se ha acabado el tiempo. Si quieren otra entrevista, tendrán que hacer la gestión a través del señor Clemson.

    Bailey se puso en pie sin el menor comentario, pero vi que en la cara se le pintaba el desaliento. Fuera cual fuese la energía que le había despertado la conversación, le había desaparecido ya como por arte de magia. Había adoptado otra vez aquella expresión absorta que le hacía parecer medio tonto.

    —Volveré después del juicio —dije.

    Me dirigió una mirada de desesperación en el momento de marcharse. Nada más cerrarse la puerta me puse a tomar notas. Esperaba que no fuera hombre con tendencias suicidas.


    Capítulo 6


    Para llenar otro intervalo de tiempo muerto, me dirigí a la gasolinera de Floral Beach y le dije al mozo que me llenara el depósito. Mientras pasaba el trapo por el parabrisas, cogí el bolso, entré en la oficina y me quedé mirando la máquina de chucherías envasadas. No había más que fritos con queso, a 1,25 la bolsita. Vamos, con queso me la quería dar la máquina. El mostrador estaba vacío, pero me pareció ver a alguien trabajando en el taller. Fui a la puerta. Había un Ford Fiesta en el gato hidráulico y el tipo estaba quitando los tornillos de la rueda derecha de atrás con una llave neumática.

    —¿Podría darme cambio para la máquina de fritos?
    —Enseguida.

    Dejó la llave y se limpió las manos con un trapo que llevaba colgando del cinturón. En la franja superior del bolsillo del uniforme llevaba bordado un nombre, «Tap». Entré en la oficina detrás de él. Le envolvía una aureola de aceite de motor y neumáticos que despedía un fuerte tufo a sudor y a gasolina. Era nervudo y bajo, ancho de espaldas y estrecho de culo, el clásico sujeto que se quitaba la camisa y dejaba al descubierto un tatuaje barroco. Tenía el pelo negro y ondulado, con una cresta en lo alto y los aladares peinados hacia atrás hasta formar una coleta. Aparentaba unos cuarenta años y tenía una cara infantil que se le cuarteaba ya alrededor de los ojos.

    Le di dos dólares.

    —¿Sabe usted algo de Volkswagens?

    Me miró a los ojos por primera vez. Los tenía castaños y medio muertos. Empezaba a sospechar que el único interés que podía despertar yo en aquel sujeto tenía que estar relacionado con los problemas automovilísticos. Volvió la cabeza para mirar hacia el surtidor, donde el mozo terminaba ya de llenar el depósito.

    —¿Le pasa algo al suyo?
    —No lo sé aún. Pero cada vez que voy a ochenta, oigo un gemido agudo. Y creo que no es normal.
    —¿Y le parece normal que ese cacharro coja los ochenta? —dijo.

    Oh, un chiste. Sonrió de oreja a oreja y abrió la caja registradora de un manotazo.

    —Bueno —dije sonriendo—, lo hace de vez en cuando.
    —Vaya al garaje de Gunter, en San Luis. Allí se lo arreglarán. —Me puso en la mano ocho monedas de veinticinco centavos.
    —Gracias.

    Volvió al taller y me guardé la calderilla. Por lo menos ya sabía quién era Tap Granger. Aboné la gasolina, recorrí dos manzanas y llegué al motel.

    Al final no pude hablar con Royce aquella tarde. Se había retirado pronto y había dicho a Ann que nos veríamos por la mañana. Crucé unas palabras con la madre para informarla acerca de la situación de Bailey y subí a mi cuarto. En San Luis había comprado una botella de vino blanco y la guardé en el frigorífico que tenía en la habitación. No había deshecho aún el equipaje y el petate se encontraba en el armario, tal como lo había dejado. Cuando voy de viaje suelo meterlo todo en una misma maleta y sobre la marcha voy sacando el cepillo de dientes, el champú y la ropa limpia, según lo que exija la ocasión. La habitación sigue vacía y con un orden antinatural, lo que me despierta cierta vena monástica. Aquel cuarto era grande y había un tabique entre la zona destinada a dormitorio y la utilizable como sala–comedor–cocina. Contando sólo el cuarto de baño y un armario, era más grande que mi (antigua) casa de Santa Teresa.

    Rebusqué en los cajones de la cocina hasta que di con un sacacorchos, me serví un vaso de vino y salí al balcón. A medida que se oscurecía el cielo, el océano se volvía de un azul luminoso que contrastaba con fuerza con el azul mate y oscuro de la playa. El sol poniente era un foco purpúreo rodeado de matices salmón que, según se hundía en el horizonte, pasaba, como a merced de un cuadro de conmutadores, del magenta al añil.

    A las seis llamaron a la puerta. Había estado escribiendo a máquina durante veinte minutos, aunque la información obtenida hasta el momento era más bien escasa. Cerré el estuche y fui a abrir.

    Vi a Ann en el pasillo.

    —Venía a preguntarte cuándo quieres cenar.
    —Cualquier hora me va bien. ¿Cuándo cenáis vosotros?
    —La verdad es que cada uno lo hace por su lado. A mi madre le sirvo la cena temprano. Tiene un horario de comidas muy estricto. Mi padre cena mucho más tarde, cuando lo hace. Voy a freír un poco de lenguado, es un recurso de última hora. ¿Te gusta el pescado?
    —Claro que sí. Me encanta. ¿Te apetece tomar antes un vaso de vino blanco?

    Estuvo indecisa un segundo.

    —Sí, de acuerdo —dijo—. ¿Y Bailey? ¿Se encuentra bien?
    —Mujer, no salta de alegría precisamente, pero tampoco puede hacer gran cosa por el momento. ¿Le has visto ya?
    —Mañana, si me dejan entrar.
    —Habla con Clemson. Él lo arreglará todo. No tiene por qué haber inconvenientes. El juicio es a las ocho y media.
    —Lo más seguro es que no vaya. El médico tiene que ver a mi madre a las nueve y, de ir, no creo que volviera a tiempo. Mi padre sí que irá, si se encuentra bien. ¿Te molesta si va contigo?
    —No, en absoluto.

    Le serví un vaso y volví a llenar el mío. Se acomodó en el sofá mientras yo me sentaba ante la pequeña mesa de cocina donde había instalado la máquina de escribir. Parecía disgustada y bebía con un extraño rictus en la boca, como si le hubieran dicho que se tragara un frasco de linimento.

    —Está claro que el Chardonnay no te entusiasma —observé.

    Sonrió a modo de disculpa.

    —No suelo beber. Bailey era el único a quien le gustaba el licor.

    Me dije que había llegado la hora de sondearla para que me proporcionara información sobre la familia, pero me dejó boquiabierta cuando por iniciativa propia se puso a describirme el árbol genealógico entero. Los Fowler, según me contó, nunca habían sido muy aficionados al alcohol. En su opinión todo se debía a la diabetes de la madre, pero a mí me dio la sensación de que había influido mucho más la mentalidad fundamentalista que reinaba en el lugar.

    Por lo que me dijo, Royce había nacido y se había criado en Tennessee, y, a causa de la sangre escocesa que le corría por las venas, se había vuelto un joven austero, taciturno y amigo del ahorro. Cumplió diecinueve años durante el período más negro de la Depresión y emigró al oeste subiéndose a los trenes de mercancías. Le dijeron que había trabajo en las explotaciones petrolíferas de California, en aquellas instalaciones de la zona meridional de Los Angeles que ascendían igual que un bosque metálico. Conoció a Oribelle de camino, en una iglesia baptista de Fayetteville, Arkansas, donde daban de comer por diez centavos. Oribelle tenía dieciocho años, vivía amargada a causa de su enfermedad y se había resignado ya a sobrellevar una existencia en la que no podría prescindir de la Biblia ni de la insulina. Trabajaba en la tienda de comestibles del padre y lo más glorioso con que soñaba era el viaje anual a la feria de ganado de Fort Smith.

    Royce se había apeado del mercancías de turno en busca de un plato caliente y se había presentado en la iglesia el miércoles por la noche. Ann me dijo que Ori todavía hablaba de la impresión que le produjo al verle entrar por la puerta, con aquellas espaldas tan anchas y aquel pelo que tenía el color del cáñamo. Oribelle se acercó y se presentó, mientras él avanzaba en la cola de los indigentes y llenaba el plato hasta el borde de macarrones con queso, la especialidad de Ori. Al acabar la velada nocturna él ya le había contado la historia de su vida y ella le invitó a quedarse en su casa. Dormía en el granero y comía con la familia. Fue huésped de los Bailey durante dos semanas, en el curso de las cuales se le alteró a ella hasta tal punto el equilibrio hormonal que en dos ocasiones tuvo acetonemia y no hubo más remedio que llevarla al hospital. Los padres de Ori tomaron aquellas anomalías como una prueba de que Royce influía negativamente en ella. Hablaron largo y tendido con la hija y le aconsejaron que se olvidara de él, pero por nada en el mundo iba a renunciar la joven al porvenir que ya había columbrado. Estaba decidida a casarse con Royce. Como el padre se opusiera al noviazgo, la joven cogió todos los ahorros con que la familia pensaba pagarle los estudios de secretariado y se fugó con Royce. Aquello había sido en 1932.

    —Me cuesta imaginármelos con esas pasiones tan vehementes —dije.

    Ann esbozó una sonrisa.

    —A mí también. Tendrías que ver alguna foto. Mi madre era guapísima. Bueno, yo nací seis años después de que se fugaran, en 1938, y Bailey vino cinco años después que yo. El fuego se había extinguido ya, pero el vínculo que les une es fuerte todavía. Lo irónico es que todos pensábamos que ella moriría mucho antes que él y ahora parece que va a ser lo contrario.
    —¿Qué le pasa a tu padre?
    —Cáncer de páncreas. Dicen que no durará más de seis meses.
    —¿Y lo sabe?
    —Naturalmente. Por eso le ha conmovido tanto la reaparición de Bailey. No para de decir que tiene el corazón destrozado y que le va a dar un ataque, pero todo es puro cuento.
    —¿Y tú? ¿Cómo te sientes?
    —Tranquila, creo. Aunque vaya otra vez a la cárcel, por lo menos su proximidad me ayudará a soportar estos meses que quedan. Las responsabilidades no han hecho más que aumentar desde que desapareció.
    —¿Y cómo lo encaja tu madre?
    —Fatal. Es una diabética «frágil», como suele decirse; significa que siempre ha tenido una salud precaria. Cualquier emoción puede sentarle como un tiro. Incluso la tensión cotidiana. Supongo que es algo que tarde o temprano acaba devorándonos a todos. A mí también. Mi vida ha sido un infierno desde que diagnosticaron que mi padre estaba en fase terminal.
    —Recuerdo que me dijiste que habías dejado el trabajo temporalmente.
    —No tuve más remedio. Alguien tenía que estar aquí de guardia las veinticuatro horas del día. Como no podemos permitirnos una enfermera profesional, yo me encargo de todo.
    —Tiene que ser duro.
    —No me quejo. Supongo que hay personas que lo pasan muchísimo peor.

    Cambié de tema.

    —¿Tienes alguna idea sobre quién pudo haber matado a Jean Timberlake?

    Negó con la cabeza.

    —Ojalá la tuviera. Estudiaba en el instituto y además era la novia de Bailey.
    —¿Venía mucho por aquí?
    —Muchísimo, salvo cuando Bailey estuvo encerrado. Entonces venía menos.
    —¿Estás totalmente convencida de que Bailey no tuvo nada que ver con su muerte?
    —No sé qué creer —dijo con voz apagada—. No quiero pensar que fue él. Por otra parte nunca me ha hecho gracia la idea de que en el pueblo ande suelto un asesino.
    —Tampoco creo que al asesino le haga mucha gracia que Bailey haya regresado. Ha tenido que sentirse muy seguro y a salvo durante todos estos años. Cuando una investigación se abre, nadie sabe adónde lleva.
    —Tienes razón. No me gustaría estar en tu lugar. —Se frotó los brazos como si tuviera frío y de pronto se rió de sí misma, con inquietud—. Bueno. Será mejor que baje para ver cómo está mamá. Estaba adormilada cuando la dejé, pero el sueño le viene por rachas. Y en cuanto abre los ojos, ya está dando órdenes.
    —Yo bajaré en cuanto me remoje un poco la cara. —La acompañé a la puerta. Al pasar junto al bolso vi el sobre que me había entregado Clemson—. Ah, eso es para tu padre. Jack Clemson me dijo que se lo entregara. —Lo cogí y se lo entregué.

    Lo miró por encima, sin curiosidad, y me miró con una sonrisa.

    —Gracias por el vino. Espero no haberte aburrido con la historia de mi familia.
    —De ningún modo —dije—. Por cierto, ¿qué hay de la madre de Jean Timberlake? ¿Crees que me costará localizarla?
    —¿A Shana? Ve y mira en los billares. Está allí casi todas las noches. Tap Granger también.

    Después de cenar subí a mi habitación a coger una cazadora y bajé por la parte de atrás.

    Hacía frío y la brisa que soplaba del Pacífico era húmeda y salobre. Me envolví en la cazadora y, como si estuviéramos en pleno día, recorrí a pie las dos manzanas que había hasta los Billares Perla. Por la noche, Floral Beach está iluminada por el resplandor anaranjado de las farol as de sodio que bordean la calle del Océano. La luna no había salido aún y el océano estaba negro como el carbón. Las olas cabriolaban en la playa a lo ancho de una franja dorada y desigual, y reflejaban los tímidos rayos que llegaban de las farolas de la calle. Se estaba levantando la niebla y el aire tenía la cualidad parda y espesa del esmog.

    Me encontraba ya a unos metros de los billares cuando rompió el silencio una chillona explosión de música country. La puerta del establecimiento estaba abierta y desde el solar de al lado se percibía el olor del humo de tabaco. Aparcadas junto al bordillo de la acera había cinco Harley Davidson, cinco amasijos de chapas cromadas, asientos de cuero negro y laberínticos tubos de escape. A los chicos de mi instituto les dio por dibujar máquinas así durante una temporada: coches con el motor trucado, coches de carreras, tanques, aparatos de tortura, pistolas, navajas y flebotomías de todos los pelajes. Un día me dedicaré a hacer averiguaciones para saber qué ha sido de aquellos muchachos.

    No había más que dos mesas de billar en el local, pero con espacio de sobra entre ellas para que los jugadores pudieran poner el taco en cualquier posición. Las dos estaban ocupadas por motoristas, cuarentones fornidos con barba de Fu Manchú y pelo recogido en una larga coleta. Eran cinco, una familia de piratas del asfalto en acción. La barra abarcaba toda la longitud de la pared de la izquierda y los taburetes estaban ocupados por las chicas de los motoristas y gente variopinta del pueblo. Las paredes y el techo estaban decorados con una abigarrada mezcla de anuncios de cerveza, anuncios de tabaco, pegatinas de parachoques, viñetas de tebeo, fotos instantáneas y frases ingeniosas. Un rótulo anunciaba la Felicidad entre las seis y las siete, pero el reloj dibujado a mano que había debajo del rótulo tenía un cinco en todas las horas. Más agudezas, oh cielos. Trofeos de campeonatos de bolos, jarras de cerveza y expositores diversos con bolsas de patatas fritas llenaban el estante que había detrás de la barra. En otro expositor había camisetas estampadas con el logotipo de Billares Perla, a 6,99 dólares la unidad. Del techo colgaba un misterioso guante de motorista y en la pared había un espejo adornado con unas bragas de señora. El ruido era tal que al salir era recomendable someterse a una revisión de tímpanos.

    No había más que un taburete libre y en él me senté. Atendía la barra una mujer de sesenta y tantos años, tal vez la mismísima Perla que había dado nombre al local. Era baja, gruesa de cintura y con el pelo rizado y canoso que se había recortado a tijera hasta media nuca. Vestía pantalón de poliéster a cuadros y una camiseta sin mangas que dejaba al desnudo los musculosos resultados de trastear con cajas de cerveza. Es posible que de tarde en tarde cogiera a algún motorista por la culera del pantalón y lo arrojase de cabeza por la puerta.

    Pedí una cerveza de botella y la camarera me la sirvió en una jarra de tapa abatible. Puesto que el ruido imposibilitaba todo conato de conversación, me dediqué a inspeccionar el local a mis anchas. Me di la vuelta hasta apoyar la espalda en la barra y me dispuse a observar a los jugadores sin perder de vista a los clientes que me flanqueaban. No sabía qué imagen me convenía dar. Pensé que por el momento era preferible ocultar mi profesión y el verdadero motivo de mi presencia en Floral Beach. Los periódicos locales habían reproducido en primera plana la detención de Bailey y pensaba que podía sacar a relucir el tema sin parecer demasiado curiosa.

    Dos mujeres se pusieron a bailar a mi izquierda, junto a la máquina de los discos. Las chicas de los motoristas hicieron un par de comentarios groseros, pero nadie pareció prestarles atención. Dos taburetes más allá había una cincuentona que sonreía con una mueca temblorosa. Supuse que sería Shana Timberlake, más que nada porque en el bar no había ninguna otra lo bastante mayor para haber tenido una hija adolescente hacía diecisiete años.

    A las diez se fueron los motoristas y sus cacharros salieron disparados como flechas, perdiéndose por la calzada con estruendo menguante. La máquina de los discos hizo una pausa y durante unos segundos reinó en el local un silencio milagroso. «¡Alabado sea el Señor!», exclamó alguien y todos se echaron a reír. Quedábamos unos diez y la tensión se redujo a un nivel más familiar. Era martes por la noche y estábamos en el meollo de la diversión del pueblo, en la versión laica de los centros recreativos de las iglesias, pero con una cerveza en la mano. No veía licores fuertes por ninguna parte y supuse que el vino que se tomaría allí sería de barril, a granel y de una calidad acorde con la procedencia.

    A mi derecha estaba sentado un tipo de unos sesenta años. Era corpulento y de tanto beber cerveza había criado una barriga que parecía un saco de arroz de doce quilos. Tenía una cara ancha que conectaba con el cuello mediante una sucesión de papadas. Incluso se le apreciaba un michelín en la parte de la nuca donde el pelo grisáceo le remontaba el cuello de la camisa. En cierto momento había visto que me miraba con curiosidad. Los demás parecían conocerse, por lo menos a juzgar por los comentarios que cambiaban, todos ellos en relación con la política local, antiguas injusticias deportivas y la borrachera que había cogido la noche anterior un individuo llamado Ace. El tímido Ace, alto, delgado, tejanos, cazadora vaquera y gorra de béisbol, se lo pasaba en grande bromeando a costa de lo que había hecho con la vieja Betty, a la que por lo visto había llevado a su casa. Disfrutaba con las acusaciones de deshonestidad que le imputaban y como Betty no estaba allí para rectificar la versión de los hechos, todos pensaban que se la había tirado.

    —Betty es su ex mujer —me dijo el hombre que tenía al lado en un aparte espontáneo cuyo objeto era hacerme participar de la diversión general—. Betty le ha dado la patada cuatro veces, pero siempre vuelve con él. Eh, Daisy, sírveme unos cacahuetes.
    —Creí que se llamaba Perla —dije para que la conversación no decayese.
    —Yo soy Curtis Perla —dijo el hombre—. Perla para los amigos.

    Daisy cogió una especie de bacín y lo sacó lleno de cacahuetes de un cubo de basura que había debajo de la barra. Eran cacahuetes con cáscara y la alfombra de desperdicios que cubría el suelo indicaba claramente lo que había que hacer. Perla se metió uno en la boca y lo masticó con cáscara y todo.

    —Esto es pura salud —dijo—, mucha fibra. Mi médico cree en la celulosa. Llénate la tripa, me dice. Lo que no mata engorda. Es de los de antes.

    Me encogí de hombros y probé a masticar uno. Era indudable que la cáscara crujía mucho y que la sal que la cubría se mezclaba agradablemente con el sabor aceitoso de la semilla. ¿Podía considerarse un alimento vegetal o era como comerse un trozo de cartón?

    La máquina de los discos volvió a ponerse en marcha, esta vez con una canción melosa cantada por una especie de híbrido de Frank Sinatra y Della Reese. Las dos mujeres que había al final de la barra se pusieron a bailar otra vez. Las dos eran delgadas y morenas. Una más alta que la otra. Perla se volvió a mirarlas y a continuación se dirigió a mí.

    —¿Le molesta?
    —No, ¿por qué tendría que molestarme?
    —No es lo que parece —dijo—. A la alta le gusta bailar cuando está deprimida.
    —¿Y por qué está triste?
    —Han detenido al tipo que mató a su hija hace unos años.


    Capítulo 7


    La observé durante unos instantes. Me encontraba en el centro de la barra y desde allí no parecía que tuviera más de veinticinco años. Había inclinado la cabeza y cerrado los ojos. Tenía la cara en forma de corazón, se sujetaba el pelo con un pasador y el cabello que le colgaba por detrás le acariciaba los hombros al ritmo de la música. La luz que brotaba de la máquina de discos le teñía de oro la mejilla. Como la que bailaba con ella me daba la espalda, pocas conclusiones podía sacar de su aspecto.

    Perla me resumía lo ocurrido con el tono de voz de quien está acostumbrado a contarlo. No me aportó ningún detalle que yo no supiera ya, aunque era una suerte que sacara a relucir el tema sin que me hubiera hecho falta apremiarle. Le encantaba el papel de cronista de la tribu y no tardó en entusiasmarse.

    —¿Se hospeda usted en el Calle del Océano? Se lo pregunto porque el dueño es el padre del asesino.
    —¿De verdad? —dije.
    —Y tanto. A la chica la encontraron en la playa —añadió. Los habitantes de Floral Beach no habían hecho más que repetir la historia durante años. Al igual que los cómicos que actúan solos en escena, tenía su versión cronometrada al segundo y sabía cuándo hacer una pausa y qué reacciones iba a provocar.

    Tenía que vigilar mis propias palabras porque tampoco quería dar a entender que lo ignoraba todo al respecto. Aunque no soy reacia a mentir cuando hace falta, nunca lo hago cuando pueden pillarme. A la gente le sienta muy mal que la engañen.

    —Bueno, yo conozco a Royce.
    —¡Toma! Entonces ya sabe usted de qué le hablo.
    —Por encima nada más. ¿De verdad cree usted que lo hizo Bailey? Royce dice que no.
    —Es difícil decirlo. Royce lo niega y es natural. Nadie quiere creer que su hijo es un asesino.
    —Eso es cierto.
    —¿Tiene usted hijos?
    —No, qué va.
    —Mi chico fue el que los vio aparcando aquella noche. Salieron de la camioneta con una botella y una manta y bajaron las escaleras. Según él, Bailey parecía borracho como una cuba, y ella no estaba más despejada. Seguramente bajaron a hacer indecencias, usted ya me entiende. Puede que fuera la chica quien le incitara, era costumbre en su familia.
    —¡Caramba! ¿Cómo se porta ahora el Kukarachen?

    Me giré y vi a Tap a mis espaldas, esbozando una sonrisa impúdica.

    Perla no pareció muy contento de verle, aunque emitió unos cuantos ruidos de saludo con la boca.

    —¿Qué hay, Tap? ¿A qué has venido? A tu señora no le gusta que andes por aquí.
    —Déjate de historias. ¿Quién es ésta con quien estás hablando?
    —Me llamo Kinsey. ¿Qué tal?

    Perla enarcó una ceja.

    —¿Os conocéis?
    —Me trajo la cafetera esta tarde para que le echara un vistazo. Decía que se quejaba cuando cogía los ochenta. Kukarachen Kejiken —dijo y se rió de su propio chiste. De cerca se percibía el tufo a gomina que le echaba el pelo.

    Perla se encaró con él.

    —¿Tienes algo contra los alemanes?
    —¿Yo?
    —Mi familia es alemana, retira lo que has dicho.
    —Pero si a mí me es igual, hostia. Aquello del nazismo no estaba tan mal. ¡Eh, Daisy, una birra! Y una bolsa de patatas fritas. De las grandes. Esta señorita tiene aspecto de ser muy tragona. Me llamo Tap. —Se encaramó en el taburete de mi izquierda. El típico individuo que sólo estrechaba la mano a los hombres. Supongo que desde su punto de vista, lo único que merecía una mujer, en el caso de que la conociese, era una palmada en el culo. Como era forastera me libré de la palmada.
    —¿Qué nombre es Tap? —le pregunté.

    Perla quiso meter baza.

    —Abreviatura de tapioca. Tiene la cabeza llena de harina.

    Tap se salió por la tangente con una carcajada, aunque la broma no pareció gustarle. Daisy llegó con la cerveza y las patatas, y entre unas cosas y otras me quedé sin saber de dónde procedía el nombre de Tap.

    —Estábamos hablando de Bailey, tu antiguo coleguilla —dijo Perla—. Aquí la señorita se hospeda en el Calle del Océano y Royce le ha llenado la cabeza de tonterías.
    —Sí, pero Bailey no se parece a su padre —dijo Tap—. Es un tío listo. Y tenía millones de planes. Sabía de todo. Lo pasamos de miedo, los dos, él y yo.
    —Seguro que tú también —dijo Perla. Yo tenía a éste a la derecha y a Tap a la izquierda, y los dos se echaban flores por encima de mí como si estuvieran jugando al tenis.
    —Pues ganamos más dinero del que has visto en tu vida —dijo Tap.
    —Tap y Bailey trabajaban juntos en aquella época —me dijo Perla en tono confidencial.
    —Ah, ¿sí? ¿En qué?
    —Vamos, Perla, hostia. No irás a contárselo ahora, ¿verdad?
    —La has invitado a patatas y tiene derecho a saber quién eres.

    Tap empezaba a ponerse muy nervioso.

    —Me he enmendado y eso no hay quien lo niegue. Tengo una buena esposa, tengo hijos y me gano la vida honradamente.

    Me incliné hacia Perla con preocupación burlona.

    —¿A qué se dedicaba, Perla? ¿No estaré en peligro con un hombre así?

    A Perla le encantó el detalle y buscó la manera de aumentar el cabreo de Tap.

    —Si yo fuera usted, pondría la mano en la cartera y no la quitaría de allí. Bailey y Tap se cubrían la cabeza con medias de señora... y atracaban gasolineras con pistolas de juguete.
    —¡Me cago en la leche, Perla! Sabes que no es verdad.

    Saltaba a la vista que a Tap no le sentaba bien que se bromeara con aquellas cosas. Pero no tenía más salida que aguantar el chaparrón o hacer comentarios rectificadores que a lo mejor empeoraban su imagen.

    Perla se retractó con la consternación propia del fiscal que se da cuenta de que el jurado ha captado lo fundamental.

    —Mecachis. De verdad que lo siento. Tienes razón, Tap. Sólo utilizabais una pistola —dijo—. Eras tú quien la empuñaba, ¿no?
    —No fue a mí a quien se le ocurrió y además no estaba cargada.
    —Lo de la pistola se le ocurrió a Bailey. Tap aportó la idea de cubrirse con bragas de señora.

    Tap quiso reivindicar su posición.

    —Mira éste ahora. No sabe distinguir unas bragas de unas medias. Ahí es donde le duele, ahí. Nos cubríamos la cara con medias.
    —Siempre las rompían —dijo Perla, dirigiéndose a mí—. Se gastaban el botín en las rebajas comprando todas las que podían.
    —No le haga caso. Está celoso porque las medias nos las daba su mujer. Se ponía con las pantorras hacia arriba y salían solas. —Tap rió de medio lado. Perla no pareció darse por ofendido.

    También yo me permití reír un poco, más por nerviosismo que por diversión. Me sentía rara entre aquellos dos energúmenos. Era como ver a dos perros ladrándose con una valla por medio.

    En aquel momento se produjo un pequeño alboroto en la otra punta del bar y Perla se volvió para ver lo que pasaba. Daisy, que estaba a nuestro lado, parecía estar al tanto del motivo.

    —Ha vuelto a estropearse la máquina. Todo el día ha estado chupando monedas. Darryl dice que le debe un dólar con veinticinco.
    —Coge el dinero de la caja y dáselo —dijo Perla—. Voy a echarle un vistazo. —Bajó del taburete y se dirigió a la máquina de los discos. Shana Timberlake seguía bailando, esta vez sola y al ritmo de una música que no oía nadie más que ella. Había algo de exhibicionismo en su sufrimiento y dos de los que jugaban al billar la miraban sin el menor disimulo, calculando las probabilidades que tenían de sacar partido de su estado de ánimo. He conocido mujeres así, mujeres que utilizan sus problemas como pretexto para irse a la cama, como si la sexualidad tuviese propiedades terapéuticas.

    Cuando Perla se alejó, la tensión se redujo en un cincuenta por ciento y advertí que Tap se relajaba.

    —Eh, Daisy, más cerveza, cooorriendooo. Ésta es Daisy la Loca. Daisy trabaja para Perla desde antes de que inventaran los bares.

    Daisy se me quedó mirando.

    —¿Y tú? ¿Te pongo otra a ti también?

    Tap se quedó con la copla.

    —Sí, ponle otra, yo invito.

    Le dediqué una sonrisa.

    —Gracias. Muy amable.
    —No quiero que piense usted que soy un malhechor.
    —A Perla le gusta pincharle, ¿verdad?
    —Sí, señora, sí —dijo. Se hizo atrás y se quedó mirándome, asombrado de que otra persona, aparte de él, se hubiera dado cuenta—. No lo hace con mala intención, ¿sabe?, pero es que me pone muy nervioso. Si hubiera más bares en el pueblo, le diría que se metiera el suyo en... bueno, le diría lo que puede hacer con él.
    —Cualquiera puede equivocarse —dije—. Cuando yo era pequeña, ¡hacía cada tontería...! Tenía suerte, no me cogían nunca. Claro que atracar una gasolinera es más fuerte.
    —Por lo menos el doble. Por eso nos encerraron —dijo. En su tono de voz se había deslizado un ligero matiz de fanfarronería. Lo había escuchado anteriormente, por lo general en boca de hombres que recordaban con nostalgia las hazañas del pasado. Salvo en casos extremos, yo no creo que el delito sea una experiencia apoteósica, pero puede que Tap pensara de otro modo.
    —Si nos juzgaran por todo lo que hemos hecho —dije—, acabaríamos todos en la cárcel.

    Se echó a reír.

    —Oye, me caes bien. Me gusta esa forma de pensar.

    Daisy llegó con las cervezas y Tap sacó un billete de diez dólares.

    —Ábrenos una cuenta —dijo a la camarera.

    Daisy cogió el billete, se dirigió a la caja registradora y vi que escribía en un papel. Tap me observaba como esforzándose por adivinar de dónde había salido yo.

    —Seguro que nunca has robado a punta de pistola.
    —Yo no, pero mi padre sí —dije como si tal cosa—. estuvo entre rejas por ello. —¡Me lo estaba pasando genial! Y es que las mentiras me salen sin proponérmelo siquiera.
    —Te estás quedando conmigo. ¿De verdad estuvo tu viejo entre rejas? Anda yaaaa. A ver, dónde.
    —En Lompoc —dije.
    —Ésa es una cárcel nacional. ¿Qué hizo? ¿Asaltar un banco?

    Le apunté con el dedo como si empuñara una pistola.

    —¡Hostia! —exclamó. Estaba ya emocionadísimo, como si acabara de averiguar que mi padre había sido presidente—. ¿Y por qué lo cogieron?

    Me encogí de hombros.

    —Como ya lo habían detenido por falsificar cheques, comprobaron las huellas que había en la nota que entregó al cajero. Ni siquiera tuvo tiempo de gastarse la pasta.
    —¿Y tú nunca has estado dentro?
    —No. Yo soy honrada a carta cabal.
    —Eso me gusta. Hay que tener clase. Y tú eres demasiado señora para mezclarte con esas pájaras que llenan las cárceles. Las mujeres son peores que los hombres. Son capaces de cualquier cosa. Me han contado historias que te pondrían los pelos de punta. Y no sólo los de la cabeza.
    —Te creo —dije. Cambié de tema porque no quería mentir más de la cuenta— . ¿Cuántos hijos tienes?
    —Espera, te los voy a enseñar —dijo y metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón. Sacó la cartera, la abrió de un manotazo y vi una foto empotrada en la funda de plástico donde suele ponerse el carnet de conducir—. Ésta es Joleen.

    La mujer que había en el centro de la foto parecía joven y miraba con ojos asombrados. La rodeaban cuatro niños sonrientes y con la cara limpia y refregada. El mayor era un chico, de unos nueve años, tenía dientes de embustero y el pelo todavía húmedo a causa del peinado, con rizos en la parte superior, que, a imitación de su padre, le había hecho Joleen. Luego venían dos chicas, entre seis y ocho años. El menor de la familia era un niño pequeño, de brazos regordetes, que descansaba en el regazo de la madre. Era una foto de estudio y los cinco estaban tiesos e inmóviles en medio de una falsa merienda campestre cuya caracterización se reducía a un mantel a cuadros rojos y blancos y a unas ramas de árbol artificial que colgaban de arriba. El hijo menor sostenía una manzana de plástico como si fuera una pelota.

    —Son muy guapos, oye —dije con la esperanza de que no advirtiera mi estupefacción.
    —Son unos granujillas —dijo con afecto—. Esto fue el año pasado. Joleen está embarazada otra vez. Ella preferiría no tener que trabajar, pero vamos tirando.
    —¿En qué trabaja?
    —Es auxiliar de enfermera en el Clínico, trabaja en el ala de rehabilitación y tiene el turno de noche, de once a siete. Cuando llega a casa, me toca a mí salir, llevo a los chicos al colegio y me voy para la gasolinera. Para el pequeño tenemos una canguro. No sé qué vamos a hacer cuando nazca el siguiente.
    —Ya se te ocurrirá algo —dije.
    —Supongo que sí —dijo. Cerró la cartera y se la guardó en el bolsillo.

    Pagué otra ronda y él otra a continuación. Me daba no sé qué emborrachar a aquel pobre diablo, pero tenía que hacerle otro par de preguntas y quería que se desinhibiera del todo. Los clientes se iban marchando y de los diez que había al principio quedaban unos seis. Advertí con pesar que también Shana Timberlake se había marchado. La máquina de los discos estaba arreglada ya y la música se mantenía a un volumen que no turbaba la intimidad ni obligaba a hablar a gritos. Me sentía relajada, pero no tan floja como para permitir que Tap pensara por su cuenta. Le di un codazo.

    —Oye —le dije con cara de borracha—, me pica la curiosidad y me gustaría saber una cosa.
    —¿Qué?
    —¿Cuánto ligasteis tú y el tal Bailey?
    —¿Ligar?
    —En números redondos, cuánto arramblasteis. Si no quieres responder, no lo hagas, nadie te obliga. Yo me limito a preguntar.
    —Tuvimos que indemnizar a los perjudicados con dos mil dólares y pico.
    —¿Dos mil? Y una mieeerda. Sacasteis mucho más —dije.

    Tap se sonrojó con complacencia.

    —¿Eso crees?
    —Sacasteis mucho más, aunque sólo fuese reventando gasolineras.
    —Yo no vi más —dijo.
    —No pudo demostrarse que hubieses cogido más —le corregí.
    —Era todo lo que tenía en el bolsillo. Te lo juro.
    —Pero ¿cuánto más sacaste? ¿Cuánto en total?

    Tap se puso a meditar la respuesta, estiró la barbilla y encogió el labio superior, como imitando los gestos exteriores de quien reflexiona.

    —En el pueblo y los alrededores, yo diría... igual no me crees, pero yo diría que fueron cuarenta y dos mil seiscientos seis.
    —¿Quién se los quedó? ¿Bailey?
    —Bueno, ya han volado. Bailey tampoco vio un céntimo de esa cantidad, que yo sepa.
    —¿De dónde procedía el dinero?
    —De un par de trabajos que hicimos y de los que nunca se enteraron.

    Me eché a reír.

    —Eres el diablo en persona —dije y le di otro codazo—. ¿Adónde fue a parar ese dinero?
    —No lo sé, de verdad.

    Volví a echarme a reír y se le contagiaron las carcajadas. Fue como si nos hubiéramos contado el chiste más gracioso del mundo. Al cabo de medio minuto se apagó la risa y Tap cabeceó.

    —Jo, qué pasada —dijo—. No me reía así desde..., bueno, ni se sabe.
    —¿Crees que Bailey mató a la cría?
    —No lo sé —dijo—, pero te contaré una cosa. Cuando nos metieron entre rejas, ¿eh?, le dimos el dinero a Jean Timberlake para que lo guardara. Cuando él salió, lo primero que supe es que la chica había muerto; y él decía que no sabía dónde estaba el dinero. Que había desaparecido hacía mucho.
    —¿Por qué no lo recogisteis cuando os dejaron en libertad?
    —No, no, eso nunca. Seguramente nos estaban vigilando los polis en espera de que hiciésemos un movimiento en falso. Me cago en la leche. Todos pensaron que la había matado él. Yo no sé qué pensar. No creo que fuera él. Puede que ella se lo gastara todo y que él la estrangulase en un arrebato.
    —No me lo creo. Perla dice que estaba embarazada.
    —Bueno, sí, pero no creo que Bailey la matara por eso. ¿Qué sentido tenía? El dinero era lo único que nos interesaba. ¿Y a quién no, carajo? Cumplimos la condena. Pagamos por lo que habíamos hecho. Salimos, pero como no íbamos a ser tan tontos como para ponernos a gastar la pasta a manos llenas, nos dedicamos a esperar. Cuando la chica murió, Bailey me dijo que ella era la única que sabía dónde estaba, pero no se lo había dicho a él. Bailey no había querido saberlo por si nos hacían una prueba con un detector de mentiras. En fin, aquel dinero ya no existe. O a lo mejor está todavía escondido, pero sin que nadie sepa dónde.
    —O a lo mejor se lo quedó Bailey. Puede que haya vivido gracias a él todo este tiempo.
    —No lo sé. No lo creo, aunque me gustaría tener unas palabras con él.
    —Entonces, ¿qué piensas? Dime la verdad.
    —¿La verdad, la verdad? —dijo, clavándome la mirada. Acercó la cabeza a la mía y me guiñó un ojo—. La verdad es que voy a cambiar el agua al canario. Espérame. —Bajó del taburete. Se volvió y me apuntó con un dedo como quien apunta con una pistola. Pero yo fui más rápida y le disparé estirando el índice antes que él. Se dirigió al lavabo con la solemnidad exagerada de los borrachos.

    Aguardé quince minutos mientras me terminaba la cerveza y dirigía miradas ocasionales hacia la puerta del lavabo de caballeros, que era el mismo que el de señoras. La mujer que había estado bailando con Shana Timberlake jugaba ahora al billar con un chaval que aparentaba unos dieciocho años. Ya era casi medianoche y Daisy limpiaba la barra con un paño.

    —¿Adónde ha ido Tap? —le pregunté cuando llegó a mi altura.
    —Lo llamaron por teléfono y se fue.
    —¿Cuándo? ¿Ahora?
    —Hace unos minutos. Sin abonar las últimas consumiciones.
    —Ya pago yo —dije. Le puse un billete de cinco dólares en la barra y le di a entender con un ademán que se quedara con el cambio. Daisy se quedó mirándome.
    —Te convendría saber que Tap es el embustero más grande que hay en este mundo.
    —Ya había llegado a esa conclusión.

    Adoptó una expresión seria.

    —Puede que se metiera en líos hace años, pero en la actualidad es un padre de familia respetable. Está casado con una mujer buena y tiene unos niños preciosos.
    —¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo no le estaba sacando los cuartos.
    —Entonces, ¿a qué venía tanta pregunta sobre el hijo de Fowler? Le has estado tirando de la lengua toda la noche.
    —Royce me contó lo ocurrido. Me pica la curiosidad, eso es todo.
    —¿No hay ningún interés por medio?
    —Ninguno en absoluto. Cotilleaba por cotillear.

    Vi que se aplacaba, convencida al parecer de mi inocencia.

    —¿Estás aquí de vacaciones?
    —No, por trabajo —contesté. Creí que insistiría, pero dejó la cuestión.
    —Los días laborables cerramos a esta hora —dijo—. Quédate si quieres mientras cierro la puerta trasera, pero a Perla no le gusta que haya nadie delante cuando hago la caja.

    Entonces me di cuenta de que se habían ido ya todos los clientes.

    —Te dejo tranquila. Ya he tenido bastante por hoy.

    La niebla había subido hasta la calle principal y ocultaba la playa tras un sudario de algodón amarillento. Oí en la lejanía la sirena que avisa de la niebla. No circulaba ningún vehículo ni había el menor rastro de viandantes. Daisy echó el cerrojo a mis espaldas y apagó las luces de la fachada, abandonándome a mi suerte. Eché a andar a buen paso en dirección al motel, mientras me preguntaba por qué se habría marchado Tap sin despedirse.


    Capítulo 8


    La vista contra Bailey se iba a celebrar en la sala B de los Juzgados Municipales, que se encontraban en los sótanos de la Audiencia Provincial de San Luis Obispo, en la calle Monterrey. Royce fue conmigo. En realidad estaba demasiado achacoso para un viaje así, pero estaba decidido a salirse con la suya. Como Ann no pudo acompañarnos porque había tenido que llevar a su madre al médico aquella misma mañana, procuraba que hiciera el menor esfuerzo posible. Lo dejé en la puerta y le vi subir con aire cansino los anchos peldaños de cemento. Habíamos quedado en que me esperaría en la cafetería del vestíbulo, un local con claraboyas, bien ventilado y decorado con macetas de ficus. En el coche, durante el viaje, le había puesto al corriente de mis averiguaciones y pareció conforme con las pesquisas que había hecho hasta el momento. Me interesaba encontrar la forma de apretarle el acelerador a Jack Clemson.

    Estacioné el coche en un aparcamiento particular que había a una manzana del bufete. Fuimos andando hacia el juzgado y a lo largo del camino hablamos del estado de ánimo de Bailey, que según Clemson era preocupante. Durante la entrevista que había sostenido yo con Bailey, me había dado la sensación de que oscilaba entre el aturdimiento y la desesperación. Cuando Clemson se entrevistó con él horas más tarde, el ánimo del detenido se había ensombrecido mucho. Estaba convencido de que iban a castigarle con dureza por lo de la fuga, de que volverían a encerrarle en la misma penitenciaría y de que no sobreviviría a aquel trago.

    —El pobre está destrozado —dijo Jack— y no hay forma de hacerle entrar en razón.
    —Pero, en términos prácticos, ¿con qué posibilidades cuenta?
    —Yo más no puedo hacer, oiga. Se ha fijado la fianza en medio millón de dólares, lo cual es absurdo. Ni que mi defendido fuera Jack el Destripador. Voy a solicitar que se reduzca. También podría hablar con el fiscal para ver si declarándose culpable le aplican la pena mínima. Tendrá que pasar un tiempo a la sombra, como es lógico, y de eso no hay forma de librarle.
    —¿Y si consigo pruebas fehacientes de que fue otra persona quien mató a Jean Timberlake?
    —En ese caso retiraría la declaración de culpabilidad, o exigiría una rectificación coram nobis. De un modo u otro, estaré preparado.
    —No le aseguro nada, pero haré lo que pueda.

    Me sonrió y cruzó los dedos.

    Al llegar al juzgado, me dejó en el vestíbulo y fue a reunirse con el juez y el fiscal. A decir verdad, la cafetería no era más que una ampliación del vestíbulo. Estaba abarrotada de gente y vi a algunos periodistas. Royce se había instalado en una mesa pequeña cerca de las escaleras y aguardaba con las manos cruzadas sobre la empuñadura del bastón. Parecía cansado. Tenía el pelo apelmazado, con ese aspecto ligeramente sudoroso que suelen tener los enfermos. Había pedido un café, pero éste permanecía en la taza, frío ya e intacto. Tomé asiento. La camarera se me acercó con una cafetera llena de café recién hecho, pero le dije que no con la cabeza. El nerviosismo de Royce impregnaba la mesa de una aureola de dolor exenta de toda esperanza. Saltaba a la vista que era un hombre soberbio que estaba acostumbrado a que el mundo se plegara a su voluntad. El juicio de Bailey reunía todas las características de un espectáculo público. Hacía días que el periódico local venía publicando en primera plana las noticias relacionadas con la detención y las emisoras de radio se apresuraban a hablar del asunto nada más comenzar los boletines horarios y también durante los resúmenes que daban cada media hora.

    Un equipo de televisión con una cámara portátil pasó por nuestra derecha, camino de la escalinata, sin saber que el padre del procesado estaba al alcance del objetivo. Royce se volvió para mirarles con odio y esbozó una discreta sonrisa de resentimiento.

    —Será mejor que entremos ya —dije.

    Bajamos las escaleras muy despacio. Quería ayudarle, pero al mismo tiempo me dominaba para que no se sintiera ofendido. En aquel estoicismo suyo había algo autoescarnecedor. Se sentía siniestramente orgulloso de haber resistido tanto, de haber obligado al cuerpo a cumplir sus órdenes, sin reparar en las consecuencias.

    A un lado del pasillo del sótano se extendía una sucesión de ventanas y dos túneles que comunicaban con una sala de autos. Tanto el túnel de entrada como las gradas de la sala estaban llenos de espectadores, y algunos reconocieron a Royce cuando entramos. La muchedumbre nos abría paso en silencio y desviaba la mirada a medida que avanzábamos. Llegamos a la tercera fila y los que ya la ocupaban se apretaron para hacernos sitio. Se oían los mismos murmullos apagados que en las iglesias, momentos antes de comenzar la misa. Casi todos se habían puesto la ropa de los domingos y el aire parecía electrizado a causa de los conflictivos perfumes que lo impregnaban. Nadie dirigía la palabra a Royce, pero me daba cuenta de que la gente que nos rodeaba se daba codazos y le señalaba con el dedo. Si se sentía humillado por aquella reacción, no manifestaba el menor indicio de que fuera así. Había sido un miembro respetable de la comunidad, pero la mala reputación de Bailey lo había cubierto de lodo. Cuando acusan de asesinato a un hijo nuestro es como si nos acusaran a nosotros de haber fracasado estrepitosamente. Puede que sea injusto, pero siempre queda en el aire una pregunta: ¿qué habremos hecho para que un muchacho antaño inocente llegue al extremo de matar a sangre fría a otro ser humano?

    Había consultado los procesos del día en el tablón de anuncios del pasillo de la planta baja. Aparte del de Bailey, iban a celebrarse diez juicios aquella misma mañana. La puerta de la cámara del juez estaba cerrada. La ujier, una señora delgada y de buen aspecto que vestía un uniforme azul marino, estaba ante una mesa situada al pie del tribunal a la derecha. El escribano, es decir, la escribana, porque también era mujer, se encontraba a la izquierda, ante una mesa idéntica. Los abogados presentes eran unos doce, casi todos con traje oscuro de corte conservador, camisa blanca, corbata discreta, zapatos negros. Sólo una mujer.

    Observé el gentío mientras aguardábamos el comienzo de la vista. Shana Timberlake estaba sentada una fila detrás de nosotros, al otro lado del pasillo. Los tubos fluorescentes le habían borrado la mentida juventud y pude ver los surcos profundos que la edad, el hastío y las indeseadas compañías de muchas noches le habían formado en el rabillo de los ojos. Era de espaldas anchas y pechos voluminosos, delgada de cintura y caderas, y vestía camisa de franela y tejanos. Como madre de la víctima, era libre de vestir como le diera la gana. Tenía el pelo casi negro, con mechas plateadas en distintos lugares, lo llevaba peinado hacia atrás y se lo sujetaba con un pasador en lo alto de la cabeza. Me dirigió una mirada encendida y de mal agüero y aparté los ojos. Sabía que yo estaba con Royce. Cuando me giré por segunda vez advertí que le observaba como calculando fríamente la salud física del anciano.

    Me llamó la atención una mujer que bajaba por el pasillo. Tendría poco más de treinta años, era delgada, de piel cetrina y llevaba un vestido de punto de color albaricoque que ostentaba una mancha a la altura del dobladillo. Se había puesto encima un suéter blanco y calzaba calcetines blancos de algodón y zapatos blancos de tacón alto. Parecía haberse teñido el pelo con agua oxigenada y se lo sujetaba con una cinta ancha y de aspecto vulgar. La acompañaba un hombre que supuse era su marido. Éste parecía tener alrededor de treinta y cinco años, tenía el pelo rizado y rubio y era uno de esos guaperas de morro salido que nunca me han caído bien. Perla estaba con ellos y me pregunté si el rubio sería el hijo que según Perla había visto a Bailey y a Jean Timberlake la noche en que habían matado a ésta.

    Los murmullos subieron de volumen en la parte trasera de la sala y me volví a mirar. La atención de la multitud se concentraba en un punto, del mismo modo que en el curso de una boda se concentra en el lugar por donde aparece la novia un segundo antes de echar a andar por el pasillo central de la iglesia. Acababan de aparecer los detenidos y el espectáculo era francamente estremecedor: nueve hombres esposados y aherrojados que se esforzaban por avanzar arrastrando los grilletes. Vestían el uniforme carcelario: una camisa de algodón, confeccionada de cualquier manera, de color naranja, gris claro o negro, un pantalón gris o azul claro del mismo material con la palabra cárcel en el fondillo, calcetines blancos de algodón y esas sandalias de plástico que en algunos lugares suelen llamar chanclas. Casi todos eran jóvenes: cinco hispanos y tres negros. Bailey era el único anglosajón. Con los ojos gachos y las mejillas enrojecidas, era la estrella del grupo y parecía estar avergonzado hasta la médula. Sus colegas, por lo visto, sabían punto por punto lo que iba a sucederles y saludaban con la cabeza a los amigos y parientes que había entre el público. Casi todos los presentes habían acudido a ver a Bailey Fowler, pero ninguno envidiaba su situación. Un agente los escoltó hasta el banquillo, donde les quitó las cadenas por si alguno tenía que salir a declarar. Los detenidos se sentaron y se prepararon, como todos los demás, para contemplar la función.

    El alguacil canturreó lo de «todos en pie» y nos levantamos obedientemente cuando apareció el juez y tomó asiento. El juez McMahon era un individuo cuarentón y con ademanes de hombre práctico. Rubio y vestido con pulcritud, parecía de esos que juegan mucho a frontón y squash y que acaban fulminados por un ataque al corazón a pesar de haber gozado de una salud de hierro toda la vida. Como a Bailey iban a juzgarlo en último lugar, nos entretuvimos contemplando las pequeñas situaciones dramáticas que se producían en relación con los procedimientos de rigor. En cierto momento se tuvo que llamar a un intérprete para que mediara en el interrogatorio de dos procesados que no entendían inglés. Algunos documentos estaban mal clasificados. Se pospusieron dos juicios. Durante otra vista se supo que se había perdido un fajo de papeles, el juez se puso furioso porque el fiscal no podía demostrar que los había enviado y la defensa, como es lógico, no estaba preparada para desempeñar su cometido. Otros dos acusados, que ya estaban en libertad, se encontraban entre el público y tuvieron que salir cuando se les llamó.

    En cierto momento, un funcionario sacó un manojo de llaves y le quitó las esposas a un detenido para que pudiera conferenciar con su abogado al fondo de la sala. Mientras se desarrollaba esta conversación, otro detenido se enzarzó con el juez en una discusión interminable porque se quería defender solo. A McMahon no le hizo gracia la idea y se pasó diez minutos lanzando advertencias, amonestaciones, consejos y reprimendas. El detenido se mantuvo en sus trece. Al final, el juez no tuvo más remedio que acceder a la petición del detenido, dado que le correspondía por derecho, aunque el asunto le puso de muy mal humor. Mientras estas cosas tenían lugar, se apreciaba entre el público una agitación extraña que originaba conversaciones a media voz y risas ahogadas. Se preparaban para el número estelar y allí los tenías a todos, soportando historias baratas de agresiones sexuales y robos con escalo. No me habría extrañado que se hubieran puesto a silbar y patalear, como suele hacerse en los cines de barrio cuando se retrasa el comienzo de la película.

    Jack Clemson había estado todo el rato apoyado en la pared y hablando en voz baja con el colega que tenía al lado. Cuando le tocó el turno a Bailey, se enderezó, cruzó la sala, habló con una funcionaria y ésta le quitó las esposas al detenido. Defensor y acusado se apartaron un poco y en aquel punto alguien que se encontraba al fondo de la sala gritó. El juez levantó la cabeza con brusquedad y todo el mundo se volvió al mismo tiempo. Junto a la puerta había un hombre con pasamontañas rojo y una escopeta de cañones recortados.

    —¡QUIETOS! —gritó—. Que nadie se mueva de donde está.

    Hizo fuego una vez, sin duda para conseguir lo que se proponía. El estampido fue ensordecedor, los perdigones se llevaron por delante la cadena de una de las lámparas y ésta se vino abajo. Se produjo una lluvia de vidrios rotos y la gente empezó a chillar y a empujarse para ponerse a cubierto. Un niño se puso a berrear. Todo el mundo se echó al suelo y yo hice lo propio. El padre de Bailey seguía sentado en su sitio, paralizado por la sorpresa. Estiré la mano y lo agarré por la pechera de la camisa. Tiré de él y me puse debajo para amortiguar su caída. Forcejeó con ánimo de incorporarse, pero en su estado no hacía falta mucha fuerza para obligarle a obedecer. Oteé el campo de batalla y vi que uno de los funcionarios reptaba boca abajo por el pasillo, protegido por los bancos de madera.

    Había tenido tiempo de echar un vistazo al intruso y habría jurado que era Tap y que las manos le temblaban. Como era de baja estatura, su porte no parecía muy amenazador; además, tenía todo el cuerpo en tensión a causa del miedo. Lo realmente amenazador era la escopeta y el chorro cónico de plomo que podía salir por los anchos cañones, la destrucción indiscriminada que podía ocasionar si encogía el dedo sin querer. Cualquier movimiento inesperado podía sobresaltarle y hacerle apretar el gatillo. Al otro lado de Royce se hallaban dos mujeres que sollozaban histéricamente y se abrazaban con furia como si fueran amantes.

    —¡VAMOS, BAILEY, SAL DE AQUÍ DE UNA PUTA VEZ! —chilló el encapuchado. La voz se le quebró a causa del miedo y al echar otro vistazo por encima de los asientos sentí un escalofrío. Sólo podía ser Tap.

    Bailey estaba pasmado. A pesar de que tenía el escepticismo pintado en los ojos, se puso en movimiento. Saltó de un brinco la barandilla de madera y echó a correr por el pasillo en dirección a la puerta trasera en el preciso momento en que Tap apretaba el gatillo otra vez. En la pared había un retrato enmarcado y grande del gobernador civil y el chorro de partículas blanquecinas que brotó del arma perforó el vidrio, el marco de madera y el lienzo; el cuadro saltó por los aires y se desintegró. De la muchedumbre surgió una ola de gritos y lamentos. Bailey había desaparecido ya. Tap cargó la escopeta y disparó otros dos cartuchos mientras salía de espaldas de la sala de autos. Oí un rumor de carreras. Una puerta exterior se cerró de golpe y a continuación sonaron gritos y disparos.

    En la sala de autos reinaba el caos. No vi por ninguna parte ni a la ujier ni a la escribana, y en cuanto al juez, la intuición me decía que había corrido a cuatro patas para escapar de allí cuanto antes. Una vez que hubo desaparecido el peligro inmediato, la multitud echó a correr hacia la tribuna del juez, empujándose y apelotonándose, presa del pánico, para huir por las dependencias que había detrás. Perla apremiaba a su hijo y a su nuera a escapar por la salida de incendios, la alarma se disparó y llenó el edificio de timbrazos insoportables.

    En el pasillo había un individuo dando gritos ininteligibles. Me dirigí hacia allí doblada por la cintura, por lo menos hasta que se controlase la situación. No quería que me alcanzaran los perdigones si había más escopetazos. Pasé junto a una mujer que sangraba profusamente a causa de un trozo de vidrio que le había dado en plena cara. Alguien le tapaba ya las heridas con un paño; junto a la mujer había dos niños pequeños abrazados y llorando. Llegué a la puerta trasera y la abrí. Shana Timberlake estaba apoyada en la pared de mi izquierda, pálida y con unas ojeras más negras que el carbón.

    En la calle sonaba ya el alarido espiral de las sirenas de la policía.

    A través de los lienzos de cristal que componían una de las paredes del pasillo vi que varios agentes de policía bajaban corriendo las escaleras. Un grupo de mujeres chillaba sin cambiar de nota como si el tiroteo hubiera abierto la compuerta de una angustia reprimida durante años. La muchedumbre histérica alcanzó el pasillo al galope, avanzó un trecho y de repente se dispersó.

    Tap Granger yacía de espaldas en el suelo, con los brazos abiertos como si estuviera tomando el sol. Le habían levantado el pasamontañas y lo tenía bajo la nuca, fláccido como la cresta de un gallo. Llevaba una camisa de manga corta en la que podían apreciarse los pliegues que le había marcado su mujer al planchársela. Tenía los brazos muy delgados. Parecía muerto. No vi a Bailey por ninguna parte.

    Volví a la sala de autos y por primera vez me di cuenta de que el suelo estaba sembrado de escombros y cristales rotos. Royce Fowler se había puesto en pie y se tambaleaba indeciso entre las filas de bancos vacíos. La boca le temblaba.

    —Dígame inmediatamente si ha tenido algo que ver con esto —dije.
    —¿Dónde está Bailey? ¿Dónde está mi hijo? Lo matarán como a un perro.
    —No, no lo harán. Va desarmado. Ya lo encontrarán. Entonces, ¿no sabía usted que esto iba a ocurrir?
    —¿Quién era el del pasamontañas?
    —Tap Granger. Está muerto.

    Se dejó caer en un banco y apoyó la cabeza en las manos. Los escombros que tenía bajo los pies emitieron un crujido agudo. Bajé los ojos y advertí que el suelo estaba sembrado de partículas blancas.

    Me sentí perpleja, me agaché y cogí un puñado.

    —¿Qué es esto? —dije. Al instante supe lo que era, pero seguía sin tener sentido. Tap había cargado la escopeta con cartuchos de sal.


    Capítulo 9


    Royce estaba al borde de un ataque de nervios cuando llegamos al motel, y tuve que ayudarle a meterse en la cama. Ann y Ori se habían enterado de todo en el consultorio del médico y volvieron a casa inmediatamente; llegaron minutos después que nosotros. Según los boletines de noticias, Bailey Fowler era «un asesino suelto, seguramente armado y peligroso». Las calles de Floral Beach estaban ya totalmente vacías, como suele suceder después de una catástrofe natural. En nuestra manzana sólo se oían portazos, el ruido de los cerrojos que se echaban mientras se ponía a los niños pequeños a buen recaudo y las señoras mayores espiaban tras los visillos. No sé por qué pensaba la gente que Bailey podía ser tan imbécil como para esconderse en casa de sus padres. A los de la comisaría del sheriff por lo visto se les ocurrió lo mismo, porque se presentó en el motel un agente con uniforme de color madera para sostener una conversación larga y extraoficial con la hermana del evadido mientras miraba a todas partes sin parar con la mano en la culata del revólver, en busca (digo yo) de algún indicio que le revelase que el evadido se había refugiado allí.

    En cuanto se fue el coche patrulla, empezaron a llegar simpatizantes con regalos y palabras solemnes. Había visto a algunas de aquellas personas en la sala del juzgado, aunque entonces no había sabido decir si su presencia se debía a la solidaridad o a un deseo morboso de participar en aquel drama por entregas. Llegaron dos señoras del vecindario, una me dijo que se llamaba Emma, la otra, Maude; eran hermanas y conocían a Bailey desde pequeño. También se presentó Robert Haws, el cura de la Iglesia Baptista, acompañado de su esposa June y de otra anciana que dijo ser la señora Burke, propietaria de la lavandería que había a dos manzanas del motel. Sólo podía quedarse un minuto, pero se ofreció para lo que hiciera falta. Pensé que a lo mejor ofrecía a la familia precios especiales en Lavatodo, pero estaba claro que estas cosas sólo se me ocurrían a mí. A juzgar por la cara que ponía la señora Maude, no le gustó la tarta de queso congelada que la propietaria de la lavandería acababa de comprar en la tienda de comestibles para agasajar a los Fowler. La señora Maude y la señora Emma cambiaron una mirada que me dio a entender que no era la primera vez que la señora Burke ponía de manifiesto su falta de sensibilidad culinaria. El teléfono sonaba sin parar. La señora Emma se autodesignó telefonista, atendió las llamadas y elaboró una lista de nombres por si Ori se sentía con fuerzas para devolver las llamadas más tarde.

    Royce no quería ver a nadie, pero Ori recibía a todos en la cama para contarles una y otra vez las circunstancias en que se había enterado de lo sucedido, cuál había sido su primera reacción, cuándo se había percatado de la realidad de los hechos y cómo se había puesto a aullar de tristeza hasta que el médico le había dado un calmante. Sin parar mientes en que a Tap Granger lo habían cosido a balazos y en que su hijo se había convertido en un fugitivo de la justicia, vivía lo ocurrido como si fuese un episodio secundario de El Show de Ori Fowler, del que ella era la protagonista indiscutible. Antes de que pudiera escabullirme, el cura nos dijo que rezáramos con él una oración. Confieso que nadie me ha enseñado cómo se reza. Por lo que sé, hay que unir las manos, bajar la cabeza con solemnidad y no espiar a los que tenemos al lado. Y no es que me oponga a las prácticas religiosas en cuanto tales. Pero me carga que los demás quieran imponerme sus gustos y opiniones. Cada vez que los Testigos de Jehová llaman a mi puerta, les pregunto dónde viven y les prometo que al cabo de una semana iré a verles para darles la lata con lo que yo pienso.

    Mientras el cura se dirigía al Señor para interceder por Bailey Fowler, me fugué mentalmente y me puse a observar a su mujer. June Haws era una cincuentona de un metro sesenta de estatura que, al igual que casi todas las mujeres gordas, había llevado una vida sedentaria. Sin ropa tenía que parecer una catarata de michelines más blancos que la harina. Llevaba unos guantes blancos de algodón y, a la altura de la muñeca, se le veía un poco de ungüento amarillo de los que manchan. Tenía la cara abotargada y sus miembros eran de los que aparecen en las ilustraciones de las revistas médicas para que sepamos cómo son los eccemas y las erupciones más desagradables.

    Cuando el padre Haws puso punto final a su interminable plegaria, Ann murmuró una disculpa y se fue a la cocina. Estaba claro que adoptaba un papel servil para escabullirse siempre que podía. Fui tras ella y, para ayudarla, me puse a ordenar tazas y platitos y a llenar de pastas varias fuentes cubiertas con servilletas de colores, mientras ella cogía la cafetera grande de acero inoxidable que solía estar en la oficina de recepción. En el poyo de mármol de la cocina vi una cacerola de atún con patatas, tallarines al horno con carne picada, y dos moldes para gelatina (uno con cerezas y macedonia de frutas, el otro con lima y zanahoria rallada) que Ann me dijo que pusiera en el congelador. Hacía sólo hora y media que Bailey se había fugado del juzgado en medio de un tiroteo. No sabía que la gelatina se hiciera con tanta rapidez, pero aquellas piadosas damas sin duda conocían trucos a base de cubitos de hielo para preparar ensaladas y postres rápidos en las situaciones apremiantes como la presente. Fantaseé con que en el manual de cocina de la parroquia de aquellas damas apostólicas había un capítulo dedicado a las Tapas Fúnebres de Urgencia, confeccionables con ingredientes que pudieran conservarse en la despensa hasta que ocurriese un siniestro inesperado.

    —¿Os echo una mano? —preguntó June Haws desde la puerta. Con aquellos guantes de algodón se diría que acababa de transportar el ataúd de alguno que hubiera fallecido a causa de la misma enfermedad cutánea que ella padecía. Puse fuera de su alcance una fuente de pastas y le acerqué una silla para que pudiera sentarse.
    —Oh, no, querida —dijo—. No me gusta quedarme sentada. Ann, cielo, deja que me ocupe yo de todo mientras tú descansas los pies.
    —Nos apañamos solas, gracias —dijo Ann—. Lo que sí podrías hacer es dar conversación a mamá para que deje de pensar en Bailey.
    —Haws le está leyendo la Biblia. Es increíble lo que ha sufrido esa mujer. Es para romper el corazón a cualquiera. ¿Y tu padre? ¿Está bien?
    —Bueno, se llevó un susto de muerte.
    —Desde luego, desde luego. Pobre hombre. —Se me quedó mirando—. Soy June Haws. Creo que no nos han presentado.
    —Lo siento, June —intervino Ann—. Ella es Kinsey Millhone. Es investigadora privada y papá la contrató para que nos echara una mano.
    —¿Investigadora privada? —dijo con incredulidad—. Creía que esos oficios no existían más que en las películas de televisión.
    —Mucho gusto en conocerla —dije—. Me temo que nuestro trabajo es bastante menos emocionante que en las películas.
    —Eso espero. Sólo con ver los tiroteos y las persecuciones en coche se me hiela la sangre. Pero no me parece la ocupación idónea para una joven tan simpática.
    —No soy tan simpática —dije con modestia.

    Se echó a reír, pensando que era una broma. Evité nuevos sondeos cogiendo una fuente de pastas.

    —Voy a llevarles esto —murmuré y me dirigí a la habitación contigua.

    Reduje la velocidad cuando estuve en el pasillo, atrapada entre las lecturas bíblicas de una estancia y las condolencias tópicas de la otra. Me quedé en el umbral de la puerta sin acabar de decidirme. Dwight Shales, el director del instituto, se había presentado en mi ausencia. Estaba de palique con la señora Emma y no me vio entrar. Di la fuente de pastas a la señora Maude, murmuré una disculpa y me dirigí a la oficina de recepción. El padre Haws recitaba un pasaje bíblico impresionante, lleno de asedios y pillajes, peste, langostas carnívoras y aflicción. En comparación, la suerte de Ori parecía un juego de niños, lo cual era sin duda el objetivo que se buscaba.

    Subí a mi cuarto. Era casi mediodía y recelaba que los reunidos se quedarían a comer. Con un poco de suerte, me escabulliría por las escaleras exteriores y llegaría al coche antes de que se dieran cuenta de que me había ido. Me remojé la cara y me pasé el peine por el pelo. Tenía ya la cazadora en una mano y el tirador en la otra cuando llamaron a la puerta. Durante una fracción de segundo pensé que era Dwight Shales. Tal vez le habían dado el visto bueno para hablar conmigo. Abrí.

    Pero era el padre Haws quien estaba en el pasillo.

    —No la molesto, ¿verdad? —dijo—. Ann me dijo que seguramente estaría usted en su cuarto. No hemos tenido ocasión de presentarnos. Soy Robert Haws, de la Iglesia Baptista de Floral Beach.
    —¿Qué tal?
    —Muy bien, gracias. June, mi mujer, me ha dicho que ha pasado un rato muy agradable charlando con usted. Y me ha sugerido que le preguntara si querría venir esta noche a la iglesia para repasar la Biblia todos juntos.
    —Muy amable —dije—. La verdad es que no sé dónde estaré esta noche, pero se lo agradezco de todos modos. —Me avergüenza confesarlo, pero empezaba ya a imitar la cordialidad empalagosa y falsamente espontánea que se dispensaban aquellos individuos cuando hablaban entre sí.

    Al igual que su mujer, el padre Haws aparentaba cincuenta y tantos años, aunque en mi opinión envejecía mejor que ella. Era redondo de cara y guapo al estilo de Spencer Tracy: gafas bifocales con montura metálica y pelo rojizo con mechas canosas, muy corto y tal vez rizado con tenacillas. Vestía un traje normal de cuadritos de colores apagados, camisa negra y un alzacuello que en un protestante como él parecía más bien un adorno. No sabía que los baptistas los llevaran. Y aquel hombre tenía todo el encanto y la desenvoltura de quien se ha pasado la vida adulta recibiendo agasajos piadosos.

    Nos dimos la mano. Me la retuvo y le dio una palmadita mientras me miraba a los ojos con insistencia cristiana.

    —Tengo entendido que es usted de Santa Teresa. ¿No conocerá por casualidad a Millard Alston, de la Iglesia Baptista de Colgate? Fuimos juntos al seminario. No me atrevo a decirle cuánto tiempo ha pasado desde entonces.

    Liberé la mano de su húmedo apretón con una sonrisa de cordialidad.

    —No me suena el nombre. La verdad es que no voy mucho por Colgate, aunque está muy cerca de donde vivo.
    —¿A qué iglesia pertenece usted? No irá a decirme que es una vulgar metodista. —Lo dijo riéndose, para demostrarme que tenía un sentido del humor muy suyo.
    —Pues no —dije.

    Oteó la habitación por encima de mis hombros.

    —¿Viaja con usted su marido?
    —No, la verdad es que no. —Consulté la hora—. Hostia, qué tarde. —La «hostia» casi se me atragantó, pero no pareció molestarle.

    Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones para subírselos discretamente.

    —Lamento que se vaya usted tan pronto. Si el domingo que viene sigue en Floral Beach, podría venir a la misa de once y luego comeríamos todos juntos. June no cocina ya a causa de su estado, pero tendríamos mucho gusto en invitarla al restaurante El Manzanar.
    —Muchas gracias. Me gustaría aceptar, pero no sé si el fin de semana estaré aquí todavía. En otra ocasión.
    —Es usted una joven difícil que rehúye los compromisos —murmuró. Parecía un pelín irritado y deduje que no estaba acostumbrado a que rechazaran sus zalameras proposiciones.
    —Y que lo diga —contesté. Me puse la cazadora mientras salía al pasillo. El padre Haws se hizo a un lado, pero siguió pegado a mí de un modo excesivo para mi gusto. Cerré a mis espaldas y eché la llave. Me dirigí a las escaleras y el cura me siguió.
    —Lamento irme tan bruscamente, pero tengo una cita. —Había reducido al mínimo la falsa espontaneidad y la cordialidad empalagosa.
    —En este caso no la molesto más.

    Cuando lo miré por última vez estaba en lo alto de las escaleras exteriores, observándome con una frialdad que desmentía la amabilidad de la superficie. Puse el motor en marcha y esperé a que volviera a entrar para reunirse con los Fowler. No me hacía gracia que merodease por mi cuarto mientras yo estaba fuera.

    Recorrí cosa de un kilómetro por la carretera que ponía a Floral Beach en comunicación con la autopista, que estaba a unos dos kilómetros al norte. Llegué a la entrada principal de las termas El Eucalipto y giré para entrar en el aparcamiento. El folleto informativo que había hojeado en el motel decía que los manantiales sulfurosos los habían descubierto dos hombres que perforaban el suelo en busca de petróleo a fines de la década de 1800–1810. En vez de levantar una torre metálica, construyeron un balneario con caldas terapéuticas para los californianos enfermos que llegaban en tren y que se apeaban en la diminuta estación que había al cruzar la carretera. Un plantel de médicos y enfermeras atendía a los achacosos y les ofrecía un surtido de remedios consistente en baños de barro, fórmulas magistrales, tratamiento a base de hierbas y terapia hidroeléctrica. El balneario se arruinó enseguida y estuvo fuera de servicio hasta la década 1930–1940, en que se construyó el hotel que hay en la actualidad. Experimentó otra resurrección a principios de los años setenta, cuando volvieron a ponerse de moda los balnearios. Actualmente, además de los cincuenta baños que jalonaban la falda montañosa a la sombra de las encinas y lo eucaliptos, había canchas de tenis, una piscina de agua caliente, cursillos de aerobic, un gabinete de belleza facial, masajes, clases de yoga y asesoría dietética.

    El hotel era una construcción de dos plantas, un chocante estilo arquitectónico epígono del modernismo español que había florecido aquí en los años treinta, rematado con torrecillas, esquinas sensualmente achaflanadas y muros de aspecto vítreo . Me dirigí a recepción por una vereda cubierta que la sombra continua y la ausencia absoluta de sol mantenían a una temperatura fresca. De cerca, la fachada, enlucida con yeso, revelaba grietas que culebreaban desde los cimientos hasta las tejas de terracota, que con el paso del tiempo se habían vuelto de color canela. El olor azufrado de las termas se mezclaba desagradablemente con el aroma de las hojas húmedas. Daba la sensación de que había escapes, goteras que empapaban el suelo. Es posible que dentro de unos años encuentren bidones enterrados con residuos ponzoñosos.

    Di un rodeo y subí los peldaños de madera que recorrían la ladera montañosa por detrás del hotel. Las cabañas estaban diseminadas y todas contenían un baño rodeado de una plataforma de madera. Para proteger a los bañistas del público se habían levantado estratégicamente unas vallas de madera gastada por el tiempo y los elementos. Cada receptáculo tenía un nombre, acaso para facilitar las identificaciones en las oficinas de la institución. Pasé por delante de «Serenidad», de «Meditación», de «Crepúsculo» y de «Paz», mientras pensaba con inquietud cuánto se parecían aquellos nombres a los de las «salas de reposo» de ciertas funerarias que conocía. Vi dos bañeras vacías y cubiertas de hojas secas. Flotando en el agua de una, como si fuera un pellejo, había una especie de tapa de plástico opaco. Volví a bajar por los peldaños de madera, pensando en la suerte que tenía por no necesitar un baño de aquéllos.

    Ya ante el edificio principal, empujé las puertas de vidrio y entré en el vestíbulo. Tenía un aspecto más acogedor, aunque se parecía a un Centro de Jóvenes Cristianas con dificultades económicas. Los suelos eran mosaicos de baldosas blancas y negras y el olor a Pine–Sol, que lo impregnaba todo, indicaba que habían pasado la fregona no hacía mucho. De algún lugar perdido en el interior del edificio llegaban los típicos ecos que se producen en las piscinas cubiertas y las voces de mando de una mujer con acento alemán: «¡Patalea! ¡Aguanta! ¡Patalea! ¡Aguanta!». Contrapunteando las órdenes, oía un chapoteo torpe que me hizo pensar en la noche de bodas de dos hipopótamos.

    —Usted dirá.

    La recepcionista había salido de una oficina minúscula que había a mis espaldas. Era alta, huesuda, la clásica elementa que se probaba lo más grande que veía cada vez que iba a comprar ropa. Estaría a punto de cumplir los cincuenta, tenía el pelo rubio muy claro, pestañas canosas y una piel blanca e inmaculada. Sus manos y sus pies eran enormes y los zapatos que calzaba eran de los cerrados, de los que llevan las celadoras de las cárceles de mujeres.

    Le di mi tarjeta y me presenté.

    —Busco a cualquiera que recuerde a Jean Timberlake. Me miró con fijeza y expresión impasible.
    —Pruebe a hablar con mi marido, el doctor Dunne. Lamentablemente, está fuera.
    —¿Y cuándo volverá?
    —No lo sé con certeza. Deme su teléfono y cuando vuelva le diré que la llame.

    Nos miramos a los ojos. Los suyos eran de ese gris implacable que tiene el cielo invernal antes de la llegada de las nieves.

    —¿Y usted? —dije—. ¿Conoció a la chica?

    Guardó silencio durante unos instantes. Luego, con mucha cautela:

    —Sabía quién era.
    —Tengo entendido que trabajaba aquí cuando murió.
    —Creo que no vale la pena que hablemos de eso, señorita —miró la tarjeta— Millhone.
    —¿Hay algo malo en ello?
    —Si me dice adónde se la puede llamar, le diré a mi marido que se ponga en contacto con usted.
    —Habitación 22 del motel Calle del Océano, en...
    —Sé dónde está. Si mi marido dispone de tiempo, la llamará, no se preocupe.
    —Fantástico. Así no habrá que enviar ninguna citación judicial. —Era un farol, por supuesto, y puede que la yegua lo recelase, pero disfruté de lo lindo al ver que las mejillas se le coloreaban un tanto—. Si no da señales de vida, insistiré —dije.

    Sólo cuando estuve otra vez en el coche, me acordé de lo que decía el folleto sobre los propietarios. El doctor Joseph Dunne y señora habían comprado el hotel el mismo año en que había muerto Jean Timberlake.


    Capítulo 10


    Eran las doce y treinta y cinco cuando di la vuelta en la calle principal de Floral Beach y detuve el coche delante de los Billares Perla. El rótulo de la entrada decía que el horario de los días laborables era de once de la mañana a dos de la madrugada. La puerta estaba abierta. El aire acumulado durante la noche anterior salía en forma de brisa perezosa que arrastraba olores de tabaco y cerveza derramada. En el interior olía a cerrado y hacía un poco más de calor que en la calle. Vi a Daisy en la puerta trasera, en el momento en que sacaba una enorme bolsa de plástico, llena de basura. Me dirigió una mirada indiferente, pero intuí que no estaba de buen humor. Me instalé ante la barra. No había más clientes en el establecimiento. Vacío el local parecía más aburrido incluso que la noche anterior. Se había barrido el suelo y al pie de la escoba vi un montón de cáscaras de cacahuete y colillas, que aguardaba al lado del recogedor apoyado junto a aquélla. Oí el golpe producido por la puerta trasera y Daisy reapareció limpiándose las manos en el paño que le colgaba del cinturón. Se me acercó con actitud recelosa, sin mirarme directamente a los ojos.

    —¿Cómo va la investigación?
    —Disculpa si anoche n o me identifiqué como es debido.
    —¿Y a mí qué me importa? Me trae sin cuidado quién seas.
    —Tal vez, pero no fui del todo sincera con Tap y ahora me siento culpable.
    —Oh, sí, se nota que has llorado mucho.

    Me encogí de hombros.

    —Ya sé que no es muy convincente lo que digo, pero es la verdad. Pensaste que le estaba sonsacando y en cierto modo fue así.

    No hizo ningún comentario. Se detuvo y me miró fijamente. Al cabo del rato, dijo:

    —¿Quieres una Coca–Cola? Yo voy a tomar una.

    Asentí con la cabeza y vi que cogía dos jarras y que las llenaba poniéndolas bajo el grifo que había debajo del mostrador. Me puso una delante.

    —Gracias.
    —Por ahí se comenta que te contrató Royce —dijo—. A saber por qué lo habrá hecho.
    —Quiere que a Bailey se le declare inocente de la acusación de asesinato.
    —Tendrá que esperar sentado después de lo ocurrido esta mañana. Si Bailey es inocente, ¿por qué huyó?
    —La gente hace cosas imprevistas cuando está sometida a una gran tensión. Parecía desesperado cuando hablé con él en la cárcel. Puede que al aparecer Tap de repente pensara que aquello era una solución.
    —Nunca destacó por su sentido común —dijo Daisy en tono despectivo.
    —Eso parece.
    —¿Y Royce? ¿Qué tal está?
    —No muy bien. Se fue a la cama inmediatamente. Ori está con un grupo de amigos que le hace compañía.
    —Esa mujer nunca ha sido santa de mi devoción —dijo Daisy—. ¿Hay alguna noticia sobre Bailey?
    —No, que yo sepa.

    Se puso a hacer cosas detrás de la barra mientras llenaba un fregadero de agua caliente con jabón y otro de agua limpia para aclarar. Empezó lavando las jarras de cerveza utilizadas la noche anterior. Lo hacía con movimientos mecánicos y según las aclaraba las ponía a secar sobre un trapo que tenía a la derecha.

    —¿Qué querías de Tap?
    —Quería saber qué podía decirme acerca de Jean Timberlake.
    —Oí que le preguntabas por los atracos que habían cometido juntos.
    —Me interesaba averiguar si su versión coincidía con la de Bailey.
    —¿Y coincidía?
    —Más o menos —dije. La observé mientras trabajaba. ¿Por qué se le había despertado de pronto la curiosidad? Por supuesto, no tenía intención de decirle nada sobre los 42.000 dólares que según Tap habían desaparecido—. ¿Quién le llamó anoche? ¿Reconociste la voz?
    —Un hombre. No era ninguno de los que veo habitualmente. Tal vez haya hablado con él en alguna ocasión, pero no te lo puedo asegurar. Aunque recuerdo que había algo raro en la llamada —puntualizó—. ¿Crees que tuvo algo que ver con el tiroteo?
    —Yo diría que sí.
    —Yo pienso lo mismo. Sobre todo por la brusquedad con que se marchó. Pero estaría dispuesta a jurar que no era Bailey.
    —No es probable que fuera él —dije—. A esa hora no le habrían dejado utilizar el teléfono de la cárcel y, en cualquier caso, no habría podido reunirse con Tap. ¿Por qué has dicho que había algo raro en la llamada?
    —Era una voz extraña. Profunda. Y hablaba como si se hubiera atiborrado de pastillas, como si hubiera sufrido un ataque.
    —¿Cómo si tuviera un defecto en la lengua?
    —Algo así. Pero tendría que hacer memoria y no me interesa en absoluto meterme en este lío. —Hizo una pausa momentánea, cabeceó y cambió de tema—. Por quien lo siento es por Joleen, la mujer de Tap. ¿Has hablado con ella?
    —Aún no. Supongo que antes o después tendré que hacerlo.
    —Cuatro críos . Y otro en camino.
    —Mala suerte. Ojalá ese hombre hubiera usado la cabeza. Era imposible conseguir lo que se proponía. Los agentes siempre van armados. No tenía la menor posibilidad —dije.
    —Puede que ésa fuera su intención.
    —¿La intención de quién?
    —De quien lo metiera en esto. Yo conocía a Tap desde que cumplió los diez años. Créeme, no tenía mollera suficiente para concebir un plan así.

    La miré con fijeza.

    —Buena observación —dije. Porque la operación podía haber sido una trampa en la que se esperaba que Bailey también cayera, para matar así dos pájaros de un tiro. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la lista de los compañeros de clase de Jean Timberlake—. ¿Sigue viviendo aquí alguno de éstos?

    Cogió el papel y sacó unas gafas del bolsillo de la camisa. Se enganchó en las orejas el extremo de las patillas. Estiró el brazo para alejar el papel de los ojos y repasó los nombres con la cabeza echada hacia atrás.

    —Éste está muerto. Iba conduciendo y se salió de la carretera hace unos diez años. Lo último que supe de este otro es que se fue a vivir a Santa Cruz. Los demás siguen aquí o en San Luis. ¿Vas a hablar con todos?
    —Si no hay más remedio.
    —David Poletti es dentista, tiene el consultorio en Marsh. Podrías empezar por él. Es un hombre muy simpático. Yo conocía mucho a su madre.
    —¿Era amigo de Jean?
    —Creo que no, pero seguramente sabía quién era.

    Resultó que David Poletti era dentista infantil y que los miércoles por la tarde se quedaba en el consultorio para poner al día sus papeles. Esperé un rato en el vestíbulo de tonos pastel, muebles que se despellejaban y un par de mesitas con publicaciones juveniles como Vidas Ejemplares, Jack and Jill y Señoritas. En esta última me llamó la atención una sección que se titulaba: «¡La cara se me puso como un tomate!», donde las jovencitas contaban experiencias turbadoras; casi todas las había tenido yo misma no hacía mucho. Por ejemplo, tirar un vaso de Coca–Cola que estaba en la barandilla del balcón. Los de abajo se quejaron, vaya si se quejaron.

    El personal del consultorio del doctor Poletti consistía en tres veinteañeras con pinta de Alicia en el País de las Maravillas, ojos grandes, sonrisa de caramelo, pelo largo y liso y respirando inocencia por todos los poros. Una música suave manaba de las paredes igual que chorritos de protóxido de nitrógeno. Cuando me hicieron pasar al consultorio, incluso tenía ganas de sentarme en el sillón articulado para que comprobasen el estado de mis encías con un raspador de acero inoxidable.

    Cuando nos dimos la mano, el doctor Poletti iba con una bata blanca con la pechera manchada aparatosamente de sangre. Advirtió la mancha al mismo tiempo que yo, se quitó la bata y la arrojó sobre una silla con una sonrisa de disculpa. Al quitársela había dejado al descubierto una camisa blanca de vestir y un chaleco de punto. Me indicó que me sentara mientras se ponía una chaqueta marrón de mezclilla y se estiraba los puños de la camisa. Tendría unos treinta y cinco años, era alto y de cara alargada. Le cubría la cabeza una maraña de rizos que le blanqueaba ya a la altura de las sienes. Sabía, por las fotos de los anuarios del instituto, que había jugado en la selección escolar de baloncesto y me lo imaginé acosado por las chicas en la cafetería–restaurante. No era un hombre guapo en el sentido técnico de la palabra, pero poseía cierto atractivo, una forma amable y caballerosa de conducirse que sin duda inspiraba confianza a las mujeres y a los niños. Sus cuencas oblicuas albergaban, tras las gafas de montura ligera y metálica, unos ojos pequeños de color castaño claro.

    Tomó asiento ante el escritorio. En primer plano destacaba una foto en color de su mujer y dos niños pequeños, seguramente para disuadir a las tres enfermeras de caer en fantasías tocantes a su disponibilidad.

    —Dice Tawna que quiere usted hacerme unas preguntas acerca de una antigua compañera de instituto. En vista de los recientes acontecimientos, supongo que se trata de Jean Timberlake.
    —¿La conocía usted?
    —No mucho. Sabía quién era, pero creo que no estuvimos nunca en la misma clase. —Cogió el molde de yeso de una dentadura que había encima de la mesa, los dientes de cuya parte inferior quedaban ocultos por los dientes superiores. Carraspeó para aclararse la garganta—. ¿Qué información desea usted en concreto?
    —Toda la que pueda proporcionarme. El padre de Bailey Fowler me ha contratado para que busque pruebas. Quiero empezar por Jean y continuaré según lo que averigüe.
    —¿Y por qué quiere hablar precisamente conmigo?

    Le conté que había hablado con Daisy y que ésta me había dicho que quizá pudiera darme él alguna información. Pareció relajarse un tanto y adoptar una actitud menos suspicaz, aunque siguió mirándome con recelo. Para entretenerse, alzó la mandíbula superior del molde, introdujo el dedo y palpó los apelotonados incisivos inferiores. Si en aquel punto le hubiera dado un martillazo al molde, el dentista se habría quedado con cuatro dedos y medio. La idea hizo que me concentrase en lo que me estaba diciendo.

    —Desde que detuvieron a Bailey he pensado mucho en aquel crimen. Fue horrible. Realmente horrible.
    —¿No estaría usted por casualidad en el grupo de chavales que encontró el cadáver?
    —No, no. Yo soy católico. Aquel grupo pertenecía a la Iglesia Baptista.
    —¿La de Floral Beach?

    Asintió con la cabeza y tomé nota mental del detalle, mientras pensaba en el padre Haws.

    —Me han dicho que no solía negarse cuando le hacían proposiciones.
    —Eso se decía. Algunas de mis pacientes tienen la edad que ella tenía entonces. Catorce, quince años. Parecen muy inmaduras. No me las imagino con una vida sexual activa y sin embargo estoy convencido de que más de una la tiene.
    —He visto fotos de Jean. Era muy guapa.
    —De poco le sirvió. No era como las demás. Muy mayor en unos aspectos y en otros muy ingenua. Supongo que pensó que regalando su cuerpo conquistaría la amistad de todos. Muchos chicos se aprovecharon. —Hizo una pausa para carraspear—. Disculpe —dijo. Se sirvió un vaso de agua de la botella que tenía encima del escritorio—. ¿Quiere usted también?

    Negué con la cabeza.

    —¿Alguno en particular?
    —¿Cómo?
    —Tal vez estuvo liada con algún conocido suyo.

    Me miró con mansedumbre.

    —No sabría decirle.

    La flecha de mi mentirómetro giró hasta ponerse en la franja roja.

    —¿Y usted?
    —¿Yo? —con una risa ahogada.
    —Sí, usted. ¿No estuvo liado con ella? —Vi que se ponía rojo y pálido a continuación, de modo que me dediqué a dar palos de ciego—. Hay quien dice que salían juntos. No recuerdo ahora quién me lo contó, pero es alguien que conocía a ambos.

    Se encogió de hombros.

    —Igual sí. De tarde en tarde. Nunca salimos con regularidad ni nada parecido.
    —Pero usted la conoció en la intimidad.
    —¿A Jean?
    —Doctor Poletti, ahórreme las adivinanzas y explíqueme qué relación tenía usted con ella. Hablamos de cosas que sucedieron hace diecisiete años.

    Guardó silencio durante unos instantes y entretanto jugaba con aquella dentadura de yeso que tanto le fascinaba.

    —No quisiera que nada de esto se divulgase.
    —Cuanto me diga será estrictamente confidencial.

    Se removió en el asiento.

    —Siempre me he reprochado la relación que tuve con ella. Lo que ocurrió. Me avergüenzo ahora porque no fui sincero. Creo que ella sí lo era.
    —Todos hacemos cosas de las que luego nos arrepentimos. Es parte del desarrollo juvenil. Pero después del tiempo transcurrido, ¿qué importancia puede tener?
    —Lo sé, tiene usted razón. Ignoro por qué me cuesta tanto hablar del asunto.
    —Tómese el tiempo que quiera.
    —Salí con ella. Durante un mes. Menos aún. Confieso que mis intenciones no eran muy respetables. Tenía diecisiete años. Ya sabe usted cómo son los muchachos a esa edad. Corría el rumor de que Jean era una chica fácil y acabó convirtiéndose en una obsesión para todos. Hacía cosas de las que nunca habíamos oído hablar. Nos poníamos en cola como los perros para tocarla. Sólo hablábamos de aquello, de cómo le bajábamos las bragas y de cómo ella nos metía mano. Supongo que yo no era mejor que los demás. —Me miró con turbación.
    —Continúe.
    —Algunos ni siquiera se molestaban en guardar las apariencias. La cogían y se la llevaban a la playa. Ni siquiera salían con ella.
    —Pero usted sí.

    Bajó los ojos.

    —Salí con ella unas cuantas veces. Incluso de aquello me sentía culpable. Me daba lástima y al mismo tiempo me asustaba. Era inteligente, pero necesitaba despertar el interés de los demás. Su actitud me acobardaba, así que después me reunía con los amigos y hablaba mal de ella.
    —Contaba lo que había hecho con ella —dije para completar la información.
    —En efecto. Ni siquiera en la actualidad puedo pensar en ella sin sentirme mal. Lo extraño es que aún recuerde lo que hacía aquella muchacha. —Hizo una pausa con las cejas enarcadas. Cabeceó una vez y expulsó una bocanada de aire—. En realidad era una muchacha agresiva..., insaciable, como suele decirse; pero no por deseo sexual. Era..., no sé, desprecio a sí misma o necesidad de dominar al otro. Como nos excitaba tanto, estábamos a su merced. Creo que nos vengábamos no dándole lo que en el fondo quería, ese respeto que ya no está de moda.
    —¿Y cómo se vengaba ella?
    —No lo sé. Excitándonos. Recordándonos que ella era nuestro único desahogo, que nunca la poseeríamos totalmente o que jamás estaríamos con otra que fuese la mitad de complaciente que ella. Necesitaba gustar, que la trataran con delicadeza. Pero nos limitábamos a reírnos a sus espaldas, cosa que ella sabía sin duda.
    —¿Usted le gustaba?
    —Supongo. Pero si fue así, le duró poco.
    —Me interesaría saber con qué otros pudo haberse relacionado.

    Negó con la cabeza.

    —Imposible. No pienso delatar a nadie. Aún tengo trato con algunos.
    —¿Y si cojo una lista y le recito nombres?
    —No puedo, de verdad. No me importa hablar de mí, pero no quiero complicar a ningún otro. Es algo que nos une de una forma extraña, pero de lo que no solemos hablar. Más aún: en cuanto sale a relucir el nombre de Jean Timberlake, no decimos una palabra, pero todos pensamos igual.
    —¿Y los que no eran amigos de usted?
    —¿A qué se refiere?
    —Parece que cuando la mataron estaba liada con alguien que la dejó embarazada.
    —Ni idea.
    —¿No se le ocurre nadie? Habría rumores, digo yo.
    —Yo no oí ninguno.
    —¿Y no podría preguntar por ahí? Alguien tiene que saberlo.
    —Oiga, me gustaría serle útil, pero creo que ya he dicho más de lo que me corresponde.
    —¿Y las chicas de su clase? Puede que alguna se enterase de algo.

    Volvió a aclararse la garganta.

    —Bueno. Puede que Barb lo sepa. Podría preguntarle, supongo.
    —¿Bárbara que más?
    —Mi mujer. Estábamos en la misma clase. Miré la foto que había encima de la mesa. Entonces la reconocí.
    —¿La reina del baile de fin de curso?
    —¿Cómo lo sabe?
    —Estuve hojeando anuarios en el instituto. ¿Podría usted preguntarle si quiere echarme una mano?
    —Dudo que sepa nada, pero se lo diré.
    —Se lo agradecería. Dígale que me llame. Si no sabe nada, podría remitirme tal vez a otra persona.
    —No me gustaría que fuera usted diciendo por ahí...
    —Entiendo —dije.

    Saqué una tarjeta, apunté en el dorso el teléfono del motel y se la entregué. Salí del consultorio con algo de optimismo y mucha confusión. Resultaba chocante que un grupo de adultos viviera obsesionado por la conducta sexual de una adolescente; era deplorable y morboso a la vez. En cierto modo, lo que me había contado el dentista sobre el pasado hacía que me sintiera como una mirona.


    Capítulo 11


    A eso de las dos subí furtivamente por las escaleras exteriores del motel y me puse la ropa de hacer footing. No había probado bocado aún, pero me sentía sobrecargada, demasiado estresada para comer. Después de la histeria de los juzgados, había estado varias horas en estrecho contacto con otras personas y mi nivel energético se encontraba en un estado de agitación. Me puse el chándal y las zapatillas y volví a salir, esta vez con la llave atada a los cordones del calzado. Hacía algo de frío y bastante humedad. El mar se fundía con la línea del horizonte sin que a simple vista pudiera apreciarse la frontera entre el agua y el cielo. Las estaciones de la Baja California son a veces demasiado sutiles para andarse con distingos, cosa que según me han dicho desconcierta a los de la costa oriental y el medio oeste. Pero lo que sí es verdad es que cada día es una estación por derecho propio. El océano cambia, el aire se modifica. El paisaje experimenta ligerísimas alteraciones de color y el verde saturado del invierno se suaviza y poco a poco adopta los tonos amarillentos de la hierba estival que tan fácilmente arde. Los árboles se visten de colores, de oro inflamado y rojos furiosos que rivalizarían con el otoño de cualquier lugar; y las ramas calcinadas que sobreviven están tan peladas y negras como los árboles que adornan el invierno de la costa oriental; se recuperan despacio y vuelven a florecer sin premura.

    Corrí por el paseo que bordeaba la playa. Había unos cuantos turistas. Dos críos de unos ocho años jugaban con las olas y daban gritos tan estridentes como las aves que revoloteaban en el cielo. La marea estaba en su punto más bajo y entre la arena seca y el borde del agua discurría una orla deslumbrante de cierta anchura. Un chico de doce años se deslizaba con pericia por la orilla del agua con una tabla de surf. Distinguía a lo lejos el zigzagueo de la costa, que se vestía de asfalto en aquellos tramos en que la carretera coincidía con ella. Al final del camino estaba la Jefatura del Puerto del Distrito de San Luis, una gasolinera y la dársena que utilizaban las embarcaciones de la localidad.

    Llegué a esa carretera que bordeaba la orilla, giré a la izquierda y seguí por el trecho de asfalto que sorteaba los bancos de arena. En lo alto de la colina que tenía a la derecha se alzaba el gran hotel, con sus bien perfilados arbustos y un césped que parecía recortado con peine y tijera. Una estrecha lengua de mar se adentraba en sentido paralelo a las calles del campo de golf del hotel. La distancia era engañosa y tardé treinta minutos en llegar al callejón sin salida en que la carretera desembocaba en el amarradero. Aflojé el paso para recuperar el aliento. Tenía la camiseta empapada y el sudor me chorreaba por las mejillas. No estaba tan en forma como en otros momentos, pero por otro lado tampoco me apetecía sufrir para recuperar la agilidad perdida. Di la vuelta mientras observaba a tres hombres que bajaban hasta la superficie un yate de recreo con ayuda de una grúa. En un dique seco había un barco de pesca con rastra, tenía todo el casco al descubierto y un timón afilado como un cuchillo. Vi una fuente junto a un cobertizo de chapas metálicas onduladas, puse la cabeza bajo el grifo y me harté de beber segundos antes de reanudar una carrera de la que ya se me quejaban los músculos de las piernas. Eran casi las cuatro cuando llegué a la calle principal de Floral Beach y el sol de febrero producía ya sombras impenetrables en la falda de la colina.

    Me duché y me preparé para enfrentarme con el mundo poniéndome unos tejanos limpios, unas playeras y un jersey de cuello alto.

    El listín telefónico de Floral Beach abultaba lo que un tebeo, estaba impreso en gruesos caracteres y comprendía unas cuantas Páginas Amarillas salpicadas de publicidad. Era poco lo que podía hacerse en Floral Beach y lo que había lo conocían todos los vecinos. Busqué el teléfono de Shana Timberlake y vi que vivía en la calle Kelly, que, según mis cálculos, era una travesía a la derecha de la calle principal. Al salir eché un vistazo a la oficina del motel, pero todo estaba en silencio.

    Dejé el coche en la zona de estacionamiento y recorrí andando las dos manzanas que había hasta Kelly. La madre de Jean vivía en un grupo de viviendas de madera de una sola planta, dispuestas en forma de herradura, como los moteles de los años cincuenta, cada una con su correspondiente espacio para aparcar delante. Al lado mismo, en un antiguo garaje pintado de azul celeste con una cenefa de azul más oscuro, se encontraba el Cuerpo de Bomberos de Floral Beach. Comparada con aquel pueblo, Santa Teresa iba a parecerme Nueva York cuando volviera.

    Delante de la primera vivienda había un Plymouth verde lleno de abolladuras. Pegué la nariz a la ventanilla del conductor. Tenía la llave puesta y del llavero colgaba una T grande y metálica, de Timberlake, supuse. Muy confiada era allí la gente. Robar coches no debía de ser el deporte favorito de Floral Beach. El pequeño porche de Shana Timberlake estaba lleno de hierbas plantadas, no en macetas, sino en latas de café, todas ellas etiquetadas con sendas pegatinas escritas con tinta negra: tomillo, mejorana, orégano, eneldo; más una lata de salsa de tomate de las de diez kilos, llena de perejil. Las ventanas que flanqueaban la puerta estaban entreabiertas, pero con las cortinas corridas. Llamé.

    —¿Quién es? —preguntaron desde dentro.

    Respondí dirigiéndome a una de las bisagras:

    —¿La señora Timberlake? Soy Kinsey Millhone, investigadora privada de Santa Teresa, y quería charlar con usted.

    Silencio. Y a continuación:

    —¿La que Royce ha contratado para que suelten a Bailey? —La idea no parecía entusiasmarla.
    —Si prefiere enfocarlo así... —dije—. En realidad estoy en el pueblo para investigar el crimen. Bailey ahora dice que es inocente.

    Silencio.

    Volví a intentarlo.

    —No se llevó a cabo ninguna investigación en la época en que se declaró culpable.
    —¿Y qué?
    —¿Y si dice la verdad? ¿Y si el asesino sigue suelto, pensando que se ha burlado de todos ustedes?

    Al cabo de un rato se abrió la puerta.

    Tenía el pelo revuelto, los ojos hinchados, el rímel corrido, y la nariz le moqueaba. Olía a whisky. Se ciñó el cinturón del kimono de algodón con flores estampadas y me miró con ojos legañosos.

    —Usted estaba en el juzgado.
    —Sí.

    Sufrió un ligero tambaleo y dilató los ojos para enfocarme bien.

    —¿Cree usted en la justicia? ¿Cree que se hace justicia?
    —A veces.
    —Bueno, pues yo no. O sea que no hay nada de qué hablar. A Tap lo han matado a tiros. A Jean la estrangularon. ¿Cree usted que todo esto va a resucitar a mi hija?

    No dije nada y seguí mirándola en espera de que se calmase. Puso cara de desprecio.

    —Seguro que usted no tiene hijos —añadió—. Seguro que ni siquiera ha tenido un perro en toda su vida. Parece de esas personas a quienes no les importa nada ni nadie. Y viene a mi casa y me habla de «inocencia». ¿Qué sabe usted de la inocencia?

    Le respondí con amabilidad pero sin condescendencia.

    —Mire, señora Timberlake, si yo tuviera una hija y la mataran, no me daría por empinar el codo a las doce del mediodía. Pondría el pueblo patas arriba hasta averiguar quién lo ha hecho. Y a continuación, si no me dejaran otra salida, me tomaría la justicia por mi mano.
    —Pues yo no puedo ayudarla.
    —Eso no lo sabe. Ni siquiera sabe qué quiero.
    —Entonces dígamelo.
    —Déjeme pasar y hablaremos.

    Se volvió para mirar atrás.

    —La casa parece un estercolero.
    —Me trae sin cuidado.

    Volvió a mirarme con fijeza. Apenas se tenía en pie.

    —¿Cuántos hijos tiene?
    —Ninguno.
    —Yo tampoco tengo ya ninguno —dijo. Abrió el cancel de par en par y entré en la casa.

    Consistía básicamente en una habitación grande con la cocina de gas, el fregadero y el frigorífico pegados a la pared del fondo. Toda la superficie aprovechable estaba llena de platos sucios. Una mesita de madera con dos sillas dividía la estancia en cocina y cuarto de estar; en una de las esquinas de éste había una cama metálica con las sábanas revueltas. El colchón estaba hundido por el centro y daba la sensación de que quienquiera que se sentase en él haría crujir todos los muelles que tuviera. Entreví un lavabo tras una puerta con cortinas que había a la derecha. Más allá del lavabo vi un armario, y detrás del armario la puerta trasera.

    La seguí hasta la mesa de la cocina. Se dejó caer en una silla, volvió a ponerse en pie con el entrecejo arrugado, se dirigió al lavabo con andares de ciego y allí se puso a vomitar. No soporto oír a la gente cuando vomita (esto es nuevo, ¿verdad?). Me acerqué al fregadero, aparté los platos sucios y abrí el grifo de agua caliente para no oír el ruido que salía del lavabo. Eché en el agua un chorro de lavavajillas y observé con satisfacción la nube de burbujas que se formaba. Puse las fuentes y los platos en el centro del fregadero y deslicé los cubiertos por los lados.

    Mientras se remojaban los platos, vacié la basura, consistente sobre todo en botellas de whisky y latas de cerveza. Inspeccioné el frigorífico. La luz se había fundido, el interior olía a moho y las bandejas metálicas estaban cubiertas de una costra que parecía mierda de perro. Cerré la portezuela, preocupada por si las circunstancias me obligaban a entrar en el lavabo.

    Me concentré en los ruidos que producía Shana. Oí la cisterna del retrete y, acto seguido, el crepitar limpio y tranquilizador de la ducha. Como soy fisgona por vocación, me fijé en el correo acumulado en la mesa de la cocina. Y puesto que estaba haciendo de chacha, me creí con derecho a meter la nariz en sus asuntos. Curioseé los recibos y la publicidad. Nada interesante a simple vista. Sólo había una carta personal, un sobre grande y cuadrado con matasellos de Los Angeles. ¿Alguna tarjeta de felicitación? Sapos y culebras. El sobre parecía pegado con cola de carpintero y no pude meter ni la uña por el cierre. Lo miré a contraluz pero no vi nada. Tampoco despedía ningún olor. El nombre y la dirección de la destinataria se habían escrito con tinta y a mano, y con una caligrafía asexuada que no me proporcionó la menor información a propósito de la persona que había remitido la carta. La dejé en su sitio a regañadientes y volví al fregadero.

    Shana salió del cuarto de baño con una toalla en la cabeza y otra alrededor del tórax cuando ya tenía yo todos los platos limpios y peligrosamente amontonados en el escurridor. Se secó y se vistió delante de mí, sin el menor recato. Su cuerpo tenía más edad que su cara. Indumentada con unos tejanos y una camiseta estampada, pero descalza todavía, tomó asiento ante la mesa de la cocina. Parecía agotada, aunque se había frotado con la esponja y los ojos le habían quedado bastante limpios. Encendió un Camel sin filtro. Por lo visto, la tipa se tomaba en serio aquello de que fumar es un placer. Yo no sabía que aún vendieran tabaco sin filtro en los estancos.

    Tomé asiento enfrente de ella.

    —¿Cuándo comió por última vez?
    —Ya no me acuerdo. Me puse a beber esta mañana, al volver. Pobre Tap. Yo estaba allí y lo vi todo. —Se interrumpió con los ojos llenos de lágrimas y la nariz enrojecida a causa de su estado emocional—. No podía creer lo que pasaba. Se me fue la cabeza. No pude soportarlo. No es que estuviera loca por él, pero era un buen hombre. Un poco retrasado mental. Un ingenuo que contaba chistes malos. Las cosas no suceden dos veces, no puedo creerlo. ¿En qué estaría pensando? Tuvo que volverse loco. Bailey vuelve y mire lo que pasa. Otra persona muerta. Y esta vez, su mejor amigo.
    —Daisy cree que alguien le incitó.
    —Fue Bailey —dijo.
    —No vaya tan aprisa —dije—. Anoche estaba en los billares y recibió una llamada telefónica. Estuvo un rato hablando y se marchó.

    Se sonó la nariz.

    —Tuvo que ser después de irme yo —dijo sin acabar de creérselo—. ¿Le apetece un café? Es soluble.
    —De acuerdo, gracias.

    Dejó el cigarrillo en el borde del cenicero y se incorporó. Llenó un cazo con agua, lo puso en el quemador trasero de la cocina y encendió el gas. Cogió un par de tazas del escurreplatos.

    —Gracias por fregar. No era necesario.
    —Ya se sabe, la ociosidad... —dije, «es madre del vicio de curiosear la correspondencia ajena», añadí mentalmente.

    Se hizo con un frasco de café soluble y con un par de cucharillas y lo puso todo encima de la mesa mientras esperábamos a que hirviera el agua. Dio otra chupada al cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo. Noté que me envolvía como un velo intangible. No iba a tener más remedio que lavarme la cabeza y cambiarme de ropa otra vez.

    —Sigo pensando que fue Bailey quien la mató —dijo.
    —¿Y por qué cree que lo hizo?
    —¿Quién más pudo haberlo hecho?
    —No lo sé, pero por lo que me han contado era el único amigo de verdad que tenía su hija.

    Negó con la cabeza. Aún tenía el pelo mojado, dividido en mechas largas que le humedecían las hombreras de la camiseta estampada.

    —Señor, qué situación. A veces me pregunto qué otro final habría podido tener. He pensado mucho en ello. Nunca fui una madre como Dios manda, pero estábamos muy unidas. Más que si hubiéramos sido hermanas.
    —He visto fotos suyas en los anuarios del instituto. Era muy guapa.
    —Siempre lo fue. A veces creo que su belleza era la causa de todos los conflictos que tenía.
    —¿Sabe con quién estaba liada?

    Volvió a negar con la cabeza.

    —Me enteré de que estaba embarazada por el informe del forense. Sabía que salía a hurtadillas por la noche, pero no adónde iba. ¿Qué tenía que hacer yo? ¿Clavar la puerta? A esa edad es imposible controlar a una chica. Tengo que rectificar. Siempre habíamos estado unidas. Y creía que todavía lo estábamos. Si tenía problemas, habría podido acudir a mí. Habría hecho cualquier cosa por ella.
    —Me han contado que hizo averiguaciones para saber quién era su padre.

    Me miró con expresión de sobresalto y trató de ocultar la sorpresa haciendo cosas. Apagó el cigarrillo, se acercó al fogón, cogió un paño y aunque no hacía ninguna falta cambió el cazo de lugar.

    —¿Quién se lo ha contado?
    —Bailey. Estuve ayer en la cárcel y hablé con él. ¿Nunca le dijo a su hija quién era su padre?
    —No.
    —¿Por qué?
    —Hace años hice un trato con él y cumplí mi parte. Pude haberlo roto y habérselo dicho a mi hija, pero carecía de utilidad.
    —¿Y ella no se lo preguntó?
    —Puede que en algún momento lo sacara a relucir, pero no parecía muy interesada y no presté mucha atención al asunto.
    —Según Bailey, estaba a punto de dar con él. ¿Había alguna manera de localizarlo que ella pudiera haber descubierto?
    —¿Por qué iba a querer localizarlo si ya me tenía a mí?
    —Puede que quisiera saber; o que necesitara ayuda.
    —¿Porque estaba embarazada?
    —Puede —dije—. Según tengo entendido, acababan de confirmárselo, pero es posible que lo sospechara al ver que no le venía la menstruación. ¿Por qué tuvo que ir precisamente a Lompoc para hacerse los análisis?
    —No lo sé.
    —¿Y si dio con su padre? ¿Cómo cree que habría reaccionado él?
    —No lo localizó —dijo taxativamente—. Él me lo habría dicho.
    —Puede que no quisiera que lo supiese usted.
    —¿Adónde quiere ir a parar?
    —Señora, es evidente que la mató alguien.
    —Pues él no fue. —Había levantado la voz y advertí que enrojecía.
    —Tal vez fuera un accidente. Podía estar alterado o furioso.
    —¡Por el amor del cielo, es su hija! ¿Matar a una niña de diecisiete años? El nunca haría eso. Es un buen hombre. Un príncipe.
    —¿Y por qué no aceptó su responsabilidad si tan bueno era?
    —Porque no podía. Le resultaba imposible. En cierto modo lo hizo. Me enviaba dinero. Y aún lo hace. Es lo único que le he pedido.
    —Shana, necesito saber quién es.
    —No es de su incumbencia. Su identidad sólo nos atañe a él y a mí.
    —Pero ¿por qué tanto misterio? ¿Qué hay detrás de esta historia? Está casado, ¿no? ¿Y qué?
    —Yo no he dicho que estuviera casado. Lo ha dicho usted. No quiero hablar del asunto. Él no tiene nada que ver con el caso, así que dejémoslo. Vuelva a hacerme otra pregunta sobre él y la echo a la calle inmediatamente.
    —¿Y el dinero de Bailey? ¿Le dijo algo ella?
    —¿Qué dinero?

    La observé con atención.

    —Tap me dijo que entre los dos poseían un dinero del que nadie más tenía noticia. Le dijeron a la chica que lo guardara hasta que saliesen de la cárcel. No volvió a saberse del dinero.
    —No sé nada de ningún dinero.
    —¿Y Jean? ¿Le parece que gastaba más de lo que podía ganar trabajando?
    —Que yo sepa, no. Si hubiera tenido dinero, no habría vivido como vivía.
    —¿Vivía entonces en este mismo lugar?
    —A un par de urbanizaciones, pero el sitio no era mejor que éste.

    Seguimos charlando un rato, pero no pude sonsacarle más datos. Volví a mi cuarto a las seis y con las manos casi tan vacías como al salir. Mecanografié un informe e hinché el estilo para ocultar la falta de información.


    Capítulo 12


    Aquella noche cené con los Fowler y más pronto que de costumbre. Ori tenía que comer a intervalos regulares para que no le subiese el azúcar. Ann había preparado un estofado de ternera y una ensalada, y las dos cosas estaban para chuparse los dedos. Royce tenía un serio inconveniente a la hora de comer. La enfermedad le había menguado el apetito al mismo tiempo que las fuerzas y perdía la paciencia durante las veladas sociales prolongadas. Yo ni me atrevía a imaginar lo que habría sido vivir y crecer con un hombre así. Era rudo hasta la grosería, salvo cuando salía a relucir el nombre de Bailey y caía en un sentimentalismo que no se preocupaba por disimular. A Ann no parecía afectarle que Bailey fuera el preferido, aunque también es verdad que había tenido toda una vida para acostumbrarse. Ori, que no quería que la enfermedad de Royce eclipsara la suya, seleccionaba los bocados sin quejarse, pero suspirando ruidosamente. Era evidente que se sentía «mal», pero como Royce no le hacía ninguna pregunta al respecto, exageraba los suspiros. Yo me hice invisible manteniéndome al margen de las conversaciones para concentrarme en la relación que había entre ellos. De pequeña no tuve tiempo de saber lo que era una familia y cuando tengo una a tiro me distancio para observar mejor sus costumbres. Aquello no era precisamente uno de esos programas de televisión a los que acuden voluntarios para mentir acerca de sus sentimientos conyugales y familiares. Se habla de familias «desunidas», pero yo no he conocido otras. Aumenté el volumen de mi receptor interior.

    Ori soltó el tenedor y apartó el plato.

    —Tengo que hacer los preparativos. Maxine vendrá por la mañana.

    Ann apuntó lo que Ori había comido y advertí que titubeaba a la hora de hacer comentarios.

    —¿Ha vuelto a cambiar de día? Creí que venía los lunes.
    —Le dije que viniera expresamente para la limpieza general de primavera.
    —No es necesario, mamá. En el pueblo nadie hace zafarrancho de limpieza.
    —¿Y qué? No hay más remedio. La casa está en desorden. Hay suciedad por todas partes. La suciedad me pone nerviosa. Y yo seré una inválida, pero no una inútil.
    —Nadie dice que lo seas.

    Ori siguió erre que erre.

    —Aún sirvo para algo, aunque nadie me lo agradezca.
    —Pues claro que te lo agradecemos —murmuró Ann, como estaba mandado—. ¿A qué hora vendrá?
    —Dijo que hacia las nueve. Tendremos que ponerlo todo patas arriba.
    —De mi habitación me ocuparé yo sola —dijo Ann—. La última vez que entró en ella, lo registró todo y curioseó por donde quiso.
    —Mujer, ¿cómo va a hacer una cosa así? Además, ya le he dicho que fregara el suelo de tu cuarto y que lavara las cortinas. No querrás que me desdiga y le dé contraorden.
    —No te preocupes por eso. Ya hablaré yo con ella.
    —No quiero que la ofendas —la advirtió Ori.
    —Me limitaré a decirle que de mi cuarto me ocuparé yo.
    —Pero ¿qué tienes contra Maxine? Siempre te ha apreciado mucho.

    Royce se removió con irritación.

    —Joder, Ori, en esta vida hay una cosa que se llama intimidad. Si Ann no quiere que Maxine entre en su cuarto, pues no entra y se acabó. Tampoco quiero que entre en el mío. Pienso lo mismo que Ann.
    —Como queráis, no abriré más la boca —dijo Ori bufando.

    Ann parecía sorprendida por el apoyo de Royce, pero no se atrevió a hacer comentarios. Me había dado cuenta de que las inclinaciones y partidismos de Royce cambiaban cada dos por tres, aunque sin seguir ninguna pauta discernible. Por eso solían pillarla desprevenida o de tal manera que pasaba por tonta.

    Ori estaba molesta y tenía la terquedad pintada en la cara. Guardaba silencio absoluto. Ann contemplaba su plato con atención. Yo buscaba el menor pretexto para ausentarme. Royce se dirigió a mí.

    —¿Con quién has hablado hoy?

    Detesto los interrogatorios de sobremesa. Es uno de los motivos por los que prefiero comer sola. Le hablé de la charla que había sostenido con Daisy y del breve encuentro con el dentista. Le detallaba la información de fondo que había obtenido sobre Jean cuando me interrumpió.

    —Eso es perder el tiempo.

    Se me fue el santo al cielo y no supe qué decir.

    —Nunca se sabe.
    —No te pago para que hables con ese dentista maricón.
    —Entonces lo haré por cuenta propia —dije.
    —Ese tío es idiota. Nunca tuvo nada que ver con Jean. Ni siquiera la saludaba. Se creía don perfecto. Ella misma me lo dijo. —Le entró un ataque de tos y se tapó la mano con la boca.
    —Estuvo saliendo unos días con ella.

    Ann levantó la cara del plato.

    —¿David Poletti?
    —Haz lo que te digo y olvídate de él.
    —Papá, si Kinsey cree que puede proporcionarle información útil, deja que siga adelante.
    —Vamos a ver: ¿quién pone aquí el dinero? ¿Tú o yo?

    Ann guardó silencio. Ori gesticuló con rabia y se puso en pie haciendo un esfuerzo.

    —Ya nos has estropeado la cena —soltó a su marido—. Ya que no sabes tratar con educación a nuestra invitada, deberías irte a dormir. Dios bendito, no quiero aguantar más las manías de este hombre.

    La expresión de enfado abandonó a Ori, cruzó la mesa y se instaló en las facciones de Royce. Ann se levantó y se dirigió al mármol de la cocina, seguramente motivada por la misma tensión que empezaba a revolverme a mí el estómago. Mi orfandad ganaba en atractivo cada minuto que pasaba.

    Ori cogió el bastón y avanzó tambaleándose hacia la sala de estar.

    —Disculpa la interrupción —me dijo Royce—. Ori pierde la paciencia con facilidad.
    —Mentira —le soltó Ori volviendo la cabeza.

    Royce no le hizo caso y volvió a concentrarse en mí.

    —¿No has hablado con nadie más? ¿Sólo con Daisy y con ese... mariposón?
    —También estuve hablando con Shana Timberlake.
    —¿Para qué?

    Ori no quiso perder la ocasión de meter baza y se detuvo en la puerta.

    —Maxine dice que Shana Timberlake se ve a escondidas con Dwight Shales. ¿Os lo queréis creer?
    —Mamá, no seas absurda. Dwight no quiere tener ningún trato con ella.
    —Es la verdad. Dice Maxine que la vio salir del coche de él el sábado, delante del De Paso.
    —¿Y qué?
    —A las seis de la mañana —aclaró Ori.
    —Maxine no sabe lo que dice.
    —Y tanto que sí. ¿A que tuvo razón en lo de Sarah Brunswick y el estibador? Vamos, niégalo si te atreves.

    Royce se volvió y la miró con fijeza.

    —¿Y a ti qué te importa? —La cara de Ann se puso roja al ver que se reanudaba la gresca entre sus padres. Royce volvió a dirigirse a mí—: ¿Qué tiene que ver Shana Timberlake con mi hijo?
    —Quiero averiguar quién dejó embarazada a Jean. Creo que fue un hombre casado.
    —¿Mencionó algún nombre? —preguntó Royce. Ann volvió a la mesa con otra cesta de pan y se la ofreció a su padre. Éste cogió un pedazo y me pasó la cesta. Como no quería distraerme por culpa del protocolo, la dejé encima del mantel directamente.
    —Según ella, Jean no quiso decírselo, pero yo creo que sospechaba de alguien. Dejaré que pase un poco de tiempo y volveré a la carga. Bailey me dijo que Jean quería averiguar quién era su padre y es posible que sus pesquisas dejaran algún postigo abierto.

    Royce se apretó la nariz con dos dedos, sorbió el moco e hizo un ademán para rechazar la sugerencia.

    —Algún camionero que pasó el rato con ella. Esa mujer nunca fue muy remilgada. Hacía cualquier cosa si el hombre tenía dinero. —Volvió a darle un ataque de tos y esperé a que se le pasara para responder.
    —Si fue un camionero, ¿por qué ocultar su identidad? Creo que tuvo que ser alguien del pueblo y seguramente un hombre de buena posición.
    —Patrañas. Ningún hombre de buena posición se dejaría llevar al huerto por esa puta.
    —Entonces, un hombre que no quería que se supiera —dije.
    —¡Sandeces! No me creo nada de todo esto.

    No tuve más remedio que darle un corte.

    —Sé lo que hago, Royce. Usted manténgase al margen y yo me ocuparé del asunto.

    Me miró con expresión amenazadora mientras se le encendía la cara.

    —¿Qué has dicho?
    —Usted me contrató para hacer un trabajo y lo estoy haciendo. No tengo por qué darle explicaciones de cada paso que doy.

    La cólera centelleó en sus ojos como cuando se echa en una hoguera un chorro de líquido inflamable. Las manos se le dispararon y me puso el índice tembloroso a unos centímetros de la cara.

    —No aguanto a la gente respondona.
    —Yo tampoco. De modo que o hago el trabajo a mi manera o se busca usted otra persona.

    Se apoyó en la mesa y se levantó a medias de la silla.

    —¿Cómo te atreves a hablarme así? —Los ojos le echaban chispas y los codos le temblaban a causa del esfuerzo.

    Me quedé inmóvil y observándole con distancia, pero también con furia. Se puso a toser precisamente cuando tenía ya en la punta de la lengua una réplica tan grosera que no estaba segura de si endilgársela o no. Hubo una pausa mientras el viejo se esforzaba por contener la tos. Tragó una bocanada de aire. Las toses se multiplicaron. Cogió un pañuelo y se lo llevó a la boca. Ni Ann ni yo le quitábamos el ojo de encima, alarmadas porque al parecer no conseguía recuperar el aliento. Preso de un agarrotamiento, el pecho se le hundió como para tomar impulso y empezó a sufrir sacudidas.

    —¿Estás bien, papá?

    El viejo negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra, y sacó la lengua mientras las toses le hacían temblar de pies a cabeza. Emitió un quejido y se cogió la pechera de la camisa como para sujetarse. Alargué la mano por instinto y él se echó atrás sin poder respirar todavía. Daba angustia verlo. La tos le cortaba como un cuchillo y le hacía escupir sangre y flema. El sudor le corría por la cara.

    —Dios mío —dijo Ann. Se puso en pie y se llevó ambas manos a la boca. Ori estaba petrificada en la puerta, horrorizada por lo que sucedía. Royce estaba ya medio muerto. Le cogí un brazo, se lo levanté para que los pulmones pudieran hinchársele y le di una palmada en la espalda.
    —¡Pide una ambulancia! —exclamé.

    Ann me miró sin expresión, reunió fuerzas para llegar al teléfono y marcó el número. No podía apartar los ojos de la cara de su padre mientras yo desabrochaba a éste el cuello de la camisa y le aflojaba el cinturón. Presa del vértigo producido por la urgencia, oí que Ann contaba por teléfono lo que pasaba y que al final daba la dirección y las indicaciones necesarias para llegar al motel.

    Cuando colgó, Royce empezaba ya a recuperarse, aunque estaba empapado en sudor y le costaba mucho respirar. La tos acabó por írsele. Estaba pálido y frío, con los ojos hundidos a causa del agotamiento y el pelo pegado al cuero cabelludo. Empapé una toalla con agua fría y le limpié la cara. Se echó a temblar. Le murmuré palabras que carecían de sentido mientras le palmeaba el dorso de las manos. Ni Ann ni yo teníamos fuerza suficiente para levantarlo en vilo, pero nos las arreglamos para tenderle en el suelo, pensando que así estaría más cómodo. Ann lo abrigó con una manta y le puso una almohada bajo la cabeza. Ori seguía inmóvil, bañada en llanto, gimiendo de impotencia. Por lo visto no se había dado cuenta hasta entonces de la gravedad que revestía la enfermedad de su marido y se abandonaba al dolor, llorando como una niña de tres años. Royce moriría antes que ella. Por fin parecía comprenderlo.

    Oímos a lo lejos la sirena de la ambulancia. Llegaron los enfermeros, calibraron la situación con ojos experimentados y se movieron con una neutralidad tan calculada que la crisis quedó reducida a una serie de trámites menores. Síntomas básicos. Mascarilla de oxígeno y gota a gota. A continuación y no sin dificultades, lo pusieron en una camilla de ruedas con la que fueron maniobrando hasta llegar al vehículo aparcado ante la casa. Ann se fue con él en la ambulancia. Cuando me di cuenta de lo que pasaba, estaba sola con Ori. Me dejé caer con brusquedad en una silla. La habitación estaba como si la hubieran saqueado.

    Oí que alguien levantaba la voz en la oficina del motel.

    —¿No hay nadie? ¿Ori?
    —Es Bert —murmuró Ori—. El conserje nocturno.

    Bert asomó la cabeza por la puerta de la sala. Tendría sesenta y cinco años, era delgado, no medía más de un metro cincuenta y llevaba un traje que sin duda había comprado en una tienda de ropa juvenil.

    —He visto la ambulancia. ¿Va todo bien?

    Ori le contó lo sucedido y el informe pareció devolver algún equilibrio a su universo particular. Bert la trató con la cordialidad y simpatía que Ori necesitaba y los dos se enzarzaron en la prolija descripción de varios casos parecidos, llenos de pormenores y complicaciones. Sonó el teléfono y Bert no tuvo más remedio que volver tras el mostrador.

    Ayudé a Ori a acostarse. Me preocupaba su insulina, pero como no la vi dispuesta a darme detalles, me olvidé del asunto. El episodio protagonizado por Royce la había dejado en un estado de postración e invalidez totales. Necesitaba el contacto físico, que la tranquilizaran continuamente. Le preparé una infusión. Amortigüé las luces. Me quedé junto a la cama con su mano cogida a la mía. Me habló de Royce y de sus hijos mientras yo le hacía preguntas para que no decayera la conversación. Cualquier cosa con tal de que no pensara en el ataque que había sufrido Royce.

    Acabó por dormirse, pero Ann no volvió hasta pasadas las doce de la noche. Habían ingresado a su padre y ella se había quedado hasta que lo habían instalado en una habitación. A primera hora de la mañana le harían una serie de análisis. El médico barruntaba que el cáncer empezaba a hacerle mella en los pulmones. Aunque no podía decir nada con seguridad mientras no viera las radiografías, el estado del enfermo era muy poco prometedor.

    Ori se removió en la cama. Habíamos hablado entre susurros, pero estaba claro que la habíamos despertado. Salimos por la cocina y nos sentamos en los peldaños de la puerta trasera. La oscuridad era total y los edificios nos protegían de la luz sucia y amarillenta de las farolas de la calle.

    Ann encogió las piernas y apoyó la cabeza en los brazos con cansancio.

    —No sé si seré capaz de soportar los meses que faltan.
    —Si Bailey quedara libre, al menos sería una carga más ligera.
    —Bailey —dijo—. No oigo hablar de otra cosa. —Sonrió con amargura—. ¿No hay otro tema de conversación?
    —¿Cuántos años tenías cuando nació? ¿Cinco?

    Asintió con la cabeza.

    —Mis padres estaban emocionadísimos. De pequeña no hacían más que llevarme al médico. Por lo visto era incapaz de dormir más de media hora seguida.
    —¿Tenías colitis?
    —Eso pensaban. Luego descubrieron que era alergia a los cereales. Tenía achaques para dar y vender, diarreas, dolores de estómago. Estaba delgada como un palillo. Parece que me recuperé durante una temporada. Entonces nació Bailey y todo volvió a empezar. Por entonces iba a una escuela de párvulos y la maestra llegó a la conclusión de que fingía a causa de la presencia de mi hermano.
    —¿Por celos? —pregunté.
    —Me comían los celos. No podía evitarlo. Era el mimado de la casa, el rey de la familia. Y por supuesto no daba guerra, dormía como un bendito, etcétera, etcétera. Yo me moría mientras tanto. Hasta que se dio cuenta un médico. Ya ni recuerdo quién era, pero insistió en que me hicieran una biopsia intestinal y me encontraron una celíaca. En cuanto me suprimieron el trigo, me puse bien, aunque mi padre no las tenía todas consigo; creo que pensaba que lo había hecho adrede, por despecho. Ja. Es la historia de mi vida. —Consultó la hora—. Mierda, es casi la una. Anda, ve a descansar.

    Nos despedimos y subí a mi habitación. Estaba a punto de meterme en la cama cuando me di cuenta de que alguien había estado allí.


    Capítulo 13


    Lo que descubrí fue la huella curva que había dejado un tacón en la moqueta al lado mismo de la puerta corredera. Ni siquiera recuerdo ahora por qué miré al suelo. Había entrado en la cocina para servirme un vaso de vino. Volví a poner el tapón en la botella y la dejé en la parte interior de la puerta del frigorífico. Me acerqué a la puerta corredera, aparté las cortinas, quité el pestillo y abrí unos centímetros para que entrase un buen soplo de brisa marina. Me quedé allí unos instantes, respirando a pleno pulmón. Me gustaba el aroma salado. Me gustaban el rumor del océano y el tembloroso cordón de plata que se formaba cada vez que una ola, destinada a romperse segundos después, avanzaba hacia la arena. La niebla se estaba levantando y distinguía el gemido de la sirena de advertencia que perforaba el aire frío de la noche.

    Me llamó la atención una pequeña mancha que había en el borde de la moqueta. Había rastros de arena húmeda junto al raíl metálico por el que se deslizaba la puerta, que era de vidrio. Observé la mancha con curiosidad, sin comprender al principio. Dejé el vaso de vino y me puse a gatas en el suelo para verla mejor. En cuando comprendí lo que era, me puse en pie y retrocedí mirando a todas partes para tener un enfoque completo de la habitación. No había ningún sitio donde pudiera esconderse nadie. El armario era un recodo sin puerta. La cama estaba atornillada a la pared, era muy baja y se apoyaba en travesaños de madera que estaban prácticamente pegados a la moqueta. Acababa de salir del cuarto de baño, pero volví a entrar con movimientos automáticos para inspeccionarlo. La ducha era una cabina de cristal esmerilado, la puerta estaba abierta y comprobé si había alguien. Sabía que estaba sola, pero la sensación de que allí había otra persona era tan aguda que se me erizó el vello de los antebrazos. De pronto me entró un miedo tan intenso que involuntariamente me brotó un gemido de la garganta, como un reflejo vocal.

    Inspeccioné mis cosas. El petate parecía intacto, aunque cabía la posibilidad de que una mano furtiva se hubiera deslizado por entre el contenido. Volví a la mesa de la cocina y comprobé mis papeles. La Smith–Corona portátil estaba abierta, tal como la había dejado, y mis notas seguían en la carpeta de la izquierda. A simple vista, no faltaba nada. No sabía si habían tocado los papeles porque al juntarlos y ponerlos en la carpeta no les había prestado mayor atención. Los había guardado antes de cenar, hacía seis horas.

    Inspeccioné el pestillo de la puerta corredera. Ahora que sabía lo que andaba buscando, vi con claridad las huellas que la palanqueta había dejado en la parte del marco de aluminio donde enganchaba el pestillo. Éste era de los normales y poco resistente. La ruedecilla aún giraba, pero el mecanismo se había estropeado. El pasador no encajaba en la muesca y su capacidad para cerrar no era más que una impresión visual engañosa. El intruso había dejado el pasador pegado a la muesca y probablemente había salido por la puerta que daba al pasillo. Saqué la linterna del bolso de mano e inspeccioné el balcón. Había más rastros de arena junto a la barandilla. Observé la fachada para hacerme una idea de cómo habían podido subir: seguramente lo habían hecho saltando desde el balcón contiguo. El acceso para vehículos pasaba justo por debajo de mi habitación y conducía a un aparcamiento cubierto y paralelo al perímetro del patio limitado por los cuatro lados del edificio. Bastaba con detener el coche en mitad del acceso, subirse al techo del vehículo y escalar el balcón. No se tardaba mucho. El acceso al aparcamiento quedaba bloqueado unos minutos, pero a aquella hora el tráfico era escasísimo, por no decir inexistente. El pueblo estaba muerto y los huéspedes del motel seguramente se habían retirado ya.

    Llamé a recepción, le conté a Bert lo sucedido y le dije que me diera otro cuarto. Le oí rascarse la quijada. Cuando me respondió lo hizo con voz temblorosa y quebradiza.

    —Verá, señorita Millhone. Ya es muy tarde y no sé qué decirle. Si quiere, la trasladaré a primera hora de la mañana.
    —Bert —dije—, ¡han forzado la entrada de mi cuarto! No pienso quedarme aquí.
    —Bueno, aun así, no sé si puede hacerse a esta hora.
    —No me diga que el motel no dispone de más habitaciones. Desde aquí puedo ver el rótulo de «Libre».

    Se produjo una pausa.

    —Aunque pudiera cambiarla de cuarto —dijo con entonación escéptica—. No digo que no pueda, pero es que es muy tarde. ¿Cuándo cree que entraron?
    —¿Qué importa ahora eso? Han roto el pestillo de la puerta del balcón. La puerta ya no cierra bien, y no digamos el pestillo.
    —Bueno, no se deje engañar por las apariencias. En el motel hay apliques y cerraduras que con el tiempo se han ido torciendo. Hay puertas que, para cerrarlas, hay que...
    —Póngame con Ann Fowler, hágame el favor.
    —Está durmiendo. Si quiere, subo yo mismo a echar un vistazo. Yo no creo que corra usted peligro. Comprendo su preocupación, pero está usted en el primer piso y no hay forma de llegar hasta su balcón.
    —Si lo han hecho una vez, pueden hacerlo dos veces —dije en tono terminante.
    —No sé, no sé. Mire, voy a subir para echar una ojeada. No creo que pase nada por dejar la oficina unos minutos. Ya se nos ocurrirá algo.
    —¡Me cago en la puta, Bert, quiero otra habitación!
    —Mire, yo entiendo su actitud. Pero hay por medio una cuestión de responsabilidad y de prestigio. No sé si podrá enfocarlo usted desde este punto de vista, pero en este motel no se ha forzado ninguna puerta desde que estoy aquí y va para dieciocho años. En Las Mareas es otra cosa, claro...
    —Quiero... otra... habitación —dije, separando las palabras para que me oyera bien.
    —Ay, Señor. —Pausa—. Veré qué puede hacerse. Espere mientras consulto el registro.

    Aproveché la espera para serenarme. En según qué momentos, la irritación es preferible al desconcierto histérico.

    Volvió a coger el auricular. Le oí manosear las cartulinas de inscripción; seguro que se humedecía el pulgar cada vez que pasaba una. Se aclaró la garganta.

    —Puede usted instalarse en la habitación contigua —dijo—. La número 24. Ya le subo yo la llave. Ambas habitaciones se comunican por una puerta. Puede utilizarla si quiere. A no ser que le obsesione la posibilidad de que la hayan manipulado también...

    Le colgué. Siempre era mejor que cabrearse.

    No había reparado en aquella puerta medianera. Se trataba en realidad de dos puertas separadas por una cámara de aire. Abrí la de mi lado. La otra estaba entornada y la habitación a oscuras. La recorrí con la linterna. Estaba vacía, en orden y con ese olor mohoso que despiden las moquetas humedecidas con frecuencia por el trasiego estival de pies descalzos. Encontré el interruptor, encendí la luz e inspeccioné la puerta corredera que comunicaba con el balcón adjunto al mío.

    Una vez que estuve convencida de que la habitación podía cerrarse por dentro metí las cosas en el petate y llevé éste al cuarto contiguo. Luego fui a por la máquina de escribir, los papeles y la botella de vino. Efectué el traslado en cuestión de minutos. Saqué algunas prendas, cogí las llaves y bajé al coche. La pistola seguía en el maletín que llevo en el asiento de atrás. Entré en recepción y recogí la llave del nuevo cuarto, sin dejarme atrapar esta vez por la conversación mareante del conserje nocturno. No pareció importarle. Se mostró tolerante y comprensivo. Según observó, había dos clases de mujeres: las que se quejaban más y las que se quejaban menos.

    Subí el maletín a la habitación 24, cerré la puerta con llave y eché la cadena de seguridad. Me senté a la mesa de la cocina, introduje siete cartuchos en el cargador y volví a meterlo en su sitio. Era la pistola nueva. Una Davis de ocho milímetros, de hierro cromado y cachas de nogal, con un cañón de trece centímetros. La antigua había pasado a mejor vida al estallar la bomba en mi casa. Pesaba algo más de medio kilo, se había convertido en una vieja amiga y tenía la ventaja de que el punto de mira estaba bien centrado. Era la una de la madrugada. Tenía un cabreo de muerte y poquísimas esperanzas de conciliar el sueño. Apagué la luz, corrí las cortinas de red y dejé echado el pestillo de la puerta del balcón. Me puse a espiar la calle vacía. Las olas corrían hacia la playa con un rugido monótono que al pasar por el cristal de la puerta quedaba reducido a un murmullo. La sirena que avisaba de la niebla seguía alertando a las embarcaciones con mugidos huecos. El cielo estaba cubierto de espesas nubes que ocultaban la luna y las estrellas. Como la habitación estaba cerrada a cal y canto, el ambiente interior era tan sofocante y malsano como el de una celda carcelaria. Me tumbé en la cama sin desvestirme, con la pistola preparada para hacer fuego y la mirada fija en la puerta del balcón, medio esperando que una figura tenebrosa asomara la cabeza por la barandilla. Las farolas de sodio teñían el balcón de color canela. La luz pasaba a través de las cortinas. El rótulo de neón que indicaba que había habitaciones libres se había puesto a parpadear y cada dos décimas de segundo la habitación se sumergía en un baño rojo. Quienquiera que fuese, sabía dónde me encontraba. Había dicho a mucha gente que me hospedaba en el Calle del Océano, pero no en qué cuarto. Me levanté, me acerqué a la mesa, recogí los papeles y los guardé en el maletín. No pensaba separarme de ellos en lo sucesivo. Ni de la pistola. Volví a la cama.

    A las tres menos cuarto sonó el teléfono y me incorporé de un salto, sin darme cuenta de que me había quedado roque. La adrenalina me subió a chorro y el corazón me saltó en el pecho como la campana mayor de una catedral. Oír los timbrazos y sentir miedo fue todo uno. Descolgué.

    —Diga.

    Era un hombre y hablaba en voz baja.

    —Soy yo.

    Arrugué el entrecejo.

    —¿Bailey?
    —¿Estás sola?
    —Pues claro. Y tú, ¿dónde estás?
    —Dejémoslo correr. Tengo prisa. Bert sabe que soy yo y no quiero correr el riesgo de que llame a la poli.
    —Tranquilo. No puede localizarse una llamada tan aprisa —dije—. ¿Estás bien?
    —Dentro de lo que cabe. ¿Y por ahí? ¿Están muy mal las cosas?

    Le hice un rápido resumen de lo que pasaba. No le conté lo del ataque de Royce porque no quería preocuparle, pero sí le dije que habían forzado la entrada de mi habitación.

    —No serías tú, ¿verdad?
    —¿Yo? He estado escondido hasta este preciso instante —dijo—. Me he enterado de lo de Tap. Pobre tío, joder.
    —Sí —dije—. Era un tarado de marca mayor. No sabía ni cargar la escopeta. Los cartuchos que disparó eran de sal.
    —¿De sal?
    —Como lo oyes. Lo comprobé en el mismo lugar de los hechos. Lo que ignoro es si él lo sabía.
    —Hostia —murmuró—. No tenía ninguna posibilidad.
    —¿Por qué huiste ? Fue lo peor que podías hacer. Ahora te estarán buscando todos los policías del estado. ¿De verdad no lo preparaste tú?
    —¡Pues claro que no! Al principio ni siquiera sabía quién era el de la escopeta. Luego ya no podía pensar más que en salir de allí.
    —¿Quién le incitaría?
    —No tengo ni idea, pero está claro que lo hizo alguien.
    —Puede que Joleen lo sepa. Procuraré hablar con ella por la mañana. No te dejes ver mientras tanto. Dicen que vas armado y que eres peligroso.
    —Me lo imaginaba, pero ¿qué puedo hacer? En cuanto asome la nariz me freirán a tiros, lo mismo que a Tap.
    —Llama a Jack Clemson. Confía en él.
    —¿Cómo sé que no fue él quien lo preparó todo?
    —¿Tu propio abogado?
    —Si me matan, el caso se acaba. Y con el caso, los problemas de todo el mundo. Sea como fuere, tengo que salir de aquí antes de que... —Oí una exclamación ahogada—. Espera. —Se produjo el silencio. Al otro extremo del hilo sólo percibía los típicos chasquidos huecos de las cabinas telefónicas. Oí el crujido de las portezuelas metálicas plegables—. Ya estoy aquí. Me pareció ver a alguien fuera, pero creo que ha sido una falsa alarma.
    —Escucha, Bailey. Ya hago lo que puedo, pero hay cierta información que podría serme útil.
    —Pregunta.
    —¿Qué fue del dinero que conseguisteis atracando cierto banco?

    Pausa.

    —¿Quién te lo ha contado?
    —Tap. Ayer por la noche en los billares. Dice que se lo entregaste a Jean y que la última vez que le hablaste del asunto, los cuarenta y dos mil habían volado. ¿Crees que se los quedó ella?
    —No. Jean no nos habría hecho una faena así.
    —¿Qué te dijo ella exactamente? Porque algo te diría.
    —Sólo sé que cuando fue a buscarlo, el botín había desaparecido.
    —¿Eso te dijo ella?

    Casi le oí encogerse de hombros.

    —Aun en el caso de que se lo quedase ella, ¿qué quieres que haga a estas alturas? ¿Denunciarla a la policía?
    —¿Te dijo dónde lo había escondido?
    —No, pero creo que lo puso en algún lugar de las termas donde trabajaba.
    —Fabuloso. Es un sitio inmenso. ¿Quién más sabía lo del dinero?
    —No tengo nada más que decir —murmuró.

    El corazón me dio un vuelco.

    —¿Pasa algo?

    Silencio.

    —¿Bailey?

    La comunicación se interrumpió. El teléfono volvió a sonar segundos después. Un ayudante del sheriff me aconsejó que no me moviera hasta que pasara un coche a buscarme. El bueno de Bert. Pasé el resto de la noche en la comisaría del sheriff del condado, a merced de las preguntas, las acusaciones, los acosos y las amenazas —eso sí, sin perder nunca la corrección— de un inspector de Homicidios que se llamaba Sal Quintana y que estaba de un humor tan canino como yo. Otro inspector permanecía apoyado en la pared, limpiándose la placa bacteriana con una cerilla de madera. Seguro que el dentista le felicitaría por su celo.

    Quintana frisaría los cuarenta y cinco años, tenía el pelo negro y cortado a cepillo, era fornido, de ojos negros y una cara que destacaba por su impasibilidad. Sus rasgos eran tan inexpresivos y ofensivamente impenetrables como los de Dwight Shales, el director del instituto. Seguramente le sobraban diez kilos que no acababan de encajar en la camisa que se había puesto aquella noche. La grasa de los hombros le había subido las mangas varios centímetros y el fragmento de muñeca que quedaba al descubierto era una cespedera de pelos negros y blancos. Tenía la dentadura en buen estado y su puntuación habría subido si me hubiera dedicado alguna sonrisa. Pero no tuve suerte. Al parecer estaba convencido de que Bailey Fowler y yo estábamos compinchados.

    —Usted delira —dije—. Sólo le he visto una vez.
    —¿Cuándo?
    —Ya lo sabe. Ayer. Firmé al entrar en la cárcel. Tiene el papel delante mismo de usted.

    Bajó los ojos para mirar los papeles que había en la mesa.

    —¿De qué hablaron?
    —Estaba deprimido y traté de animarle.
    —¿Aprecia usted a Fowler?
    —No es asunto suyo. No estoy detenida ni se me acusa de nada, ¿verdad?
    —Verdad —dijo con paciencia—. Sólo queremos comprender la situación. Estoy convencido de que usted sabrá hacerse cargo, dadas las circunstancias. —Calló cuando el otro inspector se le acercó y le murmuró algo que no alcancé a oír. Quintana volvió a mirarme—. Usted estaba en el juzgado cuando Fowler se dio a la fuga. ¿Estaban en contacto por entonces?
    —En absoluto. ¿Se lo esperaba?

    No reaccionó.

    —Cuando hablaba por teléfono con Fowler, ¿le dijo o insinuó de algún modo dónde se encontraba?
    —No.
    —¿Cree que estaba aún en los alrededores?
    —No sabría decirle. Tal vez sí. En realidad pudo llamar desde cualquier parte.
    —¿Qué le contó acerca de la fuga?
    —Nada. No hablamos de eso.
    —¿Sabe de quién era el vehículo que lo recogió?
    —Ni siquiera sé en qué dirección se fue. Cuando empezó el tiroteo, yo estaba aún en el juzgado.
    —¿Qué sabe de Tap Granger?
    —Nada.
    —Pues ayer por la noche estuvo un buen rato con él —observó.
    —Sí, es verdad, pero era hombre poco comunicativo.
    —¿Tiene idea de quién le contrató?
    —¿A Tap? —dije.

    No despegó los labios y se limitó a esperar mi respuesta.

    —Ni siquiera habló del juicio —añadí—. Me quedé de piedra cuando me volví y me di cuenta de que era él.
    —Volvamos a la llamada telefónica de Bailey —dijo Quintana.
    —Se lo he contado prácticamente todo.
    —Cuénteme ahora lo que falta.
    —Le dije que se pusiera en contacto con Jack Clemson y que confiara en él.
    —¿Dijo si iba a hacerlo?
    —Eh... no. La idea no pareció entusiasmarle, pero a lo mejor cambia de opinión.
    —Nos cuesta mucho creer que haya podido desaparecer sin dejar rastro. Es casi seguro que contó con ayuda.
    —Con la mía no.
    —¿Le esconde alguien?
    —¿Y cómo quiere que lo sepa?
    —¿Por qué la llamó?
    —Ni idea. La comunicación se cortó antes de tocar ese punto.

    Seguimos dando vueltas a aquel círculo tan vicioso como monótono hasta me venció el aburrimiento. Quintana se condujo en todo momento con corrección, sin sonreír ni a la de tres, insistente —qué digo: incansable—, hasta que, después de haberme sacado toda la información imaginable, me dejó volver al motel.

    —Señorita Millhone, voy a decirle algo que quiero que se grabe usted en la cabeza con letras mayúsculas —dijo removiéndose en la silla—. Este asunto concierne a la policía. Queremos detener a Bailey Fowler. No quiero enterarme de que usted le presta ninguna clase de ayuda. ¿Entendido?
    —Totalmente —dije.

    Por su forma de mirarme, estaba claro que dudaba de mi sinceridad.

    Caí redonda en la cama a las seis y veinte y dormí hasta las nueve, cuando Ann llamó a la puerta y me obligó a abandonar las sábanas.


    Capítulo 14


    Iba al hospital, a ver a su padre. Maxine, la señora de la limpieza, se había retrasado, aunque prometió llegar a las diez. Según Ann, Ori estaba demasiado nerviosa para quedarse sola mientras tanto.

    —He avisado a la señora Maude. Ella y la señora Emma se quedarán con mi madre, pero ninguna de las dos puede hasta la tarde. Me sabe mal pedírtelo, pero...
    —No te preocupes. Ahora bajo.
    —Gracias.

    Como me había acostado con la ropa puesta, no tuve que perder el tiempo vistiéndome. Me cepillé los dientes, me remojé la cara e hice caso omiso de las manchas negras que tenía alrededor de los ojos. Cuando yo era adolescente, hubo una época en que estar de pie toda la noche tenía sabor a aventura. El amanecer era estimulante y la resistencia física no parecía tener límite. En la actualidad, la falta de sueño me pone en una tensión extraña que no es sino el prólogo de un abatimiento acompañado de retortijones. Me encontraba aún en el primer momento de concentración energética, durante el que el cuerpo se deja llevar. El café me estimularía, pero lo único que haría sería posponer el inevitable derrumbe. El organismo acabaría pasándome la factura.

    Ori estaba sentada en la cama, hecha un lío con el cinturón de la bata. Los trebejos que llenaban la mesita de noche y el alcohol que se olía en el ambiente me dijeron que Ann le había hecho a la enferma el análisis de glucosa y que ya le había puesto la primera inyección de insulina. La mancha de sangre visible en la tirita que contenía el agente reactivo se había secado y vuelto de un marrón óxido. En el brazo articulado de la cama que sostenía la bandeja habían dejado un trozo arrugado de esparadrapo como si fuera un chicle seco. Pegada al esparadrapo había una bolita de algodón con un punto rojo que había empapado la pelusilla. Todo esto antes del desayuno. Me daba no sé qué mirar, pero hice de tripas corazón y me puse a imitar los movimientos y actitudes de las enfermeras. La experiencia me había enseñado a contemplar casos de muerte violenta sin pestañear, pero aquel surtido de residuos diabéticos me daba náuseas. Lo metí todo con resolución en una papelera de plástico, la dejé fuera de mi vista y me puse a ordenar los frasquitos de pastillas, el vaso y la botella del agua y las vendas. Ori solía ceñirse las piernas con perneras elásticas de color rosa, pero aquel día, por lo visto, quería airearse las extremidades. No quise mirarle las pantorrillas llenas de manchas, ni aquellos pies, fríos como el hielo, por donde apenas le circulaba la sangre, ni los dedos de los pies, que tenían un color azul grisáceo y la piel reseca y cuarteada. Tenía una llaga del tamaño de una moneda en la cara interior del tobillo derecho.

    —Voy a sentarme un minuto —murmuré.
    —Querida, estás más pálida que un muerto. Anda, ve a la cocina y tómate un zumo.

    El zumo de naranja me reanimó, engullí una tostada y a continuación me puse a limpiar la cocina para no ver a la enferma. Tres mil horas de experiencia detectivesca no habían sido suficientes para templarme el estómago. Tenía ya la sensación de que el cincuenta por ciento del tiempo invertido en aquel caso lo había pasado lavando platos sucios. ¿Por qué a Magnum no le pasaban nunca estas cosas?

    A las diez y veinte se presentó Maxine con un cubo de plástico lleno de artículos de limpieza. Era una de esas mujeres supergordas que parecen ir por la calle enfundadas en un barril de grasa temblequeante. Tenía un colmillo del tamaño y el color de un clavo oxidado. Sin detenerse más que para dar los buenos días, cogió un trapo de quitar el polvo y se puso a trastear por la habitación.

    —Perdonen si llego tarde, pero mi coche es antiguo y esta mañana no quería arrancar. Tuve que llamar a John Robert para que me consiguiera unos cables de contacto, pero tardó más de media hora en llegar. Me han contado lo de Royce. Ojalá se recupere pronto.
    —Ann me llevará a verle esta tarde —dijo Ori—. Si la salud me lo permite.

    Maxine emitió un cloqueo y cabeceó.

    —Que Dios nos coja confesadas —dijo—. Seguro que aún no tienen noticias de Bailey. A saber por dónde andará.
    —Tantos disgustos me están matando. En todos estos años no lo he visto ni una sola vez. Y ahora ha vuelto a marcharse.

    Maxine puso cara de condolencia conmiserativa y sacudió el trapo para indicar que cambiaba de tono.

    —A Mary Burney le ha dado por hacer tonterías. Ha clavado las ventanas y ha puesto un cerrojo nuevo en la puerta. Dice que va a ir por ella para raptarla.
    —Anda, ¿y para qué? —preguntó Ori, totalmente confusa.
    —Para vaciarle el serrín de la cabeza. ¿Sabe que la mitad de la gente con la que he hablado tiene la escopeta preparada? La radio ha dicho que «se teme que pueda esconderse en casa de sus parientes y amigos de la zona». Como si nada. «Se teme que pueda esconderse.» ¿ Habrase visto? Lo que le he dicho a John Robert: «¿Tú te crees que Bailey es tan tonto como para hacer una cosa así?». Apañados estaríamos. Digo: «Primero y principal, no sabe diferenciar a Mary Burney de un agujero en el suelo, y segundo, no iría nunca a su casa porque la parte de atrás da al cuartelillo de la Guardia Nacional. Con alambradas, focos y toda la pesca. Señor, Señor». Es lo que le he dicho: «Bailey será un criminal, pero aún le quedan dos dedos de frente».

    En cuanto pude meter baza, le dije a Ori que me iba. Maxine guardó un elocuente silencio, esperando sin duda obtener alguna información para chismorrear con John Robert y Mary Burney en cuanto pudiera. No hice la menor alusión al lugar al que pensaba dirigirme y cuando me despedí de ellas, Maxine entregaba a Ori un fajo de correspondencia publicitaria y rociaba con Regalos de Limón el estante de donde lo había cogido.

    La viuda de Tap Granger vivía en Kaye Street, en una planta baja de madera y de porche cerrado. El exterior se había pintado hacía siglos de azul turquesa con cenefas amarillas y los peldaños del porche estaban carcomidos por algo que dejaba en la madera unos agujeritos amenazadores. La mujer que salió a recibirme era pálida y ostentaba una delgadez que no desmentía la hinchazón globular del vientre. Tenía la nariz enrojecida de llorar, los ojos hinchados y el rímel corrido. Parecía haberse hecho en el pelo una de esas permanentes caseras que lo dejan como un estropajo. Llevaba unos tejanos descoloridos que le colgaban por donde tenía que haber estado el culo y una camiseta estampada y sin mangas que le dejaba al descubierto unos brazos huesudos que a causa del frío matutino parecían surcados de arrugas. Llevaba apoyado en la cadera un niño regordete que atenazaba el bulto ventral con los carnosos muslos igual que un jinete preparado para lanzarse al galope. El chupete que le sobresalía de la boca parecía un tapón que pudiera quitarse a voluntad para desinflarlo. Ojos serios, el moco colgándole.

    —Perdone la molestia, señora Granger. Me llamo Kinsey Millhone y soy investigadora privada. ¿Me permitiría hablar con usted?
    —Bueno —dijo. Tendría a lo sumo veintiséis años y poseía ese aire ajado de las mujeres agotadas en plena juventud. ¿Dónde iba a encontrar otro hombre que se hiciera cargo de los cinco hijos del primero?

    La casa era pequeña y sencillota, y la construcción rudimentaria , aunque los muebles parecían nuevos. Todos comprados a plazos en Sears y aún en garantía. El tresillo y las dos tumbonas complementarias estaban tapizadas con cretona verde, y la mesita de servicio y las dos rinconeras que flanqueaban el tresillo eran de conglomerado amarillo y no conocían aún los arañazos que produce el calzado infantil. La pantalla de las achaparradas lámparas de mesa eran de tela plisada y todavía estaban envueltas en papel transparente. Sus hijos empezarían los estudios secundarios y ella aún estaría pagando letras. Se sentó en el tresillo, encima de un cojín que pareció emitir un gemebundo soplo de aire al recibir el peso. Yo tomé asiento en el borde de una tumbona, intranquila a causa del mordisqueado Bimbollo de chocolate que había en el centro de la misma.

    —¡Linnetta, ya está bien! —canturreó de pronto, aunque no vi a nadie más en la estancia. Advertí con unos segundos de retraso que habían dejado de oírse los chirridos que producen las camas cuando los niños dan saltos encima. Cogió al niño que tenía en brazos y lo dejó en el suelo. El niño se volvió para sujetarse a los tejanos de la madre y se le agitó el chupete mientras emitía un sonido quejumbroso.
    —Usted dirá qué quiere —dijo—. La policía ha venido dos veces y ya he contado todo lo que sé.
    —La entretendré lo menos posible. Comprendo que tiene que estar pasando un mal rato.
    —No se preocupe —dijo encogiéndose de hombros. La muerte de Tap le había descompuesto la cara y le había sembrado la barbilla de manchas rojas.
    —¿Sabía qué se traía Tap entre manos? Me refiero a ayer.
    —Llegó con dinero. Me dijo que había hecho una apuesta con no sé quién y que había ganado.
    —¿Una apuesta?
    —Igual era mentira —dijo alzando la guardia—, pero Dios sabe la falta que nos hacía y yo no tenía ganas de hacerle demasiadas preguntas.
    —¿Le vio salir de casa?
    —La verdad es que no. Al volver del trabajo, esperé a que se fuera con los niños y me fui a la cama. Llevaría a Ronnie y a las niñas a la escuela y dejaría a Mac en casa de la canguro. Seguramente se fue a San Luis Obispo poco después. Digo yo que tuvo que ser así, porque allí es donde apareció.
    —Pero ¿no le dijo nada acerca del asalto al juzgado o sobre quién le había animado a ello?
    —Si hubiera sabido algo, no se lo habría consentido.
    —¿Sabe cuánto le pagaron?

    Sus ojos adoptaron un brillo de cautela. Empezó a darse pellizcos en la barbilla.

    —No, no.
    —Nadie va a pedirle el dinero. A mí sólo me interesa saber la cantidad.
    —Dos mil —murmuró. Dios mío, una mujer incapaz de mentir y encima casada con un tarado. ¿Dos mil dólares por jugarse el pellejo?
    —¿Sabía usted que la escopeta estaba cargada con cartuchos de sal?

    Volvió a mirarme con recelo.

    —Tap dijo que así no moriría nadie.
    —Solamente él.

    Se hizo la luz en la galaxia perdida de su minicoeficiente intelectual.

    —Ah.
    —¿Era suya la escopeta?
    —No, no. Tap no tenía armas. Con los niños en casa yo no le habría dejado —dijo.
    —¿De verdad no sabe con quién estaba en tratos?
    —Me dijeron que con una mujer. Aquello me llamó la atención.
    —¿De veras?

    La mano volvió a la barbilla. Pellizcos al canto.

    —Los vieron juntos en los billares la víspera de su muerte.

    Caí en la cuenta al segundo.

    —No fastidie, señora. Era yo. Buscaba información sobre el caso de Bailey Fowler y me enteré de que habían sido amigos.
    —Ah. Pues yo creía que él y esa mujer...
    —Rotundamente no —dije—. La verdad es que estuvo todo el rato enseñándome fotos de usted y los niños.

    Las mejillas se le encendieron y los ojos se le llenaron de lágrimas.

    —Es usted muy amable. Ojalá pudiera ayudarla. Parece buena persona.

    Saqué una tarjeta y apunté en el dorso el teléfono del motel.

    —Estaré hospedada aquí un par de días. Si se le ocurre algo, llámeme.
    —¿Vendrá al entierro? Será mañana por la tarde, en la iglesia baptista. Acudirá mucha gente porque todos apreciaban a Tap.

    Lo dudaba, pero estaba claro que ella necesitaba creérselo.

    —Ya veré. Igual estoy muy ocupada, pero iré si puedo.

    La impresión que me había producido el padre Haws era un impedimento muy convincente, pero no me atrevía a descartar la posibilidad. En los últimos meses había asistido a muchos entierros y soportar otro no entraba en mis presupuestos. La religión institucionalizada dejó de interesarme a los cinco años por culpa de una profesora de catecismo a la que le salían pelos de la nariz y le apestaba el aliento. Me explicaré. La escuela presbiteriana nos había recomendado que durante las vacaciones estudiáramos catecismo en la iglesia congregacionista que había en la misma calle. Mi tía puso el grito en el cielo porque los metodistas ya me habían expulsado una vez. Lo que yo quería era otra lámina de cromos adhesivos. Al Niño Jesús se le podía poner pelusa en la espalda, se le podía pegar en mitad del cielo igual que un pájaro y hacer que arrojara bombas encima del pesebre.

    Joleen soltó al niño, que se puso a avanzar de lado cogiéndose al borde del tresillo, y me acompañó a la puerta. El timbre sonó en el instante mismo de abrir. Dwight Shales estaba en el umbral y con la misma cara de sorpresa que nosotras. Miró a Joleen, me miró a mí y luego a Joleen otra vez. La saludó asintiendo con la cabeza.

    —Pasaba por aquí y quise saber cómo se encontraba.
    —Gracias, señor Shales. Es usted muy amable. Le presento a... a...

    Le di la mano al recién llegado.

    —Kinsey Mil lhone. Ya nos conocemos. —Nos estrechamos la mano.
    —La recuerdo —dijo—. Justamente acabo de pasar por el motel. Si tiene tiempo, podríamos charlar un rato.
    —Claro que sí —dije y me quedé allí mismo mientras ellos cruzaban unas palabras. Por la conversación deduje que Joleen había estudiado en el instituto no hacía tanto tiempo.
    —He perdido a mi mujer hace poco y sé lo que se siente —decía él. La aureola de autoridad con que yo le recordaba había desaparecido. Su pesar parecía tan sincero que los ojos de Joleen volvieron a llenarse de lágrimas.
    —Se lo agradezco mucho, señor Shales. De veras. La señora Shales era una buena mujer y sé que la enfermedad la hizo padecer mucho. ¿No quiere pasar a tomar una taza de té?

    Shales miró la hora.

    —En este momento me es imposible. Se me hace tarde, pero ya volveré a visitarla. Quería que supiera que en el instituto todos pensamos mucho en usted. ¿Necesita algo? ¿Dinero, tal vez?

    Joleen se sentía totalmente desbordada, la nariz se le enrojeció y la voz se le quebró cuando tomó la palabra.

    —Me encuentro perfectamente. Mis padres llegarán de Los Angeles esta misma noche. Con ellos aquí, me sentiré mucho mejor.
    —Como quiera, pero si necesita algo, no dude en decirlo. Mañana por la tarde le mandaré una estudiante para que cuide de sus hijos. Bob Haws me ha dicho que la misa empezará a las dos.
    —Muchísimas gracias. Ni siquiera había pensado en quién cuidaría de los niños. ¿Irá usted al entierro? Tap se sentirá muy honrado con su presencia.
    —Por supuesto que iré. Era un buen hombre y todos estábamos orgullosos de él.

    Lo seguí hasta el coche que estaba aparcado delante de la casa.

    —He encontrado el expediente de Jean Timberlake —dijo—. Si quiere venir a mi despacho, le enseñaré lo que hay. ¿Tiene coche? Puedo llevarla, si quiere.
    —Iré en el mío. Lo tengo en el motel.
    —Suba, ya la llevo yo.
    —¿De verdad no le importa? No quisiera hacerle perder tiempo.
    —Será un minuto. Además, me coge de camino.

    Me abrió la portezuela, subí y seguimos charlando de cosas intrascendentes hasta que llegamos al Calle del Océano. Habría podido ir andando, pero me interesaba congraciarme con él porque quería que por iniciativa propia añadiese sus recuerdos personales a los datos que encontrase en el expediente de Jean.

    Ann había vuelto ya del hospital, la vi fisgando por la ventana de la oficina de recepción cuando llegamos. Sonrió, saludó a Shales con la mano y desapareció.

    Bajé del automóvil y me agaché para hablarle por la ventanilla abierta.

    —Hago un recado y enseguida estoy allí.

    Como quiera. Mientras tanto, averiguaré si algún miembro del personal sabe algo que pueda ser de interés para usted.

    —Gracias —dije.

    Arrancó y al girarme vi a Ann detrás de mí. Parecía sorprendida por la marcha de Shales.

    —¿No iba a entrar?
    —Creo que tenía que volver al instituto. Me lo encontré por casualidad en casa de Joleen Granger. ¿Cómo está tu padre?

    Ann volvió a posar los ojos en mí, aunque a regañadientes.

    —Evoluciona según lo previsto. El cáncer le ha invadido los pulmones, el hígado y el bazo. Ahora dicen que seguramente le queda menos de un mes.
    —¿Cómo lo ha encajado?
    —Muy mal. Pensaba que se apaciguaría, pero está realmente trastornado. Quiere hablar contigo.

    El corazón me dio un vuelco. Era lo que me faltaba, una conversación con el moribundo.

    —Procuraré pasar por allí esta misma tarde.


    Capítulo 15


    Tomé asiento en el vestíbulo, delante del despacho de Dwight Shales, para hojear el expediente de Jean Timberlake, y mientras lo hacía escuchaba por encima las protestas de una estudiante de último año a la que habían sorprendido enjabonándose el pelo en los lavabos. Por lo visto, las normas estipulaban que la culpable llamase a sus padres desde el teléfono público que había en secretaría para notificarles el carácter de la infracción.

    —Sí, mamá... Pero ¿yo qué sabía? Que no, que son ganas de fastidiar —dijo—. ¿Qué...? ¡Pues porque no tuve tiempo! Que sííííí... Bueno, pues nadie me lo dijo... Éste es un país libre. ¡Sólo me estaba lavando la cabeza! No, mamita, no me corroen los remordimientos. ¿Que soy una descarada? ¡Pues anda que tú! —Su tono de voz pasó de la crispación al martirio total mientras recorría todas las notas de la escala—. ¡Está bieeen! Te he dicho que está bien. Sí, mamá. Como quieras, mamá. Me pones una cadena al cuello y todos tranquilos. De acuerdo. De verdad que sí. Anda y que te den por el culo, ¿vale? ¡Pero qué gilipollas eres! ¡¡Que no te aguanto!! —Colgó con violencia y se echó a llorar aparatosamente.

    Me entraron ganas de asomar la cabeza por la esquina del pasillo para verla, pero me contuve. Oí a continuación que una cómplice le hablaba entre murmullos.

    —Es una injusticia, Jennifer.

    Jennifer sollozaba con desconsuelo.

    —Es una mala puta. ¡Me cago en su madre!

    Traté de imaginarme a mí misma a aquella edad, habiéndole así a mi tía. Habría tenido que pedir un préstamo para comprarme una dentadura postiza.

    Me puse a repasar las pruebas de orientación que habían hecho a Jean, sus índices de asistencia a clase, los comentarios que sus profesores entregaban por escrito de tarde en tarde. Con aquel llanto como telón de fondo era como tener delante el fantasma de Jean Timberlake. También ella había pasado sus malos momentos en el instituto. Atrasos, mala conducta, castigos, entrevistas con la madre concertadas por los profesores y anuladas por incomparecencia de la señora Timberlake. Había observaciones repetidas, procedentes de encuentros en privado con dos de las cuatro tutoras, una de las cuales era Ann Fowler. Jean había pasado buena parte de su primer año castigada en el despacho del señor Shales, sentada en un banco, tal vez en irritado silencio, tal vez con el dominio total de sí misma que parecía ostentar en las escasas fotos suyas que había visto en los anuarios. Puede que, sentada allí, rememorase con absoluta tranquilidad las obscenidades que había practicado con los chicos en la intimidad de un coche aparcado. O puede que se dedicara a coquetear con cualquiera de los estudiantes del último curso que vigilaban desde la tarima. Desde el momento en que había llegado a la pubertad, sus notas habían experimentado un paulatino descenso que entraba en contradicción con su coeficiente intelectual y las notas de años anteriores. Percibía, palpaba el calor indecente de las hormonas que segregaban las páginas del expediente, el drama, la confusión y por último el silencio. Sus confidencias en la enfermería del centro cesaron de pronto. Allí donde la señora Berringer había consignado vulgares calambres y menstruaciones dolorosas, y aconsejado una entrevista con el médico de cabecera, aparecía de manera inopinada una preocupación por las reiteradas y crecientes ausencias de la joven. Los problemas de Jean no habían pasado desapercibidos. En honor del claustro de profesores hay que decir que sonó una especie de alarma general. Por el papeleo que había suscitado su caso, parecía que se hubiera hecho todo por apartarla de la perdición. Hasta que el 5 de noviembre se había notificado con tinta azul y trazos angulares que la muchacha había fallecido. La palabra se había subrayado una vez; el resto de la página estaba en blanco.

    —¿Le sirve de algo?

    Sufrí un sobresalto. Dwight Shales había salido del despacho del fondo y se había apostado en la puerta. La chica gimoteante se había ido ya y oía a lo lejos el rumor que producían los estudiantes al cambiar de aula.

    —Me ha asustado usted —dije, dándome palmadas en el pecho.
    —Lo siento. Pase al despacho. Tengo una reunión a las dos y podríamos charlar hasta entonces. Traiga el expediente.

    Volví a meter todos los papeles en la carpeta y fui tras él.

    —Siéntese —dijo.

    Su actitud había vuelto a cambiar. El hombre accesible, cordial y tratable que había conocido hacía un rato había dejado de existir. Ahora se conducía con cautela, medía sus palabras y adoptaba un talante práctico, algo cortante, como si después de veinte años de tratar con adolescentes díscolos estuviera enfadado con todo el mundo. Sus modales tendían hacia el autoritarismo y en su forma de hablar había un dejo de belicosidad. Estaba acostumbrado a ser el jefe. Por fuera resultaba agradable, pero su buen aspecto estaba lleno de rótulos de advertencia. Físicamente, era el aseo y la pulcritud personificados. Tenía el porte y el empaque de un antiguo militar que se hubiera acostumbrado a actuar rodeado de adversidades. Si practicaba algún deporte, seguro que era experto en el tiro al plato. Tenía que sentir inclinación por el frontón, el poker y el ajedrez. Y si corría, seguro que se obligaba a reducir en unos segundos el tiempo invertido en cada carrera. Puede que antaño hubiera sido sensible y abierto, pero se había cerrado a cal y canto y el único rasgo de humanidad que le había visto desde que lo conocía lo había tenido mientras hablaba con Joleen. Por lo visto, la muerte de su mujer había abierto una grieta en las murallas de su autodominio. Sin embargo, en materia de condolencias aún sabía ser convincente.

    Me senté y encima de la mesa que tenía delante puse la gruesa carpeta de cartulina y de esquinas levantadas por el uso. No había encontrado nada del otro jueves, aunque había tomado nota de algunos detalles. La antigua dirección de la joven. La fecha de nacimiento, el número de la seguridad social, los datos elementales y escuetos que su muerte había despojado de todo sentido.

    —¿Qué opinión le merecía la muchacha? —le pregunté.
    —Era dura de pelar. Lo sé con conocimiento de causa.
    —Eso pienso yo. La mitad del tiempo estaba castigada.
    —Como mínimo. Lo más desalentador de todo, para mí por lo menos, y puede usted consultar este asunto con todos los profesores que quiera, es que en el fondo era una criatura encantadora. Inteligente, civilizada, cordial, al menos con los adultos. No sé si gozaba de mucha popularidad entre sus compañeros, pero cuando trataba con el profesorado era la bondad en persona. Me ponía a hablar con ella y aceptaba todos los consejos que le daba. Era obediente y sumisa, decía que sí a todo, pero en cuanto salía por esa puerta, se ponía a hacer justamente lo que se le acababa de censurar.
    —¿Podría ponerme un ejemplo?
    —Los que usted guste. Se iba de clase, llegaba tarde, no entregaba los deberes, se negaba a someterse a los exámenes. Fumaba en el patio, cosa que estaba totalmente prohibida entonces, guardaba alcohol en la taquilla. Llevaba de cráneo a todo el mundo. No es que su conducta fuera más reprobable que la de los demás. Pero se comportaba sin miramiento ninguno y no hacía absolutamente nada por enmendarse. ¿Cómo se puede tratar con una persona así? Inventaba cualquier cosa para salir del apuro. Era muy convincente. Podía convencer a cualquiera de lo que quisiese. Claro que en cuanto abandonaba la habitación, todo se convertía en papel mojado.
    —¿Tenía amigas?
    —Que yo supiera, no.
    —¿Simpatizaba con algún profesor en particular? —Lo dudo. Pero si quiere, puede preguntar a cualquiera del cuerpo docente.
    —¿Y acerca de su conducta promiscua?

    Se removió con incomodidad.

    —Estaba al tanto de algunos rumores, pero nunca conté con información concreta. No me sorprendería. Tenía problemas de autoestima.
    —He hablado con uno de sus antiguos compañeros de clase y me ha dado a entender que había tela marinera.

    Cabeceó con reticencia.

    —No podíamos hacer gran cosa. Le sugerimos en un par de ocasiones que fuera a ver a un psicólogo, pero lógicamente no hizo caso.
    —O sea que las tutoras del instituto no consiguieron nada.
    —Me temo que no. No creo que pueda acusársenos de falta de empeño, pero tampoco podíamos obligarla si no quería. Y su madre como si no existiera. Ojalá me hubieran dado un cuarto de dólar por cada nota que le enviamos. Lo cierto es que Jean nos interesaba y pensábamos que tenía posibilidades. En cierto momento me dio la sensación de que la señora Timberlake se lavaba las manos. Nosotros supongo que hicimos lo mismo. No sé. Tengo remordimientos cuando recuerdo la situación, pero no creo que hubiéramos podido obrar de otro modo. Era una de tantas chicas atrapadas por las circunstancias. Una pena, pero ¿qué le vamos a hacer?
    —¿Hasta qué extremo conoce usted a la señora Timberlake en la actualidad?
    —¿Por qué lo pregunta?
    —Porque me pagan por preguntar.
    —Somos amigos —dijo tras titubear un segundo.

    Esperé, pero no amplió la información.

    —¿Y qué hay del individuo con el que se cree que Jean estaba relacionada?
    —Ahí está lo bueno. Al poco de morir ella circularon muchísimas historias, pero jamás se mencionaba ningún nombre concreto.
    —¿Se le ocurre alguna otra cosa que pueda serme de utilidad? ¿Alguna persona con la que Jean hubiera tenido confianza?
    —No sabría decirle. —De pronto cambió de expresión—. Bueno, la verdad es que pasó algo que me llamó mucho la atención. Aquel otoño la vi en la iglesia en dos ocasiones, lo que ya era raro de por sí.
    —¿En la iglesia?
    —En la de Bob Haws. Ya no recuerdo quién me lo comentó, pero se rumoreaba que estaba loca perdida por el chico que dirigía el grupo de jóvenes de la parroquia. ¿Cómo diantres se llamaba? Espere un momento. —Se levantó y se dirigió a la puerta del despacho principal—. Kathy, ¿cómo se llamaba el chico aquel que era tesorero del último curso el año en que mataron a Jean Timberlake? ¿Se acuerda usted?

    Se produjo una pausa y a continuación percibí un murmullo que no pude descifrar.

    —Ése, ése era. Gracias. —Dwight Shales se volvió a mí—. John Clemson. Su padre es el abogado defensor de Fowler, ¿no?

    Dejé el coche en el aparcamiento que había detrás del bufete de Jack Clemson y me dirigí a la puerta por el camino empedrado que rodeaba la casa. El cielo estaba despejado y hacía sol, pero la brisa era fría y en el patio de al lado, podando el seto que lo ocultaba, había un hombre vestido con el uniforme de una empresa de servicios de jardinería. La podadera eléctrica Little Wonder que tenía en las manos emitía un ruido chirriante cada vez que afeitaba las hojas que sobresalían del seto.

    Subí los peldaños del porche y aguardé unos segundos antes de entrar. Durante el camino había ensayado lo que iba a decir. Porque era asombroso que Clemson me hubiera ocultado información. Puede que el detalle no tuviera ninguna trascendencia, pero era yo quien tenía que decirlo. La puerta estaba entornada y entré en el vestíbulo. La mujer que alzó la vista tenía que ser la secretaria habitual. Era una cuarentona pequeñita —qué digo: una renacuaja— con el pelo teñido de color albaricoque, ojos grises y penetrantes, y una pulsera de plata, en forma de serpiente, enroscada en la muñeca.

    —¿Está el señor Clemson?
    —¿Tiene cita con él?
    —Venía a darle información de última hora acerca de un caso —dije—. Soy Kinsey Millhone.

    Me inspeccionó la ropa, recorriendo con la mirada el jersey de cuello alto, los tejanos y las botas, mientras amagaba un rictus de repugnancia apenas perceptible. Sin duda me veía como a las típicas estafadoras que contrataban a Clemson.

    —Un momento, voy a ver —dijo con la boca, aunque con la mirada me dio a entender algo menos educado.

    En vez de llamar por el interfono, se levantó y recorrió el pasillo, camino del despacho de Clemson, mareando la falda acampanada con las diminutas caderas. Tenía el cuerpo de una niña de diez años. Para no aburrirme, me puse a mirar lo que había en su mesa y me fijé en el documento que estaba preparando. Leer al revés es una de las maravillosas habilidades que he aprendido trabajando de detective. «... Y que se le prohíba e impida molestar, ofender, amenazar o agredir físicamente a la parte solicitante...» Tal como están hoy las parejas, parecía un contrato prematrimonial.

    —¿Kinsey? ¡Hola, cómo está! Pase, por favor.

    Clemson se encontraba en la puerta del despacho. Se había quitado la chaqueta del traje, desabrochado el cuello de la camisa, subido las mangas y aflojado la corbata. Los pantalones de gabardina parecían los mismos que llevaba dos días antes, abultados en la culera y con arrugas a la altura de los muslos. Entré en el despacho, siguiendo el rastro de humo de tabaco que dejaba a sus espaldas. La secretaria volvió a la oficina de la entrada, con expresión reprobadora.

    Los dos sillones estaban llenos de libros jurídicos de los que sobresalían las tiras de papel con que Clemson había señalado las páginas que le interesaban. Estuve de pie hasta que despejó uno de los sillones para que me sentara. Dio la vuelta al escritorio con un suspiro audible. Apagó el cigarrillo y cabeceó.

    —Estoy roto —dijo. Tomó asiento y se retrepó en el sillón giratorio—. ¿Qué vamos a hacer ahora con el tal Bailey? Ese tío está loco, irse así por las buenas.

    Le conté que Bailey me había llamado la noche anterior y le reproduje la versión que éste me había dado acerca de la fuga. Mientras me escuchaba, se pasó los dedos por el puente de la nariz y volvió a cabecear.

    —El muy capullo. Es increíble cómo enfoca las cosas esta gente.

    Cogió una carta que tenía encima de la mesa y me la pasó empujándola hacia mí con desprecio.

    —Échele un vistazo. ¿Sabe lo que es? Una carta con insultos. Hace veintidós años pusieron a un tipo a la sombra, yo era por entonces abogado de oficio. Todos los años me escribe desde la cárcel como si hubiera sido un asunto personal. Es la caraba. El fiscal general ordenó en cierta ocasión que se sondeara la opinión de los reclusos, ya sabe, «por qué estás en chirona y quién tuvo la culpa». Ninguno decía «la culpa la tuve yo por ser un gilipuertas». Al primero al que acusaban era a su abogado. «Me habrían dejado libre si en vez de un abogado de oficio hubiera tenido un abogado de verdad.» El primero, ¿se da cuenta? Su propio abogado. El segundo al que acusaban era el testigo que declaró en contra de ellos. El tercero, ¿está preparada?, era el juez que los había condenado. «Si hubiera tenido un juez imparcial, yo no estaría aquí.» El cuarto era el policía que había investigado el caso, el inspector, el que había detenido al individuo. Y así hasta llegar al último, que era el fiscal. Menos del diez por ciento de los reclusos sondeados se acordaba del nombre del fiscal. Conclusión: me he equivocado de especialidad. —Lanzó un bufido, se echó hacia delante, apoyó los codos en la mesa, apartando con el brazo los legajos y expedientes que había encima—. Bueno, dejemos eso por hoy. ¿Qué tal va su especialidad? ¿Ha averiguado algo?
    —Aún no lo sé —dije con prudencia—. Acabo de hablar con el director del Central de la Costa. Dice que meses antes de que Jean muriera, la vio en un par de ocasiones en la iglesia baptista. Se rumoreaba que estaba enamorada del hijo de usted.

    Silencio sepulcral.

    —¿De mi hijo?

    Me encogí de hombros para no comprometerme.

    —Un muchacho llamado John Clemson. Supongo que se trata de su hijo. ¿No era el jefe del grupo juvenil de la parroquia?
    —Bueno, sí, John era el jefe, pero no sabía que hubiera tenido algo que ver con la chica.
    —¿No se lo contó en ningún momento?
    —No, pero se lo preguntaré.
    —¿Por qué no deja que lo haga yo?

    Pausa. Jack Clemson era demasiado profesional para poner reparos.

    —Claro, ¿por qué no? —Cogió un cuaderno de notas y apuntó una dirección y un teléfono—. Aquí es donde trabaja. —Arrancó la hoja y me la entregó por encima de la mesa mientras me miraba con fijeza a los ojos—. Él no tiene nada que ver con su muerte.

    Me puse en pie.

    —Esperemos que no.


    Capítulo 16


    La dirección que me había dado era la de una farmacia de sesenta y cinco metros cuadrados que estaba al extremo de un complejo médico situado en una travesía de Higuera. El complejo en cuanto tal tenía un parecido extraño con las dependencias eclesiásticas de la mitad de los conventos californianos que había visto: gruesos muros de adobe con chorraditas decorativas, una columnata de veintiún arcos, techumbre de tejas rojas y una especie de acueducto en el jardín. Las palomas hacían indecencias bajo los aleros y copulaban como podían, apoyadas en una moldura peligrosamente estrecha.

    Aunque parezca mentira, la farmacia no vendía balones de playa ni muebles de jardín ni ropa de niño ni aceite de motor. A la izquierda de la entrada había expositores con productos para la higiene dental, para la higiene femenina, bolsas de agua caliente, almohadillas eléctricas, remedios para los callos, vendas y fajas ortopédicas de distintos tamaños y accesorios para la enterotomía. Curioseé los productos que había en el mostrador mientras la farmacéutica hablaba con una cliente a propósito de los efectos de la vitamina E contra la insolación. Flotaba en el local un olor a productos químicos que me recordó el que despide la película viscosa que cubre las fotos Polaroid recién hechas. El hombre que tomé por John Clemson se encontraba detrás de un biombo, vestido con bata blanca y absorto en lo que estaba haciendo. No levantó los ojos para mirarme, pero en cuanto se hubo ido la cliente murmuró algo a la farmacéutica y ésta se dirigió a mí.

    —¿La señorita Millhone? —dijo. Llevaba pantalones y un guardapolvo amarillo de poliéster, uno de esos uniformes que lo mismo sirven para las camareras, las enfermeras o las chachas.
    —Sí.
    —¿Quiere pasar, por favor? Esta mañana estamos sobrecargados de faena, pero John dice que si a usted no le importa la atenderá mientras trabaja.
    —No hay ningún problema. Gracias.

    Levantó la sección abatible del mostrador, la sostuvo mientras me agachaba para entrar y accedí a un pasillo estrecho. Por dentro, el mostrador estaba lleno de aparatos: dos monitores de ordenador, una máquina de escribir, un etiquetador, una impresora y un lector de tarjetas. En la parte inferior había cajas llenas de frascos transparentes de pastillas y una fila de rollos de etiquetas adhesivas con las advertencias y recomendaciones ya impresas: agitase antes de abrir; esta receta no podrá usarse dos veces; altera el color de la orina o las heces; solo para uso externo; y no congelar. A la derecha estaban los medicamentos, estanterías hasta el techo llenas de antibióticos, reconstituyentes, pomadas de aplicación local y colutorios dispuestos por orden alfabético. Tenía, prácticamente al alcance de la mano, la solución de casi todas las enfermedades de este mundo: depresión, dolor, debilidad, apatía, insomnio, fiebre, infecciones, obsesiones y vértigo, irritabilidad, ataques, hipocresía y remordimientos. Como últimamente dormía muy poco, lo que yo necesitaba era un buen frasco de estimulantes, pero no me parecía serio pedirles que me lo dieran sin receta.

    Estaba convencida de que John Clemson se parecería a su padre, pero la verdad es que era el polo opuesto. Alto, delgado y de pelo negro. Vista de perfil, la cara era magra y angulosa, de mejillas hundidas y pómulos saltones. Debía de tener mi edad, pero con aspecto de cansado, como si le envolviera una aureola de hastío, salud delicada o desesperación. No me miró a los ojos, ya que estaba concentrado en lo que tenía delante. Con ayuda de una espátula, ponía grupos de cinco píldoras en la bandeja de una pequeña balanza. Luego las deslizaba hasta la muesca que había a un costado de la bandeja, entraban en una especie de embudo y caían en un frasquito de plástico, que cerraba a continuación con un tapón a prueba de niños. Pegaba una etiqueta, ponía el frasco a un lado y volvía a empezar, todo ello con la misma elegancia automática que un crupier de Las Vegas. Muñecas delgadas, dedos finos. Puede que las manos le olieran a crema dermoprotectora.

    —Perdone, pero no puedo interrumpir lo que hago —dijo con amabilidad—. ¿En qué puedo servirla? —Hablaba con un ligerísimo tono de burla, como si le hiciera gracia algo que revelaría o no revelaría, según le diese la gana o no.
    —Supongo que ya le ha llamado su padre. ¿Qué le ha contado exactamente?
    —Que a petición suya investiga usted la muerte de Jean Timberlake. Como es lógico, sé que contrataron a mi padre para defender a Bailey Fowler. Lo que no sé es qué quiere usted de mí.
    —¿Se acuerda de Jean?
    —Sí.

    Había esperado una respuesta más prolija, pero la posibilidad de presionarle me gustó.

    —¿Podría hablarme de la relación que mantuvo con ella?

    La boca se le arqueó un tanto.

    —¿La relación que yo mantuve con ella?
    —Me han dicho que Jean solía ir a la iglesia baptista. Por otra parte, tengo entendido que usted iba a su misma clase y que dirigía el grupo juvenil de la parroquia. Y, bueno, pensaba que a lo mejor eran amigos.
    —Jean no tenía amigos, sólo conquistas.
    —¿Fue usted una de ellas?

    Sonrisa misteriosa.

    —No.

    ¿Dónde estaba la gracia?

    —¿Recuerda haberla visto en la iglesia?
    —Desde luego que sí, pero no era yo quien le interesaba. Me gustaría poder decirle lo contrario. Pero la chica tenía sus gustos. La llamábamos Señorita Timberlake.
    —¿Por qué?
    —Porque no se arrimaba a los individuos como yo.
    —¿De veras? ¿Y eso por qué?

    Giró la cara. Tenía toda la parte derecha desfigurada, le faltaba el ojo correspondiente y el párpado se le confundía con la membrana blancuzca, sonrosada y sembrada de cicatrices que le llegaba desde el nacimiento del pelo hasta la mandíbula inferior. El ojo sano era grande y negro y parecía cohibido. El tuerto daba la impresión de estar cerrado en un guiño inalterable. Advertí entonces que el brazo derecho lo tenía lleno de cicatrices.

    —¿Cuál fue la causa?
    —Un accidente de tráfico cuando tenía diez años. Estaba en un coche y el depósito explotó. Mi madre murió y yo quedé de este modo. Ahora estoy mejor. Ya me han operado dos veces. Sobreviví gracias a la iglesia, en sentido literal. Me bautizaron cuando cumplí los doce y dediqué mi vida a Dios. ¿Quién más iba a quererme? Jean Timberlake no, desde luego.
    —¿Le gustaba a usted?
    —Y tanto. Pero tenía diecisiete años y estaba condenado a una castidad vitalicia. Mala suerte. Lo que más valoraba Jean era la belleza física porque también ella era guapa. También valoraba el dinero, el poder... y por supuesto, la potencia sexual. Pensaba en ella a todas horas. Era una mercancía al alcance de cualquiera.
    —Pero no de usted.

    Volvió a la tarea de meter píldoras en el embudo.

    —Por desgracia, no.
    —¿De quién entonces?

    Volvió a arquear la boca para esbozar otra vez aquella sonrisa que casi parecía de felicidad.

    —¿Ocasionaría muchos problemas si le respondiese?

    Me encogí de hombros y le observé con atención.

    —Usted limítese a decir la verdad. No le pido otra cosa.
    —Podría mantener la boca cerrada, que es lo que he hecho hasta la fecha.
    —Puede que ya sea hora de abrirla —dije.

    Guardó silencio durante unos segundos.

    —¿Con quién estaba liada? —añadí.

    La sonrisa le desapareció por fin.

    —Con el reverendo padre Haws. Menudo pájaro era. Sabía que estaba loco por acostarme con Jean y en consecuencia me aconsejaba que me mantuviera puro y me dominase. Pero no decía lo que hacía con ella.

    Le miré con fijeza.

    —¿Está usted seguro?
    —Jean trabajaba en la iglesia, limpiaba las aulas donde se impartía catecismo. Los miércoles a las cuatro, antes de que empezara a ensayar el coro, él se bajaba los pantalones hasta la rodilla y se tumbaba de espaldas en su mesa para que ella se lo trabajara. Yo les espiaba a menudo desde la sacristía... La señora Haws, nuestra querida June, padece una enfermedad de la piel que se le declaró por entonces. Inmune a todo tratamiento. Lo sé porque soy yo quien le prepara los medicamentos que le recetan, uno tras otro. Gracioso, ¿no cree?

    Un escalofrío me recorrió la espalda. La imagen casi se podía tocar y John Clemson había ido derecho a los detalles.

    —¿Quién más está en el secreto?
    —Nadie, que yo sepa.
    —¿No se lo contó a nadie en aquella época?
    —Nadie me lo preguntó y un tiempo después abandoné la iglesia. Comprendí que no me proporcionaba el consuelo que me hacía falta.

    El Registro Civil de San Luis Obispo está también en la calle Monterrey, en el anexo que hay a la derecha del edificio de los Juzgados. Costaba creer que hubieran transcurrido sólo veinticuatro horas desde que nos habíamos congregado todos para asistir al juicio de Bailey. Encontré sitio para aparcar al otro lado de la calle, metí unas monedas en el parquímetro, dejé atrás la gigantesca secuoya californiana y crucé la puerta del anexo. Las paredes del pasillo eran de mármol gris con vetas oscuras. El registro estaba en la planta baja, al otro lado de una puerta de dos hojas. Puse manos a la obra. Como gracias al expediente escolar sabía el nombre completo de Jean Timberlake y cuándo había nacido, no me costó mucho averiguar el volumen y número de página donde se encontraba su partida de nacimiento. El funcionario encargado de aquellos menesteres buscó la partida original y me hizo una copia que me costó 11 dólares. Me traía sin cuidado si estaba legalizada o no. Sólo me interesaba la información que contenía, a saber: que Etta Jean Timberlake había nacido a las dos y veinticinco de la madrugada del 3 de junio de 1949, con un peso de tres kilos y 48 centímetros de estatura. De la madre se informaba que tenía quince años de edad y que estaba sin empleo. El padre era «desconocido». El médico que había asistido a la parturienta era Joseph Dunne.

    Busqué una cabina telefónica y llamé a su consultorio. Oí cuatro timbrazos y respondió la encargada de su servicio mensafónico particular. El médico estaba ausente los jueves y no volvía hasta el lunes a las diez de la mañana.

    —¿Saben cómo puedo localizarle?
    —Soy la doctora Corsell, deme su nombre y su teléfono y ya la llamará.
    —¿Cree que puede estar en las termas?
    —¿Es usted paciente suyo?

    Colgué el auricular y salí de la cabina. Ya que estaba en el centro, me planteé la posibilidad de pasar por el hospital para ver a Royce. Ann me había dicho que preguntaba por mí, pero no quería hablar con él todavía. Volví a Floral Beach por una carretera comarcal, una raya de asfalto llena de curvas que atravesaba ranchos, «señoríos» rodeados de vallas y urbanizaciones de construcción reciente.

    Había pocos vehículos en el aparcamiento de las termas. Era imposible que el hotel rentase lo suficiente para alimentar al bueno del médico y su señora. Aparqué con una maniobra ante el edificio principal y volví a sentir el frío denso y tangible cuya presencia ya había advertido la vez anterior. El olor azufrado a huevos podridos hacía pensar en un caserón melancólico y malsano.

    Esta vez pasé de largo ante la entrada del balneario y rodeé el edificio para ir directamente hacia la puerta principal por los anchos peldaños de cemento, que conducían al porche que rodeaba el edificio entero. La fila de tumbonas que había en él le hacía parecer la cubierta de un barco. El terreno se inclinaba a la sombra de los robles y recuperaba una horizontalidad relativa a lo largo de cien metros, hasta que se encontraba con la carretera. En un claro que había a mi izquierda entreví la piscina desierta y bañada por un rectángulo de sol. El otro punto del balneario donde daba el sol eran las dos canchas de tenis. Los arbustos que crecían junto a la valla de protección impedían ver lo que ocurría dentro, aunque el hueco plop... plop que llegaba a mis oídos me sugería que por lo menos en una cancha había gente jugando.

    Empujé la ancha puerta de caoba labrada con una ventana de vidrio abierta en la mitad superior. El vestíbulo, bordeado de balaustradas, se había construido a lo grande y las dos claraboyas transparentes que había en el techo lo inundaban de luz. El salón principal estaba en proceso de renovación. Las alfombras se habían protegido con una lona gris de gran tamaño y cubierta ya de manchas de pintura. Los andamios que se alzaban delante de dos paredes sugerían que los lienzos de madera se estaban limpiando y pulimentando. Por lo menos, el fuerte olor del barniz eclipsaba allí el obsesivo tufo de los manantiales minerales que bullían en los sótanos como calderas al fuego.

    El mostrador de recepción abarcaba toda la anchura del vestíbulo, pero no había nadie a la vista. Ni recepcionista, ni botones, ni pintores trabajando. El silencio reinante era tan particular que me inducía a mirar a mis espaldas para escrutar la galería del primer piso. No se veía a nadie. Las sombras taponaban las socarrenas igual que telarañas. A ambos lados de recepción había sendos pasillos de cierta anchura que se adentraban en las lúgubres entrañas del hotel. Esperé un tiempo prudencial en medio del silencio. No apareció nadie. Di un giro de ciento ochenta grados para tener una panorámica global del vestíbulo. Había llegado el momento de curiosear.

    Eché a andar por el pasillo de la derecha sin que mis pasos produjeran ruido alguno en la gruesa alfombra que cubría el suelo. A mitad de pasillo había unas puertas de paneles de vidrio que daban a un comedor semicircular, de suelo de madera y amueblado con una cantidad incalculable de mesas redondas de roble, flanqueadas de sillas con respaldo de travesaños horizontales. Me acerqué al mirador que había al fondo y a través de la rizada superficie de los cristales vi que los tenistas abandonaban la cancha y se dirigían hacia la puerta que tenía que haber debajo de donde yo estaba.

    A mi izquierda había dos juegos de puertas de vaivén. Recorrí de puntillas el trecho que me separaba de las puertas y eché un vistazo a la cocina. La escasa luz que entraba por las ventanas envolvía en una luminosidad grisácea el enorme poyo de acero inoxidable. Apliques también de acero inoxidable, cromo, linóleo gastado. La loza, blanca y pesada, se había ordenado en estantes abiertos e independientes. Parecía una exposición: el modernismo revisitado, cocina futurista hacia 1966. Di la vuelta y me dirigí al pasillo. Rumor de voces.

    Me coloqué detrás de la puerta abierta del comedor, con la espalda pegada a la pared. Por la ranura de los goznes vi pasar a la señora Dunne con indumentaria de tenista y la raqueta bajo el brazo. Tenía las piernas contorneadas como columnas dóricas, coronadas, no por el correspondiente capitel, sino por la puntilla de las bragas, que le sobresalían por debajo de la orla de la falda de jugar al tenis. Una vena varicosa le serpeaba por la pantorrilla igual que una planta trepadora. Su pelo, rubio blanquecino, ostentaba un orden perfecto, ni una sola mecha estaba fuera de lugar. Supuse que su compañero de juego sería su marido, el doctor Dunne. Pasaron aprisa y sus voces se fueron apagando. De él sólo pude ver que era robusto y que tenía el pelo blanco y rizado, y la piel sonrosada.

    En cuando dejé de verlos, salí de mi escondite y regresé al pasillo. Tras el mostrador de recepción había ahora una mujer vestida con una chaqueta de uniforme hotelero de color naranja chillón. Se volvió hacia el pasillo en cuanto me vio aparecer, pero sin duda le habían enseñado demasiado bien el oficio para preguntarme de dónde venía.

    —Estaba echando un vistazo —dije—. Igual cojo una habitación.
    —El hotel estará cerrado por reformas durante tres meses. Abriremos el 1 de abril.
    —¿Tiene folletos informativos?
    —Desde luego. —Metió la mano bajo el mostrador y sacó uno con ademán automático. Le eché treinta y tantos años, tenía aspecto de profesional del ramo de la hostelería y sin duda se preguntaba si no estaría perdiendo el tiempo en un lugar que apestaba a triturador de basura estropeado. Miré el folleto que me había dado y vi que era igual que el que había hojeado en el motel.
    —¿Está aquí este doctor Dunne? Me gustaría hablar con él.
    —Acaba de volver de la cancha de tenis. Ha tenido que cruzarse con él en el pasillo.

    Negué con la cabeza y puse cara de perplejidad.

    —Yo no he visto a nadie.
    —Espere un momento. Voy a llamarle.

    Descolgó el auricular de un teléfono de comunicación interna y se volvió para que no pudiera leerle los labios mientras hablaba entre murmullos con quien estuviera al otro lado del hilo. Colgó el auricular.

    —La señora Dunne la atenderá inmediatamente.
    —Magnífico. Esto..., ¿hay algún lavabo por aquí cerca?

    Señaló el pasillo que había a la izquierda del mostrador.

    —La segunda puerta.
    —Enseguida vuelvo.

    Era una mentira como una casa. En cuanto salí de su campo visual, apreté el paso y me dirigí al corredor que había al fondo y que cortaba en sentido perpendicular el pasillo de los lavabos. A ambos lados había dependencias administrativas. Todas estaban vacías salvo una. En la puerta había una bonita placa de bronce con el nombre del doctor Dunne. Entré. El doctor Dunne no estaba al parecer, aunque encima de la silla había ropa de tenis empapada en sudor y se oía correr el agua de la ducha tras una puerta con un rótulo que decía Privado. Me puse a curiosear mientras le esperaba. Eché un vistazo a los papeles que había encima de la mesa, pero no vi nada de interés. En el despacho había estado hacía poco el representante de alguna empresa de productos farmacéuticos y había dejado varias muestras de un anticolinérgico de factura reciente, con folletos informativos. En una satinada ampliación en color se veía una úlcera de duodeno más grande que el planeta Júpiter. Qué guarrada. Tener en las tripas un agujero así.

    Los archivadores estaban cerrados con llave. Había acariciado la esperanza de meter la nariz en los cajones de la mesa, pero no quise tentar a la suerte. Hay gente que te pierde el respeto si te sorprende fisgando. Me llevé la mano al oído. Acababan de cerrar el grifo de la ducha. Fantástico. El doctor y yo íbamos a tener una pequeña charla.


    Capítulo 17


    El doctor Dunne salió del cuarto de baño con un pantalón verde claro, sujeto con un cinturón blanco, una camisa deportiva de cuadros rosas y verdes, calcetines de color rosa y mocasines blancos. Sólo le faltaba la chaqueta deportiva blanca para completar el «conjunto Cleveland», que estaba de moda entre los cuarentones marchosos del Medio Oeste. Tenía el pelo totalmente blanco, húmedo todavía y peinado hacia atrás. Alrededor de las orejas se le curvaban ya algunos mechones. Era cariharto, de cutis rojizo y ojos muy azules debajo de dos cejas blancas y despeinadas. Mediría alrededor de un metro ochenta y cinco, y de tanto comer y beber a lo grande le sobraban más de veinte kilos que había almacenado en una tripa que parecía la de una embarazada de seis meses. ¿Por qué estaban tan estropeados los tíos de aquel pueblo?

    Se detuvo en seco nada más verme.

    —Sí, señora —dijo como respondiendo a una pregunta no formulada todavía.

    Infundí a mis palabras un tono cordial y adopté una pose mundana y elegante.

    —Hola, doctor Dunne. Soy Kinsey Millhone —dije, tendiéndole la mano. Me la semiestrechó con tres dedos nada más.
    —El personal está en su puesto, pero hasta el primero de abril no abriremos al público.
    —No busco trabajo, sino información sobre una antigua paciente suya.

    Me miró con la típica expresión de superioridad de los médicos.

    —¿Sobre quién, si puede saberse?
    —Jean Timberlake.

    El lenguaje corporal del doctor Dunne adoptó un código que fui incapaz de descifrar.

    —¿Es usted de la policía?

    Negué con la cabeza.

    —Investigadora privada, contratada por...
    —En ese caso, no puedo atenderla.
    —¿Me puedo sentar?

    Acostumbrado como estaba a que sus palabras se tomasen como edictos ministeriales, se me quedó mirando sin saber qué decir. Saltaba a la vista que nunca había tenido que vérselas con espíritus atrevidos. Le protegía una guardia personal formada por la recepcionista, la encargada del laboratorio, la enfermera particular, la contable, la encargada del servicio mensafónico, la encargada del consultorio... su mujer... todo un ejército de hembras que se desvivían para que nadie tocara ni molestara al señor doctor.

    —Creo que no me he expresado con claridad suficiente, señorita Millhone. No tenemos nada de qué hablar.
    —Qué pena —dije sin inmutarme lo más mínimo—. Estoy haciendo averiguaciones para saber quién era el padre de Jean.
    —¿Quién la ha dejado entrar?
    —La recepcionista se puso al habla con su mujer —dije. Era verdad, pero no tenía nada que ver con la situación.
    —Joven, no tengo más remedio que pedirle que se marche. Por nada en el mundo le daría yo información relativa a los Timberlake. Durante años he sido el médico de cabecera de la familia.
    —Me consta —dije—. Pero no le pido que me haga confidencias...
    —¡Ni se le ocurra!
    —Doctor Dunne, estoy investigando una pista relacionada con un sospechoso de asesinato. Sé que Jean era hija ilegítima. Tengo su partida de nacimiento y en ella se dice que era hija de padre desconocido. No entiendo por qué hay que seguir ocultando su identidad, en el caso de que usted la sepa. Si no la sabe, dígamelo y ahorraremos tiempo y dinero.
    —Esta intrusión es ofensiva. No tiene usted ningún derecho a meter las narices en la vida de aquella pobre criatura. Perdón —dijo con sequedad y se dirigió a la puerta—. ¡Elva! —gritó—. ¡ El!

    Oí que alguien avanzaba por el pasillo con paso resuelto. Dejé una tarjeta encima de la mesa.

    —Si se decide a cooperar, me hospedo en el motel Calle del Océano.

    En el momento de cruzar la puerta me di de manos a boca con la señora Dunne. Todavía llevaba la ropa de jugar al tenis y el rubor se había apoderado de sus pálidas mejillas. Advertí que me reconocía. Mi regreso no se acogió con el entusiasmo que había esperado. Empuñaba la raqueta como si fuera un hacha de carnicero, con el canto en vanguardia. Seguí andando sin quitarle el ojo de encima. No suelen asustarme las yeguas de patas macizas, pero aquélla se había introducido ya en mi espacio psicológico. Dio un paso al frente y se me puso tan cerca que percibí el olor de su aliento, experiencia poco recomendable.

    —Tengo un caso entre manos y venía en busca de información, pero parece que me he equivocado.
    —Llama a la policía —dijo la mujer al marido en tono terminante.

    Y sin previo aviso, levantó la raqueta como si fuera un sable de samurái .

    Di un paso atrás en el momento en que la raqueta se abatía sobre mí.

    —¡Señora! ¡Tenga cuidado! —dije.

    Quiso golpearme otra vez, hice una finta y volvió a fallar.

    —¡Pero mujer, estese quieta!

    Lo intentó por tercera vez y la raqueta me pasó a unos centímetros de la cara. Di un salto atrás. La situación era la mar de graciosa, pero la raqueta había emitido esta vez un silbido homicida que me había encogido el estómago. Retrocedí bailoteando como un boxeador mientras la yegua avanzaba. Volvió a sacudir la Wilson como si quisiera matar a una mosca y volvió a fallar el golpe. Ahora tenía cara de concentración ansiosa, los ojos le brillaban y había entreabierto la boca. Me percaté de que el doctor Dunne, que estaba detrás de ella, abandonaba la suspicacia y adoptaba una actitud de preocupación.

    —Elva, ya está bien —dijo.

    Puede que Elva no le oyese, y si le oyó, maldito el caso que le hizo. Empuñó la raqueta con las dos manos y la descargó de costado. Cambió de punto de apoyo y volvió a atacarme.

    ¡Zas! ¡Zas!

    Fallando por un pelo y únicamente porque me movía con rapidez. Estaba totalmente enfrascada en lo que hacía y yo tenía miedo de dar media vuelta y echar a correr porque podía darme en todo el occipucio. Un raquetazo es cosa seria, te puede poner perdida de sangre. No suele ser un golpe mortal, pero siempre es mejor que se lo den a la vecina de enfrente.

    Volvió a levantar la raqueta . El canto de madera se abatió sobre mí como una espada, demasiado rápido esta vez para eludirlo. Para protegerme la cara, levanté por instinto el brazo izquierdo y paré el golpe con el antebrazo. Raqueta y carne entraron en contacto con un ruido crujiente. Noté que una descarga eléctrica me recorría todo el hueso. Lo que se dice dolor, no sé si lo sentí, pero fue como si mi cerebro hubiera recibido la orden de abrir el depósito de la violencia.

    Le di en la boca con el dorso de la mano y la mujer reculó hacia el marido. Los dos cayeron al suelo con una exclamación de sorpresa. El aire que me rodeaba se volvió puro, diáfano y limpio. La cogí por la pechera con furia incontrolada y la puse en pie de un tirón. Sin pensármelo dos veces, le estampé el puño en la cara, produciendo un chasquido que llegó a mis oídos una décima de segundo más tarde.

    Alguien me sujetó el brazo por detrás. La recepcionista se colgó de mí gritando cosas incomprensibles. Yo aún tenía los dedos de la mano izquierda enganchados de la camisa de Elva. Ésta trataba de retroceder de espaldas mientras agitaba los brazos y gritaba de miedo con los ojos dilatados.

    Me dominé y bajé el puño. El alivio que se pintó en sus facciones se mezcló con la estupefacción con que me miraba. No sé lo que vería en mi cara, pero sí lo que yo había visto en la suya. Me sentía fuerte y poderosa y la euforia me brotaba de todos los poros como oxígeno puro. Hay algo en los enfrentamientos físicos que nos carga de energía y nos libera, sometiendo al cuerpo a una química ancestral, como una embriaguez barata que a veces tiene efectos mortales. Por más vueltas que se le dé, una bofetada es una ofensa, y no puede saberse qué reacción desencadenará. En los bares he visto peleas tontas que han empezado con un sopapo y han terminado con un cadáver en el suelo.

    Elva tenía la boca hinchada y los dientes anegados en sangre. La euforia llegó a su punto culminante y cayó en picado. El brazo empezó a dolerme con pulsaciones punzantes y me doblé por la cintura jadeando. El moratón era un trazo vertical de color azulado y rodeado por una nubecilla de tono sanguinolento. Creo que incluso distinguía una raya abultada como un arañazo donde me había dado la cuerda de tripa que bordeaba el perímetro exterior de la raqueta. El tenista aficionado que la había puesto allí tenía muy mala leche. Dolía una barbaridad. Suerte que no la había interrumpido mientras jugaba al golf. Me habría hecho picadillo con un hierro. La piel de los nudillos se me había levantado y me escocía. Esperaba que no hubiera caducado su última vacuna antirrábica.

    Se había echado a llorar en plan autocompasivo, adoptando el papel de víctima cuando era ella la que había empezado. Se me calentó la sangre y a punto estuve de sacudirla otra vez, pero la verdad es que me dolía todo y la necesidad de cuidar de mí misma cobró prioridad. El doctor Dunne la condujo hasta su despacho. La recepcionista de uniforme naranja se escabulló tras ellos mientras yo me apoyaba en la pared, esforzándome por recuperar el aliento. Igual llamaban a la comisaría del sheriff, pero me traía sin cuidado.

    El médico no tardó en volver con la boca llena de amables excusas y consejos serviciales. Lo único que yo quería era largarme de allí, pero insistió en inspeccionarme el brazo para comprobar que no se me había roto. Pero ¿es que me veía cara de imbécil? Pues claro que no se me había roto. Me llevó al botiquín del hotel, donde me lavó la mano. Su preocupación era sincera y el detalle me interesó más que cuanto había percibido hasta el momento.

    —Siento que Elva y usted hayan tenido una agarrada. —Me puso un desinfectante que escocía un huevo y sus ojos corrieron a mi cara para ver cómo reaccionaba.
    —Ya sabe cómo somos las mujeres —dije—. Enseguida nos tiramos del moño. —No cogió la ironía.
    —Quería protegerme. Estoy convencido de que no lo hizo con intención. Estaba tan alterada que he tenido que darle un calmante.
    —Haría usted bien en tener bajo llave la caja de las herramientas. Otro día puede coger un serrucho.

    Empezó a guardar los artículos de primeros auxilios.

    —Yo creo que deberíamos olvidar lo ocurrido.
    —Eso se dice muy pronto —dije. Me puse a mover la mano derecha, asombrada de que las tiritas transparentes que me había puesto hubieran cerrado el corte que los incisivos de Elva me habían producido en los nudillos—. En otras palabras, sigue usted negándose a darme información sobre Jean Timberlake.

    Estaba ahora ante la pila, lavándose las manos de espaldas a mí.

    —Yo la vi aquel día —dijo en tono monocorde—. Así se lo dije a la policía entonces.
    —¿El día que la mataron?
    —Exacto. Fue a mi consultorio cuando supo por los análisis que estaba embarazada.
    —¿Por qué no le hizo usted los análisis?
    —No sabría decirle. Creo que estaba muy confusa por culpa de lo que le había caído encima. Me dijo que había pedido al médico de Lompoc que le practicara un aborto. Acudió a mí porque el otro se negó.

    Se secó las manos con sumo cuidado y colgó la toalla.

    —¿Se negó usted también?
    —Pues claro.
    —¿Por qué «pues claro»?
    —Aparte de que el aborto era ilegal entonces, yo nunca haría una cosa así. Su madre estaba soltera al quedar embarazada y no había muerto por ello. No había ningún motivo para pensar que ella no pudiera sobrevivir al mismo trance. El mundo no se iba a acabar por ello, pero Jean por lo visto pensaba de otro modo. Decía que su vida iba a quedar destrozada, lo cual no era cierto.

    Mientras hablaba, abrió un pequeño armario y sacó un frasco grande de pastillas. Metió cinco en un sobre pequeño y blanco que me entregó a continuación.

    —¿Qué es?
    —Tylenol con codeína.

    No me hacían falta analgésicos, pero guardé el sobre en el bolso de mano. Tal como yo trabajo, recibo muchos mamporros.

    —¿Le contó a la madre de Jean lo que pasaba?
    —Por desgracia, no. Jean era menor de edad y habría tenido que informar a su madre, pero ella insistió y acordamos que sería un secreto profesional. Ojalá se lo hubiera dicho.

    Puede que los acontecimientos se hubieran desarrollado de otra manera.

    —¿Y no sabe quién fue el padre de Jean?
    —Le convendría ponerse hielo en el brazo —dijo—. Venga a verme si no le desaparece la hinchazón. En el consultorio, si no le importa. No le cobraré nada.
    —¿Le dijo o le dio a entender con quién estaba liada?

    El doctor Dunne salió del botiquín sin decir nada más.

    Cogí una camisa de manga larga que guardaba en el asiento trasero del coche y me la puse encima de la camiseta estampada para que no se me viera el cardenal de abigarrados colores que me decoraba el brazo. Me quedé inmóvil un rato, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, reuniendo fuerzas para afrontar el capítulo siguiente. Estaba hecha polvo. No eran más que las cuatro de la tarde, pero me sentía como si hubiera consumido la jornada entera. Me preocupaban demasiadas cosas. Tap y su escopeta cargada con cartuchos de sal. Los 42 billetes que habían desaparecido. Alguien estaba detrás de todo aquello, moviendo los hilos en la sombra. Había vislumbrado detalles, pero no los suficientes para proceder a su identificación. Me incorporé, puse en marcha el vehículo y me dirigí al pueblo para hablar con Royce.

    El hospital estaba en la calle Johnson, a unas manzanas del instituto. Era un edificio amazacotado y amorfo, de los que no reciben premios a la imaginación arquitectónica.

    Royce estaba en la planta de cirugía. Las suelas de mis botas gimieron al entrar en contacto con las baldosas de vinilo, enceradas a más no poder. Pasé ante el puesto de guardia de las enfermeras mientras seguía el orden numérico de las habitaciones. Nadie me prestaba atención y, cuando pasaba ante una puerta abierta, desviaba los ojos. Los enfermos, los heridos y los moribundos disponen de muy poca intimidad. Por el rabillo del ojo advertía que casi todos yacían en un lecho rodeado de flores y de tarjetas de ánimo, delante de un televisor encendido. Percibía cierto olor a judías verdes. No sé por qué, pero cada vez que estoy en un hospital, huelo a verduras en lata.

    Llegué a la habitación de Royce. Me detuve ante la puerta y desconecté mis emociones. Entré. Royce dormía. Con los laterales de la cama levantados, parecía un preso rodeado de barrotes y atado al poste del gota a gota. Le tapaba la nariz una mascarilla de oxígeno de plástico azulado. Sólo se oía el ronquido intermitente que producía al respirar. Le habían quitado la dentadura para que no se provocara la muerte a mordiscos. Me quedé junto a la cama, observándole.

    El sudor le había apelmazado el pelo y tenía varios mechones pegados a la frente. Apoyaba las manos en la frazada, con las palmas hacia arriba, grandes, toscas, moviendo los dedos de tarde en tarde. ¿Soñaría, al igual que un perro, con los días de caza y aventura? Un mes más tarde habría desaparecido aquella masa vulgar de protoplasma gobernada por incontables ataques de cólera, sueños, deseos insatisfechos. Me pregunté si viviría lo suficiente para ver cumplida su última voluntad: estar por fin con Bailey, con el hijo cuyo destino me había confiado.


    Capítulo 18


    A las cinco y media llamaba a la puerta de Shana Timberlake, convencida de que no había nadie en casa. El Plymouth verde y lleno de abolladuras había desaparecido de la entrada. No había luz en las ventanas del cottage y las persianas echadas tenían ese aire desolado de las viviendas vacías. Tanteé el tirador de la puerta, pero no hubo suerte; es una de mis especialidades, registrar casas sin que me vean. Rodeé el edificio y comprobé la puerta trasera. Shana había sacado otra bolsa de basura, pero por la ventana de la cocina vi que los platos sucios habían vuelto a amontonarse y que la cama estaba deshecha. La casa parecía una fonda de mala muerte.

    Volví al motel. Lo que más me apetecía en aquel momento era apoyar la cabeza en una almohada y dormir a pierna suelta, pero las circunstancias no me lo permitían. Tenía demasiadas cosas que hacer, demasiadas preguntas conflictivas que formular. Entré en recepción. Como de costumbre, no había nadie tras el mostrador, pero oí la voz de Ori, que hablaba por teléfono en la sala de estar de la vivienda. Pasé al otro lado del mostrador y di unos golpecitos en la jamba de la puerta. Ori alzó los ojos, me vio y me dijo por señas que entrase.

    Estaba haciendo una reserva para una familia de cinco miembros y enumeraba los distintos precios previstos en el caso de que la habitación tuviera sofá–cama, cuna y cama turca. Maxine, la señora de la limpieza, había estado en la casa y se había ido sin que su paso por ella se hubiera notado. Por lo que pude comprobar, se había limitado a pasar el trapo por algunos muebles, dejando tras de sí una capa de pulimento que empezaba ya a cubrirse de polvo. El edredón que cubría la cama hospitalaria de Ori estaba lleno de correo publicitario, propaganda suelta, revistas viejas y esa intrigante cantidad de cupones y vales comerciales que suele haber encima de la cómoda de todos los domicilios. La papelera que había junto al lecho estaba totalmente llena. Mientras hablaba, Ori se entretenía mirando la propaganda y tirándola a la papelera. Terminó la transacción, colgó y se abanicó con un sobre de ventanilla.

    —Ay, Kinsey, qué día. No sé qué me pasa, pero creo que tengo algo. El Señor sabrá qué. Todo el mundo está con síntomas de gripe. A mí me duele todo y tengo la cabeza como si me fuera a estallar.
    —No sabe cuánto lo siento —dije—. ¿Está Ann?
    —Repasando las habitaciones. Cada vez que tenemos muchacha nueva, hay que ir detrás para comprobar que hace bien las cosas. Lo malo es que cuando aprenden la lección, se van a otra parte y hay que empezar desde el principio. Pero ¿y tú? ¿Qué te has hecho en la mano? ¿Te las has cogido con una puerta?

    Me miré los nudillos mientras buscaba una coartada convincente. No me habían contratado para zumbarle a la mujer del médico del lugar. No era forma de comportarse y me sentía avergonzada por haber perdido los nervios. El rasguño, por suerte, sólo despertaba un interés pasajero y Ori volvió a enfrascarse en lo suyo antes de que se me ocurriera nada. Se rascó el brazo con cara de preocupación.

    —Me ha salido una cosa rara en la piel —dijo—, fíjate qué bultitos. ¿Crees que será la sarna? Es para volverse loca. Que yo sepa, no los produce la gripe, pero no sé a qué más achacarlos. ¿A ti qué te parece?

    Me enseñó el brazo. Se lo inspeccioné por obligación, pero no vi más que las marcas que se había producido ella misma al rascarse. Era de esas mujeres que en el momento más inesperado te largan un monólogo interminable sobre el estado de sus intestinos, como si su flatulencia poseyese un atractivo irresistible. Era incapaz de comprender cómo sobrevivía Ann en aquella atmósfera de exhibicionismo médico. Consulté la hora.

    —Vaya, tengo que subir.
    —Que te crees tú que te voy a dejar. Anda, siéntate y hazme compañía —dijo—. Con Royce en el hospital y esta artritis que no me deja, lo primero que pierdo es la buena educación. Aún no hemos tenido ocasión de hablar y conocernos un poco. —Dio unas palmaditas a un lado de la cama, como si yo fuera una gatita afortunada a la que por fin se deja subir a los muebles.
    —Me gustaría, Ori, pero usted sabe que tengo que...
    —Ni hablar del peluquín. Acaban de dar las cinco y aún falta mucho para la cena. ¿Adónde vas a ir a estas horas?

    Tenía la cabeza vacía. La observé en silencio, incapaz de inventar alguna excusa. Un amigo mío que se llama Leo se volvió ancianofóbico porque una vieja le dio una boñiga envuelta en un papel durante las recolectas de Halloween. Tenía entonces doce años y, según él, la vieja no sólo le estropeó el día, sino también la provisión de palomitas de maíz que llevaba en la bolsa de las recolectas. Desde entonces no volvió a confiar en la tercera edad. La gente mayor siempre me había caído simpática, pero últimamente mis sentimientos empezaban a parecerse a los de mi amigo Leo.

    Ann apareció en la puerta con un cuaderno en la mano. Me miró con ojos distraídos.

    —Ah, hola, Kinsey. ¿Qué tal?

    Pero Ori no estaba dispuesta a que nadie la eclipsara y se apresuró a meter baza. Volvió a enseñar el brazo.

    —Ann, cielo, mira lo que me ha salido. Kinsey dice que no ha visto nada igual en su vida.

    Ann la miró con indiferencia.

    —¿Te importaría esperar un poco, por favor?

    Pero la comezón, por lo visto, no era lo único que preocupaba a Ori.

    —Mañana por la mañana tendrás que ir al banco. El dinero que había en casa se lo he dado a Maxine.
    —Pero ¿no te di ayer cincuenta dólares?
    —Acabo de decírtelo. Se los he dado a Maxine.
    —¿Le has dado cincuenta dólares? Pero ¿cuánto tiempo ha estado?
    —No tienes por qué hablarme de ese modo. Vino a las diez y se fue a las cuatro, y sólo se sentó para comer.
    —Seguro que se comió todo lo que había. Ori pareció ofenderse.
    —¿Serías capaz de negarle un bocadillo a esa pobre mujer?
    —Mamá, ha estado seis horas en la casa. ¿A cuánto le has pagado la hora?

    Ori, incapaz de discutir aquel extremo, se puso a pellizcar el edredón.

    —Su hijo ha estado enfermo y dice que ya no puede hacer de chacha a seis dólares la hora. Le dije que se las pagaríamos a siete.
    —¿Le has aumentado el sueldo?
    —Mujer, no iba a decirle que no.
    —¿Y por qué no? Esto es absurdo. Es lenta como una tortuga y encima lo hace todo mal.
    —Huy, chica, qué genio, perdona. ¿Qué te pasa?
    —¡No me pasa nada! ¿Es que no tengo ya bastantes problemas? Las habitaciones del primer piso están hechas un asco y he tenido que repasar dos...
    —No es motivo para que me hables así —la interrumpió Ori—. Ya te dije que no contrataras a esa muchacha. Con esa trenza de pelo negro parece una extranjera.
    —Pero ¿qué tienes hoy? En cuanto he aparecido por la puerta, la has tomado conmigo. Te he dicho que esperaras un momento. ¡Pues no señora! Por lo visto, lo que tienes que decir es lo más importante del mundo.

    Ori se volvió para mirarme. Oh, qué mal lo pasaba aquella pobre anciana acosada por las enfermedades.

    —Yo sólo quería ser útil —dijo con voz temblorosa.
    —¡Cállate de una vez! —dijo Ann, que abandonó la habitación echando chispas. Medio minuto después la oímos en la cocina, cerrando puertas y cajones con estrépito. Ori se secó los ojos para asegurarse de que me daba cuenta de lo mucho que sufría.
    —Tengo que llamar por teléfono —murmuré y salí del cuarto antes de que la anciana reclamara mis servicios.

    Subí a mi habitación con el alma derrengada. Nunca había trabajado para gente tan desagradable. Cerré la puerta con llave y me eché en la cama, demasiado agotada para moverme y demasiado inquieta para dormir. Todas las tensiones de la jornada se me vinieron encima y notaba ya en la cabeza los martillazos sordos que produce la falta de sueño. Me di cuenta entonces de que ni siquiera había comido. Tenía un hambre que me moría.

    —Hay que joderse —dije en voz alta.

    Me levanté, me desnudé y me metí en la ducha. Quince minutos después me ponía ropa limpia y salía de la habitación, pensando que una buena cena podría devolverme a la normalidad. Era ridículamente temprano, pero la verdad es que nunca he comido a la hora y obedecer las convenciones en aquel pueblo carecía de sentido.

    En Floral Beach hay restaurantes para dar y vender. En Palm Street hay una pizzería y en la calle del Océano están el Rompeolas, el Galeón y el Café Calle del Océano, que sólo sirve desayunos. Ya había cola en la puerta del Galeón. A dos manzanas de distancia comprobé que el menú especial para madrugadores entusiasmaba a los lugareños. El rótulo decía cenas al estilo familiar, lo que quiere decir que no se sirve alcohol y que todo está lleno de niños alborotadores sentados en sillas plegables y tocando el tam–tam con las cucharas.

    Opté por el Rompeolas, animada por la idea de que allí servían de todo. El interior era una mezcla de club náutico y estilo colonial inglés: sillas de arce con respaldo curvo, manteles de cuadros blancos y azules, velas empotradas en anchos recipientes rojos y protegidas por esas tiras de plástico cuyo manoseo ameniza las conversaciones. Encima de la barra colgaban redes de pesca, sujetas a los radios de madera de un timón redondo. La camarera vestía una reproducción burlesca de la antigua indumentaria de los peregrinos, consistente en una falda larga y un corpiño ceñido y escotado. Al parecer se había confeccionado uno de esos sostenes que levantan la pechuga, también de estilo colonial inglés, porque llevaba los pechitos comprimidos como ciruelas en una bolsa de plástico. No tardaría en salírsele uno si se inclinaba demasiado. En la barra había dos tipos que no le quitaban ojo, en espera de que llegase el momento.

    Aparte de aquellos dos, el lugar estaba casi vacío y la camarera pareció agradecer la llegada de más clientes. Me instaló en la sección de no fumadores, vale decir, entre la cocina y el teléfono público. Me pasó una carta de tamaño gigante, encuadernada con un cordón de borlas, en la que descollaban el filete a la plancha y el bistec a la plancha. Todo lo demás era frito. Dudaba entre los «sabrosos langostinos ligeramente rebozados y servidos con la salsa secreta de nuestro chef» y las «almejas ligeramente rehogadas, cubiertas de picadillo y servidas con una exquisita salsa agridulce», cuando Dwight Shales apareció de pronto junto a la mesa. Parecía haberse duchado y cambiado de ropa para salir de farra toda la noche.

    —Me pareció verla y... —dijo—. ¿Puedo sentarme?
    —No faltaba más —repuse, señalándole la silla vacía—. ¿Cómo se cena en este pueblo? ¿Tendría que haber ido al Galeón?

    Apartó la silla y tomó asiento.

    —Los dos son del mismo dueño.
    —¿Por qué entonces hay tanta cola allí y aquí apenas se ve un alma?
    —Porque hoy es jueves y el Galeón sirve gratis unos entremeses a base de costillas asadas. El servicio es un desastre, o sea que no se pierde usted nada.

    Volví a repasar la carta.

    —¿Y qué se puede comer aquí?
    —Poca cosa. El pescado es congelado y la sopa es de lata. La carne no está tan mal. Yo siempre pido lo mismo. Filete de ternera poco hecho con una patata al horno, ensalada de lechuga y queso Roquefort, y tarta de manzana. Con un par de cócteles de ginebra para hacer boca le parecerá el cuarto menú mejor del mundo. Sólo superable por un buen vino tinto con queso.

    Sonreí. Estaba coqueteando, una faceta de su personalidad insospechada hasta entonces.

    —Cenará usted conmigo, supongo.
    —Gracias. Me encantaría. No me gusta comer solo.
    —A mí tampoco.

    Llegó la camarera y pedimos las bebidas. Confieso que el cansancio se me fue con el cóctel de ginebra con hielo, una bebida rápida y eficaz y que disfruté sorbo a sorbo hasta que se acabó. Mientras charlábamos me dediqué a observarle con atención. Es interesante ver cómo se transforma la fachada de la gente cuando se la conoce. La primera impresión es sin duda la acertada, pero hay veces en que una cara se modifica como por arte de magia. Dwight Shales parecía tener una personalidad más joven escondida en una cáscara de cincuenta y cinco años. A medida que hablaba, el yo oculto iba haciéndose más visible.

    Le prestaba atención con ambos ojos y un oído, mientras me esforzaba por adivinar lo que sucedía realmente. En apariencia hablábamos de cómo llenar el tiempo libre. Él se decantaba por el excursionismo y yo apostaba por la edición resumida del Código Penal californiano y por los manuales sobre robos de coches. Pero mientras su boca me contaba que en el curso de una excursión reciente había cogido garrapatas, sus ojos me decían algo más. Desenchufé el cerebro y sintonicé las antenas para ajustar las a su onda. El hombre estaba sentimentalmente disponible. Tal era su mensaje encubierto.

    Se me cayó la lechuga del tenedor y me metí en la boca las cuatro púas desnudas. Yo siempre tan mundana. Fingí que me gustaba comer la ensalada de aquel modo.

    A mitad de cena cambié el carácter de la conversación, intrigada por lo que sucedería si hablábamos de asuntos personales.

    —¿Qué le ocurrió a su mujer? Me han dicho que falleció.
    —Padecía esclerosis múltiple. Tenía períodos de recuperación, seguidos de períodos de empeoramiento. Así durante veinte años. Al final ya no podía valerse por sí sola. Tuvo suerte, dentro de lo que cabe. Hay enfermos que quedan incapacitados enseguida, pero Karen no tuvo necesidad de ir en silla de ruedas hasta año y medio antes de morir.
    —Lo lamento. Suena horrible.

    Se encogió de hombros.

    —Lo era. A veces daba la sensación de que se había recuperado y durante mucho tiempo no presentaba síntoma alguno. Lo peor de todo fue que en la primera etapa no supieron decirle lo que tenía. Siempre había estado llena de achaques y fue a ver a uno de esos quiroprácticos que dan masajes, en la columna, porque pensaba que tenía gota. En cuanto estuvo en sus manos, el quiropráctico elaboró un programa lleno de tonterías cuyo único resultado fue posponer un tratamiento eficaz. En su opinión, lo que tenía Karen era una subdislocación de tercera clase. En mi opinión, lo que tenía él era de juzgado de guardia.
    —¿Su mujer no sería paciente del doctor Dunne, por casualidad?

    Negó con la cabeza.

    —Al final la obligué a ir a un especialista y éste le recomendó que se hiciera una revisión general en la Facultad de Medicina de la UCLA. Supongo que en última instancia daba lo mismo. La enfermedad habría seguido su curso de todos modos. Ella se lo tomó mucho mejor que yo.

    Yo no sabía qué decirle. Siguió hablando de su mujer y al cabo del rato cambiamos de tema.

    —¿Le puedo preguntar cómo se lleva con Shana Timberlake?

    Pareció titubear durante un segundo.

    —Sí, desde luego. Actualmente somos buenos amigos. He pasado mucho tiempo con ella desde que murió mi mujer. No es que estemos liados, pero me gusta su compañía. Sé que los del pueblo murmuran, pero que se vayan a freír espárragos. Soy demasiado mayor para preocuparme ya por esas cosas.
    —¿La ha visto hoy? Quería hablar con ella, pero no he tenido suerte.
    —Pues no, hoy no la he visto.

    En aquel momento vi entrar a Ann Fowler por la puerta.

    —Ahí está Ann —dije.

    Dwight se volvió, llamó su atención y le dijo por señas que se aproximara. Mientras Ann se dirigía a nosotros, Dwight se levantó, cogió una silla de una mesa contigua y la acercó a la nuestra. Ann seguía de mal humor. Con aquella boca fruncida, respiraba tensión por todos los poros. Dwight no pareció darse cuenta. Le sostuvo la silla.

    —¿Le apetece tomar una copa?
    —Sí, de jerez. —Ann hizo una seña a la camarera antes de que pudiera hacerlo él. Dwight volvió a sentarse. Me di cuenta de que Ann evitaba mirarme a los ojos. ¿Una copa? Qué extraño.
    —¿Has cenado ya? —le pregunté.
    —Podías haber dicho que no ibas a cenar con nosotros esta noche.

    Lo dijo de tal modo que las mejillas se me encendieron.

    —Perdona. Ni siquiera se me ocurrió. Iba a dar una cabezada cuando me acordé de que no había probado bocado en todo el día. Me di una ducha y vine aquí directamente. Espero no haberte estropeado ningún plan.

    No se molestó en responder. Advertí que inconscientemente adoptaba la táctica de su madre: hacerse la víctima para explotar los sentimientos de culpa de los demás. Es una forma de relacionarse con el prójimo que, francamente, no me entusiasma.

    Llegó la camarera y Ann le pidió el jerez. Dwight la retuvo antes de que se alejara.

    —Oye, Dorothy, ¿ha estado hoy aquí Shana Timberlake?
    —No. Por lo menos no la he visto. Suele venir a comer, pero igual está en San Luis. Siempre se va de compras los jueves.
    —Si la ves dile que me llame.
    —De acuerdo. —Dorothy se alejó de la mesa y Dwight Shales volvió a concentrarse en nosotras.
    —¿Qué tal va todo, Dwight? —dijo Ann con cordialidad forzada. Estaba claro que quería hacerme el vacío.

    Pero yo no estaba para juegos de salón. Terminé el café, dejé un billete de 20 dólares encima de la mesa y murmuré una disculpa.

    —¿Ya nos abandona? —dijo Dwight, mirando rápidamente el reloj—. Aún no son las nueve y media.
    —Ha sido un día largo y estoy baldada.

    Nos despedimos con las ceremonias de rigor durante las que Ann se condujo con un poquito más de educación, pero sólo un poquito. Su jerez llegó en el momento en que me alejaba de la mesa, camino de la puerta. Me pareció que Dwight se desilusionaba un poco a causa de mi partida, pero también podía equivocarme. Los cócteles de ginebra saben despertar a la romántica que hay dentro de mí. Y darme dolor de cabeza, por si le interesa a alguien.


    Capítulo 19


    Era una noche despejada. La luna tenía un color dorado claro y las manchas grises que le sombreaban la cara parecían las de un melocotón maduro. La puerta estaba abierta cuando pasé por delante de los Billares Perla, aunque nadie jugaba al billar y en la barra sólo había unos cuantos clientes. La máquina de discos tocaba una melodía country de ritmo machacón. Había una pareja en la pista de baile, la mujer con una cara totalmente inexpresiva y apoyada en el hombro de su compañero. Éste se deslizaba de lado, moviendo las caderas, como en una especie de pasodoble lento, y trazando una circunferencia alrededor de la mujer, que se limitaba a girar sobre su eje. Me detuve. Yo había visto a aquellos dos durante el juicio. Eran el hijo y la nuera de Perla. Entré sin pensármelo dos veces.

    Me instalé en un taburete y me volví para verlos mejor. Él parecía absorto en sí mismo. Ella tenía cara de aburrimiento. Me recordaron esos matrimonios cuarentones que uno suele encontrar en los restaurantes y que no se dicen ya ni los buenos días. Él llevaba una camiseta estampada, blanca y muy ceñida, que se le combaba en la parte de la cintura por donde le sobresalían los michelines. Los tejanos le quedaban tan cortos que se le veía la caña de las botas camperas. Tenía el pelo rizado y rubio, y se había echado tanta laca a la hora de peinárselo que tenía que apestar como un buey almizclero. Su cara era redonda y llena, con una nariz de boxeador, boca malhumorada y una expresión que sugería que estaba muy pagado de sí mismo. Aquel tipo se pasaba las horas delante de los espejos, rastrillándose la cabellera mientras decidía de qué comisura de la boca colgaría el cigarrillo. Daisy se me aproximó y siguió la dirección de mi mirada.

    —¿Son el hijo y la nuera de Perla?
    —Sí. Rick y Cherie.
    —Una pareja feliz. ¿A qué se dedica él?
    —Es soldador de una empresa que construye depósitos. Y un buen amigo de Tap. Ella trabaja en la telefónica, por lo menos era lo que hacía hasta hace poco. Lo dejó hace un par de semanas y desde entonces están de morros. ¿Una cerveza?
    —Adelante.

    Perla estaba al fondo del local, hablando con dos individuos vestidos con sendos polos. Me saludó con la cabeza al verme y yo le respondí con la mano. Daisy me sirvió la cerveza en una jarra.

    El número de baile llegó a su fin. Cherie abandonó la pista y Rick la siguió a pocos centímetros de distancia. Dejé un par de dólares encima de la barra y llegué a su mesa en el momento mismo en que se sentaban. Vista de cerca, Cherie era de rasgos finos y sus ojos azules resaltaban entre las cejas y pestañas negras. Habría sido guapa si hubiera sabido cuidarse. Pero estaba tan delgada que parecía raquítica: hombros huesudos, un color de cara enfermizo y un pelo estropajoso, peinado hacia atrás y sujeto con dos pasadores de plástico. Tenía las uñas mordisqueadas hasta la raíz. Las arrugas del suéter que llevaba sugerían que lo había cogido sin miramientos, en el momento de salir, del montón de ropa que sin duda tenía en el suelo del dormitorio. Los dos eran fumadores.

    Me presenté.

    —Quisiera hablar con ustedes, si no les importa.

    Rick se retrepó en la silla, pasó el brazo por el respaldo y se dedicó a inspeccionarme. Había estirado las piernas con indolencia y éstas me impedían el paso. Seguramente era para hacerse el chulo, aunque me daba la sensación de que había buscado aquella postura para estar más cómodo porque la cinturilla del pantalón se le clavaba en el bazo.

    —Me han hablado de usted. Es la detective que ha contratado el viejo Fowler. —Hablaba como el típico listillo a quien nadie se la pega.
    —¿Puedo sentarme?

    Me señaló una silla y la apartó de la mesa con el pie: su versión particular de la cortesía. Tomé asiento. A Cherie no parecía entusiasmarle mi presencia, pero por lo menos me evitaba estar a solas con él.

    —Bueno, ¿cuál es el plan? —dijo.
    —¿El plan?
    —Sí. ¿Qué quiere de mí?
    —Información sobre el asesinato. Tengo entendido que usted vio juntos a Bailey y a Jean la noche en que la mataron.
    —¿Y?
    —¿Querría contarme qué sucedió? Me gustaría hacerme una idea de lo que pasaba.

    Advertí que Perla, que seguía en la otra punta del local, se quedaba mirando hacia nuestra mesa. Interrumpió la charla y echó a andar. Era un hombre tan corpulento que el simple hecho de recorrer el establecimiento le hacía jadear.

    —Veo que ya conoces a mi hijo y a su mujer.

    Me levanté a medias y le di la mano.

    —¿Qué tal, Perla? —Apartó una silla, tomó asiento e hizo una seña con la mano para que Daisy le sirviera una cerveza—. ¿Vosotros queréis algo?

    Cherie negó con la cabeza. Rick pidió otra jarra.

    —¿Y tú? —me preguntó a mí.
    —Servida.

    Levantó dos dedos y Daisy puso una jarra bajo el grifo de la cerveza. Perla se volvió a mí.

    —¿Han cogido ya a Bailey?
    —Que yo sepa, no.
    —Me han dicho que a Royce le dio un ataque al corazón.
    —Un ataque sí, aunque no sé de qué clase. Ahora está en el hospital, pero no he hablado con él.
    —No durará mucho ese tío.
    —Por eso quiero terminar el caso cuanto antes —dije—. Le preguntaba a Rick por la noche en que vio a Jean Timberlake.
    —Lamento haberos interrumpido. Seguid, seguid.
    —No hay mucho que contar —dijo Rick con cara de no encontrarse a gusto—. Pasaba por allí con el coche y los vi salir de la camioneta de Bailey. Me dio la sensación de que estaban bebidos.
    —¿Iban haciendo eses?
    —No, no tanto, pero se apoyaban el uno en el otro.
    —¿A medianoche?

    Rick se quedó mirando a su padre, que se había vuelto al acercarse Daisy.

    —Quizás un poco después, pero a esa hora más o menos.

    Daisy dejó las dos jarras encima de la mesa y volvió a la barra.

    —¿No vio pasar ningún coche? ¿Había alguien más en la calle?
    —No.
    —Bailey dice que fue a las diez. Esa diferencia me intriga.
    —El forense —se entrometió Perla— dijo que la muerte ocurrió alrededor de medianoche. Como es lógico, Bailey habría preferido que todos hubieran pensado que estaba ya en casa.

    Miré a Rick. Él tendría que haber estado en casa a aquella hora.

    —¿Qué edad tenía usted entonces? ¿Diecisiete años?
    —¿Yo? Estaba en el último curso de bachillerato.
    —¿Había salido con alguna chica?
    —Había estado con mi abuela y volvía a mi casa. Mi abuela había sufrido un ataque y mi padre quiso que le hiciera compañía hasta que llegase la enfermera.
    —Encendió otro cigarrillo.

    La cara de Cherie carecía de expresión. De vez en cuando hacía un mohín con la boca, pero su significado se me escapaba. Se miró las uñas y optó por hacerse la manicura con los dientes.

    —¿A qué hora llegó?
    —A las doce y diez. Aproximadamente.

    Perla volvió a intervenir.

    —La enfermera que tenía el primer turno se puso enferma y le dije a Rick que se quedara hasta que llegase la otra.
    —O sea que la abuela vivía en los alrededores.
    —Pero ¿por qué todas estas preguntas? —dijo Rick.
    —Porque usted es el único testigo que lo vio en el lugar de los hechos.
    —Es que estaba allí. Él mismo lo admite. Yo vi a los dos salir de la camioneta de Bailey.
    —¿No pudo haber sido otra persona?
    —Conozco a Bailey. Lo conozco de toda la vida. Estaba a cuatro pasos. Los dos se dirigieron a la playa, se detuvieron, salieron del vehículo y bajaron la escalera. —Los ojos de Rick corrieron otra vez en busca de la cara de su padre. Mentía como un cabrito.
    —Disculpadme —dijo Cherie—. ¿Le importa a alguien si me voy? Me duele la cabeza.
    —Vete a casa, pequeña —dijo Perla—. Nosotros tampoco tardaremos en irnos.
    —Encantada de haberla conocido —dijo con sequedad mientras se levantaba. No se molestó en despedirse de Rick. Perla la contempló con afecto evidente mientras se alejaba.

    Miré a Rick a los ojos.

    —¿Vio entrar o salir a alguien del motel? —Sabía que me estaba poniendo pesada, pero pensaba que a lo mejor era aquélla mi única oportunidad para interrogarle. La presencia de su padre era seguramente un estorbo, pero nada podía hacer por evitarlo.
    —No.
    —¿No vio nada fuera de lo corriente?
    —Ya se lo he dicho. Todo era normal, como de costumbre.
    —El tema ya no da más de sí, ¿verdad? —dijo Perla.
    —Eso parece —dije—. Pero sigo pensando que encontraré una pista.
    —Después de tanto tiempo sería tener mucha suerte.
    —A veces consigo que la suerte me sonría —dije.

    Perla se hizo hacia delante, casi echándome encima las papadas.

    —Escúchame bien. Esto no te va a llevar a ninguna parte. No tiene sentido. Bailey confesó y eso es lo que va a misa. Royce no quiere aceptar que es culpable, lo entiendo. Está a punto de palmarla y no quiere irse, a la tumba con ese peso. Lo siento por el viejo, pero lo que él piense no cambia los hechos.
    —¿Podemos afirmar tajantemente que conocemos los hechos en la actualidad? —dije—. La chica murió hace dieciséis años. Bailey desapareció un año más tarde.
    —Ahí está la cosa —dijo Perla—. Son habas contadas desde el principio. Bailey admitió que era culpable. Si hubiera cumplido condena, ahora estaría en libertad y no revolviéndolo todo otra vez. Y encima se ha vuelto a escapar. Nadie sabe dónde está ni qué hace. Incluso podríamos estar en peligro. No sabemos qué intenciones tiene.
    —Perla, no quiero discutir con usted, pero no pienso abandonar.
    —Entonces es que eres más tonta aún que él.

    Empezaba a estar harta de viejos quisquillosos. ¿Quién le había dado vela en aquel entierro?

    —Le agradezco su opinión. La tendré en cuenta. —Consulté la hora—. Me voy.

    Ni Perla ni su hijo se entristecieron al verme partir. Sabía que me miraban mientras me dirigía a la puerta y con esa mirada especial que nos obliga a acelerar el paso.

    Recorrí andando las dos manzanas que había hasta el motel. Acababan de dar las diez y al otro lado de la calle había dos coches patrulla. Apoyados en los parachoques había dos agentes jóvenes tomando café, mientras la radio daba cuenta de lo que sucedía en el pueblo. Yo seguía pensando en Rick. Sabía que me había mentido, pero ignoraba por qué. A no ser que la hubiera matado él. A lo mejor le había hecho proposiciones y ella se había reído en su cara. O a lo mejor había querido hacerse el importante, el último hombre que había visto con vida a Jean Timberlake. Una cosa así tenía que darle mucha categoría en una comunidad tan reducida como Floral Beach.

    Saqué las llaves mientras subía por las escaleras exteriores. No se veía ni torta en el rellano del primer piso, pero me pareció ver una voluta de humo de tabaco y me detuve.

    Había alguien escondido tras la máquina de chucherías que había enfrente de mi habitación. Saqué la linterna del bolso y la encendí.

    Cherie.

    —¿Qué haces aquí?

    Abandonó las sombras, y el haz que salía de la linterna le pintó la cara de blanco.

    —Estoy hasta el moño de las mentiras de Rick.

    Abrí la puerta de mi cuarto y me volví a mirarla.

    —¿Prefieres que hablemos dentro?
    —Mejor no. Si vuelve a casa y no me encuentra, querrá saber dónde he estado.
    —Ha mentido, ¿verdad?
    —No fue a medianoche cuando los vio. Fue más o menos a las diez. Iba en mi busca. Pero si su padre se hubiera enterado de que había dejado sola a su abuela, le habría zurrado de lo lindo.
    —Entonces, ¿qué pasó? ¿Abandonó a su abuela y volvió?
    —Eso es. Volvió más o menos cuando tenía que presentarse la enfermera del turno de noche. Luego, cuando se supo que habían matado a Jean Timberlake, dijo que la había visto con Bailey . Lo soltó sin darse cuenta del lío que se organizaría. Y no tuvo más remedio que mentir acerca de la hora para que no se le cayera el pelo.
    —¿Y Perla lo sabe?
    —No estoy segura. Puede que lo sospeche pero trata de proteger a Rick por todos los medios. La cosa dejó de tener importancia cuando Bailey se confesó culpable. Dijo que la había matado él y nadie se preocupó por determinar la hora con exactitud.
    —¿Te contó Rick lo que pasó de verdad?
    —Bueno, los vio salir de la camioneta y bajar a la playa. Eso me contó entonces, o sea que Bailey pudo haber vuelto a su casa y quedarse dormido, tal como afirmó luego.
    —¿Y por qué me lo cuentas tú?
    —Porque no es asunto mío. Además, pienso dejarle en cuanto se me presente una oportunidad.
    —¿Se lo has contado a alguien más?
    —Bailey ha estado en paradero desconocido un montón de años, ¿a quién se lo iba a contar? Rick me obligó a jurar que tendría la boca cerrada y he cumplido, pero ya no aguanto más mentiras. Quiero limpiar mi conciencia y largarme.
    —¿Adónde irás si abandonas Floral Beach?

    Se encogió de hombros.

    —A Los Angeles. A San Francisco. He ahorrado cien dólares para el autobús. Ya me dirán dónde tengo que bajarme.
    —¿Crees que Rick pudo haber estado liado con ella?
    —Yo no creo que la matara él, si es eso a lo que te refieres. No seguiría con él si lo creyera. De todos modos, la policía sabe que mintió en lo de la hora, pero a nadie le importó.
    —¿La policía lo sabía?
    —Desde luego. Vamos, eso creo. La patrulla tuvo que ver a Jean. Siempre pasa a las diez por la playa. Y la mataron donde los patrulleros suelen detenerse para tomarse un café.
    —O sea que los del pueblo convirtieron a Bailey en chivo expiatorio.

    Cherie se removió con intranquilidad.

    —Tengo que irme.
    —Si recuerdas alguna otra cosa, ¿me llamarás?
    —Si aún estoy en el pueblo, sí, pero no cuentes con ello.
    —Gracias. Y cuídate.

    Pero ya no estaba allí.


    Capítulo 20


    Eran las once cuando por fin me metí en la cama. El cuerpo entero me dolía de cansancio. Me quedé inmóvil, sintiendo las pulsaciones que los latidos del corazón producían en el antebrazo herido. Así no iba a curarse nunca. Me arrastré hasta el cuarto de baño y me tomé un Tylenol con codeína. No tenía ganas de pensar ni siquiera en los acontecimientos de la jornada. Me importaba un rábano lo que hubiera ocurrido diecisiete años antes y lo que ocurriera diecisiete años después. Quería dormir en cantidades industriales y al final caí en un sopor amorfo que no vino a turbar ningún sueño.

    Dormía como una marmota cuando sonó el teléfono a las dos de la madrugada. Descolgué el auricular de manera automática y me lo apoyé en la sien.

    —Qué pasa.

    Era una voz grave y cascada que hablaba con lentitud y dificultad, saltándose algunas vocales de manera sistemática.

    —Te voy a abrir en canal, so puta. Te vas a arrepentir de haber venido a Floral Beach...

    Colgué de un golpe y encogí la mano antes de que el tipo continuara. Me incorporé con el corazón al galope. Me había quedado tan profundamente dormida que no sabía dónde estaba ni qué sucedía. Escruté la oscuridad sin acabar de orientarme y al cabo del rato percibí el golpeteo sordo que producían las olas a menos de cincuenta metros de distancia, y por el reflejo canela de las farolas de la calle comprendí que me encontraba en un motel. Floral Beach, claro. Ya estaba arrepentida de encontrarme allí. Aparté las frazadas, crucé la habitación con bragas y camiseta y me puse a espiar la calle por entre los visillos.

    La luna estaba baja, la noche era oscura, las olas rociaban la arena de cuentas aljofaradas. La calle estaba vacía. A mi izquierda había un rectángulo tranquilizador de luz amarilla que indicaba que alguien más estaba despierto, leyendo tal vez, o viendo el último programa de la tele. La luz se apagó mientras la observaba y el balcón quedó a oscuras.

    Volvió a sonar el teléfono y di un respingo. Me acerqué a la mesita de noche, descolgué con cautela y pegué la oreja al auricular. Otra vez la voz cascada y apagada. Tenía que ser la misma que Daisy había oído en los billares y que había preguntado por Tap. Me tapé el otro oído con la mano libre por si oía algo al fondo. La amenaza era vulgar y corriente, pero de las que conviene tener en cuenta. Guardé silencio y dejé que la voz se despachara a gusto. Me pregunté cómo serían las personas que se entretienen haciendo esta clase de llamadas. Porque la verdadera agresión consiste en interrumpir el sueño, una forma diabólica de torturar a la gente.

    Volver a llamar fue un error táctico. La primera vez había estado demasiado grogui para enterarme, pero ahora estaba despejada del todo. Fruncí el ceño en la oscuridad y me desentendí del mensaje para concentrarme en el medio. Mucha electricidad estática. Oí un clic, pero la comunicación no se interrumpió.

    —Escúchame bien, cabronazo —dije—. Sé qué te propones. Voy a enterarme de quién eres y te juro que no tardaré mucho, así que prepárate. —La comunicación se interrumpió, pero no colgué el auricular.

    Mantuve la luz apagada mientras me vestía a toda velocidad y me pasaba el cepillo por los dientes. Conocía el truco. En el bolso suelo llevar un pequeño magnetofón de varias velocidades y que se activa mediante la voz. Si se grava a 2,4 centímetros por segundo y se oye a 1,2 el resultado es idéntico: una voz tétrica, ronca y distorsionada que parece brotar de la garganta de un gorila afásico. Lógicamente, no había manera de saber cómo habría sonado la voz a la velocidad de grabación. Podía ser un hombre, una mujer, una persona mayor o una persona joven, pero en cualquier caso una voz que habría reconocido. Si no, ¿por qué se había distorsionado?

    Abrí el maletín, saqué la ocho milímetros de mis amores y la sopesé en la palma con ternura. No había utilizado la Davis más que en el campo de tiro, pero estaba convencida de dar en casi cualquier blanco. Me guardé la llave de la habitación en el bolsillo de los tejanos y entreabrí la puerta. El pasillo estaba a oscuras y se adivinaba vacío. ¿Quién iba a esconderse allí? Cuando la gente quiere matar, no se entretiene anunciándolo. El que avisa no es traidor, pero los asesinos son traidores natos que no quieren aceptar las reglas por las que nos regimos los demás. El objeto de la amenaza era asustarme, crearme manía persecutoria. No me había tomado muy en serio aquello de abrirme en canal. ¿Os imagináis a un tipo alquilando una sierra mecánica a las tantas de la noche? Cerré a mis espaldas y bajé los peldaños en silencio.

    Había luz en recepción, pero la puerta que comunicaba con la vivienda de los Fowler estaba cerrada. Bert estaba frito, detrás del mostrador, sentado en una silla de madera y con la cabeza vencida hacia un lado. Los ronquidos que le agitaban los labios sonaban igual que esos cojines de broma que echan ventosidades blandas y húmedas. Había colgado la chaqueta del traje en una percha de la pared. Dormía con un jersey de punto grueso y se había confeccionado unos manguitos con sendas toallas de papel, que sujetaba con gomas elásticas para protegerse las mangas. De qué tenía que protegérselas, lo ignoraba totalmente. Por lo visto no tenía nada que hacer, aparte de esperar huéspedes nocturnos.

    —Bert —dije. No hubo respuesta—. ¿Bert?

    Levantó la cabeza y se pasó la mano por la cara. Me miró con ojos legañosos y acabó de despejarse entre parpadeos.

    —Veo que las llamadas que acabo de recibir no han pasado por la centralita —dije. Le observé mientras volvía a enchufar los circuitos eléctricos de su cerebro.
    —¿Perdón?
    —Acabo de recibir dos telefonazos. Quiero saber de dónde procedían.
    —La centralita está desconectada —dijo—. No pasamos llamadas después de las diez. —Tenía la voz áspera a causa del sueño y tuvo que carraspear para aclararse la garganta.
    —No lo sabía —dije—. Bailey me llamó anoche a las dos de la madrugada. ¿Podría explicarme cómo lo hizo?
    —Yo pasé la llamada. No lo habría hecho si no hubiera insistido. Espero que entienda por qué llamé a la comisaría. Es un fugitivo de...
    —Sé lo que es, Bert. ¿Por qué no hablamos de las llamadas que acabo de recibir?
    —Nada puedo decirle porque no sé nada.
    —¿Se puede llamar a mi habitación sin pasar por la centralita?

    Se rascó el mentón.

    —Que yo sepa, no se puede. Se puede llamar del interior al exterior, pero no del exterior al interior. Un maldito engorro, por si quiere saberlo. Allá en Las Mareas ni siquiera hay teléfono en las habitaciones. Vale más la instalación que el partido que se le saca. Aquí está puesta desde hace años y sólo se utiliza de uvas a peras. ¿Para qué sirve?
    —¿Podría ver la centralita?
    —Mírela todo lo que quiera, pero le digo que no ha llamado nadie. Estoy de guardia desde las nueve en punto y desde entonces no ha sonado el teléfono. He estado toda la noche poniendo al día lo que nos deben los clientes.

    Vi que había un montón de sobres en la caja del correo.

    Me agaché y pasé por debajo del mostrador. El cuadro de conexiones estaba en un extremo, tendría unos sesenta centímetros de anchura y disponía de un botón numerado por cada habitación. El único botón encendido era el de mi habitación, el número 24, ya que no había colgado el auricular.

    —Usted sabe que se está hablando por un teléfono concreto por la lucecita.
    —Por la lucecita —dijo—, exacto.
    —¿Y si se llama de una habitación a otra? ¿Podría llamar directamente un huésped a otro sin pasar por la centralita?
    —Si sabe el número de la habitación, sí.

    Me puse a pensar en las tarjetas que había repartido en las últimas cuarenta y ocho horas, con el teléfono del Calle del Océano apuntado al dorso... y con el número de habitación en algunos casos.

    —O sea que por la lucecita se sabe si se llama al exterior, si se llama de una habitación a otra o si el teléfono está descolgado, ¿no es eso?
    —En efecto. Si le doy a ese interruptor, puedo escuchar lo que se dice, pero eso, claro, va contra las normas.

    Observé la centralita.

    —¿Cuántas habitaciones están ocupadas?
    —No estoy autorizado a decirlo.
    —Desde luego, Bert. Podría peligrar la seguridad nacional.

    Me observó durante unos instantes y con cara de víctima me indicó que podía consultar las cartulinas de inscripción que estaban en el archivador. Mientras las repasaba se quedó por allí para estar seguro de que no cogía nada. De las cuarenta habitaciones que tenía el motel, quince estaban ocupadas, pero no me sonaba ningún nombre. No sé qué esperaba encontrar.

    —No irá a mudarse de habitación otra vez, ¿verdad? —dijo—. Tendría que pagar un suplemento.
    —¿En serio? ¿Y por qué?
    —Es la política del motel —dijo, subiéndose los pantalones de un tirón.

    ¿Por qué le habría incitado? Parecía a punto de soltarme un discurso sobre la estrategia administrativa de Las Mareas. Me despedí y volví a mi cuarto.

    Me fue imposible dormir. El teléfono se puso a emitir ruiditos de queja como si estuviese enfermo y no tuve más remedio que colgar el auricular y desenchufar la clavija que conectaba la línea. Me acosté vestida, tal como había hecho la noche anterior, y me tapé con el edredón para no coger frío. Estuve mirando el techo mientras escuchaba los ruidos apagados que se filtraban por las paredes: toses, la cisterna de un lavabo. Las cañerías resonaron y gimieron igual que una horda de fantasmas con sábana y cadenas. La luz del día fue reemplazando poco a poco a las farolas de la calle y fui consciente de que mi cabeza no hacía más que ir de un lado a otro de la frontera del sueño. A las siete me levanté, me arrastré hasta la ducha y agoté el agua caliente que me correspondía.

    Fui a desayunar al Café Calle del Océano y me eché al coleto varias tazas de café solo, con el periódico local desplegado ante mí para escuchar furtivamente lo que decían los clientes habituales. Empezaba a reconocerles por la cara. La encargada de la lavandería automática estaba en la barra al lado de Ace, a quien otra vez estaban tomando el pelo a causa de su ex mujer, Betty, que le flanqueaba por el otro costado. Había dos hombres más a quienes ya había visto en los billares.

    Yo me había instalado en un reservado próximo a la puerta, de cara a los ventanales que daban a la playa. Los entusiastas del footing trotaban ya por la arena húmeda y compacta. Estaba demasiado deshecha para correr aquel día, aunque es posible que me hubiera devuelto las fuerzas. A mis espaldas, los clientes charlaban entre sí como sin duda venían haciendo durante años.

    —¿Dónde crees que estará?
    —Sólo Dios lo sabe. Ojalá se haya ido del estado. Es un hombre peligroso.
    —Yo sólo quiero que lo cojan cuanto antes. Le volaría la cabeza si se me pusiera a tiro.
    —Seguro que por la noche miras debajo de la cama por si estuviera allí.
    —Todas las noches lo hago. Ya es la única diversión que me queda. Ojalá encontrase a alguien escondido alguna vez. —Estallaron risas estridentes, marcadas por el nerviosismo.
    —Iré a tu casa a echarte una mano.
    —Un pie es lo que me echarías tú.
    —Te lo digo en serio. Tengo una pistola —dijo Ace.
    —Eso no es lo que Betty dice.
    —Bueno, casi siempre tiene la pistola preparada, pero eso no significa que le funcione.
    —Si Bailey Fowler asomara el careto, ya verías tú de lo que soy capaz —dijo Ace.
    —Antes tendrás que ponerte en la cola y guardar turno detrás de mí —dijo uno de los que había visto en los billares.

    En la primera página del periódico local se daba una versión actualizada del caso, aunque el estilo del reportaje rayaba en el tremendismo. Fotos de Bailey. Fotos de Jean. Una antigua foto periodística de la escena del crimen con un grupo de lugareños al fondo. Las caras eran borrosas, inidentificables, con diecisiete años menos que en la actualidad. El cadáver de Jean, apenas visible, estaba cubierto por una manta. Arena pisoteada. Peldaños de cemento que ascendían por la derecha. Se reproducían unas declaraciones de Quintana, que ya en aquella época se hacía el gran hombre. Aspirando sin duda al cargo de sheriff desde que entrara en la policía. La talla por lo menos la daba.

    Apuré el desayuno y volví al motel. Mientras subía por las escaleras exteriores vi que una de las doncellas llamaba a la puerta de la habitación 20. Junto a sí tenía el carrito de las sábanas limpias, con el aspirador enganchado en la parte trasera.

    —Servicio de habitaciones —exclamó. No hubo respuesta.

    Era baja y gorda y cuando sonreía se le veía un diente de oro. Al ver que no podía abrir con la llave maestra, se dirigió a la habitación que yo había ocupado antes de que Bert, muy generosamente, me dejara trasladarme. Entré en la 24 y eché la llave.

    La cama era un lecho de rosas que me atraía con fuerza irresistible. El café ingerido me obligaba a estar en movimiento, pero era el suave estímulo de la cafeína el que hacía que notase el cansancio. La muchacha llamó a la puerta. Renuncié a toda esperanza de dormir y la dejé entrar. Se coló en el cuarto de baño con un cubo lleno de trapos y productos de limpieza. Lo más inútil de este mundo es ver cómo trabajan los demás. Bajé a la oficina.

    Ori estaba tras el mostrador, aferrada al tacataca con mano temblorosa mientras clasificaba las facturas que Bert había dejado en la caja del correo. Encima de la bata de hospital se había puesto un guardapolvo de algodón.

    —¡Madre! —exclamó Ann en la habitación contigua—. ¿Dónde estás?
    —¡Estoy aquí!

    Ann apareció en la puerta.

    —¿Qué haces? Te dije que quería medirte el azúcar antes de ir a ver a papá. —Me vio en aquel punto y esbozó una sonrisa. Ya no estaba de mal humor—. Buenos días.
    —Buenos días, Ann.

    Ori se dejó caer en el brazo que Ann le tendía y echó a andar hacia la salita arrastrando los pies.

    —¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.
    —Por favor.

    Pasé por debajo del mostrador y sujeté a Ori por el otro costado. Ann apartó el tacataca y entre las dos llevamos a su madre a la cama.

    —¿Quieres ir al lavabo, ahora que estás de pie?
    —Sí, sí —dijo Ori.

    Nos dirigimos al lavabo a paso de tortuga. Ann sentó a su madre en la taza, salió al pasillo y cerró la puerta.

    —Ya que estamos aquí —le dije—, ¿podría hacerte un par de preguntas acerca de Jean?
    —Adelante —dijo.
    —Ayer estuve mirando su expediente escolar y vi que fuiste una de sus tutoras. ¿Podrías decirme de qué hablabais en las entrevistas?
    —Ante todo, de su asistencia. La misión de las cuatro tutoras era asesorar a los alumnos, prepararles para la universidad, recomendarles que estudiaran o no determinadas asignaturas. Si un alumno no se llevaba bien con un profesor o no rendía lo suficiente, interveníamos nosotras, le hacíamos alguna prueba en según qué ocasiones y tratábamos de reconciliarles, pero nada más. Era evidente que Jean tenía problemas en sentido académico y hablamos sobre la posibilidad de que fueran consecuencia de su vida familiar, pero no creo que ninguna de nosotras se creyera cualificada para hacer de psiquiatra. Habríamos podido enviarla a un neuropsicólogo, pero mi cometido concreto no era ése por lo menos.
    —¿Cómo se llevaba con tu familia? Venía mucho por aquí, ¿no?
    —Pues sí. En la época en que salía con Bailey.
    —Tus padres le tenían mucho afecto, ¿verdad?
    —Totalmente. Lo cual puso difíciles las cosas cuando quise abordarla profesionalmente en el instituto. En cierto modo, el vínculo que nos unía era demasiado estrecho para que se impusiera la objetividad.
    —¿Te hizo confidencias alguna vez, como una amiga a otra?

    Arrugó el entrecejo.

    —Yo no la estimulaba en ese sentido. A veces se quejaba de Bailey, por ejemplo cuando estaban peleados; pero qué quieres que te diga, Bailey era mi hermano. No iba a ponerme de parte de Jean, así por las buenas. No sé. Puede que hubiera tenido que esforzarme un poco más. Me lo he planteado a menudo.
    —¿Y con el resto del personal docente? ¿Crees que tenía confianza con alguien en particular?

    Negó con la cabeza.

    —Que yo sepa, no.

    Sonó la cisterna del lavabo. Ann entró en el cuarto de baño y las esperé en el pasillo. Cuando reapareció Ori, la llevamos otra vez a la sala de estar.

    Se quitó el guardapolvo de un manotazo y sudamos la gota gorda para meterla en la cama. Pesaba por lo menos ciento treinta kilos, una bola de grasa comprimida con la piel blanca como el papel. Apestaba a rancio y tuve que morderme los labios para no hacer una mueca de repugnancia.

    Ann fue a por el alcohol, el algodón y la lanceta. Otra experiencia como la del otro día y me desmayaba.

    —¿Puedo utilizar el teléfono?
    —Por el de la oficina no, que pueden llamar —dijo Ori. —Hay otro en la cocina —dijo Ann—. Marca antes el nueve.

    Abandoné la salita.


    Capítulo 21


    Marqué el número de Shana Timberlake, pero no lo cogió nadie. Tal vez le hiciera otra visita. En cuanto la tuviera delante le iba a aplicar el tercer grado. Escondía una de las piezas principales del rompecabezas y no iba a consentir que me estropeara el juego. El listín telefónico estaba en el poyo de la cocina. Busqué el número del consultorio del doctor Dunne y probé fortuna. Se puso una mujer que hablaba como las enfermeras.

    —Medicina familiar —dijo.
    —Ah, hola. ¿Ha llegado ya el doctor Dunne? —Yo sabía que Dunne estaría fuera hasta el lunes. Era con ella con quien quería hablar.
    —No, lo siento. El doctor está hoy en la clínica de Los Angeles. ¿Puedo atenderla yo?
    —Espero que sí —dije—. Hace años fui paciente suya y me hacen falta los resultados de los análisis que se me hicieron entonces. ¿Podría decirme qué he de hacer?

    Ann entró en la cocina en aquel momento, se dirigió al frigorífico, sacó el frasco de la insulina y se lo puso entre las manos para calentarlo.

    —¿Cuándo fue?
    —Pues... en 1966.
    —Lo siento, pero no tenemos fichas tan antiguas. Si el paciente o la paciente no vuelve a la consulta en un plazo de cinco años, su ficha carece de valor. Y al cabo de siete años la rompemos.

    Ann salió de la cocina. Si conseguía prolongar la charla telefónica, me ahorraría la inyección.

    —¿Se hace lo mismo si el paciente se muere? —pregunté.
    —¿Si se muere? Pero, oiga, creí que preguntaba usted por su propia ficha —dijo—. ¿Tendría la bondad de decirme su nombre?

    Colgué. Adiós al antiguo historial médico de Jean Timberlake. Qué rabia. No soporto los callejones sin salida. Volví a la sala de estar.

    No me había demorado lo suficiente.

    Ann estaba con la jeringuilla en alto y empujaba el émbolo para expulsar las posibles burbujas de aire de la insulina clara y lechosa. Me dirigí a la puerta sin detenerme, aparentando naturalidad. Me miró cuando pasé por su lado.

    —No me acordé de preguntártelo antes, pero ¿viste ayer a mi padre?
    —Fui a verle a media tarde, pero estaba durmiendo. ¿Ha vuelto a preguntar por mí? —Intenté mirar a todas partes, excepto a ella.
    —Llamaron esta mañana del hospital —dijo en tono irritado— Ha armado una impresionante. Le conozco y sé que quiere irse. —Humedeció con alcohol un fragmento del muslo materno.

    En el momento en que clavaba la aguja, me puse a buscar un pañuelo de papel en el bolso. Ori dio un respingo. Las manos me temblaban, la cabeza se me iba.

    —Seguro que no deja a nadie en paz. —Ann siguió hablando, pero me costaba ya mucho trabajo oír lo que decía. Vi por el rabillo del ojo que rompía la aguja de la jeringuilla desechable y que la tiraba a la papelera junto con el algodón utilizado y el estuche de la lanceta. Me senté en el sofá.

    Ann dejó de hablar y me miró con cara de preocupación.

    —¿Te pasa algo?
    —Estoy bien, gracias. Es que tenía ganas de sentarme —murmuré. Estoy convencida de que cuando sobreviene la muerte, lo hace de este modo, pero ¿qué iba a decirle? ¿Que soy una investigadora privada con lo que hay que tener, pero que se desmaya en cuanto ve una aguja hipodérmica? Sonreí de oreja a oreja para darle a entender que me encontraba perfectamente. La oscuridad me rodeaba por todas partes menos por la que tenía justo delante de los ojos.

    Ann siguió con lo suyo y volvió a la cocina para guardar la insulina en el frigorífico. En cuanto salió por la puerta, apoyé la cabeza en las rodillas. Dicen que es imposible desmayarse en esta postura, pero a mí me ha fallado el método más de una vez. Miré a Ori con expresión de disculpa. Movía las piernas con inquietud, reacia, como de costumbre, a admitir que nadie pudiera sentirse peor que ella. Yo procuraba respirar lo menos posible. La oscuridad empezó a despejarse. Erguí el tórax y me abaniqué con las manos como si fuera una de mis costumbres cotidianas.

    —Me siento mal —dijo Ori. Se rascó el brazo con ademanes histéricos. Vaya par. Por lo visto, le habían vuelto a salir las dichosas erupciones y la doctora Millhone tenía que hacerle un diagnóstico. Esbocé una sonrisa tímida que se me transformó en mueca de confusión. Empezó a quejarse, a emitir un sonido suave y parecido al maullido de un gato, mientras se hundía las uñas en la carne. Me miró alarmada a través de los gruesos cristales de las gafas que aumentaban el miedo que había en sus ojos.
    —Dios mío —murmuró—. Es imposible... —Se había puesto pálida, la cara se le hinchaba a ojos vista y en el cuello le estaban apareciendo unas rayas de color rosa intenso.
    —¿Qué tiene? Dígame qué puedo hacer.

    Su inquietud aumentaba a tanta velocidad que me desbordaba. Me acerqué a la cama y di un grito con la cara vuelta hacia la cocina.

    —¡Ann, ven enseguida! ¡No sé qué pasa!
    —Ahora voy —dijo Ann, pero de un modo que no denotaba ninguna urgencia.
    —¡Ann, por el amor de Dios, date prisa!

    De pronto recordé que había visto algo parecido hacía mucho tiempo. Yo tenía ocho años y estaba en la fiesta de cumpleaños de un vecinito que se llamaba Donnie Dixon. Pues bien, le picó una avispa y cayó muerto antes de que su madre cruzara la puerta del patio.

    Ori se llevó las manos al cuello, los ojos parecían salírsele de las órbitas y sudaba a chorros. Estaba claro que no le entraba aire en los pulmones. Hice amago de ayudarla, pero no sabía qué hacer. Adelantó la mano como persona que se ahoga y me cogió el brazo con tanta fuerza que pensé que me iba a arrancar un pedazo de carne.

    —Bueno, ¿qué pasa? —dijo Ann.

    Estaba en la puerta con una mezcla de irritación y transigencia ante aquella última intentona materna de llamar la atención. Titubeó y se puso a parpadear mientras se esforzaba por comprender lo que tenía ante sí.

    —Pero... ¡Madre! ¿Qué te pasa? ¡Oh, Dios mío!

    No creo que hubieran pasado más de dos minutos desde que comenzara la crisis. Ori sufría ya convulsiones y vi que debajo de ella se extendía por la sábana una mancha de orina. Y de la boca le brotaban unos ruidos que jamás había oído producir a un ser humano.

    El pánico de Ann se manifestó en forma de gemido canoro, surgido de lo más profundo de su garganta. Se abalanzó sobre el teléfono, tropezó y cuando consiguió llamar a la policía, Ori temblaba como si le estuvieran dando un electroshock.

    La encargada del servicio de urgencias contestó, de ello no me cupo la menor duda. Su vocecita cruzó la sala de estar igual que un mosquito. Ann abrió la boca para hablar, pero las palabras se le convirtieron en alaridos cuando vio la cara de su madre. Yo puse en práctica todas las técnicas de reactivación cardiopulmonar que conocía, pero comprendí que era inútil.

    Ori estaba inmóvil, con los ojos dilatados y en blanco.

    Ningún médico podía ayudarla ya. Miré instintivamente el reloj para saber la hora de la muerte. Las nueve y seis minutos. Recogí el auricular que Ann tenía en las manos y llamé a la policía.

    Alrededor del veinte por ciento de los difuntos mueren en circunstancias que merecerían investigarse oficialmente. La difícil tarea de determinar la causa y el modo del fallecimiento suele recaer en el primer agente de policía que acude al lugar de los hechos. En el presente caso tuvieron que pasar el encargo a Quintana porque en menos de media hora los hombres del sheriff tomaron la vivienda de los Fowler: el inspector Quintana, el colega cuyo nombre ignoraba, el forense, un fotógrafo, dos técnicos especializados en buscar pruebas, el técnico de las huellas digitales, tres agentes que acordonaron la zona y los enfermeros de la ambulancia que esperaban con paciencia el momento de llevarse el cadáver. Cualquier cosa relacionada con Bailey Fowler se inspeccionaba e investigaba oficialmente.

    Me habían separado de Ann poco después de la llegada del primer coche de la comisaría del sheriff. Estaba claro que no querían que habláramos en privado. No querían correr riesgos. Desde su punto de vista, éramos cómplices en el asesinato de Ori Fowler. Como es lógico, ya que habíamos tenido audacia suficiente para matarla, también cabía esperar que hubiéramos tenido la suficiente inteligencia para ponernos de acuerdo en cuanto a la versión de los hechos antes de avisar a la poli. Es posible que en el fondo sólo lo hubieran hecho para asegurarse de que la versión de una no influía en la de la otra.

    Ann, pálida y ojerosa, se encontraba en el comedor. Había llorado por impulso y sin convicción mientras el forense buscaba el corazón de Ori con el estetoscopio. Había depuesto ya toda resistencia y respondía en voz baja a las preguntas de Quintana. Los acontecimientos parecían haberla aturdido. Había visto aquella misma reacción cientos de veces, una reacción que se produce cuando la muerte sobreviene demasiado aprisa para convencer a los más afectados por ella. Después, cuando la contundencia de los hechos acaba por imponerse, el dolor se abre paso hasta el exterior como un ruidoso torrente de lágrimas y rabia.

    Quintana se volvió a mirarme cuando pasé por delante de la puerta. Me dirigí a la cocina, escoltada por una agente cuya cintura había engordado diez centímetros por lo menos gracias a las herramientas con que hacía cumplir la ley: cinturón de piel gruesa, walkie–talkie, porra, esposas, llaves, linterna, cartuchos, pistolera y revólver. Me hizo recordar con malestar la época en que también yo había ido de uniforme. Cuesta sentirse mujer con unos pantalones que por detrás te hacen parecer una dromedaria.

    Me senté a la mesa de la cocina. Me mantenía imperturbable, fingiendo que no me fijaba en todos y cada uno de los detalles de lo que se hacía en la escena del crimen. La verdad es que me tranquilizaba mucho no tener delante a una Ori varada en la muerte igual que un viejo león marino arrastrado hasta la playa por las olas. Aún no tenía que estar fría siquiera, aunque su piel tenía ya el aspecto nacarado y manchado de la corrupción. Se diría que cuando desaparece la vida, los cuerpos se descomponen con la rapidez del rayo. Se trata de un espejismo, claro, tal vez la misma clase de ilusión óptica que hace que los muertos parezcan respirar.

    Ann tuvo que haberles dicho lo de la inyección de insulina porque uno de los técnicos entró en la cocina a los pocos minutos, cogió el frasco del frigorífico, lo metió en una bolsa de plástico y le puso una etiqueta. A menos que los laboratorios de los alrededores contaran con más medios de los que suele haber en los pueblos como Floral Beach, la insulina, junto con todas las muestras de sangre, orina, contenido estomacal, bilis y vísceras de Ori, se enviaría a Sacramento para que se analizase en el instituto forense de allí. Sin duda se dictaminaría que la causa de la muerte había sido una reacción anafiláctica. La cuestión era qué la había provocado. Imposible que hubiera sido la insulina después de tantos años: a no ser que se hubiera adulterado el contenido del frasco, hipótesis que no convenía descartar. También podía haber sido un accidente, pero lo dudaba.

    Me quedé mirando la puerta trasera, el pestillo de seguridad, descorrido en aquellos momentos. Por lo que había visto, la oficina del motel era accesible a cualquiera que quisiera entrar. Las ventanas se dejaban abiertas, no se echaban los pestillos. Me puse a pensar en el tropel de gente que había trasegado el lugar y llegué a la conclusión de que cualquiera había podido meter la mano en el frigorífico. La diabetes de Ori era de dominio público y su insulinodependencia era el medio idóneo para suministrarle una dosis mortal de lo que fuese. Que se la hubiese inyectado Ann no hacía sino añadir culpabilidad al dolor, una postdata cruel donde las haya. Sentía curiosidad por saber qué pensaba el inspector Quintana de todo aquello.

    Como si me hubiera leído el pensamiento, entró con parsimonia en la cocina y se sentó a la mesa, enfrente de mí. La idea de hablar con él no me llenaba de alegría. Al igual que a muchos polis, le gustaba invadir el espacio psicológico ajeno. Estar en la misma habitación que él era como estar en un ascensor lleno de gente y estancado entre dos pisos. Una experiencia poco recomendable.

    —Oigamos ahora su versión —dijo.

    Para hacerle justicia, debo admitir que parecía más apiadado que la vez anterior, aunque quizá fuese por deferencia hacia Ann. Le conté mi versión con toda la sinceridad de que fui capaz en aquellos instantes. No tenía nada que ocultar y carecía de sentido jugar con él al gato y al ratón. Empecé por las amenazas telefónicas de madrugada y terminé por el momento en que le había quitado a Ann el teléfono de la mano para avisar a la policía. Tomó nota de todo, garabateando con rapidez con una letra que imitaba la tipografía en cursiva. Al terminar el interrogatorio, estaba totalmente convencida de su minuciosidad y su perfeccionismo. Cerró el cuaderno de un manotazo y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

    —Necesito una lista de las personas que han entrado y salido de aquí en las últimas cuarenta y ocho horas. Le agradecería que me echara usted una mano. Además, dice la señorita Fowler que su médico de cabecera no está los viernes en el consultorio. Podría usted cuidar de ella. Se va a derrumbar de un momento a otro. Usted parece menos afectada —dijo.
    —Me pondría bien del todo si pudiera dormir un mes seguido.
    —Llámeme si hay alguna novedad.

    Dio instrucciones al agente de guardia. Cuando se marchó, el trabajo de recoger huellas, precintar objetos, poner etiquetas y sacar fotos tocaba a su fin, y el equipo técnico guardaba ya las herramientas. Ann seguía sentada a la mesa del comedor. Cuando entré, su mirada ascendió hasta mi cara sin manifestar la menor emoción.

    —¿Estás bien? —pregunté.

    No dijo nada.

    Me senté junto a ella. Le habría cogido la mano, pero igual era de esas personas a las que antes hay que pedirles permiso.

    —Supongo que Quintana te lo habrá preguntado ya, pero ¿padecía tu madre alguna alergia?
    —A la penicilina —dijo en tono obediente—. Recuerdo que una vez le pusieron una inyección y tuvo una reacción muy fuerte.
    —¿Qué otros medicamentos tomaba?

    Hizo un gesto negativo con la cabeza.

    —Sólo los que hay en la mesita de noche, además de la insulina, claro. No comprendo lo que ha ocurrido.
    —¿Quién sabía lo de alergia?

    Fue a decir algo, pero acabó negando con la cabeza.

    —¿Lo sabía Bailey? —añadí.
    —Bailey jamás haría una cosa así. No habría podido...
    —¿Quién más?
    —Mi padre. El doctor...
    —¿Dunne?
    —Sí. Mi madre estaba en su consultorio cuando tuvo aquella reacción tan fuerte.
    —¿Y John Clemson? ¿Compráis en su farmacia?

    Asintió.

    —¿Los de la iglesia? —añadí.
    —Supongo. No se lo ocultaba a nadie y ya sabes cómo era. Siempre hablando de sus achaques... —Se puso a parpadear y vi que la cara se le teñía de rojo. La boca se le tensó y las comisuras apuntaron al suelo mientras los ojos se le inundaban de lágrimas.
    —Tengo cosas que hacer y tú necesitas compañía. ¿Quieres que llame a alguien en particular? ¿A la señora Emma? ¿A la señora Maude?

    Se encogió y apoyó la mejilla en la mesa como si quisiera dormir. Lejos de ello, se echó a llorar y las lágrimas cayeron en la pulimentada superficie de madera como si de cera líquida se tratase.

    —¡Oh, Kinsey! ¡Yo he tenido la culpa! Aún no puedo creerlo. Yo misma llené la jeringuilla, yo misma le puse la inyección. ¿Cómo voy a vivir con este peso encima?

    No sabía qué decirle.

    Volví a la sala de estar, procurando no mirar la cama, ahora totalmente vacía y desnuda, dado que las frazadas se habían precintado con las restantes pruebas materiales. ¿Quién sabía lo que podía encontrarse allí? Un áspid, una araña venenosa, una nota de suicida abandonada entre las sábanas sucias.

    Llamé a la señora Maude y le conté lo sucedido. Después de intercambiar las habituales expresiones de sorpresa y consternación, dijo que estaría en el motel en un periquete. Antes, como es lógico, haría unas cuantas llamadas a toda prisa para dar el parte a las Señoras Marías de la Brigada de Desgracias Familiares. Ya las veía pelando las patatas que adornarían la ofrenda de atunes a la cazuela.

    En cuanto llegó y se hizo cargo de los menesteres de la oficina, subí a mi habitación, eché la llave y me senté en la cama. La muerte de Ori me había confundido. Era incapaz de adivinar su sentido y su objeto. El cansancio me pesaba como si tuviera un yunque en la cabeza, a punto de aplastarme. Sabía que no tenía tiempo de dormir, pero ignoraba cuánto resistiría.

    Sonó el teléfono. Rogué al cielo que no fuera otra amenaza.

    —¿Sí?
    —Soy yo, Kinsey. ¿Qué pasa?
    —Bailey, ¿dónde estás?
    —Dime qué le ha pasado a mi madre.

    Le conté lo que sabía, que era bien poco. Estuvo callado tanto tiempo que creí que había colgado.

    —¿Estás ahí?
    —Sí, estoy aquí.
    —Lo siento. De verdad. Ya no volverás a verla.
    —Sí.
    —Hazme un favor, Bailey. Entrégate.
    —No me entregaré mientras no sepa qué pasa.
    —Escucha...
    —¡He dicho que no!
    —¡Escúchame, joder! Luego haz lo que te plazca. Mientras estés en la calle, te culparán de todo lo que ocurra. ¿No lo entiendes? Tap se vuelve loco, lo cosen a tiros y tú sales corriendo. Antes de que nadie se dé cuenta de lo que ocurre, tu madre muere.
    —Yo no he tenido nada que ver.
    —Entrégate entonces. Si estás encerrado, por lo menos no te echarán la culpa si sucede algo más.

    Silencio.

    —Puede —dijo por último—, no sé. No me gusta esto.
    —A mí tampoco. Me huele mal. Haz lo que te he dicho. Llama a Clemson, a ver qué te dice él.
    —Ya sé lo que va a decirme.
    —¡Entonces sigue su consejo y haz bien las cosas por una vez en tu vida! —Colgué de un golpe.


    Capítulo 22


    Necesitaba tomar el aire. Cerré con llave al salir, crucé la calle y me senté en el dique, de cara al fragmento de playa donde habían encontrado el cadáver de Jean Timberlake. A mis espaldas, las seis calles y las tres travesías de Floral Beach parecían componer un pueblo en miniatura. En cierto modo me molestaba que el pueblo fuera tan pequeño. Todo había sucedido allí, en el área comprendida por sus dieciocho manzanas. Las aceras, los edificios, los comercios, todo se conservaba como sin duda había sido antaño. Los lugareños eran los mismos. Unos se habían mudado, otros habían muerto. Desde que estaba en el pueblo había tenido que hablar con el asesino por lo menos una vez. En cierto modo era humillante. Me giré y me quedé mirando el sector del pueblo que podía abarcar con la vista. Me pregunté si alguno de los que vivían en los cottages de colores apastelados que se alzaban al otro lado de la calle habría visto algo aquella noche. ¿Tendría yo paciencia suficiente? Lo que tenía ante mí era en realidad un retrato al natural de los vecinos de Floral Beach. Pero no podía perder el tiempo. El entierro de Tap Granger era a las dos. Habría mucho público. Desde que lo cosieran a balazos casi no se había hablado de otra cosa en el pueblo. Nadie querría perderse un acontecimiento tan decisivo.

    Volví al motel, recogí el coche y recorrí la manzana y media que había hasta la casa de Shana Timberlake. Aunque nadie había cogido el teléfono por la mañana, tenía que estar ya en casa, preparándose para el entierro, si es que tenía intención de ir. Aparqué al otro lado de la calle. Los pequeños cottages de madera entre los que se encontraba el suyo poseían el mismo encanto que los barracones militares. El Plymouht que viera en el sendero del garaje seguía sin aparecer. Las cortinas de la fachada estaban tal como las había visto la vez anterior. Amontonados junto al porche estaban los periódicos de los dos últimos días. Llamé a la puerta y como no respondió nadie, tanteé el tirador procurando que nadie me viese. La puerta seguía cerrada con llave.

    Vi a una señora mayor en el porchecillo del cottage contiguo. Parecían de sabueso las bolsas que tenía bajo los ojos con los que me observaba atentamente.

    —¿Sabe dónde está Shana?
    —¿Qué?
    —¿Sabe si está Shana?

    Hizo un aspaviento, se dio la vuelta y cerró de un portazo. No estuvo claro si se había enfadado porque no me oía o porque le importaba un pimiento lo que hiciera Shana. Me encogí de hombros, bajé del porche y me dirigí a la parte trasera pasando entre los dos cottages.

    Todo estaba exactamente igual que la vez anterior, salvo los cubos de basura, que algún animal —un perro, un mapache tal vez— se había encargado de volcar para revolver y esparcir el contenido. Y vaya contenido: cinco estrellas. Subí los peldaños del porche trasero y, tal como había hecho la vez anterior, miré por la ventana de la cocina. Probé a abrir la puerta mientras me preguntaba si la situación justificaba un allanamiento de morada. Me dije que no. En última instancia es un delito y no me gusta cometer ninguno, salvo cuando es por una buena causa.

    Al bajar los peldaños advertí que había un sobre cuadrado y blanco entre los papeles que alfombraban el patio. ¿Sería el mismo que me había llevado a la nariz el día que había hablado con ella? Lo cogí. Vacío. Mierda. Me puse a revolver la basura con cuidado. Allí estaba. Se trataba de una postal que reproducía una naturaleza muerta, una pintura al óleo que representaba un búcaro con rosas. El único texto que contenía el dorso era una frase escrita a lápiz «Santuario. Miérc, 2». ¿Con quién había ido a reunirse Shana? ¿Con Bob Haws? ¿Con June? Guardé la tarjeta en el bolso, volví al coche y puse rumbo a la iglesia.

    La iglesia baptista de Floral Beach (la única del pueblo, para ser exactos) estaba en el cruce de las calles Palm y Kaye y era un edificio blanco de madera, de tamaño mediano, con una serie de construcciones ajenas. A lo ancho del edificio principal discurría un pórtico de cemento, con columnas blancas que sustentaban el techo de toda la construcción. Un rasgo característico de los baptistas era que no malgastaban el dinero de la parroquia contratando arquitectos. No era la primera vez que veía aquel diseño eclesial y seguro que las hojas parroquiales las mandaban por correo con cargo al destinatario. Aparcada junto a la acera aguardaba una camioneta de una floristería, sin duda con las coronas fúnebres del entierro.

    Las puertas estaban abiertas de par en par y entré en el recinto. Había vidrieras decoradas con imágenes estereotipadas en que se veía a Jesús con una especie de camisón que le llegaba hasta los tobillos; si se hubiera presentado con aquella indumentaria en el pueblo, lo habrían matado a pedradas. A sus pies se encontraban los apóstoles, todos con la cabeza cubierta de rizos innegablemente femeninos y mirándole con cara de bobo. ¿De verdad se afeitaban los tíos en aquella época? De pequeña nadie sabía responder cuando hacía estas preguntas.

    Los muros eran blancos por dentro y el suelo se había alfombrado con rectángulos de linóleo beige. Los reclinatorios estaban decorados con arcos forrados de raso negro. El ataúd de Tap Granger se había colocado cerca del altar mayor. Seguro que habían convencido a Joleen de que gastara en pompas fúnebres más de lo que podía permitirse, pero es difícil decir que no cuando el dolor se ensaña con nosotros. El féretro más barato que hay actualmente en el mercado posee un característico matiz malva y parece rociado con la misma sustancia que ponen en los techos de ciertos establecimientos para amortiguar el ruido.

    Una mujer con guardapolvo blanco estaba colocando en un caballete una corona de flores en forma de corazón. La ancha cinta azulada decía descansa en los brazos del señor con letras doradas y llenas de adornos. Vi a June Haws en el rincón destinado al coro, balanceando el tórax mientras tocaba el órgano de tubos con pedaleo aparatoso. Interpretaba un himno que traía a la memoria las pujas económicas de las teleseries matutinas, y lo cantaba para sí con voz más aguda que grave. Con las vendas que le cubrían las manos parecía una momia recién resucitada. Al acercarme dejó de tocar y se volvió hacia mí.

    —Perdone si la he interrumpido —dije.

    Apoyó las manos en el regazo.

    —No se preocupe —dijo. Respiraba una placidez innegable, a pesar del yodo que le subía por los brazos. ¿Se le estaría extendiendo la enfermedad, aquella epidemia, aquella hiedra venenosa del alma?
    —No sabía que también fuera usted la organista.
    —No soy yo quien suele tocar el órgano, pero la señora Emma ha tenido que quedarse con Ann. Haws se fue al hospital para dar buen consejo a Royce. Supongo que los médicos le habrán dicho ya lo de Oribelle. Pobrecilla. Fue una reacción provocada por los medicamentos, ¿no? Por lo menos es lo que nos han dicho.
    —Eso parece. Para saberlo con seguridad habrá que esperar al informe del laboratorio.
    —Dios se apiade de su alma —murmuró, dando un pellizco a la gasa que le envolvía el brazo derecho. Se había quitado los guantes para tocar. Tenía los dedos fuertes y vulgares, y las uñas rectas y desmochadas.

    Saqué del bolso la tarjeta postal.

    —¿Estuvo usted hablando con Shana Timberlake en este lugar hace un par de días?

    Los ojos se le desviaron hacia la tarjeta y dijo que no con la cabeza.

    —¿Fue su marido entonces?
    —Pregúnteselo a él.
    —Aún no hemos tenido ocasión de hablar de Jean Timberlake —observé.
    —Una jovencita descarriada. Muy guapa, pero no creo que se salvara.
    —No es probable —dije—. ¿La conoció usted bien?

    Negó con la cabeza. En sus ojos despuntó un reflejo de desdicha y aguardé por si le entraban ganas de explayarse. Por lo visto no fue así.

    —Jean pertenecía al grupo juvenil de la parroquia, ¿no?

    Silencio.

    —¿Señora Haws?
    —Señorita Millhone, la misa empezará más tarde y me temo que ha venido a la iglesia vestida de un modo poco apropiado —dijo Bob Haws a mis espaldas.

    Me volví. Se estaba poniendo una túnica negra. No miraba a su mujer, pero ésta parecía rehuirle. Aunque tenía una expresión amable, sus ojos rezumaban frialdad. Durante una ráfaga de segundo lo vi tendido boca arriba en la mesa, a merced de las manipulaciones espontáneas de Jean.

    —Creo que no voy a poder asistir al entierro —dije—. ¿Cómo está Royce?
    —Tal como estaba previsto que estuviera. ¿Tendría la bondad de acompañarme a mi despacho? Estoy convencido de que podré proporcionarle toda la información que quería usted obtener de la señora Haws.

    ¿Y por qué no?, me dije. Aquel hombre me daba escalofríos, pero estábamos en una iglesia, a plena luz del día y con gente cerca. Lo seguí hasta el despacho. Cerró la puerta. La expresión del padre Haws, por lo general bondadosa, se había transformado ya en algo menos simpático. Fue al otro lado de la mesa, pero se quedó de pie.

    Me puse a inspeccionar el lugar, sin darme prisa. Las paredes eran de lienzos de pino, las cortinas de un verde que parecía cubierto por una película de polvo. Había un sofá tapizado en plástico verde oscuro, el gran escritorio de roble, una silla giratoria, estanterías de plúteos de distinto tamaño, diplomas enmarcados y algo parecido a pergaminos de aire bíblico.

    —Royce me ha dado un encargo para usted. La ha llamado varias veces. Ya no necesita sus servicios. Si tiene usted la bondad de entregarme la minuta, haré que le paguen por el tiempo que haya invertido.
    —Gracias, pero prefiero esperar a que me lo diga él personalmente.
    —Está enfermo. Desvaría. Como pastor suyo, estoy autorizado a despedirla en el acto.
    —Royce firmó un contrato. ¿Quiere verlo?
    —No me gustan los sarcasmos ni su actitud.
    —Soy escéptica por naturaleza. Si se siente ofendido, perdone.
    —¿Por qué no redacta un informe sobre el caso y se marcha?
    —No hay todavía ningún «caso» sobre el que informar. Precisamente pensaba que su mujer podía despejar algunas dudas.
    —Ella no tiene nada que ver con el asunto. Si quiere salir de dudas, pregúnteme a mí.
    —Entendido —dije—. ¿Tendría la bondad de hablarme de su entrevista con Shana Timberlake?
    —Disculpe, pero yo no me he entrevistado en ningún momento con la señora Timberlake.
    —Entonces, ¿qué es esto? —dije. Le enseñé la tarjeta postal de modo que viese la frase escrita a lápiz.
    —No tengo ni la menor idea. —Sin venir a cuento, se puso a toquetear los papeles de la mesa—. ¿Alguna otra pregunta?
    —He oído un rumor que corre por ahí sobre usted y Jean Timberlake. Ya que estoy aquí, podríamos discutirlo.
    —Sea cual fuere ese rumor, supongo que después del tiempo transcurrido no será fácil comprobarlo, ¿verdad?
    —Me encantan las cosas difíciles. Sin ellas, el trabajo sería un aburrimiento. ¿No quiere saber el contenido del rumor?
    —No tengo ningún interés.
    —Muy bien —dije—. En otra ocasión, quizá. Casi todo el mundo siente curiosidad cuando circulan chismes así. Me satisface saber que a usted no le afectan.
    —No me tomo en serio los rumores. Me sorprende que lo haga usted. —Me dedicó una sonrisa glacial y se ajustó los puños de la camisa por debajo de las anchas mangas de la túnica—. En fin, creo que le he dedicado ya demasiado tiempo. Tengo que oficiar en un entierro y quisiera estar a solas para rezar.

    Me dirigí a la puerta, la abrí y me giré como quien no quiere la cosa.

    —Había un testigo.
    —¿Un testigo?
    —Sí, ya sabe, una persona que ve a otra persona haciendo cosas malas.
    —No la comprendo. ¿Un testigo de qué?

    Hice el ademán de quien está tocando la zambomba y lo comprendió en el acto.

    Su sonrisa empezó a apagarse y cerré la puerta a mis espaldas.

    El aire cálido del exterior me sentó de maravilla. Entré en el coche y estuve unos minutos repasando mis notas y buscando las piedras que quedaban por remover. La verdad es que ni siquiera sabía qué esperaba encontrar. Repasé la información que había puesto por escrito mientras miraba el expediente escolar de Jean Timberlake. En aquel entonces vivía en Palm, al lado mismo de donde yo me encontraba, al doblar la esquina. Miré a mi alrededor mientras me preguntaba si valdría la pena echar una ojeada. Joder ¿y por qué no? En vez de pruebas irrefutables, a lo mejor encontraba una inspiración imprevista.

    Puse en marcha mi Volkswagen y me dirigí al antiguo domicilio de los Timberlake. Estaba sólo a una manzana de distancia y habría podido ir andando, pero opté por dejar espacio libre para que aparcara el coche fúnebre. Se hallaba a la izquierda, un edificio destartalado de dos plantas, con la fachada pintada de verde claro, y pegado a un terraplén.

    Al acercarme me di cuenta de que no había nada más que ver. El edificio estaba abandonado y las ventanas se habían condenado con tablas. A la izquierda una escalera de madera ascendía en oblicuo hasta la primera planta, cuyo perímetro estaba circundado por un balcón. Subí por la escalera. Los Timberlake habían vivido en el número 6, a la sombra de la colina. Había algo siniestro en todo el lugar. La puerta del piso tenía un agujero donde suele estar el tirador. La abrí de un empujón. La chapa que revestía las paredes estaba rota y había dejado al descubierto, a la altura del zócalo, una serie de estalagmitas de madera más clara.

    Las ventanas de aquella habitación estaban intactas, pero tan llenas de mugre que habrían podido condenarse igualmente. En la luz que entraba del exterior flotaban nubes de polvo y en el linóleo de los suelos se había formado una capa sólida de porquería. Los poyos de la cocina se habían pandeado y las portezuelas de la parte inferior colgaban de las bisagras. Había recibido visitas recientemente, según sugerían las cagadas de ratón que decoraban los rincones. No tenía más que un dormitorio. La puerta trasera estaba justamente en el dormitorio y daba a la fachada posterior del edificio, donde, en conexión con el balcón que lo circunvalaba, ascendía una escalera maciza apoyada en la falda de la colina. Miré hacia arriba. Las paredes desnudas del terraplén estaban erosionadas. De lo alto de la colina, a unos diez metros de altura, colgaba una enredadera densa como la jungla. En la cima entreví el perfil de una casa particular desde la que se dominaba todo el pueblo, con el océano extendiéndose a la izquierda y una suave elevación del terreno a la derecha.

    Volví al interior del piso, esforzándome por retroceder en el tiempo. Antaño había habido muebles allí, puede que no de lujo, pero sí de los que permiten cierta holgura. Por los rodales de suciedad que había en el suelo deduje dónde había estado el sofá. Seguramente habían utilizado el recodo del comedor para instalar una cama y me pregunté cuál de las dos habría dormido en ella. Shana me había dicho que Jean solía escaparse por la noche.

    Crucé el dormitorio, salí por la puerta de atrás, y observé la escalera, cuyo trazado recorrí con la mirada. Puede que la utilizase para subir hasta la calle del nivel superior, donde los amigos la recogerían y donde la dejarían al terminar la escapada. Tanteé el pasamano de madera desnuda; la barandilla se había construido de cualquier manera y el pasamano había acabado por soltarse. Los peldaños estaban inclinados de un modo anormal que hacía peligroso el ascenso. Muchos barrotes se habían caído.

    Trepé por la escalera entre jadeos y resoplidos. En la cima del terraplén había una valla metálica. No encontré ninguna abertura para cruzar al otro lado, pero sin duda la había habido en otra época. Volví la cabeza con prudencia y contemplé los tejados de la manzana. El espectáculo era alucinante: el fondo estaba sembrado de copas de árbol y el pueblo se extendía más abajo aún; me entró un poco de vértigo. Los coches no eran más grandes que una pastilla de jabón.

    Observé la casa que tenía delante: era de dos plantas, de madera y vidrio, y con la fachada castigada por los elementos. Tenía un jardín precioso, había piscina, terraza, bañera yacuzzi y una mesa de vidrio Brown–Jordan con sillas. Si se hubiera construido en cualquier otra parte del pueblo, la casa habría tenido que protegerse con setos por mor de la intimidad. Allí arriba los propietarios gozaban de una panorámica de ciento ochenta grados sin que nada ni nadie les estorbase.

    Me desvié hacia la derecha y me sujeté a la valla mientras avanzaba por el estrecho sendero que bordeaba la propiedad. Cuando llegué a los límites de la misma, siempre por la derecha, seguí la valla, cuya misión era separar la parcela habitada de la parcela contigua, que estaba vacía. Al otro lado discurría el último trecho de un callejón sin salida. Sólo había otra casa a la vista. Por lo que había podido comprobar, aquélla era la única zona opulenta de Floral Beach.

    Me dirigí a la puerta principal de la casa y toqué el timbre. Me volví para otear la calle. Allí, en lo alto de la colina, el sol inclemente caía a plomo sobre las carrascas. Había pocos árboles y pocos obstáculos que desviaran el viento. El océano se extendía a menos de medio kilómetro de distancia. Me pregunté si la niebla llegaría tan alto; a su manera, podía ser espeluznante. Volví a llamar, pero por lo visto no había nadie. Bueno, y ahora ¿qué?

    La palabra «Santuario» me latía en el fondo de la cabeza. Había supuesto que se trataba de la iglesia, pero cabía otra posibilidad. Los baños del balneario ostentaban nombres parecidos. Puede que hubiera llegado el momento de hacer otra visita a los Dunne.


    Capítulo 23


    En el aparcamiento de las termas no había más que dos vehículos y los dos eran de servicio: una furgoneta de una empresa dedicada al mantenimiento de piscinas y una camioneta de cuya caja sobresalían herramientas de jardinería. Se oía a lo lejos el gemido de una sierra mecánica y deduje que estaban limpiando el bosquecillo de matorrales. Me dirigí al balneario por la entrada trasera, tal como había hecho en el curso de mi primera visita.

    El vestíbulo estaba en silencio y no había nadie tras el mostrador de recepción. Puede que hubieran ido todos al entierro de Tap. Eché una ojeada al tablón de anuncios. No había ninguna clase ni cursillo los viernes por la tarde. Puesto que estaba allí, no iba a dejar de fisgar, pero me preocupaba la posibilidad de encontrarme con Elva Dunne.

    Me asomé al pasillo con la esperanza de dar con alguna escalera que me condujese a la primera planta. Al parecer, no había absolutamente nadie. ¿Qué podía hacer en una situación así? Pues colarme detrás del mostrador. A la derecha del mismo, pegado con cinta adhesiva, un plano de la colina indicaba dónde estaban todos los baños. Las rayas serpeteantes representaban los senderos que discurrían entre los baños. En la parte superior del plano había una franja señalizada como zona de seguridad en caso de incendio. Recorrí los baños con el dedo, «Paz», «Serenidad», «Tranquilidad», «Calma». Aquello parecía el monte de los ronquidos. «Santuario» era un pequeño baño para dos y se encontraba en el punto más elevado de la colina. Según el registro que había encima del mostrador, nadie había utilizado «Santuario» desde el miércoles. Retrocedí algunas páginas. Tampoco lo había utilizado nadie durante la semana anterior. En mi fuero interno pensaba que habían citado a Shana a las dos de la madrugada y no a las dos de la tarde y que, como es lógico, la cita no estaba oficialmente consignada en ningún sitio. Registré los cajones sin encontrar nada interesante. En el mostrador había una caja de cartón con una etiqueta que decía «Objetos perdidos y encontrados» y que contenía una pulsera de plata, un peine de plástico, unas llaves de automóvil y una pluma estilográfica. Registré los casilleros de la izquierda y de pronto se me hizo la luz. Del llavero automovilístico de la caja de cartón colgaba una T grande de metal. Eran las llaves de Shana.

    Oí pasos en el corredor. Abandoné el mostrador aprisa y de puntillas. Abrí la puerta, me volví, dejé pasar unos segundos e hice como que entraba en el mismo instante en que Elva y Joe Dunne llegaban a recepción. Elva se puso pálida nada más verme. Saqué del bolso la tarjeta postal. El doctor Dunne pareció reconocerla en el acto. Le dio un apretoncito a su mujer en el brazo y le murmuró no sé qué, seguramente que le dejase a él llevar la voz cantante. Elva siguió andando y se introdujo en el pequeño despacho lateral. El doctor Dunne me cogió del brazo y me condujo hacia la puerta. La verdad es que no tenía ganas de irme tan pronto.

    —Ha elegido usted un mal momento —me murmuró al oído. Seguía sujetándome el brazo, obligándome a andar deprisa en dirección al aparcamiento.
    —Creí que hoy le tocaba estar en la clínica de Los Angeles.
    —Me ha costado mucho convencer a la señora Dunne de que no la denuncie por agresión —dijo, aunque no venía a cuento. ¿O era una amenaza?
    —Deje que me denuncie —dije—. Permítaselo antes de que me cicatricen los nudillos. Y cuando estemos en comisaría, enseñaré esto a los polis. —Me subí la manga para que viera el cardenal que me había hecho Madame con la raqueta. Me solté de su presa de un tirón y le enseñé la tarjeta postal— ¿Hablamos de esto?
    —¿Qué es?
    —Vamos, vamos. Es la tarjeta que envió usted a Shana Timberlake.

    Negó con la cabeza.

    —Yo no he visto esa tarjeta en mi vida.
    —Mentira podrida, con perdón. Usted escribió a Shana Timberlake la semana pasada, mientras estaba en Los Angeles. Seguramente se enteró de la detención de Bailey y pensó que sería interesante tener unas palabras con ella. ¿Por qué tanto misterio, doctor Dunne? ¿Tanto le costaba hablar con su amante por teléfono?
    —No hable tan alto, por favor.

    Cuando llegamos al aparcamiento, se volvió para echar un vistazo al edificio. Seguí la dirección de su mirada y descubrí a su mujer espiándonos por la ventana del despacho. Elva se dio cuenta de que la habíamos descubierto y se apartó de la ventana. El doctor Dunne se detuvo ante mi coche y abrió la portezuela del conductor como si quisiera obligarme a entrar. Estaba inquieto y no hacía más que mirar de reojo hacia el edificio que había a nuestras espaldas. Me imaginé a la señora Dunne reptando entre los arbustos con un cuchillo entre los dientes.

    —Mi mujer es una esquizofrénica paranoide. Sufre ataques de violencia.
    —¿De veras? No me lo puedo creer.
    —Es ella quien se encarga de todas las gestiones administrativas. Si se enterase de que llamé a Shana... bueno, no sé lo que haría.
    —Yo creo que sí. ¿Acaso no estaba celosa de Jean y la estranguló con un cinturón?

    La rubicunda cara se le puso más roja todavía como si se le hubiera encendido una bombilla detrás de la pituitaria.

    —Mi mujer sería incapaz de una cosa así —dijo. Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente.
    —¿Y de qué sería capaz?
    —Esto no tiene nada que ver con ella.
    —¿Con quién entonces? ¿Y dónde está Shana?
    —Teníamos que vernos aquí el miércoles por la noche. Yo llegué con retraso. Shana no acudió a la cita; o se cansó de esperar y se fue antes de que yo llegara. No he tenido ocasión de hablar con ella y no sé dónde está.
    —¿La citó usted en su propia casa? —Lo pregunté con tanta incredulidad que se me quebró la voz.
    —Elva toma somníferos todas las noches. Nunca se despierta.
    —Eso es lo que usted cree —le solté con acritud—. Entonces, por lo que acaba de decirme, usted y Shana siguen liados.

    Vi que titubeaba.

    —El vínculo que nos une es de otra naturaleza. Hace años que no tenemos relaciones sexuales. Shana es una mujer encantadora. Me gusta su compañía. ¿Acaso no tengo derecho a hacer amistades?
    —Por supuesto. Yo también cito a todas mis amistades a las tantas de la noche.
    —Por favor. Se lo suplico. Suba al coche y váyase . Elva querrá saber de qué hemos hablado.
    —Dígale que hemos hablado de la muerte de Ori Fowler.

    Se quedó atónito.

    —¿Ha muerto Ori?
    —Ya lo creo. Esta mañana le pusieron una inyección, probablemente de penicilina. Se fue derecha al cielo.

    Guardó silencio durante unos instantes. Su expresión resultaba más convincente que mil negativas.

    —¿Cómo ocurrió?

    Le hice un resumen de lo acontecido por la mañana.

    —¿Elva tiene penicilina a mano?

    Se giró con brusquedad y echó a andar hacia el edificio. Pero yo no iba a dejarle escapar del atolladero tan fácilmente.

    —Jean Timberlake era su hija, ¿verdad?
    —El asunto está liquidado. Jean está muerta. Además, no podría usted demostrarlo, o sea que la aclaración carece de importancia.
    —No carecerá de importancia cuando oiga lo que voy a preguntarle. ¿Sabía ella quién era usted cuando le pidió que la hiciera abortar?

    Negó con la cabeza y reanudó la marcha. Corrí tras él.

    —¿No le contó la verdad? ¿Ni siquiera quiso ayudarla?
    —No quiero hablar de ello —dijo entre dientes.
    —Pero usted sabía con quién estaba liada, ¿verdad?
    —¿Por qué echar por tierra un brillante porvenir? —dijo.
    —¿Era más importante el porvenir de otro que la vida de su hija?

    Llegó a la puerta principal y entró en el vestíbulo de recepción. Me entraron ganas de entrar también, pero por otra parte me parecía absurdo insistir. Antes necesitaba pruebas. Me di la vuelta y me dirigí al coche. Giré la cabeza para mirar por encima del hombro. La señora Dunne estaba otra vez en la ventana, pero no pude distinguir su expresión. Ignoraba si nos había oído, aunque me importaba muy poco. Allá ellos. Me traía sin cuidado lo que le sucediera a él. Era Shana quien me preocupaba. Si no había acudido a la cita del miércoles por la noche, ¿cómo habían llegado allí las llaves de su vehículo? Y si había acudido a la cita, según lo acordado, ¿dónde carajo se había metido?

    Volví al motel. Vi a Bert en recepción. La señora Emma y la señora Maude habían instalado su centro de operaciones en la sala de los Fowler. Parecían hermanas gemelas: sesentonas, gordas, la una con un jersey morado, la otra con un jersey violeta. Ann se había echado, según me dijeron. Se habían tomado la libertad de trasladar la cama de Ori a la habitación de Royce. Y habían reordenado los muebles y cachivaches de la sala para que tuviera el aspecto que había tenido siempre. Sin la asfixiante presencia de la cama de hospital, con sus manivelas y laterales metálicos, la sala parecía enorme. También habían trasladado la mesita de noche. La bandeja de los medicamentos se la había llevado la policía. Si se hubiera querido borrar toda huella de Ori no habría podido hacerse mejor.

    Maxine estaba allí también y parecía confusa por no tener nada que limpiar.

    —Voy a hacer té —murmuró en cuanto me vio llegar.

    Hablábamos en voz baja. Me di cuenta de que tendía a imitar su tono empalagoso, maternal y solícito. En el fondo estaba descubriendo que era útil en situaciones como aquélla. La señora Maude se empeñó en que comiera algo, pero decliné el ofrecimiento.

    —Tengo que encargarme de cierto asunto y puede que tarde en volver.
    —Es igual, querida —dijo la señora Emma, palmeándome la mano—. Nosotras nos encargaremos de todo y así no tendrá usted que preocuparse. Y si tiene hambre cuando vuelva, le prepararemos lo que sea.
    —Gracias. —Cambiamos sonrisas de pesar, sonrisas de tristeza. Las suyas eran más sinceras que la mía, aunque debo confesar que la muerte de Ori me había dejado en el estómago una sensación extraña. ¿Por qué la habrían matado? ¿Qué podía saber ella? Tal como se habían presentado los hechos, no acaba de comprender qué relación había entre su muerte y la de Jean Timberlake.

    Bert apareció en la puerta y se quedó mirándome.

    —Llamada para usted —dijo—. Es el abogado.
    —¿Clemson? Fantástico. Hablaré desde la cocina. ¿Puede pasar la llamada?
    —Lo que usted mande —dijo.

    Fui a la cocina y descolgué el auricular.

    —Hola, ya estoy aquí —dije—. Espere un momento.
    —Guardé silencio unos instantes y añadí—: Gracias, Bert. Ya está. —Oí un clic—. ¿Dígame?
    —Pero ¿qué pasa?
    —Nada, una tontería. ¿Qué tal va todo por ahí?
    —Hay novedades. June Haws acaba de llamarme desde la iglesia. Olvide que se lo he dicho yo, pero parece que ha estado ocultando a Bailey.
    —¿Está ahora con ella?
    —Ese es el problema. Que ya no está. Los agentes del sheriff están peinando la zona, casa por casa. Parece que fue a visitarla un agente y Bailey escapó por piernas antes de que la buena mujer supiera lo que pasaba. La señora Haws no sabe dónde está ahora. ¿Ha sabido algo de él?
    —Ni una palabra.
    —Bueno, pues quédese donde está. Si se pone en contacto con usted, procure convencerle de que se entregue. Ha corrido la noticia de que su madre ha muerto y el pueblo está que arde. Estoy preocupado por su seguridad.
    —Yo también. ¿Hay algo que pueda hacer?
    —Quedarse junto al teléfono. Es de capital importancia.
    —Imposible, Jack. Shana Timberlake ha desaparecido. He visto las llaves de su coche en las termas y me gustaría volver esta noche para echar un vistazo.
    —Que le den por culo a Shana. Esto es más importante.
    —Pues venga y quédese usted junto al teléfono. Así podrá hablar con Bailey, si llama.
    —¡Bailey no se fía de mí!
    —¿Por qué no, Jack?
    —Que me ahorquen si lo sé. Si llama y oye mi voz, pondrá pies en polvorosa, convencido de que he pinchado el teléfono. Dice June que Bailey sólo se fía de dos personas: de ella y de usted.
    —Pero si va a ser una excursión muy corta. Volveré lo antes que pueda y le llamaré para decírselo. Si veo a Bailey, le diré que se entregue. Se lo prometo.
    —Es necesario que se entregue.
    —¡Ya lo sé, caramba! —Me sentía un poco irritada cuando colgué. ¿Por qué aquel tipo se metía de pronto en mis asuntos? Ya sabía, y muy bien, el peligro que corría Bailey Fowler.

    Me volví con ánimo de abandonar la cocina. Bert estaba en el pasillo. Entró en la cocina fingiendo que acababa de llegar.

    —La señorita Ann quiere agua —murmuró.

    Embustero, dije para mí. Fisgón del carajo.

    Subí a mi habitación y me puse las bambas. Me guardé en el bolsillo de los tejanos la linterna de bolsillo, las ganzúas y la llave de la habitación. No sabía si iba a necesitar las ganzúas, pero más valía ir preparada. Titubeé a la hora de coger la ocho milímetros. Al comprar la Davis, había comprado también una sobaquera Alessi, tan ceñida que si me colocaba la funda y la pistola debajo del pecho izquierdo no se veía el menor bulto. Me quité la camisa y me ajusté la sobaquera. Me puse encima un suéter negro de cuello alto y fui a mirarme en el espejo del lavabo. No se notaba.

    Me dirigí en primer lugar a casa de Shana Timberlake para asegurarme de que no había vuelto mientras tanto. La casa seguía vacía y sin el menor indicio de que hubiera entrado nadie. Tomé una de las travesías que llegaban hasta la colina y que cruzaban la carretera al final del pueblo. El ataúd de Tap Granger y el cortejo fúnebre habían seguido seguramente aquel trayecto y no tenía ganas de encontrarme con los que estuvieran ya de vuelta. Corrí a paso ligero hacia el norte, en dirección a la 101. La carretera de dos carriles olía a eucalipto, a sol tórrido, a menta. Un saltamontes de color pardo claro me hizo compañía durante un trecho, saltando de un matorral a otro. A mi derecha discurría una zanja estrecha y de paredes rocosas, luego una alambrada de escasa altura y más allá la falda de la colina, sembrada de matorrales y pedruscos. Las dispersas encinas daban algo de sombra. El piar de los pájaros era lo único que alteraba el silencio que reinaba en el lugar.

    Oí que se acercaba un vehículo por la curva que tenía delante. Apareció un camión Ford y el conductor redujo la velocidad nada más verme. Eran Perla y su hijo Rick, el primero al volante y el segundo a su lado. Anduve al paso y me detuve al llegar a su altura. Por la ventanilla abierta sobresalía el brazo del padre, grueso como un muslo de vaca. Llevaba una camisa azul de manga corta y una corbata que se había aflojado para desabrocharse el botón del cuello.

    —Hola, Perla. ¿Qué tal? —dije. Saludé a Rick asintiendo con la cabeza.
    —No has ido al entierro —dijo Perla.
    —Apenas conocía a Tap y pensé que el entierro sería más bien para los amigos. ¿Vienen del cementerio?
    —Allí siguen todos, junto a la tumba. Rick y yo nos hemos adelantado. Vamos a preparar los billares para celebrar allí el banquete. Joleen dice que eso es lo que le habría gustado a Tap. ¿Qué haces por aquí? ¿Ponerte en forma?
    —Exacto —dije. A punto había estado de dar un respingo al oír lo del banquete. ¿Con qué pensaban honrar al difunto? ¿Con patatas fritas y cubos de cerveza? Sensibilidad no les faltaba, eso saltaba a la vista. Rick murmuró algo a su padre.
    —Ah, sí. Rick dice si has visto a Cherie.
    —¿A Cherie? No, creo que no. —Me la imaginé en un autobús, camino de Los Angeles, pero mantuve la boca cerrada.
    —Tenía que haber venido con nosotros, pero se fue al almacén y cuando nos pusimos en marcha aún no había vuelto. Si la ves, dile que estaremos en los billares. —Miró por el espejo retrovisor—. Será mejor largarse antes de que nos den un trompazo por detrás. Ven a tomarte una cerveza cuando termines de dar patadas al asfalto.
    —De acuerdo. Gracias.

    Se alejaron y reanudé la marcha a paso ligero. En cuanto se perdió de vista el camión, crucé la zanja y salté la alambrada. Fui colina arriba, buscando la protección de los árboles. Al cabo de dos minutos había alcanzado la cumbre y espiaba el hotel del balneario medio resguardada por el macizo de eucaliptos.

    Las canchas de tenis estaban vacías. Agachada como estaba, no alcanzaba a ver la piscina, pero sí a los trabajadores que había a mi derecha: tres hombres y una sierra mecánica. Encontré un escondrijo natural a la sombra de unas rocas y me senté a esperar. Sin gente, sin nada que leer y sin teléfonos que sonaran, el cansancio se fue apoderando de mí y me quedé dormida.

    El sol empezó a ponerse a eso de las cuatro. Oficialmente estábamos en invierno, lo que en California significa que las catorce horas de luz se reducen a diez. Antiguamente solía llover en febrero, pero las cosas habían cambiado mucho en los últimos tiempos. La colina estaba ahora en silencio, por lo visto se habían marchado ya los trabajadores. Salí del escondrijo, miré a todas partes para cerciorarme de que estaba sola y eché una meada entre unos matorrales, procurando no mojar las zapatillas, que eran de marca. El único inconveniente de ser mujer es que no hay más remedio que mear agachada.

    Me situé en un punto desde el que pudiera observar el hotel. De pronto apareció un coche de la policía y se detuvo en el aparcamiento: Quintana y su socio otra vez en acción. Puede que al final Elva hubiese presentado una denuncia. Habría sido el colmo. Quince minutos más tarde salían del hotel; subieron al coche y se fueron. La oscuridad se condensaba entre los árboles y se encendieron algunas luces. Por fin, a eso de las siete, empecé a desplazarme por la colina en sentido oblicuo, rumbo al cortafuegos que pasaba por el punto más elevado de la parcela. Una vez allí, giraría noventa grados y me dirigía a la parte trasera del hotel. Avanzaba entre los espesos matorrales, aplastando las crujientes ramas del suelo y utilizando al mínimo la linterna. Esperaba que los trabajadores me hubieran despejado el camino, pero por lo visto habían estado trabajando más abajo.

    Alcancé el cortafuegos, consistente en un camino de tierra apisonada y con anchura suficiente para que circulara un vehículo. Avancé hacia la izquierda, tratando de orientarme respecto del hotel. Al parecer no había ninguna luz encendida en la fachada trasera, de modo que no sabía con exactitud dónde me encontraba. Me arriesgué a encender la linterna. El haz luminoso dio en un objeto que se cruzaba en mi camino. Me detuve en seco. Delante de mí, medio oculto por las ramas que colgaban, estaba el abollado Plymouth de Shana.


    Capítulo 24


    Di la vuelta al vehículo, que cruzado allí en el sendero producía una sensación inquietante, como el esqueleto gigantesco de un animal que desafiase las leyes de la naturaleza. Los cuatro neumáticos estaban pinchados. Quienquiera que lo hubiera hecho no había querido que Shana fuera a ninguna parte. Algo me decía que estaba muerta, que había acudido a la cita con Dunne y que sin saber por qué no había regresado. Alcé la cabeza. Hacía frío entre aquellos arbustos y árboles que olían a fertilizante natural, a musgo, a azufre. La oscuridad era total, los sonidos nocturnos habían enmudecido, como si mi sola presencia hubiera sido un aviso para que las cigarras y las ranas dejaran de cantar y de croar. No quería encontrar el cadáver. No quería mirar a mi alrededor. Estaba tan convencida de que el cadáver estaba allí mismo que me dolían hasta los huesos.

    Sentí un retortijón cuando barrí con el haz luminoso de la linterna el asiento delantero del vehículo. Nada. Comprobé el de atrás. Vacío. Observé la cerradura del maletero. Las ganzúas no me iban a servir de mucho ante una cerradura como aquélla, de modo que si el maletero estaba cerrado con llave, no iba a tener más remedio que bajar hasta el hotel, forzar la entrada, coger las llaves del coche de la caja de objetos perdidos y volver a donde estaba el Plymouth. Metí la mano en el cierre, apreté la palanca y el maletero quedó abierto. Vacío. Expulsé el aire que sin darme cuenta había retenido en los pulmones. Lo dejé abierto porque no quería arriesgarme a hacer ruido si lo cerraba de golpe. «Santuario» tenía que estar por allí.

    Me esforcé en recordar el plano del balneario. Iluminé con la linterna los arbustos más próximos para ver si encontraba algún sendero. El follaje, de un verde brillante durante el día, tenía ahora la cualidad mate y gastada del papel pintado. Una escalera de peldaños de tierra apisonada, apuntalados con traviesas de vía férrea, descendía por un estrecho pasillo que había entre los arbustos.

    Bajé por allí. Una flecha de madera, cortada con tosquedad, indicaba que «Atalaya» se encontraba a mi izquierda. Dejé atrás «Refugio» y «Cúspide». «Santuario» se encontraba en cuarto lugar, según se bajaba. Recordé entonces que estaba al final de un sendero largo y tortuoso que tenía dos pequeñas ramificaciones. Las hojas que alfombraban el suelo estaban húmedas y apenas crujían, pero me di cuenta de que iba dejando un reguero de pisadas tras de mí. Cuando llegué a «Santuario», barrí el suelo con la linterna. Había tres colillas de cigarrillo medio escondidas entre las hojas. Me agaché para verlas mejor. Camel sin filtro. La marca que fumaba Shana.

    El silencio quedó roto por el gimiente alarido de una sirena procedente de la autopista. Una brisa caprichosa, húmeda como el interior de una nevera portátil, murmuró entre las ramas de los árboles. Como el aire estaba cargado de la típica hedentina que producen las fuentes termales, no había forma de distinguir ningún otro olor. Tengo fama de descubrir cadáveres con el olfato, pero allí me iba a resultar difícil superarme a mí misma.

    El baño estaba cubierto por una doble tapa aislante que tenía un asa de plástico a lo largo del borde. Titubeé durante un par de segundos y la abrí. Del interior brotó una nube azufrada y espesa que me dio en plena cara. El agua que llenaba la bañera de secoya estaba negra como la pez y tan inmóvil como el vidrio. Una capa de niebla permanecía suspendida sobre la superficie. La boca me tembló. Ni en broma iba a meter allí la mano. No tenía ni la más remota intención de hundir el brazo hasta el codo y ponerme a palpar para saber si el cadáver de Shana estaba en el fondo. Casi sentía ya en la punta de los dedos el tacto de su pelo flotante, suave y ligero. Pensé de pronto que si habían matado a Shana y luego echado el cadáver en la bañera, éste habría tenido que subir a la superficie, empujado por los gases acumulados, igual que un balón de playa. Hice una mueca de resignación. A veces se me ocurre cada truculencia.

    A la altura de la rodilla había una portezuela de madera que seguramente daba al rincón invisible donde estarían la caldera y las bombas. La abrí. Habían empotrado el cadáver metiendo primero los pies. Se desdobló por la cintura, la cabeza llena de sangre me golpeó una zapatilla y sus ojos invidentes se me quedaron mirando. Me subió un gemido por la garganta semejante a un esputo de bilis.

    —¡No se mueva!

    Di un salto y giré en redondo con una mano en el corazón al galope.

    Elva Dunne estaba ante mí con una linterna en la mano izquierda.

    —Joder, Elva, me ha dado un susto de muerte —barboté.

    Echó un vistazo a Shana, pero verla no la impresionó tanto como me había impresionado a mí, ni muchísimo menos. Con algo de retraso me di cuenta de que me apuntaba directamente al estómago con una pequeña semiautomática de seis milímetros. Los aficionados a las armas desprecian las pistolas de seis milímetros porque por lo visto están convencidos de que un arma que no es capaz de abrir un boquete como el puño en un tabique no vale para nada. Elva, por desgracia, no estaba al tanto de estas anécdotas y parecía más que dispuesta a abrirme otro ombligo justo encima del que ya tenía. Que un proyectil de seis milímetros de diámetro os perfore las tripas y veréis qué gusto da. Rebotará en el hueso como un auto de choque en miniatura y desgarrará todos los órganos que se le pongan por delante.

    —Han llamado para decir que Bailey Fowler estaba aquí arriba —dijo—. No mueva ni un músculo o disparo.

    Para tranquilizarla, levanté las manos como en las películas.

    —Bailey no está aquí. Aquí sólo estoy yo y con frío —dije. Señalé el cadáver de Shana—. No pensará que he sido yo, ¿verdad?
    —Embustera. Pues claro que ha sido usted. ¿Por qué está aquí, si no?

    Entonces oí que la sirena se acercaba aullando por la carretera que desembocaba al pie de la colina. Encima habían llamado a la poli. Allí murmurabas por teléfono el nombre de Bailey y antes de colgar tenías diez patrulleros en la puerta.

    —Oiga, baje la pistola. Le juro por Dios que vi las llaves de Shana esta tarde en la caja de objetos perdidos. Supuse que había estado aquí en algún momento y me puse a investigar.
    —¿Dónde está el arma? ¿Cómo la ha matado? ¿Con un bate de béisbol?
    —Elva, lleva muerta varios días. Seguramente la mataron el miércoles por la noche. Si acabase de matarla, la sangre sería de un rojo brillante y... bueno... saldría a borbotones, ¿me comprende? —Me revienta que la gente no capte lo elemental.

    Miró a su alrededor y se removió con nerviosismo. El doctor Dunne me había dicho que era una esquizofrénica paranoide, pero a saber qué significaba eso. Yo creía que en la actualidad a esta gente se le daba un chutazo de Thorazine y se volvía más mansa que un cordero. Elva era corpulenta, una nórdica con un buen par de jamones en vez de brazos. Y ya había tenido ocasión de comprobar sus extravagancias. Si me había atizado con una raqueta Wilson, ¿qué no me haría con una pistola en la mano? Dos agentes con linterna subían ya por el zigzagueante sendero de la colina. Las cosas se ponían feas.

    Bajé los ojos hasta sus pantalones y arqueé las cejas.

    —Vaya. A mí me daría igual, pero le está subiendo por la pierna una araña del tamaño de una albóndiga.

    Tenía que mirar. Era inevitable.

    La bamba me salió disparada hacia arriba y le arrebató el arma de la mano. Vi que la pistola subía a las alturas, daba un salto mortal y desaparecía en la noche. Me lancé sobre ella y empecé a darle de puñetazos en aquella cara de culo que tenía. Dio un grito mientras caía de espaldas y rodaba monte abajo.

    Uno de los agentes estaba ya en el sector central de la falda de la colina. Me guardé la linterna en el bolsillo y corrí como alma que se lleva el diablo. No sabía adónde me dirigía, pero quería llegar allí lo antes posible. Giré noventa grados y me dirigí al cortafuegos, donde podría correr un buen trecho sin que nada me estorbase. El Plymouth de Shana bloqueaba el sendero cubierto, así que, aun en el caso de que pudieran subir con un vehículo de la comisaría del sheriff, iban a tener problemas para pasar. Mientras corría hacía un ruido ensordecedor que seguramente orientaría a quien me estuviera buscando, pero me parecía más sensato partir de la base de que me andaban pisando los talones. Aceleré y salté un tronco que me salió al paso.

    La pista cortafuegos terminaba en una cuesta pronunciada al final de la cual se extendía una alambrada con una verja en el centro. Di un salto con pértiga, apoyé la mano en el poste de la verja, encogí la espalda y en el momento de pasar por encima de la alambrada se me enganchó el pie. Caí al suelo con un «¡Uf!», rodé de costado y volví a incorporarme ahogando un gemido. La caída me había clavado la Davis en las costillas. Mucho daño.

    Apreté a correr hacia arriba. La pendiente se convirtió en un prado desigual y jalonado de carrascas y gayubas. La luna no era llena, pero bastaba para iluminar el terreno accidentado por el que corría. Debía de estar ya a unos cuatrocientos metros de la carretera, en una zona inaccesible a los vehículos. Tenía unas ganas locas de descansar. Miré atrás. No existía el menor indicio de que me siguieran. Reduje la velocidad y busqué una hondonada entre la hierba.

    Me dejé caer en tierra, sin aliento y con la frente sudorosa apoyada en la manga del suéter. Un bicho con alas aterrizó junto a mí y se alejó tras haberme tomado por materia comestible durante un segundo. Me revienta el campo. Lo detesto. ¿Sabéis qué es la naturaleza? Palos, tierra sucia, raíces para tropezar, agujeros para perder pie y caerse, bichos que muerden, bichos que pican y primitivismos sin cuento que ningún catálogo agotaría. Y no soy la única que piensa así. Venimos construyendo ciudades desde que Noé salió del Arca única y exclusivamente para huir de tanta inmundicia. Por eso enviamos ahora cohetes a la luna y otros lugares desiertos donde nada crece y donde se puede levantar una piedra con toda tranquilidad sin que ningún bicho nos salte a la cara. Por lo que a mí respecta, cuanto antes lleguemos, mejor.

    Era hora de moverse. Me puse en pie como pude y corrí a paso ligero mientras barajaba posibilidades. No podía volver al motel, los hombres del sheriff estarían allí en diez minutos, pero me sentía perdida sin las llaves del coche y unos dólares en el bolsillo. Se me ocurrió que tal vez hubiera sido mejor quedarme con Elva hasta la llegada de los agentes y abandonarme en manos de la ley. Ahora era una fugitiva y la situación no me gustaba un pelo.

    La cara de Shana me vino de repente a la cabeza. A juzgar por su aspecto, la habían matado a palos y empotrado provisionalmente debajo del baño hasta que se presentara la oportunidad de deshacerse del cadáver. No era más que una suposición, pero puede que Elva hubiese subido a la colina aquella noche precisamente para eso. No sabía si creerme lo de la llamada telefónica. ¿Había matado ella a Shana Timberlake? ¿Había matado también a la hija diecisiete años antes? ¿Por qué había esperado tanto tiempo? ¿Y por qué a Ori Fowler? Si aceptaba que Elva era la responsable de todas las muertes, me resultaba imposible imaginar una pauta de conducta, una trama donde encajase la de Ori Fowler. ¿Y si el objeto del telefonazo había sido pillarme con las manos en la masa? Que yo supiera, sólo dos personas estaban al tanto de mi punto de destino, Jack Clemson y Bert.

    Volví a hacer un alto. El terreno se inclinaba hacia abajo y me puse a escrutar lo que había al fondo de una pendiente pronunciada. Vi la cinta grisácea de una carretera que seguía el contorno ondulado de la base de la colina. Ignoraba adónde conducía, pero si los polis eran listos llamarían a un par de coches para que patrullaran por allí con objeto de cortarme el paso. Me dispuse a bajar por la pendiente lo más aprisa que pude, corriendo unas veces, otras deslizándome de espaldas, precedida por una nube de tierra y guijarros. Mientras salvaba los últimos metros oí acercarse el aullido de las sirenas. Jadeaba de cansancio, pero no me atrevía a detenerme. Crucé la carretera a toda pastilla y llegué a la cuneta del otro lado en el momento en que el primer coche patrulla aparecía por la curva de medio kilómetro más allá.

    Me eché cuerpo a tierra y avancé reptando por entre los matojos. En cuanto me sentí segura tras unos árboles, me detuve para orientarme y me puse panza arriba. Sobre el banco de niebla que se aproximaba al fondo vi el reflejo de las farolas que flanqueaban la calzada de la calle del Océano. Floral Beach estaba a un paso. Por desgracia, entre el pueblo y yo se encontraban los protegidos terrenos de la refinería de petróleo. Observé la tela metálica de casi tres metros de altura. En lo alto habían puesto alambre espinoso. No había forma de saltarla. A lo lejos descollaban los depósitos cilíndricos y pintados con tonos pastel como si fuese una colección de tartas de cumpleaños.

    Aún estaba lo bastante cerca de la carretera para oír el chirrido que producían los neumáticos de los patrulleros al tomar posiciones en el arcén. Los faros barrían la falda de la colina. Esperaba que los muy traidores no hubieran llevado perros consigo. Era lo que me faltaba. Repté hasta el pie de la tela metálica y me sujeté a ella para incorporarme. En plena noche, me era útil como orientación y como sostén. Más rótulos de aviso. Había que llevar casco para circular por aquella zona... Mecachis, ¿dónde habría dejado yo el mío? Me faltaba el aliento, sudaba a chorros, tenía las manos llenas de arañazos y por la nariz me salía de todo. El olor salado del océano era cada vez más fuerte y por lo menos me estimulaba.

    La cerca giró de pronto a la izquierda. Ante mí tenía un camino de tierra sembrado de desperdicios, probablemente un paseo donde las parejas se magreaban. No me atrevía a encender la linterna. Aún estaba en las colinas que había por encima de Floral Beach, pero poco a poco me iba acercando al pueblo. Al cabo de unos trescientos metros vi que el camino era en realidad un callejón sin salida. Dios santo, ya sabía dónde estaba. En el terraplén que se alzaba junto al antiguo domicilio de Jean Timberlake. En cuanto llegase a la escalera de madera, bajaría hasta la puerta trasera de la casa y me escondería. A mi derecha identifiqué la casa de vidrio y madera a la que había llamado por la mañana. Había luz encendida.

    Rodeé el edificio siguiendo el seto que me llegaba hasta la cintura y que señalaba el límite de la propiedad. Al pasar ante la ventana de la cocina, vi que el individuo que estaba dentro me miraba sin pestañear. Me agaché y segundos más tarde caí en la cuenta de que el individuo en cuestión se encontraba seguramente ante el fregadero. Era evidente que el vidrio de la ventana reflejaba su imagen y ocultaba la mía. Eso esperaba al menos. Me erguí con cautela y eché un vistazo. Dwight Shales.

    Parpadeé mientras titubeaba. ¿Podía fiarme de él? ¿Dónde estaría más segura? ¿En la casa con él o escondida en el edificio vacío de abajo? Joder, a la porra con las indecisiones. Necesitaba ayuda.

    Volví sobre mis pasos, fui a la puerta principal y llamé al timbre. Vigilaba la calle mientras tanto por si aparecía de repente un coche patrulla. No tardaría en darse cuenta de que había burlado el cerco. Y dado que los terrenos de la refinería resultaban inaccesibles, la casa era el punto donde por lógica tenía yo que desembocar. Se encendió la luz del porche. Se abrió la puerta. Me volví para mirarle de frente.

    —Dios mío, Kinsey. ¿Qué le ha pasado?
    —Hola, Dwight. ¿Puedo entrar?

    Retrocedió y me abrió la puerta del todo.

    —¿Se encuentra en algún apuro?
    —Buena explicación —dije. Mientras le seguía por el vestíbulo (madera natural y arte moderno) le hice un resumen de solapa de libro, de veinticinco palabras a lo sumo. Al llegar a una puerta, bajamos un peldaño y accedimos a la sala de estar, más allá de la cual se abría el vacío: dos plantas de vidrio que daban directamente sobre el paisaje. La azotea del edificio donde había vivido Jean no se veía desde allí, pero sí las luces de Floral Beach que se prolongaban casi hasta el gran hotel de la colina, que estaba a poco menos de un kilómetro de distancia.
    —Le prepararé una copa —dijo.
    —Gracias. ¿Podría lavarme?

    Me indicó la izquierda con la cabeza.

    —Al final del pasillo.

    Di con el lavabo, abrí el grifo y me lavé las manos y la cara. Me las sequé y me miré en el espejo. Tenía un buen arañazo en la mejilla y el pelo escarchado de tierra. Encontré un peine en el botiquín y me lo pasé por las greñas. Eché una meada, me pasé el cepillo por encima, me lavé otra vez las manos y la cara y volví a la sala de estar, donde Dwight me esperaba con una copa de brandy.

    Me la bebí de golpe y me sirvió otra.

    —Gracias —dije. Noté que el licor bajaba contorneándome las entrañas. Durante unos segundos me ventilé el esófago tragando aire con la boca abierta—. ¡Uf! Está estupendo.
    —Siéntese. Parece usted cansada.
    —Lo estoy —dije. Miré con nerviosismo hacia la puerta principal—. ¿Pueden vernos desde la calle?

    A ambos lados de la puerta en cuestión había sendos paneles de vidrio esmerilado. Lo que me preocupaba era aquella sala tan al descubierto. Me sentía igual que en un escenario teatral. Cruzó la sala y echó las cortinas. De pronto la estancia me pareció más cálida y acogedora.

    Tomó asiento enfrente de mí, en una silla.

    —Cuéntemelo otra vez.

    Le repetí lo que ya le había dicho, añadiendo algunos detalles.

    —Habría sido mejor esperar a los agentes.
    —Si quiere llamarles, ahí mismo tiene el teléfono.
    —Aún no —dije—. Vaya. Esto mismo se lo he dicho a Bailey varias veces, pero ahora sé cómo debía de sentirse. Me tendrían despierta toda la noche, bombardeándome con preguntas a las que no sabría qué responder.
    —¿Qué piensa hacer entonces?
    —No lo sé. Esperar a que se me aclaren las ideas, a ver qué se me ocurre. Fíjese usted lo que son las cosas, estuve aquí esta misma mañana y llamé a la puerta, pero no había nadie. Quería saber si la gente que vivía aquí había visto alguna vez a Jean utilizar la escalera.
    —¿Qué escalera?
    —La que sube directamente desde el antiguo domicilio de los Timberlake. Llega hasta ahí. —Y señalé el suelo para indicarle dónde estaba situado el terraplén.
    —Ah, ésa. Ni me acordaba ya de que existía. Bueno, ya sabe usted cómo son los pueblos. A la gente le gusta estar cerca de la gente.
    —Ya me he dado cuenta —dije. En algún punto perdido del cerebro se me levantó una suave brisa de inquietud. Había habido algo en su forma de responder que no acababa de convencerme. Tal vez fuera su actitud, aquella naturalidad suya, demasiado estudiada para resultar verosímil. Fingir «normalidad» es mucho más difícil de lo que parece. ¿Había que buscar consecuencias en el hecho de que los Timberlake hubieran sido vecinos de Dwight Shales?— ¿Ya no se acordaba de que Jean Timberlake vivía a diez metros de usted?
    —Ni sí ni no —dijo—. Es más, creo que cuando la chica murió apenas llevaba unos meses viviendo aquí al lado. —Dejó la copa de brandy en la mesita de servicio—. ¿Tiene hambre? Con mucho gusto le prepararía cualquier cosa.

    Negué con la cabeza y le induje a volver sobre lo que me interesaba.

    —Esta misma tarde he comprobado que la puerta trasera del piso de los Timberlake da directamente a las escaleras. Cabe la posibilidad de que el paseo de ahí fuera fuese el punto donde se reunía con los chicos con los que salía a divertirse. ¿La vio alguna vez aquí arriba?

    Meditó la pregunta e hizo memoria.

    —No, creo que no. ¿Es importante el detalle?
    —Puede que sí. Si la vio alguien, puede que también viera al individuo con quien estaba liada.
    —Ahora que lo dice, recuerdo que algunas noches veía coches por aquí arriba. No sé, tal vez no cayese en la cuenta de que la esperaban a ella.

    Me encanta la gente que no sabe mentir. Es que se les nota, y encima sueltan unas cosas tan rebuscadas. Yo sí sé mentir como Dios manda, pero porque he tenido que practicar durante años. Aun así, no siempre cuela lo que me invento. Dwight Shales era un novato en estos menesteres. Le observé con fijeza mientras le daba tiempo para que reconsiderase la situación en que estaba.

    Frunció el ceño con preocupación.

    —Por cierto, ¿qué le ha pasado a la madre de Ann? Hace aproximadamente una hora me llamó la señora Emma para contarme que Bailey había cogido una medicina de su madre y le había dado el cambiazo. No podía creérmelo...
    —Perdone, pero ¿por qué no terminamos antes con el asunto de Jean Timberlake?
    —Disculpe, creí que ya habíamos acabado. ¿Sabe? Ann me preocupa. Tiene que estar sufriendo lo indecible. Bueno, continúe.
    —¿Se tiraba usted a Jean Timberlake?

    Había elegido el verbo cuidadosamente y se lo hubiera soltado a bocajarro. Emitió una risita de incredulidad, como si no hubiera debido escucharme.

    —¿Cómo dice?
    —Vamos, admítalo. Dígame la verdad desnuda. Me interesa saberlo.

    Se echó a reír abiertamente y sacudió la cabeza como para despejársela.

    —Por Dios, Kinsey. Soy el director del instituto.
    —Ya sé quién es usted, Dwight. Lo que quiero saber es lo que hacía.

    Se quedó mirándome, asombrado al parecer ante mi insistencia.

    —Esto es absurdo. La chica tenía diecisiete años.

    Guardé silencio. Le miraba con tal escepticismo que se le borró la sonrisa. Se puso de pie y se sirvió otra copa. Me enseñó la botella de brandy, preguntándome de aquel modo si quería repetir. Negué con la cabeza. Volvió a sentarse.

    —Creo que deberíamos pasar a algo más productivo. Me gustaría cooperar, pero no me interesan los juegos de salón. —Había salido a relucir el hombre práctico y realista. La tertulia se había desmandado y había que recuperar la seriedad. Ya estaba bien de fantasías tontas—. Habría tenido que estar loco para liarme con una estudiante —añadió—. Dios mío, qué ocurrencia. —Imprimió a los hombros un movimiento rotatorio. Las articulaciones le crujieron. Me daba cuenta de que quería convencerme, pero sus palabras carecían de convicción.

    Me quedé mirando la mesita de servicio y empujé unos centímetros mi copa vacía.

    —En materia de sexualidad, todos podemos cometer muchas tonterías.

    Guardó silencio.

    Le miré con atención.

    Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas. Había dejado de mirarme para observarse a sí mismo.

    —¿Dwight?
    —Creía que estaba enamorado de ella —dijo.

    Medité aquella confesión con mucho tiento. Había que andarse con pies de plomo. La ocasión la pintan calva y la suya estaba traída por los pelos.

    —Debió de ser un período muy difícil para usted. Fue por entonces cuando le diagnosticaron la esclerosis múltiple a Karen, ¿no?

    Dejó la copa encima de la mesa y me miró a los ojos.

    —Tiene usted buena memoria.

    Guardé silencio.

    Al final continuó lo que había empezado a contar.

    —Aún no nos habían dicho el resultado de la revisión general a que se había sometido, pero sospechábamos cuál era. Es asombroso cómo llegan a afectarnos estas cosas. Al principio se resintió mucho. Se volvió retraída. Pero acabó por enfocarlo con mucho más optimismo que yo. Dios mío, no podía creer que fuera verdad. Y de pronto, sin darme cuenta apenas, descubrí a Jean. Joven, voluptuosa, rodeada de escándalo.

    Hizo una pausa. Yo guardaba silencio, quería que me lo contase a su manera. Ya no le hacía falta que yo le espoleara. Se lo sabía de memoria.

    —Karen sufrió mucho durante la primera etapa, incluso pensé que iba a morirse. Pareció derrumbarse de la noche a la mañana. Creí que no llegaba ni a la primavera. En situaciones así, se piensa automáticamente en el futuro. Nos domina el instinto de conservación. Recuerdo que me dije: «Esto hay que solucionarlo, a fin de cuentas el matrimonio no lo es todo». ¿Cuántos años tendría yo? Treinta y nueve, cuarenta. Con muchos años por delante. Fantaseaba con casarme otra vez. ¿Y por qué no? Ni Karen ni yo éramos perfectos. Creo que ni siquiera estábamos compenetrados. Lo de la esclerosis lo cambió todo. Y cuando murió, la quería más que nunca.
    —¿Y Jean?
    —Ah, sí, Jean. Al principio —hizo una pausa y cabeceo — estaba como loco. Tenía que estar loco. Si nuestra relación hubiera sido de dominio público..., en fin, mi vida se habría ido a pique. Y también la de Karen... o lo que quedase de ella.
    —¿Era suyo el niño?
    —No lo sé. Puede que sí. Ojalá pudiera decirle que no, pero la verdad es que lo ignoro. Además, me enteré cuando Jean ya había muerto. No quiero ni imaginar las consecuencias que habría tenido... quiero decir si se hubiera sabido lo del embarazo.
    —Así son las relaciones extraconyugales.
    —No hable así, por favor. La expresión hace que me sienta culpable, incluso en la actualidad.
    —¿La mató usted?
    —No. Se lo juro. En aquella época cometí muchas barbaridades, pero ésa no.

    Le observé y me di cuenta de que me decía la verdad. El hombre sentado delante de mí no era un asesino. Puede que se hubiera conducido con temeridad, movido acaso por la desesperación. Puede que después del hecho se diera cuenta de lo peligroso de su situación, pero los asesinos no razonaban como lo hacía él.

    —¿Quién más sabía lo del embarazo?
    —Lo ignoro. ¿Es importante?
    —No lo sé. En el fondo, usted no está seguro de que el niño fuese suyo. Pensemos en alguien más.
    —Bailey también estaba al tanto.
    —Descartemos a Bailey. ¿Pudo haberse enterado alguien más?
    —Supongo que sí, pero ¿y qué? Recuerdo que un día llegó muy nerviosa al instituto y que fue directamente al despacho de los tutores.
    —Creía que los tutores sólo se encargaban de cuestiones académicas: preparativos para ingresar en la universidad y cosas así.
    —Había excepciones. A veces abordábamos problemas personales y sugeríamos a los alumnos que consultaran con algún especialista.
    —Si Jean hubiera pedido ayuda, ¿qué se habría hecho?
    —Habríamos hecho lo que hubiéramos podido. En San Luis hay departamentos administrativos que se encargan de estas contingencias.
    —¿Habló Jean con usted?

    Negó con la cabeza.

    —Ojalá lo hubiera hecho. Puede que hubiera encontrado una solución, no lo sé. La chica tenía sus rarezas. No era de las que abortaban porque sí. Ni habría renunciado a tener el niño ni se habría estado callada. Habría querido casarse, costara lo que costase. Le confieso... sé que suena horrible, pero tengo que decírselo... le confieso que cuando murió se me quitó un gran peso de encima. Un peso tremendo. Porque me di cuenta del riesgo que había corrido... porque comprendí lo que me había jugado. Fue como un regalo del cielo. Desde aquel mismo instante me convertí en un ciudadano modelo. Jamás volví a engañar a Karen.
    —Le creo —dije. Pero ¿por qué seguía estando inquieta? Intuía que algo trataba de abrirse paso hasta la superficie, pero no acababa de saber qué era.
    —Cuando después de su muerte supe lo que se contaba de ella, fue como despertar con un jarro de agua fría —continuó Dwight—. Yo era tan ingenuo que pensaba que nuestra relación había sido especial, pero resultó que no era así.

    Yo no hacía más que tirar de aquella intuición como si fuera el hilo de un ovillo.

    —Entonces, si no recurrió a usted, cabe pensar que pidió ayuda a otra persona.
    —Sí, claro, pero por lo que tengo entendido no tuvo mucho tiempo. Se había hecho los análisis en Lompoc y supo el resultado aquella misma tarde. A medianoche ya estaba muerta.
    —Pero ¿cuánto tiempo cree usted que se tarda en llamar por teléfono? —dije—. Jean dispuso de varias horas. Pudo haber llamado a la mitad de los hombres de Floral Beach y parte de los de San Luis. Supongamos que había otro hombre. Supongamos que la relación que tenía con usted era la tapadera de otra relación. Supongamos que había más hombres, con tanto que perder como usted.
    —Siempre cabe la posibilidad, desde luego —dijo, aunque no parecía convencido del todo.

    Sonó el teléfono con un repiqueteo estridente que rasgó el silencio que reinaba en aquella casa enorme. Se echó atrás para descolgar el aparato de la mesita que había junto al sofá.

    —¿Sí? Ah, hola. —Se le iluminó la cara como suele ocurrir cuando se reconoce al interlocutor y se me quedó mirando mientras escuchaba y emitía expresiones de asentimiento: ajá, ajá.— No, no, no. No se preocupe. Un momento. Está aquí. —Me pasó el auricular y lo cogí.— Es Ann. —dijo.
    —Hola, Ann, ¿qué ocurre?

    Estaba fuera de sí y se expresaba con frialdad.

    —Vaya, por fin. ¿Dónde mierda has estado? Hace horas que te busco.

    Fruncí el ceño mientras trataba de adivinar el motivo de aquella actitud tan antipática. ¿Qué le pasaba?

    —¿Hay algún policía contigo?
    —Yo no diría que no.
    —Pues espera a que se vaya y vuelve a llamar.
    —Un momento, rica, no corras tanto. Escucha lo que voy a decirte: ¡quiero que vengas enseguida! Han dado de alta a mi padre y no hace más que darme la lata desde entonces. ¿D ÓNDE HAS ESTADO? —aulló—. ¿Es que no te das cuenta... es que no te das CUENTA de lo que pasa? Me cago en ti ¡CONTESTA!

    Me aparté el auricular del oído. Aquella mujer era capaz de fundir los cables.

    —Ann, ya está bien. Tranquilízate. Es demasiado complicado para explicártelo en dos palabras.
    —A mí no me vengas con esas. Ni se te ocurra, ¿entiendes?, ni se te ocurra.
    —¿Que no te vaya, con qué? ¿Y por qué estás tan cabreada?
    —Lo sabes muy bien —me soltó—. ¿Qué haces ahí en esa casa? Escúchame, Kinsey, escúchame bien...

    Fui a replicarle, pero en aquel momento puso la mano en el auricular para hablar con otra persona cuya voz se escuchaba al fondo. ¿El policía? La madre que la hizo, ¿sería capaz de decirle dónde estaba?

    Colgué.

    La cara de Dwight era el vivo retrato de la confusión.

    —¿Está usted bien? ¿A qué venía tanto grito?
    —Tengo que irme a San Luis pitando —dije por si las moscas. Era mentira, claro, pero fue lo primero que se me ocurrió. Ann había dicho a la policía dónde me encontraba. Al cabo de unos minutos, el callejón sin salida estaría lleno de coches patrulla y la zona infestada de agentes de policía. Tenía que largarme y no me parecía prudente decirle a dónde me dirigía.
    —¿A San Luis? ¿A qué?

    Eché a andar hacia la puerta.

    —No se preocupe por eso. Volveré enseguida.
    —¿Necesita un coche?
    —Ya conseguiré uno.

    Cerré a mis espaldas, bajé de un salto los peldaños del porche y apreté a correr.


    Capítulo 25


    El motel Calle del Océano estaba sólo a cuatro manzanas. La policía no tardaría en llegar. Seguí por la calzada hasta que oí correr un vehículo colina arriba. Me arrojé de cabeza entre los matorrales y en aquel momento apareció un coche patrulla, lanzado como una flecha hacia el domicilio de Dwight. Sin sirena y con las luces del techo girando a toda velocidad. Detrás de él apareció otro. Pardillos. El agente del segundo vehículo no tendría más de veintidós años. Le esperaba un brillante porvenir patrullando por las calles del pueblo. Sin duda era aquélla la gran oportunidad de su vida.

    La solución de todos los problemas surge por sí sola cuando se sabe dónde hay que mirar. La conversación con Dwight me había reordenado y redistribuido el cerebro y las preguntas que me habían obsesionado hasta entonces parecían haber generado respuestas totalmente satisfactorias. Algunas, en cualquier caso. Necesitaba corroborarlas, pero por lo menos tenía ya una hipótesis de partida. Jean Timberlake había sido asesinada para proteger a Dwight Shales. Ori Fowler había muerto porque tenía que morir, porque estorbaba y había que eliminarla. ¿Y Shana? También para esta muerte tenía una explicación. Habían tendido una trampa a Bailey para que cargara con el mochuelo y Bailey había caído en ella como un imbécil. Si hubiera sido lo bastante sensato para no huir, si se hubiera estado quieto, no habría cargado con las culpas de todo lo sucedido desde entonces.

    Me dirigí al motel por la puerta trasera, a través de un solar lleno de hierbajos y vidrios rotos. Había luz en muchas ventanas. Imaginaba la conmoción causada por la presencia de los vehículos de la policía. Recelaba que tenía que haber algún agente apostado en algún sitio, probablemente vigilando mi habitación desde la calle. Llegué a la puerta trasera. La luz de la cocina estaba encendida y distinguí la sombra de una persona que se movía por aquel sector de la casa. En el poyo había un televisor portátil en blanco y negro transmitiendo un noticiario pregrabado. Vi a Quintana en la escalinata del Palacio de Justicia, masticando palabras que no oía. Sus declaraciones tenían que haberse filmado aquella tarde. En la pantalla apareció una foto de Bailey Fowler. Lo conducían esposado hacia un vehículo. Apareció la cara del presentador y acto seguido el mapa del tiempo. Tanteé la puerta de la cocina. Cerrada. Servirme de las ganzúas en aquellos momentos era demasiado arriesgado.

    Rodeé el edificio pegada a la pared, en busca de una ventana entreabierta donde no hubiera luz. Lo que encontré sin embargo fue una puerta secundaria que se encontraba en el pasillo trasero, enfrente de las escaleras. El pomo giró sin problemas y abrí la puerta con precaución. Eché una ojeada. Royce, enfundado en un albornoz raído, avanzaba hacia mí por el pasillo, con la espalda doblada y la mirada fija en sus zapatillas. Lloraba en silencio y de vez en cuando suspiraba. Sobrellevaba el dolor como un niño, moviéndose de un lado a otro. Llegó a la puerta de su cuarto, dio la vuelta y se dirigió hacia la cocina arrastrando los pies. De tarde en tarde murmuraba el nombre de Ori con la voz quebrada por la emoción. Afortunado el cónyuge que muere antes porque no tiene que ver el sufrimiento de los que se quedan. Debían de haberle dado de alta poco después de que le visitara el padre Haws. La muerte de Ori le había hecho deponer toda resistencia. Ya no le importaba acelerar su esperado encuentro con la muerte.

    La luz encendida de la sala me hacía pensar con inquietud en la posibilidad de que hubiese más gente por los alrededores. Oía hablar en voz baja a dos mujeres que estaban en el comedor. ¿Seguiría la señora Emma haciendo compañía a Ann? Royce llegaba ya a la cocina; en cuanto la alcanzara se giraría y volvería sobre sus pasos.

    Cerré la puerta tras de mí, fui a las escaleras y subí los peldaños aprisa y en silencio. Habría tenido que sumar dos y dos al ver que la llave maestra de la doncella no abría la habitación número 20. Seguramente se había precintado porque formaba parte de la vivienda de los Fowler.

    El primer piso habría estado totalmente a oscuras de no ser por una ventana del descansillo por la que entraba un suave resplandor amarillento. No acababa de orientarme. La distribución de aquella parte del edificio no era como yo había esperado. A la izquierda tenía un corto pasillo que desembocaba en una puerta. Me acerqué a ella, me detuve y escuché con atención. Silencio. Giré el tirador y la entreabrí. Sentí en la cara una ráfaga de aire fresco. Ante mí tenía el pasillo externo al que daba mi habitación. Distinguí la máquina de chucherías y las escaleras exteriores. Inmediatamente a mi izquierda estaba la habitación número 20 y junto a ella la número 22, donde había pasado mi primera noche. No vi a ningún policía de guardia por ninguna parte. ¿Y si salía al pasillo con todo el morro, abría con mi propia llave y entraba? Pero ¿y si el poli de guardia me estaba esperando dentro?

    Saqué la mano y giré por fuera el pomo de la puerta del pasillo. No se movía. Una vez que saliese por aquella puerta, no podría volver a cruzarla a menos que la calzara para que quedase abierta. Me quedé donde estaba y la fui soltando poco a poco. La puerta de mi izquierda no estaba cerrada con llave. Entré y saqué la linterna. Al igual que las demás habitaciones de la vivienda de los Fowler, era un antiguo cuarto del motel, transformado en fecha posterior para ampliar el espacio administrativo.

    Las puertas correderas que había hacia la fachada se abrían a un balcón del primer piso que daba directamente a la calle del Océano. Las cortinas estaban descorridas y pude ver un escritorio, una silla giratoria, estanterías, una lámpara de mesa. Recorrí la habitación con el haz luminoso de la linterna girando sobre mi eje. Los libros de los estantes eran novelas y textos universitarios de psicología. De Ann.

    En el escritorio había una foto en que se veía a Ori de joven. Había sido realmente guapa, con unos ojos enormes y llenos de luz. Registré los cajones. Nada interesante. Inspeccioné el recodo del ropero, que estaba lleno de ropa de verano. En el cuarto de baño no había nada. La puerta de comunicación entre aquella habitación y la número 20 estaba cerrada. Las puertas cerradas siempre son más interesantes que las otras. En esta ocasión me serví del juego de ganzúas. En las películas de la tele, las cerraduras se fuerzan con una facilidad increíble. La vida real es otra cosa; en la vida real hay que tener muchísima paciencia. Me iluminaba sujetando la linterna con los dientes, igual que un puro, mientras manejaba la ganzúa con la izquierda y el alambre con la derecha. A veces lo consigo en un par de minutos, sobre todo cuando hay luz suficiente. Abrir aquella puerta me costó una eternidad; sudaba ya a chorros a causa de la tensión acumulada cuando de pronto cedió la cerradura.

    La habitación número 20 era una reproducción exacta de la que había ocupado yo al principio. Sólo que aquélla era la habitación de Ann, la única que Maxine no tenía que arreglar. Comprendí por qué. En el suelo del armario que tenía justo enfrente había un recargador de cartuchos de perdigones marca Ponsness–Warren, con guía incorporada, matriz ajustable y dos recámaras para pólvora, llenas de sal. Me acerqué al armario, me puse en cuclillas e inspeccioné el aparato; parecía una máquina de envasar huevos adaptada para que funcionase como cafetera exprés individual, pero servía para cargar un cartucho con lo que se quisiera. Un tiro de sal, disparado de cerca, suele traspasar la piel y hundir los granos en la carne; escuece horrores, pero nada más. Tap había descubierto la ineficacia de la sal al enfrentarse a los agentes del sheriff.

    La verdad es que no me podía quejar de mi suerte. Junto al recargador había un magnetofón diminuto con una cinta puesta. Apreté el botón de rebobinado, luego apreté el play y oí una voz conocida que profería amenazas espantosas con voz gutural. Volví a rebobinar la cinta, cambié la velocidad y la escuché de nuevo. Era la voz inequívoca de Ann, anunciando lo que pensaba hacer con un hacha y una sierra mecánica. El mensaje era de un ridículo espantoso, pero Ann había tenido que pasárselo en grande al grabarlo. «Te cogeré...» La típica amenaza que proferimos en la infancia. «Te cortaré la cabeza...» Sonreí con resignación al recordar la noche en que había recibido los telefonazos amenazadores. Y pensar que me había tranquilizado al creer aquella noche que había gente despierta cerca de mí. La luz que había visto en aquel balcón me había levantado muchísimo el ánimo. Ann había estado allí toda la noche, telefoneándome desde aquella habitación, según un plan destinado a minar mis defensas psicológicas. Ya ni recordaba cuándo había sido la última vez que había podido dormir una noche entera sin interrupciones. Me tenía en pie gracias a los nervios y a la adrenalina, mientras me dejaba llevar por la dinámica superior de los acontecimientos. La noche que habían forzado mi habitación, Ann se había limitado a utilizar su llave maestra y había roto el pestillo del balcón para hacerme creer que el intruso había entrado por allí. Me puse en pie e inspeccioné el estante de arriba. En una caja de zapatos vi un sobre de ventanilla dirigido a «Erica Dahl»: contenía dividendos trimestrales y un balance de lo que había que pagar a Hacienda por un paquete de acciones de IBM. También había por lo menos un centenar de sobres parecidos, junto con una cartilla de la seguridad social, un permiso de conducir y un pasaporte: todo con la foto de Ann Fowler pegada en el sitio correspondiente. Según la gestoría Merrill Lynch, Ann había invertido en 1967 42.000 dólares en acciones de IBM. Dado el crecimiento experimentado por la compañía desde entonces, el valor de las acciones se había duplicado como mínimo. Advertí que «Erica» había pagado puntualmente los impuestos correspondientes a los intereses acumulados año tras año. Ann Fowler era demasiado lista para defraudar a Hacienda.

    Enfoqué con la linterna la sala de estar y la cocina, trazando un ángulo de ciento ochenta grados. Cuando el estrecho haz luminoso barrió la cama, me pareció ver una mancha ovalada blanca y la volví a enfocar para verla mejor. Era Ann. Sentada en la cama y mirándome. Una palidez mortal le cubría la cara y tenía los ojos tan dilatados por el odio y la crispación que se me puso la carne de gallina. Fue como si me hubieran clavado una flecha de hielo y el frío se me extendiera desde el centro mismo del cuerpo hasta las uñas. Tenía en el regazo una escopeta de dos cañones que empuñó en aquel preciso instante y con la que me apuntó al pecho. No era probable que estuviera cargada con cartuchos de sal. Y seguro que el truco de la araña no iba a dar resultado con ella.

    —¿Has encontrado ya lo que buscabas? —dijo.

    Levanté las manos para demostrarle que sabía lo que había que hacer.

    —¿Sabes, Ann? Eres fantástica. Casi lo consigues.

    Sonrió con la boca apretada.

    —Ahora que estás en «busca y captura», podemos eliminar el «casi», ¿no te parece? —dijo en tono coloquial—. Sólo tengo que apretar el gatillo y alegar allanamiento de morada.
    —¿Y después qué?
    —Dímelo tú.

    Me faltaban algunos datos para reconstruir lo sucedido con exactitud, pero conocía suficientes pormenores para formular una teoría convincente. Cuando en circunstancias como la presente nos ponemos a dialogar con el asesino es porque, a pesar de los pesares, esperamos: 1) convencerle de que desista; 2) entretenerle hasta recibir ayuda; o bien 3) disfrutar de los escasos minutos que nos quedan de esa valiosa mercancía que llamamos vida y que consiste (en un porcentaje elevadísimo) en respirar. Cosa difícil de hacer cuando los pulmones nos salen hechos picadillo por la espalda.

    —Bueno —dije con la esperanza de transformar el breve resumen en un culebrón interminable—. Supongo que cuando muera tu padre y vendas el motel, cogerás el dinero, lo sumarás a lo que te renten los cuarenta y dos mil que robaste y te perderás en el crepúsculo. Seguramente con Dwight Shales; por lo menos es lo que tú querrías.
    —¿Y por qué no?
    —Eso mismo digo yo: ¿por qué no? El plan parece de fábula. ¿Se lo has contado ya?
    —Cuando llegue el momento —dijo.
    —¿ Por qué crees que aceptará?
    —¿Y por qué no ha de aceptar? Ahora es libre. Y yo también lo seré, en cuanto papá muera.
    —¿Y crees que eso es base suficiente para establecer una relación? —pregunté con asombro.
    —¿Qué sabes tú de relaciones?
    —Qué quieres que te diga, mujer, he estado casada dos veces. Tú no puedes decir lo mismo.
    —Estás divorciada. No tienes un tío que te folle todas las noches.

    Tuve que encogerme de hombros con resignación.

    —Seguro que Jean se arrepintió de haber confiado en ti.
    —Mucho. Al final me plantó cara y todo.
    —Pero ganaste tú.
    —Qué remedio. No iba a dejar que destrozara la vida de Dwight.
    —En el caso de que fuera suyo —dije.
    —¿El niño? Pues claro que era suyo.
    —Oh, estupendo. Todo arreglado. Estabas en tu derecho. Me has convencido totalmente —dije—. ¿Sabe Dwight lo mucho que has hecho por él?
    —Será nuestro secretito, Kinsey. Tuyo y mío.
    —¿Cómo sabías dónde estaría Shana el miércoles por la noche?
    —Muy sencillo. La seguí.
    —Pero ¿por qué la mataste?
    —Por el mismo motivo por el que voy a matarte a ti. Por tirarse a Dwight.
    —Shana iba a encontrarse con Joe Dunne —dije—. Ni ella ni yo nos hemos tirado a Dwight.
    —¡Embustera!
    —Te digo la verdad. Es un hombre muy simpático, pero no es mi tipo. El mismo me dijo que Shana y él eran amigos nada más. Una relación estrictamente platónica. ¡No se fueron a la cama ni una sola vez!
    —Mentirosa. ¿Crees que no sé cómo se hace? Llegas al pueblo meneando el culo, empiezas a abordarle, te paseas en su coche, te lo llevas a cenar en la intimidad...
    —Aquella noche estábamos hablando. Nada más.
    —Nadie va a interponerse en mi camino. Y menos después de todo lo que he pasado. He trabajado y esperado mucho. He sacrificado toda mi juventud y ahora que estoy a punto de conquistar la libertad no vas a estropearme los planes.
    —Ann, Ann, escucha... no es momento para decirlo, pero creo que estás como una auténtica cabra. No te ofendas, pero vives en un mundo imaginario, estás loca de remate. —La cuestión era decir lo que fuese mientras me concentraba en la pistola. Aún tenía la pequeña Davis empotrada bajo la teta izquierda. Me explicaré: lo que yo quería era empuñarla y abrirle un agujero entre los ojos; o en cualquier sitio que le provocara la muerte. Claro que mientras metía la mano debajo del suéter, sacaba la pistola, apuntaba y disparaba, su escopeta tenía tiempo de sobra para volarme los sesos. ¿Qué podía hacer para empuñar la pistola? ¿Fingir que me daba un ataque al corazón? Además, había pocas probabilidades de que fallara el tiro. Los ojos se me habían acostumbrado ya a la oscuridad y dado que la veía a la perfección, tenía que deducir que ella me veía a mí igual de bien.
    —¿Te importa si apago la linterna? —dije—. No me gustaría que se gastasen las pilas. —El haz luminoso apuntaba al techo y se me estaban cansando los brazos. Los suyos seguramente también. Una escopeta como aquella tenía que pesar más de tres kilos: costaba sujetarla con firmeza por mucho que se hubiera practicado levantando pesas.
    —No muevas ni un músculo o disparo.
    —Ey, justo lo que me dijo Elva.

    Se inclinó para encender la lámpara de la mesita de noche. Tenía peor aspecto a plena luz. Además, tenía facciones de persona mezquina. Con aquella barbilla que no se atrevía a serlo, parecía una rata. La escopeta era del doce y Ann sabía cuál era el extremo que hacía daño.

    De pronto oí un ligerísimo roce en el pasillo. Royce. ¿Desde cuándo estaba en la primera planta?

    —¿Ann? ¡Annie! He encontrado unas fotos de tu madre, creo que te gustaría verlas. ¿Puedo entrar?

    Los ojos de Ann se desviaron hacia la puerta.

    —Bajaré dentro de un ratito, papá. Las miraremos juntos.

    Demasiado tarde. El viejo había empujado la puerta y asomado la cabeza. Llevaba en brazos un álbum de fotografías y la inocencia más pura pintada en las facciones. Sus ojos parecían muy azules. Le raleaban las pestañas, todavía húmedas a causa del llanto, y tenía la nariz enrojecida. Le habían desaparecido totalmente el mal humor, la arrogancia, la prepotencia. La enfermedad le había vuelto frágil y la muerte de Ori lo había abatido, pero volví a tener esperanza.

    —La señora Maude y la señora Emma te están buscando para despedirse.
    —Estoy ocupada. Despídelas tú.

    Royce me vio en aquel momento. Seguramente se preguntó qué hacía con las manos levantadas. Sus ojos se fijaron en la escopeta que Ann sostenía a la altura del hombro. Por un instante pensé que iba a dar media vuelta para seguir arrastrando los pies por el pasillo. Titubeó sin saber qué hacer.

    —Hola, Royce —dije—. ¿No adivina quién mató a Jean Timberlake?

    Me lanzó una mirada intensa y desvió los ojos.

    —Bueno...

    Volvió a posar los ojos en Ann como si esperase que ésta lo negara. Ann se levantó y se situó detrás de él, junto a la puerta.

    —Ve abajo, papá. Ahora tengo cosas que hacer. Luego me reuniré contigo.

    Parecía perplejo.

    —No irás a matarla, ¿verdad?
    —Claro que no, papá —dijo Ann.
    —¡Quiere volarme la cabeza de un tiro! —dije.

    El viejo volvió a mirar a su hija, en espera de una explicación.

    —¿Qué cree que hace con una escopeta en la mano? Tiene intención de matarme y alegar después allanamiento de morada. Me lo ha dicho ella misma.
    —La he sorprendido registrando mi armario, papá. La policía la busca. Está compinchada con Bailey y quiere ayudarle a huir.
    —No digas bobadas. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
    —¿Bailey? —dijo Royce. Por primera vez en toda la noche vi un destello de entendimiento en sus ojos.
    —Royce, tengo pruebas de que es inocente. Es Ann quien mató a Jean...
    —¡Mentirosa! —exclamó Ann, interrumpiéndome—. Los dos os habéis confabulado para quitarle a mi padre todo lo que tiene.

    Yo alucinaba. Ann y yo acusándonos como crías, tratando de convencer al viejo de que las dos teníamos razón. «Fuiste tú.» «No, fuiste tú.» «Mentirosa.» «Tú el doble.» Royce se llevó un dedo tembloroso a los labios.

    —Si Kinsey tiene pruebas, será cuestión de verlas —dijo casi hablando para sí—. ¿No te parece, Ann? Si puede demostrar que Bailey es inocente...

    Nada más oír aquel nombre, noté que la rabia entraba en ebullición entre aquellas cuatro paredes. Me preocupaba la posibilidad de que Ann disparase primero y discutiera con su padre después. Creo que al viejo le pasó lo mismo por la cabeza. Adelantó la mano para coger la escopeta.

    —Baja el arma, pequeña.

    Ann retrocedió de un salto.

    —¡NO ME TOQUES!

    Tenía tanto miedo de que el viejo cediera que el corazón me latía a cien por hora.

    —No puedes hacerlo, Ann, no puedes.
    —Vamos. Sal de aquí.
    —Quiero que Kinsey diga lo que tenga que decirme.
    —¡Lárgate de una vez, haz lo que te digo!

    Los dedos de Royce se cerraron alrededor del cañón.

    —Dámela antes de que hagas daño a nadie.
    —¡No! —exclamó Ann, tirando de la escopeta.

    Royce dio un paso al frente y volvió a hacerse con el cañón. Los dos empezaron a forcejear por la posesión del arma. Yo estaba petrificada, con los ojos fijos en aquel ocho enorme y negro que formaban los dos cañones y que unas veces me apuntaba a mí, otras al suelo, otras al techo y las restantes a ningún sitio. Royce era el más fuerte en teoría, pero la enfermedad le había debilitado, y Ann, fortalecida por la rabia, llevaba las de ganar. Royce se había hecho con la culata y tiró de ella.

    De uno de los cañones brotó una ráfaga de fuego y la explosión llenó el cuarto de olor a pólvora. Ann dio un grito y la escopeta cayó al suelo.

    Ann miraba al suelo con los ojos dilatados por la sorpresa. Le había desaparecido casi todo el pie derecho. Lo único que le quedaba era un muñón sanguinolento de carne deshilachada. Noté una ola de calor que me subía por todo el cuerpo como si el escopetazo lo hubiera recibido yo. Me volví, llena de asco.

    La sangre le manaba sin parar y tenía que dolerle lo indecible. El poco color que le quedaba le desapareció de las mejillas. Se dejó caer en el suelo, incapaz de hablar, balanceándose mientras se cogía el pie herido. Sus gritos se hicieron menos agudos y adquirieron un timbre monótono.

    Royce se apartó de ella con voz temblorosa a causa del arrepentimiento.

    —Perdona. No era ésa mi intención. Yo sólo quería...

    La gente subía ya al galope por la escalera: Bert, la señora Maud y un policía joven al que no había visto en mi vida. Otro pardillo. La cara que pondría cuando viera lo que había pasado.

    —¡Llamen a una ambulancia! —exclamé. Cogí la funda de una almohada y la apreté contra el pie mutilado para que se coagulase la sangre que chorreaba por todas partes. El policía empuñó el walkie–talkie con mano temblorosa mientras la señora Maude se retorcía las manos y balbucía nadie sabe qué. La señora Emma había entrado en la estancia detrás de ella y se puso a chillar nada más ver lo ocurrido. Maxine y Bert estaban pálidos como la cera y se abrazaban. Con algo de retraso, el policía los echó a todos de la habitación y volvió a cerrar la puerta. Seguí oyendo los gritos agudos de la señora Emma a través de la pared.

    Ann estaba ya echada de espaldas con un brazo sobre la cara. Royce le había cogido la mano derecha y se balanceaba hacia atrás y adelante. Ann lloraba como una niña de cinco años.

    —Nunca me hicisteis caso..., nunca me hicisteis caso...

    Me acordé de mi padre. Yo tenía cinco años cuando me dejó, cuando desapareció para siempre. Me vino una imagen a la cabeza, un recuerdo reprimido durante años. Me encontraba en el coche, segundos después del accidente, atrapada en el asiento trasero, totalmente inmovilizada, oyendo los interminables gemidos de mi madre; había estirado la mano por encima del borde del asiento delantero y allí encontré la mano de mi padre, fláccida, inerte, inmóvil. Crucé los dedos con los suyos, sin comprender que estaba muerto, pensando que todo volvería a la normalidad mientras estuviera con él. No recuerdo el momento en que comprendí que mi padre se había marchado para no volver jamás. Tampoco sé cuándo acabó Ann por comprender que Royce no iba a ser nunca lo que ella había esperado. ¿Y Jean Timberlake? Ninguna de nosotras había salido indemne de las heridas que nuestro padre nos había abierto hacía muchos años. ¿Nos quería de verdad? Imposible saberlo. Había desaparecido y ya no volvería a tener la obsesionante perfección que había tenido para nosotras en cierta época. Si amor es lo que nos hace sufrir, ¿quién puede curarse?

    El caso contra Bailey Fowler acabó sobreseído. Se entregó él mismo cuando se enteró de que habían detenido a su hermana. Ésta tuvo que cargar con dos acusaciones de homicidio en primer grado por haber dado muerte a Ori Fowler y a Shana Timberlake. Dudo que el fiscal del distrito consiga alguna vez reunir pruebas suficientes para acusarla de la muerte de Jean Timberlake.

    Desde entonces han pasado dos semanas. Otra vez estoy en mi despacho de Santa Teresa, donde acabo de preparar la minuta. Entre las horas invertidas, el kilometraje y las comidas, la factura a nombre de Royce Fowler asciende a un total de 1.832 dólares, cantidad que hay que restar a los 2.000 que me dio como anticipo. He hablado con él por teléfono y me ha dicho que me quede con la vuelta. Sigue aferrándose a la vida con más tenacidad que un árbol y Bailey por lo menos le hará compañía durante las pocas semanas de vida que le quedan.

    Me he dado cuenta de que últimamente miro a Henry Pitts con otros ojos. Puede que nunca más vuelva a conocer a nadie tan parecido a un padre. Pero en vez de tratarle con recelo, creo que, pase lo que pase, voy a disfrutar con él el tiempo que hayamos de estar juntos. No tiene más que ochenta y dos años y Dios sabe que mi vida está más rodeada de peligros que la suya.


    Atentamente,
    Kinsey Millhone

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