Publicado en
octubre 26, 2018
El alfabeto del crimen
La ayuda que en esta ocasión le pide un tal Alvin Limardo a la investigadora privada Kinsey Millhone es más bien rutinaria: localizar a un joven que le ha hecho un favor y a quien adeuda un talón de U$S 25.000. Demasiado tarde se enterará Kinsey Millhone de que su verdadero nombre es John Dagget y de que además de mentiroso, alcohólico y ex convicto, es también un fiambre más en la morgue del distrito. Los polis dicen que murió ahogado pero Millhone se niega a creerlo. Metida en la basura que es la vida de ese muerto, pronto descubre que tenía muchos enemigos con razones todos para acabar con él: la hija y la esposa, marcadas por la convivencia con un borracho, una mujer que creía ser esposa legítima y para colmo, detrás de los U$S 25.000, una banda de narcotraficantes. Pero ante todo están las familias de las cinco personas que John Dagget atropelló un día salvajemente en pleno estado etílico...
A mi hermana Ann y mis recuerdos de Maple Hill.
La autora desea agradecer la valiosa ayuda que le han prestado las siguientes personas: Steven Humphrey, Florence Clark, Joyce Mackewich, Steve Stafford, Bob Ericson, Ann Hunnicutt; Charles y Mary Pope, de la Rescue Mission; Michael Thompson, del Probation Department de Santa Barbara; Michelle Bores y Bob Brandenburg, de la Harbor Master's Office de Santa Barbara; Mary Louise Days, del Building Department de Santa Barbara, y Gerald Dow, criminólogo, de la Comisaría de Policía de Santa Barbara.
Capítulo 1
Descubrí después que se llamaba John Daggett, pero no fue éste el nombre con que se me presentó en el despacho. Ya me di cuenta entonces de que ocurría algo anormal, aunque no sabía de qué se trataba. El trabajo para el que me contrató parecía bastante sencillo, pero el muy sinvergüenza quiso jugármela a la hora de pagar la minuta. Estas cosas no pueden tolerarse cuando una trabaja por libre. Corre el rumor y antes de que te des cuenta todo el mundo cree que puede tomarte por el pito del sereno. Me puse a buscarlo, para que me pagara, y sin comérmelo ni bebérmelo me vi metida en un lío del que aún no me he recuperado del todo.
Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, con licencia expedida por las autoridades del estado de California, y tengo un pequeño despacho en Santa Teresa, donde he vivido desde que nací hace treinta y dos años. Soy mujer, me gano la vida yo sola, me he casado y divorciado dos veces y en la actualidad estoy soltera. Admito que a veces pierdo la paciencia y los estribos, pero en términos generales soy tolerante y abierta, aunque tengo una necesidad (tal vez) desmesurada de independencia. Poseo también una tenacidad que hace muy factible que una mujer con bachillerato, que obtuvo el certificado de la academia de policía y que por naturaleza es incapaz de trabajar para otro, se dedique a la profesión de detective privada. Pago los recibos puntualmente, respeto casi todas las leyes y creo que los demás deberían hacer lo mismo, aunque sólo fuera por educación. Soy una puritana en lo que se refiere a la Justicia, aunque las mentiras se me escapan con cualquier pretexto. Y es que la falta de lógica no me ha quitado el sueño jamás.
Estábamos a fines de octubre, era la víspera de Halloween y el tiempo imitaba los otoños típicos del Medio Oeste: el cielo estaba despejado, hacía sol, hacía fresco. Cuando conducía por la ciudad podía jurar que olía a madera quemada, y hasta esperaba ver amarillentas y resecas las hojas de los árboles. Pero sólo veía las palmeras de siempre, las mismas zonas verdes, omnipresentes e inmutables. Los incendios estivales estaban bajo control y las lluvias no habían comenzado aún. Era una estación californiana típica, una temporada típicamente extemporánea, idéntica al otoño, y yo reaccionaba experimentando un júbilo desmedido; incluso me pasó por la cabeza la posibilidad de subir aquella misma tarde al campo de tiro de la montaña, para divertirme un rato.
Había ido a la oficina aquel sábado por la mañana para poner en orden la contabilidad, ya que quería pagar unos recibos y hacer mis balances mensuales. Había sacado ya la calculadora, tenía un recibo de pago en el carro de la máquina de escribir, y cuatro facturas ya terminadas, puestas en sobre y franqueadas, a mi izquierda. Estaba tan abstraída que no me di cuenta de que había un hombre en la puerta hasta que carraspeó. Di uno de esos respingos que suelen darse cuando se abre el periódico vespertino y sale corriendo una araña. Al parecer le hizo gracia, pero yo tuve que palmearme el pecho para que el ritmo cardíaco recuperase la normalidad.
—Soy Alvin Limardo —dijo—. Siento haberla sobresaltado.
—No es nada, no se preocupe —dije—, lo que pasa es que no me he dado cuenta de que estaba usted ahí. ¿Me busca a mí?
—Sí, si es usted Kinsey Millhone.
Me incorporé, nos dimos la mano y le ofrecí que tomara asiento. Al principio me dio la sensación de que se trataba de un vagabundo o un mendigo, pero al mirarle con más detenimiento no encontré nada en particular que apoyara tal suposición.
Tendría cincuenta y tantos años, y estaba demasiado demacrado para gozar de buena salud. Era chupado de cara, de mentón pronunciado. Tenía el pelo gris ceniza, muy corto, y olía a colonia de limón. Tenía los ojos de color avellana, la mirada perdida. Vestía un traje de un verde chocante. Sus manos eran grandes, de dedos largos y huesudos y nudillos anchos. Los cinco centímetros de muñeca desnuda que le sobresalían directamente de las mangas de la chaqueta, sin pasar por la camisa, indicaban pobreza y abandono, pero la ropa que llevaba parecía nueva. Tenía en las manos un pedazo de papel que había doblado dos veces y con el que, bastante embarazado, no paraba de juguetear.
—Usted dirá —dije.
—Quisiera que entregara usted esto. —Alisó el papel y lo puso sobre la mesa. Se trataba de un cheque por veinticinco mil dólares, extendido a nombre de un tal Tony Gahan, con fecha de 29 de octubre y contra un banco de Los Ángeles. Traté de ocultar mi sorpresa. No parecía hombre al que le sobrara el dinero. Puede que el tal Gahan le hubiera prestado aquella cantidad y mi visitante quisiera devolvérsela.
—¿Le importaría ser más explícito?
—Este hombre me hizo un favor. Y quiero agradecérselo. Eso es todo.
—Tuvo que ser un gran favor —dije—. ¿Le molesta si le pregunto qué hizo?
—Yo atravesaba una racha de mala suerte y fue generoso conmigo.
—¿Y para qué me necesita usted?
Esbozó una ligera sonrisa.
—Un abogado me cobraría ciento veinte dólares la hora por cumplir el encargo. Pensé que las tarifas de usted serían más reducidas.
—O sea que se trata de hacer de mensajero —dije—. Le saldrá más barato si lo entrega usted personalmente. —Iba contra mis intereses decirle una cosa así, pero no acababa de entender por qué le hacía falta una detective privada.
Carraspeó.
—Ya lo he intentado, pero es que no sé la dirección actual del señor Gahan. Antes vivía en Stanley Place, pero se ha mudado. Fui esta misma mañana y la casa estaba vacía. Me dio la impresión de que está desocupada desde hace algún tiempo. Quiero que alguien lo localice y le entregue el dinero. Si usted cree que puede hacerlo, le pagaré por anticipado.
—Bueno, todo depende de lo escurridizo que sea el señor Gahan. Puede que la oficina del crédito bancario tenga su dirección actual, o si no, la Di rección de Tráfico. Por teléfono pueden hacerse muchas averiguaciones, aunque siempre se tarda en obtener resultados. A treinta dólares la hora, no creo que mis honorarios asciendan a mucho.
Sacó un talonario y se puso a rellenar un cheque.
—¿Doscientos dólares?
—Mejor cuatrocientos. Si la minuta es inferior, le devolveré lo que sobre —dije—. Mientras tanto, como tengo una licencia que defender, creo que será mejor que se sincere usted conmigo. Me gustaría que me contara qué ocurre.
Por aquí fue por donde me pilló, porque lo que me contó era tan insólito que acabó convenciéndome. Aunque soy una embustera nata, no se me ocurrió que pudiera haber tantas mentiras mezcladas con la verdad.
—Tuve problemas con la ley hace tiempo y pasé unos meses en prisión. Tony Gahan me prestó ayuda poco antes de que me detuvieran. Ignoraba mi situación por completo, o sea que no fue cómplice de nada, como tampoco lo habría sido usted. En fin, me siento en deuda con él.
—Pero, ¿por qué no se ocupa usted personalmente del asunto?
Titubeó como si se sintiera cohibido.
—En cierto modo es como en esa novela de Charles Di ckens," Grandes esperanzas". A lo mejor no le hace ninguna gracia que un delincuente se convierta en benefactor suyo. La gente se forma opiniones muy raras sobre los ex presidiarios.
—¿Y si no acepta el donativo anónimo?
—En tal caso, devuelve usted el cheque y se queda con lo que le corresponda en concepto de honorarios.
Me removí en la silla con inquietud. Aquí hay algo que no acaba de encajar, me dije.
—Si estaba usted en prisión, adónde consiguió el dinero?
—En Santa Anita. Aún estoy en libertad condicional y sé que no debería apostar en las carreras, pero me cuesta mucho resistirme. Por eso prefiero darle a usted el dinero. Soy un jugador nato. No puedo tener tanto dinero encima, de lo contrario me lo jodo inmediatamente, y perdone la vulgaridad. —Cerró la boca y se quedó mirándome, en espera de más preguntas. Saltaba a la vista que no tenía intención de decir más que lo justo para calmar mis recelos, pero su flema me parecía asombrosa. Más tarde, como suele suceder, comprendí que su pachorra no tenía más objeto que dorarme la píldora para que me la tragase sin rechistar. Puede que incluso le divirtiera aquel juego. Mentir es entretenido. Yo podría mentir las veinticuatro horas del día.
—Qué delito cometió usted? —pregunté.
Bajó la mirada y al responder se dirigió a sus manos enormes, encogidas en su vientre.
—No creo que eso tenga importancia. Este dinero es limpio y lo gané honradamente. No hay nada ilegal en la operación que le propongo, si es eso lo que la preocupa.
Pues claro que me preocupaba, como también la posibilidad de que me estuviera poniendo pesada. A simple vista no había nada malo en su petición. Le di vueltas cautelosas en la cabeza, al tiempo que me preguntaba qué habría hecho Tony Gahan por Limardo para merecer aquella cantidad.
Pensé que no era asunto mío mientras la operación no supusiera la infracción de ninguna ley. La intuición me decía que no debía aceptar, pero daba la casualidad de que al día siguiente tenía que pagar el alquiler de mi casa. Tenía dinero en el banco, pero aquel anticipo llovido del cielo se me antojaba cosa de la Providencia. En cualquier caso, no veía ningún motivo racional para negarme.
—De acuerdo —dije.
Complacido, asintió con la cabeza una sola vez.
—Estupendo.
Le observé mientras estampaba la firma en el cheque. Arrancó el talón de la matriz, me lo alargó y se guardó el talonario en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Mi dirección y teléfono figuran aquí, por si tiene necesidad de comunicarse conmigo.
Cogí del cajón de la mesa un contrato en blanco y lo llené en unos minutos. Lo firmó y tomé nota del último domicilio conocido de Tony Gahan; una casa en Colgate, un municipio al norte mismo de Santa Teresa. Empezaba a arrepentirme de haber aceptado el trabajo, a sentir no sé qué aprensión. Pero me había comprometido, el contrato se había firmado y me dije que haría el servicio lo mejor que pudiera. Tampoco me iba a costar tanto.
Se puso en pie, hice lo mismo y lo acompañé hasta la puerta. Me di cuenta entonces de que era muy alto: más de uno noventa, cuando yo no paso de uno sesenta y siete. Se detuvo con la mano en el tirador de la puerta y bajó los ojos para mirarme con la distancia de siempre.
—Hay otro detalle acerca de Tony Gahan que a lo mejor le conviene conocer.
—¿Qué es?
—Tiene quince años.
Me quedé inmóvil y le vi alejarse por el pasillo. Habría tenido que llamarle, caramba. Habría tenido que saber en aquel punto y hora que no iba a salir bien. Pero me limité a cerrar la puerta y a volver al escritorio. Movida por un impulso, abrí la puerta–ventana y me asomé. Escruté la calle pero no vi el menor rastro del hombre. Cabeceé insatisfecha.
Guardé el cheque en el archivador. El lunes, cuando abriesen el banco, lo metería en mi caja de seguridad hasta que localizase a Tony Gahan y estuviera en situación de entregárselo. ¿Quince años?
Cerré el despacho a mediodía y bajé por las escaleras de atrás para salir al parking y coger el coche, un Volkswagen Cucaracha, en decadencia ya y con más herrumbre que pintura. No es el vehículo más indicado para una persecución, pero tampoco es tan emocionante lo que suele hacer una para ganarse la vida como detective privada. A veces me veo obligada a entregar citaciones judiciales, lo que no es moco de pavo en según qué circunstancias, pero la mayor parte del tiempo me la paso comprobando antecedentes laborales, siguiendo pistas zigzagueantes y ultimando detalles secundarios para un par de abogados de la ciudad. Mi despacho pertenece a la compañía de seguros La Fidelidad de California, para la que trabajé antaño. La sede de la compañía está al lado mismo, y aún hago esporádicamente investigaciones para la casa a cambio de una modesta oficina de dos piezas (vestíbulo y despacho), con puerta propia y un balcón que da a State Street.
Eché el correo en el buzón más próximo y luego pasé por el banco para ingresar en mi cuenta corriente los cuatrocientos dólares de Alvin Limardo.
Cuatro días laborales después, es decir, el jueves, me devolvieron el cheque por correo. Según el banco, Alvin Limardo había cancelado su cuenta. Para que no hubiera dudas, me devolvían el cheque sellado con ese cuño de tinta morada y aspecto poco recomendable que pone de manifiesto la insatisfacción de la entidad bancaria.
Y la mía.
Habían cargado en mi cuenta los cuatrocientos dólares y encima me habían cobrado tres dólares más, por lo visto para recordarme que en el futuro no debía tratar con insolventes. Cogí el teléfono y marqué el número de Alvin Limardo en Los Angeles. Desconectado. Había tenido perspicacia suficiente para no preocuparme por buscar a Tony Gahan hasta que el cheque se hiciera efectivo, de modo que no tenía que lamentar ninguna pérdida de tiempo, puesto que aún no había hecho nada. Pero ¿quién me devolvía el importe del cheque? ¿Y qué hacía mientras tanto con los veinticinco mil dólares? El cheque nominativo se encontraba ya en mi caja de seguridad, pero a mí no me servía para nada y no quería hacer la entrega hasta que no supiera que iban a pagarme por ello. En teoría, habría podido enviarle una nota a Limardo, pero podía suceder que me la devolvieran rebotada con el mismo salero que su elástico cheque, ¿y qué haría yo en tal caso? Chuparme el dedo. Tendría que ir personalmente a Los Angeles. Es algo que he aprendido en lo que se refiere a cobrar: cuanto antes te movilices, más posibilidades hay.
Consulté su dirección en mi Callejero Thomas de Los Angeles. El barrio en que se encontraba no tenía buen aspecto, ni siquiera en el plano. Miré el reloj. Eran las diez y cuarto. Tardaría noventa minutos en llegar a Los Angeles y quizás una hora en localizar a Limardo, cantarle las cuarenta, conseguir otro cheque y tomar un bocado. Como tardaría otros noventa minutos en volver, estaría otra vez en la oficina entre las tres y media y las cuatro. En fin, habría podido ser peor. Era aburrido, pero necesario, así que decidí dejarme de contemplaciones y coger el toro por los cuernos.
Hacia las diez y media ya había llenado el depósito y me ponía en camino.
Capítulo 2
Dejé la Autopista de Ventura en Sherman Oaks y tomé la de San Di ego, en dirección sur, hasta Venice Boulevard, donde la abandoné girando a la derecha al final de la rampa de salida. Si los cálculos no me fallaban, la dirección que me interesaba estaba cerca de allí. Di la vuelta para seguir por Sawtelle, la avenida que discurre en sentido paralelo a la autopista.
Al encontrarme ante el edificio que buscaba recordé que lo había visto por detrás al pasar por la autopista. Lo habían pintado de color verde menta y cruzaba la fachada una pancarta de color naranja subido que decía: PISOS EN ALQUILER. Estaba separado de la autopista por una acequia de paredes de cemento y por un muro de piedra artificial y tres metros de altura, lleno de pintadas contra el tráfico. Al pie del muro crecían los matojos, y de los pocos arbustos decentes que sobrevivían a pesar de la contaminación colgaba la mierda igual que los adornos de un árbol navideño. Me había fijado en el edificio porque era típico de L.A.: soso, de construcción barata y hecho un asco. Había algo plebeyo y ruin en la parte trasera, pero la fachada principal resultó aún peor.
La calle estaba formada en su mayor parte por típicos bungalows californianos, es decir, chalecitos de madera y yeso, con dos dormitorios, un jardincito sucio y desordenado y ni un solo árbol. Casi todos habían sido pintados con tonos pastel, con un turquesa y un malva rarísimos que probablemente se habían comprado en unas rebajas y que no habían conseguido tapar del todo la pintura de debajo. Vi un sitio para aparcar en la acera de enfrente, cerré el coche con llave y me dirigí al complejo de viviendas.
El edificio empezaba a desmoronarse. El estuco tenía un aspecto harinoso y reseco, y los marcos metálicos de las ventanas estaban doblados y llenos de abolladuras. La verja de la entrada, de hierro forjado, se había salido de las jambas de piedra, dejando unos agujeros tan grandes que se podía meter el puño por ellos. En la planta baja había dos viviendas condenadas con tablas. La administración, previsoramente, había surtido al vecindario de una serie de cubos de basura, pero por lo visto no pagaba al Ayuntamiento el impuesto correspondiente. Un perrazo amarillo escarbaba en aquel estercolero con muestras de entusiasmo, aunque a cambio de sus esfuerzos sólo pudo obtener un trozo de pizza. Se alejó al trote con el pedazo de pasta seca entre las fauces, como si fuera un hueso.
Entré en el zaguán. Casi todos los buzones habían sido arrancados y el correo se amontonaba en el suelo del vestíbulo igual que la hojarasca. Según la dirección que figuraba en el cheque, Limardo vivía en el apartamento 26, que supuse estaría en el primer piso. Al parecer había cuarenta viviendas, aunque sólo constaba el nombre de unos cuantos vecinos. Me pareció raro y curioso. Los carteros de Santa Teresa no dejan el correo si no hay un buzón en buen estado y con un nombre totalmente legible. Me imaginé al cartero de aquel barrio, vaciando la cartera como si fuera la cesta de la ropa sucia y echando a correr para que los inquilinos no se le echaran encima como un enjambre de avispas.
Las viviendas estaban dispuestas en gradas, alrededor de un "jardín" de grava sin apisonar, losas de color rosado y esas juncias que llaman cebolletas. Subí los peldaños de hormigón resquebrajado.
En el descansillo del primer piso vi a un negro sentado en una silla plegable de metal, esculpiendo con un cuchillo una pastilla de jabón Ivory. Se había puesto en los muslos un periódico abierto para recoger las virutas. Era gordo e informe, tendría unos cincuenta años y el pelo, rizado y muy corto, le blanqueaba alrededor de las orejas. Tenía los ojos de color castaño turbio, y un párpado se estiraba en sentido oblicuo a causa de la palpitante cremallera de puntos de sutura que le bajaba por la mejilla.
Me miró y volvió a posar los ojos en la escultura que adquiría forma entre sus manos.
—Usted debe buscar a Alvin Limardo —dijo.
—Es verdad —dije, sorprendida—. ¿Cómo lo adivinó?
Me sonrió, enseñándome una dentadura perfecta y tan nívea como el jabón que tallaba. Alzó la cara y pareció hacerme un guiño con el ojo lesionado.
—Usted no vive aquí, criatura. Conozco a todos los que viven aquí. Y por la cara que pone, usted no busca casa. Si supiera adónde va, iría derecha al sitio. Pero no hace más que mirar a su alrededor, como si alguien fuera a echársele encima, yo incluido. —Hizo una pausa para observarme—. Yo diría que es usted asistenta social, funcionaria de prisiones o algo parecido. Puede que de la beneficencia.
—Caliente, caliente —dije—. Pero ¿por qué Limardo? ¿Por qué cree que le busco a él?
Volvió a sonreír y esta vez me enseñó las encías sonrosadas.
—Aquí todos se llaman Alvin Limardo. Es una broma nuestra. Un nombre inventado y que damos cuando queremos engañar a la gente. Yo lo utilicé la semana pasada en la cola de los cupones de la Seguridad Social. A nombre de Limardo nos dan vales, cupones, pases, ayudas, subsidios. La semana pasada vino no sé quién con una orden de búsqueda. Le dije que Alvin Limardo se había ido, que aquí ya no vivía nadie con ese nombre. El Alvin Limardo que usted busca… ¿es blanco o negro?
—Blanco —le dije, y a continuación le describí al hombre que se había presentado el sábado en mi oficina.
El negro se puso a asentir con la cabeza a mitad de descripción, mientras seguía raspando con el cuchillo la superficie del jabón. Al parecer había esculpido una marrana echada de costado, con un montón de cerditos peleándose para mamar. El conjunto tendría unos diez centímetros.
—Ese es John Daggett. Ay, joder. Mal bicho. Es el que usted busca, pero ya no está, se ha marchado.
—¿Sabe adónde?
—Me dijeron que a Santa Teresa.
—Sí, sé que estuvo en Santa Teresa el sábado. Por eso lo busco —dije—. ¿Sabe si ha vuelto?
El negro frunció la boca con escepticismo.
—Lo vi el lunes y volvió a marcharse. Puede que lo busque alguien más. Se comportaba como si huyera y no quisiera que lo atraparan. ¿Para qué lo busca usted?
—Me dio un cheque sin fondos.
Me miró con asombro.
—¿Y usted aceptó un cheque de un hombre como él? I Por los clavos de Cristo! Pero ¿de qué árbol se ha caído usted, criatura?
No tuve más remedio que echarme a reír.
—Sí, lo sé, la culpa es sólo mía. El caso es que creí que podría echarle el guante antes de que desapareciera definitivamente.
Cabeceó, incapaz de compadecerme.
—De gente así no hay que aceptar nada. Ese ha sido su primer error. El segundo ha sido venir a este lugar.
—¿Hay alguien aquí que sepa cómo localizarle?
Me señaló con el cuchillo una vivienda que estaba dos puertas más allá.
—Pregunte a Lovella. Puede que ella sepa algo. Aunque tal vez no.
—¿Es amiga de Daggett?
—Es posible. Es su mujer.
Al llamar al apartamento 26 me sentía un poco más optimista. Tenía miedo de que Daggett se hubiera mudado definitivamente.
La puerta era de esas de chapa y que están huecas por dentro; en la parte inferior, a la altura de la espinilla, habían abierto un agujero de un puntapié. La claraboya, de vidrio corredizo, estaba medio abierta y por la abertura sobresalía un trapo. El vidrio estaba roto en sentido diagonal y las dos mitades se mantenían juntas mediante un esparadrapo ancho. Percibí olor a comida, coles probablemente, con tocino y un poco de vinagre.
Se abrió la puerta y se asomó una mujer. Tenía el labio superior hinchado como esas heridas que se hacen los niños cuando están aprendiendo a ir en bicicleta y se caen. Le habían amoratado el ojo izquierdo no hacía mucho y ahora lo tenía veteado de azul intenso y enmarcado en verde, amarillo y gris. Tenía el pelo de color pajizo, con raya en el centro y recogido sobre las orejas con sendas horquillas. Fui incapaz de calcular la edad que tenía. Era más joven de lo que había imaginado, habida cuenta de la edad de John Daggett, que tendría cincuenta y tantos.
—¿Lovella Daggett?
—Yo misma. —Parecía reacia incluso a admitir aquello.
—Soy Kinsey Millhone y busco a John.
Se lamió con nerviosismo el labio superior como si aún no se hubiera acostumbrado a su tamaño y forma actuales. Se le había formado una costra en la zona arañada, no mayor que medio bigote.
—No está. No sé dónde está. ¿Qué quiere de él?
—Me contrató para que hiciera un trabajo y me pagó con un cheque sin fondos. Pensé que podríamos aclarar la situación.
Me observó mientras asimilaba lo que le decía.
—Para qué la contrató?
—Para entregar una cosa.
No me creía ni por asomo.
—¿Es de la pasma?
—No.
—¿Qué es usted, entonces?
A modo de contestación, le enseñé la fotocopia de mi licencia. Se dio la vuelta y se alejó sin cerrar la puerta. Deduje que era su forma de invitarme a pasar.
Cerré y avancé por la salita. La moqueta era de ese paño verdoso que tanto aprecian los propietarios de inmuebles de todo el mundo. Los únicos muebles de la estancia eran una mesa camilla y dos sillas de madera. Junto a la pared había un rectángulo de unos dos metros de base donde la moqueta era de un color más claro, lo que indicaba que había habido un sofá en aquel rincón, y la serie de estrías apreciables en la alfombra revelaba la antigua presencia de dos sillones y una mesita de café, dispuestos en lo que los decoradores suelen denominar "reunión de familia". Daggett, por lo visto, en vez de quedarse con la familia, había preferido romperle la cara a su cónyuge, llevándose por delante todo lo que había encontrado. La única bombilla que vi la habían reventado y del casquete sobresalían los filamentos igual que nervios enmarañados.
—¿Dónde están los muebles?
—Los empeñó la semana pasada y se gastó en el bar lo que le dieron. Ya lo había hecho antes con el coche. No era más que un montón de chatarra, pero lo había comprado yo. Tendría usted que ver lo que tenemos ahora en vez de cama. Un colchón viejo y lleno de meadas que encontró en la calle.
Había dos taburetes de bar junto al fogón; me senté en uno mientras Lovella se movía en el reducido espacio que hacía las veces de cocina. En el hornillo de gas había un cazo de aluminio donde el agua hervía ya a todo meter. En otro quemador había una olla con abolladuras donde las coles se cocían a fuego lento.
Lovella vestía tejanos azules y una camiseta blanca puesta al revés, con la etiqueta de "The Fruit of the Loom" visible en la parte posterior del cuello. Se había subido los bajos de la prenda y se había hecho un nudo por encima del diafragma.
—¿Quiere un café? Estoy haciéndolo.
—Sí, por favor —dije.
Enjuagó una taza bajo el grifo del agua caliente y le dio una pasada rápida con una toalla de papel. La puso en el banco de mármol y le echó una cucharada de café soluble; luego se sirvió de la misma toalla de papel para retirar el cazo del fuego. El agua chirrió en el borde del cazo al verterla. Puso agua en otra taza, removió el contenido y la empujó hacia mí con la cucharilla apoyada aún contra el borde.
—Daggett es un cabrón. Deberían encerrarlo de por vida —dijo casi con indiferencia.
—¿Se lo hizo él? —pregunté, recorriendo con los ojos su cara hinchada.
Clavó en mí un par de ojos grises y exánimes, pero no se molestó en replicar. Vista de cerca no parecía tener más de veinticinco años. Apoyó los codos en el banco de mármol con la taza entre los dedos. No llevaba sostén, tenía los pechos grandes, tan blandos y colgantes como globos llenos de agua, y los pezones le destacaban bajo la tela de la camiseta igual que chicles masticados. Me pregunté si haría la calle. Había conocido a varias putas con la misma sexualidad indiferente: en ellas todo era superficie, sin ningún sentimiento por dentro.
—¿Cuánto llevan casados?
—¿Le importa si fumo?
—Está usted en su casa —dije—. Puede hacer lo que quiera.
Me recompensó con un asomo de sonrisa, la primera que le veía. Cogió una cajetilla de Pall Mall 100, encendió automáticamente un quemador de la cocina y prendió el cigarrillo ladeando la cabeza para no chamuscarse el pelo. Aspiró una bocanada profunda y exhaló una nube de humo hacia mí.
—Seis semanas —dijo, respondiendo a mi pregunta con algo de retraso—. Nos conocimos por correspondencia mientras él estaba encerrado en San Luis. Nos escribimos durante un año y nos casamos en cuanto lo pusieron en libertad. ¿Le extraña? ¡Jesús! ¿Me cree capaz de semejante tontería?
Me encogí de hombros porque el asunto ni me iba ni me venía. A ella también le traía sin cuidado mi opinión.
—¿Cómo entraron en contacto al principio de todo?
—Por mediación de un colega suyo. Un tío llamado Billy Polo y con el que yo salía antes. Se pusieron a hablar de mujeres y salió a relucir mi nombre. Billy, según creo, me puso por las nubes al describirme y Daggett le pidió mi dirección.
Tomé un sorbo de café. Tenía el típico sabor aguado y medio agrio del café soluble; junto al borde de la taza flotaban algunos grumos diminutos.
—¿No tendría un poco de leche por ahí?
—Sí, claro, disculpe —dijo. Fue al frigorífico y sacó una lata pequeña de Carnation.
No era exactamente lo que yo habría deseado, pero eché un poco de leche evaporada en el café y me quedé mirando con desconcierto los puntos blancos que quedaron flotando en la superficie. Me pregunté si habría adivinas capaces de interpretar el dibujo que formaron, tal como suele hacerse con los posos. Me pareció detectar en mi futuro una indigestión, aunque no habría puesto la mano en el fuego.
—Cuando quiere —dijo— es un hombre encantador. Pero en cuanto se toma un par de tragos, se vuelve peor que las serpientes..
Ya había escuchado antes aquella historia.
—¿Por qué no lo deja? —pregunté, como siempre hago.
—Porque me buscaría, por eso —respondió en plan cortante—. Usted no lo conoce. Me mataría sin vacilar un segundo. Si llamase a la pasma sería lo mismo. En cuanto se le replica se pone a repartir leña como un loco. Lo que pasa es que odia a las mujeres. Cuando está sobrio no, cuando está sobrio se pone suave como la espuma y consigue de mí cualquier cosa que se le antoje. En cualquier caso, ojala se haya ido para siempre. Lo llamaron por teléfono el lunes por la mañana y salió disparado como una bala. Desde entonces no sé nada de él. Bueno, la verdad es que nos cortaron ayer el teléfono, o sea que no podría llamarme aunque quisiese.
—¿Por qué no habla con el funcionario encargado de vigilarle?
—Sí, podría hacerlo —dijo de mala gana—. Daggett va a verle cuando le toca. Tuvo un trabajo en cierta ocasión, pero lo dejó al cabo de dos días. En teoría, como es lógico, no prueba ni gota. Creo que al principio quiso jugar limpio, pero no pudo, era demasiado para él.
—¿Y por qué no huye, ahora que puede?
—¿Y adónde voy? No tengo un céntimo.
—Hay sitios donde pueden refugiarse las mujeres maltratadas. Llame al centro de mujeres violadas y pida información.
Hizo un ademán despectivo.
—Me encanta la gente como usted. ¿Nunca le ha dado un tío una buena hostia?
—Ninguno con el que estuviera casada —dije—. Por ahí no paso.
—Yo también decía eso, hermana, pero ya ve. No es tan fácil huir. Sobre todo cuando se vive con un cabrón como Daggett. Ha jurado que me seguiría hasta el fin del mundo y sería capaz de hacerlo.
—¿Por qué lo encarcelaron?
—Nunca me lo dijo ni yo se lo pregunté jamás. Sé que es ridículo, pero al principio no me importó. Se portó bien durante un par de semanas. Como un niño, ¿me entiende? Era de un tierno… joder, siempre estaba pendiente de mí, igual que un perrito faldero. Nunca nos cansábamos el uno del otro, era como en las cartas que nos habíamos escrito. Pero una noche pisó un tapón de Jack Daniels y todo acabó de repente.
—¿Le habló alguna vez de un tal Tony Gahan?
—Pues… no. ¿Quién es?
—No estoy segura. Creo que un muchacho, Daggett me dijo que lo encontrara.
—¿Cuánto le pagó? ¿Podría enseñarme el cheque?
Lo saqué del bolso y lo puse sobre el banco de mármol. Preferí no hablarle del cheque nominativo. No creo que le hiciera gracia saber que su marido iba regalando el dinero por ahí.
—Limardo es un nombre falso, según me han dicho.
Observó el cheque con detenimiento.
—Sí, pero Daggett tenía dinero en esta cuenta. Seguramente la canceló poco antes de irse. — Di o una chupada al cigarrillo y me devolvió el cheque. Aparté la cabeza antes de que me echara el humo a la cara otra vez.
—Esa llamada que recibió el lunes, ¿sabe a propósito de qué fue?
—No tengo ni idea. Yo estaba en la lavandería. Al volver vi que estaba hablando por teléfono y con una cara más gris que ese trapo de cocina. Colgó en el acto y se puso a meter cosas en un petate. Puso la casa patas arriba mientras buscaba la libreta de ahorros. Tuve miedo de que creyera que la había cogido yo, pero estaba demasiado fuera de sí para preocuparse por mi existencia.
—¿Eso le dijo?
—No, pero estaba totalmente sobrio y las manos le temblaban mucho.
—¿Se le ocurre adónde pudo haber ido?
Vi un destello en sus ojos, sin duda el reflejo de alguna emoción que quiso ocultarme desviando la mirada.
—Sólo tenía un amigo, el Billy Polo ése de Santa Teresa. Si necesitaba ayuda, seguro que fue a verle a él. Además, creo que tenía algunos parientes por allí, aunque no sé si seguirán en Santa Teresa. Daggett hablaba muy poco de su familia.
—¿Polo está en libertad entonces?
—Me dijeron que lo soltaron hace poco.
—Bueno, como es la única pista que tengo, no estaría mal averiguar su paradero. ¿Me llamará usted si sabe algo de cualquiera de los dos? —Saqué una tarjeta comercial y apunté en el dorso mi dirección y teléfono particulares — A cobro revertido.
Miró la tarjeta por ambos lados.
—Pero ¿pasa alguna cosa?
—Ni lo sé ni me importa demasiado. En cuanto le ponga las manos encima a Daggett, cierro el negocio y lo traspaso.
Capítulo 3
Ya que estaba en Los Angeles, me dejé caer por el banco. La encargada de atender a los clientes no pudo ser menos atenta. Tendría poco más de veinte años, era morena y seguramente nueva en el trabajo, porque escuchó mis preguntas con la suspicacia típica de quien no está al tanto de las normas vigentes y que en consecuencia dice que no a todo. No quiso comprobar el número de cuenta de "Alvin Limardo" ni si la cuenta se había cancelado. Tampoco me dijo si había alguna otra cuenta a nombre de John Daggett. Yo sabía que tenían que tener archivada una copia del cheque nominativo, dado que era un talón de caja, pero se negó a consultar la información que Daggett había tenido que dar en su momento. Me puse a pensar si habría otra manera de abordar el asunto, en particular porque era muy elevada la cantidad en juego. El banco, sin duda, estaría preocupado por el destino de aquellos veinticinco mil dólares. No abandoné el mostrador y me quedé mirando con fijeza a la mujer, que me devolvió la mirada. Tal vez no había comprendido.
Saqué la fotocopia de mi licencia y se la enseñé.
—¿Ve lo que es esto? —dije—. Soy investigadora privada y tengo un problema gordo. Me contrataron para entregar un cheque nominativo, no localizo al hombre que me lo dio, desconozco el paradero de la persona a quien he de entregárselo y me limito a buscar una forma de cumplir el encargo para el que me contrataron.
—Entiendo —dijo la mujer.
—Pero usted sigue negándose a darme información, ¿no?
—Es que va contra las normas bancarias.
—¿Va contra las normas bancarias que Alvin Limardo me extienda un cheque sin fondos?
—Pues sí.
—¿Qué hago entonces con el cheque? —dije. En realidad sabía la respuesta: metérmelo donde me cupiera. Pero aquel día estaba yo de un humor obstinado y perverso.
—Denúncielo en el juzgado de guardia —dijo.
—Si se desconoce su paradero no se le puede procesar.
Me miró sin expresión ni comentarios.
—¿Y qué pasa con los veinticinco mil? —añadí—. ¿Qué hago con ellos?
—No lo sé.
Me quedé mirando la superficie del mostrador. Cuando estaba en la guardería, me daba por morder a los demás niños y aún tengo que esforzarme para contener el impulso. Pero es un ejercicio que relaja, la verdad sea dicha.
—Quiero hablar con su jefe.
—¿Con el señor Stallings? Se ha ido y no volverá hasta mañana.
—¿Hay alguna otra persona en esta entidad a la que pueda recurrir?
Negó con la cabeza.
—Yo soy la encargada de atender a los clientes.
—Pero usted no me atiende. Usted no hace una puñetera mierda.
La boca se le encogió. —Por favor, no emplee aquí ese lenguaje. Es realmente ofensivo.
—¿Qué tengo que hacer entonces para que me atiendan?
—¿Tiene usted cuenta en este banco?
—¿Me ayudaría usted si la tuviera?
—Es imposible. No podemos divulgar información sobre nuestros clientes.
Pues estábamos apañados. Me alejé del mostrador. Me entraron ganas de soltarle una fresca de las que hacen historia, pero no se me ocurrió ninguna. Sabía que en el fondo la culpa la tenía yo por haber aceptado aquel encargo, pero me habría gustado desahogarme un poco con ella; aunque no habría servido de nada. Cogí el coche y puse rumbo a la autopista. Llegué a Santa Teresa a las cuatro treinta y cinco. No quise pasar por la oficina y me dirigí a casa. Mi ánimo mejoró en cuanto entré. Vivo en lo que fue antaño un garaje monoplaza y que en la actualidad es una habitación de unos cuatro a cinco metros de largo, con una prolongación a la derecha que me sirve de cocina y que está separada del resto por un mostrador. El espacio está distribuido con sentido de la economía: tengo un lavaplatos pegado a la cocina, estanterías con libros y armarios empotrados. Es una vivienda ordenada y completa y a mí me basta. Tengo un sofá–cama de dos metros en el que suelo dormir sin necesidad de abrirlo, una mesa, una silla, una mesita multiuso y almohadas mullidas que sirven para sentarse cuando tengo visita. El cuarto de baño es de esos prefabricados donde todo parece de una pieza, la barra para la toalla, la jabonera, incluso el vano de la ventana que da a la calle. A veces me quedo de pie en la bañera, me apoyo en el alféizar del ventanuco, me pongo a mirar los coches que pasan y pienso en lo afortunada que soy. Me encanta la vida de soltera. Es casi como ser rica.
Dejé el bolso en la mesa y colgué la cazadora de un gancho. Me senté en el sofá y me quité las botas; luego me acerqué al frigorífico y cogí una botella de vino blanco y un sacacorchos. De vez en cuando me esfuerzo por comportarme como una persona con clase, quiero decir que bebo vino embotellado en vez del que venden en envases de cartón. Descorché la botella y me serví un vaso. Me acerqué a la mesa, saqué la guía telefónica del cajón superior y me la llevé al sofá junto con el teléfono y el vaso de vino. Dejé el vaso en la mesita y consulté la guía para ver si Billy Polo estaba abonado. Por cierto que no lo estaba.
Busqué el apellido Gahan. Tampoco. Tomé un sorbo de vino y me puse a cavilar sobre lo que haría a continuación.
Movida por un impulso busqué el apellido Daggett. Lovella me había dicho que su consorte había vivido antaño en Santa Teresa. Puede que aún tuviera familia en la ciudad.
Había cuatro Daggett. Los fui llamando por orden, y a todos les decía lo mismo: "Buenas, busco a una persona que se llama John Daggett y que antes vivía en este sector. ¿Podría decirme si vive ahí?".
No saqué nada en claro de las dos primeras llamadas, pero al hacer la tercera el hombre que se puso al habla contestó a mi pregunta con uno de esos silencios anormales que dan a entender que está en marcha el procesador de datos.
—¿Para qué lo busca? —preguntó. Parecía un sesentón y hablaba como si midiese las palabras y tuviera miedo de mis reacciones, como si aún no supiese cuánta información estaba dispuesto a darme.
La pregunta que me había hecho tenía su miga. A juzgar por todo lo que sabía de él, Daggett era un desaprensivo y no me atreví a decir que era amiga suya. Si revelaba que me debía dinero, mi interlocutor colgaría en el acto. Por lo general, en situaciones así, insinúo que soy yo quien tiene dinero para él. Pero no sé por qué, me pareció que el truco no iba a funcionar. La gente ha espabilado mucho y ya no se traga el cuento. Así que le conté la primera mentira que me pasó por la cabeza..
—Pues mire, le diré la verdad —dije—. Sólo he visto a John una vez, pero quiero localizar a un amigo común y creo que John sabe su dirección y su teléfono.
—¿A quién quiere localizar exactamente?
La pregunta me cogió desprevenida, ya que aún no había preparado nada en ese sentido.
—¿A quién? Pues… a Alvin Limardo. ¿Le ha hablado John de Alvin en alguna ocasión?
—No, creo que no. Tal vez se equivoque usted de persona. El John Daggett que vivía aquí está ahora en la cárcel, desde hace… yo diría que casi dos años. —Deduje que mi interlocutor era un hombre que a causa de su aislamiento podía ver virtudes incluso en los menos virtuosos. En cualquier caso me dije que estaba de suerte porque acababa de encontrar un filón.
—A ése es al que busco, a ése —dije—. Al que estaba en San Luis Obispo.
—Allí sigue.
—No. Ha salido. Lo soltaron hace seis semanas.
—¿A John? No, señora. Está aún en la cárcel y espero que se quede en ella. No quisiera hablar mal de él, pero es lo que yo llamo una persona problemática.
—¿Problemática?
—Pues sí. Así es como yo lo llamaría. John es de esas personas que crean problemas, y por lo general son bastante serios.
—¿De veras? —dije—. Pues no me había dado cuenta. —Aquel individuo estaba deseoso de cotillear y si conseguía que lo desembuchara todo tal vez diese con la forma de echarle el guante a Daggett. Me lancé en picado—. ¿Es usted su hermano?
—Su cuñado, Eugene Nickerson.
—Está usted casado con su hermana, ¿no?
Se echó a reír.
—No, él está casado con mi hermana, que se apellidaba Nickerson antes de convertirse en Daggett.
—No me diga. ¿Es usted hermano de Lovella? —Era un poco raro que entre dos hermanos hubiera una diferencia de cuarenta años.
—No, de Essie.
Me aparté del oído el auricular y me lo quedé mirando. ¿Qué decía aquel hombre?
—Un momento, estoy algo confusa. Creo que no hablamos de la misma persona.
—Le hice una somera descripción del John Daggett que había conocido. No me cabía en la cabeza que pudiera haber dos individuos iguales, pero saltaba a la vista que había algo extraño allí.
—Sí, señora, el mismo, el mismo. ¿Cómo dice que lo conoció?
—Fue el sábado pasado, aquí, en Santa Teresa.
Silencio profundo al otro extremo del hilo. Al final tuve que romperlo yo.
—¿Le parece bien que pase por su casa para hablar del asunto?
—Creo que sería lo mejor —dijo—. ¿Me ha dicho ya cómo se llama usted?
—Kinsey Millhone.
Me indicó cómo llegar a su domicilio.
La casa era blanca, de madera, con un porche pequeño también de madera, y se alzaba a la sombra de Capillo Hill, en el sector occidental de la ciudad. La calle era muy corta, sólo tres casas a cada lado antes de que el asfalto se convirtiera en la pequeña extensión de grava que constituía el parking de la casa de Daggett. Al otro lado de ésta, la falda montañosa ascendía en una cuesta pronunciada y salpicada de árboles y matorrales. El sol no llegaba a dar en el jardín. La propiedad estaba rodeada por una valla de tela metálica poco tupida. Los arbustos plantados en línea no habían prosperado y ya no eran más que amasijos de ramas secas. La casa tenía un aspecto derrotado, como un perro perdido y que se esconde hasta que llegan los de la perrera.
Subí los empinados peldaños de madera y llamé a la puerta. Me abrió Eugene Nickerson en persona. Era más o menos como me lo había imaginado: sesentón, de estatura mediana, de pelo rizado y canoso y cejas que se unían en un nudo. Tenía ojos pequeños y claros, y unas pestañas casi blancas. Estrecho de espaldas, gordo de cintura, tirantes, camisa de franela.
Llevaba una Biblia en la mano izquierda con el índice encogido entre las páginas, para no perder el pasaje que sin duda estaba leyendo.
Ah, ah, me dije.
—¿Le importaría repetirme su nombre? —dijo mientras me hacía pasar—. Mi memoria ya no es lo que era.
Nos dimos la mano.
—Kinsey Millhone —dije—. Mucho gusto en conocerle, señor Nickerson. Espero no haberle interrumpido.
—No, de ningún modo. Estábamos repasando la Biblia. Solemos reunirnos los miércoles por la noche, pero como el pastor cogió la gripe y ha estado indispuesto toda la semana, pospusimos la reunión. Le presento a mi hermana, Essie Daggett, la esposa de John —dijo, y me señaló a la mujer sentada en el sofá—. Puede llamarme Eugene si lo prefiere —añadió. Le sonreí para darle las gracias y centré la atención en la mujer.
—Hola, qué tal. Les agradezco que me hayan permitido venir. —Avancé hacia ella y le tendí la mano, en la que depositó la punta de sus dedos durante una fracción de segundo. Fue como estrecharle la mano a un guante de cocina.
Tenía la cara ancha y pálida, un pelo canoso de corte impresentable, y llevaba gafas de vidrio grueso y montura ancha de plástico. A la derecha de la nariz tenía un quiste del tamaño de una avellana. La mandíbula inferior, adornada a ambos lados con sendos bultos puntiagudos, le sobresalía de manera agresiva. Olía tanto a muguete que mareaba.
Eugene me dijo que tomara asiento, y tuve que elegir entre el sofá de Essie y una silla de brazos con un travesaño suelto. Opté por la silla y me senté con precaución, echada hacia delante para no acabar de romperla. Eugene hizo lo propio en una mecedora de mimbre que crujió al sentir su peso. Cogió la cinta estrecha y morada que colgaba del extremo superior del lomo de la Biblia, la puso entre dos páginas y dejó el libro en la mesa que tenía delante. Essie, con la mirada fija en el regazo, no decía nada.
—¿Me permite invitarla a un vaso de agua? —dijo Eugene—. No aprobamos las infusiones estimulantes, pero puedo traerle un Seven–Up, si lo prefiere.
—Estoy bien, gracias —dije. Mi alarma aumentaba por momentos. Estar con cristianos fervientes es como estar con multimillonarios. Se tiene la impresión de que hay unas reglas superiores, una etiqueta misteriosa que puede infringirse en el momento más inesperado. Procuré pensar en cosas apacibles e inofensivas para no soltar ningún taco sin darme cuenta. ¿Cómo podía estar relacionado John Daggett con aquellos dos?
Eugene carraspeó para aclararse la garganta.
—Le contaba a Essie lo de nuestra confusión sobre el paradero de John Daggett. Por lo que nosotros sabemos sigue en la cárcel, pero parece que la información que usted posee no coincide con la nuestra.
—Yo estoy tan confusa como ustedes —dije. Me pregunté cuánta información podía darles gratis sin regalarles nada en el fondo. Aunque se la tenía jurada a Daggett, no me parecía conveniente ser indiscreta. No se trataba sólo del asunto tocante a su libertad condicional, sino que además estaba lo de Lovella. No quería ser la voz del destino que revelase la existencia de otra esposa a la mujer que, por lo visto, seguía legalmente casada con el marido común—. ¿No tendrían por casualidad una foto suya? —pregunté—. Cabe la posibilidad de que el hombre con quien hablé quisiera hacerse pasar por su cuñado.
—No sé, no sé —dijo Eugene en tono dubitativo—. Por la descripción que usted me hizo, era él, sin lugar a dudas.
Essie se hizo a un lado y cogió una foto en color enmarcada en un portarretratos de plata.
—Se la hizo con motivo de nuestro trigésimo quinto aniversario de boda —dijo con voz nasal y tono de resentimiento. Entregó la foto al hermano como si éste no la hubiera visto en su vida y tuviera ganas de echarle una ojeada.
—Fue poco antes de que se lo llevaran a San Luis —complementó Eugene, alargándome la foto. Por su tono se habría dicho que John estaba en viaje de negocios.
Observé la foto con detenimiento. Era Daggett, no había duda, y estaba tan rígido y pendiente de sí como si se hubiera hecho la foto en una de aquellas barracas en que la gente se disfrazaba de soldado de la Confederación _o de personaje de la época victoriana. El cuello de la camisa le apretaba demasiado y se había echado en el pelo más brillantina de lo normal. Tenía los músculos faciales en tensión, como si fuera a echar a correr de un momento a otro. Essie estaba sentada junto a él, tranquila y apacible como unas natillas. Llevaba un vestido lila de crespón, con hombreras, botones de cristal y un ramillete de orquídeas prendido del hombro izquierdo.
—Es una foto encantadora —dije, y al instante me sentí culpable y falsa. Era un asco de foto. Ella parecía un bulldog, y John tenía toda la pinta de contenerse un pedo. Se la devolví a Essie—. ¿Qué delito cometió?
Essie tragó aire ruidosamente.
—Preferimos no hablar de ello —intervino Eugene con delicadeza—. ¿Por qué no nos cuenta usted cómo lo conoció?
—Bueno, la verdad es que apenas lo conozco. Creo que ya se lo dije por teléfono. Tenemos un amigo común y él es el único que sabe cómo localizarlo. John me comentó de pasada que tenía familia en esta zona y quise probar suerte. Pero tengo la sensación de que ustedes no han hablado con él últimamente.
Essie se removió en el sofá.
—Le hemos sido leales hasta donde hemos podido. El pastor piensa que hemos hecho más que suficiente. No sabemos con qué lucha John en las profundidades de su alma, pero la tolerancia de los demás tiene un límite. —Hablaba con un timbre tan particular que me pregunté por sus ingredientes: rabia, humillación tal vez, el martirio de los mansos de corazón que sufren por culpa de los descarriados.
—John ha tenido que ser una dura prueba para usted —dije.
Essie apretó la boca y entrelazó las manos en el regazo.
—Ya lo dice la Biblia. "Ama a tus enemigos, bendice al que te maldice, haz el bien a los que te odian y reza por los que te tratan con violencia y con desprecio". —Lo dijo en tono acusador. Empezó a removerse con nerviosismo.
Vaya, vaya, me dije, parece que el termómetro de la señora se ha disparado.
Crujió la mecedora de mimbre y Eugene llamó mi atención con un ligero carraspeo.
—Di jo usted que lo vio el sábado. ¿Puedo preguntarle en qué circunstancias?
Me di cuenta entonces de que habría tenido que perfeccionar el embuste que le había contado porque advertí que no sabía qué responder; la perorata de Essie Daggett me había deprimido tanto que me había dejado la cabeza vacía.
—¿Ha recibido usted la salvación? —preguntó Essie, inclinándose hacia mí.
—Perdón, ¿qué ha dicho? —dije, entornando los ojos.
—¿Ha aceptado a Jesús en su corazón? ¿Ha renunciado al pecado? ¿Se ha arrepentido? ¿Se ha lavado con la Sangre del Cordero?
Me saltó a la cara una gota de saliva, pero no me atreví a limpiármela.
—Pues últimamente no —dije. ¿Por qué atraeré a mujeres así?
—Por favor, Essie, no ha venido para sondear el estado de su alma —dijo Eugene, que echó un vistazo a su reloj—. Cáspita, creo que es la hora de tu medicina.
Aproveché la ocasión para levantarme.
—No quiero robarles más tiempo —dije con toda normalidad—. Les agradezco la ayuda que me han prestado, ya les llamaré si necesito más información. —Saqué una tarjeta del bolso y la dejé encima de la mesa.
El mercurio de Essie había acabado por salir a chorro por el extremo superior del termómetro.
—"Te lapidarán y te descuartizarán con sus espadas; y prenderán fuego a tus casas, y ejecutarán en ti la sentencia en presencia de muchas mujeres; así dejarás de prostituirte y no volverás a dar salario de ramera." Ezequiel 16, 40-41.
—Sí, estupendo, muchas gracias —dije mientras me dirigía a la puerta. Eugene, demasiado absorto para preocuparse por mi partida, palmeaba las manos de Essie.
Cerré la puerta y me dirigí al coche casi corriendo. Empezaba a anochecer y no me gustaba aquel barrio.
Capítulo 4
El viernes me levanté a las seis y fui a la playa a correr un rato. A causa de una herida no había podido correr mucho durante el verano, pero después de dos meses de recuperación ya me sentía bien. Nunca me ha entusiasmado el deporte y me lo ahorraría si pudiera, pero me doy cuenta de que a medida que envejezco, el cuerpo se me vuelve blando como la mantequilla fuera del frigorífico. No me gusta que me cuelguen los jamones ni que los muslos se me hinchen como pantalones de montar rellenos de gelatina. Para caber en unos tejanos ceñidos, mi prenda favorita, corro cinco kilómetros al día por el carril para bicicletas que serpentea paralelo a la playa.
La aurora coloreaba el horizonte oriental como una pintura a la aguada: el azul cobalto, el violeta y el rosa se fundían en franjas horizontales. Había nubes en alta mar, hinchadas y oscuras, que impregnaban con el aroma de la lejanía el oleaje tumultuoso. Hacía fresco y corrí tanto para entrar en calor como para mantenerme en forma.
Volví a casa a las seis y veinticinco, me duché, me puse unos tejanos, un suéter y las botas, y luego me tomé un tazón de copos de maíz. Leí el periódico de la primera a la última página y presté particular atención al mapa meteorológico, que indicaba la aproximación de un temporal procedente de Alaska. Se esperaba, con un 80 por cien de probabilidades, que cayera un chaparrón durante la tarde y lluvias dispersas durante el fin de semana; el cielo no se despejaría hasta el lunes por la noche.
Las lluvias no son no son frecuentes en Santa Teresa y, cuando se anuncian, se esperan con espíritu festivo. Mi primera reacción consiste siempre en encerrarme y meterme en la cama con un buen libro. Acababa de comprar la última novela de Len Deighton y tenía ganas de leerla.
A eso de las nueve saqué a regañadientes un anorak del fondo del armario, cogí el bolso, cerré con llave la puerta de casa y me dirigí al despacho. El sol brillaba aún, aunque calentaba poco, mientras el frente nuboso, negro como el carbón, se acercaba desde las islas que se alzan a poco más de cuarenta kilómetros de la costa. Estacioné el coche en el parking, subí por las escaleras de atrás y pasé ante la doble puerta vítrea de La Fidelidad de California, que ya estaba en plena actividad.
Entré en el despacho y dejé el bolso en una silla. En realidad tenía poco que hacer. Me dije que trabajaría un poquito para volver pronto a casa..
No había mensajes en el contestador automático. Miré el correo de la víspera y pasé a máquina las notas que había tomado a raíz de la visita que había hecho a Lovella Daggett, a Eugene Nickerson y a su hermana, Essie. Puesto que al parecer nadie sabía dónde estaba John Daggett, me dije que sería cuestión de seguirle la pista a Billy Polo, a ver si había mejor suerte. Pero para emprender una búsqueda en toda regla necesitaba datos. Llamé a la policía de Santa Teresa y pedí que me pusieran con el sargento Robb.
Había conocido a Jonah en junio, mientras buscaba a una persona desaparecida. Dada su anómala situación matrimonial no me pareció aconsejable liarme con él, aunque me seguía despertando el apetito. Era, como suele decirse, un irlandés moreno: pelo oscuro, ojos azules y (tal vez) con una vena de masoquismo. No lo conocía hasta el extremo de saber cuánto de su sufrimiento era voluntario, ni estaba segura de querer averiguarlo. A veces creo que una relación no consumada es la solución más prudente. No hay peleas, no hay exigencias, no hay desilusiones, y cada cual mantiene su neurosis bajo llave.
Pese a lo que digan las apariencias, casi todos los seres humanos tenemos una maquinarla emocional muy retorcida. Cuando se intima, empiezan a enseñarse los cables rotos, los fusibles quemados, los desperfectos ocasionados por pasiones que han chocado como dos trenes que circularan por una misma vía en direcciones opuestas. Con el paso de los años había acabado por hartarme de aquellas cosas. Y puesto que mi salud sentimental no era mejor que la suya, ¿para qué complicarme la vida?
Respondieron luego de dos timbrazos.
—Personas Desaparecidas, al habla el sargento Robb.
—Qué hay, Jonah, soy Kinsey.
—Hola, muñeca —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti que sea legal en este estado?
Sonreí.
—Buscarme los antecedentes de dos ex presidiarios, por ejemplo.
—Eso está hecho —dijo.
Le facilité ambos nombres y la escasa información de que disponía. Tomó nota de todo y dijo que me llamaría más tarde. Rellenaría una solicitud y haría las averiguaciones a través de los Archivos Centrales de la Di rección General de la Policía, una desgracia nacional puesto que yo no estaba autorizada a utilizarlos. Por lo general, quienes nos dedicamos a la investigación privada no tenemos más derechos que el ciudadano normal y corriente, y tenemos que recurrir al ingenio, la paciencia y la iniciativa para obtener datos que suelen estar a disposición de los distintos organismos de la seguridad del estado. La situación es frustrante, pero no catastrófica, ya que me apaño relacionándome con personas que trabajan en distintos puntos del engranaje. Tengo conocidos en la compañía telefónica, en la oficina del crédito bancario, en la Southern California Gas, en la Southern Cal. Edison, y en la Di rección Provincial de Tráfico. A veces me dejo caer por algún que otro departamento ministerial, pero sólo si tengo algo con lo que negociar. En cuanto a la información de índole más personal, suelo confiar en la natural tendencia de la gente a hablar mal del prójimo con el menor pretexto.
Hice una lista de datos comprobables en relación con Billy Polo y puse manos a la obra.
Conocía a Jonah y sabía que llamaría a Libertad Condicional para obtener la dirección actual de Polo. En el ínterin, quería sentar ciertas bases por mi cuenta. Las búsquedas personales siempre dan frutos inesperados. No quería despreciar el factor sorpresa, porque equivale a la mitad de la diversión. Sabía que Polo no figuraba en la última guía telefónica, pero de todos modos llamé a Información por si había solicitado el teléfono hacía poco. Tampoco figuraba entre los últimos abonados.
Llamé al amiguete que tengo en la compañía de suministros urbanos para preguntarle si mi personajillo se había dado de alta. No constaba en los archivos de la compañía. Al parecer no había solicitado el alta de agua, gas o electricidad con su propio nombre, aunque cabía la posibilidad de que viviera realquilado, o en un piso amueblado y con los servicios a punto.
Llamé a cinco o seis pensiones de mala muerte que hay en la parte baja de State Street. Polo no estaba hospedado en ninguna y a nadie parecía sonarle el nombre. Ya que estaba en ello, pregunté por John Daggett, con idénticos resultados negativos.
Sabía que de la delegación local de la Seguridad Social no obtendría nada sin los permisos necesarios, y no creía que el nombre de Billy Polo figurase en las listas del censo electoral.
—¿Qué más podía hacer?
Consulté la hora. Habían transcurrido sólo treinta minutos desde que hablara con Jonah. Ignoraba cuánto tardaría en llamarme y no quería cruzarme de brazos hasta que lo hiciera. Cogí el anorak, cerré la oficina, bajé a State Street por las escaleras principales y recorrí las cuatro calles que hay hasta la biblioteca municipal.
Encontré una mesa vacía en la sala de consulta y pedí las guías telefónicas de Santa Teresa de los últimos cinco años. Las consulté una por una, de la más reciente a la más antigua. Encontré a Polo en el cuarto volumen. Genial. Tomé nota de la dirección que figuraba allí, Merced Street, y me pregunté si habría desaparecido de las guías posteriores por haber ido a la cárcel.
Fui a la sala de historia de Santa Teresa y consulté el directorio municipal correspondiente al mismo año de la guía telefónica. Además de una lista de nombres ordenados alfabéticamente, el directorio trae una lista de calles ordenada de igual modo, o sea que si se tiene una dirección y se quiere saber quién vive en ella, basta con consultar la sección de calles y ver el nombre y el teléfono que figuran junto al número que nos interesa. En la segunda mitad del directorio están los teléfonos ordenados correlativamente. Si sólo se tiene un número de teléfono, en el directorio municipal pueden encontrarse el nombre y la dirección del abonado. Si consultamos a continuación la lista de calles, veremos otra vez el nombre, la profesión y el nombre de los vecinos de toda la calle. Al cabo de diez minutos había elaborado una lista con el nombre de siete personas que habían vivido cerca de Billy Polo en la calle Merced. Tras consultar el nombre de las siete en el directorio del año en que estábamos, descubrí que dos de ellas seguían en el mismo domicilio. Apunté el teléfono actual de las dos, devolví los libros y volví al despacho.
El cielo, que en las últimas horas se había visto a ratos, estaba ya casi totalmente cubierto por las nubes que habían avanzado hasta no dejar más que un fragmento despejado, semejante al agujero de un poncho. El aire empezaba a enfriarse con rapidez y soplaba una brisa húmeda que alborotaba la falda de las mujeres. Miré hacia el océano y vi a lo lejos ese muro gris y silencioso que indica que llueve ya a pocos kilómetros de distancia. Apreté el paso.
Ya en la oficina, archivé la última información en el expediente que había abierto. Estaba a punto de terminar la jornada diaria cuando oí que llamaban a la puerta. Vacilé, me dirigí a la entrada y me asomé. Había una mujer en el pasillo, tendría casi cuarenta años, era pálida y carecía de expresión.
—¿Desea algo?
—Soy Barbara Daggett.
Rogué al cielo que no se tratara de la esposa número tres. Procuré enfocar la situación por el lado más optimista.
—¿La hija de John Daggett?
—Sí.
Era una de esas rubias frías, de piel tan delicada como una colcha de seda, alta, maciza, y con un pelo corto y áspero que le aureolaba el cráneo como un abanico abierto. Tenía pómulos altos, frente aristocrática y la mirada penetrante de su padre. Tenía el ojo derecho verde y el izquierdo azul. En cierta ocasión había visto un gato blanco con los ojos así y me había producido el mismo desconcierto. Llevaba un traje sastre de lana gris y una blusa blanca, de cuello alto y con encajes, muy apropiada. Calzaba zapatos de piel granate que combinaban con el bolso que llevaba colgado del hombro. Parecía abogada o corredora de bolsa, una persona acostumbrada al poder.
—Pase, por favor —dije—. Precisamente estaba pensando qué podía hacer para ponerme en contacto con su padre. Supongo que ha sido su madre quien le ha dicho que venga a verme, ¿no?
Yo quería trivializar el asunto, pero ella no me daba pie. Se sentó y me traspasó con la mirada mientras yo rodeaba el escritorio y me sentaba enfrente de ella. Pensé invitarla a un café, pero en el fondo no quería que la visita fuera tan larga. Hasta el aire que la envolvía parecía helado y no me gustaba su forma de mirarme. Me eché atrás en la silla giratoria.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Quiero saber por qué busca a mi padre.
Me encogí de hombros como quien no da importancia a la cosa y me ceñí a la versión que había adoptado desde el comienzo.
—En realidad no lo busco a él, sino a un amigo suyo.
—¿Por qué no se nos comunicó que lo habían puesto en libertad? Mi madre está como si hubiera sufrido un ataque. Tuvimos que llamar al médico para que le administrara un tranquilizante.
—Lo siento de veras —dije.
Cruzó las piernas y se alisó la falda con ademán nervioso
—¿Que lo siente? Usted no sabe el golpe que ha representado para ella. Precisamente cuando empezaba a sentirse tranquila, nos enteramos de que él está en Santa Teresa.
Ahora parece un manojo de nervios. No comprendo qué pasa aquí.
—Mire, Daggett, yo no soy funcionario de pensiones —dije—. No sé cuándo lo soltaron ni por qué no se les notificó a ustedes. Los problemas de su madre no comenzaron ayer precisamente.
Vi que se ruborizaba un poco.
—Es verdad. Sus problemas comenzaron el día que se casó con él. El le estropeó la vida. Nos la ha estropeado a todos.
—¿Se refiere al hecho de que su padre bebía demasiado?
Pasó por alto la observación.
—Quiero saber dónde está. Tengo que hablar con él.
—En este momento no sé dónde se encuentra. Si lo localizo, le diré que quiere usted verle. No puedo hacer nada más.
—Mi tío me ha dicho que lo vio usted el sábado.
—Sólo un momento.
—Qué hacía en Santa Teresa?
—No hablamos de eso —dije.
—¿De qué hablaron entonces? ¿Qué podía tener en común con una investigadora privada?
Como no tenía intención de decírselo, utilicé su táctica y pasé por alto la pregunta. Cogí papel y lápiz.
—Hay algún número al que pueda llamarla?
Abrió el bolso, sacó una tarjeta comercial y me la puso delante. Trabajaba en State Street, a tres calles de mi oficina, y por lo que decía la tarjeta era presidenta y directora general de una compañía llamada FMS, Financial Management Software.
—Di seño programas de gestión financiera para empresas fabriles —dijo como si le hubiera preguntado al respecto—. Ese es el número de mi despacho. No figuro en la guía. Si quiere localizarme en casa, llame a este número.
—Parece interesante —observé—. ¿Qué estudios ha hecho?
—Me licencié en matemáticas y química por la Universidad de Stanford y tengo el master de ciencias e ingeniería de la informática por la Universidad de la Baja California.
Arqueé las cejas con admiración. No acababa de comprender en qué sentido le había estropeado la vida Daggett, pero preferí callarme. Estaba claro que Barbara Daggett era algo más que una profesional bien situada. Puede que fuera una de esas mujeres que destacan en el trabajo pero fracasan en sus relaciones con los hombres. Como también a mí me habían acusado de lo mismo, me dije que no estaba en situación de criticar a nadie. ¿Quién ha dicho que la vida en pareja es la medida de todas las cosas?
Consultó el reloj y se puso en pie.
—Tengo un compromiso. Si tiene noticias de mi padre, por favor, hágamelo saber.
—¿Puedo preguntarle qué quiere de él?
—Quiero que mi madre pida el divorcio, pero hasta ahora no ha hecho más que negarse. Tal vez pueda convencerlo a él.
—Me sorprende que no se divorciara de él hace años.
Me sonrió con frialdad.
—Ella dice que se casó para estar con él "en la fortuna y en la adversidad". Hasta ahora no ha habido ninguna "fortuna".
A lo mejor no quiere desistir hasta haberla saboreado un poco.
—¿Y por qué metieron a su padre en la cárcel?
Hubo un chisporroteo en sus facciones y al principio pensé que no iba a contestarme:
—Homicidio por imprudencia —dijo al cabo del rato—. Conducía borracho y hubo un accidente. Murieron cinco personas, tres adultos y dos niños..
No se me ocurrió ningún comentario ni ella esperaba ninguno al parecer. Terminamos el encuentro con un apretón de manos superficial y se marchó. Oí cómo su taconeo se alejaba por el pasillo.
Capítulo 5
Cuando salí del despacho y bajé en busca del coche, las nubes que cubrían el cielo tenían el aspecto de esa pelusa gris que se acumula en los aspiradores y la lluvia había empezado a motear las aceras. Dejé el expediente de Daggett en el asiento del copiloto, retrocedí para salir del parking, giré a la derecha y enfilé por Cannon, y otra vez a la derecha para entrar en Chapel. Me detuve tres calles más allá y entré en un supermercado para comprar leche, Pepsi light, pan, huevos y papel higiénico. Seguía acariciando la idea de encerrarme y pensaba con ilusión en el momento de subir el puente levadizo y esperar la llegada del aguacero. Con un poco de suerte no tendría que salir durante varios días.
Sonaba el teléfono cuando llegué. Dejé la bolsa de la compra en el mostrador de la cocina y lo cogí.
—Menos mal, ya estaba a punto de colgar —dijo Jonah—. Te he llamado a la oficina, pero me ha respondido el contestador automático.
—Ya he terminado la jornada por hoy. Trabajo en casa cuando estoy de humor y ahora no lo estoy. ¿Has visto la lluvia?
—¿La lluvia? Ah, ¿está lloviendo? Desde que he llegado ni siquiera he tenido tiempo de mirar por la ventana. Es la hostia. Bueno, mira, he conseguido parte de la información que querías, el resto tendrá que esperar. Woody tuvo que atender una consulta prioritaria y a mí me reclamaron en otro sitio. Como mañana también trabajo, aprovecharé para recoger los papeles entonces.
—¿Trabajas los sábados?
—Sustituyo a Sobel. Es mi buena acción de la semana —dijo—. ¿Tienes papel y lápiz? Los datos que he obtenido son de Polo.
Me detalló la edad, la fecha de nacimiento, la estatura, el peso, el color de los ojos y el cabello, y el alias que utilizaba, y me hizo un resumen de sus antecedentes. Había averiguado el nombre del funcionario encargado de controlar la libertad condicional de Billy, pero no estaba en su despacho y no volvería hasta el lunes por la tarde.
—Gracias. Husmearé un poco por mi cuenta mientras tanto —dije—. Apuesto lo que quieras a que me entero de algo antes que tú. —Se echó a reír y colgó.
Puse en su sitio lo que había comprado, me senté frente al escritorio y cogí la Smith–Corona portátil. Anoté la información recién recibida en las tarjetas de fichero que utilizo para estos menesteres y me puse a barajar los datos. Billy Polo se llamaba en realidad William Polokowski, tenía treinta años, medía uno setenta y dos, pesaba setenta y cinco kilos, era moreno y de ojos castaños, y no tenía cicatrices ni tatuajes ni "defectos físicos visibles". Su ficha parecía un test periodístico sobre el Código Penal en el que había faltas y delitos de todas las cuantías. Agresiones, falsificaciones, compra de objetos robados, robos, drogas. Incluso se le había condenado en cierta ocasión por "causar daños en una cárcel", que en California se considera delito de menor cuantía. Si hubiese sido durante un intento de fuga, se le habría acusado de cometer un delito mayor. Probablemente lo habían cogido garabateando obscenidades en las paredes de la celda. Un auténtico héroe el tipo.
Por lo visto era un hombre poco perseverante en lo relativo a infringir la ley porque no había acabado de echar raíces en ningún terreno delictivo concreto. Lo habían detenido dieciséis veces y había obtenido nueve condenas, dos absoluciones y cinco sobreseimientos.
Le habían concedido la libertad condicional en dos ocasiones, pero al parecer nada había conseguido modificar una conducta que por ello mismo rayaba en lo patológico. Aquel hombre estaba decidido a destruirse por completo. Desde su primera condena, a los dieciocho años, hasta la última, había pasado en la cárcel un total de nueve años. Huelga comentar el contenido de su ficha juvenil. Supuse que su amistad con John Daggett se remontaría al último delito que había cometido, atraco a mano armada, por el que había pasado dos años y diez meses en la prisión californiana de San Luis Obispo, una institución de media seguridad que se encuentra a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Santa Teresa.
Volví a abrir la guía telefónica y busqué el apellido Polokowski. Nada. Joder, ¿por qué no serán más sencillas las cosas en este trabajo? En fin, tampoco era momento para lamentarse.
La lluvia repiqueteaba ya sobre el techo de vidrio del callejón que separa mi vivienda de la casa de Henry Pitts. Es mi casero desde hace casi dos años. Cuando hace buen tiempo, instala en el patio una cuna de las antiguas y se pone a amasar pan en ella. Cuando hace sol, el patio se convierte en una especie de horno de rayos solares, caliente y cerrado, y la masa se hincha y sube hasta desbordar la cuna, como si fuera un almohadón de plumas. Es capaz de preparar veinte barras de pan a la vez, que cuece a continuación en el horno de tamaño industrial que instaló cuando abandonó profesionalmente el negocio. En la actualidad elabora productos de panadería y pastelería para algunos vecinos, e incrementa con cupones la pensión que percibe de la Seguridad Social. Obtiene algún dinero extra confeccionando crucigramas que publica en un par de "revistas" de esas de bolsillo que se venden en los quioscos y en la caja de los supermercados. Henry Pitts tiene ochenta y un años y todo el mundo sabe que estoy medio enamorada de él.
Me pasó por la cabeza la idea de ir a verle, pero con el tiempo que hacía hasta un paseo de quince metros se me antojaba excesivo.
Puse agua a calentar para hacerme un té, cogí el libro que estaba leyendo, me recosté en el sofá y me tapé con el edredón. Así pasé el resto del día.
La lluvia arreció por la noche y me despertó dos veces. Golpeaba las ventanas con tanta furia que era como si alguien estuviera regando el costado de la casa con una manguera. De tarde en tarde retumbaba un trueno en la lejanía, en las ventanas se reflejaba un destello azulado, las ramas de los árboles se iluminaban durante una fracción de segundo y la habitación quedaba a oscuras otra vez. Estaba claro que tendría que renunciar al footing que solía practicar a las seis de la mañana, que iba a ser un día de descanso obligatorio, y en consecuencia me refugié en las profundidades del edredón, como un animal diminuto, encantada con la idea de dormir hasta tarde.
Desperté a las ocho, me duché, me vestí y me preparé unas tostadas y un huevo pasado por agua con cantidades industriales de Sal de Mesa Lawry. Di gan lo que digan, no pienso renunciar a la sal.
Jonah telefoneó cuando estaba lavando mi plato.
—¿No te has enterado? —dijo—. Ha aparecido tu amigo Daggett.
Sostuve el auricular entre la mandíbula inferior y el hombro, cerré el grifo y me sequé las manos.
—¿Qué ha pasado? ¿Lo han detenido?
—Si prefieres decirlo así… Un vagabundo lo descubrió de madrugada en la playa; estaba en la misma orilla, tendido boca abajo y dentro de una red de pescar. Había un bote encallado a doscientos metros. Estamos totalmente convencidos de que hay relación entre los dos.
—¿Murió anoche?
—Eso parece. El forense supone que cayó al agua entre medianoche y las cinco. No sabemos aún cómo murió exactamente ni a consecuencia de qué. Sabremos más detalles, como es lógico, cuando se le practique la autopsia.
—¿Cómo se supo que era él?
—Por las huellas dactilares. Se le ingresó en el depósito, aún sin identificar, y consultamos los ficheros informatizados. ¿Quieres echarle una ojeada?
—Iré en seguida. ¿Qué pasa con sus parientes más próximos? ¿Se les ha comunicado ya la noticia?
—Sí, el inspector de guardia fue a verles en cuanto supimos quién era. ¿Los conoces?.
—No mucho, pero he hablado con ellos. No quisiera figurar en las actas de la encuesta, pero creo que era bígamo. Hay una mujer en Los Ángeles que también afirma que está casada con él.
—Estupendo. Pásate por aquí cuando salgas del St. Terry —dijo y colgó.
La Comisaría de Policía de Santa Teresa no tiene depósito propio. Hay un funcionario que hace de forense y que es nombrado cuando hay elecciones locales, pero a la hora de practicar las autopsias se contratan los servicios de alguno de los distintos patólogos de la provincia. El almacenamiento de los cadáveres se reparte entre el Hospital Clínico de Santa Teresa (al que todo el mundo llama "St. Terry") y el antiguo Hospital Provincial, que se encuentra junto al acceso de la Nacional 101. Daggett estaba por lo visto en el St. Terry y hacia allí me encaminé en cuanto cogí el impermeable, el paraguas y el bolso.
El parking del hospital estaba medio vacío. Era sábado y los médicos seguramente harían más tarde sus visitas de inspección rutinaria. El cielo estaba totalmente cubierto y el avance de la niebla blanca entre las nubes grises me indicó que en las alturas soplaba el viento con fuerza. El asfalto estaba alfombrado de ramitas y hojas pegadas al suelo. Por todas partes había charcos ametrallados por la lluvia incesante y uniforme. Aparqué lo más cerca que pude de la entrada de atrás, cerré el coche con llave y corrí hacia la puerta.
—¡Kinsey!
Me volví al llegar bajo la marquesina de la entrada. Barbara Daggett, procedente del otro extremo del parking, corría hacia mí con el paraguas inclinado para protegerse de la lluvia que caía oblicuamente. Llevaba gabardina y botas de tacón afilado, y el pelo blanquirrubio le rodeaba la cara igual que una aureola. Le abrí la puerta accedimos al vestíbulo.
—¿Se ha enterado de lo de mi padre?
—Por eso estoy aquí. ¿Le han dicho lo que pasó?
—No, aún no. Tío Eugene me llamó a las ocho y cuarto. Parece que quisieron decírselo a mi madre y se puso él al teléfono. El médico le ha dado tantos calmantes que no tiene sentido comunicárselo ahora. No sabe cómo reaccionará, y como se encuentra muy débil, está preocupado.
—¿Va a venir su tío?
Negó con la cabeza.
—Di je a la policía que vendría yo. Es mi padre, no cabe la menor duda, pero alguien tiene que responsabilizarse del cadáver para que se lo lleven a la funeraria. Aunque antes tienen que hacerle la autopsia, desde luego. ¿Cómo se ha enterado usted?
—Por mediación de un policía que conozco. Le conté que trataba de encontrar a su padre y me llamó cuando lo identificaron al comprobar sus huellas ¿Pudo localizarlo ayer al final?
—No, pero salta a la vista que alguien lo hizo. —Cerró el paraguas, lo sacudió y me miró a los ojos—. Comienzo a creer que lo han matado.
—No conviene sacar conclusiones tan precipitadas —dije, aunque pensaba lo mismo que ella.
Cruzamos la puerta interior y accedimos al pasillo. Dentro hacía menos frío y el aire olía a pintura plástica.
—De todos modos, me gustaría que investigara usted su muerte —dijo.
—Eh, oiga, que la policía ya está para eso. Yo no puedo encargarme de una cosa así.¿Por qué no espera a ver qué dice la policía y luego decide?
Me observó durante unos segundos y siguió andando
—A la policía le trae sin cuidado lo que le haya ocurrido. ¿Por qué ha de importarle? No era más que un vagabundo borracho.
—Vamos, vamos. La policía no tiene necesidad de preocuparse por ninguna víctima —dije—. Si se trata de un homicidio, su trabajo consiste en encontrar al culpable, puede estar tranquila.
Al llegar a la sala de autopsias llamé a la puerta y apareció un empleado negro enfundado en una bata verde de cirujano. Su tarjeta de identificación decía que se llamaba Hall Ingraham. Era esbelto y tenía la piel del mismo color que la madera de pacana pulimentada. Llevaba el pelo cortísimo, tanto que tenía un aire escultórico y un rostro alargado, casi estilizado, de tan perfecto.
—Ella es Barbara Daggett —dije.
La miró, pero no a los ojos.
—Vengan —dijo. Fuimos tras el empleado, que se detuvo dos puertas más allá, abrió con llave y nos hizo pasar a una sala de identificación—. Esperen aquí, será sólo un minuto.
Se fue y tomamos asiento. La sala era pequeña, de unos nueve metros cuadrados, y estaba amueblada con cuatro sillas de plástico azul, unidas por la base, una mesa baja de madera con revistas atrasadas y una pantalla de televisión inclinada, en un rincón, a cierta altura. Vi que Barbara le echaba un vistazo nervioso.
—Circuito cerrado —dije—. Se lo enseñarán por ahí.
Cogió una revista y se puso a pasar las hojas para distraerse.
—Aún no me ha dicho por qué la contrató mi padre —dijo. Le había llamado la atención un anuncio de pantis y lo miraba con fijeza como si no le interesase mi contestación.
No se me ocurrió ninguna excusa para no contarle la verdad, pero me di cuenta de que yo misma me reprimía, una costumbre que tengo muy arraigada.
No me gusta contarlo todo. Cuando la información se hace pública ya no puede anularse, por lo tanto es mejor ser prudente y no abrir demasiado la boca.
—Quería que localizara a un muchacho llamado Tony Gahan —dije.
Su llamativa mirada bicolor se encontró con la mía y me puse a pensar cuál de los dos colores me resultaba más atractivo. El verde era más original, pero el azul era más diáfano y puro. Juntos se contradecían, como un semáforo con la luz verde y la roja encendidas a la vez.
—¿Lo conoce? —añadí.
—Sus padres y su hermana menor estaban entre las cinco personas que murieron a consecuencia del accidente de que le hablé. ¿Qué quería mi padre de Tony Gahan?
—Me dijo que le había ayudado en cierta ocasión, mientras huía de la policía. Quería darle las gracias.
Puso cara de escepticismo.
—¡Eso suena a cuento chino!
—Pienso igual que usted —dije.
Pudo haberme hecho más preguntas, pero en aquel momento relampagueó la pantalla y vimos un primer plano de John Daggett. Estaba tendido en una camilla de ruedas y una sábana le cubría hasta el cuello. Tenía ese aspecto plástico e inexpresivo que la muerte produce a veces, como si la faz humana no fuera más que una página en blanco en la que las emociones y las experiencias pudieran ponerse por escrito y después borrarse. Sin afeitar y peinado de cualquier manera, parecía más un veinteañero que un cincuentón. No tenía señales en la cara.
Barbara lo miraba con atención, con la boca entreabierta y las mejillas algo pálidas. Se le humedecieron los ojos, pero no le saltaron las lágrimas, que quedaron presas en el surco de los párpados inferiores. Aparté la mirada; no quería seguir entrometiéndome. Oímos por el interfono la voz del empleado del depósito.
—Avísenme cuando lo consideren suficiente.
Barbara se dio la vuelta con brusquedad.
—Gracias —intervine yo—. Es suficiente. —La pantalla se apagó.
Minutos después llamaban a la puerta y reaparecía el empleado con un sobre cerrado de papel marrón y un cartapacio en la mano.
—Necesitamos saber qué medidas desean que se tomen —dijo con ese tono de neutralidad estudiada que ya había oído antes en boca de los que tratan con los afligidos. Produce un efecto impersonal y tranquilizador que permite afrontar trámites y negociaciones sin que se entrometa el sentimentalismo. En realidad no había hecho falta que el empleado se tomase la molestia. Barbara Daggett era una mujer de negocios y llevaba en la sangre ese equilibrio que tanto turba a los hombres acostumbrados a la sumisión femenina. Su porte era ya sereno e indiferente, y cuando habló lo hizo con la misma impasibilidad que el empleado.
—Me he puesto en contacto con Wynington–Blake —dijo, aludiendo a una de las funerarias de la ciudad—. Avísenles cuando termine la autopsia, ellos se encargarán de todo. ¿Tengo que firmar algo?
El empleado asintió y le pasó el cartapacio, que llevaba incorporado un bolígrafo.
—Es para entregarle sus efectos personales —dijo.
Barbara garabateó una rúbrica como si estuviera firmándole un autógrafo a un admirador pesado.
—¿Cuándo se sabrán los resultados de la autopsia?
El empleado le entregó el sobre, que al parecer contenía los objetos encontrados en el cadáver.
—A última hora de la tarde, seguramente.
—¿Quién está de servicio? —pregunté.
—El doctor Yee. Entra a las dos y media.
Barbara Daggett me señaló con la mirada.
—Es detective privada. Quiero que toda la información se le comunique a ella. Tengo que firmar para eso alguna autorización especial?
—Pues no lo sé. Quizás haya algún trámite, pero lo desconozco. Lo consultaré y la llamaré más tarde si quiere.
Barbara deslizó una tarjeta comercial bajo el sujetapapeles y devolvió el cartapacio al empleado.
—De acuerdo.
El empleado la miró a los ojos por vez primera y advertí que reaccionaba ante la rareza que producía el que fuesen de color distinto. Barbara se apartó de él y se encaminó hacia la salida. El empleado la siguió con la mirada. La puerta se cerró.
Le di la mano.
—Señor Ingraham, soy Kinsey Millhone.
Sonrió por vez primera.
—Ah, sí. Kelly Borden me habló de usted. Mucho gusto en conocerla.
Kelly Borden era un empleado del depósito al que había conocido en el curso de una investigación criminal que había llevado a cabo en agosto.
—Lo mismo digo —repliqué—. ¿Qué le pasó al paciente?
—No es mucho lo que puedo decirle. Lo trajeron a eso las siete, que es cuando empieza mi turno.
—¿Sabe cuánto tiempo llevaba muerto?
—No lo sé con seguridad, pero no pudo ser mucho. No estaba hinchado ni presentaba síntomas de descomposición. Por mi experiencia con ahogados, yo diría que entró en el agua a última hora de la noche. No lo tome al pie de la letra. El reloj que llevaba se había parado a las dos y treinta y siete minutos, pero a lo mejor estaba estropeado. Es un reloj muy ordinario y parece que ha recibido muchos golpes. Está en el sobre con sus demás efectos personales. En fin, no sé nada más. Yo soy aquí el último mono. Y al doctor Yee no le gusta que hablemos con la gente de estas cosas.
—No se preocupe, no diré ni una palabra. Le pregunto por motivos exclusivamente profesionales. ¿Qué me dice de su ropa? ¿Cómo iba vestido?
—Chaqueta, pantalón, camisa.
—¿Zapatos y calcetines?
—Zapatos sí. No llevaba calcetines, ni billetera, ni nada que se le pareciese.
—¿Alguna herida?
—Yo no he visto ninguna.
Como no se me ocurría nada más por el momento, le di las gracias y añadí que estaríamos en contacto.
Salí en busca de Barbara Daggett. Si iba a trabajar para ella, teníamos que formalizar la operación.
Capítulo 6
La encontré en el vestíbulo, mirando hacia el parking. Seguía lloviendo con monotonía, y el viento agitaba de vez en cuando la copa de los árboles.'—,En todos los edificios que rodeaban el parking se habían encendido las luces, y la imagen acogedora que evocaban no hacía más que subrayar la humedad y el frío del exterior. Una enfermera, cuyo uniforme blanco se entreveía bajo los faldones de la gabardina azul oscuro, venía corriendo hacia la puerta, saltando por encima de los charcos como una niña que jugara al tejo. Llevaba las medias blancas salpicadas de manchas color carne, a causa de la lluvia, que se las había empapado, y en la punta de sus zapatos blancos había pegotes de barro. Le abrí la puerta cuando llegó a la entrada.
—¡Uf! —exclamó, sonriéndome—. Gracias. Ha sido como una carrera de obstáculos. —Se sacudió el agua de la gabardina y se alejó por el vestíbulo, dejando tras de sí una estela de pisadas húmedas.
Barbara Daggett parecía haber echado raíces en el suelo.
—Tengo que ir a casa de mi madre' —dijo—. Alguien tiene que contarle lo que ha pasado. —Se volvió para mirarme—. ¿Cuánto cobra por sus servicios?
—Treinta la hora más los gastos; es lo normal en la región. Si es usted persona seria, esta misma tarde puedo levarle el contrato a la oficina.
—¿Hay anticipos?
Calculé a toda velocidad. Por lo general pido un anticipo, sobre todo en un caso como aquél, en que no tendría más remedio que colaborar con la policía. No hay privilegios estatuidos entre el detective privado y el cliente, pero cuando me dan dinero de erada sé por lo menos a quién he de rendir cuentas.
—Bastará con cuatrocientos —dije, y me pregunté si la causa de que se me hubiera ocurrido aquella cantidad no habría sido el cheque sin fondos de Daggett. Era extraño, pero quería defender y proteger a aquel hombre. Me había tomado el pelo (no me cabía la menor duda), pero había aceptado trabajar para él y, de acuerdo con mis principios, la misión estaba aún por cumplir. No habría sido tan generosa si hubiera estado vivo, lógicamente, pero los muertos están indefensos y alguien tiene que velar por ellos en este mundo.
—Di ré a mi secretaria que le envíe un talón el lunes por la mañana sin falta —dijo. Se volvió y se quedó mirando la puerta doble con melancolía. Apoyó la cabeza en el vidrio.
—¿Se encuentra bien?
—No sabe usted cuántas veces he deseado que muriera mi padre —dijo—. ¿Ha vivido alguna vez con una persona alcoholizada? —Negué con la cabeza y añadió—: Sacan de quicio a cualquiera. Yo estaba convencida de que podía dejar el alcohol con sólo proponérselo. No sabe cuántas veces hablé con él, cuántas veces le rogué que lo dejara. Llegué a pensar que no lo entendía, que no se daba cuenta de lo que sufríamos mi madre y yo. Recuerdo cómo se le ponían los ojos cuando se emborrachaba. Encogidos y chispeantes como los de un cerdo. Y todo el cuerpo le olía. A bourbon. Di os mío, cuánto detesto ese olor. Era como si vaciaran una botella de Early Times sobre un ventilador, y éste emitiera vaharadas de olor desagradable. Mi padre apestaba del mismo modo.
Me miró y vi que en sus ojos no había lágrimas ni compasión.
—Tengo treinta y cuatro años y he odiado a mi padre con todos los poros de mi cuerpo desde que tengo memoria. Y ahora tengo que cargar con él. Ha ganado, ¿no es verdad? No cambió nunca, nunca se corrigió, jamás cedió un palmo de terreno. Era un gusano apestoso y me dan ganas de romper estas puertas a puntapiés. Ni siquiera sé por qué me preocupa cómo falleció. Debería respirar tranquila al fin, pero me siento deprimida. Lo irónico del caso es que su recuerdo seguirá acosándome probablemente.
—Por qué dice eso?
—Fíjese en lo que ha conseguido ya. Cada vez que tomo una copa pienso en él. Pienso en él si decido no probar ni gota. Si me encuentro con un hombre que bebe o veo a un vagabundo en la calle o me nene a la nariz el olor del bourbon, su cara es lo primero que me viene a la cabeza. Di os mío, ni siquiera soporto a los que me rodean cuando han bebido demasiado. Me aíslo entonces. Mi vida está llena de cosas que me recuerdan a él. Sus excusas, su simpatía falsa y seductora, su forma ruidosa de gemir cuando estaba bajo los efectos del alcohol. Las veces que perdía el conocimiento, las veces que lo metían en la cárcel, las veces que se gastaba hasta el último céntimo que habíamos ahorrado.
Mi madre se volvió muy religiosa cuando yo tenía doce años y no sé qué fue peor. Mi padre por lo menos se despertaba casi siempre de buen humor. Mi madre desayunaba, comía y cenaba con Jesucristo. Era grotesco. Y encima, la alegría de ser hija única. —Se interrumpió de pronto y pareció experimentar una sacudida—. ¡Mierda! ¿Qué importancia tendrá esto ahora? Sé que me estoy compadeciendo de mí misma, pero ha sido una vida de perros y no hay ningún indicio de que vaya a terminar.
—Pues yo diría que a usted le ha ido bastante bien —dije.
Volvió a mirar hacia el parking y vi por el reflejo del cristal que esbozaba una sonrisa de resignación.
—Ya sabe lo que suele decirse, que vivir bien es la mejor venganza. Yo tuve suerte porque no tenía.otra manera de defenderme. El motivo más poderoso de mi vida ha sido el deseo de huir.
Escapar de él, escapar de ella, alejarme y olvidar aquella casa. Lo gracioso es que no he avanzado ni un centímetro, y cuanto más corro, más pronto vuelvo con ellos. Hay arañas que lo hacen así. Se meten bajo tierra, excavan un túnel, y cuando la víctima pasa por encima, el suelo cede y cae en la trampa. Hay leyes para todo, salvo para regular el daño que las familias se hacen a sí mismas.
Se dio la vuelta y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Abrió la puerta empujándola con el hombro y entró una ráfaga de aire frío.
—¿Qué hará usted? ¿Viene o se queda?
—Creo que voy a ir derecho a la oficina —dije.
Apretó el botón que había en el mango del paraguas y éste se abrió con un murmullo apagado. Lo sostuvo de modo que también me protegiera a mí y fuimos juntas hasta mi coche. El tamborileo de la lluvia producía un rumor sordo en el tejido del paraguas, como cuando se fríe maíz en una sartén tapada.
Abrí el coche, subí y ella se alejó hacia su vehículo al tiempo que me decía por encima del hombro:
—Llámeme al despacho en cuanto se entere de alguna cosa. Llegaré a eso de las dos.
El edificio donde yo trabajaba estaba vacío. La Fidelidad de California cierra los fines de semana y todas las oficinas estaban con las luces apagadas. Entré y recogí el correo matutino que habían metido por la ranura de la puerta. No había mensajes en el contestador automático. Saqué un contrato del cajón superior e invertí unos minutos en rellenar los espacios en blanco. Miré la tarjeta de Barbara Daggett para comprobar la dirección, cerré el despacho y bajé por las escaleras principales.
Recorrí andando las tres manzanas, entregué el contrato en su oficina y me encaminé hacia la calle Floresta, donde está la policía. Como era fin de semana y hacía mal tiempo, la Comisaría tenía el mismo aspecto vacío que el edificio donde yo trabajaba. El delito no es partidario de la semana de cuarenta horas, aunque hay días en que hasta los delincuentes parecen estar en huelga.
El suelo de la entrada era un laberinto de pisadas húmedas, como un diagrama de pasos de baile demasiado complicado. El ambiente olía a tabaco y uniformes húmedos. Alguien se había hecho un sombrero con papel de periódico y lo había dejado empapado en el banco de madera que hay nada más entrar.
Un funcionario de la sección de identificación y archivos llamó a Jonah por el teléfono interior; éste apareció por la puerta del vestíbulo, que siempre está cerrada con llave, y me hizo pasar.
No tenía buen aspecto. Había engordado diez kilos en verano, pero como me había dicho que seguía frecuentando el gimnasio, deduje que su mala cara no tenía nada que ver con el ejercicio. Llevaba el pelo mal cortado y se le notaban las ojeras. También parecía rodeado por esa aureola de abatimiento que produce la desdicha.
—Qué te ha pasado? —le pregunté mientras nos dirigíamos a su oficina. Se había reconciliado con su mujer en junio, después de un año de separación, pero por lo visto no marchaba la cosa.
—Camilla quiere una relación abierta —dijo.
—Vamos, hombre —exclamé sin dar crédito a lo que oía.
Me recompensó con una sonrisa de cansancio.
—Pues es lo que me ha dicho la señora. —Me abrió la puerta y entramos en una sala en forma de L, amueblada con grandes mesas de madera.
Personas Desaparecidas está incluida en Delitos Contra Personas, que a su vez forma parte de la Di visión de Investigaciones, junto con Delitos Contra la Propiedad, Estupefacientes e Investigaciones Especiales. La sala estaba vacía en aquellos momentos, aunque de tarde en tarde se veía gente que entraba y salía. De la habitación de las entrevistas, que daba al pasillo interior, me llegó la voz de una mujer que hablaba a gritos, y deduje que la estaban interrogando. Jonah, defensor instintivo de los secretos profesionales, cerró la puerta del pasillo.
Sirvió café en dos vasos de plástico, los puso sobre la mesa y me alargó sendos sobres de Cremora y Equal. Justo lo que me faltaba, un buen vaso de toxinas calientes. Nos dedicamos a adulterar el brebaje, que encima olía a recalentado.
Tardé unos minutos en exponerle el caso Daggett. Como aún no sabíamos los resultados de la autopsia, que hubiese y sido un homicidio no era más que una teoría. Pese a todo, le conté lo que había hecho y averiguado hasta la fecha, y le di detalles sobre los personajes principales de la historia.
Hablé con él como con un amigo y no como con un policía, y él me escuchó como si fuese parte interesada, pero extraoficial.
—¿Desde cuándo estaba Daggett en Santa Teresa? —preguntó.
—Desde el lunes, lo más seguro —dije—. Puede que fuera antes a otro sitio, pero, según Lovella, si realmente necesitaba ayuda lo más probable es que fuera directamente donde Billy Polo.
—¿Te sirvió la información sobre Polo?
—Aún no, pero ya le llegará el momento. Mientras no sepa con qué contamos no puedo aventurarme a hacer nada.
Sospecho que, aunque se trate de una muerte accidental Barbara Daggett querrá que siga.investigando. Para empezar, ¿qué hacía en un bote de.pesca con el aguacero que caía? ¿Y dónde había estado mientras tanto?
—¿Dónde has estado tú? —preguntó Jonah.
Caí en la cuenta de que él había cambiado de tema.
—¿Quién? ¿Yo? Dando vueltas por ahí..
Cogió un lápiz y se puso a tamborilear con ritmo como si le estuvieran haciendo una prueba para entrar en una banda de blues. Sabía lo que quería decir la mirada con que me asaeteaba, una mirada ardiente y tanteadora.
—¿Estás saliendo con alguien?
Negué con la cabeza y le sonreí.
—Los únicos hombres buenos que conozco están casados. —Empezaba a ponerme en plan coqueto y a él pareció gustarle.
Me traspasó con sus ojos azules y se le tiñeron un tanto las mejillas.
—¿Qué haces respecto al sexo?
—Correr en la playa. ¿Y tú?
Sonrió y desvió la mirada.
—En otras palabras, que no es asunto mío.
Me eché a reír.
—No estoy escurriendo el bulto. Te he dicho la verdad.
—¿En serio? Es curioso, pero siempre he pensado que te ibas por ahí de pendoneo y que organizabas la de Di os.
—Me lo montaba así hace años, pero en la actualidad ya no lo soporto. La sexualidad ata mucho y he de vigilar con quién me relaciono. Además, no tienes ni idea de cómo está el mercado. Los ligues de una sola noche, más que encuentros parecen encontronazos, con llaves, zancadillas y todo. Sólo con hablar de ello se me cae el alma a los pies. Prefiero estar sola.
—No sé a qué te refieres. El año que estuve sin Camilla salía bastante, a ver qué pillaba, pero no acabé de cogerle el tranquillo. Entraba en un bar y a veces se me acercaba alguna tía, pero siempre me salía mal. Me quise comportar con desenvoltura en un par de ocasiones y me dijeron que era un grosero.
—Pues tener éxito es peor aún —dije—. Tendrías que dar gracias por no haber aprendido a utilizar la mano izquierda. Conozco a un par de tipos del circuito de la marcha, y son auténticos ogros. Se lo pasan mal y odian a las mujeres. Follar, folian, pero nada más.
El teniente Becker apareció detrás de él y se sentó junto a una mesa situada al otro extremo de la sala. Jonah volvió a tamborilear con el lápiz y se detuvo. Dejó el lápiz a un lado y se echó atrás en la silla.
—Me gustaría que la vida fuera menos complicada —dijo.
Seguí hablándole con dulzura.
—La vida no es complicada. Tú eres quien la complica. Que yo sepa, te lo estabas pasando genial sin Camilla. Pero te hace una seña y tú vuelves corriendo. Y ahora dices que no sabes qué es lo que no funciona. Deja de hacerte la víctima, tú eres el único verdugo.
Esta vez se echó a reír.
—Kinsey, eres la hostia. ¿Por qué no me dices lo que realmente piensas?
—No entiendo el sufrimiento voluntario. Si eres desdichado, cambia, cambia lo que sea. Si no funciona, da el salto y desaparece. En esta vida no hay nada eterno.
—¿Es lo que hiciste tú?
—Mitad y mitad. Al primero le di la patada yo, el segundo me la dio a mí. Entre una experiencia y otra sufrí lo que había que sufrir, pero cuando me pongo a pensar en aquello, no sé cómo pude aguantar tanto. Fue absurdo. Una pérdida de tiempo enorme.
—Nunca me has contado nada de tus maridos.
—Es verdad. Bueno, ya lo haré en otro momento.
—¿Te apetece que tomemos una copa cuando termine?
Le dirigí una mirada rápida y negué con la cabeza.
—Acabaríamos en la cama.
—De eso se trata, ¿no? —Sonrió y arqueó las cejas a toda velocidad, a lo Groucho Marx.
Me eché a reír y volví al caso Daggett mientras me levantaba.
—Llámame en cuanto el doctor Yee tenga resultados oficiales.
—Te llamaré para algo más que eso.
—Primero pon orden en tu vida.
Me siguió con la mirada y tuve que hacer un esfuerzo para marcharme. Tenía unas ganas locas de correr hacia él, sentarme en sus rodillas y llenarle la cara de lengüetazos, pero la comisaría ya no sería la misma de siempre si lo hacía. Al volverme me di cuenta de que Becker nos observaba con suspicacia mientras fingía inspeccionar su cubículo.
Capítulo 7
Se dictaminó que la muerte de Daggett había sido accidental. Jonah me llamó a casa a las cuatro para comunicarme la noticia. Después de comer había: vuelto a meterme bajo el edredón, con la esperanza de terminar el libro. Acababa de enchufar la cafetera de filtro y de meterme otra vez bajo las mantas cuando sonó el teléfono. Cuando me lo dijo me quedé intrigada, sin acabar de creérmelo. Estuve esperando la coletilla graciosa hasta que me di cuenta de que no era un chiste.
—No lo entiendo —dije—. ¿Está Yee al tanto de los antecedentes del muerto?
—Muchacha, la alcoholemia de Daggett llegaba a tres coma cinco. Intoxicación etílica aguda, casi para provocar un coma.
—¿Y murió de eso?
—Bueno, murió ahogado, pero Yee dice que no hay nada que indique irregularidad. Nada en absoluto. Daggett se fue con el bote, se enganchó con la red, cayó al agua y como estaba demasiado borracho, se ahogó.
—Y un jamón con chorreras.
—Kinsey, hay personas que mueren por casualidad. Está comprobado.
—No me lo creo. En este caso no.
—El equipo encargado de investigar en el lugar de los hechos no encontró nada. Ni el menor indicio. ¿Qué quieres que te diga? Ya conoces a los muchachos. Son todo lo eficaces que se puede esperar. Si estás convencida de que es un homicidio, presenta pruebas. Mientras tanto, tendremos que considerarlo accidente. Por lo que a nosotros respecta, el caso está cerrado.
—¿Y qué hacía borracho perdido en una barca de pesca? —pregunté—. Estaba hecho una cuba y caían chuzos de punta. ¿A quién le alquiló la barca?
Le oí suspirar.
—A nadie. Fue a la Dársena Uno, recorrió el embarcadero, subió a un bote de tres metros de eslora y cortó la amarra. El jefe del puerto identificó el bote, y si quieres te puede enseñar por dónde se cortó la maroma.
—¿Dónde encontraron la barca?
—En la playa, cerca del muelle. No había huellas de interés.
—No me gusta esto.
—Escucha, sé a qué te refieres y te has ganado un punto. En cierto modo coincido contigo, si eso te hace sentir mejor, pero nuestra opinión no le importa a nadie. Considéralo más bien una ventaja. Si se hubiese decretado homicidio, tendrías que mantenerte al margen. De este modo tienes carta blanca… dentro de un orden, se entiende.
—Sabe Dolan que estoy en esto? —El teniente Dolan era uno de los subjefes de la brigada y antagonista mío de toda la vida. Detestaba a los detectives privados que metían la nariz en los asuntos de la policía.
—Es Feldman quien lleva el caso. Seguramente le importará una mierda. ¿Quieres que hable con él?
—Sí, por favor —dije—. Y de paso aclara las cosas con Dotan. Estoy harta de broncas.
—De acuerdo. Te llamaré a primera hora del lunes —dijo—. Si averiguas algo mientras, dímelo.
—Está bien. Gracias.
Llamé a Barbara Daggett y le repetí la información que acababan de comunicarme. Cuando terminé, guardó silencio.
—¿Usted qué piensa? —preguntó al cabo de un rato.
—Trataré de explicárselo. No me doy por satisfecha, pero se trata de su dinero. Si quiere, husmeo durante un par de días y si no descubro nada, damos carpetazo al asunto y vive usted el resto de sus días pendiente del tema.
—Qué posibilidades haya
—Lo ignoro por completo. Lo único que sé hacer es buscar una pista y ver adónde me conduce. Puede que al final nos encontremos en seis callejones sin salida, pero por lo menos sabrá usted que lo intentamos.
—Adelante entonces.
—Genial. Volveré a llamarla.
Aparté el edredón y me levanté. Esperaba que Polo estuviese aún a tiro. No sabía por qué otro sitio empezar.
Desenchufé la cafetera, lo que me sobró de café lo vertí en un termo y a continuación me preparé un emparedado de crema de cacahuete y pepinillos en vinagre, que metí en una bolsa de papel como una colegiala. Notaba en las tripas prácticamente la misma sensación, el mismo temor informe que me embargaba cuando tenía ocho años y me dirigía a paso cansino hacia la Escuela Nacional Woodrow Wilson. No tenía ganas de salir con aquella lluvia. No tenía ganas de complicarme la vida con Billy Polo, que seguramente era un neurótico tan peligroso como pelmazo. Estaba convencida de que se parecía a los chicos de sexto que tanto me asustaban: rebeldes, violentos y mezquinos.
Rebusqué en el armario hasta que di con el impermeable y el paraguas. Salí del hogar, del dulce hogar, y puse rumbo a la casa de la calle Merced donde Billy Polo había vivido antaño. Eran las cuatro y cuarto y había empezado a oscurecer antes de lo normal. El barrio había tenido que ser muy bonito en otra época, pero los bloques de viviendas lo habían invadido poco a poco y en la actualidad no era más que una desafortunada mezcla de insipidez y desidia. Las casitas que aún conservaban alguna decoración estaban encogidas entre prismas blancos de tres plantas y garaje subterráneo, y por todas partes había muestras de la misma insensibilidad y desdén por la historia.
Detuve el coche bajo un turbinto y aproveché sus ramas para protegerme de la lluvia mientras abría el paraguas. Consulté el número de la casa y el nombre de los dos vecinos primitivos con la esperanza de que alguno de ellos me diera una pista sobre el paradero actual de Polo.
En la primera puerta a la que llamé me recibió una anciana en silla de ruedas, con las piernas vendadas y los pies embutidos en unos zapatos llenos de cordones y con cortes laterales para alivio de los juanetes. Me quedé en el derrengado porche delantero y hablé con ella a través del cancel, que no quiso abrir. Recordaba vagamente a Billy, pero no sabía qué había sido de él ni dónde estaría. Me remitió a una casita alquilada que había detrás de la propiedad vecina. No se trataba de ninguna de las direcciones que había copiado del directorio municipal. La anciana me dijo que la familia de Billy había vivido antaño en la propiedad en cuestión y que en la casita de atrás vivía desde hacía treinta años un señor mayor que se apellidaba Talbot. Le di las gracias, bajé los peldaños mojados y me dirigí a la parte trasera por el sendero del garaje.
La vivienda delantera tenía que ser de las primeras que se habían construido en la zona: planta baja coronada por medio piso, todo ello de madera blanca, con tejado a dos aguas, dos mansardas y un porche frontal que se había cerrado en fecha posterior y amueblado de tal modo que parecía una trapería. Di stinguí los tubos espirales de la parte posterior de un frigorífico viejo y junto a éste, una especie de columna construida con envases lácteos de cartón y llena de libros de bolsillo. Las hortensias y buganvillas formaban una tupida red a lo largo del costado de la casa. Del desagüe del canalón brotaba un chorro de agua que inundaba el sendero y que me obligó a dar un rodeo por la derecha.
La vivienda de atrás parecía haber sido originalmente una especie de cobertizo para guardar herramientas; a la izquierda se le había adosado un alpende y a la derecha un cobertizo que hacía de garaje. No había ningún vehículo a la vista y casi todo el espacio cubierto estaba lleno de leña amontonada contra la pared. Quedaba sitio para una bicicleta y poco más.
El armazón era de madera blanca y tabiques, de piedra artificial, había ventanas a ambos lados.de una puerta y una chimenea diminuta que sobresalía de la techumbre. La casita era calcada a la que todos hemos dibujado de pequeños, incluso por el rizo de humo que salía de la chimenea.
Llamé a la puerta y me abrió un viejo cascado y sin dientes. La boca era una raya ancha que apenas le separaba la punta de la nariz de la respingona barbilla. Cuando me vio y se dio cuenta de que era una desconocida, se alejó de la entrada y volvió con la dentadura postiza, que encajó sonriendo en su sitio. La dentadura producía un ruido crujiente, parecido al de los caballos cuando mastican el freno. Tenía que tener setenta y tantos años, era de complexión frágil y de piel clara y moteada de rojo y azul. Se había peinado hacia atrás el pelo canoso, que le tapaba las orejas y le rozaba por detrás el cuello de una camisa raída por las décadas y los infinitos lavados. Encima llevaba una chaqueta de punto que probablemente había pertenecido a una mujer en otra época. Los botones eran de imitación de piedra preciosa, y los ojales estaban en el lado contrario. Se echó el pelo hacia atrás con mano trémula y esperó a que le dijera qué quería.
—¿El señor Talbot?
—Depende de quién lo busque —dijo.
—Soy Kinsey Millhone. Su vecina me sugirió que hablase con usted. Busco a Billy Polo. Su familia vivía en esa casa de delante hace unos cinco años.
—Sé muy bien quién es Billy. ¿Qué quiere de él?
—Necesito información sobre un amigo suyo —dije, y le expliqué someramente lo que sucedía. Como no había motivo para mentir, me limité a exponerle mis intenciones para ver como reaccionaba. Parpadeó.
—Billy Polo es un bicho muy malo. Se lo digo por si no lo sabe. —Tenía la voz cascada y además un tic por el que sacudía la cabeza mientras hablaba. Supuse que sufriría de alguna variante de la enfermedad de Parkinson.
—Lo sé, lo sé. Me dijeron que hasta hace muy poco se encontraba en la Colonia Penitenciaria de California. Creo que fue allí donde conoció al hombre el que aludí antes. ¿Sabe usted cómo localizarlo?
—Bueno, mire, la casa ésa —me señaló con la cabeza la vivienda de delante— era de su madre. La vendió hace un par de años, cuando volvió a contraer matrimonio.
—¿Sigue la madre en la ciudad?
—Sí, creo que vive en la calle Tranvía. Ahora es la señora de Christopher. —Se alejó arrastrando los pies y reapareció al cabo de unos segundos con un cuaderno de direcciones en la mano—. Es una mujer encantadora. Todos los años me envía una postal navideña. Aquí está. Bertha Christopher. Suelen llamarla Betty. Déle recuerdos si la ve.
—Lo haré, señor Talbot. Muchas gracias.
Tranvía era una travesía, ancha y sin árboles, de la calle Milagro, y se encontraba en el sector oriental de la ciudad, en una zona de chalecitos de madera rodeados de vallas de tela metálica, nogueruelas abatidas por la lluvia y juguetes infantiles empapados y abandonados en los senderos pavimentados con franjas paralelas de cemento. No todos los vecinos manifestaban la misma preocupación por el mantenimiento y cuidado de su casa, y la de Bertha Christopher, con sus paredes de color mostaza y cenefas castaño oscuro, era de las que tenían mejor aspecto. Aparqué el VW Cucaracha al otro lado de la calzada, que, como tenía unos cincuenta metros de anchura, me permitió observar el lugar sin llamar la atención. Casi todos los vehículos aparcados por los alrededores estaban destartalados, o sea que el mío pasaba totalmente inadvertido.
Eran ya las cinco de la tarde, la luz diurna comenzaba a irse y el frío había aumentado. La lluvia había amainado bastante y por tanto no cogí el paraguas. Me puse el impermeable amarillo y me cubrí con la capucha. Eché el seguro del coche y crucé la calzada, pisando los charcos y ensuciándome el cuero de las botas. La lluvia tabaleaba en el tejido del impermeable con sonido tan hueco que me sentía como encajonada en una diminuta tienda de campaña.
La propiedad de los Christopher estaba rodeada por un muro bajo de piedra, a base de pedruscos de arenisca y hormigón. Una fila de macetas colgantes protegía del exterior las ventanas de la fachada, y un carillón de tubos de vidrio colgado en una esquina del porche tintineaba a merced del viento. A ambos lados de una mesa metálica había dos sillas de lona y armazón de aluminio. Todo estaba empapado y olía a hierba húmeda.
Como no había timbre, llamé con los nudillos en el panel de vidrio de la puerta principal y puse una mano sobre los ojos para escrutar el interior, que estaba a oscuras y sin el menor indicio de que hubiera alguna luz encendida. Seguí la barandilla del porche y oteé las casas adyacentes, a oscuras asimismo. Supuse que estaría todo el mundo trabajando. Minutos más tarde me encontraba otra vez en el coche.
Encendí el motor, puse la calefacción un rato y dejé que los cristales se empañaran hasta que apenas vi más allá de mis narices. Limpié un pequeño círculo en el centro del parabrisas y me puse a espiar. Se encendieron las farolas. A las seis menos cuarto me comí el bocadillo, sólo por hacer algo. A las seis y cuarto tomé un sorbo de café, encendí la radio y me puse a escuchar una entrevista con un experto en parapsicología. Quince minutos más tarde, acabadas las noticias de las seis y media, apareció un coche que redujo la velocidad y entró en el sendero de la casa de los Christopher.
Bajó una mujer, pero la escasa luz que daban las farolas no me permitió verla bien.
Se detuvo como para abrir un paraguas, pero en él último instante optó por correr hacia el edificio. La vi recorrer el sendero y dirigirse a la parte trasera. Momentos después se encendían las luces una por una: primero la del fondo, seguramente de la cocina, luego la de la sala de estar y por último la del porche. Dejé que transcurrieran unos minutos para que tuviera tiempo de colgar el abrigo y me encaminé hacia la entrada.
Volví a llamar con los nudillos. La vi escrutar el pasillo desde el fondo de la casa y luego avanzar hacia la puerta. Me miró con expresión de desconcierto, y luego acercó la cara al panel de vidrio para verme mejor.
Tendría cincuenta y tantos años, era de piel cetrina y tenía la cara surcada por profundas arrugas. El castaño del pelo era demasiado uniforme para ser natural. Se peinaba con raya lateral, y sobre la frente llena de arrugas le colgaba un flequillo largo y cardado. Tenía los ojos como monedas diminutas de cobre, y llevaba un maquillaje que parecía necesitar un retoque a aquella hora del día. Vestía una especie de uniforme que no me era desconocido, pantalón castaño y túnica a cuadros castaños y amarillos. Pero no recordaba dónde lo había visto antes.
—¿Sí? —dijo del otro lado del vidrio.
Alcé la voz para que me oyera a pesar de la lluvia.
—Busco a Billy. ¿Ha vuelto ya?
—No vive aquí, querida, pero me dijo que pasaría a eso de las ocho. ¿Quién eres?
Le dije el primer nombre que se me ocurrió.
—Charlene. ¿Es usted su madre?
—Charlene ¿y qué más?
—Una amiga suya me dijo que lo saludara de su parte si alguna vez pasaba por Santa Teresa.¿Está en el trabajo?
Me miró con extrañeza, como si la idea de que Billy pudiese trabajar no le hubiera pasado nunca por las mientes.
—Se fue a recorrer las tiendas de coches usados, a ver si encontraba uno que le gustase.
Tenía una cara que me resultaba muy familiar y de pronto recordé, aunque con algo de retraso, que era una de las cajeras del supermercado donde voy a comprar a menudo. Incluso habíamos cambiado unas palabras superficiales sobre el hecho de que yo trabajara como detective privado. Me aparté de la luz para que no me identificara y me levanté las solapas del impermeable como si soplase el viento.
Pareció darse cuenta, no obstante, de que pasaba algo extraño.
—¿Para qué lo buscas?
Pasé por alto la pregunta, como si no la hubiera oído.
—Mejor vuelvo más tarde, cuando esté en casa —dije medio gritando—. Dígale que ha estado aquí Charlene, y que volveré a pasar cuando pueda.
—Bueno —dijo a regañadientes. Me despedí con la mano y me di la vuelta. Bajé los peldaños del porche y me sumergí en la oscuridad, consciente de que la muy suspicaz me estaría observando. Tuvo que perderme de vista en aquel momento porque se apagó la luz del porche.
Regresé al vehículo sacudida por una de esas tiriteras incontenibles que nos hacen temblar de pies a cabeza. Cuando localizara a Billy le explicaría quién era yo y qué quería de él, pero por el momento prefería no descubrir la oreja. Consulté el reloj y me acomodé para afrontar la espera. Comenzaba a ser ya una nochecita larga.
Capítulo 8
Pasaron cuatro horas. Dejó de llover. No sólo estaba claro que Billy se retrasaba sino que además cabía la posibilidad de que no apareciese en toda la noche. A lo mejor había comprado un coche y se había ido de Santa Teresa, o había telefoneado a su madre en algún momento y había decidido dar esquinazo a la visita que se había presentado con el nombre de "Charlene". Me había terminado todo el café del termo y el cerebro me chisporroteaba a causa de la cafeína. Creo que si fumara habría consumido una cajetilla entera. Lo que sí hice fue tragarme otros ocho noticiarios radiofónicos, el parte para los agricultores y una hora de música sudamericana. Me planteé la posibilidad de aprender español con aquellas canciones para estreñidos. Pensé en Jonah y en mis consortes. Estaba convencida de que si volvían a romperme el corazón, el crujido sonaría igual que aquella música, aunque, hasta donde yo entendía, las letras hablaban de gusanos y hernias inguinales que, gracias al lirismo de la música, adquirían prestancia espiritual. La verdad es que estuve a punto de morirme de aburrimiento de tanto pensar en lo que sucedía dentro de mi cabeza, por eso respiré de alivio cuando vi que se acercaba un coche y se detenía junto a la acera de la casa de enfrente. Parecía un Chevrolet 1967, blanco, con una matrícula provisional pegada al parabrisas. No pude ver bien al sujeto que bajó del vehículo, pero no le quité el ojo de encima mientras subía los peldaños del porche con un par de zancadas y llamaba a la puerta.
Le abrió Betty Christopher. Desaparecieron al cerrarse la puerta. Segundos después veía bailotear las dos sombras a la luz de la cocina. Supuse que se habrían sentado para tomarse una cerveza y hablar de sus asuntos. Pero de súbito se abrió la puerta y salió el hombre. Me encogí en el asiento hasta que mis ojos quedaron a la altura de la base de la ventanilla. El cielo seguía cubierto, no había luna y los coches aparcados a lo largo de la acera realzaban la sensación de oscuridad. El hombre observaba la calle y con la mirada recorría uno por uno los coches estacionados. El corazón se me disparó cuando vi que bajaba los peldaños y venía directamente hacia mí.
Se detuvo en el centro de la calzada. Se acercó a una furgoneta aparcada a dos plazas de mi coche. Encendió una linterna y abrió la portezuela del conductor, al parecer para mirar la documentación del vehículo. Lo perdí de vista. Pasaron los segundos. Escruté las sombras mientras me preguntaba si no se habría puesto a reptar para abordarme por la derecha. Oí el ruido sordo que produjo al cerrar la puerta de la furgoneta. La luz de la linterna se detuvo en el coche que había delante de mí y se reflejó en el parabrisas del mío, aunque no era lo bastante potente para revelar mi presencia. Apagó la linterna. Se quedó inmóvil, a la espera, observando la calle en ambas direcciones. Por lo visto había llegado a la conclusión de que no había motivo para preocuparse porque echó a andar hacia la casa. Al llegar al porche apareció la mujer con una bata sobre los hombros. Hablaron durante unos minutos, el hombre volvió al coche y se fue. En cuanto la mujer cerró la puerta, puse en marcha el VW, hice una maniobra en forma de herradura y salí en pos del hombre. Esperaba que no fuera un truco para que me delatara.
Ya había girado a la izquierda y luego a la derecha cuando lo descubrí a dos manzanas de distancia. Íbamos por calles secundarias, sin semáforos, y donde lo único que interrumpía el avance era alguna que otra señal de stop.
Tenía que reducir la distancia o me arriesgaba a perderlo. Las persecuciones individuales son absurdas si no sabemos a quién seguimos ni adónde vamos. Había muy poco tráfico a aquella hora, y si aceleraba se daría cuenta de que la presencia de mi Cucaracha no se debía a la casualidad.
Pensé que se dirigía a la autopista, pero antes de llegar al acceso norte redujo la velocidad y giró a la derecha. Como entre su vehículo y el mío sólo había ahora media manzana de distancia, me pegué a la acera, frené y apagué el motor. Eché el seguro y apreté a correr en diagonal hacia la esquina opuesta. Vi las luces traseras de su coche a media manzana. En aquel momento giraba a la izquierda para entrar en un campamento de remolques de aspecto destartalado.
Puente es una angosta callejuela del sector oriental que discurre en sentido paralelo a la Autopista 101, y el campamento estaba emparedado entre ambas arterias y protegido de la autopista por una valla de madera de tres metros y macizos de adelfas. Avancé con rapidez. Las casas eran sombrías, los senderos de entrada estaban bloqueados por coches antiguos, casi todos con abolladuras. Las farolas apenas daban luz en aquella zona, pero el campamento de remolques que tenía delante estaba engalanado con múltiples bombillitas de colores.
No vi ni rastro del Chevrolet cuando llegué a la entrada, pero como era un sitio pequeño pensé que no sería difícil dar con él. El camino que recorría el campamento era de dos carriles. El asfalto brillaba aún a causa de la lluvia y caían gotas de los eucaliptos que se alzaban aquí y allá. Por todas partes había rótulos: NO ACELERAR. LA VELOCIDAD MATA. PARKING RESERVADO PARA LOS ARRENDATARIOS. NO BLOQUEAR LA SALIDA.
Casi todos los remolques eran del tipo unipersonal, de cinco a siete metros de longitud, como esos que hace muchos, muchos años podían engancharse al coche para viajar como Di os manda.
Las marcas que más abundaban eran Nomad, Airstream y Concord. Todos llevaban un cartón en la ventanilla con el número de la parcela que ocupaban. Algunos se habían instalado en los reducidos cuadros de césped que se reservaban para los vehículos de paso, pero había muchos residentes fijos que, por su aspecto, llevaban años allí. Las parcelas eran cuadrados de hormigón rodeados de vallas blancas de madera, de sesenta centímetros de altura, o separados entre sí por esterillas de bambú estropeadas. Los patios y jardines, allí donde existían, estaban llenos de patos y ciervos de plástico.
Eran casi las once y muchos remolques estaban a oscuras. A veces veía el resplandor grisáceo que emitían las pantallas de los televisores. Encontré el Chevrolet, con el capó caliente, el motor quejándose todavía, estacionado junto a un remolque verde oscuro, abollado, con un toldo roto y la mitad del rodapié de aluminio arrancada. En el interior se oía el golpeteo sordo de una pieza de rock a un volumen demasiado elevado para un espacio tan reducido.
Las ventanillas de la roulotte eran óvalos de luz amarilla muy potente y estaban a unos treinta centímetros por encima de mis ojos. Lo rodeé desplazándome hacia la derecha, acercándome al máximo y mirando a mi alrededor para ver si algún vecino me había descubierto. El remolque contiguo tenía un rótulo de SE ALQUILA pegado con cinta adhesiva al costado, y el de enfrente tenía las cortinillas echadas. Volví a la ventana, me alcé de puntillas y eché un vistazo al interior. La ventanilla estaba entornada y por la rendija salía una corriente de aire caliente que olía a cebolla frita. Las cortinillas eran trapos de cocina ensartados en una varilla de latón, de la que pendían en forma tan irregular que distinguí con claridad a Billy Polo y a la mujer con la que hablaba. Estaban sentados ante la mesa abatible de la cocina, tomando cerveza y moviendo la boca para pronunciar unas palabras que no alcanzaba a oír por culpa de la música. El interior del remolque era un collage deprimente a base de tabiques baratos, platos sucios, basura, tapicería rota, periódicos y latas de comida amontonadas en todos los rincones. En lo alto de la puerta había una pegatina de coche que decía: ¡HE ESTADO EN LOS 48 ESTADOS!
Encima de una caja de cartón había una tele portátil, en blanco y negro; estaba encendida y en aquellos momentos emitía lo que parecía ser el final de un episodio de una serie policíaca de gran audiencia.
La acción era trepidante Un coche incontrolado se puso a dar vueltas de campana, cayó por un precipicio y explotó en el aire. Cambió la escena y vi a dos hombres en un despacho, uno de ellos hablando por teléfono. Ni Billy ni su compañera parecían prestar atención a la película, aunque con el ruido de la música habría sido imposible que se enteraran de lo que decían los personajes.
Sentí un calambre en la pantorrilla derecha. Busqué algo en que subirme para no forzar tanto los músculos. El jardín contiguo era una selva de arbustos que habían crecido a la buena de Di os, y el espacio para estacionar el vehículo estaba alfombrado de trastos. Debajo de la puerta del remolque había un fragmento de escalera. Me abrí paso por entre los matojos, empapándome los tebanos y las botas. Confiaba en que el estrépito de la música ahogara el ruido que hice al coger la escalera, arrastrarla por entre los arbustos y colocarla debajo de la ventanilla..
Subí los peldaños con precaución y me puse a mirar otra vez lo que pasaba dentro. Pese a haber vivido como criminal a lo largo de sus treinta años, Billy Polo tenía sorprendentemente cara de adolescente. Su pelo era una esfera morena y rizada que le enmarcaba el rostro. La nariz era pequeña, la boca carnosa, y tenía un hoyuelo en la barbilla que parecía una cicatriz. No era hombre fornido, aunque poseía una complexión nervuda que evidenciaba unos músculos potentes. Había algo frenético en él, una especie de tensión en los ademanes. No dejaba los ojos quietos y tendía a mirar de soslayo cuando hablaba, como si mirar a los ojos le pusiera nervioso.
La mujer tendría poco más de veinte años, boca grande, mentón fuerte, y una nariz de perro pequinés que parecía de masilla. No llevaba maquillaje y tenía un pelo rubio y espeso, mal cortado, con las puntas abiertas, que le caía hasta los hombros en una serie de ondulaciones inmóviles y rígidas. Tenía la piel muy pálida y cubierta de pecas. Llevaba una bata de seda demasiado grande, de hombre, y al parecer estaba resfriada. Llevaba en el bolsillo un paquetito de pañuelos de papel con los que se sonaba de vez en cuando. La tenía tan cerca que distinguía el enrojecimiento que de tanto sonarse se le había formado entre la base de la nariz y el labio superior. Me pregunté si sería alguna novia antigua de Billy. No había nada sexual en su forma de tratarse, pero sí un curioso sentido de la intimidad. Puede que se tratara de una antigua historia amorosa que hubiese acabado por apagarse.
La música rock empezaba a sacarme de quicio. Con aquel alboroto no iba a enterarme nunca de lo que decían. Me bajé del fragmento de escalera, rodeé el remolque y me acerqué a la puerta. La ventanilla de la derecha estaba abierta de par en par, pero con las cortinas echadas y sujetas.
Esperé a la pausa que hay entre, canción v canción. Aspiré una profunda bocanada de aire y aporreé la puerta.
—¡A ver si bajáis ese ruido, joder! —grité—. ¡Así no hay quien duerma!
—Di sculpe —dijo la mujer desde el interior. La música cesó de pronto y fui al otro lado a ver qué podía oír
El silencio había sido como mano de santo. Sin duda habían bajado antes el volumen del televisor porque los anuncios que desfilaban por la pantalla en aquel momento se veían sin música ni voces y me permitieron oír parte de lo que hablaban, aunque lo hacían en voz demasiado baja.
—…claro que ella lo contará. Qué esperabas? —dijo la mujer.
—No me gusta que me presionen. No me hace ninguna gracia cargar con ella… — dijo Billy y añadió algo que no pude entender.
—¿Y eso qué importa? Nadie la ha obligado. Joder, es libre, blanca y mayor de edad… la cuestión es… entrar en… para que ella no crea… todo el asunto, ¿no?
La voz femenina había bajado de tono y cuando respondió Billy, lo hizo con la mano en la boca y no entendí nada de lo que dijo. Además, prestaba atención a medias y mientras hablaba desviaba los ojos hacia la pantalla del televisor. Tenían que ser las once en punto porque en aquel momento empezó el telediario local. Di eron la entrada de siempre, un plano largo de la mesa ante la que estaban sentados los dos presentadores, los dos trajeados, el uno de blanco y el otro de negro, igual que un conjunto a juego. Estaban serios, como correspondía. La cámara enfocó un primer plano del negro. A sus espaldas apareció una foto de John Daggett durante unos segundos. Hubo un plano muy breve de la playa. Tardé unos momentos en darme cuenta de que se trataba del lugar donde habían encontrado el cadáver de Daggett. Al fondo vi la bocana del puerto y la draga.
Billy dio un respingo y cogió a la mujer por el brazo. Esta se volvió para ver lo que Billy le señalaba. El presentador siguió hablando y puso a un lado la primera página. La cámara enfocó al otro presentador y en la pantalla apareció una foto fija de un depósito local de basuras.
Billy y la mujer cambiaron una mirada larga de nerviosismo. Billy comenzó a retorcerse las manos, los nudillos le crujieron.
—¡Copón!
La mujer cogió el periódico y se lo arrojó.
—Te dije que era él, lo supe en cuanto leí que habían encontrado a un vagabundo en la playa. ¡Maldita sea, Billy! Todo lo que tocas se convierte en mierda. Pero, claro, eres tan listo. Lo tienes todo tan previsto y calculado. Joder, cuestas más de criar que un hijo tonto.
—No saben que nos conocíamos. Es imposible que lo sepan.
La mujer lo miró con desprecio, ofuscada por el hecho de que Billy quisiera defenderse.
—¡Que la policía no es tonta! Seguramente lo han identificado por las huellas dactilares. Saben por tanto que estuvo en San Luis. No hace falta ser una lumbrera para averiguar que estuviste allí con él. Vendrán a buscarte antes de que te des cuenta. "¿Cuándo viste a este tío por última vez?" O sea que vete preparando.
Billy se puso en pie con brusquedad. Se acercó a la despensa y la abrió.
—¿Tienes Black Jack?
—No, ya no queda. Te lo bebiste todo anoche.
—Ponte cualquier cosa. Nos vamos al Hub.
—¡Estoy resfriada! No pienso salir a estas horas. Vete tú. Además, ¿qué necesidad tienes de salir a beber?
Billy cogió su chaqueta y se la puso.
—¿Tienes pasta? Sólo me queda un dólar.
—Pues busca trabajo y costéate tus vicios. Estoy harta de darte dinero.
—Te he dicho que te lo devolveré. ¿Por qué estás preocupada? Vamos, aprisa —dijo Billy, chasqueando los dedos con impaciencia.
La mujer se tomó su tiempo, pero acabó rebuscando en el bolso y sacando un billete arrugado de cinco dólares que Billy cogió sin el menor comentario.
—¿Dormirás aquí? —preguntó ella.
—Aún no lo sé. Puede que sí. No eches la llave.
—Procura no hacer ruido, ¿quieres? Estoy hecha una mierda y no me gustaría que me despertaras.
Billy le puso las manos en los brazos.
—Eh —dijo—, tranquilízate. Te preocupas demasiado.
—¿Sabes cuál es tu problema? Que crees que por decir esas tonterías ya está todo solucionado. El mundo no funciona así. Nunca ha funcionado así.
—Bueno, para todo hay una primera vez. Tu problema es que eres una pesimista…
En aquel punto me dije que lo mejor era largarse y volver al coche. Bajé de mi atalaya y durante un segundo me debatí entre quitar de allí el fragmento de escalera o dejarlo donde estaba. Era preferible quitarlo. Me puse a tirar de la escalera y la arrastré por entre los matojos hasta un claro donde había un montón de escombros. La dejé en el suelo, crucé el campamento en sombras y salí a la calle.
Corrí hacia el coche, arranqué y giré en redondo, previendo que Billy volvería por donde había llegado. En efecto, vi por el retrovisor que el Chevrolet giraba a la izquierda para acceder a la travesía y se dirigía hacia mí. Me siguió durante un par de manzanas pegado a mi parachoques trasero, contraviniendo lo que estipula el código de circulación. Me adelantó haciendo sonar el claxon con impaciencia, giró a la izquierda como una exhalación y se alejó hacia Milagro. Como sabía adónde iba, no me di prisa. A tres calles de allí había un bar que se llamaba el Hub. Entré en el local unos diez minutos después que Billy. Había comprado una botella de Jack Daniels y se la estaba bebiendo mientras jugaba al billar.
Capítulo 9
El Hub es un bar con toda la pinta de ser un almacén reconvertido. Es demasiado grande para inspirar sentimientos amistosos, y demasiado frío para relajar a nadie. El techo es alto, está pintado de negro y recorrido por una red de cañerías y tubos de conducción eléctrica. Las mesas de la sala principal están dispersas, y las paredes están cubiertas de fotos antiguas del bar, en blanco y negro, donde se ve la cambiante clientela que ha tenido con el paso de los años. A través de una arcada muy ancha se accede a una sala menor donde hay cuatro mesas de billar. La máquina de los discos es muy grande y la festonean franjas amarillas, verdes y rojo cereza, entre las que parpadean ristras de bombillas pequeñas. El local estaba curiosamente vacío, pese a ser sábado por la noche. En la máquina sonaba un single de Willie Nelson que yo no conocía.
No había ninguna mujer en el bar y noté que las miradas masculinas se posaban en mí con tensa cautela. Me sentí olisqueada, como un perro que se aventura en un barrio extraño. El aire estaba muy cargado a causa del humo del tabaco, que difuminaba el perfil de los hombres inclinados sobre las mesas de billar con el taco en la mano. Identifiqué a Billy Polo por el gran cojín de pelo que le coronaba la cabeza. De pie resultaba más alto de lo que había imaginado, ancho de espaldas y liso de caderas. Jugaba al billar con un muchacho mejicano de unos veintidós años, chupado de cara, con los brazos cubiertos de tatuajes y un pecho hundido y magro que se le veía por la abertura de la camisa hawaiana, desabrochada hasta la cintura.
En total tendría unos seis pelos en el pecho, en la casi imperceptible cavidad que tenía en mitad del esternón.
Me acerqué a la mesa y me dispuse a esperar hasta que Billy terminara la partida. Me miró con indiferencia, apuntó con la bola blanca a la número seis, golpeó aquélla con el taco y ésta se coló en una tronera lateral. Rodeó la mesa sin detenerse, apuntó a la bola número dos y la metió como un rayo en la tronera del rincón. Puso tiza al taco sin apartar el ojo de la bola número tres. Ensayó un ángulo, lo desechó, se inclinó sobre la mesa y golpeó la blanca con tal fuerza que la tres se coló en la tronera lateral y la cinco rebotó en la banda, se dirigió hacia la tronera del rincón, quedó suspendida en el borde y entró al final. Por la cara de Billy bailoteó una leve sonrisa, pero no alzó los ojos.
El mejicano, apoyado en el taco, me miró sonriente. Di jo "Te quiero" moviendo los labios, sin emitir sonido alguno. Tenía un incisivo ribeteado de oro, igual que un portarretratos, y tenía una mancha de tiza azul junto a la barbilla. Billy acabó de despejar la mesa y fue a dejar el taco en el bastidor de la pared. Al pasar junto al mejicano, le sacó un billete de veinte dólares del bolsillo de la camisa y se lo guardó en el suyo. Di jo entonces, con la cara vuelta:
—¿Eres tú el angelito que fue a buscarme a casa de mi madre?
—Exacto. Soy amiga de John Daggett.
Ladeó la cabeza, entornó los ojos, se puso la mano tras la oreja y dijo:
—¿De quién?
Sonreí con cansancio. Por lo visto estábamos jugando a las adivinanzas. Levanté la voz y repetí, vocalizando:
—Daggett. John.
—Ah, sí. Ese. ¿Y cómo le va actualmente? —Se puso a chascar los dedos, siguiendo el ritmo de la máquina de discos, donde ahora sonaba una canción de George Benson.
—Ha muerto.
Debo reconocer que sabía hacer las cosas. Fingió que se llevaba una sorpresa, pero no cargó las tintas.
—Te burlas. ¿Daggett muerto? Qué lástima. ¿Cómo fue? ¿De un ataque al corazón?
—Se ahogó. Anoche, en la dársena.
Señalé con el pulgar hacia atrás, por encima de mi hombro, hacia el puerto, para que supiera qué quería decir dársena.
—¿Aquí en Santa Teresa? Joder, qué fuerte. No lo sabía. Lo último que supe de él era que estaba en Los Ángeles.
—Me extraña que no lo hayas visto en la tele.
—Bah, nunca presto atención a esas tonterías. Me cargan, ¿sabes? Tengo cosas mejores que hacer.
Mantenía el tórax vuelto mediante una torsión de cintura y no quitaba ojo a lo que ocurría en el local. Supuse que estaría tratando de adivinar quién era yo y qué quería. Me asaeteó con la mirada.
—Di sculpa, pero no he entendido bien tu nombre.
—Kinsey Millhone.
Me observó por encima.
—Creo que mi madre dijo que te llamabas Charlene.
Negué con la cabeza.
—No sé de dónde habrá sacado eso.
—¿Y a qué te dedicas?
—A la investigación. Trabajo por mi cuenta. Por qué lo preguntas?
—No tienes pinta de ser amiga de Daggett. Era un pobre diablo. Y tú tienes demasiada clase para relacionarte con un muerto de hambre como él.
—No he dicho que fuéramos amigos íntimos. Lo conocí hace poco por mediación de un amigo de un amigo.
—¿Y por qué me lo cuentas? A mí me importa una mierda todo eso.
—¡Qué pena que digas una cosa así! Daggett me dijo que hablara contigo si le pasaba algo.
—¿Conmigo? Venga ya —dijo sin dar crédito a lo que oía—. Mira, aquí pasa algo raro. Creo que me confundes con otra persona. Es verdad que conocí a Daggett, pero no lo conocía. ¿Lo digieres?
—Pues tienes razón al decir que aquí pasa algo raro porque él me dijo que eras su mejor amigo.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Muñeca, el viejo Daggett estaba de bromas. No sé de qué me estás hablando. Ni siquiera recuerdo cuándo lo vi por última vez. Hace siglos, creo.
—¿En qué circunstancias?
Se quedó mirando al mejicano, que escuchaba descaradamente.
—Nos veremos más tarde, tío. —Luego, con desprecio, murmuró entre dientes—: Paco. —Por lo visto era un nombre que se utilizaba para insultar a todos los sudamericanos.
Me rozó el brazo y me condujo a la otra sala.
—Estos indios son todos iguales —me informó—. Creen que saben jugar al billar y no saben una mierda. No me gusta hablar de asuntos personales delante de los chicanos. ¿Puedo invitarte a una cerveza?
—Desde luego.
Me señaló una mesa vacía y apartó una silla para que tomara asiento. Colgué el impermeable en el respaldo y me senté. Llamó la atención del camarero de la barra y le enseñó dos dedos. El camarero cogió dos botellas de cerveza, las abrió y las dejó en la barra.
—¿Quieres algo para picar? —dijo Billy—. ¿Patatas? Aquí las hacen estupendas. Un poco grasientas, pero buenas de sabor.
Negué con la cabeza y le observé con curiosidad. De cerca tenía cierto atractivo, una aureola de sexualidad desnuda de la que probablemente ni siquiera se daba cuenta. De vez en cuando conozco hombres así y el fenómeno no deja de llamarme la atención.
Se acercó a la barra, dejó un par de billetes arrugados y cogió las cervezas. Di jo no sé qué al camarero y esperó un momento, mientras éste ponía un vaso invertido encima de cada botella; Billy me sonrió con picardía.
Volvió a la mesa y tomó asiento.
—Es la hostia, pides un vaso y te tratan como si hubieras pedido caviar. Son unos patanes. Si vengo por aquí es porque una hermana mía trabaja en este sitio tres noches por semana.
Ajajá, me dije, la mujer del remolque.
Llenó un vaso de cerveza, me lo pasó y se dedicó a llenar el suyo con parsimonia. Tenía los ojos hundidos y varios hoyuelos en las comisuras de la boca que le hacían una especie de pliegue.
—Mira —dijo—, creo que aquí hay un malentendido. Tú crees que sé algo que en realidad no sé. La verdad es que no conocía mucho a Daggett y creo que no le caía simpático. No sé quién te diría que yo era colega suyo, pero está claro que no fue él.
—Tú lo llamaste el lunes por la mañana, ¿no es cierto?
—¿Yo? Qué va, ¿para qué iba a llamarle?
Proseguí como si no hubiera abierto la boca.
—No sé qué le dirías, pero estaba asustado.
—Siento defraudarte, pero si alguien lo llamó, fue otra persona. En cualquier caso, cuéntame: ¿qué hacía el viejo por aquí?
—No lo sé. Su cadáver apareció en la playa de madrugada. Pensé que me ayudarías a recomponer lo que pasó. ¿Sabes dónde estuvo anoche?
—No. Ni la menor idea. —Le llamó la atención una mota de polvo que flotaba en la espuma de su vaso y la cogió con los dedos.
—¿Cuándo lo viste por última vez? Creo que no me lo las dicho.
Adoptó un tono guasón.
—Es que no me he traído la agenda, ¿sabes? Si no, te lo diría con exactitud. Puede que comiéramos por ahí alguna vez, él y yo solos.
—¿En San Luis tal vez?
Hizo una leve pausa y su sonrisa perdió un par de vatios.
—Coincidí con él en San Luis —dijo con tiento—. Yo y tres mil setecientos tíos más. ¿Y qué?
—Nada, que supuse que podíais estar en contacto.
—Ya te dije que no lo conocía mucho. Estar con él era como tener un clavo en el zapato, ¿entiendes? Y a nadie le gusta eso.
—¿Sabes si conocía a alguien en Santa Teresa, aparte de ti?
—No lo sé. Esta semana no me ha tocado seguir a nadie.
—¿Y tu hermana? ¿La conocía Daggett?
—¿A Coral? Imposible. Coral no se relaciona con muertos de hambre. Le rompería la crisma si lo hiciera. No sé por qué insistes. Ya te he dicho que no sé nada. No lo he visto ni sé nada de él. ¿Por qué no me crees?
—Porque pienso que no dices la verdad.
—¿Quién lo dice? Que yo sepa, has sido tú quien me ha buscado. No tengo por qué hablar contigo. Te estoy haciendo un favor. No sé quién eres. Ni siquiera sé qué coño buscas.
Cabeceé y esbocé una sonrisa.
—Billy, tienes la lengua muy sucia. No sabía que trataras así a las mujeres. Me siento ofendida.
—Ahora eres tú la que se quiere reír de mí, ¿no? —Me escrutó la cara—. No serás de la pasma, ¿verdad?
Recorrí la botella de cerveza con la uña del pulgar y arranqué un trozo arrugado de etiqueta.
—En realidad, sí.
Lanzó un bufido. Pues se iba a enterar el pájaro.
—¿En serio? No me digas.
—Soy investigadora privada.
—No te creo.
—Pues lo soy.
Se echó atrás en la silla; le hacía gracia que quisiera engañarle de aquel modo..
—Eres la hostia, tía. ¿Con quién te crees que estás hablando? Puede que naciera de noche, pero no fue anoche. Conozco a los detectives de esta ciudad y tú no eres de la banda, o sea que invéntate otra.
Me eché a reír.
—Está bien, no lo soy. Imagínate que sólo soy una curiosona que quiere investigar la muerte de un conocido casual.
—Eso podría tragármelo, pero no explica por qué te intereso yo.
—Fuiste tú quien se lo presentó a Lovella, ¿verdad?
Estuvo unos segundos sin saber qué decir.
—¿Conoces a Lovella?
—Claro. La conocí en Los Ángeles. Vive en Sawtelle.
—¿Cuándo la conociste?
—Anteayer.
—No jodas. ¿Y te dijo que hablaras conmigo?
—¿Sabe alguien más tu paradero?
Se me quedó mirando como si asistiera mentalmente a una especie de polémica.
Pensé que un poco de coacción tal vez le tiraría de la lengua.
—¿Sabes que Daggett la trataba como a un trapo?
Se puso algo incómodo y desvió la mirada.
—Sí, bueno, pero Lovella es una gran chica. Tiene que aprender a cuidar de sí misma.
—¿Por qué no le echas una mano?
Sonrió con amargura.
—Conozco a más de uno que se echaría a reír si le dijeran que voy a echar una mano a alguien —dijo—. Además, es una mujer fuerte. No la subestimes.
—La conoces desde hace mucho, ¿verdad?
Su rodilla se había puesto a dar saltos.
—Siete años, ocho. La conocí cuando ella tenía diecisiete. Vivimos juntos un tiempo, pero no resultó. Teníamos demasiadas broncas. Es una puta asquerosa, pero yo la quería mucho. Luego me trincaron y me metieron en el talego por un piso que había desvalijado otro, entonces ella y yo, joder, no sé qué pasó. Nos escribirnos durante una temporada, pero no se puede repetir lo que ya no existe, ¿comprendes? El caso es que ahora somos amigos, creo. Yo por lo menos la aprecio y la entiendo. Pero no sé qué pensará ella de mí.
—¿La has visto últimamente?
La rodilla se detuvo en seco.
—No, no la he visto últimamente —dijo—. ¿Y tú? ¿Por qué fuiste a verla?
—Buscaba a Daggett. Le habían cortado el teléfono.
—¿Qué te dijo ella exactamente?
Me encogí de hombros.
—Poca cosa. No me quedé mucho rato y ella no se sentía del todo bien. Le habían puesto un ojo a la funerala.
Joder —dijo. Se echó atrás en la silla—. Pero ¿por qué dejarán las mujeres que los tíos les den de hostias?
—No lo sé.
Apuró la cerveza y dejó el vaso en la mesa.
—Apuesto lo que sea a que tú no eres de las que se dejan pegar.
—Todos dejamos que nos peguen alguna vez —dije.
Se levantó.
—Perdona que te corte, tía, pero tengo que largarme. —Se dio la vuelta y se remetió los faldones de la camisa bajo el pantalón. Su lenguaje corporal decía que él ya se había puesto en marcha y que ya le alcanzaría la ropa cuando estuviera en la calle.
Me puse en pie y cogí el impermeable.
—No te irás de la ciudad, ¿verdad?
—¿Te importa mucho?
—No creo que sea buena idea, dado que la muerte de Daggett está sin resolver. Puede que la pasma quiera hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre dónde estuviste anoche, por ejemplo.
Alzó la voz.
—¿Sobre dónde estaba yo anoche? Pero ¿de qué hablas?
—Puede que la pasma quiera saber qué relación había entre Daggett y tú.
—Relación? Tú me estás vacilando. ¿Adónde quieres ir a parar?
—No es por mí por quien tienes que preocuparte. Lo que ha de importarte es la pasma.
—¿Qué pasma? Cabeceé.
—Los conoces bien y sabes cómo las gastan. Si alguien les fuera con el cuento, estarías listo, muchacho.
Se sintió ofendido.
—¿Me harías eso? ¿Por qué?
—Porque no eres legal conmigo, William.
—¡He sido legal contigo! Te he dicho todo lo que sé.
—No es verdad. Creo que sabías ya lo de la muerte de Daggett. Y creo que lo viste en el curso de esta semana.
Puso los brazos en jarras y cabeceó mientras miraba hacia el otro extremo del local.
—Lo que me faltaba, tía. No te he mentido. Te he dicho la verdad. Yo sólo me ocupo de mis asuntos, como está mandado. Si ni siquiera sabía que el viejales estaba en Santa Teresa.
—Insiste todo lo que quieras —dije—, pero voy a darte un consejo. Tengo la matrícula del coche que has comprado. Como te largues de la ciudad, aviso al teniente Dolan de Homicidios.
Parecía tan desconcertado como preocupado.
—Pero, ¿qué es esto? ¿Un chantaje? ¿Es eso lo que buscas?
—¿Chantaje? Pero si no tienes un clavo. Lo que quiero es información, nada más.
—Yo no sé nada. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Escucha —dije sin perder la paciencia—, ¿por qué no meditas la situación y hablamos en otro momento?
—¿Y por qué no te vas a tomar por culo?
Me puse el impermeable y me colgué el bolso del hombro.
—Gracias por la cerveza. La próxima vez te invitaré yo.
Como estaba demasiado cabreado para responder, hizo un ademán de desprecio muy exagerado. Se dirigió a la puerta y vi cómo salía. Consulté la hora. Eran las doce pasadas y me sentía hecha polvo. La cabeza empezaba a dolerme y era consciente de que toda yo olía a humo de tabaco rancio. Quería irme a casa, desnudarme, ducharme y meterme entre los pliegues del edredón. En vez de ello, aspiré una profunda bocanada de aire y fui en pos de Billy.
Capítulo 10
Dejé que se adelantase un trecho y lo seguí hasta el remolque. La temperatura debía de haber bajado a menos de quince grados. Los eucaliptos me duchaban de tarde en tarde, cuando el viento los azotaba, pero el cielo estaba bastante despejado. En lo alto veía los grumos claros de las nubes que se alejaban abriendo huecos tachonados de estrellas. Aparqué a media manzana de distancia y me colé en el campamento a pie, tal como había hecho antes. Billy había estacionado el coche al lado del remolque. Empezaba a aburrirme, pero tenía que cerciorarme de que no había vuelto para consultar con algún compinche de cuya existencia yo no tuviera noticia.
Seguía encendida la luz de la cocina, pero había otra más difusa en la parte posterior, donde supuse que estaría el dormitorio. Me dirigí hacia este último punto a través de los matojos. Se habían corrido todas las cortinas, pero por el escape del sistema de ventilación, tapado con tela metálica, salía el murmullo de una conversación. Me agaché junto al rodapié arrancado y pegué la cabeza al aluminio. Me llegó olor de tabaco. Supuse que sería Coral quien fumaba.
—…quiero saber por qué ha tenido que aparecer en este momento —decía Coral—. Por eso es por lo que tenemos que preocuparnos. Por lo que afecta a nuestros intereses, están los dos en el ajo.
—Sí, pero ¿de qué modo? Eso es lo que no entiendo.
—¿Cuándo dijo que te llamaría?
—No lo dijo. Sólo dijo que meditara sobre la situación. Joder. ¿Cómo se habrá enterado tan pronto de lo del Chevy? Eso es lo que más me toca las narices. Sólo hace dos horas que lo tengo.
—Puede que te haya seguido, subnormal.
Reinó un profundo silencio.
—Me cago en la leche —dijo Billy.
Oí unos pasos que se dirigían a la parte delantera del remolque. Cuando se abrió la puerta yo estaba ya oculta en la parte de atrás. Eché un vistazo al cobertizo bajo el cual estaba el automóvil. Tenía el morro del Chevy a unos dos metros de distancia y había montones de cacharros a ambos lados del vehículo.
La puerta había quedado abierta y por ella brotaba un chorro de luz que llegaba hasta el comienzo del asfalto. Eché un vistazo rápido por encima del hombro, me adentré en la chatarra, me situé en el costado más alejado del automóvil, me agaché y agucé el oído. A veces me da la sensación de que me paso así media vida. Oí que Billy avanzaba hacia el extremo del remolque donde estaba el dormitorio, tal como yo había hecho.
—¡Copón! —exclamó entre dientes.
Coral se asomó por la ventana lateral.
—¿Qué pasa? —susurró con vehemencia.
—Cierra el pico. No es nada. Que me he dado una hostia en toda la espinilla con un hierro que sobresale. ¿Por qué no arreglas la porquería ésta de una vez?
Yo pensaba exactamente lo mismo.
Coral se echó a reír y la cortina volvió a quedar como antes.
Billy reapareció en la otra punta del cobertizo, frotándose la espinilla izquierda.
Hizo una rápida inspección visual y al parecer quedó convencido de que no había nadie acechando en los alrededores. Cabeceó, subió pisando con fuerza los peldaños de la entrada y cerró de un portazo. El cobertizo quedó a oscuras.
Expulsé el aire que había contenido en los pulmones.
Oí que seguían hablando en voz baja, pero en realidad ya no me interesaba lo que pudieran decir. En cuanto me convencí de que no había moros en la costa, salí a gatas por el camino asfaltado y me dirigí a mi coche.
El domingo amaneció nublado. Hasta el aire tenía un color gris y la humedad parecía manar de la tierra igual que la bruma. Me dediqué a los menesteres matutinos de costumbre, hice cinco kilómetros corriendo y el cielo volvió a despejarse. A eso de las nueve llamé a casa de Barbara Daggett. La puse al día y le conté mi expedición nocturna.
—¿Y ahora qué? —dijo..
—Dejaré que Billy recapacite un par de días y luego iré a buscarlo.
—¿Está segura de que no escapará?
—Bueno, está en libertad condicional y no creo que quiera meterse en un lío. Además, pagarme para estar allí de guardia las veinticuatro horas del día me parece tirar el dinero.
—¿No dijo usted que era su única pista?
—Bueno, puede que no —dije con tacto—. He estado pensando en Tony Gahan y en los que murieron en aquel accidente.
—¿Tony Gahan? —dijo con voz que revelaba sorpresa—.
No irá a decirme que está metido en esto.
—No lo sé. El padre de usted me contrató al principio para que lo localizara. A lo mejor lo encontró por su cuenta y entonces estuvo con él a principios de semana.
—Pero Kinsey, ¿para qué iba a querer mi padre localizarlo? Ese chico tiene que odiarle hasta en sueños. Murió toda su familia.
—Ahí está la cosa.
—Ah.
—¿Sabe cómo encontrarle? Su padre tenía una dirección, Stanley Place, pero al parecer la casa estaba vacía. Yo no he encontrado ningún Gahan en la guía telefónica.
—Creo que ahora vive con una tía suya en algún lugar de Colgate. Voy a ver si tengo apuntada la dirección.
Colgate es la comunidad dormitorio de Santa Teresa y las dos son tan inseparables como una estrella doble. Son más o menos del mismo tamaño, pero Santa Teresa tiene el espíritu, y Colgate el alojamiento, las ferreterías, las fábricas de pintura, las boleras y los cines para automóviles. Colgate es la capital frigorífica del mundo.
Hubo una pausa y oí el rumor que producían las páginas de un cuaderno. Se puso al habla otra vez.
—Ha sido una confusión. Viven cerca del Museo. El último apellido de ella es Westfall. Ramona.
—¿Y cómo es que su padre desconocía la existencia de esta mujer?
—Lo ignoro. Estuvo presente en el juicio. Lo recuerdo porque alguien me la señaló de lejos. Luego le escribí una nota para decirle que podían contar con nosotros para lo que hiciera falta, pero no contestó.
—¿Sabe algo más de ella? ¿Si está casada, por ejemplo?
—Sí, creo que sí. El marido se dedica a la fabricación de suministros industriales o algo parecido. Ahora que lo pienso, ella trabaja en una casa de artículos de cocina que hay en Capilla, lo sé porque hace un par de meses entré en el establecimiento para hacer unas compras. Si aún trabaja allí, puede ir a verla esta tarde.
—Hoy es domingo.
—¿Y qué? Está abierto de doce a cinco.
—Bueno, hablaré con ella, a ver qué saco en claro —dije—. ¿Y su madre? ¿Qué tal está?
—Sorprendentemente bien. Es toda una leona, no se arredra ante la muerte. Si sufre un percance y éste se menciona en la Biblia, estudia los pasajes en cuestión y ensaya de manera automática las actitudes que se recomiendan.
Yo creí que le afectaría a los nervios, pero al parecer ha recuperado la presencia de ánimo. Las mujeres de la parroquia le hacen compañía y el pastor va a verla de vez en cuando. La mesa de la cocina está abarrotada de guisos de atún y pasteles de chocolate. Ignoro cuánto durará, pero por ahora está en su elemento la buena mujer.
—¿Cuándo es el entierro?
—El martes por la tarde. El cadáver está ya en la funeraria. Me parece que dijeron que se le podría ver a primera hora de la tarde. ¿Irá usted?
—Eso espero. Allí le contaré si he podido hablar con la señora Westfall o con el muchacho.
Jorden's es el paraíso de los gourmets cocineros, el establecimiento donde se pueden encontrar todos los útiles imaginables. Todo está lleno de estanterías y expositores con cacharros, artículos, libros de cocina, mantelería, especias, cafés y condimentos; escalfadores, cestas de mimbre, vinagres y aceites exóticos, cuchillos, sartenes, cazuelas de vidrio. Me detuve en la entrada un instante, fascinada por la cantidad v variedad de los útiles relacionados con la comida. Aparatos para hacer pasta, ingredientes para preparar un capuchino y recalentadoras, molinillos de café, heladoras, pecadoras. El local olía a chocolate y lamenté no tener una madre. Vi tres empleadas, las tres uniformadas con una especie de delantal hecho con tela de colchón y con el nombre del establecimiento bordado en color castaño sobre la pechera.
Pregunté por Ramona Westfall y me remitieron al pasillo del fondo. Al parecer estaba revisando las existencias. La vi sentada en un taburete pequeño de madera, con un cartapacio en la mano, comprobando los artículos que figuraban en una lista donde constaban casi todos los útiles que no necesitaban electricidad. En aquel momento contaba las existencias de un expositor donde había unos aparatos de acero inoxidable, compuestos por dos láminas móviles una cuchilla central capaz de rebanarle el culo a cualquiera
—¿Qué son esos trastos? —le pregunté.
Me miró con sonrisa de simpatía. Le eché cuarenta y tantos años, casi cincuenta, tenía un pelo rojizo muy claro y muy corto, con mechas grises, y unos ojos de color avellana que me observaban por encima de unas gafas de media luna que sostenía en la punta de la nariz. No llevaba apenas maquillaje, en el caso de que llevara alguno, y aunque estaba sentada me di cuenta de que era bajita y delgada. Debajo del uniforme llevaba una blusa blanca, de manga larga, de cuello ajustado y redondo, falda gris de mezclilla, pantis y zapatillas baratas.
—Son mandolinos. Los fabrican en la Alemania Occidental.
—Creí que las mandolinas eran instrumentos musicales.
—Las mandolinas, sí, pero éstos son mandolinos. Sirven para cortar las verduras crudas. Se pueden cortar en rodajas rizadas o en forma de juliana.
—¿En serio? —dije. De pronto me puse a fantasear con cosas que nunca había podido preparar bien en casa, patatas fritas alargadas, ensaladas de coles en rodajas—. ¿Cuánto cuesta un mandolino?
—Ciento diez dólares. Con la funda de seguridad, ciento treinta y ocho. ¿.Le hago una prueba?
Negué con la cabeza. No tenía ganas de gastar tanto por unas cuantas patatas. Se puso en pie y se alisó la falda del uniforme. Era media cabeza más baja que yo y olía igual que una muestra de perfume que me habían dejado en el buzón la semana anterior. Espliego y jazmines triturados. El aroma no era nada del otro jueves, pero costaba un ojo de la cara. Lo había metido en un cajón, y cada vez que cogía unas bragas limpias, la habitación se inundaba de perfume.
—Usted es Ramona Westfall, ¿no es así?
La sonrisa se transformó en expresión expectante.
—En efecto. ¿Nos conocemos?
Negué con la cabeza.
—Soy Kinsey Millhone, investigadora privada. Trabajo aquí, en Santa Teresa.
—¿Y qué quiere de mí?
—Ando buscando a Tony Gahan. Tengo entendido que es usted su tía.
—¿A Tony? Cielo santo, ¿y por qué?
—Me encargaron que lo localizara por motivos personales. No sé a quién más recurrir.
—¿Qué motivos personales? No entiendo nada.
—Me encargaron que le entregase algo. Un cheque de un hombre que ha fallecido hace poco.
Me miró sin expresión durante unos segundos y de pronto vi en sus ojos el destello de quien cae en la cuenta.
—Se refiere a John Daggett, ¿verdad? Me han dicho que salió en el telediario de anoche. Creía que estaba aún en la cárcel.
—Lo pusieron en libertad hace seis semanas.
El rubor se le extendió por las mejillas.
—Ya. Lo de siempre —me espetó—. Cinco muertos y el otra vez en la calle.
—No exactamente —dije—. ¿No podríamos charlar en otro sitio?
—¿Sobre qué? ¿Sobre mi hermana? Tenía treinta y ocho años, una persona encantadora. Se quedó sin cabeza cuando él se saltó el stop y se les echó encima. Su marido murió en el acto. La hermana de Tony quedó aplastada. Tenía seis años, no era más que una niña… —Se interrumpió de pronto al darse cuenta de que había levantado la voz. Algunos clientes se habían vuelto para mirarnos.
—¿Quiénes eran los otros? ¿Los conocía usted? —le pregunté.
—Usted es la detective. Averígüelo.
Se quedó mirando a una señora de pelo moreno que la observaba desde el pasillo adjunto. No dijo nada pero con los ojos parecía decirle: "¿Todo bien?".
—Voy a descansar unos minutos —le dijo Ramona—. Si Tricia me busca, estoy en la trastienda.
La señora morena me observó por encima y desvió la mirada. Ramona echó a andar hacia una puerta situada al otro extremo del establecimiento. Fui tras ella. Aunque los clientes habían dejado de mirarnos, tenía la impresión de que me esperaba una escena desagradable.
Cuando accedí a la trastienda, Ramona rebuscaba en su bolso con manos trémulas. Abrió un bolsillo lateral de cremallera y sacó un frasco de pastillas. Cogió una, la partió por la mitad y se la tomó con un buche de café frío que bebió de una taza blanca que tenía escrito su nombre en un costado. Se lo pensó mejor y engulló la otra mitad también.
—Escuche —dije—, siento venir por esto, pero…
—No es necesario que se disculpe —me soltó—. No sirve de nada. —Volvió a meter la mano en el bolso y sacó un paquete de Winston. Cogió, un pitillo, golpeó varias veces la punta contra la uña del pulgar y lo encendió con un Bic no recargable que llevaba en el bolsillo del uniforme. Pegó el brazo izquierdo a la cintura y apoyó en él el codo derecho para sostener el cigarrillo a la altura de la cara. Los ojos parecían habérsele oscurecido y me observaban con una mirada inexpresiva y grosera—. Dígame qué es lo que quiere.
Noté que se me caldeaba la piel del rostro. El dinero se me antojaba secundario en aquellos momentos; en cualquier caso se trataba de una cantidad insignificante.
—Tengo en mi poder un talón de caja, extendido a nombre de Tony. John Daggett me contrató para que se lo entregara.
Sonrió con desprecio.
—Ah, un cheque. Muy bien. ¿Por cuánto? ¿Es per cápita, o una cantidad global por todos los que iban en el coche?
—Señora Westfall —dije sin perder la calma.
—Ya que hablamos de un tema tan íntimo, puede llamarme Ramona, querida. Eran las personas a quienes más quería en el mundo. —Aspiró una profunda bocanada de humo y lo expulsó hacia el techo.
Procuré no impacientarme y medí las palabras que decía.
—Sé que es un asunto doloroso y que no hay forma de reparar lo sucedido, pero John Daggett quiso tener este detalle y, al margen de la opinión que este hombre le merezca, Tony podría darle utilidad al dinero.
—Ya nos encargamos nosotros de Tony, muchas gracias. Y no queremos nada de John Daggett, ni de su hija, ni de usted.
No me impresionó la andanada y me enfrenté a su cólera como el nadador que se lanza contra la ola que le viene de cara.
—Permítame decirle antes una cosa. Daggett se presentó en mi oficina la semana pasada con un talón de caja, extendido a nombre de Tony.
Fue a abrir la boca, pero levanté la mano.
—Por favor —añadí.
Se contuvo y me dejó continuar.
—Guardé el cheque en una caja de seguridad, con la intención de tenerlo allí hasta que diese con la forma de entregarlo, según lo convenido. Por mí, puede usted tirarlo a la basura, pero me gustaría cumplir lo que he prometido, o sea, hacérselo llegar a Tony. Quedárselo o no es, en teoría, asunto de Tony, por eso le agradecería que hablara con él antes de tomar una decisión.
Meditó unos segundos con los ojos clavados en los míos.
—¿Cuánto?
—Veinticinco mil. Pueden servirle para costearse los estudios o para hacer un viaje al extranjero…
—Me doy cuenta —dijo interrumpiéndome—. Ahora, permítame que hable yo. El chico está con nosotros desde hace casi tres años. En la actualidad tiene quince cumplidos y desde el accidente no duerme las ocho horas que está mandado. Tiene dolores de cabeza, se muerde las uñas. Saca malas notas y falta a clase cada dos por tres. Su coeficiente de inteligencia era de lo más normal. Ahora es un desastre por culpa de John Daggett. Nada… nada ni nadie podrán reparar nunca lo que ese hombre hizo.
—Entiendo.
—No, no lo entiende. —Los ojos se le humedecieron de súbito. Guardó silencio. Las manos le volvían a temblar, tanto que apenas pudo llevarse el Winston a la boca. Se las apañó para dar otra chupada al cigarrillo mientras se esforzaba por dominarse. Seguimos en silencio. Sufrió un escalofrío y adiviné que el calmante empezaba a surtirle efecto. Se apartó con brusquedad, tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó—. Déme un teléfono al que pueda llamarla. Hablaré con mi marido y veremos qué dice.
Saqué una tarjeta, apunté en el dorso mi dirección y teléfono particulares, por si quería localizarme aquí, y se la entregué.
Capítulo 11
Después de hablar con Ramona Westfall, pasé por casa, me puse unos pantis, unos zapatos sin tacón y el vestido multiuso. Hace cinco años que lo tengo y está hecho con un tejido mágico que no se gasta ni se arruga y disimula las manchas. Puede doblarse como un pañuelo y guardarse en el bolso sin estropearse. Puede lavarse además incluso en la pila del cuarto de baño, se tiende por la noche y por la mañana ya está seco. Es negro, ligerísimo, de manga larga, con cremallera atrás, y supongo que también es "complementable", término relacionado con la ropa femenina que no he entendido nunca. Yo me lo pongo "al natural" y siempre me parece impecable. Me doy cuenta de que me miran de vez en cuando, pero tal vez por la sorpresa que representa verme con algo distinto de unos tejanos y un par de botas.
La Empresa de Servicios Fúnebres Wynington–Blake —Entierros, Incineraciones y Transportes. Se admiten todas las religiones— se encuentra en el sector oriental de la ciudad, en una travesía con mucha sombra y mucho espacio para aparcar. Cuando se construyó era una casa normal y corriente y aún conserva el aire de un domicilio unifamiliar como Di os manda. La planta baja es actualmente una nave inmensa dividida en seis salas espaciosas, las seis amuebladas con sillas plegables de metal y bautizadas con un término que evoca paz de espíritu.
El caballero que me recibió, un tal Sharonson, vestía, como era de esperar, un traje azul marino, tenía una expresión inmutable y hablaba como si estuviera en una biblioteca pública. John Daggett yacía en la sala "Meditación", que estaba al fondo del pasillo a la izquierda. La familia, me dijo entre murmullos, se encontraba en la Capilla del Amanecer, por si no quería esperar. Le dije por señas que esperaría. El señor Sharonson se alejó con el mayor sigilo y quedé sola en la estancia. Esta se encontraba flanqueada de sillas y el ataúd se alzaba en el centro. Dos gladiolos blancos, semejantes en todo a esos ramos artificiales que proporciona la misma funeraria, sustituían a las coronas que suelen enviar los afligidos. Al fondo se oía música de órgano como si fuera un mensaje subliminal para suscitar pensamientos relativos a la brevedad de la vida.
Me acerqué de puntillas al ataúd para echar un vistazo a Daggett. Tenía la piel de un color y una textura muy parecidos a los de una muñeca Betsy–Wetsy que me habían regalado de pequeña. Tenía las facciones algo estiradas, y supuse que sería a consecuencia de las operaciones propias de la autopsia. Desuéllale el careto a una persona y verás lo difícil que resulta ponérselo otra vez en su sitio. La nariz le había quedado un poco al bies, como cuando se mete una almohada en la funda y ésta queda con la costura torcida.
Oí pasos detrás de mí y apareció Barbara Daggett a mi derecha. Estuvimos unos instantes sin pronunciar palabra. No sé por qué la gente observa y hace compañía a los difuntos de este modo. Para mí es como rendir homenaje a la caja de nuestros mejores zapatos cuando se han estropeado. Al final murmuró no sé qué y se dirigió a la puerta, donde acababan de aparecer Eugene Nickerson y Essie Daggett.
Essie llevaba un vestido de rayón azul marino; los hoyuelos que le punteaban los gruesos brazos destacaban en la palidez de la piel. Tenía el pelo hinchado y ahuecado, como si acabara de hacerse la permanente y se lo hubieran rociado con una capa de polvo gris.
Eugene, enfundado en un traje oscuro, la llevaba cogida por el codo, con el que maniobraba como si fuese el timón de un barco. La mujer echó una mirada al ataúd y se le doblaron las anchas rodillas. Barbara y Eugene la sujetaron antes de que cayera materialmente al suelo. La llevaron hasta una silla tapizada y la sentaron. La mujer cogió un pañuelo y se lo apretó contra la boca como si quisiera cloroformizarse.
—Dulce Jesús mío… —murmuró con fervor y con los ojos apuntando al techo—. Cordero de Di os… —Eugene le palmeó la mano y Barbara se sentó junto a ella y la abrazó con actitud protectora.
—¿Le traigo un vaso de agua? —pregunté.
Barbara asintió y eché a andar hacia la puerta. El señor Sharonson, que había intuido lo que sucedía, apareció en aquel momento con un interrogante en las facciones. Le transmití el encargo y asintió. Abandonó la sala y yo volví junto a la señora Daggett. La buena señora se lo estaba pasando en grande dándole a la cabeza adelante y atrás y recitando pasajes bíblicos con voz aguda. Barbara y Eugene trataban de contenerla, y deduje que Essie había dado a entender que tenía unas ganas locas de meterse en el ataúd con el amado consorte. Yo misma la habría aupado.
El señor Sharonson volvió con un vaso de papel que Barbara cogió y acercó a los labios de Essie. Esta apartó la cabeza con brusquedad, reacia a todo consuelo, por mínimo que fuera.
—"Sobre mi lecho, durante las horas nocturnas —murmuraba—, busqué a quien ama mi alma; le busqué y no le hallé. Me levantaré y daré la vuelta a la ciudad, por las calles y plazas; buscaré a quien ama mi alma. Halláronme los guardianes que rondan la ciudad…" Oh, Señor… Di os de los Cielos…
Me di cuenta, con no poca sorpresa, de que se trataba de un fragmento del Cantar de los Cantares, que recordaba de la época en que iba a la Escuela Dominical Metodista.
A los pequeños no nos dejaban leer este libro de la Biblia porque decían que era muy obsceno, pero a mí me despertó una curiosidad muy viva el que un hombre tuviese las piernas como columnas de alabastro asentadas sobre basas de oro tino. Además, que se hablase de muslos y espadas me llamaba mucho la atención también. Creo que al tercer domingo ya no pude más y le dije a mi tía que me llevara al colegio de los presbiterianos, que estaba en nuestra misma calle.
Essie se desmandaba a ojos vistas y no tardó en sufrir unas convulsiones tan alarmantes que entre Eugene y el señor Sharonson la pusieron en pie y la sacaron de la sala. Oí apagarse sus gritos mientras se la llevaban pasillo abajo. Barbara se pasó la mano por la cara.
—Señor —dijo—, apiádate de mi madre. —Y a mí—: ¿Qué tal le ha ido la jornada?
Me senté a su lado.
—No creo que sea éste el mejor momento para hablar —dije.
—No se preocupe. Ya se calmará. Es la primera vez que lo ve. Arriba hay una especie de salón. Descansará allí un rato y se pondrá bien. ¿Y Ramona Westfall? ¿Pudo hablar con ella?
La puse al corriente de la breve entrevista que había sostenido con la aludida y derivé mi exposición hacia lo que en aquellos momentos me preocupaba en el fondo y que se relacionaba con las otras dos personas fallecidas en el accidente. Barbara cerró los ojos, estaba claro que aquel tema le hacía daño.
—Una era una niña que se llamaba Megan Smith, era amiga de Hilary Gahan. Creo que sus padres siguen viviendo en la zona. Buscaré la dirección y el teléfono cuando llegue a casa. El padre se llamaba Wayne. He olvidado el nombre de la calle, pero seguramente figura en la guía.
Saqué el cuaderno y tomé nota del nombre.
—¿Y la quinta persona?
—Un muchacho que quiso ir con ellos. Le recogieron en el acceso a la autopista para darle un paseo por la ciudad.
—¿Cómo se llamaba?
—Doug Polokowski.
Me quedé mirándola.
—¿Bromea?
—¿Por qué dice eso? ¿Lo conoce?
—Polokowski es el verdadero apellido de Billy Polo. Es lo que dice su ficha policial.
—¿Cree usted que hay algún parentesco?
—Yo diría que inevitablemente. Sólo hay una familia Polokowski en la ciudad. Tenía que ser pariente suyo, primo, hermano, lo que fuera.
—Esto no tiene sentido. Yo creía que Billy Polo era el mejor amigo de mi padre..
El señor Sharonson volvió a la sala y se quedó mirando a Barbara.
—Su madre pregunta por usted, señorita Daggett.
—Vaya con ella —dije—. Ahora tengo mucho que hacer. La llamaré a su casa.
Barbara fue en pos del señor Sharonson y yo me dirigí al vestíbulo, donde me hice con una guía telefónica. Wayne y Marilyn Smith vivían en Colgate, en Tupelo Drive, al lado mismo de Stanley Place, si no me fallaba la memoria. Acaricié la idea de llamarles previamente, pero tenía curiosidad por ver cómo reaccionaban al saber que Daggett había muerto, en el caso de que no se hubieran enterado aún. Paré en una gasolinera para llenar el depósito del VW y puse rumbo a la autopista.
La casa de los Smith era la única aislada e independiente en un radio de doce manzanas de parcelas idénticas y supuse que habría sido la primera en construirse en el centro de lo que antaño había sido un amplio naranjal. Aún podían verse algunas hileras irregulares de naranjos, interrumpidas en la actualidad por las carreteras, las vallas de los chalets y una escuela de primera enseñanza. El buzón de los Smith consistía en una maqueta de la casa, y el número de la calle, tallado en una tabla de pino, gruesa y ahumada, pendía sobre los peldaños del porche.
La casa en cuanto tal era de armazón de madera, tenía dos plantas, estaba pintada de blanco y poseía ventanas altas y estrechas y techumbre de pizarra. Detrás del edificio había un huerto mal cuidado, al final del cual se alzaba el garaje. Un neumático sujeto por una cuerda colgaba de un sicómoro que crecía en el patio. Los naranjos se extendían por los cuatro costados, pero tenían mal aspecto, sin duda porque sus años de productividad habían pasado ya a la historia. Probablemente era más barato dejarlos donde estaban que talarlos. La profusión de bicicletas de chico que había en el porche indicaba que había muchos varones en la familia, o que en el interior se estaba celebrando una reunión de algún club de ciclistas.
El timbre consistía en una manivela metálica en mitad de la puerta. La giré y emitió un chirrido agudo. Como en la casa de los Christopher, la mitad superior de la puerta era de vidrio, lo que me permitió espiar el interior: techos altos, suelos de pino encerados, alfombras raídas y antigüedades de la época colonial norteamericana que a mi ojo inexperto le parecieron auténticas. Las paredes estaban cubiertas por mantas de retales, tan descoloridas que sólo presentaban ya matices pálidos del malva y el azul. De una percha que había a la izquierda colgaban incontables cazadoras infantiles; debajo de ellas había una fila ordenada de botas de goma.
Una mujer con tejanos y una camisa blanca que le venía grande bajó corriendo por las escaleras con la mano en la barandilla. Me sonrió mientras abría la puerta.
—Hola. ¿Eres la madre de Larry? —Por mi expresión adivinó al instante que yo no tenía ni zorra idea de lo que me decía. Lanzó una carcajada—. Ya veo que no. Los chicos salieron del cine hace media hora y estamos esperando a la madre de Larry. Di sculpe.
—No tiene importancia. Soy Kinsey Millhone —dije—. Soy de aquí y me dedico a la investigación privada. —Le di mi tarjeta.
—Pues usted dirá. —Tendría treinta y tantos años, era rubia y llevaba el pelo anudado en la nuca. Tenía ojos negros y el bronceado saludable de la persona que trabaja al aire libre. Supuse que sería la típica madre que no permitía que sus hijos comieran azúcar blanca y que vigilaba los programas de televisión que veían. Siempre dudo si tanto celo da resultado. Para mí, los niños y los perros pertenecen a la misma especie, por eso los prefiero silenciosos, inteligentes y obedientes.
John Daggett murió el viernes por la noche, aquí en Santa Teresa —dije.
Le pasó una sombra por la cara, pero es posible que sólo fuese porque percibía que estaba a punto de resurgir un tema desagradable.
—Pues no me he enterado. ¿Cómo fue?
—Se cayó de un bote y se ahogó.
Meditó unos segundos.
—Bueno, pudo ser peor. Ahogarse es muy fácil, ¿no dicen eso? —Hablaba con ligereza, incluso con satisfacción. Tardé un minuto en darme cuenta de lo depravado de sus sentimientos y me pregunté por las torturas que habría deseado a aquel hombre.
—Son muy pocos los que pueden escoger su forma de morir —dije.
—Mi hija no escogió la suya, téngalo por seguro —dijo con acritud—. ¿Fue un accidente o le dieron un empujoncito?
—Eso es lo que trato de averiguar —dije—. Me han dicho que vino de Los Ángeles el lunes, pero al parecer nadie sabe dónde pasó el resto de la semana.
—En mi casa no, desde luego. Si Wayne le hubiera echado el ojo, lo habría… —La frase se convirtió en sonrisa y añadió casi en tono de burla—: Iba a decirle que lo habría matado, pero no en sentido literal. O quizá sí. No lo sé, no estoy en el pellejo de Wayne.
—¿Y usted? ¿Cuándo lo vio por última vez?
—No tengo ni la menor idea. Hace dos años por lo menos.
—¿En el juicio?
Negó con la cabeza.
—Yo no asistí. Wayne acudió un día, pero no pudo soportarlo y no volvió. Creo que habló en cierta ocasión con Barbara Daggett, pero desde entonces estoy segura de que no ha habido ningún encuentro. No sé por qué, tengo la impresión de que a ese hombre lo han matado. ¿No piensa usted lo mismo?
—Es posible. La policía cree que no, pero tal vez cambie de idea si encuentro alguna prueba. Sospecho que hay muchas personas que deseaban la muerte de Daggett.
—Yo soy una de ellas. Me ha dado una gran alegría al comunicármelo. Habrían tenido que matarlo nada más nacer —dijo—. ¿Quiere pasar? No sé si podré serle útil, pero por lo menos estaremos cómodas. —Volvió a mirar mi tarjeta, leyó el nombre otra vez y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
Se hizo a un lado para que yo pasara, crucé el umbral y me detuve en espera de que me indicase adónde quería que nos dirigiésemos. Me condujo a la sala de estar.
—¿Estuvieron en casa el viernes por la noche usted y su marido?
—¿Por qué? Somos sospechosos?
—Ni siquiera se ha abierto una investigación formal —dije.
—Yo sí estuve aquí. Wayne estuvo trabajando hasta muy tarde. Es contable.
Me señaló una silla y tomé asiento. Ella hizo lo propio en el sofá, con actitud serena. Llevaba una pulsera de oro en la muñeca derecha, se puso a darle vueltas y la cadenita emitió un suave tintineo.
—¿Conocía usted personalmente a John Daggett? —preguntó.
—Sólo lo vi una vez. Se presentó en mi oficina el sábado de la semana pasada.
Ya. Seguro que estaba en libertad condicional. Ya llevaría más de diez minutos adentro. —Como no hice ningún comentario, añadió—:¿ Qué hacía en Santa Teresa? Visitar otra vez el escenario de la matanza?
—Quería localizar a Tony Gahan.
Aquello le hizo gracia, al parecer.
—¿Con qué objeto? No es asunto mío, pero me pica la curiosidad.
Me desconcertaba su actitud, que se me antojaba una extraña combinación de burla y resentimiento.
—No sé con seguridad cuáles eran sus intenciones —dije con cautela—. Por otro lado, lo que me contó no era cierto, así que no vale la pena repetirlo. Creo que en el fondo quería reparar lo sucedido.
Se le borró la sonrisa y me traspasó con una mirada que me produjo escalofríos.
—No hay "reparación" que valga para lo que hizo ese hombre. Megan murió de un modo horrible. Cinco años y medio. ¿Le han contado los detalles?
—Tengo los recortes de prensa en el coche. He hablado además con Ramona Westfall, que me ha puesto al corriente —dije, mintiendo a propósito. No quería conocer los detalles de la muerte de Megan. Fueran cuales fuesen, creo que no los habría soportado—. ¿Ha estado usted en contacto con las otras familias?
Creí durante unos instantes que iban a resultar inútiles mis esfuerzos y que a pesar de todo me iba a contar una historia sangrienta de las que no se olvidan. Por su cara parecieron desfilar imágenes de barbarie. Titubeó y su expresión sufrió esa transformación (la nariz que enrojece, la boca que cambia de forma, las arrugas que apuntan al suelo) que precede al llanto. Perdió parte del dominio de sí y me miró con los ojos empañados.
—Perdón, ¿qué ha dicho?
—Le preguntaba si había hablado últimamente con los demás. Con la señora Westfall o los Polokowski.
—Casi le diría que ni siquiera con Wayne. La muerte de Megan estuvo a punto de matarnos a nosotros también.
—¿Y sus otros hijos? ¿Cómo lo sobrellevan?
—Mejor que nosotros, desde luego. La gente suele decir: "Bueno, aún os quedan los chicos". Pero no es cierto, las cosas no pueden plantearse así. No se puede sustituir a un hijo por otro. —Cogió un pañuelo de papel con algo de retraso y se sonó la nariz.
—Lamento habérselo hecho recordar —dije—. No tengo hijos, pero creo que no hay nada más doloroso que perder uno.
Volvió a sonreír, con amargura y durante unos segundos.
—Se equivoca usted, hay algo peor. Saber que hay un hombre en prisión cumpliendo unos meses de condena por "homicidio accidental" cuando en realidad asesinó a cinco personas. ¿Sabe usted cuántas veces lo detuvieron conduciendo borracho antes del accidente? Quince. Lo multaron en un par de ocasiones. Se lastimó una mano. En cierto momento lo condenaron a treinta días de cárcel, pero la mayoría de las veces… —Se interrumpió y cambió de tono—. Mierda. ¿Qué importancia tiene esto ya? Nada cambia nunca ni termina. Le diré a Wayne que ha estado usted aquí. Puede que él sepa dónde estuvo Daggett.
Capítulo 12
Ya ante el volante sufrí un estremecimiento. Nunca había estado tan en tensión después de una entrevista. A Daggett ciertamente lo habían matado. No me cabía en la cabeza otra solución. Pero no acababa de entenderlo. La moral del homicidio la veo clara por lo general. Sean cuales fueren los defectos de la víctima, un asesinato siempre es injusto, y la gravedad del castigo que se impone al culpable tiende a compensar la gravedad del delito. Pero en el presente caso este enfoque se me antojaba simplista. Era el propio Daggett el que había alterado el orden del mundo. Cinco personas habían muerto por su culpa, por lo que su muerte, fuera cual fuese la causa, devolvía el equilibrio al planeta, restauraba, por decirlo de algún modo, el orden moral del universo. Ignoraba todavía si su deseo de reparación era auténtico o formaba parte de algún plan preconcebido. Lo único que sabía era que estaba metida en aquella maraña y que tenía que interpretar mi papel, aunque por el momento ignoraba cuál era.
Arranqué y me dirigí a casa. El cielo volvía a encapotarse. Eran las cinco pasadas y por las montañas avanzaba ya un ocaso prematuro. Detuve el coche ante mi casa y apagué el motor. Eché un vistazo a mis ventanas, tras las que sólo había oscuridad. Me sentía intranquila, sin ganas de retirarme todavía. Movida por un impulso, arranqué otra vez y puse rumbo a la playa, atraída por el aroma salado del aire. A lo mejor me calmaba dando un paseo.
Estacioné el coche en un parking del ayuntamiento, me quité los zapatos y los pantis y los eché al asiento de atrás, al lado del bolso. Me subí la cremallera del anorak, salí del vehículo, eché el seguro, me guardé las llaves en el bolsillo y crucé el carril de bicicletas, camino de la orilla. El océano era de plata, pero las olas eran de un castaño sucio y la arena que bordeaba la costa estaba salpicada de piedras.
Así era la playa en invierno, cambiaba el perfil de la arena y afloraban a la superficie grandes pedruscos negros. Las gaviotas revoloteaban en lo alto con el ojo puesto en las olas tumultuosas, atentas al menor síntoma de vida comestible.
Anduve en sentido paralelo a la costa empujada por el viento racheado. Un windsurfista agarrado al larguero de una vela de color verde subido se contorsionaba para contrarrestar la fuerza del viento mientras avanzaba hacia la playa. Dos barcas de pesca entraban farfullando en la dársena. Por todas partes había sensación de apremio y amenaza, el blanco rasgado del oleaje tormentoso, el gris del cielo que ennegrecía. Al otro lado del puerto, el océano arremetía implacable contra la costa, golpeando contra el rompeolas con monotonía insidiosa y elevando chorros de espuma que caían con violencia sobre el dique. Casi alcanzaba a oír el impacto chapoteante de las olas al dar contra el paseo de hormigón que discurría sobre el dique.
Dejé atrás el acceso al muelle. La playa se dilataba ante mí, curvándose hacia la izquierda, hacia la dársena, donde los palos desnudos de los botes de vela oscilaban como metrónomos a instancias del viento. La arena era allí más blanda, más profunda también, y para andar había que esforzarse. Me di la vuelta y anduve de espaldas unos metros para orientarme. El cadáver de Daggett se había encontrado en algún punto de aquel tramo de playa. En el telediario había visto una imagen parcial y trataba de encontrar el sitio exacto. Tenía que estar por allí, a este lado de la grada de los botes. Delante y a mi derecha se extendía el parque infantil con su centro de atracciones y la piscina para niños, rodeada por una valla.
Al fondo de la imagen ofrecida en el telediario había visto un fragmento de la dársena, con el malecón y el rompeolas en primer término. Fui desplazándome hasta que los tres puntos de referencia quedaron configurados igual que en la imagen del telediario. La parte seca de la playa estaba cubierta de huellas de pies y de neumáticos. En el terraplén arenoso que señalaba el límite del agua había desaparecido todo rastro de actividad. No cabía la menor duda de que los técnicos habían llevado a cabo una inspección cuando menos superficial y rutinaria. Examiné la zona, aunque no esperaba encontrar ninguna "prueba". Cuando se mata a una persona totalmente borracha arrojándola al mar desde un bote, es imposible que queden pistas reveladoras. El bote se había abandonado a merced de las olas y, por lo que Jonah me había dicho, había ido a la deriva hasta encallar cerca del embarcadero.
Aspiré el perfume embriagador de las aguas mientras contemplaba el incesante rugir del oleaje y me volvía poco a poco hasta quedar de espaldas al océano y frente a la fila de moteles que se alzaba al otro lado del paseo. Daggett había muerto al parecer entre las doce y las cinco de la madrugada. Me pregunté si valdría la pena interrogar al vecindario para encontrar algún testigo. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que hubiera sido el mismo Daggett quien hubiera cortado la amarra y se hubiera alejado solo con ayuda de los remos. Con una alcoholemia de 3,5 no parecía probable. Cuando la alcoholemia alcanza los 4 gramos por litro de sangre, el borracho en cuestión está prácticamente anestesiado y es incapaz de una proeza tan atlética como la de remar. Cabía la posibilidad de que primero se hubiera alejado del puerto y luego, ya instalado en el bote bambolearte, se hubiera puesto a beber hasta quedar en coma; pero no acababa de creérmelo. En la imaginación seguía viéndole con otra persona… a la espera, al acecho… hasta que lo había cogido por los pies y lo había arrojado de espaldas. "A ver cómo saltas de espaldas, Daggett. Ay, mierda, te has caído. Mal te veo, so pringao. Te estás muriendo".
El asesino tuvo que servirse de alguna estratagema para hacerle subir al bote, ya que Daggett estaba como una cuba, pero el resto tuvo que ser coser y cantar.
Miré a mi derecha. Un viejo vagabundo con un carrito de los de la compra rebuscaba en un cubo de basura. Eché a andar hacia él. Cuando estuve más cerca vi que tenía la piel gris a causa de la suciedad, curtida por el viento y con una pátina roja que podía deberse a una insolación reciente o a cualquier morapio peleón, por ejemplo a ese que los vagabundos más arrastrados llaman Perro Loco 20—20. Tendría setenta y tantos años y estaba hinchado como un tonel a causa de la cantidad de ropa que llevaba. Se tocaba con un gorro de punto, de los de marinero, y de los bordes le sobresalían las mechas grises como si fueran las guitas de una fregona. Olía a macho cabrío, a tigre viejo. El tufo le brotaba del cuerpo casi en forma de ondas visibles, como a las mofetas de los tebeos.
—Hola —dije.
Siguió con lo suyo, sin hacerme el menor caso. Sacó un par de zapatos femeninos de tacón alto, los miró por encima y los metió en una bolsa de basura. No le interesó un periódico de hacía dos días. ¿Latas de cerveza? Pues sí, por lo visto le gustaban. Tampoco quiso una caja de Kentucky Fried Chicken. ¿Y una falda? La levantó para examinarla con ojo crítico y acabó metiéndola en la bolsa de basura, junto con los zapatos. Habían tirado al cubo un balón de playa agujereado. El viejo lo puso aparte.
—¿Ha oído hablar del tipo que encontraron ayer en la playa? —pregunté. No hubo respuesta. Me sentí igual que un fantasma, como si le hablase desde el más allá. Levanté la voz—: Me han dicho que alguien de por aquí lo encontró y avisó a la policía. ¿Sabe usted quién fue?
Sospecho que no tenía ganas de hablar del tema. Desde luego no me miraba ni por asomo. No había cogido el bolso y en consecuencia no podía enseñarle el carnet de detective, ni siquiera un dólar, a modo de carta de recomendación. No tuve más remedio que dejarlo en paz. Me alejé. Mientras tanto, el viejo había llegado al fondo del cubo y apenas se le veía la cabeza. Para que te fíes de las tácticas entrevistadoras.
Cuando volví al parking, ya no había casi luz, por lo que capté la anomalía mucho antes de verla con mis propios ojos. La portezuela delantera derecha estaba entornada. Me detuve en seco.
—No —murmuré.
Me acerqué con cuidado, como si me hubieran convertido el Cucaracha en un coche bomba. Al parecer habían metido un gancho de percha bajo el listón cromado de la puerta con objeto de forzar la cerradura. Como no había dado resultado, el cabrón hijoputa había roto la ventanilla, había metido la mano y había abierto la portezuela. La guantera estaba abierta y el contenido desparramado en el asiento. Mi bolso había desaparecido. La irritación me duró medio segundo; entonces sentí miedo. Abatí el asiento delantero y cogí el maletín. Habían cortado la correa de seguridad y se habían llevado la pistola.
—No, nooo —gemí. Me puse a proferir insultos. Cuando iba al instituto de segunda enseñanza, salí con algunos chicos de esos que se las saben todas y que me enseñaron a soltar unos tacos perfectos. Me puse a ensayar combinaciones que hacía años que no me pasaban por la cabeza. Estaba furiosa conmigo misma por haber dejado todo aquello en el asiento, a la vista de cualquiera, y furiosa con el soplapollas que me lo había robado. El Cucaracha era de los pocos vehículos que quedaban ya en el parking y seguramente había llamado la atención como el faro de Alejandría. Lo cerré de un portazo y, todavía descalza, me encaminé hacia el paseo, gesticulando y murmurando como una loca de atar. Ni siquiera tenía monedas para avisar a la policía.
Me dirigí a un puesto de hamburguesas que había cerca de allí y con un poco de mano izquierda convencí al empleado para que la llamase él. Volví junto al vehículo y esperé hasta que llegó la lechera. Di o la casualidad de que conocía a los agentes de servicio, Pettigrew y Gutiérrez (Gerald y María, respectivamente), porque habían detenido a una persona en mi barrio hacía unos meses.
Ella redactó el informe y él se dedicó a emitir interjecciones de simpatía. Hicieron cuanto estuvo en su mano por consolarme, incluso avisaron a un técnico que se presentó al poco rato y se puso a buscar huellas con el polvillo de rigor— Todos sabíamos que era absurdo, pero hizo que me sintiera mejor. Pettigrew dijo que comprobaría en el ordenador el número de serie de mi pistola, que estaba registrada, a Di os gracias. La recuperaría si, con un poco de suerte, aparecía después en una casa de empeños.
Yo amaba mi pequeña semiautomática; hacía lustros que vivíamos juntas; me la había regalado la tía que me había criado al morir mis padres. Era lo único que me quedaba, la herencia que simbolizaba el extraño vínculo que había habido entre nosotras. Mi tía me había enseñado a disparar al cumplir yo los ocho años. Nunca se había casado ni tenido hijos propios. Todas las ideas singulares que tenía acerca de la formación del carácter femenino las había puesto en práctica conmigo. Di sparar un arma de fuego, según ella, me enseñaría a valorar tanto la seguridad como la precisión Además, me ayudaría a coordinar los reflejos combinados de la mano y el ojo, cosa que a ella se le antojaba muy útil. Me había enseñado a coser y bordar para que aprendiera a tener paciencia y sentido del detalle. No había querido enseñarme a cocinar porque le parecía aburrido y sólo conseguiría hacerme engordar. Soltar tacos estaba bien siempre que se soltaran en casa, pero tenía que vigilar el lenguaje cuando estuviese ante personas que pudieran sentirse ofendidas. El ejercicio era importante. La moda no. Leer era esencial. Dos de cada tres enfermedades se curaban solas, según ella, o sea que podía prescindir de los médicos salvo en caso de accidente. Por otro lado, una dentadura en malas condiciones era intolerable, aunque los dentistas, según ella, eran individuos con planes absurdos para la boca humana. Uno de ellos, quitar todos los empastes antiguos y sustituirlos por otros de oro. Preceptos como los mencionados los tenía por docenas, y casi todos los sigo poniendo en práctica.
La Regla Número Uno, lo primero y principal, o importante de todo, era la independencia económica. Una mujer no debería nunca jamás, por los siglos de los siglos, depender económicamente de nadie, y menos de un hombre, porque desde el instante en que depende de otra persona, abusan de ella. A las personas económicamente subordinadas (los jóvenes, los viejos, los pobres) se las maltrata de manera automática, y no hay forma de evitarlo. Una mujer siempre debería tener recursos propios. Mi tía opinaba que todas las mujeres deberían desarrollar facultades comercializables; y que cuanto más cobrasen por ellas, mejor. Todo objetivo femenino cuya finalidad última no fuese aumentar la autosuficiencia había que descartarlo. Entre dichos objetivos no figuraba "Cómo Ligarte al Hombre de Tu Vida".
Cuando yo era estudiante, a la asignatura "Economía Doméstica" ella la llamaba "Economía Indigéstica", y me felicitaba cuando me suspendían. En su opinión, era mucho más lógico que los chicos hicieran Economía Doméstica y que las chicas estudiaran Mecánica Aplicada y Artesanía. Pero, ojo, no nos confundamos; los hombres (algunos) le gustaban mucho, pero no le apetecía cuidar a ninguno como si fuera una señora de la limpieza o una niñera. No era madre de nadie, ni siquiera mía, y no tenía por qué comportarse como tal.
He aquí la explicación cabal y exhaustiva de por qué quería yo recuperar la pistola. Por suerte no me hizo falta decir nada a G. Pettigrew ni a M. Gutiérrez.
Ambos sabían que yo había sido pasma durante dos años y ambos sabían lo que vale una pistola.
Cuando abandonamos el parking ya era noche cerrada y volvía a chispear. Cojonudo.
Fui a casa y me puse a confeccionar una lista de objetos que tenía que reponer, el carnet de conducir—, el talonario de cheques, la tarjeta de la gasolina, etc…, etc… Mientras la elaboraba, cogí las fotocopias de las tarjetas de crédito que guardaba en el archivador y llamé a los números de urgencia de las entidades correspondientes para comunicarles el robo. En efectivo sólo me habían robado unos veinte dólares, no era mucho, pero aun así me fastidiaba. En conjunto, la situación era demasiado cabreante para quedarme pensando en las musarañas. Me duché, me puse los tejanos y un suéter, me calcé las botas y me fui al bar de Rosie a comer algo.
Rosie's es el bar de mi barrio y lo lleva la propia Rosie, una sesentona húngara, bajita y pechugona, y con un pelo teñido que en los últimos tiempos tiende a combinar el matiz cinabrio de las rasillas con el de la calabaza asada. Rosie es una dictadora: no tiene pelos en la lengua, le gusta marimandar y recela de los desconocidos. Cuando tiene ganas cocina como los ángeles, pero se mete con lo que piden los clientes y acaba sirviéndoles lo que se le antoja. Es maternal, a veces generosa, con frecuencia irritante. Al igual que a las abuelitas chifladas, hay que soportarla para que no arme un escándalo. Yo me dejo caer por el bar porque no tiene pretensiones y está sólo a media manzana de mi casa. Por lo visto Rosie cree que mi asiduidad la autoriza a darme órdenes; y en términos generales está en su derecho.
Cuando entré aquella noche, se fijó en mi expresión y me sirvió un vaso de vino blanco de su reserva privada. Me encaminé hacia mi reservado preferido, que estaba al fondo. Los tabiques de separación son altos, de madera de conglomerado, están llenos de manchas oscuras y tienen unos adornos laterales parecidos a las orejas de los sillones. Momentos después, Rosie se materializaba junto a la mesa y me ponía delante el vaso de vino.
—Me han reventado la ventanilla del coche y me han robado todo lo que tenía de valor, incluida la pistola —dije.
—Te he preparado sóska leves —anunció—. Después te traeré ensalada de apio, pollo a la pimienta, bollos preparados por Henry, rollos de queso y col y cerezas a la sartén; pero sólo si eres buena y rebañas el plato. La casa se hace cargo de tus tribulaciones y te invita, no lo olvides ni por un segundo mientras comes. Si tuvieras un novio como Di os manda, no te habría pasado y no tengo nada más que decir.
Me reí por vez primera en los últimos días.
Capítulo 13
El lunes por la mañana di comienzo a la pesada tarea de reponer los objetos que tenía en el bolso. Me dirigí primero a la Di rección de Tráfico porque abría sus oficinas a las ocho. Rellené la solicitud y aboné tres dólares por el duplicado de mi carnet de conducir. En cuanto abrieron el banco, cancelé la cuenta corriente y abrí otra. Pasé por casa y llamé a Sacramento, al Negociado de Recaudaciones e Investigaciones de la Di rección General del Consumidor y solicité un certificado de renovación de mi carnet de detective. Cogí un puñado de tarjetas comerciales y busqué un bolso viejo donde meterlas hasta que pudiera comprar otro. Fui al drugstore e hice unas cuantas compras para reponer parte de los avíos prácticos que suelo llevar conmigo, por ejemplo, píldoras anticonceptivas. También tendría que poner otra ventanilla al coche. ¡Qué fastidio!
No pude pasar por el despacho hasta mediodía, y cuando entré vi que el piloto del contestador telefónico parpadeaba con insistencia. Dejé a un lado el correo matutino, apreté la tecla de rebobinado al pasar ante el escritorio y escuché al autor de la llamada mientras abría el balcón para que entrase aire.
"Señorita Millhone, soy Ferrin Westfall, teléfono 5556790. Mi mujer y yo hemos hablado acerca de su deseo de ponerse en contacto con nuestro sobrino Tony y, si tiene usted la bondad de llamarnos, veremos qué puede hacerse. Comprenda nuestra preocupación. No queremos causar ningún trastorno al muchacho. Confiamos en que sea usted prudente y comedida a la hora de tratar con él lo que tenga que tratar."
Oí el chasquido que indicaba el fin de la comunicación. El tono de voz era frío y formal, en consonancia con su pronunciación perfecta. Nada de "eh", "este", "bueno", nada de titubeos ni jadeos al presentarse. Arqueé las cejas valorativamente. Tony Gahan estaba en manos de personas responsables. Pobre chico.
Me preparé un café y me tomé media taza antes de devolver la llamada. Contestaron al segundo timbrazo.
—PFC, buenos días —dijo una voz de mujer.
PFC eran las siglas de Perforated Formanek Corporation, una empresa dedicada al suministro industrial de abrasivos, afiladores, tornos, epóxidos, cizallas, ruedas, muelas y herramientas de precisión. Lo sé porque se lo pregunté y la mujer me recitó el inventario completo canturreando, creyendo tal vez que tenía intención de comprar alguno de los artículos enumerados. Le pedí que me pusiera con Ferrin Westfall y me dio las gracias a cambio. Oí un chasquido.
—Westfall —dijo el aludido.
Me presenté. Se produjo un silencio (tal vez) para intimidarme. Contuve el impulso de lanzarme a la carga con un montón de palabras inútiles y dejé que prolongase el silencio todo lo que quisiera.
—Si a usted le viene bien —dijo por fin—, lo arreglaremos para que vea a Tony esta tarde, entre las siete y las ocho. —Me dio la dirección.
—Estupendo —dije—. Y gracias —"so jodío", añadí mentalmente. Colgué a continuación.
Me eché atrás en la silla giratoria y apoyé los pies en la mesa. Vaya día que llevaba. Quería recuperar el bolso. Quería recuperar la pistola. Quería reconciliarme con la vida y dejar de perder el tiempo con trámites burocráticos que no iban a ninguna parte. Miré por el balcón. Por lo menos no llovía. Cogí el correo y lo miré por encima. Casi todo era publicidad.
Me puse a pensar en John Daggett y en su paseo portuario en barca y volví a sentirme intranquila. El día anterior, en la playa, la idea de buscar testigos entre el vecindario se me había antojado inútil. Ahora ya no estaba tan segura. Puede que alguien le hubiera visto. Las borracheras públicas suelen llamar la atención, en particular cuando no hay mucha gente en la calle. Seguramente no quedaba ya ningún dominguero en los moteles de la playa, pero me dije que valía la pena comprobarlo. Cogí la cazadora y las llaves del coche, cerré la oficina y bajé por las escaleras de atrás.
Mi VW se desintegraba a ojos vistas. Es un modelo color óxido, con adornos que los malintencionados confunden con abolladuras, y cuenta ya con catorce años de rodaje. Y encima le habían roto un cristal. No es ningún lujo, se mire como se mire, pero tuve que pagarlo con dinero de mi bolsillo. Cada vez que pienso en comprar otro, se me revuelve el estómago. No quiero entramparme con letras, cada mes, ni con los líos del seguro, ni pagar más impuestos. La cédula fiscal que tengo actualmente me cuesta veinticinco dólares al año y ya está bien. Giré la llave de contacto y el motor se puso en marcha al instante. Acaricié la consola de mandos, salí en marcha atrás, accedí a State Street y puse rumbo al sur, hacia la playa.
Aparqué en Cabana, ante la entrada del embarcadero. A lo largo del paseo hay ocho moteles en fila y ninguna de sus habitaciones cuesta menos de sesenta dólares por noche. Aunque estábamos en temporada baja no había nada disponible. Empecé por el primero, el Pasajero Marítimo, donde me identifiqué ante el dueño, averigüé quién había estado en el turno de noche el viernes de la semana anterior, tomé nota del nombre y dejé una tarjeta con unas palabras escritas en el dorso. Al igual que muchos otros aspectos de mi profesión, la investigación puerta a puerta exige una paciencia de santo y un gusto por las repeticiones que no se adquieren sin más ni más. Pero hay que hacerlo, porque por una de aquéllas puede haber alguien, donde sea, que a lo mejor proporciona un detalle que tal vez es de utilidad a la larga.
Al salir del último motel, cogí otra vez el coche y seguí por el paseo en dirección a la dársena, que está a casi un kilómetro.
Aparqué junto al Depósito de la Marina, en el parking que hay pegado al puerto. No había muchos peatones en la zona. El cielo estaba encapotado y el aire estaba cargado con un fuerte olor a pescado fresco y a gasóleo. Anduve por el paseo que bordea el puerto, treinta y cuatro hectáreas con capacidad para mil cien embarcaciones. Un embarcadero de madera, de dos carriles de anchura, se adentra en el agua, rematado por una grúa y poleas para izar botes. Ante mí tenía el muelle del combustible y el muelle de los invitados, donde dos hombres amarraban una motora de gran tamaño en la que al parecer acababan de llegar.
A mi derecha había una serie de establecimientos portuarios: una pescadería con una marisquería en el primer piso, una tienda de postales y artículos de pesca, un centro de pesca submarina, dos agentes dedicados a la venta de yates. Todas las fachadas son de madera, de un gris desgastado, con toldos azul de montaña que imita el azul de las lonas que hay en todas las embarcaciones del puerto. Me detuve unos momentos ante un escaparate para mirar las fotos de las embarcaciones que estaban a la venta: catamaranes, yates de lujo, barcos de vela para seis personas. En el puerto hay un reducido núcleo de "vecinos de a bordo", esto es, personas cuyo domicilio principal es el propio barco. La idea me atrae hasta cierto punto, pero tengo mis dudas sobre la efectividad de los lavabos químicos en plena noche y de las duchas públicas de los muelles. Crucé el paseo y me apoyé en una barandilla metálica para contemplar el agitado bosque de mástiles desnudos.
El agua era de color caqui verdoso. En las lóbregas profundidades se transparentaban rocas de gran tamaño que parecían ruinas sumergidas. Se veían pocos peces. Vi dos cangrejos pequeños que se arrastraban sobre las rocas, al borde del agua, pero, en su mayor parte, los bajíos parecían fríos v estériles, vacíos de toda vida marina.
En un banco de arena y barro había encallado una botella de cerveza. No lejos de allí había dos lanchas patrulleras amarradas.
Di stinguí una fila de botes amarrados a un muelle situado más allá y se me reavivó el interés. Hay cuatro dársenas que permanecen cerradas y a las que sólo se accede con una tarjeta expedida por la Jefatura del Puerto, pero aquélla estaba abierta al público. Bajé por la grada para ver mejor. Habría unos veinticinco botes, de madera y fibra vítrea, casi todos de unos tres metros de eslora. No tenía forma de saber a cuál de aquellos botes había subido Daggett, pero había algo que estaba claro: quien cortase la amarra de cualquiera de aquellos botes había tenido que salir remando de la dársena, doblar por la punta del muelle y cruzar el puerto. En la dársena no había corriente, y una barca a la deriva se limitaría a chocar contra los pilotes sin ir a ninguna parte.
Subí otra vez por la grada, volví al paseo y seguí por la izquierda hasta llegar a la Dársena Uno. Al fondo de la grada vi una valla de tela metálica y una puerta cerrada. Me quedé en el paseo observando a los transeúntes. Al cabo de un rato se acercó un cuarentón con la tarjeta en una mano y una bolsa de comestibles en la otra. Tenía aspecto musculoso, buena presencia y un bronceado del color del cuero sin curtir. Llevaba bermudas, marinera y un suéter holgado de algodón y cuello en forma de V por donde le asomaba un manojo de pelos grises.
—Di sculpe —dije—. Vive usted ahí abajo?
Se detuvo y me miró con curiosidad.
—Sí. —Tenía la cara tan arrugada como una bolsa de papel usada que se estira para que preste un nuevo servicio.
—¿Le molesta si bajo con usted hasta la dársena? Estoy investigando la muerte del hombre que apareció el sábado en la playa.
—No, de ningún modo. Ya me contaron lo ocurrido. El bote que se llevó es de un amigo mío Por cierto, me llamo Aaron. ¿Y usted?
—Kinsey Millhone —dije mientras bajaba con él por la grada—. ¿Cuánto hace que vive aquí?
—Seis meses. Me separé y mi mujer se quedó con la casa. Creo que he ganado con el cambio. Por aquí hay mucha gente simpática. ¿Es usted policía?
—Investigadora privada —dije—. ¿A qué se dedica?
—A la propiedad inmobiliaria —dijo—. ¿Cómo se metió en esto? —Introdujo la tarjeta en la ranura y empujó la puerta. Me hizo pasar delante y esperé al otro lado para que volviera a ponerse en vanguardia.
—Me contrató la hija del muerto —dije.
—Me refería al trabajo como detective.
—Ah. Fui policía durante un tiempo, pero no me despertaba el entusiasmo. La parte práctica del trabajo estaba bien, pero la burocracia es otra historia. Ahora trabajo por mi cuenta. Me gusta más así.
Pasamos ante un remolino de gaviotas lanzadas en picado sobre un objeto que flotaba en la superficie del agua. Sus graznidos movilizaron incluso a las congéneres que estaban a medio kilómetro y que surcaron el aire como cohetes.
—Es un aguacate —dijo con indiferencia—. Les gustan mucho a las gaviotas. Vivo aquí. —Se había detenido ante un palangrero de dos motores y doce metros de eslora, con puente de mando.
—Es un barco precioso.
—¿Le gusta? Puedo alojar hasta ocho personas —dijo con satisfacción. Bajó de un salto a la cubierta de popa, se dio la vuelta y me tendió la mano—. Descálcese, suba a bordo y échele un vistazo. ¿Le apetece una copa?
—No, gracias. Aún tengo muchas cosas que hacer. ¿No podría usted presentarme al propietario de la barca robada?
Se encogió de hombros.
—Lo veo difícil. Se pasa el día entero mar afuera, en una barca de pesca, pero, si quiere, le puedo dar su nombre y su teléfono. El bote creo que lo confiscó la policía, o sea que si quiere inspeccionarlo tendrá que hablar con ellos.
No esperaba gran cosa de la situación, pero me convenía dejar la puerta abierta por si acaso. Saqué una tarjeta, apunté en el dorso mi teléfono particular y se la di.
—Me haría el favor de decirle que me llame si sabe algo?.
—Hay una persona con quien tal vez le interese hablar —dijo—. Seis plazas más allá hay una balandra, The Seascape. Mire a ver si está el propietario. Se llama Phillip Rosen. Está enterado de todo lo que pasa por aquí.
—Gracias.
The Seascape era una balandra Flicka de ocho metros de eslora, con vela cangreja, mástil de siete metros, cubierta de teca y casco de fibra de vidrio que imitaba la madera.
Di unos golpecitos en el techo de la camareta y dije hola hacia la puerta, que estaba abierta. Phillip Rosen apareció con la cabeza encogida para no darse contra el techo. Su ascenso a cubierta fue como un gag de película porque era uno de los hombres más altos que he visto en mi vida, exceptuando a ciertos jugadores de baloncesto. Mediría dos metros diez y todo en él era descomunal: manos grandes, pies grandes, cabeza grande coronada por una aureola de pelo rojo y una cara inmensa en la que se había dejado crecer barba y bigote, también de color rojo; iba descalzo, y desnudo de cintura para arriba. De no ser por los tejanos de pernera recortada se habría dicho que era un vikingo condenado a reencarnarse cruelmente en un bajel indigno de su talla. Me presenté y le dije que Aaron me había sugerido que hablara con él. Le hice un resumen de lo que me interesaba.
—Bueno, yo no los vi, pero sí una amiga que venía a verme y que se cruzó con ellos en el parking. Eran un hombre y una mujer. Mi amiga me dijo que el viejo estaba borracho perdido y que andaba haciendo eses. La tía que estaba con él apenas podía sujetarlo.
—¿Sabe qué aspecto tenía la mujer?
—Pues no. Di nah no me dio detalles. Pero si quiere preguntárselo, le puedo dar el teléfono.
—Se lo agradecería —dije—. ¿A qué hora fue?
—Hacia las dos y cuarto. Di nah trabaja de camarera en el restaurante del embarcadero y termina a las dos. Sé que aquella noche no se quedó hasta que cerraron y sólo se tarda cinco minutos en venir. Más aún, si caminara sobre el agua, cruzaría el puerto en el tiempo que tarda en llegar al parking.
—¿Está trabajando ahora?
—¿El lunes por la tarde? A lo mejor. No sé qué turno tiene esta semana, pero vaya a ver. Está arriba, en el salón. Es pelirroja. Si está, la reconocerá en cuanto la vea.
Así fue, efectivamente. Recorrí los ochocientos metros que hay entre la dársena y el embarcadero y dejé el coche al cuidado del mozo que trabajaba en el parking del restaurante. Subí por la escalera descubierta y accedí a la terraza de madera. Di nah abandonaba la barra en aquel instante y se dirigía hacia una mesa del rincón con unos cócteles a base de tequila que llevaba en una bandeja. Tenía el pelo más anaranjado que rojo, demasiado carotinoideo para no ser natural. Mediría uno ochenta con tacones, llevaba pantis de malla negra y un conjunto "marinero" de color azul oscuro con una falda tan corta que casi se le veían las bragas. Se cubría con un gorro de marinero, y todo en ella indicaba que sabía distinguir babor de estribor desde el instante en que le salió el primer vello.
Aguardé hasta que sirvió las bebidas y emprendió el regreso a la barra.
—¿ Di nah?
Me miró con expresión interrogadora. Vi que tenía la cara cubierta por una pátina de pecas anaranjadas y una nariz larga y estrecha. Llevaba pestañas postizas, como una sucesión ininterrumpida de comas alrededor de unos ojos de color avellana claro que le realzaban la expresión de asombro.
Repetí una vez más el resumen que había hecho a mis últimos interlocutores.
—El viejo sé quién era —dije—. Lo que quiero es saber quién era la mujer.
Se encogió de hombros.
—Bueno, no les vi bien, sólo al pasar. Siempre hay luces encendidas en la dársena, pero alumbran poco. Además, caía un aguacero de miedo.
—¿Qué edad cree usted que tendría?
—Era más bien joven. Veintitantos, más o menos. Rubia. No muy alta, al menos comparada con él.
—¿Pelo largo? Corto? ¿Tetona? ¿Sin pecho?
—No le vi bien la figura. Llevaba una gabardina o un impermeable, algo así. El pelo le llegaría hasta los hombros, algo rizado, pero no mucho. Un poco cardado.
—¿Era guapa?
Meditó un segundo.
—No sé, pero recuerdo que pensé que pasaba algo raro, ¿no? Por ejemplo, él iba trompa perdido. Echaba un pestazo que se olía a tres metros. A bourbon. iPuaf! La verdad es que pensé que era una puta que quería aprovecharse de un viejo. Estuve a punto de decirle algo, pero pensé que no era asunto mío. El se lo estaba pasando que no veas, pero ya se sabe cómo son estas cosas. Estaba tan borracho que ella podía quitarle lo que le diera la gana.
—Sí, parece que es lo que hizo. Quitárselo todo, hasta la vida.
Eran las dos cuando salí del restaurante y el aire olía a agua sucia. O quizás era sólo la imagen sombría de la acompañante de Daggett, que me producía escalofríos. Ya sospechaba yo que había estado alguien con él aquella noche; por fin había encontrado la prueba; no de que hubiera sido un asesinato, faltaría más, pero sí de que había una lógica detrás de los acontecimientos que habían desembocado en la muerte de Daggett, una lógica y una tentadora imagen de mujer, la imagen de aquel "otro" tras cuya pista fantasmal andaba yo.
Por la descripción de Di nah, la primera cara que me vino a la cabeza fue la de Lovella Daggett. Su pinta de rubia del arroyo me había hecho pensar, nada más verla en su casa de Los Angeles, que se dedicaba a la prostitución. Aunque también es verdad que casi todas las mujeres que había conocido hasta la fecha eran más bien jóvenes y de pelo rubio: Barbara Daggett, Coral, es decir, la hermana de Billy Polo, Ramona Westfall, incluso Marilyn Smith, la madre de la niña muerta. Tendría que averiguar dónde se encontraban todas y cada una la noche del crimen, un asunto delicado porque no podía obligar a nadie a que me dijera la verdad. La policía tiene poder, una investigadora privada no.
Pasé por el banco y retiré el cheque de Tony Gahan de la caja de seguridad. Me metí en una cafetería, comí aprisa y pasé la tarde en la oficina arreglando papeles. Cerré a las cinco, me fui a casa, me puse a hacer cosas y alas seis y media me dirigí al domicilio de Ferrin y Ramona Westfall para encontrarme con Tony Gahan.
Los Westfall vivían en un barrio que llaman el Recinto, en una calle sin salida y flanqueada de robles que hay cerca del Museo de Historia Natural. Crucé la portada de piedra y me adentré en el silencio sombrío de la intimidad. Sólo hay ocho casas en esta calle sin salida, todas de estilo victoriano remozado y limpias como una patena. La zona parece, incluso en la actualidad, una comunidad rural trasplantada del pasado por arte de magia. Las fincas están rodeadas por muros de mampostería de poca altura, y los jardines están llenos de cañas de bambú, helechos y cortaderas. Era ya noche cerrada y el Recinto estaba envuelto en niebla. La vegetación era muy abundante y olía con intensidad, de un modo casi empalagoso, a causa de la lluvia reciente. Sólo había una farola, y las ramas de un árbol tapaban su esfera luminosa.
Encontré el número que buscaba, dejé el coche en la calle y eché a andar por el camino de entrada. La casa era de armazón de madera, de color cremoso y de una sola planta; tenía un porche espacioso y contraventanas pintadas de blanco, todo muy pulcro y bien conservado. Los muebles del porche eran blancos, de mimbre, y había cojines con estampados blanco y crema. En dos maceteros de mimbre, de estilo victoriano, había helechos gigantes. Todo era demasiado perfecto para mi gusto.
No quise espiar por la mirilla ovalada de la puerta, de vidrio decorado, y llamé al timbre. Tenía la impresión de que por dentro se parecería a una ilustración de esas de la revista House and Garden, una exquisita mezcla de lo antiguo, lo moderno y lo inusual. Me influían, por supuesto, la sequedad con que me había tratado Ferrin Westfall y la hostilidad sin rodeos de Ramona. Soy humana y también sé guardar rencor.
Ramona Westfall abrió la puerta y me hizo pasar. Me mostré educada, pero sin condescender en elogios excesivos de una casa que, a simple vista por lo menos, no parecía tener ningún defecto. Me hizo pasar al salón delantero y se fue, cerrando tras de sí las puertas de corredera de paneles de roble. Aguardé con la mirada inflexiblemente clavada en el suelo. Oí murmullos en el pasillo. Segundos más tarde se abría la puerta y entró un hombre que dijo llamarse Ferrin Westfall… como si no lo hubiera adivinado. Nos dimos la mano.
Era alto y esbelto, de cara agradable y fría y cabello cano. Tenía los ojos de color verde oscuro y tan exentos de calidez como el puerto. Había indicios de que algo le bullía en lo más profundo, pero ningún rastro de vida. Llevaba pantalón gris marengo y un suéter de cachemir gris, muy suave, que pedía a gritos una caricia. Me dijo por señas que tomara asiento y seguí su indicación.
Dedicó unos momentos a inspeccionarme, empezó por las botas, siguió por los tejanos raídos y acabó por el suéter de lana que comenzaba a formar bolitas en los codos. Estaba resuelta a no darme por enterada de su actitud descalificadora, pero tuve que hacer un esfuerzo. Lo miré con indiferencia y neutralicé su desprecio imaginándomelo sentado en la taza del wáter.
—Tony vendrá en seguida. Ramona me ha contado lo del cheque. ¿Tiene usted inconveniente en enseñármelo?
Me lo saqué del bolsillo de los tejanos, lo desdoblé y se lo di para que lo mirase. A lo mejor pensaba que era falso o robado. Lo inspeccionó por todas partes, al derecho y al revés, y me lo devolvió, al parecer convencido de que era auténtico.
—¿Por qué le encargó esta misión el señor Daggett? —preguntó.
—La verdad es que no lo sé —dije—. A mí me contó que había ido al antiguo domicilio de Tony. No tuvo suerte y me encargó que lo localizara y le diera el cheque.
—¿Sabe cómo consiguió el dinero?
Volví a sentir que se me despertaba el instinto de protección. Lo que me preguntaba no era asunto suyo, aunque lo más probable es que quisiera convencerse de que el dinero no procedía de ningún negocio turbio: drogas, putas, venta de perros y gatos a laboratorios para experimentos.
—Lo ganó en las carreras —dije. La verdad es que no me había creído la explicación que me había dado Daggett al respecto, pero me importaba un ardite que Ferrin Westfall se tragara o no la mentira. Al parecer se la creyó tanto como yo. Cambió de tema.
—¿Prefiere estar a solas con Tony?
La propuesta me sorprendió.
—Sí, lo prefiero. Lo que en realidad querría es ir a cualquier parte con él y tomar una Coca–Cola.
—No hay inconveniente, siempre que no tarde en volver. Está en una escuela vespertina.
—Claro, claro. Se lo agradezco mucho.
Llamaron a la puerta. El señor Westfall se levantó y se dirigió a la entrada.
—Seguramente es Tony —dijo.
Se abrió la puerta y entró Tony Gahan. Parecía un quinceañero sin desarrollar. Mediría uno sesenta y siete y pesaría alrededor de sesenta kilos. Me presentó su tío. Alargué la mano y nos dimos un apretón. Tenía los ojos negros y el pelo castaño, cortado de un modo atractivo, que me llamó la atención por lo inusual. No sé por qué, pero casi todos los estudiantes que he visto en los últimos tiempos parecen ir al mismo especialista en enfermedades del cuero cabelludo. Sospechaba que aquel corte de pelo era una concesión al concepto que Ferrin Westfall tenía del buen gusto y me pregunté qué opinaría él personalmente.
Se conducía con nerviosismo. Parecía un niño deseoso de gustar a toda costa. Miraba con aprensión a su tío en busca de indicaciones oculares sobre lo que se esperaba de él y cómo debía comportarse. Daba pena verlo.
—A la señorita Millhone le gustaría invitarte a una Cocacola y charlar un rato contigo —dijo el señor Westfall.
—¿Por qué? —graznó Tony. Parecía a punto de desplomarse allí mismo, y durante una fracción de segundo me acordé de lo mucho que me cargaba comer y beber delante de adultos desconocidos cuando tenía su edad. Las comidas son como trampas cuando no se dominan las prácticas sociales al uso. No quería ponerlo más nervioso, pero estaba convencida de que en aquella casa jamás podría hablar a gusto con él.
—Ella te lo explicará —dijo el señor Westfall—. Nadie te obliga evidentemente. Y si prefieres quedarte, no tienes más que decirlo.
Por lo visto no fue capaz de interpretar las palabras de su tío, neutrales en apariencia, pero con segundas y terceras intenciones. Las palabras "no tienes más que" le confundieron y el "evidentemente" no le aclaró nada.
Me miró medio encogiéndose de hombros.
—Sí, bueno, no sé. ¿Ahora mismo?
El señor Westfall asintió.
—Será sólo un rato. Pero ponte una chaqueta.
Tony salió al pasillo, fui tras él y esperé mientras buscaba la prenda en el ropero de la entrada.
Me pareció que con quince años podía apañárselas solo para saber si necesitaba llevar una chaqueta o no, pero nadie me consultó al respecto. Le abrí la puerta para que saliese. El señor Westfall nos observó durante unos segundos y luego cerró a nuestras espaldas. Ni que Tony y yo fuéramos novios, joder. A punto estuve de prometerle que le haría volver a casa a las diez en punto. Qué gente.
Avanzamos por el camino a oscuras.
—¿Vas al colegio de Santa Teresa?
—Sí.
—¿A qué curso?
—Segundo.
Subimos al coche. Tony quiso bajar la ventanilla rota pero sólo consiguió desprender un fragmento de vidrio. Lo dejó estar.
—¿Qué pasó?
—Un descuido —dije sin más explicaciones.
Giré en redondo el camino del jardín y puse rumbo a Los Relojes, un tugurio para adolescentes que está en State Street y que todos consideran sucio, cochambroso y vicioso, y realmente lo es: porque es una escuela de delincuentes juveniles. Los chicos acuden al local (hartos de pastillas) para tomarse unas Coca–Colas, fumarse unos canutos y hacer el ganso. Me había iniciado en sus misterios un camello de diecisiete años y pelo rosáceo que se llamaba Mike y que ganaba más que yo. No lo había visto desde el mes de junio, y cada vez que entraba en un bar dudoso lo buscaba con la mirada.
Dejamos el coche en un parking pequeño que había detrás y entramos por la puerta trasera. Es un local largo y angosto, pintado de gris marengo, y techo alto y bordeado de tubos de neón rosa y morado. Una serie de móviles, que parecen engranajes gigantescos de reloj, dan vueltas en el aire cargado de humo. El ruido es ensordecedor los fines de semana, tanto que vibra hasta el suelo. Los días laborables por la noche reina la tranquilidad y resulta extrañamente íntimo y acogedor. Encontramos una mesa libre y fui a la barra en busca de un par de Cocas. Alguien me tocó en el hombro, y al darme la vuelta vi a Mike. Sentí una descarga de simpatía.
—¡Precisamente pensaba en ti! —dije—. ¿Qué tal estás?
Una franja rosada le palpitó en las mejillas y me sonrió con coquetería.
—Fabuloso. ¿Qué haces últimamente?
—Poca cosa —dije—. Llevas un pelo genial. —La última vez que lo había visto lucía una cresta rosa que le corría de la frente al occipucio, y se había afeitado el pelo de los parietales. Ahora llevaba el pelo como una plantación de tomates, con mechones morados, rematados con un toque blanco y sujetos individualmente con sendas gomas elásticas. Al margen del pelo, era un chico bien parecido, de piel clara, ojos verdes y dentadura perfecta—. Bueno, estoy con el chorbo ese de ahí… creo que sois compañeros de clase.
—¿De veras? —Se volvió y miró a Tony por encima.
—¿Lo conoces?
—Me suena. No va con la misma gente que yo. —Volvió a mirar a Tony y creí que iba a decir algo, pero lo dejó correr.
—¿Y tú? ¿Sigues trapicheando?
—¿Yo? ¿Qué dices, tronca? Ya te dije que lo iba a dejar —repuso en tono de indignación puritana, aunque con los ojos, naturalmente, me estaba diciendo lo contrario. La verdad es que si seguía dedicándose a actividades ilegales yo no quería saberlo, así que cambié de tema.
—¿Y los estudios? Terminas este año, ¿no?
—En junio. Ya he solicitado el ingreso en la universidad.
—¿En serio? —No sabía si se choteaba de mí o no.
Se dio cuenta de lo que pensaba.
—Saco buenas notas —dijo en son de queja—. No soy tan burro como crees. La pasta que me gano es para hacer lo que quiero. Es el fundamento de la empresa privada, ¿no?
Tuve que echarme a reír.
—Desde luego —dije. La camarera me puso delante dos Cocas y se las aboné—. Me voy con mi ligue.
—Me alegro de haberte visto —dijo—. Déjate caer por aquí y charlamos un rato.
—No sería mala idea —dije, le sonreí y mentalmente le dije que no. Coquetuelo de mierda. Volví a la mesa de Tony, le pasé una Coca y me senté.
—¿Conoces a ese tipo? —preguntó Tony con timidez.
—¿A Mike? Claro que lo conozco.
Observó a Mike de reojo y volvió a posar los ojos en mí, esta vez con algo que se parecía al respeto. Mira por dónde, a lo mejor no era yo ningún bicho raro.
—¿Te ha dicho tu tío por qué quería hablar contigo?
—Por encima. Mencionó el accidente y al viejo borracho.
—¿Te molesta hablar de ello?
Se encogió de hombros a modo de contestación, pero sin mirarme a la cara.
—Tengo entendido que no ibas en el coche —dije.
Se echó el flequillo a un lado.
—No. Di scutí con mi madre por eso. Querían celebrar la comida del domingo de Pascua en casa de mi abuela, pero yo no tenía ganas de ir.
—¿Sigue viviendo tu abuela en la ciudad?
Se removió en la silla.
—En un asilo de ancianos. Sufrió un ataque.
—¿Es abuela tuya por parte de madre? —El detalle me traía sin cuidado. Yo sólo quería que se relajara y tomara confianza.
—Sí.
—¿Cómo te llevas con tus tíos?
—Bien. Aunque no de maravilla. Mi tío está siempre encima, pero ella es simpática.
—Tu tía me dijo que tenías problemas en clase.
—¿Y?
—Nada, que me llama la atención. Di ce que eres muy listo pero que sacas malas notas. Me preguntaba por qué.
—Porque el colegio me carga —dijo—. Porque no me gusta que ningún cabrón meta las narices en mis asuntos.
—Claro —dije. Tomé un sorbo de refresco. Su hostilidad era como una letrina embozada y a lo mejor se servía de mí para desatascarse. No me molestaba que me insultase. Yo podía insultarle el doble cualquier otro día. Se sintió obligado a hablar al ver que yo no reaccionaba.
—Hago lo posible por sacar buenas notas —dijo más bien a regañadientes—. Pero no aguanto las mates ni la química, son un coñazo. Por eso me suspenden.
—¿Qué te gusta más? ¿Lengua? ¿Arte?
Titubeó.
—¿Qué eres? ¿Psiquiatra o algo así?
—No. Detective. Creí que lo sabías.
Se me quedó mirando.
—No lo entiendo. ¿Qué tienes que ver tú con el accidente?
Saqué el cheque y lo puse sobre la mesa.
—El responsable del accidente me contrató para que te buscara y te lo diera.
Cogió el cheque y le echó un vistazo.
—Es un talón de caja por veinticinco mil dólares —añade
—Pero ¿por qué?
—No lo sé con exactitud. Creo que la intención de John Daggett era reparar de algún modo lo que hizo.
Su confusión era tan transparente como la rabia con que reaccionó.
—No lo quiero —dijo—. ¿Por qué quiere dármelo a mí? Megan Smith murió en el accidente, como sabes, y también aquel chico, Doug. ¿También hay dinero para ellos, o sólo lo hay para mí?
—Sólo para ti, que yo sepa.
—Quédatelo entonces. No lo quiero. Odio a ese viejo hijoputa. —Dejó el cheque en la mesa y le dio un manotazo.
—No te precipites. Antes quisiera contarte una cosa. Aceptarlo o no es decisión tuya. Única y exclusivamente. En serio. Tu tía se sintió ofendida y lo comprendo. Nadie puede obligarte a que aceptes el dinero si no quieres. Pero oye lo que tengo que decirte, ¿de acuerdo?
Había puesto cara de enfado y miraba a otra parte. Bajé la voz.
—Es verdad que John Daggett era un borracho y quizá también un ser despreciable, pero le remordía la conciencia por haber hecho algo sin querer y creo que trataba de repararlo. Concédele esto, nada más que esto, medítalo y después decide.
—No quiero dinero a cambio de lo que hizo.
—Aún no he terminado.
La boca le temblaba. Se pasó la manga de la chaqueta por los ojos, pero no se marchó.
Las personas cometen errores —dije—. Hacen cosas sin querer. El no mató a nadie adrede…
—¡Es un borracho cabrón! Y tenía que estar en la puta calle a las nueve de la mañana. Mi padre, mi madre y Hilary… —Se le quebró la voz e hizo un esfuerzo para dominarse—. No quiero nada de él. Le odio a muerte y no quiero su cheque de mierda.
—¿Por qué no lo cobras y regalas el importe a quien sea?
—i No! Quédatelo. Devuélveselo. Di le de mi parte que se vaya a tomar por culo.
—Imposible. Ha muerto. Lo mataron el viernes por la noche.
—Me alegro. Ojalá lo hayan cosido a puñaladas. Se lo merecía.
—Tal vez. A pesar de todo, cabe la posibilidad de que sintiera algo por ti y quisiera devolverte parte de lo que te quitó.
—¿Qué va a devolverme? Todos están muertos.
—Tú no, Tony. Y tienes que adaptarte como sea, tienes que seguir viviendo…
—Es lo que hago, ¿no? Además, estoy harto de rollos. Ya me has dicho lo que tenías que decirme. Ahora quiero volver a casa.
Se puso en pie con el cuerpo en tensión y vomitando furia por los poros. Se dirigió a la puerta trasera, apartando sillas con brusquedad. Cogí el cheque y fui tras él.
Al llegar al parking vi que daba puñetazos a lo que quedaba de la ventanilla rota de mi coche. Fui a protestar, pero me contuve.
En el fondo me era igual. De todas maneras tenía que cambiar el cristal. Le observé sin decir palabra. Cuando se cansó, se apoyó en el vehículo y se puso a llorar.
Capítulo 15
Cuando llegamos a su casa estaba sereno y pensativo, como si no hubiera pasado nada fuera de lo corriente. Detuve el coche delante de la casa, bajó, cerró de un portazo y echó a andar por el camino de acceso sin decir palabra. Estaba segura de que no comentaría con sus tíos su arranque de mal humor, lo cual era una suerte porque había prometido no decir nada que pudiese afectarle. Conservaba aún el cheque de Daggett y me pregunté si no estaría condenada a pasarme la vida tratando inútilmente de que me lo quitasen de las manos..
Volví a casa y vacié el VW, operación que me llevó veinte minutos. Aunque suelo tener la casa bastante limpia, jamás había practicado mis cualidades organizativas en el coche. Por lo general tengo el asiento trasero lleno de expedientes, libros jurídicos, el maletín y prendas de vestir de lo más heterogéneo, pantis, cazadoras, zapatos, sombreros, que en ocasiones utilizo para "disfrazarme" por asuntos relacionados con el trabajo.
Lo metí todo en una caja de cartón y me dirigí al patio de atrás, que es donde está la puerta de mi casa. Abrí el candado que cerraba el cuarto trastero que hay pegado al porche de atrás, metí la caja donde pude y volví a echar el candado.
Al llegar a mi puerta vi que de las sombras surgía una figura.
—¿Kinsey?
Di un respingo y me di cuenta, algo tarde, de que se trataba de Billy Polo. No le pude ver bien los rasgos, dada la oscuridad reinante, pero la voz era inequívocamente suya.
—Mierda, ¿qué haces aquí? —dije.
—Perdona, no quería asustarte. Tengo que hablar contigo.
Me fui recuperando poco a poco del sobresalto y tardé algo en reaccionar.
—¿Cómo has sabido que vivo aquí?
—Lo consulté en la guía telefónica.
—Mi dirección no figura en la guía.
—Sí, ya lo sé. Primero probé en tu oficina, y como no estabas pregunté en la compañía de seguros que hay al lado.
—¿Te han dado mi dirección en La Fidelidad de California? —dije—. ¿Con quién hablaste? —No me creía ni por asomo que en FC le hubieran facilitado una información de aquel tipo.
—Con una mujer, pero no me dijo su nombre. Le dije que era un cliente tuyo y que se trataba de una urgencia.
—Mentira.
—No, es verdad. Lo que pasa es que no tuvo más remedio porque me puse algo duro con ella.
Estaba claro que no iba a darme otra versión y no insistí.
—Bueno, ¿de qué se trata? —dije. Era consciente de mi brusquedad, pero es que no me gustaba que se hubiera personado en mi domicilio, y no me creía la explicación que me había dado sobre cómo había sabido mi paradero.
—¿Es necesario que hablemos aquí fuera?
—Sí, Billy, es necesario. Vamos, desembucha.
—Oye, no tienes por qué ponerte así conmigo.
—¿Y cómo quieres que me ponga, joder? Te escondes en la oscuridad y me das un susto de muerte. Aún no sé si eres Jack el Destripador o la Mula Francis, de modo que no tengo por qué invitarte a pasar.
—Está bien, está bien.
—Di me lo que tengas que decir. Y arreando porque tengo prisa..
Se hizo el nervioso, pero pensé que era para impresionarme.
—He hablado con mi hermana Coral —dijo por fin— y me ha dicho que sea sincero contigo.,
—Oh, fabuloso, qué consejo. ¿Sobre qué has de ser sincero?
—Daggett —murmuró—. Me buscó.
—¿Cuándo?
—El lunes pasado, cuando llegó a Santa Teresa.
—¿Te llamó por teléfono?
—Eso mismo.
—¿Cómo sabía dónde estabas?
—Me llamó a casa de mi madre, y como yo no estaba en aquel momento, le dio su número y lo llamé más tarde.
—¿Desde dónde llamó?
—No lo sé. Desde algún tugurio. Se oía mucho ruido al fondo. Estaba borracho y supuse que se habría metido en el primer bar que le había salido al paso.
—¿A qué hora fue?
—Hacia las ocho de la tarde. Más o menos.
—Sigue.
—Me dijo que estaba asustado y que necesitaba ayuda.
Le habían llamado a Los Ángeles para decirle que iban a cargárselo por una faena que había hecho poco antes de que lo pusieran en libertad.
—¿Qué faena?
—No conozco los detalles. Parece que a su compañero de celda lo borraron del mapa y Daggett se agenció un montón de pasta que el otro había escondido en el catre.
—¿Cuánto?
—Unos treinta de los grandes. Eran de una operación relacionada con el tráfico de drogas; por lo visto hubo trampa y por eso mataron al otro. Daggett se lo llevó todo y querían que lo devolviese. Le buscaban. Eso le dijeron al menos.
—¿Quiénes?
—No quiero mencionar nombres. Sospecho de quién se trata y lo podría averiguar, pero no quiero meterme en líos si puedo evitarlo. La cosa es que le seguí la corriente. Yo no tenía intención de ayudar a esa momia apestosa. De ninguna de las maneras. Se había metido en un buen atolladero, pues que saliera solo. Yo no quería líos. Y menos con aquellos tipos buscándole. Le tengo demasiado cariño a mi pellejo.
—¿Qué pasó entonces? ¿Hablasteis por teléfono y eso fue todo?
—Bueno, no. Nos vimos para tomar un trago. Coral dice que es mejor que te lo diga.
—¿En serio? —dije—. ¿Y por qué?
—Por si pasa algo. No quiere que parezca que estoy ocultando información.
—Entonces piensas que dieron con él.
—Está muerto, ¿no?
—¿Y eso qué demuestra?
—A mí no me lo preguntes. Vamos, yo sólo sé lo que Daggett me contó. Tenía que desaparecer y creyó que yo le ayudaría.
—¿De qué modo?
—Proporcionándole un sitio para esconderse.
—¿Cuándo os visteis?
—El jueves. Yo estaba muy ocupado.
—Compromisos sociales urgentes, sin duda.
—Eh, eh, para el carro. Estaba buscando empleo. Estoy con la condicional y tengo que cumplir ciertos requisitos.
—¿Seguro que no lo viste el viernes?
—No. Sólo una vez y fue el jueves por la noche.
—¿Sabes qué hizo Daggett mientras tanto?
—Ni idea. No me lo dijo.
—¿Dónde os visteis?
—En el bar donde trabaja Coral.
—Ahora lo entiendo. Le preocupa que vaya haciendo preguntas por ahí y me cuenten que te vieron con él.
—Pues sí, ¿y qué? A Coral no le gusta que tenga problemas con la ley, sobre todo estando en libertad condicional.
—¿Y cómo es que los bandidos en cuestión tardaron tanto en encontrarlo? Hacía seis semanas que Daggett estaba en libertad.
—Puede que al principio no supieran que había sido él. Daggett no era muy espabilado. No había hecho nada importante en su vida. Pensarían que era demasiado estúpido para meter la mano en un colchón y largarse con la pasta.
—¿Sabes si llevaba el dinero encima cuando os visteis?
—¿Me tomas el pelo? Pero si quiso sacarme diez dólares —dijo con cara compungida.
—¿Había condiciones? —pregunté—. ¿Le habrían dejado en paz si hubiera devuelto el dinero?
—Lo dudo.
—Sí, yo también —dije—. ¿Qué papel crees que juega Lovella en esto?
—Ninguno. Ella no tiene nada que ver en el asunto.
—Yo no estaría tan segura. El viernes por la noche vieron a Daggett junto a la dársena; iba trompa perdido y con una rubia de aspecto barriobajero.
Aunque estaba oscuro me di cuenta de que me observaba con suma atención.
—¿Una rubia?
—Exacto. Más bien joven, por lo que me han dicho. Daggett estaba que se caía y ella le ayudaba a sostenerse.
—No tengo ni zorra idea de eso.
—Yo tampoco, pero creo que se trataba de Lovella.
—Pregúntale a ella entonces.
—Es lo que pienso hacer —dije—. ¿Qué pasó después?
—¿Sobre qué?
—Por ejemplo, sobre los treinta billetes. Daggett ha muerto. Quiere ello decir que los que le buscaban han recuperado la pasta?
—Si la encontraron, sí —dijo con algo de intranquilidad.
—¿Y si no la encontraron?
Titubeó.
—Pues no sé. Si está escondida, digo yo que será de su viuda. Le pertenecerá por herencia.
Empecé a ver claro. Pero no sabía si él también.
—¿Te refieres a Essie?
—¿A quién?
—A Essie, la viuda de Daggett.
—Estaban divorciados —dijo.
—Me parece que no. Por lo menos, no legalmente.
—Estaba casado con Lovella —dijo.
—Legalmente no.
—Te estás quedando conmigo.
—Ve mañana al entierro y lo comprobarás.
—¿La pasta la tiene esa tal Essie?
—No, pero yo sé dónde está. Veinticinco mil, así como lo oyes.
—¿Dónde? —dijo con incredulidad.
—En mi bolsillo, cielo. En forma de cheque a nombre de Tony Gahan. Te acuerdas de Tony, verdad?
Silencio absoluto.
Bajé la voz.
—¿Por qué no me cuentas quién es Doug Polokowski?
Se dio la vuelta y se fue.
Me quedé inmóvil durante unos momentos y, aunque el asunto no me hacía gracia, eché a andar detrás de él, sin poder quitarme de la cabeza la circunstancia de que supiese dónde vivía yo. La última vez que nos habíamos visto ni siquiera sabía que era investigadora privada. Ahora, de golpe y porrazo, me buscaba y se ponía a contarme secretos sobre Daggett delante de mi propia casa. Aquello no tenía lógica.
Al llegar a la calle oí que cerraba el coche de un portazo. Me mantuve en la oscuridad y vi que ponía en marcha el Chevrolet, que había aparcado delante de otra casa. Salió flechado en dirección al puerto.
No supe si seguirle o no, pero por otro lado no me hacía ninguna gracia la idea de ponerme a espiar otra vez el remolque de Coral. Ya había tenido bastante. Volví sobre mis pasos y entré en casa. Me puse a pensar en el forzamiento del VW y en el hecho de que me hubiesen robado el bolso con todos los papeles identificadores. ¿No habría sido Billy Polo? ¿Se había enterado así de mi dirección? Me resistía a creer que me hubiera seguido hasta la playa, pero esto explicaría que hubiese sabido dónde encontrarme.
Estaba segura de que se traía algo entre manos, pero no acababa de tener claro lo que se proponía. ¿Por qué se habría inventado aquel cuento de los bandidos de la cárcel? Casaba con algunos hechos comprobados, pero carecía de esa sobria perfección que suele tener la verdad.
Cogí un fajo de tarjetas de fichero y lo puse todo por escrito. Puede que adquiriese sentido más tarde, cuando me enterara de más cosas. Terminé a eso de las diez. Saqué del frigorífico la botella de vino blanco, la descorché y me serví un vaso. Me desnudé, apagué las luces, fui al cuarto de baño y dejé el vaso en el alféizar de la ventana, que está junto a la bañera. Me quedé mirando la calle a oscuras. A cierta distancia hay una farola medio oculta por las ramas de una jacarandá, bastante desplumada ya por la lluvia. La ventana estaba entornada y por la rendija se colaba, estremecedora y secreta, una brisa húmeda y nocturna. La lluvia empezó a tamborilear en el techo de plástico. Me sentía inquieta. Cuando era niña, a los doce años aproximadamente, me paseaba por las calles en noches como aquélla, descalza, con un impermeable y dominada por la ansiedad y la extrañeza. Creo que mi tía no sabía nada acerca de mis expediciones nocturnas, aunque puede que estuviera al tanto. Era muy nerviosa de suyo y cabe la posibilidad de que respetara mis brotes de desasosiego. Pensaba mucho en ella últimamente, sin duda a causa de Tony. La familia de Tony, al igual que la mía, había fallecido en un accidente de tráfico y también en su caso era su tía quien se encargaba de su educación.
En ocasiones, sobre todo en noches así, tenía que admitir que la muerte de mis padres no había sido tan trágica a lo mejor. Mi tía, pese a todos sus defectos, había sido una tutora perfecta: desvergonzada, distante, excéntrica e independiente. De no haber muerto mis padres, mi vida habría seguido un rumbo muy distinto. No me cabía la menor duda. Me gusta mi historia tal como ha sido, pero pienso que también había otras posibilidades.
Mientras pensaba en mi pasado, me di cuenta de lo mucho que me había identificado con Tony cuando se había puesto a golpear la ventanilla de mi coche. Su rabia y su soberbia me habían fascinado y afectado en lo más hondo. El día siguiente por la tarde se iba a celebrar el entierro de Daggett y esto también me afectaba, pero en otro sentido; me hacía pensar en tristezas de antaño, en los buenos amigos que habían desaparecido para siempre. A veces me imagino la muerte como una escalera de mármol muy ancha, por la que desfila el silencioso cortejo de los que se van. Veo a la muerte con demasiada frecuencia para preocuparme, pero echo de menos a los que fallecen y me pregunto si aceptaré el trago sin protestar cuando me llegue la hora.
Apuré el vino, me dirigí al sofá cama y me metí, desnuda como estaba, entre los cálidos pliegues del edredón.
Capítulo 16
El día amaneció de un color gris oscuro que poco a poco fue aclarándose hasta adquirir una cualidad fría y brillante. No suelo correr cuando llueve, pero no había dormido bien y necesitaba quitarme de encima los restos de la ansiedad. No sabía exactamente qué era lo que me preocupaba. A veces me despierto con la desagradable sensación de que un temor en miniatura se me ha aposentado en las entrañas. Al margen del alcohol y las drogas, que a las seis de la mañana apetecen poco, lo único que me tranquiliza es correr.
Me puse el chándal, busqué el carril para bicicletas y recorrí los dos kilómetros y medio que hay hasta el parque de atracciones. El viento había despojado a los árboles de sus hojas secas, que yacían sobre el césped semejantes a plumas empapadas. El océano era de plata y las olas susurraban como una falda de seda con volantes. La playa era de un castaño monótono, y sobre la arena sobrevolaban las gaviotas en busca de crustáceos. Las palomas se elevaban en bandadas para contemplar el paisaje desde lo alto. Tengo que confesar que en el fondo no soy aficionada al campo. Siempre soy consciente de que, por debajo de su animado gorjeo, ciertas criaturas de ojos encendidos, sin sentimientos ni conciencia, se dedican a machacar huesos y a hacerse collares con tripas ajenas. Cuando necesito estar a gusto y tranquila no busco estas cosas en la Naturaleza.
Había poco tráfico. Sólo yo hacía jogging en aquellos momentos. Dejé atrás los lavabos públicos, una construcción de piedra artificial y pintada de rosa en la que se habían apretujado dos vagabundos y un carrito de la compra. A uno de ellos lo había visto hacía un par de noches y se me quedó mirando con indiferencia. Su colega, que parecía un montón de trapos viejos, permanecía encogido bajo una frazada de cartones. Llegué al final del paseo y recorrí los dos kilómetros y pico de vuelta. Llegué a casa con las Etonics empapadas, el chándal medio mojado y el pelo adornado de gotas resplandecientes que parecían perlas. Me di una ducha muy larga con agua caliente y, con la sensación de seguridad que proporciona la vuelta a casa, recuperé el optimismo.
Desayuné, ordené la casa, revisé el seguro del coche y vi que cubría lo de la ventanilla rota, aunque había que desembolsar cincuenta dólares recuperables. A las ocho y media me fui a recorrer tiendas de lunas para pedir presupuestos y convencer a quien fuese de que me arreglara la ventanilla antes de mediodía. Volví a enfundarme en mi vestido multiuso, desenterré un bolso negro de piel, muy presentable, que guardo para las ocasiones "formales", y metí dentro todo lo básico, amén del cheque de las narices.
Dejé el coche ante una tienda de lunas que hay cerca de mi oficina y recorrí a pie el resto del camino. Aunque iba con zapatillas, me dolían los pies, y con los pantis era como caminar con una mano caliente y húmeda en la ingle.
Al entrar en el despacho di comienzo a la rutina diaria. Acababa de enchufar la cafetera de filtro cuando sonó el teléfono.
—¿Señorita Millhone? Soy Ramona Westfall.
—Ah, hola, ¿qué tal? —dije. El estómago se me encogió un poco y me pregunté si Tony Gahan le habría contado lo de su rabieta en Los Relojes durante la noche precedente.
—Bien, bien —dijo—. La llamo porque quisiera hablar con usted, a ser posible esta misma mañana, si tiene un momento libre.
—Tengo libres todos los momentos, lo que no tengo es coche. ¿Le importaría pasar por aquí?
—No, claro que no; es más, lo prefiero. ¿Le va bien a las diez? Sé que es meterle prisa, pero…
Consulté la hora. Veinte minutos.
—De acuerdo —dije. Murmuró una frase de despedida y colgó. Pulsé el interceptor para que hubiese línea y llamé a Barbara Daggett, a casa de su madre, para preguntar por la hora exacta del entierro. No pudo ponerse la aludida, pero Eugene Nickerson me dijo que el servicio sería a las dos y yo le dije a mi vez que estaría presente.
Dediqué unos minutos a abrir el correo de la víspera y a rellenar dos impresos para ingresar sendos cheques en mi cuenta, y llamé a la compañía de seguros para exponer con detalle lo del cristal del coche. No había hecho más que colgar cuando el teléfono sonó otra vez.
—¿Kinsey?, soy Barbara Daggett. Ha ocurrido algo. Al llegar esta mañana me he encontrado en el porche con una mujer que dice que es la mujer de mi padre.
—Lovella. Lo que faltaba.
—¿Sabe quién es?
—La conocí la semana pasada, cuando estuve en Los Ángeles tratando de averiguar el paradero de su padre.
—¿Y estaba usted al tanto de lo que afirma?
—En líneas generales, sí. Pero pensé que se trataba de esas convivencias que el derecho consuetudinario acaba sancionando con el paso del tiempo.
—Pero tiene un certificado de matrimonio. Lo he visto personalmente. Por qué no me lo dijo usted? No supe qué responderle. Se puso a gritarme como una arrabalera y no tuve más remedio que llamar a la policía. Resulta inconcebible que ni siquiera lo mencionara usted.
—¿Cuándo? ¿Cuándo debía habérselo dicho? ¿En el depósito? ¿En la funeraria, mientras su madre sufría el ataque?
—Podía haberme llamado en otro momento. Podía haber pasado por mi despacho incluso.
—Barbara, pude haber hecho muchas cosas pero no ha sido así. Si le soy sincera, su padre me inspiraba sentimientos de protección y confiaba en que ustedes no se enterasen nunca de la existencia de ese "presunto" enlace matrimonial. El certificado en cuestión puede ser falso. Toda la historia puede ser un montaje. Pero aunque todo sea auténtico, ya tienen ustedes bastantes problemas para que encima añadan la bigamia a la lista de errores de su padre.
—No es usted quien tiene que decidirlo. Mi madre quiere saber ahora qué es todo este lío y no sé qué decirle.
—Comprendo su disgusto, pero creo que no rectificaría mi comportamiento.
—¡Su actitud es inconcebible! No me gusta que me mantengan en la ignorancia —dijo—. La contraté para que investigase y esperaba que me comunicaría cuanto averiguara.
—Su padre me contrató mucho antes que usted —dije.
Aquello le tapó la boca durante un momento, pero no tardó en volver al ataque.
—¿Para hacer qué? Porque usted nunca lo ha concretado.
—Desde luego que no. Lo que me dijo es secreto profesional. Todo era mentira, pero mi oficio no consiste en divulgar lo que me cuentan. No duraría en esta profesión si me dedicara a comentar toda la información que se me proporciona.
—Yo soy su hija y tengo derecho a saberlo. En particular si resulta que mi padre era bígamo. Le pago para eso, ¿no?
—Usted me paga para que estruje esta cabecita que tengo encima de los hombros —dije—. Por favor, Barbara. Sea razonable. Pongamos que se lo cuento. ¿Qué finalidad tendría? Si sus padres estaban legalmente casados, Lovella no tiene ningún derecho a reclamar nada y, por lo que sé, se da perfecta cuenta de ello. ¿Por qué aumentar el dolor de ustedes cuando esta mujer puede marcharse con el rabo entre las piernas en cualquier momento?
—¿Cómo supo ella que había muerto mi padre?
—Por mí no, se lo aseguro. No soy idiota. Lo que menos deseaba yo en este mundo es que se pusiera a dar un mitin ante la casa de ustedes. Puede que se enterase por la prensa, o por la televisión. —Murmuró no sé qué, momentáneamente apaciguada—. ¿Qué ocurrió cuando se presentó la policía? —añadí.
Guardó silencio mientras se debatía entre informarme o seguir metiéndose conmigo. Me dio la sensación de que disfrutaba fastidiando a la gente y que le costaba abandonar cuando tenía ocasión de hacerlo. Desde mi punto de vista, no me pagaba lo suficiente para aguantarla. Un poco sí, pero no hasta ese extremo. Sospecho que debería haberla advertido.
—Los dos agentes se la llevaron aparte y hablaron con ella. Se marchó hace unos minutos.
—Bueno, si vuelve a asomar la nariz, ya me encargaré yo de ella —dije.
—Pero ¿por qué tendría que aparecer otra vez?
Caí entonces en la cuenta de que, presuntas bigamias aparte, no había informado a mi interlocutora acerca de los infames veinticinco mil dólares, que según Billy Polo formaban parte de la "herencia" de Daggett. Puede que Lovella hubiera acudido para cobrar.
—Creo que sería conveniente que usted y yo tuviéramos una charla cuanto antes —dije.
—¿Por qué? ¿Es que hay algo más?
Levanté la vista, Ramona Westfall estaba en la puerta.
—Siempre hay algo más —dije—. Es la sal de la vida. Di sculpe, pero acaba de llegar una visita. La llamaré por la tarde.
Colgué, me puse en pie y la señora Westfall y yo nos dimos la mano. La invité a sentarse y preparé café para las dos con la esperanza de que aquel rito social la relajase.
Parecía abatida, con manchas de cansancio en la piel que rodeaba con delicadeza sus ojos amables.
Llevaba una blusa de popelín café con leche, con hombreras, y un bolso de lona y malla que habría podido servir para un safari improvisado. El pelo, claro de por sí, le brillaba como en un anuncio de champú Breck de los que salen en las revistas. Traté de imaginármela con impermeable, rondando la dársena con el brazo de Daggett sobre sus hombros. ¿Habría podido tirarlo, con el culito en pompa, del bote de remos? Desde luego que sí. ¿Por qué no?
Me miraba con inquietud mientras me organizaba la mesa con ademanes mecánicos. Puso en fila tres lápices con la punta hacia mí, como si fueran sendos misiles tierra–aire, y se aclaró la garganta.
—Bueno, verá. Queríamos saber… Tony no nos ha dicho ni palabra y hemos pensado que sería conveniente preguntarle a usted. ¿Le contó a Tony lo del dinero cuando estuvo con él anoche?
—Desde luego —dije—. Pero fue inútil. No conseguí nada. Se mostró inflexible. Ni siquiera quiso hablar del asunto.
Se ruborizó un tanto.
—Creo que vamos a aceptarlo —dijo—. Anoche, mientras Tony estaba con usted, Ferrin y yo hablamos del tema y pensamos en la posibilidad de abrir una cuenta a plazo fijo… por lo menos hasta que cumpla los dieciocho años y tenga criterio suficiente para saber emplearlo.
—¿Qué les ha hecho cambiar de idea?
—Oh, supongo que todo. Celebramos una reunión familiar y el terapeuta piensa que podemos canalizar parte de la indignación y el sufrimiento. Cree que las jaquecas que padece Tony están relacionadas hasta cierto punto con la angustia, que es una especie de indicador de su negativa, mejor dicho, de su incapacidad para aceptar la desgracia. Me he estado preguntando hasta qué extremo habré contribuido a estas cosas. Tampoco yo he sabido aceptar la muerte de Abby y supongo que mi actitud tiene que haberle influido negativamente. —Se detuvo y cabeceó con suavidad, como si estuviera aturdida—. Sé que es una reacción invertida. Hemos sido bruscos con usted de un modo innecesario y le pido disculpas.
—No tiene por qué hacerlo —dije—. Me complacería personalmente que se quedaran ustedes con el dinero. Por lo menos me librarían de la responsabilidad que supone. Si después cambian de idea, siempre pueden donarlo para una buena causa. Hay muchas en el mundo.
—¿Y la familia de Daggett? Pueden pensar que el dinero les pertenece, ¿no cree? Vamos, yo no querría quedármelo si va a haber complicaciones legales.
—Tendría que hablar usted con un abogado —dije—. El cheque se extendió a nombre de Tony, y Daggett me contrató para que se lo entregara. No creo que sus intenciones puedan ponerse en duda. Puede que haya pejigueras legales que ignoro, pero, si lo desean, son ustedes muy dueños de consultar antes con quien les parezca. —En el fondo quería que se llevase el cheque de una maldita vez y se acabara aquel embrollo.
Se quedó mirando el suelo durante unos instantes.
—Tony ha dicho… anoche comentó que quería ir al entierro. ¿Le parece oportuno? Vamos, le pregunto si le parece buena idea.
—No lo sé, señora Westfall. Es algo que escapa a mi competencia. ¿Por qué no lo consulta con el analista del muchacho?
—Quise hacerlo, pero está fuera de la ciudad y no vuelve hasta mañana. No quiero que Tony sufra más trastornos.
—Sus sentimientos son sus sentimientos. Y eso no se puede controlar. Puede que Tony tenga que pasar por ello.
—Ferrin dice lo mismo, pero yo no estoy convencida del todo.
—¿Qué es eso de las jaquecas? ¿Desde cuándo las tiene?
—Desde el accidente. Anoche, por ejemplo, volvieron a darle. Usted no tuvo la culpa —se apresuró a añadir—. Empezó a dolerle la cabeza una hora después de volver a casa.
Entre las doce y las cuatro estuvo vomitando cada veinte minutos. Al final tuvimos que llevarlo a urgencias, al St. Terry. Le pusieron una inyección y se quedó dormido. Pero cuando despertó, no hace mucho, dijo que quería ir al entierro. ¿Se lo comentó a usted anoche?
—En absoluto. Le conté que Daggett había muerto, pero no pareció impresionarle. Lo único que dijo es que se alegraba. ¿Se encuentra con fuerzas para ir?
—Supongo. Las jaquecas que tiene son muy extrañas. Unas veces parece que no se le van a ir nunca y otras se le pasan al instante y le dan un hambre de lobo. El viernes por la noche le pasó algo así.
—¿El viernes? —dije. La noche de la muerte de Daggett.
—Bueno, pudo haber sido peor. Cuando volvió de clase, ya sabía que iba a tener una jaqueca. Le dimos unas pastillas para prevenirla, pero sin resultado. El caso es que se le pasó en seguida y acabó devorando dos bocadillos de carne que le preparé a las dos de la madrugada. Se sentía como nuevo. También es verdad que tuvo otra el martes, y la de anoche. Y dos la semana anterior. Ferrin piensa que asistir al entierro tal vez tenga un significado simbólico para él. Algo así como liquidar una pesadilla para siempre y recuperar la libertad.
—Siempre es posible.
—¿No se opondrá Barbara Daggett?
—No sé por qué —dije—. Creo que se siente tan culpable como su padre y está deseosa de cooperar.
—En tal caso veré cómo se encuentra Tony cuando vuelva a casa —dijo y consultó la hora—. Tengo que irme.
—Espere, le daré el cheque. —Saqué el bolso del cajón del fondo, cogí el cheque y se lo di. Al igual que su marido la noche anterior, lo planchó con la mano y lo inspeccionó como si por una de aquéllas fuera una falsificación traída por los pelos. Volvió a doblarlo y se lo guardó en el bolso mientras se ponía de pie. No se había tomado el café. Tampoco yo había tocado el mío.
Le indiqué el lugar y la hora del oficio y la acompañé a la puerta. Cuando se hubo marchado, volví a tomar asiento y repasé lo que me había contado aquella mujer. Tenía ganas de hablar con Tony en privado para comprobar si Ramona Westfall había estado en casa mientras mataban a Daggett. Costaba imaginársela en plan homicida, pero no sería la primera vez que me engañaban.
Capítulo 17
El funeral se celebró en una capilla perteneciente a una oscura rama del cristianismo. El edificio era de una sola planta, estaba pintado con yeso amarillo, carecía de adornos, estaba situado junto a la autopista y era, en pocas palabras, la típica iglesia que entrevemos al pasar cuando nos dirigimos a otro sitio. Llegué tarde. Después de demoras incontables había recogido el VW en la tienda de lunas a las dos menos cuarto, aunque confieso que estuve un rato subiendo y bajando la nueva ventanilla y pasándomelo como los indios. La llovizna se estaba poniendo pesada y el saber que no iba a mojarme me llenaba de entusiasmo.
Cuando llegué a la zona de estacionamiento que había junto a la capilla, vi que había ya cincuenta coches metidos en un espacio donde sólo cabían treinta y cinco. Algunos habían invadido las plazas libres de la parcela contigua, otros estaban pegados a la valla que bordea la autopista. No tuve más remedio que dejar atrás la iglesia, meterme como pude al extremo de una hilera interminable de vehículos y volver andando. Podía oír la música de un órgano electrónico que sonaba a toda pastilla como si aquello fuera una pista de patinaje y no la casa de Di os. Por el rótulo de la entrada me enteré de que el oficiante no era un "padre" o un "reverendo", sino un "pastor", y me pregunté si tendría algún significado. Pastor Howard Bowen. El nombre de la iglesia consistía en una ristra de palabras larguísimas y me hizo pensar con inquietud en esas confesiones que reparten folletos por las casas. Esperaba que no fuera una secta de fanáticos ansiosos por convertir a todo el mundo.
El señor Sharonson, de Wynington–Blake, estaba solo en la escalinata y me miró compungido al entregarme un ejemplar mimeografiado del programa, en cuya cubierta había un lirio dibujado a mano. Su actitud daba a entender que se trataba de un servicio de segundo orden, espiritualmente hablando, ya que en el ranking confesional aquella iglesia tenía que ocupar uno de los últimos puestos.
Entré. El sacristán de turno cogió una silla plegable de un montón que había junto a la puerta y la abrió para que me sentara. Los fieles se habían puesto de pie para cantar y me quedé en la última fila, emparedada entre los que también habían llegado tarde. La mujer de mi izquierda me ofreció la mitad derecha de su antifonario, acepté la invitación y recorrí la página con los ojos a toda velocidad. En aquel momento cantaban la cuarta estrofa de un poema que sólo hablaba de sangre y pecado. Me puse a hacer ruidos bucales con la esperanza de que pasaran inadvertidos entre el griterío general. Al margen de que no creo en este tinglado, canto peor que un ganso y me preocupaba la posibilidad de que se notaran ambas cosas.
En la parte delantera me pareció distinguir la cabeza rubia de Barbara Daggett, pero no vi a ninguna otra persona conocida. Nos sentamos entre los frufrúes de la ropa y los crujidos de las patas metálicas de las sillas. Mientras el pastor Bowen, trajeado de negro, hablaba sobre nuestra perversidad, me puse a mirar las baldosas de vinilo que componían el suelo y las imponentes ventanas decoradas con unas imágenes relativas al tormento espiritual que me pusieron los pelos de punta. Incluso me di cuenta de que empezaba a tener ganas de arrepentirme.
El ataúd de Daggett estaba junto al altar; no sé por qué, pero me recordó a esas cajas que utilizan los magos para partir en dos a la gente con una sierra. Consulté el programa. Habíamos pasado ya la oración introductoria y la invocación, y después de despachar el primer himno se nos estaba edificando, por lo visto, con un encendido discurso sobre las tentaciones de la carne que me hizo pensar en las múltiples y variadas ocasiones en que había sucumbido a ellas. No estaba mal, era entretenido.
El pastor Bowen era un sesentón bajito y casi calvo, de cara redonda y tensa y que parecía tener mal aliento. Había elegido como tema un pasaje del Deuteronomio: "Te herirá el Señor de úlcera maligna, de la que no podrás sanar, en las rodillas y en las piernas, de la planta del pie a la coronilla" y aguanté sin dormirme más de lo que había imaginado. Sentía curiosidad por saber lo que diría sobre John Daggett, que había pecado mucho y arrepentídose poco, pero el muy cuco se las ingenió para eludir el tránsito del difunto, alegando: "El te prestará y tú no le prestarás; él será la cabeza y tú serás la cola", y se embarcó de lleno en una plegaria que recitamos todos a coro.
Cuando nos levantamos para el himno final, me dio la sensación de que me miraba alguien, alcé los ojos y vi a Marilyn Smith dos filas más allá, en compañía de un hombre que supuse sería su marido, Wayne. Vestía de rojo. Se me ocurrió que a lo mejor se subía de un salto en el ataúd y se ponía a bailar un zapateado. Los fieles estaban tocando ya el fondo espiritual de las cosas y por todas partes se oía exclamar hosanna, amén y aleluya, y mucho rasgar de vestiduras. Yo quería escurrir el bulto, pero no me atrevía. Aquello empezaba a parecer una clase de aerobic espiritual.
La mujer que tenía al lado comenzó a balancearse con los ojos cerrados mientras berreaba algún que otro "Sí, Señor". No soy dada a esta clase de arrebatos públicos en plan ortodoxo y comencé a desplazarme hacia la puerta. El pastor se había puesto a hacer ejercicios de brazos en alto y encabezaba ya una especie de conga eclesiástica, seguido por los feligreses de más edad y por Essie Daggett en último término.
Al salir me di de manos a boca con Billy Polo y su hermana Coral. Billy me cogió por el brazo y me hizo a un lado
Los coches arrancaban por grupos entre rugidos y nubes de humo, y la gravilla saltaba al maniobrar para ponerse en hilera y formar el cortejo que avanzaba ya con solemnidad hacia el camposanto, que estaba a unos tres kilómetros de allí. Cuando llegamos tuvimos que dejar otra vez los coches en una hilera interminable; se oyó un sinfín de portazos y avanzamos por la hierba mojada. Por lo visto era un cementerio de construcción muy reciente, había pocos árboles y más bien parecía un pegujal de terreno llano que se hubiera sembrado para producir una cosecha anómala. Las lápidas eran rectangulares y pequeñas, carentes de esa belleza marchita que proporcionan los ángeles de piedra y los corderos de granito. El terreno estaba bien conservado, aunque se reducía a una red de caminos asfaltados que serpeaban alrededor de parcelas vendidas antes de que hubiera necesidad de utilizarlas. Me pregunté si los cementerios, como los campos de golf, los proyectaban expertos preocupados por conseguir el máximo efecto estético. Aquél parecía un club periférico de los baratos en el que los difuntos advenedizos pagasen una cuota reducida. A los ricos y los próceres se les enterraba en otra parte, y estaba claro que John Daggett' no tenía categoría suficiente para descansar entre ellos.
Wynington–Blake había instalado un palio sobre la tumba y, al lado de ésta, un toldo de mayor tamaño que cubría una serie de sillas plegables. Nadie sabía qué hacer ni adónde ir y reinaba bastante confusión. A Essie y Barbara Daggett las condujeron hasta el toldo y, flanqueadas por Eugene Nickerson y una señora gorda, se sentaron en primera fila, en una serie de cuatro sillas plegables y unidas por la base. Las patas traseras se hundieron en el suelo mojado y los cuatro quedaron inclinados hacia atrás. Me los imaginé atrapados en aquellas sillas, con los ojos clavados en el toldo, las piernas colgando, sin poder levantarse. Por qué el dolor parece confabularse siempre con el absurdo?
Me puse a un lado del toldo, pero no quise sentarme. Casi todos los afligidos eran ancianos y (tal vez) necesitaban las sillas más que yo. Toda la comunidad, por lo visto, se había solidarizado con Essie.
El pastor Bowen no había querido ponerse un impermeable y estaba al descubierto, recibiendo la lluvia en el pelo raleante y esperando con paciencia a que se instalaran todos. Fue entonces cuando vi que tenía un sonotone empotrado en el oído derecho. Vi que lo manipulaba con discreción, poniendo cara de buena persona para no llamar la atención de los presentes. Me pregunté si la humedad le habría estropeado las pilas. Vi que lo golpeaba con el índice y que daba un respingo como si el aparato se hubiera puesto a funcionar de pronto.
En la otra parte del toldo vi a Marilyn y Wayne Smith delante de Tony Gahan, que estaba con su tía Ramona. Tony parecía todo un caballero preuniversitario con su pantalón de lana gris, su camisa blanca, su chaqueta deportiva de color azul marino y su corbata de seda. Sus ojos buscaron los míos como si se hubiera dado cuenta de que le miraba y vi que tenía una expresión tan vacua como la de un robot. Si estaba dando rienda suelta al odio o a un dolor contenido durante mucho tiempo, la verdad es que no se le notaba. Billy Polo y su hermana se habían quedado fuera del toldo, bajo la lluvia, con un paraguas para los dos. Coral tenía expresión de sufrimiento. Al parecer seguía resfriada, ya que estrujaba en la mano un puñado de pañuelos de papel. Más le habría valido quedarse en cama con mucho Vick's Vaporub en el pecho. Billy parecía intranquilo y observaba a la multitud con atención. Seguí la dirección de su mirada, preguntándome si buscaría a alguien concreto.
—Queridos hermanos —dijo el sacerdote con voz cascada—. Nos hemos reunido aquí con motivo de la lamentable muerte de John Daggett, para ser testigos de su regreso a la tierra con la que fue hecho, para dar constancia de su tránsito y celebrar su presentación ante Jesús, Nuestro Señor.
John Daggett nos ha dejado. Ya está libre de los cuidados y preocupaciones de esta vida, libre de pecado, libre de su carga, libre de toda culpa…
Al fondo se oyó gritar a una mujer:
—¡Sí, Señor!
Y otra bramó:
—¡Una mieeeeerdaaaa! —imitando la cantinela de la otra.
El sacerdote, que no había oído bien, tomó ambas expresiones por respuestas litúrgicas, por gritos bíblicos de ánimo para que arreciara el nervio retórico. En consecuencia levantó la voz, cerró los ojos y se puso a recitar anatemas contra el pecado, la inmundicia, la carne corrupta, la concupiscencia y la depravación.
—¡John Daggett fue el cabrón más cabrón que se haya parido y hay que decirlo con claridad! —exclamó la segunda mujer. Las cabezas se volvieron. Lovella se había puesto en pie casi al fondo. Todos se volvían para mirar con cara de estupefacción.
Estaba borracha. Tenía los ojos algo rojizos y era probable que hubiera añadido al alcohol un poco de maría de la buena. Aún tenía el ojo izquierdo algo hinchado, aunque la moradura se le había vuelto amarilla y parecía más una alergia que el fruto de un puñetazo del muerto. Seguía teniendo el pelo rubio y rizado y su boca parecía un brochazo bermejo. Había llorado en abundancia, se le había corrido el rímel y debajo de los párpados inferiores tenía manchas que parecían de hollín. Tenía la piel salpicada de manchas y la nariz, que se le había puesto roja, le moqueaba. Había optado para la ocasión por un vestido negro de lentejuelas y escote generoso. Tenía casi al aire los pechos, que le abultaban como condones hinchados en broma. No supe si lloraba de rabia o de pesar y me pareció que los presentes no estaban preparados para afrontar ninguna de las dos cosas..
Eché a andar hacia ella. Por el rabillo del ojo vi que Billy Polo hacía lo mismo que yo por el otro lado del toldo.
El sacerdote se había dado cuenta ya de que aquella mujer no jugaba en su equipo y miró con desconcierto al señor Sharonson, que hizo una seña a sus empleados para que entraran en acción. Todos llegamos a nuestro destino prácticamente a la vez. Billy la sujetó por los brazos, doblándoselos hacia atrás. Lovella se soltó repartiendo puntapiés a diestro y siniestro y gritando: "¡Cabrones! ¡Hipócritas de mierda!". Un empleado de la funeraria la cogió por el pelo y el otro por los pies. Lovella se puso a gritar y a dar sacudidas mientras se la llevaban hacia el camino. Fui tras ellos, aunque no sin echar un vistazo a mis espaldas. Los que se habían levantado para ver mejor tapaban a Barbara Daggett, pero vi que Marilyn Smith paladeaba cada segundo de la actuación de Lovella.
Cuando llegué donde esta última, se encontraba tendida en los asientos delanteros del Chevrolet de Billy, con las manos sobre la cara como si llorase. Todas las portezuelas estaban abiertas y Billy estaba de rodillas, tranquilizándola, murmurándole cosas y acariciándole el pelo mojado. Los dos empleados de la funeraria cambiaron una mirada, convencidos de que Lovella estaba ya bajo control. Su presencia irritó a Billy.
—Venga, tíos, yo me encargo de ella. Ya se ha tranquilizado. Ahora, largaos de aquí.
En aquel momento llegó Coral y se puso junto a él con el paraguas en alto. Parecía confundida por el comportamiento de Billy, disgustada por la escena que Lovella había organizado. Entre los tres componían un grupo desigual y me dio la sensación de que su relación era más reciente de lo que Billy quería que creyera.
Deduje que la ceremonia fúnebre se estaba terminando. Bajo el toldo resonaban las voces discordantes de los presentes, que se habían puesto a entonar un himno eclesiástico. Los sollozos de Lovella habían adquirido la intensidad torpe y cacofónica del llanto infantil. ¿Estaba realmente apenada por Daggett o por algo que yo ignoraba?
—¿Qué pasa, Billy? —dije.
—No pasa nada —dijo con hosquedad.
—Pasa y mucho. ¿Cómo se ha enterado de la muerte de Daggett? ¿Se lo dijiste tú?
No me hizo caso y hundió la cara en el pelo femenino. Coral desvió la mirada y la posó en mí.
—El no sabe nada.
—¿De qué, Coral? ¿Te apetece que charlemos sobre ello?
Billy la fulminó con una mirada de advertencia y Coral cabeceó en sentido negativo.
Murmullos y actividad bajo el toldo. La multitud se dispersaba y algunos grupos avanzaban hacia nosotros.
—Cuidado con la cabeza —dijo Billy a Lovella—. Voy a cerrar. —Cerró la portezuela del conductor y rodeó el coche para hacer lo mismo con la otra. Esperó con la mano en el tirador a que Lovella encogiese las piernas para hacerle sitio. Billy oteó con indiferencia aparente a los que aún se apelotonaban bajo el toldo. De pronto vi que parpadeaba y fruncía el ceño—.¿Quiénes son? —dijo.
Miraba al pequeño grupo formado por Ramona Westfall, Tony y los Smith. Los tres adultos charlaban mientras Tony, con las manos en los bolsillos, se quitaba el barro de la suela del zapato, frotándola contra el travesaño de una silla. Barbara Daggett estaba detrás de él, hablando con otra persona. Le fui diciendo los nombres. Me pareció que quien le interesaba era Wayne, pero no estaba segura. También podía ser Marilyn.
—¿Por qué han venido los Westfall?
—Quizá por lo mismo que tú.
—Tú no sabes por qué he venido yo —dijo. Estaba nervioso, jugueteó con las llaves del coche y volvió a fijarse en el grupo anterior.
—Ya me lo dirás un día de éstos.
Esbozó una sonrisita afectada para decirme que naranjas de la China. Hizo una seña a Coral y ésta se instaló en el asiento trasero. Billy se puso al volante, puso en marcha el vehículo y arrancó sin mirar atrás.
Capítulo 18
Barbara Daggett me invitó a casa de su madre al terminar el entierro, pero dije que no podía ir. No tenía ganas de asistir a otra función circense. Había estado mucho tiempo rodeada de gente y necesitaba un descanso. Me fui a la oficina y estuve un rato sentada siquiera sin encender la luz. No eran más que las cuatro, pero las nubes negras volvían a concentrarse como si quisieran atacar otra vez. Me quité los zapatos, puse los pies en la mesa y me arropé con la cazadora para calentarme. John Daggett estaba ya bajo tierra y el mundo seguía su curso. Me pregunté qué pasaría si dejáramos las cosas tal como estaban. Tenía la vaga sospecha de que a Barbara Daggett le importaba un rábano que se hiciera justicia, sea esto lo que fuere. Yo no había averiguado gran cosa hasta el momento. Me parecía que mis investigaciones iban por buen camino, pero en el fondo no sabía si me interesaba conocer la solución del problema que había planteado la muerte de Daggett. Puede que fuera mejor olvidarse, enterrarlo todo, gusanos incluidos, bajo una gruesa capa de asfalto. Para la policía no había sido un homicidio y sabía que podía convencer a Barbara Daggett de que desistiera. ¿Qué ganábamos? Vengar la muerte de Daggett no era asunto mío. ¿Por qué me sentía intranquila entonces? En los últimos tiempos, que yo recordase, era la primera vez que quería dejar un caso a medias. Suelo ser obstinada hasta el final, pero en aquella ocasión no tenía ganas. Creo que habría acabado por convencerme a mí misma si no hubiese sucedido nada más. Pero el teléfono sonó diez minutos después y me puso otra vez en movimiento. Quité los pies del escritorio para guardar las apariencias y cogí el auricular al primer timbrazo.
—Millhone.
—¿La oficina o el servicio mensafónico? —dijo una voz juvenil y titubeante.
—La oficina.
—¿Es usted Kinsey Millhone?
—En efecto. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Bueno, tengo su teléfono porque me lo ha dado mi jefe, el señor Donagle, del motel Spindrift. Me ha dicho que usted quería saber lo que había ocurrido el viernes por la noche. Y creo que vi al tipo por el que estuvo usted preguntando.
Cogí un bolígrafo y un cuaderno de hojas cuadriculadas.
—Genial. Te agradezco que me hayas llamado. ¿Te importaría decirme tu nombre?
—Paul Fisk —dijo—. Leí en la prensa que se había ahogado un tipo y, bueno, me pareció una casualidad muy rara, pero no sabía si contarlo o no.
—¿Lo viste el viernes por la noche?
—Bueno, creo que era él. Serían las dos menos cuarto, aproximadamente. Tengo el turno de noche y a veces salgo a tomar el aire, para no dormirme. —Hizo una pausa y cambió de tono—. Esta conversación es confidencial, ¿verdad?
—No te preocupes, todo quedará entre nosotros. ¿Por qué? ¿Acaso te visitó la novia de extranjis?
Emitió una risa nerviosa.
—No, qué va, lo que pasa es que a veces me lío un canuto. Aquello es muy aburrido a las dos de la madrugada y hay que matar el tiempo como sea. Me hago un mai y veo películas antiguas en un televisor portátil que tengo. Espero no ocasionarte ningún problema con lo que te estoy contando.
—Quien trabaja en el motel eres tú, no yo. Hace mucho que estás en el Spindrift?
—Sólo desde marzo. No es nada del otro mundo, pero no me gustaría que me echaran. Tengo unas cuantas deudas y necesito la pasta.
—Adelante —dije—, cuéntame lo del viernes por la noche.
—Bueno, pues yo estaba en el porche y se acercó el borracho ése. Llovía la tira y por eso no me fijé bien en él, pero cuando vi el telediario me pareció que era el mismo, por la edad y la pinta.
—¿Viste la foto que publicaron?
—La vi por encima en la tele, pero no presté mucha atención y por eso no puedo afirmarlo con seguridad. Supongo que habría tenido que llamar a la pasma, pero en realidad no tenía nada que contar y no tenía ganas de que por una de aquéllas se enterasen de lo otro… de lo del costo.
—¿Qué hacía? El borracho, digo.
—Nada. Estar allí con la chorba aquella. Ella lo cogía por el brazo, para sostenerlo. Se reían como locos, y como él estaba trompa perdido, iban haciendo eses de aquí para allá. El alcohol hace esas cosas. Mal asunto. El costo es más limpio.
Pasé por alto el eslogan publicitario.
—¿Y la mujer? ¿La viste bien?
—No. No sabría describirla.
—¿No te fijaste en el pelo, en la ropa, o algo por el estilo?
—Bueno, sí. Llevaba zapatos de esos de tacón muy afilado, impermeable, falda… espera que recuerde, sí, llevaba camisa y un suéter de ésos, ¿cómo se llaman?, de esos que llevan los estudiantes.
—¿Sin cuello?
—Sí, de ésos. De color verde, igual que la falda.
—¿Y viste todas esas cosas en la oscuridad?
—No estaba oscuro —dijo—. Hay una farola allí mismo. Bueno, pues se reían tanto que acabaron revolcándose en el suelo.
Ella se levantó antes que él y se miró las medias para ver si se las había roto. El no podía levantarse y se quedó de espaldas, en medio de un charco, hasta que ella le echó una mano.
—¿Te vieron?
—Creo que no. Yo estaba a cobijo, bajo la marquesina, para no mojarme. Creo que no miraron hacia donde yo estaba.
—¿Qué ocurrió después de la caída?
—Pues que siguieron andando hacia la dársena.
—¿Oíste lo que decían?
—No. Creo que ella se burló de él por haberse caído, pero nada más que me llamara la atención.
—¿Tenían coche?
Juraría que no. Por lo menos, no lo vi.
—¿Pudieron haberlo dejado en el parking del ayuntamiento que hay al cruzar el paseo?
—Poder, claro que pudieron, pero entonces no sé por qué fueron andando a la dársena con el tiempo que hacía. Si hubieran tenido coche, digo yo que habrían ido con él hasta la entrada de la dársena y lo hubieran dejado allí.
—A no ser que él estuviera demasiado bebido. Además, le habrían quitado el carnet por conducir borracho.
—Lo habría conducido ella. No estaba tan borracha.
—Creo que has puesto el dedo en la llaga —dije—. ¿Qué hay de los medios públicos de transporte? ¿Pudieron haber llegado en autobús o en taxi?
—Supongo, pero los autobuses no circulan tan tarde. Sí, puede que cogieran un taxi.
Yo tomaba nota de todo a medida que me lo contaba.
—Esto marcha. Dame el teléfono de tu casa, por si tengo que volver a consultarte.
Me dio el número y añadió:
—Los días laborables trabajo de once a siete.
Lo apunté y dije:
—¿Reconocerías a la chica si la volvieras a ver:
—No sé. Es probable. ¿Sabes quién es?
—Aún no. Estoy en ello.
—Pues ojalá tengas suerte. ¿Te ha servido de algo lo que te he dicho?
—Espero que sí. Gracias por llamar. Te lo agradezco de veras.
—De nada, mujer. Si la localizas, dímelo. Podrías organizar una rueda de identificación policial o algo parecido.
—Gracias otra vez.
Colgó, acabé las anotaciones y las añadí a la información que ya tenía en mi poder. Di nah había visto a Daggett y a la chica a las dos y cuarto, y según el testimonio de Paul Fisk habían estado en Cabana treinta minutos antes. Me pregunté dónde habrían estado con anterioridad. Si habían llegado en taxi, ¿había cogido otro la chica después, para marcharse de la dársena? No acababa de entenderlo. Los asesinos no suelen desplazarse en taxi. No es propio del ceremonial homicida.
Cogí la guía telefónica y busqué las compañías de taxis en las páginas amarillas. Santa Teresa, por suerte, es una ciudad pequeña y no hay muchas. Aparte de dos servicios que trabajaban en el aeropuerto y haciendo viajes largos, sólo figuraban seis en la guía. Las fui llamando una por una: explicaba quién era yo y a continuación preguntaba por un servicio efectuado hacia las dos de la madrugada del sábado cuyo punto de destino había sido el Paseo Cabana. Pregunté también por cualquier servicio que hubiese comenzado en aquella misma zona entre las tres y las seis de la mañana. Según el empleado del depósito, el reloj de Daggett se había parado a las dos y treinta y siete minutos, aunque podía tratarse de una estratagema para despistar, ya que la persona que había matado a Daggett había podido romper el reloj en un momento dado para ponérselo en la muñeca antes de arrojarlo al agua. Tanto si la mujer había saltado de la barca y vuelto a nado como si había regresado remando al embarcadero para abandonar el bote a continuación, era necesario que hubiese invertido algún tiempo en ponerse presentable para volver en taxi.
Todas las hojas de ruta de la semana anterior estaban ya archivadas y en consecuencia tuve que oír suspiros y gruñidos de resignación, dado que habría que buscarlas. El único que me atendió con simpatía fue Ron Coachella, el encargado de La Mejor, en particular porque ya me había echado una mano muy útil en otro caso. No podía obligar a nadie a que se pusiera a buscar las hojas de ruta inmediatamente, así que di mi teléfono a todos y prometí volver a llamarles. "Oh, sí, por favor, hazlo, iguauuuuu!", dijo uno.
Mientras estaba con el auricular en la mano me había puesto a trazar rayas laberínticas en el cuaderno de notas. Hice un círculo alrededor de la nota relativa a la falda verde. ¿No había sacado unos zapatos de tacón alto y una falda verde el viejo vagabundo que había visto escarbando en el cubo de basura de la playa? Recordaba haberlo visto meter ropa en una bolsa de plástico que llevaba en un carrito de la compra. ¿Serían de la mujer? Estaba claro que no había vuelto a su casa en pelota. Tenía el impermeable, pero ¿y si con anterioridad había escondido ropa en algún sitio? Mantener en pie a Daggett había tenido que costarle lo suyo. No parecía haber sido un acto espontáneo, fruto de la irreflexión del momento. ¿Había contado con ayuda? ¿La habría recogido alguien después? Si ninguna de las compañías de taxis me confirmaba la existencia de un trayecto como el que yo buscaba, tendría que pensar en la posibilidad de un cómplice.
Me dije que, mientras tanto, lo mejor era dejarse caer por la playa y buscar a mi amigo el registrabasuras. Lo había visto aquella misma mañana junto a los lavabos públicos, mientras hacía mi trote. Arranqué la hoja del cuaderno, la doblé, me la guardé en el bolsillo, cogí el bolso, cerré con llave el despacho, bajé por las escaleras de atrás y cogí el coche.
Faltaba poco para las cinco menos cuarto y cada minuto que pasaba hacía más frío, pero al menos no llovía. Recorrí Cabana mientras oteaba por la ventanilla lateral. Había poca gente en la playa. Un par de inválidos con sendos vehículos a motor. Un tipo con un perro. Nadie parecía circular por el paseo. Di la vuelta, puse rumbo a casa, dejé atrás el embarcadero, que me quedaba a la izquierda, y la fila de moteles, que estaba al otro lado de la calzada. Al rebasar la grada de los botes y la piscina infantil, tuve que detenerme en un semáforo y aproveché la ocasión para escrutar el parque que había en la otra esquina. Vi el quiosco de la música, donde los vagabundos se refugiaban de vez en cuando, pero estaba totalmente vacío. ¿Dónde se habían metido todos los peregrinos y ciudadanos ambulantes?
Doblé al llegar a la estación. Se me ocurrió entonces que a lo mejor era la hora en que los vagabundos cenaban. Recorrí despacio un par de manzanas y, efectivamente, allí estaban, unos cincuenta en números redondos, haciendo cola ante la Misión del Redentor. El que yo buscaba estaba casi al final, con su colega. No vi por ningún lado su carrito de la compra, que era como una mochila con ruedas, la Vuitton de los marginados. Reduje la velocidad y busqué un sitio donde dejar el coche.
El barrio ostenta la impronta de la industria ligera; y por todas partes hay salidas de camiones, establecimientos de maquinaria y equipos de soldadura y talleres de reparación de coches. Encontré sitio delante de una tienda que fabricaba tablas de surf a medida. Aparqué y estuve observando por el retrovisor hasta que la cola de vagabundos acabó de entrar en la misión. Bajé entonces, eché el seguro y crucé la calle.
La Misión del Redentor parece de cartón piedra y es un edificio de dos plantas, oblongo, construido a base de mampostería, aunque no lo parece, y con un extremo cubierto de enredadera. El acroterio que bordea la techumbre parece almenado como un castillo y el "foso" se reduce a una ancha acera de asfalto. La legislación municipal sobre incendios exigió por lo visto que se instalaran escaleras exteriores que actualmente recorren en zigzag las cuatro fachadas del edificio y que en cierto modo parecen más inquietantes que la misma posibilidad de un incendio. El solar y el inmueble tienen un elevado valor comercial y me pregunté quién acogería a los pobres si se vendiera el suelo donde están los camastros. El clima, en esta parte de California, es benigno durante casi todo el año, lo suficiente para que los vagabundos duerman al aire libre, que es lo que al parecer prefieren. Durante los cambios de estación, sin embargo, hay lluvias que duran semanas enteras, y de tarde en tarde aparece algún sujeto que quiere cortarles el cuello con un cuchillo de carnicero. La misión les proporciona cobijo durante la noche, tres comidas calientes al día y un lugar donde liar un cigarrillo de picadura sin que les moleste el viento.
Al acercarse a la puerta olía toneladas de hamburguesas sazonadas con chile. Según mi costumbre, me había olvidado de comer y en aquel lugar ya era casi la hora de la cena. El rótulo de la puerta decía que todas las tardes había oración a las siete, y Duchas Calientes y Servicio de Barbería los lunes, miércoles y sábados. Entré. Las paredes estaban pintadas de un beige brillante en la parte superior, y en la inferior de un castaño como el de los zapatos. Sendos rótulos escritos a mano me indicaron que para ir al comedor y a la capilla había que ir hacia la izquierda. Oí murmullos colectivos y tintinear de cubiertos y busqué el lugar de donde salían.
Encontré el comedor al otro lado de una arcada que había a la derecha: mesas muy largas, plegables, de metal y cubiertas con papel, y sillas plegables, asimismo de metal y ninguna vacía. Nadie me prestó la menor atención. Vi torres de bandejas de servicio con pan blanco y tierno, tazones de puré de manzana con canela, ensaladas de escarola que emitían brillos a causa del aliño.
Había veinte personas sentadas e inclinadas ya sobre el refrigerio vespertino y consistente en macarrones con carne picante. Había otras quince o veinte esperando con paciencia en la "capilla", que estaba a mi izquierda y en la que había un facistol, un viejo piano vertical, sillas de plástico de color naranja y un crucifijo descomunal en la pared.
El pordiosero que me interesaba estaba con su compinche en la última fila. Por todas partes había letreros notificando que Jesús proveía y en aquel sitio, desde luego, era verdad. Lo que más me impresionó fue saber (por los rótulos de las paredes) que la Misión del Redentor se sostenía gracias a los donativos particulares y que no dependía para nada (o casi nada) de la administración pública.
—¿Busca usted algo?
El hombre que se me acercó tendría sesenta y tantos años, era fornido, estaba recién afeitado y vestía pantalón ancho y camisa roja de algodón y manga corta. Tenía un brazo normal, pero el otro se le acababa a la altura del codo, donde podía vérsele un muñón de carne arrugada y parecida a la semiesfera rizada de los helados de cucurucho. Quise presentarme y chocarle la mano, pero el brazo amputado era el derecho y no me atreví. Me limité por tanto a darle una de mis tarjetas.
—Pues quería hablar un momento con uno de sus pupilos.
Arrugó el entrecejo. Tenía una frente enorme.
—¿De qué se trata?
—Creo que se llevó de un cubo de basura de la playa ciertas prendas que ando buscando. Me gustaría saber si aún las conserva. Será sólo un minuto.
—¿Está aquí su hombre?
Se lo señalé con el dedo.
—Me temo que tendrá que hablar con los dos —dijo—. El que usted busca se llama Delphi, pero es mudo. Su compañero habla por él. Se llama Clare. Si tiene usted la bondad de esperar en el pasillo, les haré salir en seguida. Los carritos de la compra que suelen llevar se encuentran en el patio trasero.
Yo no sería muy exigente a propósito de estos carritos. A veces se muestran muy celosos de los tesoros que encuentran.
Le di las gracias, volví sobre mis pasos y me quedé en la entrada hasta que vi acercarse a Delphi y a Clare. El primero se había despojado de algunas de sus chaquetas, aunque conservaba el gorro de marinero y el tono bermejo de la piel. Su amigo Clare era alto y demacrado, y por el hueco de los dientes delanteros que le faltaban asomaba la punta de una lengua de un rosa muy subido. Tenía el pelo plateado y raleante, los brazos largos y nervudos y las manos grandes. Delphi no me miró a la cara en ningún momento, pero a Clare le quedaba un resto de simpatía, procedente sin duda de la época en que aún no empinaba el codo.
Les expliqué quién era yo y qué buscaba. Vi que Delphi miraba a Clare con el servilismo atormentado de los perros acostumbrados a recibir palizas. Es posible que Clare fuese el único ser humano del planeta que no se aprovechaba de él ni le infundía temor, y saltaba a la vista que dependía de él para aquellos menesteres.
—Sí, sé qué es lo que usted busca. Unos zapatos negros de ante y tacón alto. Y la falda verde de lana. Aquí al Delphi le gustaron. Casi nunca hay nada que valga la pena en aquel cubo. Sólo latas de cerveza, pero él tuvo suerte.
—¿Tiene todavía la falda y los zapatos?
Apareció la lengua como dotada de vida propia y tan sonrosada como si Clare hubiera estado chupando un hierro al rojo vivo.
—Se lo preguntaré —dijo.
—Si quisiera hacerme ese favor…
Clare se volvió hacia Delphi.
—¿Qué dices tú, Delph? ¿Quieres darle a la pequeña lo que busca? Tú decides.
Delphi no dio el menor indicio ni de oír, ni de entender, ni de conceder lo que se le pedía. Clare dejó transcurrir unos segundos prudenciales.
—Mal asunto —me dijo Clare—. Fue su mejor día, ¿sabes?, y se ha encaprichado de la falda verde.
—Le recompensaría —dije con tacto. No quería que se sintieran ofendidos.
Volvió a aparecer la lengua como si fuese un animalejo tímido que observara el paisaje desde su madriguera. La sordera de Delphi pareció mejorar, ya que se removió un tanto. Dejé que Clare me tradujera el movimiento en dólares y centavos.
—Veinte chotos —dijo Clare al cabo del rato.
Era todo lo que llevaba encima, pero me resigné, abrí el bolsillo de cremallera del bolso negro y saqué el billete de veinte dólares. Se lo alargué a Delphi, pero Clare se interpuso.
—Espera a que hayamos ultimado la operación. Vamos fuera.
Los seguí por un pasillo no muy largo hasta un patio trasero, de dimensiones reducidas y suelo de hormigón, y rodeado en tres de sus costados por una valla de listones de madera, que contaba con varias salidas. Alguien se había preocupado por "adornarlo" con latas de café donde crecían arbustos de hoja perenne y con cajas de gran tamaño, llenas de judías verdes y manzanas maduras. Delphi permanecía inmóvil y con cara de nerviosismo mientras Clare rebuscaba en un carrito de la compra. Por lo visto sabía con exactitud matemática dónde estaban la falda y los zapatos porque los sacó en un santiamén. Me los dio y yo le entregué el billete de veinte dólares. En cierto modo fue como si me estuvieran pasando drogas y me los imaginé comprándose una garrafa de Perro Loco 20—20 en cuanto me perdieran de vista. Clare sostuvo el billete en alto para que Delphi lo inspeccionara; luego me miró:
—No te preocupes. Lo vamos a guardar en la hucha —dijo Clare—. Hemos dejado la bebida. —Me dio la sensación de que la abstinencia le sentaba mejor a Clare que a Delphi.
Capítulo 19
Aquella noche cené queso con galletas sin sal y un par de guindillas para mantener la boca despierta. Me había despojado del vestido multiuso y me había puesto unos tejanos, una camiseta y unas zapatillas. Comí sentada ante el escritorio y regué el banquetazo con una Pepsi light con hielo. Me puse a inspeccionar la falda y los zapatos. Me probé el derecho. Me venía muy grande. Tenía el talón gastado y la puntera se estrechaba de un modo que tenía que producir callos. El sudor había borrado el nombre del fabricante que suele haber en la planta. No le habrían venido mal unas plantillas contra el mal olor. La falda resultó más informativa, era de talla 8 y de una marca que había visto en Village Store y en Post and Rail. Hasta el forro parecía nuevo, aunque con unas arrugas que indicaban que había estado en remojo recientemente. Pasé la lengua por el tejido. Estaba salado. Inspeccioné los bolsillos de las costuras, pero no encontré nada. Tampoco parecía haber pasado por ninguna tintorería. Pensé en las mujeres relacionadas de un modo u otro con el fallecimiento de Daggett. La falda podía ser de cualquiera de ellas, salvo quizá de Barbara Daggett, que era de esqueleto grande y a la que no le pegaba la ropa estudiantil y menos aún de color verde. Ramona Westfall era una candidata inmejorable. Marilyn Smith, quizá. Lovella Daggett y Coral, la hermana de Billy, habrían podido ponerse una talla 8, pero no les pegaba aquel estilo… a no ser que la prenda procediera del Ejército de Salvación. Me dije que por la mañana, si tenía tiempo, pasaría por un par de tiendas a ver si los empleados la reconocían.
No contaba con muchas posibilidades. Mejor sería enseñarle la falda y los zapatos a las cinco mujeres y ver si alguna admitía ser la propietaria. Dadas las circunstancias, era poco probable que la propietaria en cuestión se delatara. Y era una lástima que no estuviese yo en situación de entrar a hurtadillas en la casa de las cinco para registrarlas. El suéter verde que hacía juego con la falda podía estar en el ropero de cualquiera de ellas.
Fui a la cocina y fregué el plato. Comer sola es una de las escasas desventajas que comporta la soltería. En alguna revista he leído que cuando una vive sola ha de cocinar con el mismo esmero que si viviera acompañada. Por eso como queso con galletas sin sal. Porque no sé nada de cocina. Mi concepto de la educación en la mesa se reduce a no dejar el cuchillo dentro del tarro de la mayonesa. Como suelo trabajar mientras como, me parece absurdo hacerlo a la luz de las velas. Cuando no me apetece trabajar, apoyo el Times en un montón de expedientes y lo leo mientras mastico, en particular las secciones de libros y cine, ya que se me acaba el interés cuando llego a la de economía y finanzas.
El teléfono sonó a las nueve y dos minutos. Era el encargado nocturno de la Compañía de Taxis La Mejor, un sujeto que dijo llamarse Chuck. Al fondo oí los chirridos de la radio.
—Ron me dejó una nota diciéndome que la llamara —dijo—. Sacó las hojas de ruta del viernes por la noche y me dijo que le facilitase la información que le interesaba, pero en realidad no sé qué es lo que busca.
Se lo expliqué y esperé mientras revisaba las hojas.
—Ah, sí. Tiene que ser éste. Ron le puso una señal. Es un servicio que hice yo y seguramente por eso me dijo que la llamase. Viernes por la noche, a la una y veintitrés… bueno, para mí es la madrugada del sábado. Dejé a una pareja en el cruce de State con Cabana. Un hombre y una mujer. Creo que iban a uno de los moteles que hay por allí.
—Me han dicho que el hombre iba borracho.
—Sí, mucho. Ella también había bebido, pero no tanto como él, que iba trompa perdido. No olía precisamente a rosas y me dejó apestado a mierda el asiento trasero. A veces creo que soy demasiado tolerante con los clientes.
—¿Puede decirme algo de ella?
—Me parece que no. Era de noche, todo estaba oscuro y llovía a cántaros. Me limité a llevarles adonde me dijeron.
—¿Habló con ellos?
—Ni palabra. No soy de los que se enrollan con los clientes. A casi nadie le gusta hablar y me canso de decir siempre lo mismo. Que si la política, que si el tiempo, que si los resultados de béisbol. Siempre bobadas. Los clientes no quieren hablar conmigo y yo no quiero hablar con ellos. Bueno, si me preguntan algo, respondo con educación, no vaya usted a creerse, pero es que no me nace.
—¿Y ellos? ¿Hablaron entre sí?
—Ni idea. No les presté la menor atención.
Joder, vaya ayuda.
—¿Recuerda alguna otra cosa, algo en particular?
—Así, de pronto, no. Pensaré en ello aunque le advierto que fue un servicio de lo más normal. Lo siento.
—Bueno, por lo menos me ha confirmado usted algo que sospechaba y se lo agradezco. Di sculpe por la molestia.
—No se preocupe, mujer.
—Ah, otra cosa. ¿Dónde los recogió?
—Eso sí lo sé, menos mal. Conoce ese cuchitril de mala muerte que hay en Milagro, el Hub? Pues allí los recogí.
Después de colgar me quedé abstraída mirando el teléfono. Fue como si viera una película hacia atrás, fotograma a fotograma. Daggett sale del Hub el viernes por la noche en compañía de una rubia. Han bebido mucho, se ríen a carcajadas, caminan bajo la lluvia muy juntos, haciendo eses, se caen, se levantan. Paso a paso, calle tras calle, la rubia lo lleva hacia la dársena, lo conduce hasta el bote, le ayuda a salir del puerto para dar el que será el último paseo de su vida.
La rubia tenía que ser un alma de cántaro, y con unos nervios más templados que los míos.
Tomé unas cuantas notas a todo correr y guardé las tarjetas de fichero en el cajón superior del escritorio. Me quité las zapatillas y me puse las bambas y un jersey. Cogí la falda y los zapatos, el bolso, las llaves del coche, cerré y eché a andar hacia el VW. Empezaría por Coral. Puede que supiera si Lovella seguía en Santa Teresa. Recordé la conversación deshilachada que había oído a medias la noche que había estado espiando a Billy y a su hermana. Esta le había dicho algo a propósito de una mujer. No recordaba con exactitud lo que había dicho, pero sí que hablaba de una mujer. Puede que Coral hubiera visto a la que yo buscaba.
Cuando llegué al campamento de remolques vi un resplandor en el de Coral, como si al salir hubiera dejado encendida una bombilla de escasa potencia para desanimar a los ladrones. El Chevrolet de Billy estaba bajo el cobertizo. El capot estaba frío. Llamé a la puerta. Al cabo del rato oí pasos que se acercaban.
—¿Sí? —dijo Billy con la voz amortiguada por la puerta.
—Soy Kinsey —dije—. ¿Está Coral?
—No, está trabajando.
—¿Puedo hablar contigo?
Titubeó durante unos segundos.
—¿De qué?
—Del viernes por la noche. Será sólo un momento.
Se produjo una pausa.
—Espera, voy a ponerme algo encima.
Instantes después me abría la puerta y me hacía pasar. Se había puesto solamente unos tejanos, porque iba descalzo y estaba desnudo de cintura para arriba. Iba despeinado. Parecía como si no hubiera dado golpe en los últimos tiempos, aunque el pecho y los brazos, cubiertos de pelusa negra, aún se le notaban musculosos.
En el interior del remolque reinaba el desorden: periódicos y revistas por todas partes, restos de cena para dos en la mesa todavía y poyos y anaqueles llenos de latas de comida, cajas de galletas, bolsas de harina, azúcar y copos de cereales. No había ninguna superficie libre ni sitio donde apoyar el culo para sentarse. El aire estaba cargado y olía a tabaco reciente.
—Siento molestarte —dije. Me miraba como si le hubieran desenchufado los sesos y me pregunté si tendría a alguien en el dormitorio—. ¿Estás acompañado?
Se volvió hacia el fondo del remolque y se le acentuaron los hoyuelos.
—No, qué va. ¿Por qué? ¿Te interesa?
Sonreí y cabeceé en sentido negativo mientras me imaginaba jodiendo con Billy Polo entre sábanas que emitían el mismo olor cálido y almizcleño que él. De su piel brotaba un perfume masculino que me hizo pensar en las cochinadas que habríamos practicado si no existieran las barreras. Puse cara de indiferencia, aunque noté que se me encendían un tanto las mejillas.
—Se me ha ocurrido que Coral podía ayudarme a resolver un par de incógnitas.
—Pues tú verás. Ve al Hub si quieres. Estará allí hasta la hora de cerrar.
Puse la falda y los zapatos encima del televisor, ya que era la única superficie libre.
—¿Sabes si son suyos?
Les echó un vistazo, pero era demasiado astuto para picar.
—¿De dónde los has sacado?
—Me los dio un amigo de un amigo. Pensé que a lo mejor sabías de quién eran.
—Y a mí me pareció que querías hablarme del viernes por la noche.
—Es lo que hago. He hablado con un taxista y dice que cogió a Daggett delante del Hub el viernes por la noche y que lo llevó al puerto.
—Me rindo, no sé de qué hablas.
—Le acompañaba una rubia. El taxista cogió a los dos. Creo que se reunió con Daggett en el Hub y pensé que a lo mejor la vio Coral.
Billy sabía algo. Se le notaba en la cara. Estaba procesando la información, cuyo sentido no acababa de dilucidar. Perdí la paciencia.
—Me cago en la leche, Billy, sé sincero conmigo.
—Sí lo soy.
—No lo eres. Me vienes mintiendo desde que hablaste conmigo por primera vez.
—No es verdad —dijo con acaloramiento—. Pregunta lo que quieras.
—Empecemos por Doug Polokowski. ¿Qué relación tenías con él? ¿Era hermano tuyo?
Guardó silencio. Le miré con fijeza mientras esperaba.
—Hermanastro —dijo a regañadientes.
—Sigue.
Bajó la voz, a causa de la turbación al parecer.
—Mis padres se separaron, pero no legalmente, y ella quedó embarazada de otro. Yo tenía diez años entonces y me sentó fatal. Empecé a tener problemas y cada dos por tres me metían en el reformatorio, donde por lo menos me sentía a gusto. Mi madre consiguió al final que me considerasen un… bueno, como se diga.
—¿Un menor incorregible?
—Sí, eso. Fue lo mejor. En el fondo me importó una mierda. ¿Quería echarnos de casa? Pues que nos echara. Como si quería tener un montón de niños. Era una tarada, así que se podía ir a la mierda.
—Doug y tú nunca fuisteis muy íntimos entonces, ¿no?
—A duras penas. Lo veía de tarde en tarde, cuando me dejaba caer por casa, pero no nos tratábamos mucho.
—¿Cómo te llevas ahora con tu madre?
—Bien. Volvimos a tratarnos. Desde la muerte de Doug nos llevamos mejor. Son cosas que pasan.
—Pero tuviste que saber que el causante fue Daggett.
—Claro que sí. Desde luego. Mi madre me escribió para decirme que lo habían enviado a San Luis. Al principio quería vengarme. Aunque sólo hubiera sido por ella. Pero la cosa fue por otro lado. Era un hombre demasiado sentimental. Sabes lo que quiero decir? Pues que al final casi me dio pena y todo. Le despreciaba por lo maricón y quejica que era, pero no me apartaba de su lado. Como si quisiera torturarle. Me gustaba verlo sufrir. Sé que soy raro, pero no un asesino. Nunca he matado a nadie.
—¿Y Coral? ¿Qué papel jugaba en todo esto?
—Tendrás que preguntárselo a ella.
—Pudo ser ella quien estuvo aquella noche con Daggett? A mí me parece que se trataba de Lovella, pero no estoy segura.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? Yo no estaba allí.
—¿Te ha comentado algo Coral?
—No quiero seguir hablando de esto —dijo con irritación.
—Vamos. Hablaste con Daggett el jueves por la noche. ¿Te habló de la mujer?
—No hablamos de mujeres. —Empezó a golpearse la mano izquierda con los dedos de la derecha, como si batiera palmas, con chasquidos suaves y huesos. Empezaba a sentirme como un cachorro de perdiguero que lamiera y mordisqueara sin parar un huesecillo recubierto de piel seca.
—El la conocía —dije—. No pudo brotar de la nada. Y se dedicó a excitarle. Ella sabía lo que hacía. Fue un plan calculado al milímetro.
Los chasquidos cesaron de pronto y Billy adquirió un dejo de astucia.
—A lo mejor estaba compinchada con los tipos que querían recuperar el dinero —dijo.
Le miré con atención. No estaba mal pensado, a pesar de que no se me había ocurrido a mí.
—Les diste el soplo?
—Oye, tía, yo no soy un asesino y tampoco un chivato. Si Daggett se buscó un lío con alguien, era asunto suyo. ¿Te percatas de la sutileza?
—¿Qué discutimos entonces? Porque yo no entiendo qué me quieres ocultar.
Di o un suspiro y se pasó la mano por el pelo.
—Déjalo estar, ¿vale? Yo no sé nada más, o sea que olvídalo.
—Vamos, Billy. Di me lo que aún no me has contado.
Joder, qué tía. No fue el jueves —dijo de pronto—. Me encontré con Daggett el martes por la noche y fue entonces cuando me pidió ayuda.
—Para esconderse de los tipos de San Luis —añadí para que viera que sabía por dónde iban los tiros.
—Pues claro. Lo llamaron el lunes por la mañana, por eso se vino pitando a Santa Teresa. Hablamos por teléfono el lunes a última hora. Estaba como una cuba y yo no tenía ganas de líos. Acababa de llegar a casa y estaba hecho polvo. Por eso le dije que nos viéramos al día siguiente por la noche.
—¿En el Hub?
—Exacto.
—Y os visteis —dije para facilitarle las cosas.
—Sí, nos vimos y hablamos un rato. Estaba muerto de miedo y me puse a pincharle, para divertirme un poco. No hay ningún mal en ello.
—Pero ¿por qué me mentiste? ¿Por qué no me lo contaste todo desde el principio? —Le estaba forzando, pero me parecía que era el momento de insistir.
—Me daba mala espina. No quería verme envuelto en esta historia. Preferí decirte que había sido el jueves por la noche. Para que no pareciera que tenía prisa por hablar con él. Para que no pensaras que estaba deseoso de verle. En fin, no sé qué otra explicación darte.
Era tan poco convincente lo que me decía que me pareció verdad.
—Está bien —dije—. Te creeré por el momento. ¿Qué más ocurrió?
—Nada, eso fue todo. Ya no volví a verle. Reapareció el viernes por la noche, Coral lo vio y me avisó, pero cuando llegué ya se había ido.
—¿Con la mujer?
—Sí.
—Entonces Coral la vio.
—Claro, pero no sabía quién era. Pensó que era una zorra que quería sacarle los cuartos, una puta. La tía le invitaba a una copa tras otra y él aceptaba encantado. Coral llegó a preocuparse. No es que a ella o a mí nos importase mucho el viejo, pero ya sabes lo que pasa. Aunque un tipo no te caiga bien del todo, te jode ver que se aprovechan de él.
—En particular si sabes que el tipo lleva treinta mil dólares encima, ¿no? —dije.
—No eran treinta. Eso lo dijiste tú. Eran veinticinco. —Después de darle a la lengua, ahora, por lo visto, se me quería hacer el estrecho—. Además, ¿para qué insistes tanto? Ya te he dicho todo lo que sé.
—¿Y Coral? Si mentiste tú, puede que ella también.
—Coral no haría una cosa así.
—¿Qué te dijo cuando llegaste al Hub?
Se le demudó un tanto el rostro y pensé que había dado con algo interesante, pero no sabía qué. Me anticipé a sus palabras.
—¿Fue Coral tras ellos? —pregunté.
—Claro que no.
—¿Qué te dijo entonces?
—Mira, a Coral no le interesaba este asunto para nada —dijo, algo nervioso.
—Pero ¿qué hizo? ¿Se fue a casa?
—No exactamente. Se encontraba mal por el resfriado y se tomó unas pastillas. Le dio un bajón y se metió en la trastienda para echarse un rato en el sofá. El camarero de la barra creyó que se había ido. Me cabreó no encontrarla cuando llegué. Tampoco vi a Daggett. No sé qué pasó. Me quedé un rato y volví al remolque, creyendo que Coral estaría aquí. Pero no estaba. Fue una confusión tonta y nada más. Coral no salió del Hub, estuvo allí todo el tiempo.
—¿A qué hora volvió?
—No lo sé. Tarde. A las tres en punto. Tuvo que esperar a que el dueño hiciera el balance de caja y luego la trajo en el coche, pero no hasta la puerta. Tuvo que recorrer seis manzanas bajo el aguacero. Desde entonces tiene un catarro que no veas.
Lo miré con suma atención mientras los engranajes del cerebro seguían dando vueltas. Imaginé a Coral en el embarcadero, con Daggett. Todo encajaba.
—¿Por qué me miras así? —dijo.
—Voy a decirte lo que pienso. Pudo ser tu hermana, ¿verdad? Me refiero a la rubia que salió del Hub con él. Por eso estás tan preocupado estos días.
—No, te equivocas —dijo. Pero no pudo apartar los ojos de los míos. No le gustaba el hilo que seguían mis reflexiones, pero estaba segura de que también él había pensado en aquella posibilidad.
—La única prueba con que cuentas para saber que existe esa otra mujer es la palabra de tu hermana —dije.
—El taxista también la vio.
—Pero podía ser Coral. Coral pudo ser la mujer que invitó a Daggett en el Hub. Daggett la conocía y se fió de ella porque se fiaba de ti. Luego llamó al taxi y se marchó con él. El de la barra creía que se había ido, pero a lo mejor fue porque la vio salir.
—Vete de aquí inmediatamente —murmuró Billy.
La cara se le había ensombrecido y vi que los músculos se le ponían en tensión. Había estado tan absorta en mis propias especulaciones que no me había dado cuenta del efecto que le causaban. Recogí la falda y los zapatos y, sin perderle de vista, me acerqué a la puerta. Me abrió con brusquedad.
No había terminado de bajar los peldaños de la entrada cuando la puerta se cerró de golpe tras de mí. Apartó la cortinilla y se puso a observarme con actitud agresiva mientras me alejaba por el lado del cobertizo. En cuanto volvió a correr la cortinilla me di la vuelta y me acerqué a la ventana por la que le había espiado la otra vez. La celosía estaba echada, pero entre el marco y la cortina había un resquicio de anchura suficiente para dar un vistazo parcial.
Billy se había dejado caer en el sofá con la cabeza entre las manos. Alzó los ojos. La mujer que había permanecido en el dormitorio del fondo acababa de aparecer y se había apoyado en la pared mientras encendía otro cigarrillo. No la veía entera, pero distinguía el dobladillo del salto de cama de nilón amarillo y parte de sus macizos muslos. Como hombre que se ahogara, Billy alargó los brazos, la atrajo hacia sí y hundió la cara entre sus pechos. Lovella. Se puso a besuquearle los pezones a través del nilón, que quedó húmedo de saliva. Ella le miraba con esa expresión que adoptan las madres que acaban de parir cuando dan de mamar al niño en público. Se ladeó para apagar el cigarrillo en un plato sucio y le pasó la mano por el pelo.
Billy la cogió por las rodillas y la recostó sobre el piso mientras le subía el salto de cama hasta la cintura. Se puso encima de ella.
Me dirigí al Hub.
Capítulo 20
En el Hub era una noche como cualquier otra. La lluvia había vuelto a reanudarse y los clientes eran escasos. El agua se filtraba por el techo en un par de sitios y el camarero había puesto un par de cubos para recoger las goteras, uno encima de la barra, el otro en el lavabo de señoras. El local, cuando funcionaba a tope, se llenaba de gente del barrio: señoras mayores de tobillos gruesos y suéter ancho, que entraban a las dos de la tarde y se tomaban una cerveza tras otra hasta la hora de cerrar, y hombres de voz nasal y risa cascada y con la nariz hinchada y roja de tanto beber. Los que jugaban al billar eran casi todos mejicanos jóvenes que fumaban hasta que los dientes se les ponían amarillos y que se peleaban entre sí como cachorros de una misma camada. La sala de los billares estaba vacía aquella noche y el fieltro verde de las mesas parecía brillar como si estuvieran iluminadas por dentro. En total no vi más que cuatro clientes, uno de los cuales dormía con la cabeza apoyada en los brazos. La máquina de los discos estaba estropeada y la música parecía un gorjeo submarino.
Me acerqué a la barra, ante la cual estaba Coral encaramada en un taburete con respaldo alto y asiento de material sintético. Vestía una camisa vaquera adornada con hilos de plata y unos tejanos ceñidos con la pernera arremangada por encima del tobillo; calzaba zapatos de tacón alto y calcetines blancos, muy cortos. Tuvo que haberme visto en el entierro y reconocerme porque cuando le dije que quería hablar con ella, bajó del taburete sin decir palabra y rodeó el extremo del mostrador para ponerse detrás de la barra.
—¿Qué quieres tomar?
—Vino con soda, gracias —dije.
Me sirvió un chato y ella se preparó una cerveza de barril. Ocupamos un reservado del fondo para que pudiera ver a los parroquianos cuando le hicieran alguna seña. Visto de cerca, su pelo parecía tan seco y encrespado que temí se le declarase un incendio por generación espontánea. Se había maquillado de un modo demasiado chillón para su cutis pálido y tenía manchados los bordes de los incisivos como si hubiera estado mordisqueando galletas bañadas en chocolate. Parecía más resfriada que nunca. Tenía la frente surcada de arrugas y los ojos entornados, como en los anuncios de productos contra la sinusitis. Tenía la nariz tan tupida que no tenía más remedio que respirar por la boca. Pese a todo no se privaba de fumar, ya que encendió un cigarrillo rubio en cuanto tomamos asiento.
—Deberías estar en cama —le dije, y al instante me pregunté por qué le había sugerido precisamente aquello. Billy y Lovella estarían revolcándose en el suelo en aquellos instantes y el remolque entero experimentaría unas sacudidas espantosas. ¿Quién podía pegar ojo así?
Coral dejó el cigarrillo y sacó un pañuelo de papel para sonarse la nariz. Siempre he tenido curiosidad por saber dónde se aprende la técnica de sonarse. Coral era partidaria del método bidigital: extendía el pañuelo sobre ambas manos y cada vez que se sonaba se hurgaba en las fosas nasales con ambos índices hundidos hasta la falangeta. Desvié la mirada y me pregunté en el ínterin si sabría dónde se encontraba Lovella en aquellos instantes.
—¿Qué le pasaba a Lovella? En el entierro parecía enajenada.
Interrumpió las operaciones y se me quedó mirando. Reparé, con un poco de retraso, en que a lo mejor no entendía lo que significaba estar enajenado. Vi que lo deducía del contexto.
—Ya está bien. Lo que pasa es que no sabía que no estaban legalmente casados. Por eso le dio aquel berrinche. —Se limpió la nariz por dentro por última vez y aspiró con fuerza mientras recogía el cigarrillo.
—Pues habría tenido que dar gracias al cielo —dije—. Por lo que me han contado, Daggett le daba unas palizas de muerte.
—Al principio no. Entonces estaba enamoradísima de él. Y lo sigue estando.
—Sin duda por eso dijo en el entierro que era el cabrón más cabrón que habían parido —puntualicé.
Se me quedó mirando y a continuación se encogió de hombros como si la cosa no fuera con ella. Era más lista que Billy, pero sólo poco más. Me dominaba la misma sensación que cuando había hablado con su hermano. Quería meter la nariz en un agujero que ellos querían tapar, pero ignoraba dónde estaban los puntos más sensibles. Seguí tanteándola.
—Me dio la impresión de que Billy y Lovella habían estado enrollados en otra época.
—Fue hace años, cuando ella tenía diecisiete. Una tontería sin importancia.
—Ella me contó que Billy la había puesto en contacto con Daggett.
—Sí, más o menos. Le habló de ella a Daggett y Daggett le escribió una carta para preguntarle si podían mantener una correspondencia continua.
—Lástima que no le dijera que ya estaba casado —dije—. Quiero hablar con ella. ¿Querrías hacerme el favor de decirle que me llame, si la ves? —Le di una tarjeta comercial y la miró con un encogimiento de hombros.
—No creo que la vea —dijo.
—Eso es lo que tú piensas —dije.
Se volvió para mirar al camarero de la barra, que le estaba haciendo señas.
—Espera un momento.
Se acercó a la barra, cogió un par de combinados y se dirigió con ellos a la otra mesa ocupada. Traté de imaginármela empujando a Daggett de la barca, pero no dio resultado. Encajaba en la descripción, pero le faltaba no sé qué.
Cuando volvió al reservado le enseñé los zapatos.
—¿Son tuyos?
—Nunca llevo zapatos de ante —dijo de modo taxativo.
Me encantó su forma de decirlo. Como si calzar zapatos de ante contraviniese su estilo personal.
—¿Y la falda?
Di o la última calada al cigarrillo, lo apagó en el cenicero metálico y exhaló el humo por la boca.
—No. ¿De quién es?
—Si no me equivoco, la rubia que mató a Daggett el viernes por la noche la llevaba puesta.
Se concentró en la falda. Un poco tarde.
—Pues es verdad. Sí la vi —dijo como si acabaran de susurrárselo al oído.
—Entonces, ¿es la falda que llevaba aquella mujer?
—Podría ser la misma.
—¿Conoces a la mujer de la que estamos hablando?
—No.
—Mira, Coral, no quisiera ser grosera, pero no me costaría nada recurrir al teléfono. Se trata de un homicidio.
—Ya he dicho todo lo que sabía —dijo con aburrimiento.
—¿Quieres decir que te trae sin cuidado?
—¿Bromeas? ¿Por qué tendría que preocuparme el tal Daggett? Ese tío era una mierda.
—¿Qué me dices de la rubia? ¿Recuerdas algo acerca de ella?
Sacó otro cigarrillo del paquete.
—Tómate un descanso, ¿quieres? No eres policía y no tienes ningún derecho a interrogarnos.
—Yo pregunto lo que quiero —dije sin perder los papeles—. No puedo obligarte a contestar, pero puedo hacer las preguntas que me dé la gana.
Se removió con una mezcla de brusquedad y nerviosismo.
—¿Sabes? —dijo—. Me caes gorda. La gente como tú me pone a parir.
—¿De veras? ¿A qué gente te refieres?
Se entretuvo más de lo normal sacando un fósforo de una caja y frotándolo contra la lija hasta que ardió. Encendió el cigarrillo. El fósforo provocó un ruidito tintinearte cuando Coral lo echó al cenicero. Apoyó la barbilla en la palma de la mano y me sonrió con displicencia. Habría estado más presentable con los dientes limpios.
—Todo te ha resultado fácil en la vida, ¿verdad? —dijo con una entonación que quiso ser sarcástica.
—Facilísimo.
—En una casa de clase media donde nadie se manchaba las manos. Con tu mamá, tu papá y toda la pesca. Seguro que tenías hermanos pequeños. Y un perrito blanco con mucha pelusa.
—Eres asombrosa —dije.
—Y dos coches. La mujer de la limpieza, una vez por semana. Yo no he pisado nunca un colegio. Y jamás tuve un padre que me lo solucionara todo.
—Bien, ahora lo entiendo —dije—. Conocí a tu madre hace unos días. Parece una mujer que ha estado bregando desde que nació. Es una lástima que no sepas valorar lo que ha hecho por ti.
—Pero ¿qué ha hecho? Si trabaja en un supermercado, en la caja.
—Ya. Según tú, tendría que trabajar en algo más digno de tu categoría.
—No pienses que voy a trabajar aquí toda la vida, para que lo sepas..
—¿Qué fue de tu padre? ¿Dónde estaba mientras tanto?
—No sé. Se largó hace mucho tiempo.
—¿Os dejó solos con vuestra madre?
—Olvídalo, ¿quieres? Ni siquiera sé por qué estamos hablando de esto. Además, tengo que trabajar, así que date prisa.
—Háblame de Doug.
—No es asunto tuyo. —Salió del reservado—. Se ha acabado el tiempo —dijo y se alejó. Y eso que la estaba tratando con amabilidad, joder.
Cogí los zapatos y la falda y dejé un par de dólares encima de la mesa. Fui a la puerta y me detuve en el umbral antes de salir bajo la lluvia. Eran las diez y diecisiete minutos y no circulaba nadie por Milagro. La calle era una estela de betún resplandeciente y el crepitar de la lluvia recordaba el chirrido que produce el tocino cuando se fríe en una sartén. Las trampas enrejadas de las alcantarillas echaban humo y se habían formado torrentes de cierta anchura alrededor de los albañales desbordados.
Me sentía inquieta, sin ganas de dar la jornada por concluida. Pensé en ir al local de Rosie, pero seguramente habría el mismo ambiente que en el Hub: humo, abatimiento y tristeza. El aire de la calle, por lo menos, aunque frío, olía al perfume cargado y dulce del asfalto húmedo. Arranqué, di la vuelta y puse rumbo a la playa con el parabrisas perlado de lluvia.
Al llegar a Cabana giré a la derecha y recorrí el paseo. A mi izquierda, las olas, aunque no había luna, emitían brillos plomizos mientras cabriolaban con ruidosa monotonía. Las luces de las torres de los pozos petrolíferos parpadeaban en alta mar entre el aguacero. Acababa de frenar en un semáforo cuando oí un claxon a mi espalda. Miré por el retrovisor. Un Honda pequeño y pintado de rojo se me acercaba por el carril de la derecha. Era Jonah, al parecer camino de casa, lo mismo que yo. Me hizo una seña en sentido circular. Me incliné sobre el asiento del copiloto y bajé la luna de la portezuela derecha.
—Te invito a un trago.
—De acuerdo. ¿Dónde?
Me señaló el Vigía, a su derecha, un restaurante cuyas luces exteriores estaban aún encendidas. El semáforo se puso en verde y arrancó. Lo seguí y aparqué detrás de él. Bajó antes que yo, medio encogido, y con un paraguas con el que se acercó a la portezuela de mi Cucaracha. Nos apretujamos bajo el paraguas y corrimos hacia la entrada del restaurante. Me abrió la puerta, entré y la mantuve abierta mientras cerraba el paraguas con una sacudida.
El interior del Vigía se había decorado, sin muchas ganas, con motivos náuticos que consistían sobre todo en redes y aparejos de pesca que colgaban de las vigas, y en cartas de navegación empotradas bajo las láminas de poliuretano que cubrían las mesas. El comedor estaba cerrado, pero en la barra se servía con toda normalidad. Habría unas diez mesas ocupadas. Todos hablaban en voz baja y la iluminación indirecta se subrayaba mediante una serie de lámparas de pantalla muy grande, de forma esférica y color anaranjado. Jonah me condujo a una mesa del fondo, al otro lado de una pequeña pista de baile. El local tenía su punto de emoción. La lluvia nos aislaba del resto del mundo como si fuéramos dos almas que han coincidido por casualidad en un aeropuerto.
Se acercó la camarera y Jonah se me quedó mirando.
—Pide tú —dije.
—Dos cócteles de tequila. Cuervo Gold y Grand Marnier. Que los pasen por la coctelera. Sin sal —dijo. La camarera se alejó tras asentir con la cabeza.
—Me has dejado boquiabierta —dije.
—Pensé que te gustaría así. ¿Cómo es que estás en la calle a estas horas?
—Daggett —dije. Le puse al corriente y mientras lo hacía me dije que por aquella noche ya estaba bien de Billy y su parentela—. Pero hablemos de otra cosa —añadí a modo de conclusión—. ¿Qué tal el trabajo?
—Eso no vale. Estoy aquí para descansar.
Llegó la camarera con los cócteles y guardamos silencio mientras se agachaba ligeramente con las rodillas juntas, ponía dos posavasos en la mesa y dejaba los cócteles sobre éstos. Vestía como un marinero, sólo que con pantaloncito corto de fibra elástica y con las trenzas colgándole por la espalda. Me pregunté cuánto durarían aquellos uniformes si obligaran al dueño a ceñirse sus peludas nalgas del mismo modo.
Cuando la camarera se hubo ido, Jonah rozó mi vaso con el suyo.
—Por las noches de lluvia —dijo. Bebimos. El tequila me quemó un poco el gaznate y tuve que darme unas palmadas en el pecho. A Jonah le hizo gracia mi reacción y esbozó una sonrisa.
—¿.Y qué hacías tú en la calle a estas horas? —le pregunté.
—Solucionar un par de trámites para ponerme al día. Y retrasar el momento de volver a casa. Camilla tiene una hermana en Idaho y ha venido a pasar con nosotros una semana. Seguramente estarán ahora dándole al vino y poniéndome como un trapo.
—Sospecho que tu cuñada te cae gorda.
—Creo que soy un fracasado. Camilla es de familia rica. Según Deirdre, no deberían relacionarse con asalariados, ¿no te jode? Y encima policía. Oh, qué burgués. En fin, aquí me tienes, siempre quejándome de la vida familiar. Empiezo a parecerme a Dempsey.
Sonreí. El teniente Dempsey había estado en la Brigada de Estupefacientes durante un montón de años, era infeliz en su matrimonio y se pasaba los días lamentándose de su suerte. La mujer había fallecido al cabo del tiempo y el teniente había vuelto a casarse con otra igual que la primera. Se había jubilado antes de lo normal y los dos se habían ido a correr mundo con un RV. Las postales que mandaba a sus antiguos colegas no carecían de gracia, pero dejaba a todos con mal sabor de boca, como esos cómicos en directo que cuentan chistes conyugales con mala leche.
La conversación empezó a decaer. La música de fondo era una cinta de canciones antiguas de Johnny Mathis y las letras evocaban aquella época en que enamorarse estaba libre de los herpes, del miedo al sida, de los matrimonios en cadena, de las pensiones alimentarias, del feminismo, de la revolución sexual, de la Bomba, de la Píldora, del visto bueno del psiquiatra y de la amenaza de los hijos cada dos fines de semana.
Jonah tenía buen aspecto. La luz de las lámparas y las sombras pronunciadas le borraban las arrugas y le intensificaban el azul de los ojos. Como la lluvia le había mojado el pelo, parecía tenerlo más sedoso y negro que de costumbre. Llevaba una camisa blanca, con el cuello desabrochado y las mangas subidas; tenía los antebrazos cubiertos de una película de vello oscuro. Entre nosotros suele haber una comunicación de tipo eléctrico, generada, imagino, por esa necesidad primigenia que hace de la raza humana una especie capaz de reproducirse. La mayoría de las veces, sin embargo, la reacción química se bloquea por culpa de mi cautela, la ambigüedad de su situación matrimonial, las circunstancias, su nerviosismo, y porque los dos sabemos que cuando se cruzan ciertas fronteras no hay forma de volver atrás ni de prever los resultados.
Pedimos otra ronda de cócteles y luego otra. Bailamos agarrados sin decirnos ni palabra. Jonah olía a jabón, tenía las mejillas suaves como el terciopelo y de tarde en tarde tarareaba la música con un rumor sordo que no oía desde que, siendo yo muy pequeña, tanto que aún no entendía el lenguaje de los adultos, mi padre me sentaba en sus rodillas y me leía cuentos. Pensé en Billy Polo recostando a Lovella en el suelo del remolque. La imagen me obsesionaba porque describía con claridad inequívoca lo que el joven deseaba. Siempre he sido una estrecha, siempre he tenido miedo de cometer errores. A veces me pregunto qué diferencia habrá entre ser prudente y estar muerta. Pensé en la lluvia, en lo bonito que sería estar en una buena cama, con las sábanas limpias. Eché atrás la cabeza y Jonah me miró intrigado.
—La culpa la tiene Billy Polo —dije.
Sonrió.
—¿Qué has dicho?
Lo observé durante unos instantes.
—¿Qué haría Camilla si no fueras a casa esta noche?
Se le fue la sonrisa y puso cara de carnero degollado.
—Ella es la que quiere una relación abierta —dijo.
Me eché a reír.
—Seguro que lo dice por ella, no por ti.
—Ya no —dijo.
Me dio la sensación de que no era la primera vez que besaba.
Nos fuimos a los pocos minutos.
Capítulo 21
Llegué al despacho a las nueve. Los nubarrones estaban ya sobre las montañas, camino del norte, mientras que el cielo de Santa Teresa era de ese blanco azulado del algodón metido en lejía. La ciudad parecía desenfocada, como si se contemplase a través de unas gafas recién graduadas. Abrí el balcón, salí, levanté los brazos y meneé el culo con una de esas sacudidas en oblicuo que suelen hacer los futbolistas. Va por ti, Camilla Robb, me dije, solté una carcajada, fui a mirarme al espejo y me puse a hacer mohines, guiños y pucheros. Estaba divina. Era yo misma otra vez.
Cuando las lágrimas diluyen el yo, nada mejor que un buen polvo para reconstruirlo. Me sentía llena de vitalidad.
Enchufé la cafetera me puse ante la máquina de escribir y me puse a transcribir las notas detalladas que había tomado de la charla sostenida con Billy y con Coral. Los policías y detectives siempre lo ponemos todo por escrito.
Es necesario consignarlo todo y detallar bien los hechos para que el que nos suceda tenga a su disposición un resumen claro y global de la investigación hasta ese momento. Puesto que los detectives privados también extendemos facturas por nuestros servicios, tengo que llevar una cuenta exacta de las horas que invierto y los gastos que se originan, y he de remitir informes y balances periódicos para asegurarme de que me pagarán al final. Yo prefiero el trabajo de campo y creo que a todos nos pasa lo mismo. Si hubiese querido pasarme los días en un despacho, habría estudiado para ser agente de la compañía de seguros que tengo al lado.
El trabajo de estos agentes me parece aburrido en un ochenta por ciento, mientras que el mío sólo me aburre aproximadamente una hora de cada diez.
A las nueve y media llamé a Barbara Daggett y le hice un resumen verbal del informe actualizado que iba a mandarle por correo. En el fondo no era necesario aquel trabajo doble, pero lo hice de todas formas. Qué coño, era su dinero. Tenía derecho al mejor servicio que pudiera pagar. Archivé y clasifiqué notas a continuación, cerré la oficina, cogí la falda verde y los zapatos, bajé por las escaleras de atrás, cogí el coche y puse rumbo a casa de Marilyn Smith. Comenzaba a parecerme al príncipe que buscaba a la Cenicienta, zapato en mano.
Tomé el tramo norte de la autopista y aspiré a pleno pulmón el aire recién purificado. Colgate está sólo a quince minutos en coche, pero el viaje me permitió pensar en los sucesos de la noche anterior. Jonah había resultado en la cama un juglar lleno de gracia e inventiva. Nos habíamos comportado como chicos traviesos: nos habíamos rodeado de fritos y frutos secos, nos habíamos contado historias de fantasmas, y entre una cosa y otra nos habíamos dedicado a repetir unos ejercicios amorosos que habían sido a la vez apasionados y relajantes. Me pregunté si le habría conocido en otra vida, si volvería a conocerlo. Era desinteresado y afectuoso, y le había sorprendido de veras encontrar a una mujer que no le censuraba ni se reprimía, que no rechazaba sus caricias como si sus dedos fueran babosas. No sabía qué ocurriría a continuación ni tenía ganas de preocuparme al respecto. A veces acabo estropeándolo todo por querer solucionar los problemas antes de tiempo en vez de afrontar las cosas según vienen.
Me pasé la salida de la autopista, como era de esperar. Me di cuenta en el instante en que la dejaba atrás, solté unos tacos simpáticos, tomé la siguiente y di la vuelta.
Eran casi las diez cuando llegué a casa de Wayne y Marilyn Smith. Las bicicletas que viera en el porche habían desaparecido.
Los naranjos, aunque casi mondos a causa de la edad, conservaban la impronta de la fruta jugosa y perfumaban los alrededores. Aparqué en el sendero de grava, detrás de un coche largo, tipo furgoneta, que supuse sería de ella. Eché al pasar un vistazo a la parte trasera y vi una masa viscosa de envases de comida prefabricada, pertrechos de béisbol–sala, cuadernos y libros escolares y pelusa de perro.
Accioné el timbre de manivela. No había nadie en el vestíbulo, salvo un perdiguero de pelo dorado que corrió hacia la puerta y cuyas zarpas rechinaron en las baldosas desnudas cuando frenó en seco para lanzar ladridos de júbilo. Se sacudía de la cabeza a la cola igual que un pez en el anzuelo.
—¿Busca a alguien?
Me llevé un susto y miré a mi derecha. Marilyn Smith se encontraba al pie de la escalera del porche; llevaba unos tejanos mojados, camiseta y sombrero de paja. Calzaba guantes de jardinero y unos zuecos de plástico de color amarillo chillón y manchados de barro. Cuando me reconoció, la sonrisa de simpatía se le transformó en una mueca de fastidio que apenas se preocupó de disimular.
—Estoy trabajando en el jardín —dijo como si no me hubiera dado cuenta—. Si ha venido a charlar un rato, tendrá que hacerme compañía.
La seguí por el césped empapado. Mientras avanzaba se daba golpecitos en el muslo con una paleta llena de barro.
—La vi en el entierro —comenté.
—Wayne se empeñó —dijo sin más y me miró por encima del hombro—. ¿Quién era la borracha aquella? Me cayó bien.
—Lovella Daggett. Estaba convencida de que era la legítima esposa del difunto, pero al final se descubrió que la garantía de la primera no había caducado aún.
Cuando llegamos al huerto se introdujo entre dos filas de cepas goteantes. El huerto estaba en fase invernal: brécol, coliflores, cucurbitáceas de corteza oscura escondidas entre surtidores de hojas de gran tamaño.
Marilyn Smith lo estaba limpiando de malas hierbas. El suelo estaba alfombrado de ramas y arbustos espinosos que parecían trampas. Al fondo había un montón de tierra y un agujero recién excavado.
—Está todo demasiado mojado para escardar, ¿no?
—El suelo tiene aquí un elevado porcentaje de arcilla. Es muy difícil cuando está seco —dijo.
Se quitó los guantes, convirtió en jirones alargados una vieja funda de almohada y se puso a enderezar y sujetar los guisantes de olor abatidos por la lluvia. Las tiras blancas de tela destacaban sobre el verde embarrado de las plantas. Le enseñé la falda y los zapatos.
—¿Los reconoce?
Apenas los miró, pero volvió a sonreír con frialdad.
—¿Es lo que llevaba puesto la asesina?
—Podría ser.
—Ha progresado usted mucho desde la última vez que nos vimos. Hace tres días ni siquiera estaba segura de que hubiese sido un crimen.
—Así es como me gano el jornal —dije.
—A lo mejor lo mató Lovella cuando se enteró de que era bígamo.
—Todo es posible —dije—, aunque usted sigue sin aclarar dónde estuvo aquella noche.
—¿Cómo que no? Estuve aquí. Wayne estaba en el despacho, aunque ninguno de los dos tiene testigos que lo corroboren. —Otra vez aquel tono entre jocoso y amable, como si quisiera burlarse de mí.
—Me gustaría hablar con él.
—Pídale hora. Su nombre figura en la guía. Tiene el despacho en el Edificio Granger, en State Street.
—Marilyn, yo no soy enemiga suya.
—Si lo maté yo, sí —replicó.
—Entiendo. Sí, en ese caso, lo sería.
Arranco otra tira de la funda y el jirón algodonoso le quedó colgando de la mano como un objeto sin vida.
—Se diría que tiene usted un montón de sospechosos. Lástima que no tenga tantas pruebas.
—Hay una persona que vio a la homicida y por ahora me basta. No he hecho más que empezar y me limito a estrechar el cerco —dije. Era una mentira como una catedral, ya que no estaba segura de que el empleado del motel pudiese identificar a una persona que había entrevisto en la oscuridad.
La sonrisa le disminuyó un vatio.
—Se me han quitado las ganas de hablar con usted —murmuró.
Levanté las manos como si me apuntara con una pistola.
—Está bien, me voy —dije—, pero se lo advierto: soy tozuda como una mula. Y presiento que esta cualidad mía no la va a dejar en paz.
Le sostuve la mirada mientras retrocedía. Me había fijado en el azadón que empuñaba y no me atreví a darle la espalda.
Al volver puse rumbo a la casa de los Westfall. Antes o después tendría que enseñarle la falda a Barbara Daggett, pero el Recinto me quedaba de camino. El pequeño muro de mampostería que rodeaba la zona seguía ostentando el color gris sucio que había adquirido con la lluvia. Crucé la portalada y aparqué en la acera, como la vez anterior, metiendo el morro del vehículo entre la enredadera. Por el día, las ocho mansiones victorianas estaban envueltas en sombra, ya que la luz del sol apenas alcanzaba a traspasar las ramas de los árboles. Eché el seguro del coche y avancé por el camino que conducía a los peldaños de la entrada. Los robles del jardín estaban recubiertos de una capa mohosa tan verde como el cobre oxidado de un techo. Las esquinas de la mansión ostentaban palmeras muy altas. El aire estaba fresco y húmedo después del aguacero que había caído.
La puerta estaba entornada. Por la abertura vi un pasillo largo que conducía en línea recta a la cocina. La puerta trasera estaba abierta igualmente, lo mismo que el cancel. En la cocina había un transistor que emitía a todo volumen la Obertura 1812. Llamé al timbre, pero el último movimiento estaba en su apogeo y el sonido quedó ahogado por el estampido de los cañones.
Rodeé el edificio, me dirigí a la puerta trasera y eché un vistazo al interior. Al igual que el resto de la casa, la cocina había sido reconstruida y modernizada, aunque sin renunciar del todo el espíritu victoriano. Las paredes estaban decoradas con estampados florales, y había mucho roble, helechos y mimbre. Las puertas de la despensa se habían cambiado por vidrieras emplomadas, pero los electrodomésticos eran inequívocamente modernos.
No había nadie a la vista. A mi izquierda había una puerta abierta y el rectángulo de sombras a que daba acceso me sugirió que por allí tenía que bajarse al sótano. Había dos bolsas de comestibles en la mesa de la cocina y todo indicaba que habían empezado a vaciarlas e interrumpido la operación. Había una cafetera eléctrica enchufada a una toma del horno eléctrico. El piloto de aviso se encendió mientras la miraba. Percibía con algo de retraso el olor del café recién hecho.
Acabó la música y el locutor de FM hizo unos comentarios finales sobre la obra para anunciar a continuación un concierto de Brahms para piano. Golpeé el marco del cancel con la esperanza de que me oyera alguien antes de que se reanudara la música. Ramona surgió de las profundidades del sótano. Vestía una falda plisada de algodón a cuadros grises y cruzada por una raya castaña, y un suéter, también castaño, encima de una blusa blanca con el cuello discretamente cerrado por un broche antiguo. Como quería cogerla por sorpresa, decidí no hablarle inmediatamente de la falda y los zapatos.
—¿Tony? —dijo—. Ah, es usted.
Llevaba una brazada de toallas de baño de color azul, que dejó sobre una silla.
—Ya decía yo que habían llamado —añadió—. Pero por el cancel no pude ver quién era. —Apagó la radio al pasar y me abrió el cancel—. Tony está en el garaje con la compra. Acabamos de venir del supermercado. Pero siéntese. ¿Le apetece un café? Está recién hecho..
—Sí, por favor. —Quité las toallas de la silla, tomé asiento y dejé la falda y los zapatos en la mesa que tenía delante. Vi que se fijaba en las prendas pero no hizo ningún comentario.
—¿No tiene colegio hoy? —pregunté.
—Están haciendo unos tests de adaptación académica a los de segundo curso. Tony terminó pronto y le dejaron salir antes. En cualquier caso, hoy tiene hora con el analista y tendrá que irse dentro de un rato.
La observé mientras cogía las tazas y los platitos. Llevaba uno de esos peinados a los que basta una sacudida de la cabeza para quedar totalmente presentables. Yo me trasquilo las greñas cada seis semanas con unas tijeras de las uñas y un espejo doble; los estilistas de salón palidecen cada vez que me ven. "Pero ¿quién te ha hecho eso, chiquilla?", me dicen. Me gustaban las ondas perfectas de Ramona, pero me sentía incapaz de conseguir el mismo efecto.
Preparó dos tazas de café.
—Hay algo que habría tenido que contarle antes —dijo. Cogió de la despensa un jarrito de porcelana y lo llenó de leche. Se dio cuenta entonces de que yo seguía a la espera de lo que tuviese que decir. Una ligera sonrisa le bailoteaba en los labios—. John Daggett llamó por teléfono el lunes por la noche. Quería hablar con Tony. Apunté su número de teléfono, pero Ferrin y yo pensamos que era mejor no llamarlo. Puede que ya no tenga importancia, pero pensé que debía usted saberlo.
—¿Lo ha recordado por algún motivo especial?
Titubeó.
—Me había olvidado por completo, pero lo he visto al pasar en el cuaderno que hay junto al aparato.
Sentí hormiguilla en la nuca, esa sensación húmeda y fría que se experimenta cuando el organismo se sobrecarga de azúcar. Allí pasaba algo raro, pero no acababa de ver lo que era.
—¿Y por qué me lo cuenta ahora? —pregunté.
—Pensé que estaba usted reconstruyendo lo que había hecho Daggett a principios de semana.
—No recuerdo habérselo comentado.
Se ruborizó un poco.
—Marilyn Smith me llamó por teléfono. Me lo dijo ella.
—¿Y cómo consiguió Daggett el número de ustedes? Porque cuando hablé con él el sábado no sabía dónde estaba Tony, y desde luego desconocía el apellido de ustedes y el teléfono.
—No sé cómo se enteraría —dijo—. ¿Es importante?
—¿Cómo sé yo que no concertaron una cita para verse el viernes por la noche?
—¿Por qué iba a hacer yo eso? —dijo.
La miré con fijeza. Comprendió el sentido de mis palabras una milésima de segundo después.
—Estuve en casa el viernes por la noche —añadió.
—Hasta ahora no ha habido nada que lo confirme.
—¡Pero esto es absurdo! Pregúntele a Tony. El sabe que estuve aquí. Puede comprobarlo personalmente.
—Pienso hacerlo —dije.
Los pasos de Tony retumbaron en los peldaños del porche. Iba cargado con otras dos bolsas de comestibles, pero tuvo que detenerse ante el cancel ya que por dos veces trató inútilmente de alcanzar el tirador con la mano.
—Tía Ramona, ayúdame, por favor.
La aludida se acercó a la puerta y la abrió. Tony vio mi cara y la falda verde prácticamente a la vez y advertí que se quedaba mirando a su tía con desconcierto. Ramona adoptó una actitud impasible y se puso a apartar latas, como si nada sucediera, para que Tony pudiese dejar una bolsa en la mesa. La otra se la quitó de las manos y la puso encima de la tabla. Rebuscó en el interior y sacó un envase de nata sólida.
—Esto hay que guardarlo cuanto antes —murmuró. Se dirigió al frigorífico.
—¿Qué haces aquí? —me dijo Tony.
—Quería saber cómo te encontrabas. Tu tía me dijo que tuviste jaqueca el lunes por la noche.
—Estoy perfectamente.
—¿Qué te pareció el entierro?
—Una banda de tarados —dijo.
—Vamos a guardar todo esto —dijo su tía. Los dos se pusieron a distribuir los comestibles mientras yo me tomaba el café. No sabía si Ramona le distraía a propósito, pero el resultado era el mismo.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.
—Ya nos apañamos, no se preocupe —murmuró Ramona.
—¿Quién era aquella señora que se puso a chillar? —preguntó Tony. Lovella había impresionado muchísimo a todo el mundo.
Ramona le alargó un botellón de plástico de no sé qué refresco.
—Ponlo en el frigorífico, ya que estás ahí —dijo.
Soltó el botellón un segundo antes de que Tony lo cogiera y éste tuvo que hacer una cabriola para que no cayese al suelo. ¿Lo habría hecho adrede? Como Tony seguía aguardando mi respuesta, le hice una versión condensada de lo que quería saber. En cierto modo no le conté más que chismes, pero como lo veía más animado que la vez anterior, quería que siguiese pendiente de mí.
—Lamento interrumpir —dijo Ramona—, pero Tony tiene cosas que hacer. Usted no se preocupe, termínese el café. —Por su forma de decirlo estaba claro que quería que lo apurase inmediatamente y me largara con viento fresco.
—Tengo que volver a la oficina —dije, poniéndome en pie. Miré a Tony—. ¿Me acompañas al coche?
Tony miró a Ramona y ésta apartó los ojos. La tía no hizo la menor objeción y Tony agachó la cabeza en señal de asentimiento.
Me abrió la puerta mientras yo recogía la falda y los zapatos y me volvía hacia Ramona.
—Casi me olvidaba. ¿Es suyo esto por casualidad?
—Decididamente no —me dijo a mí. Y luego a Tony—: No tardes.
Me dio la sensación de que Tony quería decir algo, pero al final se encogió de hombros. Me siguió por el porche y bajó los peldaños detrás de mí. Me mantuve en vanguardia mientras dábamos la vuelta al edificio. El sendero que conducía a la calle estaba hecho de piedras espaciadas irregularmente y tuve que ponerme a mirar dónde ponía los pies.
—Quiero hacerte una pregunta —dije cuando llegamos al coche. Me observaba ya con recelo, con curiosidad pero a la defensiva—. Es sobre la jaqueca que tuviste el viernes por la noche. ¿Recuerdas cuánto te duró?
—¿El viernes por la noche? —Le salió una especie de graznido, a causa de la sorpresa.
—Sí. ¿No tuviste jaqueca aquella noche?
—Creo que sí.
—Intenta recordar —dije—. Tómate todo el tiempo que quieras.
Parecía incómodo y miraba a todas partes como si buscara una pista visual. Ya había visto en otra ocasión que interpretaba el lenguaje del cuerpo para ajustar la respuesta a lo que creía que se esperaba de él. Esperé en silencio para que se sobrecargase de tensión.
—Sí, creo que el viernes tuve jaqueca —dijo—. Al volver de clase, aunque luego se me fue.
—¿A qué hora?
—Muy tarde. Después de medianoche. Serían las dos o dos y media.
—¿Cómo es que te fijaste en la hora?
—Tía Ramona me preparó un par de bocadillos en la cocina. Fue una jaqueca muy fuerte, vomité mucho y tenía el estómago vacío. Me moría de hambre. Supongo que miré la hora en el reloj de la cocina.
—¿De qué eran los bocadillos?
—¿Cómo?
—Te pregunto que de qué eran los bocadillos que te preparó tu tía.
Me miró con fijeza a los ojos. Transcurrieron varios segundos.
—De carne —dijo.
—Gracias —dije—. Es todo.
Abrí la portezuela del VW y al subir eché la falda y los zapatos en el asiento del copiloto. Me había dicho más o menos lo mismo que su tía, pero habría jurado que la "carne" era una improvisación.
Arranqué, di la vuelta y me dirigí hacia la portalada. Lo vi encaminarse hacia la casa por el espejo retrovisor.
Capítulo 22
Di ce una gran verdad que cuando un caso no encuentra solución hay que hacer lo que sea, agitar las aguas, sacudir los barrotes de las jaulas del zoo.
Camino de la ciudad di un amplio rodeo para pasar por el campamento de remolques con la esperanza de que Lovella aún estuviera allí. Había acabado por convencerme, porque no soy idiota, de que pasear una falda verde de algodón y un par de zapatos de ante por toda la ciudad era una aventura sin sentido. Nadie iba a decir que eran suyos, y si alguien lo decía, ¿qué? Aquellas prendas no probaban nada. Nadie iba a derrumbarse entre sollozos para ponerse a confesar nada más verlos. El truco de la operación consistía, sencillamente, en ponerlos en evidencia, en visitar a todo el mundo por enésima vez para decir que seguía en la brecha y avanzando, y me importaba muy poco que el truco fuera infantil.
Llamé a la puerta del remolque, pero no obtuve respuesta. Garabateé unas palabras en el dorso de una tarjeta para pedir a Lovella que me llamara por teléfono, la incrusté en la jamba, volví al coche y me dirigí a la ciudad.
La oficina de Wayne Smith estaba en la séptima planta del Edificio Granger, en el centro de Santa Teresa. Descontando la torre del reloj de los juzgados, el Granger es el único edificio de State Street que tiene más de dos plantas de altura. El encanto del centro de la ciudad se debe hasta cierto punto a esta perspectiva rasante. El estilo dominante es el colonial español. Hasta los contenedores de la basura están enlucidos con yeso y ribeteados de baldosas de cerámica. Las cabinas telefónicas parecen chozas de adobe y, si se pasa por alto que los vagabundos las utilizan como mingitorio, el efecto es pintoresco. Por toda la calle se ven arbustos con flores, palmeras y jacarandás. Los muros enlucidos y sin más función que el adorno se ensanchan en según que sitios para convertirse en bancos donde los peatones pueden sentarse. Todo está limpio y bien conservado, y da gusto verlo.
El Edificio Granger es igual que los cientos de edificios para oficinas que se construyeron en los años veinte: ladrillo amarillento, ventanas estrechas enmarcadas en fajas de granito y tejado a cuatro aguas con frontones idénticos. A lo ancho de la fachada, debajo mismo de la cornisa, hay antorchas decorativas de mármol sostenidas por inexplicables veneras adosadas al muro. Se trata de un estilo que choca muchísimo en esta ciudad, que oscila, como se sabe, entre el colonial español, el victoriano y el absurdo. Con todo, el edificio es un punto de referencia y alberga un cine, una joyería y siete plantas de oficinas.
Busqué el número del despacho de Wayne Smith en el directorio que había en el vestíbulo de mármol; era el 702. Había dos ascensores para todo el edificio, pero uno estaba estropeado, con las puertas abiertas y el mecanismo a la vista. Da mala suerte fijarse en estas cosas. Cuando se ve y se comprende cómo funcionan en realidad los ascensores, se toma conciencia de lo inverosímil de su trabajo: subir y bajar gente mediante un puñado de cables. Ridículo.
Al lado del ascensor había un tipo enfundado en un mono y secándose la cara con un pañuelo rojo.
—Qué tal —dije mientras esperaba la llegada del otro ascensor…
Cabeceó.
—Bah, siempre se escacharra alguna cosa. La semana pasada le tocó al otro.
Se abrieron las puertas, entré y apreté el botón de la séptima planta. Las puertas se cerraron y durante unos segundos no ocurrió absolutamente nada.
De pronto, el artefacto sufrió una sacudida y empezó a subir hasta que llegó al séptimo. Se produjo otra pausa interminable. Apreté el botón de "ABRIR PUERTAS". Ni por aquéllas. Me puse a calcular cuánto duraría encerrada allí sin más provisiones que un chicle que tenía en el fondo del bolso. Propiné un castañazo al botón con la palma de la mano. Las puertas se abrieron.
El pasillo era estrecho y estaba mal iluminado, ya que sólo había una ventana al exterior y estaba en la otra punta. A cada lado del corredor había cuatro puertas de madera oscura con el nombre del respectivo inquilino profesional grabado en unos caracteres dorados que parecían estar allí desde la construcción del edificio. No percibí signos de actividad por ninguna parte, ni ruidos, ni timbrazos telefónicos amortiguados. Wayne Smith, contable diplomado, trabajaba en la primera puerta de la derecha. Supuse que habría una recepcionista en un antedespacho de reducidas dimensiones, así que giré el pomo de la puerta y entré sin llamar. El despacho consistía en una única estancia de gran tamaño, iluminada a medias por la luz que se colaba por las persianas echadas. Wayne Smith estaba tumbado en el suelo y con los pies apoyados en el asiento del sillón giratorio. Volvió la cabeza.
—Oh, perdón —dije—. Creí que había sala de espera. ¿Está usted bien?
—Desde luego. Pase, pase —dijo—. Estaba descansando la espalda. —Bajó las piernas del sillón, aunque no sin esfuerzo. Se puso de costado y se incorporó con una mueca—. Usted es Kinsey Millhone. Marilyn la vio ayer en el entierro.
Lo miré con atención mientras me preguntaba si le echaría una mano o no.
—Pero, ¿le pasa algo?
—La espalda, que me tiene frito. Duele que es la hostia — dijo.
—. Al ponerse totalmente erguido se clavó el puño en los riñones y giró un hombro como para mitigar la tirantez de un calambre. Tenía complexión de corredor de fondo: cuerpo delgado y nervudo y estrecho de pecho. Parecía mayor que su mujer, casi cincuentón, mientras que a ella le echaba treinta y tantos. Tenía el pelo claro y muy corto, como aquellas promociones de estudiantes de los años cincuenta. Me pregunté si habría hecho la mili. El corte de pelo me indicaba que se había quedado estancado en el pasado, tal vez a causa de un acontecimiento significativo que había determinado su imagen de una vez por todas. Tenía ojos claros y cara muy angulosa. Se acercó a la ventana de tres hojas y subió las correspondientes persianas. La estancia se iluminó hasta un punto casi insoportable.
—Siéntese —dijo.
Podía elegir entre un diván y una silla de plástico con asiento hundido. Me quedé con la silla e inspeccioné el despacho por encima mientras Wayne Smith se sumergía en el sillón giratorio como si se tratase de la media bañera de unas termas. A un lado había una estantería metálica de seis anaqueles y que más bien parecía un mecano derrengado y con los plúteos medio hundidos por el peso de los manuales. Por todas partes había montones de archivadores de acordeón, y tenía tantas cosas encima de la mesa que apenas se veía un milímetro de superficie. Tenía la correspondencia amontonada junto al sillón y el alféizar de la ventana estaba cubierto de folletos ministeriales y boletines sobre las últimas reformas de Hacienda. Si hubiese de someterme a una auditoría fiscal no habría confiado mis papeles a aquel hombre. Tenía toda la pinta de ser el típico contable que las provoca.
—Acabo de hablar con Marilyn. Me ha dicho que estuvo usted en casa. Es sorprendente lo mucho que se interesa por nosotros.
—Barbara Daggett me contrató para que investigara la muerte de su padre. Me interesa todo el mundo.
—Pero ¿por qué hablar con nosotros? No veíamos a ese hombre desde hacía años.
—¿No les llamó por teléfono la semana pasada?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Buscaba a Tony Gahan. Puede que tratara de localizarle a través de ustedes.
Sonó el teléfono, lo cogió, se puso a cambiar frases profesionales y aproveché la interrupción para observarle. Vestía un pantalón informal que le venía un poco corto y llevaba unos calcetines de ejecutivo que seguramente le llegarían hasta la rodilla. La charla entró en la recta final y adoptó una actitud lacónica para acelerarla.
—Ya. Ya. Sí, estupendo. Ideal. Así lo haremos. Tengo los impresos aquí delante. El plazo termina a fin de mes. Adiós. —Colgó bufando y cabeceando—. Bueno —dijo para reanudar el hilo de nuestra conversación.
—Sí, bueno —dije—. ¿Recuerda dónde estuvo el viernes por la noche?
—Aquí, preparando las declaraciones trimestrales.
—¿Y Marilyn estaba en casa con los chicos?
Se me quedó mirando sin decidirse del todo a sonreír.
—¿Insinúa usted que hemos tenido algo que ver con la muerte de John Daggett?
—Alguien tuvo que matarlo.
Se echó a reír y se pasó la mano por la cabeza como para comprobar si necesitaba un corte de pelo.
—Señorita Millhone, me parece que exagera —dijo—. En las noticias dijeron que fue un accidente.
Sonreí.
—Es lo que piensa la policía. Pero yo no estoy de acuerdo. Creo que son muchos los que deseaban la muerte de Daggett. Entre ellos, usted y Marilyn.
—Pero nosotros no haríamos una cosa así. Usted no habla en serio. Yo despreciaba a ese hombre, no se lo niego, pero eso no quiere decir que le siguiera y le matara. Sería el colmo.
Seguí hablándole como si el asunto careciera de importancia.
—Ustedes tenían un motivo. Y tuvieron la oportunidad.
—Con eso no va usted a ninguna parte. Somos personas honradas. Ni siquiera nos multan por aparcar en doble fila. John Daggett tenía que tener muchísimos enemigos.
Me encogí de hombros para darle a entender que estaba de acuerdo.
—Los Westfall —dije—. Billy Polo y su hermana Coral. Y según me han dicho, también unos macarras que había en la cárcel.
—¿Y la mujer que armó aquel alboroto en el entierro? —dijo—. A mí me pareció una candidata excelente.
—Ya he hablado con ella.
—Bueno, pues hable con ella otra vez. Pierde el tiempo con nosotros. No se puede detener a nadie basándose sólo en eso del motivo y la oportunidad.
—Entonces no tiene por qué preocuparse.
Cabeceó con incredulidad.
—Bien. Es evidente que está usted en un callejón sin salida y que no sabe qué hacer, pero le agradecería que dejase a Marilyn al margen. Ya tiene bastantes quebraderos de cabeza.
—Ya me he percatado. —Me puse en pie—. Gracias por todo. Espero no tener que molestarle otra vez. —Me encaminé hacia la puerta.
—Yo también lo espero.
—¿Quiere que le diga una cosa? Tanto si fue usted quien lo mató como si sabe quién lo hizo, al final lo descubriré. Dentro de unos días iré a la comisaría. La policía comprobará la coartada de todos ustedes hasta la última milésima de segundo.
Extendió las manos con la palma hacia arriba.
—Somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario —dijo sonriendo como un chiquillo.
Capítulo 23
Mientras esperaba el ascensor repasé mentalmente la conversación recién sostenida para ver si se me había pasado algo por alto. En sus respuestas, por lo menos a simple vista, no había percibido nada anormal, pero me sentía intranquila y furiosa, sin duda porque no sacaba nada en claro.
Le di un viaje al botón de BAJAR. "Vamos", murmuré. Se abrió la puerta a medias. La empujé con impaciencia y entré en el ascensor. Se cerró la puerta, el aparato descendió una planta y volvió a abrirse. Tony Gahan estaba en mitad del pasillo con una bolsa de comestibles en la mano. Parecía tan sorprendido como yo.
—¿Qué haces aquí? —dijo. Entró y descendimos.
—Tenía que ver a una persona —dije—. ¿Y tú?
—Yo tenía cita con el comecocos. Ha estado fuera y su avión ha llegado con retraso. La secretaria tiene que recogerle dentro de una hora. Me ha dicho que vuelva a las cinco.
Llegamos al vestíbulo.
—Si vas a casa —dije—, puedo llevarte en el coche.
Negó con la cabeza.
—Me quedaré por aquí. —Me señaló unas galerías llenas de videojuegos que había al otro lado de la calle y en las que había un grupo de estudiantes haciendo el ganso.
—Bien, ya nos veremos —dije.
Nos separamos y volví al parking que había detrás del edificio. Subí al coche y recorrí las cuatro calles que había hasta el parking que tengo detrás del despacho. Por el momento preferí dejar la falda y los zapatos en el asiento trasero.
No habían dejado ningún recado en el contestador telefónico, pero el cartero había pasado ya y me puse a mirar la correspondencia mientras me preguntaba qué haría a continuación. La verdad es que me sentía fatal. Ya había quemado las energías que Jonah me había transmitido. Además, no estoy acostumbrada a beber tanto y, como vivo sola, suelo pasar más tiempo en los brazos de Morfeo. Jonah se había ido a las cinco, antes del amanecer; yo me había quedado dormitando una hora, pero al final me había levantado, había hecho mi sesión diaria de trote, me había dado una ducha y había desayunado.
Me retrepé en la silla giratoria y apoyé los pies en la mesa con la esperanza de echar una cabezada sin que nadie me molestase. Cuando abrí los ojos, las manecillas del reloj se habían desplazado por arte de magia y señalaban las tres menos diez; y encima me dolía la cabeza. Puse los pies en el suelo y eché a correr hacia el pasillo, camino del lavabo de señoras. Eché una meada, me lavé la cara y las manos, me enjuagué la boca y me miré en el espejo. Tenía el pelo aplastado en la nuca y de punta en el resto de la cabeza. El fluorescente del lavabo me ponía la piel de un color enfermizo. ¿Era aquel el precio que había que pagar por pegar un polvo ilegítimo con un casado? Pues me alegro, me dije. Puse la cabeza bajo el grifo y me sequé el pelo apretando ocho veces el botón del secador de aire caliente que había en la pared y que según decía el cartelito publicitario se había instalado para evitarme las enfermedades que me podían transmitir las toallas de papel. ¿A qué enfermedades se referirían? ¿Al tifus? ¿A la difteria?
Oí mi teléfono y salí corriendo al pasillo. Lo cogí al sexto timbrazo y dije "diga" casi sin aliento.
—Soy Lovella —dijo una voz malhumorada—. Me han dicho que quería usted hablar conmigo.
Abrí la boca para respirar a pleno pulmón y me puse a improvisar.
—En efecto —dije—. No hemos hablado desde que nos vimos en Los Angeles y pensé que debíamos cambiar impresiones. —Rodeé el escritorio y tomé asiento, todavía jadeando.
—Estoy muy enfadada con usted, Kinsey —dijo—. ¿Por qué no me dijo que era usted quien tenía el dinero de Daggett?
—¿Para qué? Lo que yo tenía era un cheque nominativo, pero no a nombre de usted. No tenía sentido hablarle de él.
—¿Cómo que no? Le conté que estaba casada con un tío que me molía a palos cada vez que me veía, y usted se limitó a decirme que acudiera a no sé qué institución para mujeres maltratadas. Y Daggett, mientras tanto, forrado de dólares.
—No eran suyos. Los robó. ¿No se lo ha contado Billy?
—No me importa de dónde los sacó. Yo me habría contentado con un pellizco. Pero ahora está muerto y es ella quien se lo lleva todo.
—¿Se refiere a Essie?
—A ella y a su hija.
—Vamos, Lovella. Pero si les ha dejado cuatro chavos.
—Menos es nada —dijo—. Si hubiera sabido lo del dinero, le habría convencido para que me diera algo.
—Sí, como era tan generoso… —dije con sequedad—. Si hubiera tocado ese dinero, es posible que hubiera muerto usted en vez de él. A no ser que Billy me mintiera cuando me dijo que iban tras él unos matones de San Luis. —En el fondo no había acabado de tomarme en serio aquella historia, pero tal vez fuese el momento de hacerlo. Estuvo en silencio un rato. Casi percibía el chasquido de sus engranajes mentales.
—Yo sólo sé que usted es una mierda y él un cabrón.
—Lo siento, Lovella, pero John contrató mis servicios y mi primera obligación consiste en ser honrada con el cliente, también a mi me engañó, que le vamos a hacer, pero yo soy así. ¿Quiere seguir desahogándose antes de que cambiemos de tema?
—Pues si. Porque ese dinero tendría que ser mío y de nadie más. Yo era quien se llevaba las hostias. Aún tengo dos costillas rotas y un ojo tan negro que parezco tuerta.
—¿Por eso se puso a chillar en el entierro?
Su voz adquirió un tono más moderado, como si estuviera arrepentida..
—Siento haberlo hecho, pero no pude evitarlo. Había estado en un bar tomando un Bloody Mary tras otro desde las diez de la mañana y me pasé. Pero es que las tonterías aquellas sobre la Biblia me sacaron de quicio. Daggett no había pisado una iglesia en toda su vida y me pareció injusto. Y encima la pedorra aquella que decía que era su mujer. Era de alucine. Si parecía un bulldog.
Tuve que echarme a reír.
—A lo mejor no se casó con ella por su físico —dije.
—Espero que no.
—Cuándo lo vio por última vez?
—En la funeraria, adónde, si no?
—Quiero decir antes.
—El día que se marchó de Los Ángeles —dijo—. El lunes hizo una semana. Ya no volví a verle..
—¿No cogió usted el autobús el jueves, nada más irme yo?
—No.
—Pero pudo hacerlo, ¿no es así?
—Para qué? Ni siquiera sabía adónde había ido.
—Pero Billy sí lo sabía. Usted pudo dejarse caer la semana pasada por el sitio donde trabaja Coral. Pudo encontrarse con él en el Hub el viernes por la noche e invitarle a unas copas.
Rió con amargura.
—Eso es imposible. Si era yo, ¿por qué no me reconoció Coral, eh?
—Tengo entendido que sí la reconoció. Pero como son amigas, mantuvo la boca cerrada.
—Por qué iba a hacer una cosa así?
—Puede que quisiera ayudarla.
—Pero si ni siquiera le caigo bien. Para ella no soy más que una golfa, ¿por qué iba a ayudarme?
—Puede que tuviera sus motivos.
—Kinsey, yo no lo maté, si es eso lo que está insinuando.
—Eso dicen todos. Todos son puros e inocentes. Matan a Daggett y nadie es culpable. Fabuloso.
—Ya que no se fía de mí, pregúntele a Billy. Seguro que cuando vuelva sabe ya quién fue.
—Oiga, eso es estupendo. ¿Y cómo lo va a averiguar el listo de Billy?
Se produjo una pausa como si fuera a decirme algo que no estaba autorizada a revelar.
—Creo que reconoció a no sé quién en el entierro —dijo de mala gana—. Al principio no supo dónde había visto antes a esa persona, pero luego cayó en la cuenta.
Me quedé mirando el auricular. Recordé de pronto que Billy se había puesto a mirar con atención al grupito formado por los Westfall, Barbara Daggett y los Smith.
—No lo entiendo. ¿Qué se propone Billy?
—Ha concertado una cita —dijo—. Quiere saber si su teoría es cierta. Me dijo que después la llamaría a usted.
—¿Ha ido a reunirse con ella?
—Eso he dicho, ¿no?
—Pero eso es absurdo. ¿Por qué no ha avisado a la policía?
—Porque no quiere hacer el ridículo. ¿Y si está equivocado? Además, no tiene ninguna prueba. Sólo una corazonada, y aun así no del todo segura.
—¿No sabe usted a qué persona se refería?
—No. No quiso decírmelo, pero se le veía satisfecho. Me dijo que después de todo íbamos a sacar algo de dinero.
No, por favor, me dije, un chantaje no. El corazón me dio un vuelco. Billy Polo no era lo bastante espabilado para meterse en un berenjenal así. Le saldría el tiro por la culata, como siempre.
—¿Dónde es la reunión?
—¿Por qué quiere saberlo? —dijo, poniéndose suspicaz.
—¡Porque quiero ir!
—Creo que es mejor no decírselo.
—No me haga esto, Lovella.
—Es que no me autorizó a decirlo.
—Ya me ha dicho usted muchas cosas. ¿Por qué no acaba de contármelo todo? Billy podría tener problemas.
Reflexionó durante unos instantes.
—En la playa. Billy no es tonto, ¿sabe? Por eso eligió un sitio público. Pensó que a la luz del día y en medio de la gente no sería peligroso.
—¿Qué playa?
—¿Y si luego se cabrea conmigo?
—Ya me encargo yo de eso, no se preocupe —dije—. Le juraré que la obligué a decírmelo.
—No le va a hacer ninguna gracia que aparezca usted para estropearlo todo..
—No voy a estropear nada. Me limitaré a espiarles de lejos para estar segura de que Billy no sufre ningún percance. Es mi única intención.
Silencio. Lovella pensaba con tanta lentitud que estuve a punto de dar un berrido..
—Enfóquelo desde otro punto de vista —añadí—. Billy podría necesitar ayuda y mi presencia le vendría muy bien en ese caso.
—Billy no necesita que le ayude ninguna mujer.
No quería perder la paciencia y cerré los ojos.
—Vamos, Lovella, déme una pista. Démela o voy al remolque ahora mismo y le arranco el corazón de cuajo.
Funcionó.
—Pero no le diga que se lo he dicho —me advirtió.
—Se lo juro, y que me caiga muerta si lo hago. Vamos, hable.
—Creo que es en el parking que hay junto a la grada de los botes…
Colgué como un rayo, cogí el bolso, cerré el despacho a toda velocidad, eché a correr por el pasillo y bajé los peldaños de la escalera de atrás de dos en dos, de tres en tres. Había tenido que aparcar en la otra punta, y cuando llegué a la salida tuve que ponerme detrás de los tres vehículos que hacían cola. "Vamos, vamos", murmuré golpeando el volante.
Cuando me llegó el turno, enseñé el abono al empleado y salí de estampida en cuanto se alzó la barrera.
Chapel es una arteria unidireccional, en sentido contrario a la playa, de modo que tuve que girar a la derecha, luego a la izquierda y buscar una calle que bajara. En el cruce con la 101 se me puso el semáforo en rojo y tuve que esperar. No quería llegar tarde. No quería aparecer con dos minutos de retraso y perder la única oportunidad con que contaba. Me puse a fantasear… detenía a la asesina… Billy y yo nos convertíamos en héroes..
El semáforo se puso en verde y crucé la autopista. Recorrí dos manzanas y accedí a Cabana girando a la derecha. La entrada del parking que buscaba estaba al doblar la curva que hay delante de la universidad. Cogí el tíquet de la máquina y avancé pegada al perímetro del parking. Me puse a mirar los coches con la esperanza de identificar el Chevy blanco de Billy. La dársena me quedaba a la derecha y el sol reverberaba con blancura cegadora en las velas blancas de una majestuosa embarcación que salía del puerto. La grada de los botes estaba al final del parking, donde había otra zona de estacionamiento. Cogí otro tíquet y se alzó la barrera. Encontré una plaza libre, bajé del coche y seguí a pie..
Me crucé con cuatro practicantes de jogging. Había gente en el muelle, gente en el paseo, gente junto al puesto de bocadillos y refrescos y en los alrededores de los lavabos públicos.
Aceleré el paso y me puse a mirar en todas direcciones por si veía algún rastro de Billy o de la rubia. Oí tres taponazos huecos y rápidos en algún lugar situado delante de mí. Eché a correr. La gente seguía moviéndose con toda normalidad, pero yo habría jurado que eran disparos.
Llegué a la grada; el terreno del parking se interrumpía en aquel punto y descendía en oblicuo hacia el agua. No había nadie a la vista. Nadie corría, nadie abandonaba la escena con precipitación. El aire estaba inmóvil, el agua lamía con suavidad el borde del asfalto. Dos embarcaderos de madera se adentraban en el agua unos diez metros, pero los dos estaban vacíos, sin embarcaciones ni gente. Di un giro de trescientos sesenta grados para inspeccionar toda la zona. Entonces lo vi. Estaba de costado junto a una gabarra, aplastándose el brazo que se le había torcido hacia atrás. Jadeaba y con un gran esfuerzo consiguió ponerse boca arriba. Llegué junto a él en dos patadas.
De un puesto de bocadillos había salido un hombre en pantalón corto y se me quedó mirando cuando pasé por su lado.
—¿Le pasa algo a ese tipo?
—Llame a la policía. Que venga una ambulancia —exclamé.
Me arrodillé junto a Billy y me incliné para que pudiera verme.
—Soy yo —dije—. No te asustes. Te pondrás bien. En seguida viene una ambulancia.
Los ojos de Billy se posaron en los míos. Tenía la cara de un tono grisáceo y bajo su espalda había un charco de sangre totalmente roja que no hacía más que ensancharse. Le cogí la mano. La gente corría hacia donde estábamos y a nuestro alrededor se formó un círculo. Oí cuchicheos detrás de mí. Alguien me tendió una toalla playera.
—Si quiere taparle con esto…
Cogí la toalla. Me despegué de él lo necesario para desabrocharle la camisa y ver qué le habían hecho. Tenía un agujero de bala en el estómago. Habían tenido que dispararle por detrás porque lo que yo veía era un agujero de salida, un desgarrón por el que manaba la sangre. El proyectil le había tenido que seccionar la aorta a la altura del abdomen. Un fragmento de intestino, grisáceo y brillante, le sobresalía por el agujero. Las manos empezaron a temblarme, pero procuré mantenerme impasible. Billy me miraba, tratando de adivinar mis pensamientos. Doblé la toalla y la apreté contra la herida para contener la hemorragia.
Lanzó un quejido y se puso a jadear. Tenía una mano apoyada en el pecho y vi que movía los dedos. Volví a cogerle la mano y se la apreté con fuerza. Movió la cabeza.
—La pierna… ¿dónde está? No la noto.
Le miré la rodilla derecha. Tenía la pernera del pantalón como si se hubiera enganchado en un clavo. A través de la herida se le veía el hueso cubierto de sangre.
—Tranquilo —dije—. Te curarán y te pondrás bien. —No le dije nada de la sangre que empapaba la toalla. Seguramente se daba cuenta.
—Me han dado en las tripas.
—Ya lo sé. Tranquilízate, anda. No es nada serio. La ambulancia está en camino.
Tenía la mano helada y los dedos blancos. Me habría gustado hacerle un par de preguntas, pero no dije nada. No podía. Nadie se pone a interrogar a un moribundo en plan profesional. Sólo estábamos él y yo, y no iba a permitir que nada se interpusiera.
Observé sus facciones con amor, con deseos de que viviera. Tenía el pelo más rizado que nunca. Se lo aparté de la frente con la mano libre. El sudor le perlaba el labio.
—Me muero… noto que me muero. —Me apretó la mano con fuerza temblorosa para contrarrestar una punzada de dolor.
—Cálmate. Te pondrás bien.
La respiración empezó a agitársele y dejó de forcejear.
Vi que la vida se le escapaba, que todo se le iba: el color, las energías, la conciencia, el dolor. La muerte es una neblina que nos cubre como un velo. Di o un suspiro sin dejar de mirarme. Su mano quedó yerta en la mía, pero no se la solté.
Capítulo 24
Me senté junto al puesto de bocadillos, en el bordillo de la acera, y me puse a mirar el asfalto. El dueño del puesto me había dado una lata de Coca-Cola y yo me refrescaba la sien apoyando la cara en el metal. No me pasaba nada especial, salvo que me sentía mareada. Había llegado el teniente Feldman y en aquel momento estaba acuclillado junto al cadáver de Billy y hablaba con los del laboratorio, que estaban calzando las manos del muerto con bolsas de plástico. La ambulancia había retrocedido hasta el lugar y esperaba con las puertas abiertas, como para proteger al cadáver de las miradas de la gente. Dos lecheras habían aparcado cerca de allí y los chirridos de la radio contrapunteaban los murmullos de la muchedumbre. La muerte violenta es un deporte para mirones y oí que algunos cambiaban comentarios sobre el desarrollo del juego durante la segunda mitad. No eran inhumanos, sino curiosos. Puede que les sirviera de algo darse cuenta de lo grotesco que el homicidio es en el fondo.
Los patrulleros de la zona, Gutiérrez y Pettigrew, habían llegado pocos minutos después de que Billy expirase y habían avisado por radio a los de Homicidios. Seguramente irían al campamento de remolques para dar la noticia a Coral y a Lovella. Me pasó por la cabeza ir con ellos, pero aún no estaba en condiciones de mover un solo músculo. Estaba claro que iría, pero todavía me costaba creer que Billy hubiera muerto. Todo había sido muy rápido e irremediable. Me costaba aceptar que no podía rebobinar la cinta de los acontecimientos para que los últimos quince minutos discurrieran de otro modo. Habría llegado antes.
Le habría alertado, se habría mantenido al margen y habría salido ileso. Me habría explicado su teoría y yo le habría invitado a la cerveza que le había prometido en el Hub la noche que habíamos hablado por primera vez.
Feldman se me puso delante. Me quedé mirándole las perneras, me sentía incapaz de levantar la vista. Encendió un cigarrillo y se agachó junto al bordillo para ponerse a mi altura. Me abracé las rodillas, me sentía embotada. Apenas le conocía, pero por lo que sabía de él me resultaba simpático. Parecía un cruce de judío y piel roja, cara aplastada y ancha, pómulos altos y narizota ganchuda. Es corpulento y tiene alrededor de cuarenta y cinco años, lleva el pelo como los policías, viste como los policías y tiene una voz profunda y retumbante.
—Ganaríamos tiempo si me lo contaras —dijo.
Fue el hecho de abrir la boca para hablar lo que hizo que me saltaran las lágrimas. Me esforcé por contenerlas. Sacudí la cabeza para afrontar la incontenible ola de dolor que se me echaba encima.
Me alargó un pañuelo, me lo llevé a los ojos, lo doblé y me puse a hablar al rectángulo de algodón blanco. En una punta tenía bordada una "F" de la que colgaba un hilo suelto.
—Lo siento —murmuré.
—Tranquila, no pasa nada. Tómate todo el tiempo que quieras.
—Se creía un listo, un tipo duro —dije—. Y no era más que un pringado. Creo que eso es lo que más me duele. —Hice una pausa—. Supongo que es imposible adivinar hasta qué punto van a afectarnos las personas.
—¿Llegó a decirte quién le disparó?
Negué con la cabeza.
—No se lo pregunté. No quería marearle con esas cosas durante sus últimos minutos. Lo siento.
—Es igual, puede que no lo hubiera dicho aunque se lo hubieras preguntado. Bueno, cuéntame la historia.
Me puse a hablar y le dije todo lo que me pasó por la cabeza. Me dejó divagar hasta que me controló y pude ponerle en antecedentes de un modo ordenado y sistemático. He hecho cientos de informes y me conozco el percal. Le recité la Biblia en verso y él, mientras tanto, asentía y tomaba notas en un cuaderno supermanoseado.
Cuando terminé, se guardó el bolígrafo y se metió el cuaderno en el bolsillo interior de la chaqueta del traje. Se puso en pie y le imité mecánicamente.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Tengo el expediente de Daggett en la mesa —dijo—. Robb me contó que, según tú, se trataba de un homicidio y pensaba echarle un vistazo. Ayer por la noche hubo un doble asesinato en la montaña, una de esas escabechinas en plan ajuste de cuentas y tuvimos que desplazar a un montón de hombres, por eso no lo he mirado todavía. Ganaríamos tiempo si vinieras a la comisaría y hablaras con el teniente Dolan personalmente.
—Antes quisiera ver a la hermana de Billy —dije—. Con todo este lío de Daggett, es el segundo hermano que pierde.
—¿No crees que puede habérselo cargado ella?
Negué con la cabeza.
—Pienso que a lo mejor está relacionada con la muerte de Daggett, pero no me la imagino metida en esto. A no ser que esté pasando por alto algo importante. En primer lugar, Billy no habría tenido que citarse con ella en público tan a la ligera. Fue alguien que estuvo en el entierro, estoy convencida.
—Haz una lista y empezaremos por ahí —dijo.
Asentí.
—Pasaré por mi oficina y fotocopiaré los informes que tengo. Por cierto, es posible que Lovella sepa más de lo que ha dicho hasta ahora. —Era un alivio dejarlo todo en sus manos. Por mí se podía quedar con el caso entero. Con Essie, con Lovella y con los Smith.
En aquel momento llegó Pettigrew con una bolsa de plástico de cierre hermético. La traía cogida por una punta y contenía tres casquillos vacíos de latón.
—Los hemos encontrado junto a aquella camioneta de reparto. Estamos precintando el parking para que los muchachos puedan inspeccionarlo bien.
—Podríais mirar en los cubos de basura —dije—. La falda y los zapatos los encontré en uno de ellos poco después de la muerte de Daggett.
Feldman asintió y echó una ojeada a las vainas.
—Del treinta y dos —dijo.
Sentí que me subía un chorro de frío por el espinazo y la boca se me secó.
—Hace unos días me robaron del coche la treinta y dos —dije—. Gutiérrez se encargó del informe.
—Hay muchas treinta y dos en circulación, pero lo tendremos en cuenta —dijo Feldman dirigiéndose a mí. Y a Pettigrew, acto seguido—: Echa de aquí a toda esta gente. Con educación.
Pettigrew se alejó y Feldman se me quedó mirando.
—¿Estás bien?
Asentí. Tenía ganas de sentarme otra vez, pero temía quedarme clavada en el sitio si lo hacía.
—¿Quieres decir algo más antes de irte?
Cerré los ojos y me puse a pensar en lo sucedido. Conozco el estampido que produce una treinta y dos cuando se dispara y los taponazos que había oído eran diferentes.
—Los disparos —dije—. Sonaron de un modo raro. A hueco. Más que disparos parecían taponazos.
—¿Un silenciador?
—Sé cómo suenan en la tele, pero no en la realidad —dije con un poquitín de vergüenza.
—Di ré a los del laboratorio que analicen las balas, aunque no sé dónde se puede conseguir un silenciador en esta ciudad. —Garabateó algo en su cuaderno de notas.
—A lo mejor pueden encargarse por correo a través de esos folletos de ofertas que circulan por ahí.
—No, no se puede.
El fotógrafo estaba sacando instantáneas y vi que la mirada de Feldman se desviaba hacia él.
—Voy a hablar con ése. Es nuevo. Quiero asegurarme de que fotografía todo lo que me interesa.
Se disculpó y se dirigió hacia el cadáver de Billy, donde se puso a hablar con el fotógrafo y a mover las manos para indicarle los enfoques que quería. María Gutiérrez se me acercó.
—Nos vamos al campamento de remolques. Gerry me ha dicho que querías venir con nosotros.
—Os seguiré con el coche —dije— ¿Sabéis dónde es?
—Sí, lo conocemos. Nos reuniremos allí.
—Voy a ver si el coche de Billy está en el parking. Será cosa de un minuto, no hace falta que me esperéis.
—De acuerdo —dijo.
Les vi partir y a continuación me adentré en el parking, donde me puse a mirar los vehículos más próximos a la grada de los botes. Vi el Chevy entre dos RV, en la tercera fila contando desde la entrada. Aún tenía la matrícula provisional pegada al parabrisas. Tenía las ventanillas bajadas. Metí la cabeza sin tocarlo con las manos. No había nada a la vista, ni en el asiento trasero ni en el delantero. Di la vuelta al vehículo para mirar por el lado del copiloto y me puse a inspeccionar el suelo. La verdad es que no sé qué esperaba encontrar. Un indicio, cualquier indicación sobre qué hacer a continuación. Feldman podía iniciar una investigación en toda regla después de lo sucedido, y aunque me alegraba de haber puesto el caso en sus manos, me sentía incapaz de estarme quieta.
Fui al coche, recogí la falda y los zapatos y se los entregué a Feldman. Le dije dónde estaba el vehículo de Billy, subí al mío y arranqué. En el fondo me daba cuenta de que me había demorado a propósito para que fueran Pettigrew y Gutiérrez los encargados de comunicar lo sucedido.
Creo que no hay nada más triste que abrir la puerta de casa y ver a dos policías uniformados, con cara de circunstancias y voz solemne.
Cuando llegué al campamento, la noticia, al parecer, había corrido como la pólvora. En virtud de no sé qué proceso telepático, la gente se reunía en grupos de dos y tres personas que se quedaban mirando el remolque con desasosiego y charlando en voz baja. La puerta del remolque estaba cerrada y no oí nada al acercarme, pero mi presencia no pasó inadvertida y oí murmullos detrás de mí. Se me acercó un individuo.
—¿Es usted amiga de la familia? La chica ha recibido malas noticias. Se lo digo por si no lo sabe aún —dijo.
—Yo estaba allí —dije—. Coral me conoce. ¿Hace mucho que se fue la policía?
—Un par de minutos. Se comportaron con delicadeza, estuvieron un buen rato hablando con ella y se preocuparon por su estado de ánimo. Soy Fritzy Roderick, el encargado del campamento —dijo al tiempo que me tendía la mano.
—Kinsey Millhone —dije—. ¿Hay alguien con ella ahora?
—Creo que no, por lo menos no hemos oído voces. Hemos estado aquí todo el rato, los vecinos, ya sabe, charlando y preguntándonos si deberíamos hacerle compañía.
—Está Lovella dentro?
—No me suena ese nombre. ¿Es de la familia?
—Es una antigua novia de Billy —dije—. Voy a ver qué ocurre. Si Coral necesita algo, les avisaré.
—Sí, por favor. Puede contar con nosotros para lo que quiera..
Llamé a la puerta del remolque sin saber qué me aguardaba detrás. Coral la entreabrió y al ver quién era me dejó pasar. Tenía los ojos enrojecidos, pero parecía tranquila. Se sentó en una silla de la cocina, recogió un cigarrillo que estaba fumando y le desmochó la ceniza con un golpecito. Tomé asiento en el banco.
—Siento lo de Billy —dije.
Me miró durante una fracción de segundo.
—¿Se dio cuenta?
—Creo que sí. Cuando lo encontré estaba ya malherido y a punto de expirar. No sufrió mucho, si te refieres a eso.
—Tendrá que decírselo a mi madre. Los dos policías que acaban de irse se ofrecieron a hacerlo, pero les dije que no. —La voz se le puso ronca a causa de la aflicción, o del resfriado—. Siempre supo que moriría joven. Cuando veíamos algún viejo por la calle, chocho ya o con muletas, decía que no quería acabar así. Yo le pedía por favor que se enmendara, que no se metiera en líos, pero hacía siempre lo que le daba la gana.
Estuvo un rato en silencio.
—Dónde está Lovella?
—No lo sé —dijo—. El remolque estaba vacío cuando llegué..
—Quiero que me digas la verdad. Necesito saber qué pasaba. Billy me contó tres versiones distintas.
—¿Y por qué me preguntas a mí? Yo no sé nada.
—Sabes más que yo.
—No tanto.
—Sé sincera conmigo. Por favor. Billy ya está muerto. Ya no hay por qué ocultar nada. ¿0 sí lo hay?
Se quedó mirando al suelo durante unos instantes, suspiró y apagó el cigarrillo. Se levantó, se puso a limpiar la mesa, abrió el grifo y el agua comenzó a llenar el pequeño fregadero de acero inoxidable. Echó un chorro de detergente líquido, metió los platos y cubiertos en el agua y se puso a hablar en voz baja y monótona mientras fregaba.
—Billy estaba ya en San Luis cuando encerraron a Daggett. Daggett no sabía que Doug estaba emparentado con nosotros y Billy se hizo amigo suyo.
Lo odiábamos a muerte..
—Billy me dijo que él y Doug nunca fueron muy íntimos.
—Tonterías. Eso te lo dijo para que no sospecharas de él. Los tres éramos uña y carne.
—O sea que pensabais matarle —dije.
—No sé. Queríamos que pagara por lo que había hecho. Queríamos castigarle. Pensamos que ya se nos ocurriría algo cuando intimáramos. Pero entonces murió el compañero de celda de Daggett y Daggett se quedó con toda la pasta.
—Y pensasteis que la pasta os resarciría.
—Yo no. Yo sabía que no estaría tranquila hasta que Daggett muriera, pero no me atrevía a matarle personalmente. A sangre fría, quiero decir. Billy dijo que quedarse con el dinero era suficiente. Que ya no podíamos resucitar a Doug y que más valía aquello que nada. Supo desde el principio que Daggett había robado el dinero, pero pensaba que no podría sacarlo de la cárcel. Pero mira por dónde lo ponen en libertad. Con el dinero. Y empieza a derrocharlo. Lovella llama a Billy y trazamos un plan para apoderarnos de la pasta..
—O sea que los mafiosos de San Luis no supieron nunca quién había sido.
—No —dijo—. Cuando Billy se enteró de que Daggett estaba libre, nos pusimos a planear la forma de quitarle el dinero
—¿Tomó parte Lovella en el plan?
Coral asintió, aclaró un plato y lo puso en el escurridor.
—Se casaron la misma semana que salió de la cárcel. Era necesario para lo que nos proponíamos. La idea era convencerle de que lo aflojara, y si no, robárselo. Lovella tenía que encargarse de ambas cosas.
—¿Y si fallaban las dos?
—No teníamos intención de matar a nadie —dijo—. Sólo queríamos el dinero.
Teníamos poco tiempo porque ya había gastado un buen pellizco. Antes de que nos diéramos cuenta ya había derrochado cinco billetes, y nos dijimos que si no nos dábamos prisa acabaría fundiéndolo todo.
—¿No sabíais que pensaba darle el resto a Tony Gahan?
—Desde luego que no —dijo con vehemencia—. Cuando se lo dijiste a Billy, no se lo creyó. Pensamos que debía tener un buen fajo escondido en alguna parte. Y estábamos convencidos de que aún había posibilidades de encontrarlo.
La miré con fijeza mientras me preguntaba hasta qué punto me estaría contando la verdad.
—¿Quieres decir que hiciste que Lovella contactara con Daggett para quitarle los veinticinco billetes?
—Eso es.
—¡E ibais a hacer tres partes! Habríais salido a poco más de ocho mil por cabeza.
—¿Y qué?
—Coral, ocho mil dólares es una miseria.
—i Y una mierda! ¿Tú sabes lo que podría hacer con ocho mil dólares? ¿Cuánto dinero tienes tú? ¿Tienes ocho mil?
—No.
—¿Para qué hablas entonces? No digas que es una miseria.
—Está bien, es una fortuna —dije—. ¿Qué es lo que salió mal?
—Al principio, nada. Billy lo llamó y le dijo que los tipos de San Luis se habían enterado de lo del dinero y que querían recuperarlo. Le dijo que andaban tras él y Daggett puso tierra por medio.
—¿Cómo supisteis que vendría a Santa Teresa?
—Billy le dijo que le ayudaría a escapar —repuso encogiéndose de hombros—. Luego, cuando Daggett se presentó en Santa Teresa, Billy trató de camelárselo para que nos pasara la pasta. Di jo que haría de intermediario y que arreglaría las cosas para que los otros se lo tomasen con calma.
—Por entonces ya me había entregado a mí el dinero, ¿no?
—Sí, pero nosotros no lo sabíamos. Daggett se comportaba como si aún lo tuviera en su poder. Se comportaba como si fuese a confiárselo a Billy, pero todo era cuento. Siempre estaba borracho, o sea que…
—O sea que os tomaba el pelo mientras vosotros creíais que se lo estabais tomando a él.
—Nos estuvo dando largas desde el principio —dijo con indignación—. Billy se encontró con él el martes por la noche y Daggett empezó a hacerse el sueco. Di jo que necesitaba tiempo para recuperarlo, que lo tendría el jueves por la noche. Billy volvió a encontrarse con él en el Hub, pero Daggett le dijo que esperase un día más. Billy se le echó encima. Le dijo que los tipos de la cárcel estaban muy cabreados y que probablemente lo matarían, tanto si devolvía el dinero como si no. Daggett se puso muy nervioso y le juró que tendría el dinero al día siguiente, el viernes por la noche.
—La noche que murió.
—Sí. Yo trabajaba aquella noche y mi misión era vigilarle, cosa que hice. Billy decidió llegar con retraso, para inquietarle, pero antes de que me diera cuenta apareció aquella mujer y se puso a invitar a Daggett. El resto ya lo conoces.
—Billy me contó que te tomaste no sé qué pastillas para el resfriado y que te metiste en la trastienda para descansar un poco. ¿Es cierto?
—Me sentía fatal —dijo—. Cuando vi que Daggett se iba, supe que a Billy le daría un ataque. Ya tenía bastante con el resfriado para tener que aguantarle a él encima.
—¿Supo Billy al final quién era la mujer?
—No lo sé. Puede que sí. Yo no estaba aquí esta mañana, o sea que no sé a qué conclusión llegó.
—Bueno. Ahora tengo que ir a la comisaría para explicarle lo sucedido al teniente Dolan.
Si vuelve Lovella, ¿querrás decirle que me llame? Por favor, dile que es urgente. ¿Querrás hacerlo?
Coral puso en el escurridor el último plato limpio. Llenó un vaso y derramó el agua encima de los platos para eliminar los restos de detergente que quedaran. Se volvió y me miró de un modo que me produjo escalofríos.
—¿Crees que fue ella quien mató a Billy?
—No lo sé.
—Si descubres que fue ella, ¿me lo dirás?
—Si fue ella, entonces es peligrosa. No quiero que te metas en esto.
—Pero ¿me lo dirás?
Titubeé.
—Sí.
—Gracias.
Capítulo 25
Estuve hablando unos minutos con el encargado del campamento de remolques. Le di mi tarjeta y le dije que me avisara si reaparecía Lovella. No estaba segura de que Coral lo hiciese. Segundos después de despedirme del encargado vi que llamaba a la puerta del remolque. Subí al coche y me dirigí a la comisaría. Pregunté por el teniente Dolan, pero me dijeron que estaba con Feldman en una reunión. Pregunté entonces por Jonah, la funcionaria lo llamó por el teléfono interior y el aludido apareció en la puerta de seguridad, me abrió y me adentré en el pasillo que se abría al otro lado. Nos tratamos con discreción, con simpatía, pero sin obligaciones ni compromisos. Nadie habría deducido que unas horas antes nos habíamos comido crudos entre mis sábanas La Seductora.
—¿Qué pasó cuando llegaste a casa? —pregunté.
—Nada. Todos estaban durmiendo —dijo—. Será mejor que vayamos al laboratorio. Parece que ya se sabe algo. —Giró por otro pasillo que había a mano derecha y fui tras él. Se volvió para hablarme por encima del hombro—. Feldman hizo que inspeccionaran los cubos de basura, tal como le sugeriste. Creo que hemos encontrado el silenciador.
—¿En serio? —dije asombrada.
Abrió la puerta del laboratorio y me hizo pasar delante. El técnico no estaba, pero vi en el acto la camisa ensangrentada de Billy, etiquetada ya, y que se encontraba encima del mostrador al lado de un objeto que no supe identificar a primera vista.
—¿Qué es eso? ¡No me digas que fue con eso! —Se trataba de uno de esos botellones de plástico en que se envasan los refrescos, sólo que pintado de negro y con un agujero en la base.
—Un silenciador desechable. De fabricación casera. La verdad es que amortigua el ruido. Lo limpiaron para eliminar todas las huellas.
—¿Y cómo funciona?
—Tuve que decirle a Krueger que me lo explicase. La botella se llena de trapos. Fíjate bien. Se envuelve con esparadrapo el cañón de la pistola, se mete en el cuello de la botella y se sujeta con una abrazadera. Estas botellas suelen tener el fondo reforzado, pero sólo son efectivas para unos cuantos tiros porque el ruido aumenta conforme se ensancha el agujero. Como es lógico, funciona mejor de cerca.
Joder. ¿Cómo se entera la gente de estas cosas? Yo no tenía ni idea.
Cogió un folleto que había en el mostrador que estaba detrás de mí y lo hojeó de lado para que viera el contenido. En cada página había diagramas y fotos que explicaban la manera de fabricar silenciadores desechables con los objetos caseros más corrientes.
—Lo venden en una armería de Los Angeles —dijo—. Tendrías que ver lo que puede hacerse con el listón de una mosquitera de ventana o con tapones usados.
—Di os bendito.
La cabeza del teniente Becker asomó por la puerta.
—Te llaman por la línea uno —dijo a Jonah y desapareció. Jonah se quedó mirando el teléfono del laboratorio, pero no pasaron la llamada.
—Veo de qué se trata y vuelvo —dijo—. No tardaré.
—O.K. —murmuré. Me puse a mirar el silenciador y me esforcé por recordar dónde había visto algo parecido. Por el agujero de la base vi un fragmento de paño azul como el de las toallas. Cuando comprendí lo que era se me pusieron en marcha las ruedas mentales y se me iluminó la pantalla interior. Ya sabía dónde lo había visto. Me enderecé, fui a la puerta y miré a ambos lados del pasillo, donde no había ni un alma.
Fui en busca del coche. Aún tenía grabado en la memoria el momento en que Ramona Westfall había subido del sótano con una brazada de toallas azules de baño, que había dejado encima de una silla. El envase de plástico era la botella de refresco que había estado a punto de tirar al suelo al dársela a Tony para que la metiera en el frigorífico.
Me detuve en la oficina lo necesario para llamar a casa de los Westfall. Sonaron cuatro timbrazos y se puso en marcha el contestador.
—Hola. Soy Ramona Westfall. Ni Ferrin ni yo podemos atenderle en este momento, pero si dice su nombre, su teléfono y el motivo de su llamada, nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. Gracias. —Colgué al oír la señal.
Consulté la hora. Eran las cinco menos cuarto. Ignoraba dónde estaría Ramona, pero Tony tenía que estar a las cinco a escasas manzanas de mi despacho. Si conseguía hablar con él, con un poco de suerte destruiría la coartada de Ramona, ya que Tony era el único que podía respaldarla. ¿Cómo lo habría hecho? Seguramente le había administrado un calmante muy fuerte, había salido de casa mientras su sobrino dormía y al volver había cambiado la hora del reloj de la cocina para que pareciese que había estado en casa en el momento de la muerte de Daggett. Lo más probable es que despertara a Tony al regresar para que viera la hora que marcaba el reloj de la cocina. Le había preparado los bocadillos, había charlado un rato con él y cuando Tony volvió a la cama, cambió la hora otra vez. También cabía la posibilidad de que hubiese cambiado la hora del reloj de Daggett y lo hubiera arrojado al agua a continuación. Así pudo haberlo matado antes y estar de vuelta hacia las dos. Puede que Tony se enterase de lo ocurrido y quisiera proteger a su tía al ver lo cerca que estaba yo de la verdad.
Otra posibilidad era que los dos estuvieran compinchados, pero esperaba que no fuera así…
Cerré el despacho, bajé por la escalera principal y eché a andar por State Street. El Edificio Granger estaba sólo a tres calles y llegaría antes andando que cogiendo el coche y dando un rodeo hasta el parking que había en la parte trasera. Puede que Tony estuviese aún en las galerías de enfrente. Tenía que dar con él antes de que su tía se me anticipara. Ramona tenía que haberse dado cuenta de que las cosas se le ponían difíciles, sobre todo después de presentarme en su casa con la falda y los zapatos. Me contentaba con que Tony me diese a entender que mi deducción era acertada, entonces llamaría a Feldman. Pensé en el Recinto, en las sombras lúgubres que lo cubrirían cuando empezara a anochecer. No quería volver por allí si podía evitarlo.
Recorrí las galerías. Vi a Tony al fondo, a mano derecha, jugando con una máquina de marcianos. Estaba tan absorto en lo que hacía que no se dio cuenta de mi proximidad. Mientras esperaba contemplé las explosiones que borraban de la pantalla a los monstruitos. Había conseguido una puntuación muy baja y a punto estuve de decirle que me dejara probar a mí. Los marcianos se quedaron inmóviles de pronto y siguieron viéndose algunas explosiones, pero totalmente al margen del movimiento de los mandos. Alzó la vista.
—Ah, hola.
—Tengo que hablar contigo —dije.
Miró la hora de soslayo.
—Tengo la consulta a las cinco. ¿Lo dejamos para después?
—Te acompaño. Hablaremos por el camino.
Cogió la bolsa de comestibles y salimos a la calle. Después de estar en la penumbra de las galerías el sol poniente producía un efecto deslumbrante. Pese a todo se estaba levantando la niebla y el ocaso de noviembre campaba por sus fueros. Apreté el botón del semáforo y esperamos a que se pusiera en verde.
—El viernes pasado, la noche que murió Daggett, ¿recuerdas dónde estaba tu tío?
—Claro. En Milwaukee, por cosas del trabajo.
—¿Te han recetado algo para las jaquecas?
—Sí, Tylenol con codeína. Y si el dolor es muy fuerte, Compazine. ¿Por qué?
—¿Es posible que tu tía se ausentara mientras dormías?
—No. Bueno, no sé. No entiendo adónde quieres ir a parar —dijo.
Me dio la sensación de que escurría el bulto, pero no dije nada. Llegamos al Edificio Granger y Tony entró en el vestíbulo delante de mí.
El ascensor que estuviera estropeado funcionaba ya, pero el otro estaba inmóvil, con la maquinaria al descubierto y las puertas abiertas, y con un caballete delante con un cartel de aviso. Tony me miraba con recelo.
—¿Te dijo mi tía que salió de casa?
—No. Me dijo que estuvo allí contigo.
—¿Y?
—Vamos, Tony. Eres su única coartada. No podías saber dónde estaba porque las pastillas te habían dejado frito.
Pulsó el botón del ascensor.
Se abrieron las puertas y entramos. Las puertas se cerraron sin que ocurriese ninguna desgracia y subimos al sexto. Le escruté la cara mientras salíamos al pasillo. Estaba claro que se debatía por dentro, pero no quise presionarle aún. Echamos a andar hacia el consultorio de su psiquiatra.
—¿Hay algo que quieras decirme? —pregunté.
—No —dijo con la voz crispada por la indignación—. Estás loca si piensas que mi tía tuvo algo que ver.
—Eso díselo al teniente Feldman. Es quien se ocupa del caso.
—Yo no tengo por qué hablar con la policía —dijo. Empujó la puerta del consultorio, pero estaba cerrada—. Mierda, no está.
Había una nota pegada a la puerta con cinta adhesiva.
La cogió de un manotazo que de pronto convirtió en empujón. Antes de que me diera cuenta corría por el pasillo y yo estaba a gatas en el suelo. Apretó el botón del ascensor y dobló a la derecha. Ya me había incorporado y echado a correr cuando oí que la puerta de las escaleras se cerraba de golpe. Llegué a las escaleras a los pocos segundos y vi que Tony subía como una exhalación.
—¡Tony, vuelve! No lo hagas.
Iba a toda velocidad, rozando apenas los peldaños de cemento. Sus jadeos resonaban entre las cuatro paredes de la escalera. Pero, ay amigo, por algo me dedico a correr todas las mañanas. El era más joven, pero yo estaba más acostumbrada a correr. Solté el bolso, me cogí a la barandilla y corrí detrás de él subiendo los peldaños de dos en dos. Mientras corría miraba hacia arriba por si lo veía. Llegó a la séptima planta y siguió subiendo. ¿Cuántos pisos tendría aquel edificio?
—Tony. ¡Maldita sea, espérame! ¿Qué te propones?
Oí arriba otro portazo y aceleré. Llegué al último rellano. Por lo visto, el mecánico había dejado abierta la puerta del altillo y Tony había cerrado a sus espaldas. Tiré de la manija, medio esperando que estuviera cerrada con pestillo. Se abrió la puerta, la crucé y me detuve. La estancia estaba a oscuras, seca, caliente y vacía; a la derecha había un portillo que daba al espacio donde estaba la viga de sostén del ascensor, la polea y los motores. Metí la cabeza por el portillo, pero no vi a nadie. La saqué y miré en derredor. El techo estaba a unos siete metros de altura, punto donde las vigas coincidían formando un ángulo de noventa grados.
Silencio. Vi un recuadro de luz en el suelo y alcé la cabeza. A mi derecha, pegada a la pared, había una escalera de madera. En lo alto había una trampilla abierta por la que se colaba la claridad exterior. Inspeccioné el altillo. Vi un cuadro eléctrico apoyado en unas cajas. Parecía uno de aquellos cuadros generales que controlaban antaño la iluminación de los teatros. Que nadie me pregunte por qué, pero a un lado había un gigantesco pájaro de cartón, una urraca americana a la que le habían pintado encima un traje de ejecutivo. A mi izquierda se alzaba una torre de sillas de madera.
—¿Tony?
Puse la mano en un travesaño de la escalera. Podía estar escondido en cualquier parte y tal vez esperase a que yo subiera al tejado para escapar corriendo por las escaleras. Empecé a subir, pero me detuve a los tres metros para otear el altillo desde aquella atalaya. No oí ninguna respiración ni detecté el menor movimiento. Seguí subiendo con precaución. No me asustan las alturas, pero tampoco me entusiasman. La escalera, pese a todo, parecía sólida y por otra parte no se me ocurría en qué otro sitio podía estar Tony.
Cuando llegué al final, me aupé para poder sentarme y miré a mi alrededor. La trampilla daba a un recodo que había en la cara posterior de un frontón de adorno cuya pareja se alzaba medio tejado más allá. Desde la calle los dos me habían parecido siempre exclusivamente decorativos, pero vi que uno de ellos servía para ocultar un par de respiraderos. Siguiendo el perímetro de la cubierta había un camino angosto, protegido por un pretil de poca altura. Tenía que ser peligroso aventurarse por él, dada la inclinación del tejado.
Miré hacia abajo con la esperanza de que Tony estuviera en realidad en el altillo y saliera corriendo hacia las escaleras. En el tejado no había el menor rastro de él, a no ser que se hubiera agazapado en la otra punta. Me puse en pie de mala gana y procuré mantener el equilibrio entre el tejado, que ascendía casi en vertical a mi izquierda, y el pretil de la derecha, que apenas me llegaba al tobillo. En realidad avanzaba sobre una cañería metálica que crujía a cada paso. No me gustó el ruido que hacía. Daba la sensación de que en cualquier momento podía ceder y tirarme al vacío.
Miré hacia la calle, que discurría ocho plantas más abajo, aunque parecía más cercana.
Los edificios de enfrente tenían dos pisos más que aquél y creaban una tranquilizadora ilusión de cercanía, pero desde aquella altura los peatones parecían hormigas igualmente. Las farolas se habían encendido ya y el tráfico disminuía. A mi derecha, a media manzana de distancia, se alzaba el campanario del Axminster Theater; estaba iluminado por dentro y la luz bañaba en oro y azul los arcos de la torre. La calle estaría a unos veinticinco metros. Traté de recordar la velocidad de caída de los cuerpos. Lo único que me vino a la cabeza fue no–sé–cuántos metros por segundo, pero fuera cual fuese sabía que el resultado final sería una hostia del copón. Me detuve donde estaba y alcé la voz.
—¡Tony!
Me pareció percibir algo por el rabillo del ojo y el corazón se me subió a la boca. La bolsa de plástico con que había visto a Tony flotaba en el vacío, en sentido descendente. Pero ¿de dónde procedía? Miré por encima del minipretil. Alcancé a distinguir una de las hornacinas que se abrían en el muro debajo mismo de las molduras de la cornisa. El friso que fajaba horizontalmente el edificio siempre me había parecido de mármol desde la calle, pero ahora me daba cuenta de que era de yeso, y la hornacina se abría a cosa de un metro, hacia mi izquierda. Al pie de la misma, a cosa de medio metro, destacaba una semivenera que sustentaba una moldura de yeso que quería pasar por antorcha. Tony estaba allí y me miraba con fijeza. Se había descolgado por el muro y se había sentado en la base de la hornacina de adorno; las piernas le colgaban en el vacío y con el brazo se sujetaba a la antorcha. De la bolsa de plástico había sacado una peluca, se la había puesto y me miraba con un brillo muy particular en los ojos.
A quien yo veía era a la rubia que había matado a Daggett.
Nos estuvimos mirando un momento, sin decir nada. Tenía la expresión engreída del adolescente que le planta cara a mamá, pero por debajo de la chulería intuía al niño que espera que alguien vaya a salvarle de sí mismo.
Me apoyé en el frontón para mantener el equilibrio.
—¿Subes o bajo? —Se lo había dicho en tono expeditivo, pero tenía la boca más seca que la lija.
—Dentro de un minuto habré aterrizado en el suelo.
—¿Por qué no lo discutimos? —dije.
—Es demasiado tarde —dijo, sonriendo con malicia—. Estoy a punto de saltar.
—¿Por qué no me esperas?
—No quiero que me cojan.
—Yo no pienso hacerlo.
Tenía las palmas húmedas y me las sequé en los tejanos.
Me acuclillé, me puse de cara al tejado y tanteé el friso con el pie. Miré hacia abajo en busca de un punto de apoyo. Una guirnalda de uvas, piñas y hojas de higuera ceñía horizontalmente la fachada en bajorrelieve.
—¿Cómo lo has hecho? —pregunté.
—No lo sé. Lo hice sin pensar. Pero no hace falta que bajes. No te servirá de nada.
—Es que no me apetece hablar mientras estoy aquí colgando —dije, mintiéndole lo mejor que supe. Mi intención era acercarme lo suficiente para agarrarle y me esforcé por ahuyentar las imágenes de forcejeo que me venían a la cabeza. Me sujeté y metí el pie en un hueco que se abría entre dos sarmientos. La hornacina estaba sólo a un metro de distancia. Desde la calle ni me habría fijado en ella.
Sabía que no me quitaba ojo, pero no me atreví a mirarle. Me apoyé en el minipretil y alargué el pie izquierdo.
—No me convencerás de que desista. —dijo.
—No quiero convencerte. Sólo quiero oír tu versión.
—Bueno.
—No irás a matarme, ¿verdad? —pregunté.
—¿Por qué? Tú no me has hecho nada.
—Me alegro de que te des cuenta. Ahora me siento más tranquila. —Oí que se reía de mis titubeos.
De vez en cuando se habla en las revistas de algún hombre que ha escalado una pared montañosa totalmente vertical con unas bambas y agarrándose con las uñas a los entrantes y salientes que encuentra mientras sube. Estas hazañas me han parecido siempre una pérdida de tiempo y por lo general me salto el artículo en busca de otro más interesante. Sólo con mirar las fotos de la escalada se me acelera el pulso, en particular las que se han hecho desde donde está el alpinista y que muestran el abismo insondable que se abre a sus pies. A decir verdad, creo que las alturas me dan más miedo de lo que doy a entender.
Estiré el pie derecho hasta rozar el borde de la hornacina. Percibí un asidero hacia la derecha. Parecía una piña, pero no estaba segura. Mi vida iba a depender de una fruta de yeso. Yo tenía que estar loca.
En realidad, lo más difícil era soltarme del minipretil cuando apoyara el pie en el entrante. Tuve que flexionar las rodillas, hacerme un poco a la derecha y agacharme muy despacio mientras buscaba un punto de apoyo para las posaderas. Tony, siempre en plan temerario, me tendió una mano y me sujetó hasta que me instalé junto a él. No tengo un espíritu intrépido. Estoy dispuesta a jurarlo. Y no quería que saltara al vacío mientras yo miraba. Me sujeté a la antorcha con el brazo izquierdo, por debajo del suyo, y me cogí la muñeca correspondiente con la mano derecha. El sudor me corría a chorros por los costados.
—Qué incomodidad —dije. Estaba sin aliento, pero no a causa del esfuerzo, sino del pánico.
—No se está tan mal. Basta con no mirar abajo.
Miré. En cuanto me lo dijo me entraron unas ganas locas de echar una ojeada. Esperaba que alguien nos viera, como pasa siempre en la tele. Se presentaría la policía con redes y lonas, subirían los bomberos y uno de ellos trataría de convencerle de que no saltara. Yo soy Tauro, pertenezco a la tierra. No me parió el aire ni el agua ni el fuego. Soy un organismo que gravita sobre la tierra y en aquellos instantes sentía la llamada del suelo. Lo mismo me pasa cuando me inscribo en un hotel antiguo y me dan una habitación de la planta vigésimo segunda. Abro la ventana y me entran ganas de echar a volar.
—Qué tentación más tonta, joder —dije.
—Quizá para ti, pero no para mí.
Traté de recordar lo que solíamos hacer con los suicidas en potencia durante la breve temporada en que había sido policía. La primera norma era ganar tiempo. Creo que no se mencionaba la posibilidad de quedar con el culo colgando de la fachada de un edificio, pero nunca es tarde para aprender.
—Vamos, chaval, ¿por qué no me cuentas de una vez lo que ha pasado?
—No hay mucho que contar. Daggett llamó el lunes. Tía Ramona apuntó su teléfono y le llamé. Quería matarle. No podía esperar. Había fantaseado con matarle durante meses, noche tras noche, antes de dormirme. Quería estrangularle con un alambre y apretar hasta que se le clavara en la tráquea y quedase con la lengua fuera. Es muy rápido. Antes se ejecutaba así a los condenados, pero no recuerdo qué nombre daban al aparato.
—Garrote vil —apunté.
—Pues me habría gustado matarle así, pero luego pensé que sería mejor fingir un accidente para que no me cogieran.
—¿Por qué llamó a tu casa?
—No lo sé —dijo con inquietud—. Estaba borracho, hablaba entre balbuceos, me dijo que lo sentía y que quería indemnizarme por lo que había hecho. Di go: "Genial, nos vemos y lo hablamos". Y él va y me suelta: "Significa mucho para mí, hijo". Jugaba a reproducir ambas voces, adjudicando a Daggett una especie de falsete tembloroso—. Así que le dije que nos veríamos el día siguiente por la noche en el bar desde el que había llamado, el Hub, y me puse a preparar el disfraz a toda prisa.
—¿La falda era de Ramona?
—Qué va, la compré por un dólar en un almacén del Ejército de Salvación. El suéter me costó cincuenta céntimos y los zapatos dos dólares.
—¿Qué ha sido del suéter?
—Lo tiré a un cubo de basura que estaba a una manzana del otro. Para que todo acabase en los basureros municipales.
—¿Y la peluca?
—Tía Ramona se la ponía hace muchos años. Ni siquiera se dio cuenta de su desaparición.
—¿Por qué no te has deshecho de ella?
—No sé. Pensaba dejarla en el armario de donde la cogí, por si volvía a hacerme falta. Me la puse para ir a la playa, pero de pronto me acordé de que Billy me había visto. —Se interrumpió; estaba confuso y aturdido y se le notaba—. Se lo habría contado al psiquiatra si hubiera sido puntual. En cualquier caso es una peluca cara. Es pelo de verdad.
—Y el color es muy bonito —dije. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hasta Tony se dio cuenta de lo absurdo de la situación y me fulminó con la mirada.
—Te estás burlando de mí?
—Sí, sí, me estoy burlando, hostia. No he bajado hasta aquí para discutir contigo..
Se encogió de hombros ligeramente y me sonrió con timidez.
—¿De verdad te encontraste con él el martes por la noche? —añadí.
—No. Acudí a la cita. Lo tenía todo preparado, pero cuando entré en el bar vi que estaba charlando con un tipo. Era Billy Polo, pero al principio no me di cuenta. Estaba con Daggett en un reservado, de espaldas a la puerta. Vi a Daggett y no me di cuenta de que estaba acompañado hasta que me puse ante él. Di media vuelta en cuanto vi a Billy, pero para entonces ya me había visto la cara. No me importó porque pensaba que no volveríamos a vernos nunca más.
Me quedé un rato, pero estaban muy enfrascados en la conversación. Billy le hablaba al oído con el brazo sobre los hombros y comprendí que no iba a dejarle en toda la noche, así que me fui a casa.
—¿Era una de tus noches de jaqueca?
—Sí —dijo—. Bueno, unas veces son de verdad y otras de mentira, lo importante es seguir un ciclo, ¿entiendes? De ese modo hago lo que me conviene en el momento.
—Cómo fuiste al Hub? ¿En taxi?
—Con la bici. La noche que lo maté, fui con la bici hasta la dársena, le dejé allí, llamé a un taxi desde una cabina y lo cogí para ir al Hub.
—¿Cómo sabías que Daggett estaría allí?
—Porque volvió a llamar y le dije que iría.
—¿No se dio cuenta el martes por la noche de que ibas disfrazado?
—¿Cómo iba a saberlo? No me veía desde antes del juicio. Yo tendría entonces doce o trece años y además estaba gordo. Tenía intención de matarle aunque se diera cuenta, y una vez muerto, ¿quién iba a saberlo?
—¿Qué es lo que falló?
Arrugó el entrecejo.
—No sé. Bueno, sí lo sé. El plan era perfecto. Fue otra cosa. —Me miró a los ojos; era un quinceañero total y la peluca rubia no hacía sino suavizar y dilatar un rostro casi informe a causa de su juventud. Delgado, de piel clara y con aquella sonrisa de dulzura bailotéandole en los labios carnosos, me di cuenta de que podía pasar perfectamente por una mujer. Miró hacia la calle y por un momento pensé que iba a saltar.
—Cuando tenía ocho años me regalaron unos ratoncitos blancos —dijo—. Eran preciosos. Los guardaba en una de esas jaulas que tienen una rueda y una botellita boca abajo. Mi madre creyó que no sabría cuidarlos, pero lo hice. Corté varias tiras de papel y con ellas les hice una cuna. Tuvieron crías más pequeñas que esto. —Me enseñó la uña del meñique—.
—Sin nada de pelo —prosiguió—. No eran más que bichitos con dientes. Un fin de semana nos fuimos de la ciudad y al volver vi que el gato había aprovechado mi ausencia. Había tirado la jaula de la mesa y los ratones habían desaparecido. Supongo que se los comería a todos; menos a uno, que se había escondido entre las tiras de papel. El agua se había derramado, había empapado el papel y el ratoncito cogió una pulmonía o algo parecido, porque jadeaba como si no pudiera respirar bien. Procuré que entrara en calor. Estuve cuidándole durante horas, pero no hacía más que empeorar. Entonces pensé que lo mejor era… bueno, matarlo, para que dejara de sufrir.
Se inclinó hacia delante balanceando las piernas.
—No lo hagas —murmuré llena de miedo—. Termina de contármelo. Quiero saber qué pasó después.
Se me quedó mirando y dijo con dulzura:
—Lo tiré a la taza del lavabo. Fue lo único que se me ocurrió. No iba a darle un pisotón y pensé que lo mejor era tirarlo. Ya estaba medio muerto y me dije que si conseguía que dejara de sufrir, en el fondo le haría un favor. Pero antes de tirarlo, aquel bichito sin pelo se puso a patalear. Parecía muerto de miedo y quería escapar, como si supiera lo que iba a sucederle… —Hizo una pausa para restregarse los ojos—. Daggett hizo lo mismo y no consigo olvidar su expresión. La veo a todas horas. ¿Entiendes? Se dio cuenta. Pero a mí me importó un bledo. Era lo que yo quería. Quería que supiera que la rubia era yo y que su vida no valía una mierda. Creí que no le importaría. Sólo era un vagabundo borracho y había matado a mucha gente. Tenía que morir. Tenía que alegrarse de morir. ¿No lo comprendes?, yo iba a poner fin a su sufrimiento, ¿por qué iba a resistirse? —Guardó silencio durante unos segundos y expulsó todo el aire que retenía en los pulmones—. En fin, eso es lo que pasó y desde entonces no puedo conciliar el sueño. No consigo quitármelo de la cabeza y ya no puedo más.
—¿Y Billy? Creo que te reconoció al verte en el entierro.
—Sí, pasó algo raro. Daggett le importaba una mierda, pero pensó que si mantenía la boca cerrada conseguiría algo de dinero. Por mí, se lo habría dado todo, pero no me fiaba de él. Tenías que haberle visto. El muy bocazas no hizo más que amenazarme. Pensé que cualquier noche se iría de la lengua y que acabarían por empapelarme por su culpa.
El borde de la hornacina empezaba a clavárseme en el culo. Me sujetaba con tanta fuerza que el brazo se me estaba durmiendo, pero no me atreví a soltarme. Ignoraba cómo íbamos a salir de allí, pero me dije que más me valía hablar que estar callada.
—Yo maté a un hombre en cierta ocasión —dije. Quise seguir hablando, pero me quedé atascada. Apreté los dientes para mantener cerrada la trampilla de los remordimientos. Fue una sorpresa comprobar que, después del tiempo transcurrido, seguía resultándome doloroso pensar en aquello.
—¿Adrede?
Negué con la cabeza.
—En defensa propia, pero es lo mismo.
Me sonrió con dulzura.
—Podemos tirarnos juntos, si quieres.
—No digas tonterías. No tengo intención de saltar y no quiero que lo hagas tú tampoco. Sólo tienes quince años y podrías hacer infinidad de cosas.
—Eso es lo que tú dices.
—Tus padres tienen dinero. Podrían contratar a Perry Mason si quisieran.
—Mis padres están muertos.
—Bueno, pues los Westfall. Tú ya me entiendes.
—Kinsey, he matado a dos personas, y en primer grado porque lo hice con premeditación. No tengo escapatoria.
—Tienes la misma que el cincuenta por cien de los asesinos de este país —dije con vehemencia—. Hostia, si Ted Bundy sigue con vida, ¿por qué tienes que morir tú?
—¿Quién es Ted Bundy?
—No importa. Un tío que hizo algo mucho peor que lo tuyo.
Medité un momento.
—No resultaría. Lo que he hecho es muy grave y sería inútil.
—La utilidad no existe de antemano. Hay que inventarla.
—¿Quieres hacerme un favor?
—Está bien. ¿Cuál?
—Despídeme de mi tía. Quise dejarle una nota, pero no tuve tiempo.
—¡Joder, Tony, déjala en paz! Ya ha tenido bastante.
—Ya lo sé —dijo—, pero cuenta con tío Ferrin y entre los dos lo superarán. En el fondo les estorbaba, no sabían qué hacer conmigo.
—Ahora caigo. O sea que lo tenías todo preparado, ¿eh?
—Pues sí, ¿pasa algo? Me he documentado bien y no es tan anormal. Todos los días se suicida algún joven.
Bajé la cabeza sin saber qué decirle.
—Tony, por favor —dije por fin—, lo que me cuentas no son más que fantasías sin sentido. ¿Sabes lo asquerosa que me parecía la vida cuando tenía tu edad? No hacía más que llorar y todo me parecía una mierda. Yo era fea, parecía un palillo, estaba sola y me sentía furiosa. Creía que nunca saldría de aquella situación, pero lo conseguí. La vida es despiadada, es una experiencia dolorosa, pero ¿y qué? Enfréntate a ella, resiste y volverás a sentirte bien, te lo juro por Di os..
Ladeó la cabeza y se me quedó mirando sin pestañear.
—No, para mí se ha acabado todo. Estoy demasiado hundido. Ya no aguanto más.
—Tony, todo el mundo tiene temporadas buenas y temporadas horrorosas. La alegría es como todo, va y viene. No tienes más que esperar. Hay personas que te quieren, personas que pueden ayudarte.
Negó con la cabeza.
—No puedo. Es como si hubiera hecho un pacto conmigo mismo y lo tengo que cumplir. Ella lo entenderá.
Se me estaba acabando la paciencia.
—¿Quieres que le diga eso? ¿Que te tiraste de aquí porque hiciste un pacto de mierda contigo mismo? —Vi que la indecisión empezaba a pintársele en la cara. Le presioné con más suavidad—. ¿Quieres que le cuente que estuvimos aquí de cháchara y que fui incapaz de quitártelo de la cabeza? No voy a consentirlo. Le destrozarías el corazón.
Se contempló las piernas con ojos ausentes mientras se le coloreaban las mejillas como suele ocurrirle a los adolescentes cuando no se atreven a llorar.
—Esto no tiene nada que ver con ella. Di le que fui yo y que le estoy muy agradecido por todo. La quiero mucho, pero se trata de mi vida, ¿entiendes?
Guardé silencio mientras pensaba qué haría a continuación.
La cara se le iluminó y me enseñó el índice.
—Me olvidaba. Tengo un regalo para ti. —Se giró, al hacerlo se soltó de la antorcha e instintivamente alargué la mano para sujetarle. Se rió de mi reacción—. Tranquila. Sólo quiero coger esto que tengo aquí detrás.
Miré lo que había cogido. Tenía mi 32 en la mano. Me la alargó para que la cogiera, pero se dio cuenta de que yo tenía ambas manos ocupadas.
—Está bien —dijo con amabilidad—, mira, aquí te la dejo. —La puso en la base de la hornacina, detrás de la antorcha de adorno a la que estaba sujeta.
—¿Cómo la cogiste? —Ganar tiempo, ganar tiempo.
—Utilizando la cabeza, igual que con todo lo demás. Le diste a tía Ramona una tarjeta con tu dirección particular. Fui con la bici y esperé a que llegaras. Mi intención era llamar a tu puerta y presentarme en plan educado, como hacen los chicos buenos que van bien vestidos y se cortan el pelo cuando se lo mandan. En plan inocente. Ignoraba cuánto sabías y pensé que podría tirarte de la lengua con un poco de ingenio.
Vi tu coche y estuviste a punto de detenerte, pero pasaste de largo. Tuve que pedalear como un negro para no perderte de vista, dejaste el coche en la playa y aproveché la ocasión para registrarlo.
—¿Mataste a Billy con mi pistola?
—Sí. Era práctica y yo necesitaba algo rápido.
—¿Cómo supiste lo del silenciador?
—Por un compañero de clase. También sé fabricar una bomba con un trozo de cañería —dijo. Suspiró—. Ya falta poco. El tiempo se acaba.
Miré hacia la calle. Arriba estaba anocheciendo, pero la acera estaba iluminada y las galerías de enfrente rutilaban como una feria. Dos personas nos miraban desde la otra punta de la calle, pero ignoraba si se habían percatado de lo que pasaba. Podían tomarnos por especialistas de una película que se estuviera rodando. Miré a Tony, pero no parecía haberse dado cuenta. El corazón volvió a latirme con fuerza y noté que el pecho me ardía y se me ponía rígido.
—Me canso —dije por decir algo—. Quiero salir de aquí, pero no puedo sin ayuda. ¿Me echas una mano?
—Desde luego —dijo. Pero se detuvo y se puso en tensión—. No será un truco, ¿verdad?
—No —dije, pero la voz me tembló y la mentira me cortó la lengua como una navaja de afeitar. Tengo gracia y facilidad para mentir, y lo hago con ingenio y dotes de persuasión, pero allí arriba no pude y se me notó. Vi que se preparaba y lo sujeté clavándole las uñas, pero se soltó de un manotazo. Fui a agarrarle otra vez, pero ya era demasiado tarde. Lo vi saltar y caer. Durante una fracción de segundo pareció flotar como una hoja de árbol, pero no tardó en desaparecer de mi ángulo de visión. No volví a mirar hacia abajo.
Me pareció oír el alarido de una sirena, pero salía de mi garganta.
Envié a Barbara Daggett una factura que ascendía a 1.040 dólares y me mandó un cheque a vuelta de correo. Ya casi es Navidad y hace seis semanas que no duermo bien. He pensado mucho en Daggett y ahora pienso de otro modo a propósito de cierto detalle. Creo que sabía lo que pasaba. Puede que Tony pasara de lejos por una mujer, pero de cerca parecía exactamente lo que era: un chico que jugaba a disfrazarse y que todo lo que tenía de astuto lo tenía también de imprudente. No creo que engañara a Daggett. Lo que no sé es por qué quiso seguir con el juego. Si se tragó el cuento de Billy, tal vez pensara que de un modo u otro podía darse por muerto. Acaso pensara que le debía a Tony aquel último sacrificio. No lo sabré nunca, pero me gusta más así. El alma humana contrae a veces deudas tan monstruosas que sólo pueden pagarse con la vida. Puede que en el presente caso se hayan satisfecho todas por fin… todas salvo la mía.
Atentamente,
Kinsey Millhone
Fin