ME GANÉ EL TÍTULO DE ABUELA
Publicado en
noviembre 03, 2017
En el mundo del indígena norteamericano, ser abuelo tiene poco que ver con la edad o la progenie. Es un título que hay que ganarse.
Por Patriccia Nell Warren.
A MI llegada al Campamento, en junio de 1982, tenía yo 46 años; era divorciada, sin hijos, y me deprimía sentir que estaba envejeciendo.
Había dejado que mi cuerpo se deteriorara; había engordado mucho, yo, que antes era atlética; las facciones se me marchitaban y el pelo se me estaba poniendo gris. Lo peor de todo era que ya no me interesaba nada ni nadie.
Era, pues, hora de cambiar... o morir.
Por tanto, había renunciado a mi empleo de redactora de una revista, vendí mi casa de Nueva York, adquirí una camioneta con remolque para acampar, y emprendí el camino del cambio.
El Campamento está escondido en una remota zona de las montañas Rocosas. Consta de unas cuantas casitas, unas tepees (tiendas típicas de los indios pieles rojas), unas tiendas de lona, casas remolque y camiones, todo ello diseminado por cuarenta kilómetros de cedros y grandes abetos. Las personas que lo habitan —todos indvidualistas— constituyen una mezcla de razas: indios, blancos y mestizos, así como orientales, descendientes de hispánicos y negros. La mayoría son lo que los indios estadunidenses llaman "gente de medicina", o curanderos.
Los forasteros conocen a la pequeña comunidad (templo, universidad y centro de salud, todo a la vez) con el nombre de Campamento del Guardián del Escudo. Para los residentes, es el Círculo de la Madre Sagrada. No se hace publicidad. Pero, como en los viejos tiempos, en que los campamentos como este eran muy comunes, la gente encuentra el camino que trae hasta aquí para buscar las enseñanzas y los medios curativos que la ayudarán a gobernar su existencia.
Siempre había sentido un interés académico por "la Medicina", como los pieles rojas llaman a cuanto se relaciona con lo sagrado. Pero cuando empecé a ver en el espejo mi propia muerte, resolví que era hora de dejar de ser estudiosa para empezar a ser una persona real. Un primo mío acababa de mudarse al Campamento, y me sugirió que aquel era el sitio que me convenía. Así pues, aquella tarde estival entré en el Campamento en mi polvorienta camioneta con remolque.... sólo de visita, según pensaba entonces.
Acudió a saludarme el Guardián del Escudo.* "¡Ho, mi nieta!", me dijo. "¡Bien venida!" Era un hombre de baja estatura, de unos sesenta años, de sonrisa torcida y sincera.
Todo el mundo daba al Guardían del Escudo el tratamiento de "Abuelo". Tenía nietos propios, pero se consideraba el abuelo de todos, y tomaba este papel muy en serio.
Como el Guardián del Escudo, todos en el Campamento llevaban un nombre de "Medicina", que reflejaba la personalidad y el tipo físico de cada cual. Allí estaban: Lobo que Camina por la Tierra, Espejo del Halcón, Cazador de Sueños, Portador del Fuego y Alondra del Prado. Con el tiempo llegaron a conocerme como la Mujer Tejón... a causa de mi áspero carácter, y por mi costumbre de andar desenterrando datos para mis escritos.
En todo aquel invierno, mi remolque permaneció en las tierras del Guardián del Escudo. En la primavera decidí quedarme a vivir allí. Compré una hermosa parcela que me gustó. El área se había desmontado con descuido, y había allí árboles jóvenes derribados y marañas de ramas por todas partes. Limpié bien aquel caos y planté muchos árboles nuevos. Conforme avanzaba mi labor, advertí que también estaba plantando curación en el interior de mí misma.
Un día fui a ver al Abuelo y le pregunté:
— ¿Cómo puedo aprender más acerca de curar a mi Yo?
Me sugirió:
—Consigue una manta de Medicina, símbolo de lá curación con que envolvemos al Yo, y tabaco, y llévaselos a Alondra del Prado. Ella es una joven sabia. Dáselos como homenaje, y dale el tratamiento de "Abuela".
Así lo hice: compré una manta roja, de lana, y un paquete de tabaco para pipa. Luego, fui a ver a Alondra del Prado, a su tepee. "¡Ho, Abuela! He venido a honrarte, y a pedirte que me enseñes", le dije.
Mientras le echaba la manta sobre los hombros, Alondra del Prado permaneció quieta, muy digna. Al mirarla a los ojos grises directamente, me di cuenta de que acababa de llamar "abuela" a una muchacha de veintiún años.
Pero yo era una ignorante, y ella era sabia, y tenía mucho que enseñarme, ¿verdad?
En las semanas siguientes aquella muchacha dio pruebas de gran sensibilidad y destreza al tratar con mis lóbregas actitudes de mujer de 46 años. Me enseñó a mirar de frente y con sinceridad los temores que yo había permitido enseñorearse de mi Yo: el miedo al fracaso, el miedo a que me rechazaran, el miedo a buscar nuevos vínculos sentimentales, el temor a la vejez y a la muerte. Y, sobre todo, el miedo a responsabilizarme del todo por mi propio Yo.
En el mundo del piel roja, el concepto de "abuelas" y "abuelos" está arraigado en los Poderes del Universo. Cuando oramos con nuestro Sagrado Yo, reconocemos que estos Poderes —las estrellas, el Sol, la Tierra, las plantas y animales— son parte de ese Yo. "!Abuelas y abuelos!", los invocamos. "Vosotros sois nuestro poder para ver, para soñar, para confiar en la vida, para saber y actuar. ¡Os pedimos vuestro auxilio en estas cosas!"
Nos llena de reverencia comprender que el árbol a cuya sombra nos sentamos es, literalmente, nuestra abuela. Las plantas nos alimentan, nos albergan y nos proporcionan ropa, medicinas y libros, tal como lo hace nuestra genética familia humana.
A medida que pasaba el tiempo, el poder de estas antiguas enseñanzas empezó a ayudarme a cambiar mis actitudes. Y comencé a ver que ser abuela o abuelo tenía poca relación con la edad, y mucha relación con la sabiduría.
Advertí poco a poco que los términos "abuela" y "abuelo" pueden constituir los tratamientos más respetuosos y cariñosos que es posible dar a otra persona. Un abuelo puede encarnar en una persona mayor, o simplemente en alguien que nos ha auxiliado. Tales personas se ganan el título porque dan algo a los demás.
Los indios pieles rojas emplean también los términos "tío", "tía", "padre", "madre", "hermano", "hermana", según los sentimientos que la persona les inspira. Alondra del Prado dio en llamarme "Tiíta Tejón", y pronto el Campamento entero me llamaba así. Pero todavía me hacía la pregunta: ¿Tenía yo algo digno de dar?
Sucedió que una noche invernal una de las casas del Campamento se incendió. En pocos minutos, las llamas, rugiendo, se alzaron por encima de los pinares, iluminando las faldas de las montañas.
Las semanas siguientes, la familia sin hogar sufrió terribles penalidades, mientras, con el auxilio de enseñanzas de "Medicina", rehacía su vida en un remolque alquilado. Al unirme al resto del Campamento para ayudar (atender a los niños, llevar y traer recados, ayudar a despejar la extensión que arrasó el fuego) comencé a librarme de mi vieja mente lóbrega y egoísta, y a tomar posesión de mi nueva mente, altruista y generosa.
Y empecé a cambiar. Perdí los kilos que me sobraban. Mi voz tenía un nuevo timbre animoso, y en mi andar se advertía un nuevo garbo. Un día, Alondra del Prado me dijo: "¿Sabes, Tiíta? Te estás convirtiendo en un importante ejemplo para los jóvenes. Te miramos y pensamos: Si la Tiíta Tejón puede hacerlo, también podemos hacerlo nosotros". La abracé. ¡Qué bueno era vivir!
En junio, el Campamento me dedicó una fiesta de cumpleaños. Cumplía los 47, y me enorgulleció reconocerlo. Y luego llegó para mí el día en que debía partir en busca de mi primera visión. Desde hace milenios, los pueblos nativos de Norteamérica han partido en busca de visiones, como medio para renovar los poderes personales y lograr el desarrollo espiritual. Muchos todavía suelen hacerlo en nuestros días.
Muy lejos del Campamento, en un despoblado cañón, descubrí un peñón gigantesco a orillas de un torrente. Al lado de una grieta, tres metros por arriba de los rápidos, se erguía una vigorosa encina, una verdadera abuela del encinar. Allí, en el peñón, hice un círculo de piedras, de dos metros y medio de diámetro. Durante tres días no me moví para nada de aquel sitio, entregada a meditar y a orar. "¡Abuelas y abuelos!", clamé audazmente dirigiéndome a todo el universo, "¡llamo a todos mis viejos temores a concentrarse en este círculo, para que pueda yo combatirlos y derrotarlos!"
Y mis temores acudieron.
Los días eran mágicos. Libélulas y mariposas revoloteaban en torno mío, en tanto que las águilas se cernían majestuosamente sobre mi cabeza, allá, en las alturas. Pero aquellos días espléndidos tenían un sombrío propósito: el de prepararme para mis batallas nocturnas.
Por las noches, el cañón cobraba vida con ruidos aterradores: unas veces eran notas graves, como de órgano, que sacudían las rocas; otras, eran agudos chillidos, tan intensos, que me obligaban a taparme los oídos con las manos. Extrañas formas caminaban por la ribera, cerca de mi peñón. Sentía terror, pero me mantenía firme como un tejón, con las garras preparadas para el ataque.
La noche del tercer día tuve un sueño de impresionante realismo. Una criatura, parecida a una momia, apareció en vuelo rápido e intentó penetrar en mi círculo de piedras. Su rostro arrugado y sus dientes pelados eran como las visiones de los filmes llamados de terror. Pero bien sabía yo que, aun en sueños, aquel monstruo constituía el reflejo de todos mis temores; la manera en que, en otro tiempo, había elegido para ver mi propio Yo.
Por tanto, luché contra el monstruo cuando se esforzaba en penetrar a mi círculo. Mas de pronto advertí que, en vez de impedirle entrar, debía invitarlo a permanecer dentro de él. Así podría cambiarlo, tal como ya había transformado a mi propio Yo.
Al tiempo que tomaba esta resolución, el monstruo se transformó en una hermosa joven, que llevaba un vestido de hierbas y hojas.
La aparición me susurró dulcemente: "Sí; aparezco tal como tú escoges verme. La elección te pertenece siempre a ti misma".
En eso, desperté, alcé los brazos hacia el cielo estrellado y grité: "¡Abuelos y abuelas, os rindo mi homenaje! ¡Ahora, yo también soy abuela!"
¿Qué es, pues, una abuela? Para ser abuela o abuelo, no basta tener un buen concepto de uno mismo. Debemos dar algo. Dar nuestros conocimientos de aritmética al hijo del vecino, al que se le dificultan las matemáticas. Dar libros a las personas que tienen necesidad de ellos. Dar nuestra atención y nuestro respeto a los ancianos de existencia solitaria.
Todo el mundo tiene algo que dar... aunque sólo sea un poco de su tiempo. Y hagamos nuestras dádivas personalmente. Abracemos a las personas a quienes damos algo. Porque, si comprendemos claramente que ya somos abuelos, la persona a quien damos algo nos reconocerá, ella también, como miembros de su familia. Esto constituye un poder curativo para los sentimientos de aislamiento e inutilidad que hoy día afligen a muchas personas.
No hace mucho, alguien me dio el tratamiento de "abuela" por primera vez. Mi reacción inmediata fue exclamar: "¿Quién?... ¿Yo?" Pero fue muy grata la sensación. ¡Yo, a mis 48 años de vida y soltera, oírme llamar abuela!
*Se han cambiado todos los nombres.