ALUNIZAJE (Lester del Rey)
Publicado en
octubre 19, 2017
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El cuerpo de Grey estaba cubierto de un sudor frío, que resbalaba desde sus sobacos y se condensaba en gotitas sobre su cuerpo. Se agitó en su saco, gimiendo suavemente. Debió de despertarle el sonido de su propia voz, porque salió de su sueño, en el que caía de manera interminable hacia una conciencia creciente. La sensación de caída persistía. Esbozó un gesto instintivo y frenético, buscando algo a qué asirse. Sus manos encontraron el flojo tejido del saco. Hizo una mueca.
Aun antes de tocar la trama, la reacción de sus movimientos debió de aclararle dónde se encontraba, cuando su cuerpo chocó contra la parte opuesta de la superficie del saco. Aquello era el espacio. La gravedad había quedado muy atrás, salvo por los delicados dedos que ahora se acercaban cautelosamente desde la Luna y le empujaban de nuevo hacia la parte superior del saco. Por unos segundos, permaneció allí, sonriendo apenas al recordar los cuentos que había leído, según los cuales la falta de gravedad hacía latir agitado el corazón o contraerse el estómago. Pero el espacio no era así. Ahora lo sabía y, en realidad, debió de haberlo sabido antes. Se parecía muchísimo a los primeros momentos de la caída libre, antes de abrirse el paracaídas, como una sensación de paz, al comprender que no había peligro. Y el corazón se veía liberado de parte del esfuerzo necesario y se ajustaba a un latido tranquilo y fácil, mientras que el estómago controlaba la situación. No era la falta de gravedad, sino sus modificaciones, lo que provocaba el mareo.
Por supuesto, notaba en los oídos una sensación extraña… una sensación de mareo, que aumentaba poco a poco a medida que los líquidos internos quedaban libres del tirón de la gravedad. No obstante, las horas en la cámara de aclimatación surtieron su efecto, y el malestar pasó pronto. La mayor dificultad consistía en la adaptación mental precisa para superar la costumbre de tener algo debajo y considerar las seis paredes iguales. Una vez logrado, el espacio se convertía en una cosa muy agradable.
Con la escasa energía necesaria para moverse allí, tendió la mano y abrió la cremallera que había sobre él. Salió culebreando de su saco de dormir y bajó hasta el suelo, sujetándose a las cuerdas adosadas a las paredes y que servían de agarraderas. La cámara, pequeña y cargada con los olores de los cuerpos humanos colgados en otros tantos sacos apoyados contra las paredes, resonaba a causa de los ronquidos de Wolff y el silbido del aire acondicionado.
Uno de los sacos se abrió, y Alice Benson asomó la cabeza, sonriéndole con calma.
—¿Es usted, Grey?
¿Por qué al mirarla le abandonaba la impaciencia que debería sentir?
Demasiado vieja y frágil para embarcarse en un viaje semejante, sobre todo porque nada parecía justificar su presencia, la total normalidad de su conducta en tales condiciones resultaba extrañamente tranquilizadora. En la atiborrada y maloliente cabina de la Polilla Lunar, su porte conservaba una distinción que, según sospechaba él, ocultaba el sentimiento de urgencia que la invadía a veces.
—Sí, señora.
Los escasos modales que había aprendido salían a la superficie cuando se veía ante ella.
—¿Por qué no duerme? —se interesó.
Ella meneó la cabeza. Un asomo de sonrisa arqueó las comisuras de su boca.
—No podía, hijo. He vivido demasiados años con algo bajo mis pies para adaptarme tan bien como vosotros, los jóvenes. De todas formas, tiene sus compensaciones. Nunca había descansado tan bien, ni dormida, ni despierta. ¿Le apetece un poco de café?
Él asintió, acercándose con precaución gracias a las cuerdas que le servían de asidero, mientras que Alice Benson sacaba un termo de un armario y reemplazaba el tapón por otro con dos pajillas incrustadas. Sobre sus cabezas, Wolff seguía roncando y gargarizando de un modo muy desagradable. La mujer miró disgustada hacia su saco, pero no dijo nada. Grey tomó agradecido el café, sorbiendo lentamente por una de las pajillas. Las tazas hubiesen sido más que inútiles, ya que los líquidos, negándose a caer, formaban burbujas redondeadas, que conservaban su forma gracias a la tensión superficial.
—Ralston fue ya a encargarse de las máquinas —explicó ella, respondiendo a la mirada de Grey hacia el saco vacío—. Y June sigue en la cabina de mando. Los demás duermen. Puse un sedante en su caldo para que no despertaran durante el aterrizaje. Yo también tomaré un sedante suave cuando inviertan la marcha. No tendrán que preocuparse por nosotros.
Grey apuró el café y le devolvió el termo, con una sonrisa de agradecimiento. Luego, se volvió hacia la angosta escotilla que llevaba a la cabina de mando. Un tirón a las cuerdas le envió deslizándose por la escotilla, aunque tuvo que guiarse apoyando una mano en la pared, antes de controlar su impulso en la parte inferior y abrir dificultosamente la portezuela. En el interior, June Correy, inclinada sobre la pantalla de observación, observaba por el pequeño telescopio, tomando notas en una libreta. Entró en silencio, sin molestarla, y se instaló en el acolchado asiento de control, sacando un cigarrillo.
June le miró nerviosa cuando llegó hasta ella el olor del tabaco y, por un breve instante, hubo algo más que mero desprecio en sus ojos. Unos ojos bonitos…, al menos cuando ella lo deseaba. Grey había visto ardor y coraje en ellos cuando el dificultoso despegue había inquietado a los demás. Pero para él sólo había una mirada que le recordaba invariablemente sus treinta y cinco kilos de peso y su metro cuarenta y cinco de estatura. Le sonrió, recorriendo con la mirada su esbelto cuerpo de un metro cincuenta, hasta los cabellos color de miel, reconociéndole en su pensamiento la belleza y sabiendo que ella la aprovechaba sin escrúpulos para lograr sus fines. El hecho de que él fuera exteriormente inmune a sus encantos no aumentaba el cariño que la chica le otorgaba.
Encogiéndose de hombros, June volvió a la pantalla de observación, fingiendo ignorar el humo que flotaba hacia ella, aunque las aletas de su nariz vibraron de modo casi imperceptible. Habituada a un paquete diario, sin duda se había fumado los cinco cigarrillos del racionamiento en unas horas.
—¿Un pitillo, Zanahoria?
—No me gusta abusar de los enanos.
Pero sus ojos se volvieron involuntariamente hacia el cilindro blanco que sostenía la mano de Grey.
—Ración de aterrizaje, especial para el piloto jefe —dijo éste, lanzándoselo—. Me concedieron un paquete entero para el momento del aterrizaje, por si necesitaba calmarme los nervios. Teniendo en cuenta tu grado técnico, no lo mereces, pero mi caballerosidad no soporta el sufrimiento femenino. Fúmatelo y deja de gemir.
El gruñido de ella fue muy elocuente, pero el cigarrillo ya estaba encendido. Cuando se recostó, había menos hostilidad en sus ojos.
—¡Caballerosidad! No conoces el significado de esa palabra.
—Quizá no. Hasta ahora, nunca había tratado a mujeres menores de sesenta años, de modo que no sé… Es verdad, no me mires así. Por lo que alcanzo a recordar las chicas me han acogido siempre como un veneno, cosa que no me molesta… ¿Nerviosa?
—Un poco. —Miró de nuevo a la pantalla—. La Tierra no parece tan amistosa desde aquí arriba. Y no consigo olvidar a Swanson. Debe de haberse estrellado, ¿no? ¿Estarán vivos, aún?
Grey meneó la cabeza. Aparte de la exploración, su expedición llevaba la misión de rescatar a Swanson, y sus dos hombres, si quedaba alguno con vida. Ochenta días antes, se había encendido la doble bengala de oxígeno y magnesio prevista para señalar un accidente, y las provisiones que llevaban no sobrepasarían el mes.
—Tal vez si sus provisiones no sufrieron ningún daño. Se aguanta mucho cuando no hay más remedio. Que hayan intentado salir antes de nuestra llegada depende de si esperaban o no que les rescatasen… Voy a invertir la marcha. ¿Te quedas?
June asintió. Grey levantó el pequeño teléfono que conectaba con la sala de máquinas.
—¿Ralston? Dispóngase a girar. ¿Los giróscopos están preparados? ¿Y la energía? Muy bien, ajústese el cinturón.
Y diciendo esto, se abrochó el suyo, al tiempo que June Correy se sentaba a su lado y le imitaba. Una última mirada al cronómetro, y Grey tendió la mano hasta la palanca del giróscopo, empujándola hacia abajo.
La Polilla se detuvo lentamente, dejando caer de mala gana su cola. A través de la pantalla de observación que tenía delante situada en paralelo con los tubos de escape de los cohetes, Grey vio alejarse el pequeño balón que era la Tierra, hasta desaparecer de la vista. Los segundos transcurrían con lentitud, mientras los giróscopos reaccionaban, dando mil vueltas para que la Polilla diera media, ya que la relación entre su masa y la de la nave se reducía a medio kilo por tonelada. En el espacio no se precisaban maniobras súbitas. En cambio, importaba muchísimo ahorrar peso, aun cuando el combustible atómico proporcionaba la energía necesaria. Al fin, la rugosa superficie de la Luna apareció a un lado de la pantalla, y Grey apagó todas las luces de la cabina, enfocando el brillante visor de aquélla. Volvió a maniobrar los controles de los giróscopos, desplazando poco a poco la nave, hasta que el punto elegido quedó justo en el cruce de las líneas de la pantalla. Satisfecho, soltó la palanca.
—¡Buen trabajo, medio litro! No lo haces mal cuando se trata de trabajos delicados…
June había hablado en tono gruñón, pero él reconocía la justicia de sus palabras y las aceptó en lo que valían.
—¡Hum! Supongamos que pones en marcha la radio y llamas a la Tierra. Tan pronto como intensifique el chorro, te resultará imposible. El campo que se cree interferirá tu señal. ¿Sabes lo que tienes que decir?
—¿Después de trabajar cinco años en la agencia de noticias? No seas tonto. ¿De cuánto tiempo dispongo?
—Unos diez minutos.
—Bien. ¿Quieres enviar algún mensaje? ¿Amigos, parientes? Incluiré unas palabras en tu honor, si quieres. Para compensar el cigarrillo.
Ya estaba accionando la palanca de la radio, adelante y atrás, con objeto de dar la máxima potencia a las baterías. Así, la emisión atravesaría el espacio en forma de ondas ultracortas, capaces de integrar un rayo razonablemente compacto.
—Ni amigos, ni parientes, ni mensajes. Una vez tuve un perro, pero murió. Será mejor que lo olvidemos.
Grey, por su parte estaba calculando velocidades y distancias, sirviéndose de sus escasos instrumentos y la tosca guía que le proporcionaba la imagen de la Luna, sabiendo que los cálculos efectuados en la Tierra eran mucho más exactos que los que él podía hacer, pero sintiendo la necesidad de comprobarlos, para su propia satisfacción.
June apartó la vista de la radio, mostrando un destello de curiosidad.
—Sabía que eras un tipo raro, Grey, pero no que fueras también misántropo.
—No, no soy un misántropo. Sólo que la gente no piensa como yo. Quizá porque nadie escribió nada sobre mis páginas en blanco. Todo lo que hay en ellas lo garabateé por mí mismo.
Se pasó una mano por el cabello de un gris acerado apartándolo de sus fríos ojos grises y sonriendo ante la imagen mental que se había forjado de su propia persona. Un ser fuera de todas las normas, ya que una piel humana sana no toma al tostarse ese color castaño oscuro sobre fondo gris, que le daba un tono uniforme.
—No hagas preguntas personales, Zanahoria, porque no podré contestarlas. Soy un amnésico. Mi madre fue una psicóloga de setenta años; mi padre, una enciclopedia, y mi escuela, la angustia de ganarme la vida.
No veía la cara de su compañera pero, cuando ella habló, en su voz no se advertía la piedad ni la sensiblería que estaba habituado a esperar cuando mencionaba los hechos.
—¿Y entonces, cómo elegiste venir?
—Ni siquiera lo sé. Supongo que por capricho… ¿Terminaste ya? En ese caso calla mientras intento que esto empiece a descender. La Luna no presenta muy buen aspecto, pero en algún lado encontraremos una zona nivelada para apoyar nuestro trípode. ¡Adelante, Ralston! ¡Con suavidad!
Los dedos largos y sensitivos de Grey se dirigieron a las clavijas que controlaban la acción del único tubo. Interrumpió los circuitos, dejando que se calentara, y dio después la enorme potencia necesaria para hacerlo arrancar, antes de realizar las maniobras normales. Una lucecita roja parpadeó en el panel. Grey se echó hacia atrás, aumentando poco a poco la potencia, mientras que el borde de la pantalla más próximo al tubo se iluminaba con un suave resplandor azul y un vago brillo aparecía en derredor suyo. La infernal raya azul del escape de los cohetes fulguraba detrás de ellas… Delante, mejor dicho, ya que la llamada base de la nave se dirigía siempre hacia el punto de destino cuando se conectaba la energía de desaceleración. De llevar cohetes en ambos extremos, o a los lados, no se hubiera logrado controlar el peso. La aguja del gravígrafo comenzó a subir: desaceleración de un cuarto de gravedad, de media luego, una gravedad entera les golpeó por detrás.
La sensación de peso se abatió sobre Grey, provocando en su estómago una retardada sensación de náusea para la que se encontraba totalmente desprevenido. Por fortuna, fue momentánea. El ritmo de su corazón se aceleró a causa del esfuerzo rutinario por igualar presión y circulación y se regularizó en seguida, adaptándose a la fuerza de la gravedad. Pasó el paquete de cigarrillos a Correy, que encendió también uno para él. Hablar hubiese sido inútil en tanto se filtrase el rugido del cohete, martilleando sus oídos. Tal vez en teoría un cohete debería ser silencioso, pero éste en verdad que no lo era. Desde ahora hasta el momento de iniciar el verdadero aterrizaje, sólo se trataba de permanecer sentados en silencio, aguardando a que la ciega aceleración de la nave se redujera y disminuyera la distancia con un mínimo de atención por su parte. Se recostó, fumando perezosamente, sumido en sus pensamientos, reuniendo sin emoción sus recuerdos, estimulado por las anteriores palabras de Correy.
Según parece, ningún niño recuerda su primera infancia al llegar a la edad adulta. En cambio, una mente recién nacida en un cuerpo adulto puede absorber y recordar impresiones a las que no sabe dar nombre. Los ojos conservan su entrenamiento, y aíslan los objetos. Los oídos separan y clasifican los sonidos, aunque carezcan de sentido. Y aún ahora, como si hubiese sucedido un momento antes, recordaba su despertar allí, en la extraña pradera verde, y sus movimientos carentes de finalidad, suscitados por los calambres del hambre. Debajo de él, sus piernas se movieron, pero había olvidado cómo caminar, y tuvo que arrastrarse hasta un arroyo cercano. Acuciante, el llamamiento de la sed era más fuerte que la amnesia. El granjero le encontró allí, medio ahogado a causa de su torpeza. Mientras le conducía hacia la granja, sus piernas comenzaron a aprender de nuevo el difícil arte de sostenerle, aunque estaban débiles y temblorosas.
El médico le había enviado a un psiquiatra. Días más tarde, las palabras empezaron a cobrar significado y las primeras frases volvieron a resultarle familiares. ¡Ah, sí, había aprendido rápido!… quedaban algunos canales neurológicos, aunque débiles, que facilitaron el trabajo de aprender. Le habían dicho que padecía de amnesia… No parcial, sino completa, que había borrado todos sus recuerdos con total determinación. Durante el año siguiente, se dedicó a almacenar en su mente vacía toda la información accesible en las bibliotecas y todas las extrañas relaciones entre los humanos que pudo atisbar. Se vio obligado a pensar a su manera, sin apenas relación con quienes le rodeaban. Esto tenía sus ventajas, claro. Pero no había lugar para amistades en aquella frenética búsqueda del conocimiento. Nunca se dio cuenta, hasta que la psiquiatra murió, de que le mantenían por caridad. Poco después descubrió que la vida se ganaba mediante el sudor de la frente.
Bueno, no había sido tan difícil, considerado en conjunto. Le habían analizado antes y le habían dicho que tenía facilidad para la mecánica, de modo que obtuvo trabajo en la fábrica de aviones de modo casi automático. Los otros hombres miraron al principio con fijeza su extraña figurita y rieron, con bromas bien intencionadas, que se transformaron en rencoroso disgusto ante su falta de respuesta a cosas que no alcanzaba a entender. No obstante, el trabajo le había ido bien. Luego, el deseo de conducir los aviones que construía fue creciendo en su interior, y la escuela de aviación que le acogió después hubo de admitir, de mala gana, su habilidad. Aprender constituía para Grey el único placer, y afrontaba todo lo nuevo con una firme voluntad que no reconocía obstáculos.
Tres años de vuelo en las grandes naves le habían ganado un cierto respeto y hasta una familiaridad exterior con los otros pilotos, además de una reputación de valor que le parecía injustificada. No poseía verdadera audacia. Sólo le faltaba la sensación de tener algo que perder. La vida le parecía extrañamente poco valiosa. No obstante, reaccionaba de manera automática según la antigua ley de la autoconservación cuando se enfrentaba a algún problema.
Hacía dos años que pilotaba cuando las primeras noticias sobre el cohete de Swanson aparecieron en la prensa. Algo que valía la pena intentar, pensó, y, por primera vez, experimentó la vulgar pasión de la envidia. Los demás pilotos habían rodeado el nombre de Swanson de una aureola de leyenda, y su elección por la misteriosa compañía que construía el cohete era totalmente justa. Aun así, Grey sintió celos. Había magia en la idea de navegar fuera de la Tierra, hacia la Luna, magia que agitaba en él extraños sentimientos, nunca padecidos fuera de los fantásticos sueños que le asaltaban a veces.
Y entonces, cuando Swanson encendió las dos bengalas para señalar un accidente, se anunció que una segunda nave sería enviada, en un valiente aunque sin duda inútil intento por rescatar a los tres hombres que ocupaban la primera. Esta vez, sin embargo, no se eligió a dedo a los tripulantes, sino que se procedió a una serie de duras pruebas competitivas entre los pilotos comerciales o privados que se presentaron voluntarios. A la larga, fueron su estatura y su peso y, por consiguiente, la cantidad menor de aire y comida que necesitaba, los que forzaron la decisión en favor suyo. Había otros pilotos tan buenos como él, de reacciones igualmente rápidas, tan capaces de aprender las nuevas rutinas. Sin embargo, ninguno resultaba tan económico para la nave, y la balanza se había inclinado en su favor. El mismo factor se había aplicado al resto de la tripulación elegida, con excepción de Bruce Kennedy, diseñador de la Polilla. Kennedy media casi un metro ochenta, pero June Correy, con su metro y medio, era la más alta de todos los demás. Y aun entre ellos, Grey seguía siendo el más bajo.
Eso no le preocupaba. Al menos en apariencia, carecía de los complejos que los seres humanos suelen sentir en esos casos y, durante las semanas que siguieron, el esfuerzo de prepararse lo mejor posible para la tarea que le esperaba no le dejó tiempo para pensar. Swanson y otros dos hombres estaban allá, en la Luna, faltos de alimento y agua, y del aire decisivo para la vida. Entre tanto, el misterioso promotor de las naves, actuando a través de un trust, apresuraba lo más posible el despegue de la Polilla. En el mejor de los casos, la demora sería muy grande, pero se confiaba aún en que los hombres hubiesen logrado sobrevivir.
Desde luego, la lucha por salvar a aquellos tres hombres, que gozaban ya de una gloria mayor de la que se obtiene en una vida normal, causaba impresión en Grey. Sentía esperanzas por ese extraño grupo de la humanidad. Sin embargo, para él, el factor más importante era que la Polilla debía llegar, ya que no habría más naves… Eso estaba claro. Las naves costaban una fortuna, y no todo el mundo podía ni quería gastar el dinero necesario… Ahora, allí estaba él y, bajo sus dedos, descansaba quizá el futuro de la navegación espacial y, con toda seguridad, la vida de la extraña tripulación que le acompañaba. A sus pies, los pozos y cráteres del satélite, hambrientos, parecían mostrar sus afilados dientes para tragarse aquel presuntuoso insecto, que insistía en osar hacer lo que los hombres no habían sido creados para hacer.
—¡Qué extraño! —murmuró Grey, inclinándose hacia la pantalla, a fin de observar más de cerca la selenografía blanca y negra. Lógicamente, todo lo que hay ahí debajo debería parecerme raro, pero no es así. Ni la mitad de lo rara que me pareció la vieja Tierra la primera vez que la vi en realidad… ¿Eh, qué ocurre?
Correy le apretaba el hombro, zarandeándole y tratando de llamar su atención. La combinación de periodista, operadora de radio y segundo piloto le señaló el casco. Grey gruñó, colocándose sin muchas ganas el incómodo aparato. Había mucho equipo en la Polilla que mostraba al mismo tiempo las prisas del último momento y la falta de fondos. Sin embargo, las cosas importantes se habían hecho a conciencia.
La voz de la muchacha le llegó por los auriculares, ahora que el trueno del cohete se había amortiguado.
—¡Despierta de tus sueños, amigo! ¡Fíjate en ese tubo! Hay algo que no va bien. No estoy segura de oír nada, pero creo que sí. ¡Y no me gusta!
Grey apartó uno de los auriculares y escuchó, orillándose a causa de la concentración. Al principio, no advirtió nada raro. El ruido del escape llegaba zumbando como una gigantesca abeja alrededor de un micrófono, un tumultuoso sh-sh-sh-sh que, gradualmente, se transformaba en algo diferente, un sh-sh-zh-zh-zh-zh-zh un poco cambiante, muy difícil de precisar. Ese cambio no presagiaba nada bueno. Mientras se esforzaba por distinguirlo bien, su intensidad aumentó.
—¡Maldita sea! ¡Ya lo oigo, Correy! ¿Cuánto hace que empezó?
—Ni idea… Lo noté hace un momento, gracias a que escuchaba deliberadamente, tratando de encontrar una bonita descripción para cuando volvamos…, si volvemos. ¿A qué se debe?
—No lo sé, pero tengo mis sospechas. ¡Ralston! ¡Eh, Ralston, corte! ¿Nota algo raro en el sonido del tubo?
Hubo un largo silencio por parte del ingeniero. Luego, se oyó un gruñido por el intercomunicador que podía significar cualquier cosa. Grey volvió a llamar, sin obtener respuesta. Su piel se atirantó, en una reacción que reconocía como una respuesta emocional ante el peligro. Correy empezó a librarse de las correas, obviamente dispuesta a ir en busca del pequeño Ralston, pero Grey denegó con la cabeza, y algo en su aspecto la obligó a dejarse caer sin una palabra en su asiento. Por último, les llegó un ruido amortiguado, seguido por la voz excitada del muchacho, de la que se había borrado la amargura habitual.
—Sí, Grey, pasa algo muy raro. Lo he revisado todo y no depende de mí. No puedo hacer nada. Los motores se alimentan sin problemas, el voltaje y el amperaje no se han desviado una línea, el ionizador marcha de maravilla. Toda la red funciona como es debido. ¿Tiene alguna idea o quiere oír las mías?
—Tengo, aunque confío en haberme vuelto loco. Durante el control de campo, ese tubo no presentaba ninguna anomalía, ¿verdad?
La voz del muchacho les llegó débilmente.
—¿Así que ha pensado lo mismo que yo? Sí, la prueba dio resultado, y Kennedy me aseguró que en teoría todo saldría perfecto, pero… ¿Grey, se estrellaría Swanson por eso?
No se le había ocurrido… En fin, era una idea.
—¡Hum! Tal vez. Oiga, ¿y cómo lo comprobamos?
—No hay manera. Si la cosa empeora en progresión geométrica, señal de que tenemos razón. Los iones están corroyendo el tubo a pesar del campo, afectando a sus propios controles. Cuanto más daño hagan, más rápido será todo. Claro que, si apaga el cohete, le da tiempo para enfriarse y me deja salir con un traje espacial, quizá pueda arreglarlo… He dicho quizá, aunque lo dudo.
—¡Imposible! La Luna está demasiado cerca y llegaríamos antes de que regresara. ¿Y si disminuyésemos un poco la velocidad…? No. No servirá. A la larga, sufriríamos los mismos daños. Tendríamos que cambiar de rumbo y trazar una nueva órbita. El viaje se prolongaría y eso nos causaría más mal que bien. Si seguimos así, ¿cuánto durará?
—Puede adivinarlo tan bien como yo, Grey, pero diría que hora y media.
June les interrumpió. Había alivio en su voz.
—Entonces no hay por qué preocuparse hasta el aterrizaje. Dentro de media hora, habremos llegado.
—Dije si seguimos así —le recordó Grey con brusquedad—. Si esto aumenta, perderemos potencia muy de prisa. Entonces, tendremos que incrementar el combustible, con lo que se producirán más daños, que necesitarán más combustible, y etcétera, etcétera. ¿Tengo o no razón, Ralston?
—Sí. Nos vendrá muy justo. Y creo que ha derivado un poco. De todas formas, Swanson lo consiguió, aunque se haya estrellado, y nuestro cohete cuenta con un factor margen de seguridad ligeramente superior al suyo, de modo que debería acompañarnos la suerte, si en realidad fue eso lo que falló en su nave. ¿Sigue usted ahí, June? Bueno…, tal vez podría… Los otros…
Grey sonrió, tan divertido por las extrañas volteretas del pensamiento humano que casi se sentía avergonzado de sus propios meandros. Respondió en su lugar:
—Duermen todos, a menos que la señora Benson siga despierta. No hay necesidad de despertarles. Sólo serviría para que se preocupen, sin que puedan hacer nada. Y si piensa en Helen Neff, la doctora roncaba como una encantadora soprano cuando la dejé. Se encuentra a salvo en la medida de lo posible. Vuelva a sus máquinas y deje que yo me preocupe por los demás.
Cortó la comunicación con Ralston, sonriendo aún, y observó el ceño fruncido de Correy.
—¿Tiene el corazón en la mano, eh, Zanahoria? A veces comprendo por qué a las mujeres no les gustan los hombres bajos… Demasiado apasionados y transparentes. La doctora sabe que lo tiene en el bolsillo, así que se dedica a perseguir al grandullón de Bruce Kennedy.
—Tú tampoco eres ningún gigante, Pulgarcito —le recordó ella en tono distraído—. ¿Y desde cuándo te has hecho cargo de la nave?
—Sólo que yo no me siento bajo… No me preocupa pensar de una forma o de otra. Ahí está la diferencia. En cuanto al mando, me hice cargo de él al despegar por decisión propia. A nadie se le ocurrió que se precisaba un jefe aquí, de modo que me autoasigné el nombramiento. Si tienes alguna objeción, dímela. La olvidaré en seguida.
—Tú aterriza y ya discutiremos después. ¡Oye, ha empeorado!
Por un momento, Grey pensó que la chica se lo imaginaba, pero pronto se dio cuenta de que tenía razón. Era un silbido muy claro, para el cual no existía ninguna razón válida, y que sonaba cada vez más fuerte. Gruñó, aumentando ligeramente la velocidad y vigiló el gravígrafo hasta que la aguja volvió al punto admisible. El paisaje lunar que divisaba en la pantalla todavía estaba demasiado lejos para convenirle… A caso dentro de muy poco lo vería demasiado cerca. Lástima que le sucediese algo malo a la Polilla, con todos los sueños y esperanzas que se concentraban en ella… Recordó la cara dulce e inexpresiva de Alice Benson, que ocultaba su tenaz propósito, y la cálida malicia que había visto en el rostro de June Correy. De todos modos para él significaban menos que la nave.
Miró de nuevo a la pantalla, y otra vez a la chica.
—Aterrizaremos como sea, June, te doy mi palabra. Aunque tenga que meterme en el tubo y soltar tacos contra la gravedad.
—Como sea… Ya me imagino ese como sea. —Meneó la cabeza, entre sorprendida e intrigada—. ¿Sabes, Nemo Grey? Nunca presté crédito a todas esas historias acerca del grupo que rescataste en Canadá… Ahora lo creo. ¿Nunca sientes miedo?
Él denegó lentamente.
—Supongo que no… Cuidado, Zanahoria, te estás ablandando. Dentro de un minuto, te colgarás de mi brazo, como una mujercita que confía en el hombre. ¿Estás asustada?
—Sí. Ese ruido sigue intensificándose. Y cuando miro la pantalla… ¿Me das otro cigarrillo, Grey?
Lo encendió y aspiró con avidez el humo. Sin duda, sufría a causa de su demasiado buena imaginación, supuso él. No obstante, su súbito cambio le había sorprendido, invocando el fantasma de otra emoción que no podía localizar. Las mujeres suponían una especie desconocida para él, y lo poco que sabía sobre ellas provenía de los libros.
—¿Quieres que te diga una cosa? En este momento, no soy más que una mujer, y tu musculoso brazo presenta muy buen aspecto. Por lo menos hasta que aterricemos… Pareces tan seguro de ti, tan tranquilo…
—Muy bien, apóyate si te apetece. No lo usaré como argumento después del aterrizaje. De todos modos, en este momento preferiría que te dedicaras al telescopio y trataras de localizar los restos de la nave de Swanson. Por la situación de las bengalas, debería de estar por allí, creo.
Señaló un punto en la pantalla, que ahora mostraba una gran imagen de la cara de la Luna, o al menos parte de ella.
Correy aprovechó la oportunidad para recuperar un poco de confianza, al tener algo en que ocupar su mente, dejando aparte la imagen del accidente. Grey, entre tanto, ocupaba sus manos en tratar de mantener el indicador en el lugar correcto pese a la deriva que provocaba el cohete. Y ahora que se habían acercado ya mucho, intervenía otro factor, un factor que había tomado en cuenta, pero para el cual no se hallaba preparado. La cima de la nave era más pesada que el resto, con su centro de gravedad situado más de un metro por encima del centro del impulso. La débil gravedad de la Luna ejercía ya su acción sobre ella. Así que la parte superior demostraba una alarmante tendencia a volverse hacia la Luna, desviándose de la línea de caída.
El impulso de un cohete nunca se centraba ni se equilibraba con total exactitud en ambos lados, y la más débil desviación bastaba para provocar el escoraje. Grey dejó escapar una maldición y controló la ligera oscilación del paisaje lunar sobre la pantalla, moviendo los mandos de los giróscopos a fin de corregirla y centrarla de nuevo. Mientras sólo se tratara de un leve escoraje, los giróscopos lo compensarían, pero, tan pronto como superara los dos grados, carecerían de la fuerza necesaria para ejecutar su trabajo. Entonces, su única posibilidad consistiría en apagar el cohete y dejar que los giróscopos funcionaran sin impulso. Lo había hecho así durante el despegue. Sólo que en aquel momento disponía del tiempo preciso. Ahora, con la Luna tan próxima y el cohete averiado, no había la menor oportunidad de intentarlo con éxito.
De nuevo, el ruido se intensificó, y la temperatura aumentó dentro de la cámara. El calor irradiaba de la pared contigua al cohete. Eso significaba una notable pérdida de eficacia. Grey soltó los mandos de los giróscopos, aumentó la potencia y volvió a disminuir en el preciso instante en que la inclinación decidió aprovechar su descuido. Llegó justo a tiempo, por un ligero margen. El contraído rostro de Correy se apartó del telescopio. Sin embargo, asintió. Dominándose, prosiguió su búsqueda.
Según las estimaciones de Grey, la caída era más rápida de lo que permitían los márgenes de seguridad. Desplazó la mirada de la pantalla al gravígrafo, graduando la potencia a un décimo por encima de una gravedad, siguiendo las correcciones del indicador de radio, que ya funcionaba, señalando la altitud por medio de la frecuencia de los ecos. Nuevamente tuvo que atender a los giróscopos. El cohete se comportaba ahora de manera abominable, desperdiciando buena parte de su energía, luchando contra sí mismo, mientras la temperatura seguía en aumento.
June se movió de súbito. Enfocó el telescopio sobre la pantalla, al máximo de ampliación, y señaló un puntito más brillante que el escarpado terreno que lo rodeaba. Se encontraba en el cráter de forma irregular hacia el que se dirigían, y una cuidadosa inspección pareció diseñar el contorno de un cohete destrozado.
—Son ellos, ¿no crees, Grey?
—Sin duda. Y en el lado malo del cráter, ¿cómo no? ¡Maldita sea! Deja el telescopio y comprueba si estás bien sujeta. El aterrizaje será más bien brusco… Los hombres deberían tener tres brazos… Si, son ellos, seguro. Veo el brillo del metal… —Se inclinó hacia delante y empujó la palanca con la boca—. Ralston, prepárese. Aterrizamos dentro de diez minutos. El cohete marcha muy mal, pero confío en que aguantará.
—De acuerdo, Grey. —El chico estaba asustado, pero decidido a no demostrarlo—. Dejaré la mano sobre el contacto y trataré de cortarlo en cuanto toquemos, para no perder el control. ¡Suerte!
—¡Suerte, Phil!
Le llamó por su nombre de pila con toda intención. Casi nunca los usaba, pero en este momento quería mostrarse familiar. Volvió a empujar la palanca con la boca, entrecerró los ojos para ver con claridad los indicadores y retrocedió. Lenta, cautelosamente, dejó que la nave girara dos grados en dirección a los restos del naufragio. En la pantalla, el paisaje se deslizó a un lado, a medida que se acercaban. No obstante, no podría mantener esa posición, so pena de que el escoraje aumentase con exceso. Enderezó la nave y dio el máximo de potencia. El cohete estaba dando toda la energía que le quedaba. De repente, la tendencia a la desviación desapareció y se oyó un zumbido procedente de algún lugar situado en el centro de la nave.
—¡Dios bendiga a Ralston!
Grey comprendía ahora lo que había sucedido. Durante el viaje, el muchacho se había dedicado a fabricar giróscopos extra, burdos y poco seguros, sí, pero lo mejor que se podía con los materiales al alcance de la mano, sabiendo que los ya existentes no habían bastado para el despegue. Probablemente se quemarían en sus toscos ejes, incapaces de soportar la fuerza centrífuga, y sus motores se recalentarían en pocos minutos. Por el momento, sin embargo, funcionaban. Sería suficiente.
—¡A eso se le llama coraje, Zanahoria! El chico está muerto de miedo, pero se despabila a tiempo. Bueno, la nave va bien encaminada. Se dirige al mejor punto que pude localizar, de modo que sólo tendré que ir tanteando la potencia. Creo que nos alcanzará… ¡Eh!
Al mirar a Correy, había visto sus nudillos blancos, sus dientes apretados, sus ojos fijos en la pantalla, en el terreno que subía hacia ellos, creciendo como la cara de un monstruo en una película estereoscópica, dispuesto a tragarlos. Obedeciendo a un impulso que reconoció sin duda como normal, pero sorprendente en él, rodeó los hombros de June con su brazo libre, atrayéndola hacia sí y forzándola a desviar los ojos del espectáculo.
—¡Vamos, Zanahoria! No es tan malo. Te dije que lo conseguiríamos, ¿verdad?
Ella asintió, hundiendo su cara contra él. Cuando habló, su voz sonó tan débil que casi resultaba inaudible.
—¡Tengo miedo, Grey! ¡Tengo miedo!
Los brazos de la muchacha le rodearon, ciñéndole, buscando el consuelo puramente animal que le proporcionaba su solidez. Y pese a saber que aquello no tenía nada que ver con su persona, le proporcionó un extraño placer.
Se dirigió a ella en tono pausado, con una mano en la palanca de control, tratando de dominar los erráticos movimientos de la nave frente a la gravedad, y la otra dando palmaditas en el hombro de la chica.
—Tranquila, June. ¡Todo va bien!
Mentía, claro. El escape del cohete se desvanecía de forma irregular, complicando sus cálculos hasta imposibilitar un buen aterrizaje. Por último, la corriente de iones chocó contra la superficie de la Luna, y la pantalla se transformó en un resplandor azulado. Siguiendo una premonición, aumentó la potencia, a fin de compensar su movimiento.
Durante un cuarto de minuto, tal vez menos, un instante interminable, la sostuvo en ese punto. Luego, retiró la mano y cortó el contacto de golpe, en el preciso momento en que alguien pareció agarrar el tren de aterrizaje de tres patas, en tanto que su estómago se hundía en el asiento.
—¡Aterrizamos!
La palabra pasó por su cabeza con la velocidad de un relámpago mientras una punzada de dolor le atravesaba y todo se oscurecía a su alrededor.
2
Grey se agitó sin recobrar el conocimiento por completo. Su mano trataba de palpar el bulto dolorido que tenía en la frente, en tanto que su mente perseguía algo inalcanzable. Su parte perversamente calma, sin embargo, reconocía el impulso y su frustración. Cada vez que sufría un fuerte golpe, esperaba en su inconsciente la desaparición de la amnesia, como sucedía en los libros. Y nunca ocurría nada, aunque no fuera la primera vez que perdía el conocimiento. Una mano apartó el fuerte pelo de su frente, y se encontró ante los inquietos ojos de June Correy.
—¡Hola, Zanahoria! ¿Estás bien?
—Todos lo estamos. —Retiró la mano, y algo parecido a la vergüenza pasó por su rostro—. No fue un mal aterrizaje, Grey, pero la combinación de mi peso cayendo sobre ti y el hecho de que llevabas el cinturón de seguridad flojo hizo que te dieras contra el panel de control. Lo siento, me sentía aterrorizada.
—Olvídalo.
Él no lo sentía en absoluto. Las frágiles manos de Alice Benson apoyaron una compresa fría sobre el doloroso chichón. Al mirar a su alrededor, comprobó que se hallaba en la cámara principal de la nave, donde casi todos los demás se entregaban a alguna clase de preparativos. Alice puso algo que escocía en uno de los cortes y le sonrío.
—Un aterrizaje estupendo, hijo. Casi ni lo notamos, gracias a los resortes que sostienen los sacos. ¿Mejor?
—Estupendamente, gracias.
Su mirada localizó al amargado y pequeño Philip Ralston. Se volvió hacia él:
—¿Se lo ha dicho ya?
—Preferí dejarlo para usted. —Los ojos azules del chico se posaron en Helen Neff y se apartaron en seguida, mientras sus manos seguían desplegando los trajes espaciales—. Venga, Grey, dígaselo.
Grey apartó de sí las manos de la señora Benson y se puso en pie, luchando por sostenerse en la escasa gravedad. Observó a los demás, que se volvían hacia él, intentando adivinar sus reacciones.
—De acuerdo. Para decirlo en dos palabras, hemos avistado a la otra nave a cierta distancia. Ahora bien, en este momento no me atrevería a subir tres metros con este cohete… Tenemos una avería. Convendría que le echase una ojeada, Kennedy, pero no creo que logremos gran cosa, a menos que quede algún trozo intacto del tubo de Swanson y podamos amañar uno con los elementos de los dos.
—¿Una avería?
Kennedy rió con sarcasmo, sin que la risa se reflejase en su cara, más agresiva que de costumbre.
—Oiga, Grey —continúo—, ese cohete estaba bien… Lo sometimos a una prueba que duró el doble que el viaje. ¿Qué pasó? ¿Olvidó calentarlo? Si lo estropeó, le voy a…
—¿Conque sí, eh?
Ralston se había plantado de un salto frente al grandullón, como un gnomo rubio desafiando a un gigante moreno.
—Pues entonces tendrá que vérselas con dos, Kennedy. Grey hizo un trabajo estupendo, y no es culpa suya si las teorías de usted fallan a la hora de la verdad.
Grey puso una mano en el hombro del muchacho, empujándolo con suavidad.
—Está bien, Phil, déjelo. Kennedy, sabe muy bien que en un banco de pruebas no se dan las condiciones exactas que se dan en la realidad. Además, probablemente Swanson se estrelló por la misma razón. No me parece el momento oportuno para discutirlo. Tenemos que salir de aquí, encontrar la otra nave y descubrir si se puede hacer algo con los dos tubos. De otro modo… Bueno, no hay otro modo. Ahora, afuera, y métanse en ese tubo. Descubrirán qué pasó e intentarán arreglarlo. Los demás, pónganse los trajes espaciales. Vamos a salir. ¡Es una orden del comandante!
—¿Y quién le ha nombrado a usted comandante?
El diseñador de la nave permanecía de pie, inmóvil. Sus ojos desafiaban al piloto y había en su rostro una expresión desagradable.
Grey sonrió, volviéndose hacia sus compañeros. Correy le dirigió una mueca, junto con una reverencia de exagerada humildad. La muchacha se colocó a su derecha, mientras que Ralston se apresuraba a situarse a su izquierda. Con una sonrisita casi divertida, la señora Benson se unió a ellos, dejando a Neff y Wolff junto a Kennedy. Ralston hizo un enérgico movimiento de cabeza.
—Ven aquí, Helen, o te arrastraré por el pelo.
La doctora abrió sus enormes ojos con dolorida sorpresa, llevándose una mano al cabello. Grey nunca había entendido qué había en sus marcados rasgos para atraer tanto al muchacho. Ella miró al grandullón, descubrió que él no la miraba y volvió la vista hacia Ralston. Al fin, como un niño mimado al que obligan a cumplir con su deber, obedeció. Quizás al chico le conviniera usar aquella táctica con más frecuencia.
Wolff, un enano, meneó su enorme cabeza, encogió los altos hombros, que le daban casi la apariencia de jorobado, y se humedeció los delgados labios con la lengua.
—Yo… Bueno, por supuesto estoy de acuerdo con los demás, señor Grey.
Obedeceré con gusto sus ordenes. De todas formas… ¡Hum…! Preferiría no salir si…
—Tendrá que venir. Harán falta seis personas para traer a los tres hombres hasta aquí, si todavía siguen con vida. Primero les traeremos a ellos. Después, haremos un segundo viaje para transportar las partes del tubo que necesitamos. Bien, Kennedy, ¿qué decide?
Kennedy se encogió de hombros. Con el rostro impasible, recogió su traje y comenzó a vestirse. Satisfecho, Grey tomó el suyo, preguntándose qué haría Alice Benson. Pero ésta terminó de arreglarse antes que nadie, y su voz sonaba alegre en los auriculares cuando se ofreció para ayudar a los demás. A juzgar por sus reacciones, parecía participar en una agradable excursión, aunque había en su voz una domeñada ansiedad que Grey no sabía a qué achacar. Se puso el traje y se volvió hacia Correy.
—¿Cómo va la radio, Zanahoria?
—Todavía funciona… Por lo menos funcionaba cuando envié el último informe. Pero hay dos lámparas fundidas. Se quemaron al cambiar el sentido para saber si habían recibido el mensaje. Se trata de las lámparas grandes, las especiales, y sólo tenemos un recambio. De modo que más vale no contar con ella. Al fin y al cabo, no nos serviría de gran cosa… ¿Sabes, Medio Litro? Con ese traje casi pareces un hombre.
Él sonrió.
—Tú también, Pelirroja, así que de nada te servirán tus trucos femeninos cuando salgamos. Bueno, adelante. Éste es un asunto serio, así que nada de tonterías. Tal vez Swanson, Englewood y Marsden estén moribundos en su nave. Además, hemos de preocuparnos por nuestras propias vidas. No se pongan nerviosos. Recuerden que aquí sólo hay un sexto de gravedad. No inhalen demasiado oxígeno y no se separen. Examinaremos lo que haya descubierto al volver, Kennedy, y le diremos cómo está ese otro tubo. Hasta la vista.
—De acuerdo.
El grandullón había decidido aceptar la situación o, al menos, lo aparentaba. Consiguió sonreír a través del casco.
—¡Buena suerte! —les deseó.
Grey tendría que haberse sentido raro al abrir la escotilla al exterior y salir, con su traje hinchándose por la falta de presión. En cambio, le asaltaba la extraña impresión de haber regresado a casa. Le gustaban las oscuras sombras recortadas y la cegadora luz del sol, sin matices, y el accidentado terreno le resultaba familiar. Se hizo a un lado y dejó que los demás descendieran cuidadosamente, contemplando como ellos la nave y el paisaje que les rodeaba.
Se encontraban en un curioso cráter, algo así como un valle, en uno de cuyos bordes se levantaba un acantilado que parecía no terminar nunca, perpendicular y colosal. La gran nave se alzaba unos dieciocho metros del suelo, apoyada en sus tres patas, un cilindro puntiagudo que terminaba en el tubo del cohete y la pantalla de observación. Arriba, el cielo negro, con un fuerte sol brillando a un lado, y una enorme Tierra en el otro, resplandeciente al reflejar la luz del primero. Un espectáculo bellísimo aunque frío e impersonal. Respiró hondo, tranquilizándose. Después, encogiéndose de hombros, se volvió hacia el punto donde habían visto la otra nave en la pantalla.
Ralston y Correy tropezaban con problemas para adaptarse a la baja gravedad. Ambos se esforzaban con exceso. Rebotaban en el suelo, forcejeando para mantener el equilibrio, luchando en vez de relajarse, y aprendiendo muy poco a poco a dominar la situación. Neff avanzaba remilgadamente, de manera no del todo eficaz, pero con cierto éxito, mientras que Wolff se desplazaba sobre el terreno como si le aguardara la muerte en cualquier instante. Sólo Alice Benson se lo tomaba con calma, serena y silenciosa, manteniéndose junto a Grey, a la cabeza de los demás. Al cabo de un rato, se detuvieron, y él la vio sonreír.
—Me gusta esto, Grey. Vuelvo a sentirme joven, andando sin esfuerzo y viendo que adelanto, en lugar de arrastrarme… ¿Dónde se ha dejado las suelas de plomo, hijo?
Él lanzó una rápida ojeada a sus pies y advirtió que había olvidado ponerse las gruesas suelas que compensaban en parte la falta de gravedad. Sin embargo, no había notado su ausencia. Su andar le había parecido totalmente normal.
—Supongo que no se necesitan. ¿Por qué no se quita las suyas, señora? Se desenvuelve muy bien y no tendría problemas.
Ella levantó un pie, y él se descubrió a sí mismo agachándose para retirarle las suelas. Una vez sin ellas, la mujer intentó andar, vacilando al principio y moviéndose con facilidad poco después.
—¡Qué magnífico, Grey! Es como esos sueños en que te deslizas sin esfuerzo. ¿Cree posible que otros hombres hayan llegado aquí antes que nosotros, dejándonos el recuerdo…? ¿El sueño de caer y luego esto?
—Lo dudo, señora. Temo que se deja usted llevar por el romanticismo, aunque no puedo probar lo contrario. Acabará por decir que vamos a encontrar poblado el satélite.
Ella sonrió de nuevo, y Grey se preguntó si en verdad esperaría encontrar a alguien allí. Cosa curiosa, tampoco a él le hubiese sorprendido. Los demás les alcanzaron, y el grupo echó a andar por una pendiente no muy marcada, hacia el fondo liso de la parte baja del valle. Avanzaban con rapidez, ahora que incluso Wolff se había acostumbrado a los leves impulsos necesarios. Marchaban a una especie de trote, capaz de cubrir de dieciocho a veinte kilómetros por hora. La larga pendiente se acortaba a ojos vistas.
Llegaban al fondo, cuando June le dio un golpecito en el hombro para llamar su atención.
—¡Mira, Pulgarcito! ¿No ves algo verde allá en el fondo…? ¿No te parece un vegetal?
Grey esforzó la vista. En efecto, había allí algo verde…, del mismo color verde que si se tratara de hierba. Pero sabía que eso no significaba nada. Había muchas rocas que presentaban ese color y, sin atmósfera, ¿cómo podían crecer allí plantas con clorofila? Con el rabillo del ojo, captó un movimiento. Le asaltó una absurda corazonada.
—Te apuesto un cigarrillo contra un beso a que encontramos animales.
—¡Hecho! Eres un tonto.
Por supuesto, los demás habían oído sus palabras y el estremecimiento de excitación que les recorrió fue bueno al menos para su moral. Todos se apresuraron. Grey, Correy y la señora Benson encabezaban el grupo, con ágiles saltos de seis metros, cayendo primero sobre un pie y luego sobre el otro, como bailarines de ballet. Unos minutos después, habían llegado todos al fondo del cráter y observaban el terreno.
Aparecía cubierto de cúpulas formadas por un material parecido al celofán. Algunas sólo medían unos centímetros de diámetro, otras sobrepasaban el metro. Lo que había en su interior era, sin la menor duda, plantas.
—Líquenes. Y bastante complejos —dijo Neff—. De algún modo, se han adaptado.
Grey asintió.
—Probablemente se trata de cuatro o cinco especies diferentes, viviendo en simbiosis. Una debe de formar la cúpula… y ese anillo de color castaño verdoso donde se apoyan. Otra se encarga quizá de extraer las materias primas de las rocas; otra de tomar energía de la luz solar… Deben de multiplicarse a partir de una célula de la planta principal. Al parecer, se circunscriben a estas rocas. Carbonatos, nitratos, tal vez yeso, incluyendo agua de cristalización. Supongo que así obtienen todos los elementos necesarios para la vida. Los líquenes de la Tierra lograron salir del agua y alimentarse de las rocas antes de que aparecieran las demás plantas. La vida tiende a mantenerse. La única cuestión es de dónde proviene en este caso.
Se agachó y rompió la fuerte membrana de una de las cúpulas más pequeñas. Se desinfló rápidamente. El aire del interior se hallaba a muy alta presión, entre dos y tres kilos.
—¿Saben lo que significa esto, verdad? Si sucede lo peor, podríamos extraer una buena cantidad de oxígeno de estas cosas… Hay miles de ellas. También conseguiríamos agua. Quizás incluso contengan sustancias alimenticias. Desde luego, no lograríamos vivir indefinidamente de ellas, pero nos resultarían muy útiles.
Wolff le miró incrédulo, si bien con una chispa de interés.
—Es decir, hasta que…
—Sí. —Era una tontería—. Acabaríamos por morir, de todos modos. Ninguna nave vendría a rescatarnos. ¿Y bien, Zanahoria?
—¿Qué hay de los animales? —le recordó ella, sonriendo.
—Ahí vienen.
Señaló hacia la zona cubierta de líquenes, en el sitio donde un movimiento le había llamado la atención. En el primer momento, pensó en una roca que caía. Ahora que estaba más cerca, se sentía seguro de que no era ninguna roca. Parecía más bien un cruce entre un canguro y un pájaro rechoncho, rematado por debajo por dos largas patas y con un pico alargado al frente.
—¡Mirad!
La cosa avanzaba a toda velocidad, volando a grandes saltos. Se detuvo a pocos metros de ellos, clavó el pico en una de las cúpulas de mayor tamaño e ingirió parte de lo que había crecido allí, mientras la cúpula se aplastaba ligeramente, como si el animal aspirase casi todo el aire que contenía, pero dejando un poco, lo justo para que el liquen no muriera. La criatura debería de haberse hinchado mucho, pero no se notó diferencia alguna en su aspecto.
—Sin duda tiene algún truco para absorber el oxígeno y fijarlo en un compuesto químico inestable, a menos que lleve un magnífico tanque de presión metido en el cuerpo. Lo más probable es que cuente con un sistema parecido al que poseen las ballenas para almacenar oxígeno antes de sumergirse durante largo tiempo. Fíjense en que exuda una especie de cemento por el pico al retirarlo. De ese modo, sella la cúpula, a fin de no matar al liquen.
June gruñó.
—De acuerdo, tú ganas. Mira, ya se marcha.
—No le queda otro remedio… No puede permanecer en la parte oscura de la Luna, supongo, de modo que ha de moverse muy rápido para ajustarse a la velocidad de rotación… Ha de dar la vuelta completa a la Luna una vez al mes. Cabe muy bien en lo posible, considerando la rotación, el tamaño y la gravedad. En cuanto a los líquenes, sin duda producen esporas durante los quince días de oscuridad y crecen mientras hay luz. Y probablemente, esa cúpula dispone de algún filtro para el calor, como el cristal aislante. ¿Te has dado cuenta de que ese bicho lleva encima una concha brillante para reflejar el calor?
—Estaba pensando en su vida amorosa. —La muchacha rió de nuevo, mirando a la criatura que se alejaba—. Aquí no deben de estilarse los largos noviazgos… A menos que sea como las chinches y se las arregle solo.
—Casi seguro. De acuerdo, pandilla. Ya hemos perdido demasiado tiempo, aunque más tarde tendremos que estudiar todo esto. Después recogeré unas muestras, Zanahoria.
Dieron la vuelta, esquivando las cúpulas que crecían por todas partes, oyendo fragmentos de conversación a través de las radios de sus compañeros. El descubrimiento de que existía vida en el satélite les había alegrado a todos, haciéndoles sentir que no era tan inhóspito como les pareció al principio. Se trataba de una especie de vida protoplasmática, por extraña que fuera. Grey acepto el hecho con naturalidad, preguntándose si no esperaba ya aquello. Siguió adelante, entornando los ojos para descubrir la otra nave.
La señora Benson la vio primero. Se detuvo y señaló la punta que sobresalía, apenas una mota en el accidentado terreno.
—¡Grey, June, Philip! ¡Miren!
Éstos intensificaron sus saltos y se acercaron a toda prisa. Correy se arrancó las suelas de plomo, las tiró y se tambaleó, antes de redoblar sus esfuerzos por no rezagarse de Grey. Delante de ellos, las piernas supuestamente débiles de Alice Benson se movían raudas, cubriendo el terreno con una fluidez de movimientos que traicionaba a la bailarina que había sido alguna vez. Su voz llegaba débil a través de los auriculares. Parecía rezar, aunque sus palabras resultaban incomprensibles. Al llegar a un punto algo más elevado, dejó de hablar y miró hacia abajo.
—¡Bill! —gritó. Era como un grito y una plegaria al mismo tiempo, y su voz resonó, no ya cascada, sino fuerte y joven. Grey miró a June y meneó la cabeza. No había ningún Bill, ni en su tripulación ni en la de Swanson. Pero de nuevo les llegó el grito:
—¡Bill! ¡Oh, Dios mío!
Se acercaron a ella y observaron la nave que yacía allá abajo, tumbada de costado. Grey sujetó a la doctora por un brazo cuando ésta quiso precipitarse hacia delante. No obstante, su mirada no se apartó del objeto que tenía ante sus ojos. No era la nave de Swanson, sino un cilindro de unos nueve metros de longitud, achatado por la proa y la popa, con un gran cohete en un extremo y una serie de escapes, frágil, pero en apariencia intacto. Quienquiera que hubiese dirigido el aterrizaje había realizado un magnífico trabajo, entrando en ángulo y deslizándose sobre patines metálicos, en vez de caer sobre la cola. Lanzó una mirada en dirección a Correy, pero ella se mostraba tan atónita como él.
La señora Benson se puso de pie, con un esfuerzo. Dos manchas rojas destacaban sobre la palidez de sus mejillas.
—Lo siento, chicos. Me temo que perdí el control por un instante. Conozco esa nave, ¿saben? Participé en su construcción…, hace treinta años.
—¿Treinta años…? ¿Justo antes de la Gran Guerra, no? June la miraba con atención, buscando síntomas de histeria. No descubrió ninguno.
—Sin embargo —continúo la muchacha—, en aquélla época no había aún motores de fisión ni escapes de iones. ¿Cómo funcionaba entonces la nave? ¿Con cohetes de combustible líquido?
—Bill contaba con un motor de fisión, June. No era muy bueno, claro, pero funcionaba. Y no usaba escape de iones. Descomponía el agua en hidrógeno y oxígeno monoatómicos y después los dejaba explotar de nuevo. Conseguía así una potencia superior que con cualquier reacción normal oxígeno-hidrógeno. Treinta años… y por fin estoy aquí. ¿Comprende ahora por qué una anciana se empeñó en formar parte de su tripulación, hijo? Venga, bajemos.
Emprendieron el descenso. La señora Benson se movía con calma, narrándoles la historia mientras andaba. Los demás les alcanzaron. Pudo ser un relato lleno de colorido, una gran historia, pero ella la contó con sencillez, exponiendo sólo los momentos culminantes y dejando que la imaginación de sus oyentes rellenara los huecos.
Unos treinta años antes más o menos, al estallar la Gran Guerra y cuando se descubrió la fisión del uranio, se había casado con un chico obsesionado por un sueño. Un maravilloso sueño, sin duda, ya que Benson no pertenecía al tipo de hombres que se gastan la fortuna de su mujer. Y no obstante la había derrochado sin tasa, aplicando su notable genio a la extracción y la aplicación del isótopo U-235. Y había encontrado la solución mientras que otros se perdían en tanteos. Hasta se las había ingeniado para armar un motor lo bastante ligero para el cumplimiento de su sueño y construir dos naves, adaptando a su proyecto el escape monoatómico ya conocido y utilizado en las soldaduras, ahora que disponía de una fuente de energía segura.
—¿Dos naves? —la interrumpió Grey.
—Dos, Grey. Era necesario.
Continuó en voz baja. Una de las naves la pilotaría él mismo. A ella le hubiera gustado acompañarle, pero resultó imposible, aunque lo habían intentado. La otra iba controlada por radio. Una noche, Bill había despegado en secreto, y ella había dirigido la segunda nave hasta situarla cerca de la primera, poniéndola en órbita alrededor de la Tierra, a una altura suficiente para escapar un poco al tirón de la gravedad. Una sola nave no alcanzaba para almacenar todo lo que necesitaría durante el viaje. Sirviéndose de sus controles de radio, Bill consiguió atraer la segunda nave junto a la suya, estableció el contacto y transbordó suministros y combustible. Luego, se apartó y aguardó hasta que su órbita le permitió lanzarse hacia la Luna. Ella vio la nave auxiliar estallar en mil fragmentos, que cayeron a la Tierra sin causar daños o derivaron por el espacio. Su vigía, apostado en uno de los observatorios, había creído ver la bengala disparada por Bill, que indicaba el éxito del aterrizaje.
—Teníamos dos naves más en construcción —prosiguió la señora Benson—. Se suponía que yo iba a seguirle y esperábamos que en una de las dos, reuniendo el combustible que quedara en ambas, escaparíamos a la gravedad menor de la Luna. Luego, nos arriesgaríamos a tirarnos en paracaídas, con nuestros trajes espaciales, una vez próximos a la Tierra. Podría haber funcionado. Creo que sí, porque hubiéramos obtenido agua del yeso que hay aquí. Por desdicha, estalló la guerra… Era cada vez más difícil obtener metal y, por último, se volvió imposible. La mayoría de nuestros obreros ingresaron en el ejército. Pasaron muchos meses…
Al escucharla, Grey imaginó su desesperación al transcurrir el tiempo, mientras luchaba inútilmente por seguir adelante, estrellándose contra lo imposible, temerosa de decir demasiado y revelar el horror que la energía atómica significaría en la guerra, incapaz de obtener materiales o mano de obra. Tuvo que pasar tres años en una clínica, de la que salió para enterarse de que el fuego había destruido sus talleres y las notas que contenían los preciosos secretos de Bill. Por entonces, incluso ella sabía que no había ya esperanzas de salvarle. No obstante, le había prometido que se reuniría con el…
—Me quedaba algún dinero. Y recordaba parte de los secretos. Nuevos ingenieros, trabajando a partir de mis recuerdos, lograron finalmente volver a separar los isótopos. Wohl se encargó de perfeccionar el motor para mí. Después de todo… Bueno, el dinero ya había dejado de suponer un problema. La Atomic Power me pertenece. Aparte de ustedes, pocas personas lo saben, a excepción de Cartwright, mi administrador… Sí, así es, Wolff. En realidad, soy su patrona, aunque usted ignoraba por qué el señor Cartwright le dio instrucciones para que se cuidase de mí, además de informar sobre las posibilidades comerciales, en caso de haber alguna. Yo no quería, pero él insistió. Bueno, ya lo sabe todo… De todas maneras, se precisó tiempo para resolver de nuevo todos los problemas… Pero con dinero se consiguen cerebros, y lo que se había hecho por primera vez pudo hacerse la segunda, mejor quizá. Quise acompañar a Swanson, pero fue imposible. Ahora… —Tendió una mano y tocó la nave, a la que habían llegado—. Ahora he cumplido por fin mi promesa a Bill. Me gustaría…
Grey asintió, conteniendo a los demás.
—Adelante, señora. Aguardaremos aquí.
Ella sonrió apenas, agradeciendo en silencio su gesto. Abrió la escotilla, que llevaba a un lado su nombre. Luego, penetró en ella, mientras sus compañeros se agrupaban alrededor de la nave, olvidando por un momento la situación de Swanson y la suya propia.
Wolff inició un movimiento. Grey le detuvo con una orden que sonó como un ladrido:
—¡Silencio!
En esta ocasión, la voz grave de Alice Benson les llegó por los auriculares, y sus breves palabras fueron como una consagración eterna para el alma de su Bill. Oyeron que regresaba a la escotilla y la vieron bajar, tranquila y controlada, con una libreta en una mano y una hoja de papel en la otra.
—Su cuerpo no está ahí dentro. Todo figura escrito aquí, en su diario. Ya lo leerán. Bill aguantó todo el tiempo que pudo, hasta que comprendió que algo había sucedido. ¡Nunca pensó que le hubiéramos fallado! Al final, se puso su traje y salió… Quería ver el mundo al que había llegado. Creo que no valdrá de nada el buscarle.
Evidentemente, nunca albergó la ilusión de encontrarle vivo, por lo cual no había sufrido ningún choque. Sacudió su canosa cabeza y sonrió a la tripulación.
—Bueno, Grey, ¿no deberíamos dedicarnos a localizar a Swanson? Lamento haber desperdiciado tanto tiempo. Tal vez estén a punto de morir, y es muy importante que dispongamos de ese otro tubo. Lo siento, de veras.
Grey se movió. Las emociones que pudo haber sentido se contuvieron al ver el dominio de sí misma que demostraba la señora Benson.
—Tiene razón, señora. Sin embargo, sería inútil buscarles desde aquí… La nave que vimos antes era ésta. Tendremos que trepar a un punto más alto para divisar la otra, de modo que será mejor volver a la Polilla. Desde allí abarcaremos bien toda la zona. Nunca veríamos la nave desde aquí.
Ella se mostró de acuerdo. Emprendieron el retorno, todos juntos ahora, intercambiando observaciones acerca de lo que veían. Por un acuerdo tácito, no comentaron nada sobre la historia de Alice Benson y su Bill. Lentamente, la charla se animó, discutiendo sobre todo la cuestión de los líquenes, cuando volvieron a pasar junto a ellos. Otro de los animales semejantes a pájaros cruzó a toda prisa el terreno, deteniéndose de cuando en cuando y continuando después su incesante marcha alrededor de la Luna.
Grey atrapó a uno de ellos, que no reveló ningún miedo, sólo impaciencia por continuar. Su carne era anormalmente dura, pero sin la menor duda protoplasmática, cubierta por una gruesa piel de una consistencia de goma. En la Tierra, hubiese pesado unos diecisiete kilos. Lo soltó, y el animal salió corriendo, en busca de sus compañeros.
—Son sexuados —le explicó a Correy—. Cosa extraña, de acuerdo con lo que pensábamos sobre el satélite, pero hay dos sexos. Las hembras tienen una especie de bolsa. No sé si notaste que ésa estaba llena. Supongo que ponen huevos y los incuban en la misma bolsa. Luego, cuando salen los pollitos, reciben aire de la madre, a través de los pequeños conductos que hay en ella. Debe de alimentarlos con los líquenes que picotea en las cúpulas. La naturaleza parece seguir siempre las mismas normas.
—Ojalá hubiese traído una cámara —murmuró Correy, enfurruñada.
Había una en la nave, pero la discusión sostenida antes de salir la había borrado de su mente. O acaso, de manera inconsciente, había preferido tener las manos libres durante la tentativa de rescate.
Salieron del valle de los líquenes, treparon por la cuesta, y su nave apareció a la vista, en la parte superior. Pronto distinguieron el tubo, y después el trípode, apoyado en las rocas que rodeaban el pequeño hoyo que había excavado el escape del cohete. Grey accionó un conmutador en la parte exterior de su traje espacial y apuntó la antena hacia la Polilla.
—Grey llamando a Kennedy. Responda, Kennedy. Responda.
No hubo respuesta, aunque lo intentó dé nuevo. No era importante, pero sí raro. Se suponía que las radios permanecían conectadas en todo momento y, gracias a la antena direccional, Kennedy debería oírle con toda claridad. Sin embargo, en el caso de que éste se hallase dentro del tubo, tal vez el metal debilitase la señal. En la misma nave, la antena exterior hubiese pasado directamente su llamada a los altavoces. La nave contaba con un sistema de radio más sólido que el sistema experimental de los trajes. Funcionaría casi con entera seguridad.
El grupo se detuvo, rodeando el cohete. Ralston se deslizó bajo el tubo, mirando hacia arriba y golpeándolo. Tampoco recibió respuesta alguna, y Grey no vio nada al pasear la luz de su linterna por su interior, negro como la tinta a causa de la ausencia de aire que difundiera la luz.
—¡Qué extraño! —exclamó Ralston—. Tiene que estar dentro. ¿Por qué no nos contesta el muy imbécil?
Helen Neff le miró resentida.
—Bruce no es ningún imbécil, Phil Ralston. Probablemente estará muy ocupado arreglando ese tubo vuestro. ¿Por qué has de ser siempre tan agresivo?
—¡Hum! —gruñó Grey.
No le gustaba el aspecto de la situación. Kennedy debería de haber respondido… Según las reglas, todas las radios se mantendrían conectadas mientras hubiese alguien fuera y se respondería en el acto. No obedecerlas podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Si al diseñador se le había ocurrido tomar decisiones por su cuenta, recibiría una buena reprimenda.
—De acuerdo. ¡Todos adentro!
Subieron la escalerilla, se introdujeron en la cámara de presión y esperaron a que entrara el aire. Luego, se despojaron rápidamente de los trajes espaciales y los cascos. Obedeciendo a un gesto de Grey, dejaron los trajes amontonados en la cámara, respirando la fresca mezcla de oxígeno y helio de la nave. Dada la baja gravedad del satélite, que exigía menos energía, los cuatro kilos y medio de presión del aire resultaban más que suficientes, aunque les habían parecido pocos la primera vez que bajó la presión en el espacio.
—¡Kennedy!
La voz de Grey retumbó en la cámara, bajó hasta la sala de máquinas y subió a la cabina de mando, provocando un eco metálico. Ralston se deslizó hasta la sala de máquinas. Tardó sólo un instante en reaparecer.
—No está ahí, Grey.
—Ni en la cabina de mando —informó June—. ¿Dónde se habrá metido ese idiota?
Alice Benson volvió del depósito con expresión tensa.
—Temo que ni él mismo lo sepa. Su traje continúa en el armario, pero él no se encuentra en la nave.
Se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. El temor asomaba en sus rostros. La nave fue cuidadosamente registrada sin resultado alguno. De Kennedy, sólo quedaba su traje espacial. Y no llevaban más que siete, seis de los cuales habían sido usados por el equipo de rescate.
—Sin su traje espacial, no ha podido alejarse de la nave sin que le viéramos. Desde aquí dominamos cientos de metros. Phil, salga y búsquele.
Grey observó cómo Ralston se metía en la cámara, con los músculos tensos y expresión preocupada.
El muchacho volvió un cuarto de hora después.
—¡No está! He revisado toda la zona.
Era imposible que Bruce Kennedy se hubiera alejado más de mil pasos sin su traje espacial… No obstante, lo había hecho. ¿Cómo?
3
Todavía no habían encontrado la solución cuando Neff y la señora Benson retiraron los restos de la comida y los platos de papel. Era imposible, pero había sucedido. Por supuesto, tal vez Kennedy hubiese preparado una especie de frasco de oxígeno y un respirador y hubiese salido, pero aquello supondría una locura, a causa del resplandor actínico del sol. De todas formas, no hubiese llegado muy lejos, de modo que más valía no especular sobre la cuestión.
—Locura —sugirió June, no muy convencida—. Aquí hay vida. Por lo tanto también podría haber bacterias.
Neff meneó la cabeza.
—Cualquier cosa que afectara a las formas de vida que vimos difícilmente atacaría al hombre. Demasiadas diferencias en su organización corporal. Por supuesto, la gangrena ataca a casi cualquier tejido animal, pero las enfermedades más complicadas eligen muy bien a sus huéspedes.
No había respuesta para eso, fuera de formular hipótesis improbables. Grey se recostó en su asiento, encogiéndose de hombros.
—Muy bien, creo que será mejor afrontar la realidad. Kennedy no se marchó. ¡Se lo llevaron!
—Pero…
—Nada de peros. Cuando sólo existe una solución simple para un problema, debe considerase esa solución como la correcta, a menos que surja otra. Hemos encontrado vida…, vida vegetal y animal. Ninguna de ellas le haría daño a Kennedy, pero no sabemos si hay otros seres que todavía no hemos descubierto. Concedo que sigue en pie la cuestión de la forma en que ese ser pasó por las escotillas y se llevó a Kennedy, sin su traje. La única respuesta que se me ocurre es que posee alguna clase de inteligencia. De modo que nos enfrentamos a una forma de vida inteligente… Muy inteligente, a decir verdad… y, al menos en apariencia, hostil. No tenemos armas. Nadie pensó que fueran necesarias. Bueno, supongo que todos esperábamos que hubiese vida inteligente en Marte, no aquí. No obstante, la hemos hallado.
Wolff se humedeció los delgados labios.
—Al gobierno le interesará mucho enterarse de esto cuando volvamos.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Para enviar una nave espacial y aniquilar a los nativos, a fin de que paguen por lo de Kennedy? ¿Por qué cree que el gobierno se mostraría interesado?
—Me parece bien claro. Yo… Bueno, soy un buen metalúrgico, señor Grey. Hay muchas materias primas aquí, tal como sospechaba el señor Cartwright. Todos estos cráteres y demás… Sea cual fuere la causa que los provocó, forzó a los metales raros a subir a la superficie. El señor Cartwright lo suponía, aunque la Luna sea mucho más ligera que la Tierra. Ya domaremos a esas criaturas lunares. Las pondremos a excavar minerales, eso es.
Ralston se revolvió, indignado.
—¡La esclavitud se acabó con la Decimocuarta Enmienda, víbora! Claro que hay metales aquí. Yo también vi cosas bastante valiosas al explorar cerca de los acantilados. Pero no llegará muy lejos si piensa tratar a los nativos de esa manera.
—No son exactamente… humanos, ya lo sabe. —Wolff desvió la mirada, pero se mantuvo firme—. No se llama esclavizar a hacer trabajar a un caballo, ¿verdad?
El muchacho dio un paso hacia él y Grey le detuvo.
—Estoy de acuerdo con usted, chico, pero, no logrará convencer a un tío semejante. Nunca ha oído hablar de esas cosillas llamadas ideales, que usted conoce. El problema no es nuevo… Wolff y Kennedy ya lo comentaron, allá en la Tierra, y hay muchos que se sentirían de acuerdo con ellos, muchos que disponen del dinero necesario para algo comercialmente provechoso. Para usted y algunos otros, tal vez incluso para mí, los viajes interplanetarios constituyen un ideal, una especie de sueño. Para ellos, significan sólo dinero, y no les importa la forma de obtenerlo.
—Creo que tiene razón, hijo —intervino Alice Benson—. A Bill también le preocupaban esas cosas… Wolff, yo sigo pagando su sueldo. No dirá usted una palabra sobre lo que hemos encontrado aquí.
La orden había sido pronunciada con voz firme, y el hombre asintió. No obstante, Grey vio la expresión de su cara y comprendió que no obedecería. Había gente dispuesta a pagar la información, y Wolff quería dinero.
—De todos modos, eso no soluciona nuestros problemas. Ahora, lo principal es averiguar el lugar donde aterrizó Swanson y tratar de obtener su tubo. Ralston, ¿se cree capaz de efectuar la reparación? ¿Sí? ¡Estupendo! Entonces, ¿por qué no sube hasta la escotilla de emergencia y trata de localizar la nave desde allí? Confiemos en no tropezar con esos hipotéticos nativos hasta el momento de marcharnos. Cuanto antes lo hagamos, mejor. Los demás vayan pensando en prepararse para el despegue.
Ralston ya había empezado a trepar, telescopio en mano. Wolff se agitó nervioso en su asiento.
—Yo… Esto… ¿No cree que alguien debería quedarse aquí?
—¿Qué pasa? ¿Tiene miedo de salir y enfrentarse con esos nativos que estaba decidido a explotar? Bueno, Kennedy se quedó en la nave. ¿Le gusta la idea?
—Hay cerraduras. Si… si cierro por dentro…
Grey le miró con ojos más fríos que de costumbre, pero se encogió de hombros.
—De acuerdo, quédese a lloriquear un poco. Si le atrapan, le aseguro que nadie se molestará en ir a buscarle. ¿Ve algo, Ralston?
—La vi en seguida. La ocultaba la sombra del acantilado. Cuando aterrizamos estaba demasiado oscuro para que apareciese en la pantalla. A unos cinco kilómetros de distancia, todo lo más.
Por una vez, habían tenido más suerte de la que esperaba Grey. Supervisó su pasaje por la pantalla, mientras escuchaba la descripción que hacía Ralston de la situación de la nave. Después, ordenó al chico que saliese, reteniendo a June. Ella pareció sorprenderse cuando se le acercó.
—Me debes algo —le recordó Grey, sonriente.
—¡Maldito seas! Creí que lo habías olvidado. La maravilla sin nervios, ¿eh? Muy bien, de acuerdo. —Se enfrentó a él con una expresión a medio camino entre la mueca y la sonrisa—. ¡Cobra tu deuda, Shylock!
Nunca había besado a una chica. Sintió su piel aún más tirante que al advertir la desaparición de Kennedy. Pero las películas resultan muy instructivas, si uno es lo suficientemente curioso acerca de los hábitos humanos. Y descubrió la existencia en él de instintos que guiaban sus brazos y los ceñían en el lugar preciso. Al principio los labios de ella permanecían tensos, hasta que sus propios instintos los relajaron. Después, Grey perdió parte de su calma analítica. Por fin, se apartó de June. La cara de la muchacha se había sonrojado ligeramente.
—¡Vaya! —exclamó—. Para ser un tío sin nervios, no lo haces tan mal, Pulgarcito. ¿Y dónde escondías todos esos músculos? —Sacudió la cabeza, al parecer sorprendida ante su propia reacción—. Necesito de verdad ese maldito cigarrillo.
—¿Y si repitiéramos…?
No sonreía de modo tan burlón como debiera, pensó Grey. También él se ablandaba… Bien, valía la pena. La muchacha aspiró el humo, estudiándole con una expresión que nunca había visto en ella. Compartieron el cigarrillo hasta su rápida consunción. Afuera, alguien golpeaba, indicándoles que había llegado el momento de salir. Ambos se sintieron muy tontos. Alice Benson sonrió, y sus compañeros la imitaron. En aquel momento la diversión superaba a sus preocupaciones. June evitó su mirada y se alejó, colocándose al lado de la anciana cuando emprendieron el camino.
Esta vez el terreno era más difícil, casi intransitable desde el punto de vista terráqueo. Sin embargo, avanzaron con facilidad, saltando por encima de los peñascos más grandes o brincando de un punto elevado a otro. Marchaban con cierta lentitud, ya que Grey iba eligiendo el recorrido, pero progresaban de manera satisfactoria. No había signos de vida en ningún lado. Ni sendas, ni signos de construcciones inteligentes. Sólo el impresionante acantilado, cada vez más próximo, con sus bordes aserrados, no erosionados por el viento o el agua.
Grey aguardó a Alice Benson, observándola con admiración cuando saltó hasta él.
—Estaba preguntándome que clase de muchacha fue usted, señora. Aún ahora, se comporta como el mejor hombre del grupo.
—Gracias, Grey. No me agradaría ser un estorbo. —Sonrió—. A decir verdad, era un verdadero diablillo. Más o menos como June Correy. La chica tiene buena pasta. Sólo necesita a alguien que le sujete bien las riendas…
June dejó escapar un gruñido de burla.
—No dejes que te convenza, Medio Litro. ¡Se precisa un hombre entero para manejar estas riendas!
Grey iba a contestarle cuando vio que la anciana meneaba la cabeza, advirtiéndole. Respetó su juicio. June levantó la mirada, aguardando la respuesta. Frunció el ceño sorprendida al no recibirla. La señora Benson le guiñó un ojo a Grey, mientras seguían su camino. Éste se sentía intrigado. Quizá se había ablandado un poco, pero no era tan tonto como para creer que tenía la menor posibilidad con la chica… aun en el caso de que lo deseara.
Por último, la nave se hizo visible, yaciendo cerca del acantilado. Había sufrido un buen golpe, no cabía duda. Aparentemente, había aterrizado sobre una sola pata del trípode, tras descender con excesiva velocidad. La pata no resistió, doblándose, y la nave se había estrellado. Las paredes externas reventaron en la parte que ocupaban las máquinas, aunque la pata del trípode debía de haber amortiguado un tanto el choque inicial, disminuyendo en cierta medida el impacto de la caída.
Pero el hecho de que se hubieran encendido las dos bengalas indicaba que el aire interior no había escapado. Las naves estaban diseñadas para soportar un golpe relativamente fuerte en la cubierta sin que se agrietaran las paredes interiores. Grey movió el conmutador y transmitió su llamada:
—¡Swanson! ¡Englewood! ¡Marsden! La nave Polilla lunar llamando a la nave Cita aplazada. ¡Adelante!
Aguardaron una respuesta, que no llegó. Aquello no quería decir nada. Podía haber mil razones para el silencio. Acaso los tripulantes habían muerto o se hallaban moribundos. O bien, la antena exterior de la nave se había roto o, con mayor probabilidad, todo el aparato de radio quedó destruido, ya que no se había recibido ninguna señal en la Tierra. Acortó la distancia con largos saltos, hasta que se vio debajo de la nave.
Dada la posición de ésta la cámara de compresión era accesible. Grey se estiró e hizo girar la palanca. Se abrió con facilidad, permitiendo que todos entraran detrás él. Una vez que pasaron, se cerró suavemente, emitiendo un ligero silbido. Grey retiró su casco, probando el aire. Había esperado encontrarlo demasiado cargado y rancio, pero, aparte del olor provocado por las repetidas filtraciones, seguía siendo respirable. Los demás siguieron su ejemplo, quitándose los cascos.
Se abrió la compuerta interior que daba a la zona habitable, aún más pequeña que en la Polilla y muy desordenada. Las máquinas y los tubos de la cabina de mandos aparecían sellados, indicando que habían perdido el aire. ¡En el interior no había un solo ser viviente!
Grey meneó la cabeza, examinando al pasar los tanques de comida y agua y notando que aún estaban medio llenos. Abrió el cajón de los papeles, recogió el cuaderno de bitácora y lo hojeó rápidamente. Las primeras anotaciones se referían a las pruebas de rutina, el despegue y el viaje por el espacio, después de apagar el cohete. Luego se presentaron los problemas, parecidos a los de la Polilla, pero más graves.
29 de junio. Al fin conseguimos aterrizar anoche, temiendo a cada instante quedarnos sin energía. La nave se torció y nos inclinamos hacia un lado, destrozándose la sala de máquinas. El pobre Englewood no pudo hacer nada. Hoy le enterramos, después de descubrir que la radio estaba estropeada y encender las bengalas. Dudo de que las vieran desde la Tierra, pero esperamos que, de algún modo, las captaran. Marsden confía en que seremos rescatados por la segunda nave. Siendo sólo dos aguantaremos algún tiempo. ¡Los primeros hombres en pisar la Luna!
Un error, según sabía ahora Grey, aunque Swanson y Marsden tenían todo el derecho a creerlo. Seguían páginas con estimaciones, actividades poco importantes, salidas… Y esperanzas que se iban desvaneciendo poco a poco, a medida que calculaban más exactamente la cantidad de tiempo necesario para completar la construcción de la otra nave.
11 de julio. Marsden y yo hablamos esta mañana y decidimos que un hombre solo resistiría fácilmente hasta el rescate. Dos no. Convinimos en echarlo a suertes mañana. Esta noche, mientras el chico duerma, saldré. Ya he vivido bastante y me contento. Mantén la serenidad, Bob. Cuando leas esto espero que comprendas mis razones para marcharme.
12 de julio. ¡Pobre Bob Marsden! Debe de haber puesto un somnífero en mi comida, porque me acosté para aguardar a que se durmiera, y el que se durmió fui yo. Cuando desperté, salí a buscarle, pero las dificultades del terreno me condenaron al fracaso. ¡Un magnífico ayudante, un caballero, un gran muchacho! Dios acoja su alma. Por todos los medios, aguantaré, hasta que llegue la nave de rescate, para estar seguro de que obtendrá la fama que merece.
A continuación, había menos anotaciones, aunque Swanson conservaba las esperanzas. Algunas citas de la Biblia mostraban la forma en que empleaba su tiempo. Luego, Grey llegó a la breve anotación final:
23 de julio. Es horrible no tener con quien hablar, pero me siento bastante satisfecho. Mañana limpiaré el desorden que hay en la cabina. Hoy saqué parte de la basura y la enterré. Mi pala dejó oro al descubierto… una veta muy rica. Gracias a Dios, no valdría la pena llevarlo hasta la Tierra. De lo contrario, quizá la Luna viviese un caos terrible, como los provocados en el planeta por las fiebres del oro. Además, las reservas de oro perderían todo su valor en el mercado monetario. No obstante, sospecho que hay otros minerales más valiosos.
Después, sólo encontró páginas en blanco. Grey buscó alguna anotación, por breve que fuese. No había ninguna.
—¡Ojalá supiera cuántos trajes espaciales se trajeron! —exclamó.
La señora Benson se apresuró a contestarle.
—Dos. Se suponía que siempre debía quedar un hombre en la nave, de modo que sólo se incluyeron dos trajes. ¿Quiere decir que…?
—Probablemente. Hay uno muy usado en el armario. Sin duda Marsden salió con el otro. Toma todas las fotografías que puedas para confirmarlo, Correy. Y nos llevaremos el cuaderno de bitácora. Algo se apoderó de Swanson, haciéndolo desaparecer, sin su traje… y sin señales de lucha.
Volvió a colocarse el casco y se dirigió a la compuerta, sin pasar por el lugar donde la joven tomaba fotografías y retiraba los rollos de la máquina. Luego, todos se dirigieron a la parte posterior de la Cita aplazada. Notó que Neff temblaba y se mantenía muy cerca de Philip Ralston, que parecía casi contento de los problemas con que se enfrentaban. June fruncía el ceño y le miraba, esperando instrucciones.
No tenía ninguna que darles. Buscar a los hombres desaparecidos le parecía más que insensato. Lo único que les restaba por hacer ahora era retirar las piezas que necesitaban del tubo, en la medida de lo posible, y volver a la Polilla. Llamó a Ralston, y los dos rodearon la nave, dirigiéndose hacia el tubo.
¡Sólo quedaba el cascarón! La parte interna había sido retirada y, cuando iluminó con su linterna, vio que quedaban algunas tuercas, pero que todos los alambres y las tuberías de conexión habían sido limpiamente recogidas. Alguien se les había adelantado.
—¡Dios mío! —suspiró Ralston, retrocediendo poco a poco, mientras la antigua amargura cubría su cara—. ¿Qué haremos ahora?
Grey se dejó caer sobre el terreno, debajo de la nave, encendió la linterna y buscó alguna pista sobre los autores del hecho. No había ninguna. Las duras rocas no conservaban huellas y la capa de polvo parecía intacta, pese a que no había viento que pudiera removerla y borrar las huellas. La parte interna del tubo suponía una carga capaz de obligar a tambalearse a cualquiera, aun aquí, pero no quedaba rastro de quienes se la habían llevado.
—¿Qué hacemos? —respondió a Ralston—. Supongo que volver a la nave con las manos vacías. Somos seis. Con las provisiones y el aire de esta nave y la Polilla, podremos vivir unos dos meses, si ponemos cuidado. Entonces no, mejor antes, tendremos que obtener aire y comida de los líquenes. Quizás esos extraños pájaros sean comestibles, aunque lo dudo. Y tal vez encontremos minerales y otros materiales para reparar la Polilla.
Miró a Ralston, que guardó silencio. Grey lo prefirió así. No ignoraba que carecía de las herramientas precisas para ejecutar ese trabajo. No obstante, acaso con eso los demás conservaran alguna esperanza.
Volvieron a separarse. Ahora andaban lentamente. Grey se preguntó si habría alguna posibilidad de encontrar a los nativos, si de ellos se trataba. En caso positivo, quizá no fueran hostiles, sino indiferentes. Cabría entonces en lo posible establecer un contacto que condujera a un entendimiento. En su fuero interno, dudaba de la existencia de selenitas inteligentes. Los pájaros sobrevivían manteniéndose siempre en movimiento… ¿Cómo podía surgir la inteligencia con semejante tipo de vida? Y se necesitaba una civilización muy adelantada para alcanzar el nivel que les permitiría sobrevivir a la larga noche en el mismo lugar. Hasta arribar a ese nivel, la evolución de la inteligencia parecía imposible y, sin inteligencia, ¿cómo iban a llegar a él?
Correy se aproximó. Vio que conectaba su radio, dirigiéndose a él en una frecuencia que les aislaba de los demás.
—¿Es el final, verdad? Dime la verdad, Medio Litro.
Grey emitió su respuesta.
—Probablemente, aunque podremos postergarlo durante bastante tiempo… ¡Y adiós a los viajes espaciales! Y resultaba difícil antes de que se produjeran dos accidentes. A partir de ahora, tendrán la seguridad de que es imposible. De todos modos, trataremos de regresar. Quizá consigamos reparar la vieja máquina de Bill Benson, que parece en buenas condiciones, y mandar a una persona que cuente lo sucedido. Y dirija después una partida de rescate. Disponemos de combustible necesario, y extraeremos el agua para sus motores a reacción. ¿Te animarías a intentarlo?
—¿Yo? ¿Pretendes comportarte de nuevo como un caballero? —protestó, pero sus ojos reflejaban la misma expresión especulativa que había visto otras veces en ellos—. En caso necesario, me arriesgaré, por supuesto.
—Tú eres la informadora oficial de este viaje. Sólo tú cuentas con los medios para convencerles. Yo no. Los otros tampoco servirían. Por ahora, no veo otra solución. De todos modos, si no consigo desembarazarme de tu presencia, podría habituarme a ti. Y entonces te pondrías insufrible.
—¿Tú crees?
Grey no acertó a desentrañar la observación y la atribuyó a su picardía, que deseaba hacerle pasar por tonto.
—Pues yo pienso que serías tú el que se volvería insufrible, Pulgarcito. Me gustan los hombres, pero…
Pasó la radio a una frecuencia no direccional y se acercó a la señora Benson, dejándolo solo a la cabeza del grupo. Ahora bien, si creyó que él se quedaría pensando en ella, se equivocaba. Tenía otras preocupaciones y se entregó a ellas. En aquel momento se hubiese sentido más feliz sin el mando que había asumido, aunque se sabía más necesario que nunca. Allá lejos les esperaba la Polilla lunar, el mejor observatorio para investigar el paisaje en busca de algún signo de vida.
Se adelantó a los demás, conectando la radio y llamando a la nave. Sus temores estaban justificados. Nadie contestó. Wolff se hubiese alegrado demasiado al anuncio de su retorno como para no atender a la llamada. ¿De modo que Wolff había pasado a formar parte de los desaparecidos? No significaba una gran pérdida, pero intensificaba el misterio. ¿Cómo conocían aquellas cosas el momento oportuno para atacar?
Era obvio que habían desarrollado un método. Aparentemente no les interesaba apoderarse de un grupo, sino que preferían apresarles uno por uno. Eso explicaba el caso de Bill Benson y de Bob Marsden. No obstante, habían esperado algún tiempo antes de apresar a Swanson —quizás a causa de la escotilla, o por razones propias—, después a Kennedy, en la primera oportunidad, y ahora a Wolff. Según todas las apariencias, si permanecían siempre juntos, estarían a salvo. ¿O no?
Manipuló la cerradura exterior y sintió alivio al ver que no había sido cerrada. Si ellos —se tratara de quien se tratara— podían abrirla desde fuera, también podían volver a cerrarla… De ser así, no habría ningún medio para él de forzar la entrada. Los demás se sintieron aliviados, suponiendo que Wolff les abría desde el interior. Grey se guardó bien de decir nada, esperando a entrar y confirmar los hechos, antes de preocuparlos más. Despojándose del traje espacial, abrió la compuerta interior para completar la inspección.
Le recibió un suave ronquido. El cuerpo de Kennedy rodó alejándose de la puerta cuando Grey la empujó. Dormía profundamente. No mostraba ningún signo de violencia. Wolff, en cambio, no se hallaba presente, y no respondió a los gritos de Grey. Kennedy no despertó. Siguió roncando tranquilamente, relajado, deslizándose por el piso cuando el piloto abrió por completo la compuerta y entró en la habitación.
Neff se quedó boquiabierta cuando Grey levantó al enorme diseñador y lo colocó en un lugar más cómodo. Los ojos parecían salírsele de las órbitas.
—¡Ha vuelto!
—En efecto, ha vuelto. ¿Qué le parece si procura averiguar por qué sigue durmiendo, después de todos los empujones que le ha dado?
Grey la dejó pasar, preguntándose cómo una chica con semejante mentalidad de solterona se había decidido a embarcarse en un viaje tan aventurado, cómo podía ser un médico de primera categoría sin que sus ideas hubiesen evolucionado al menos un poco.
—Ha sufrido heridas graves o está drogado.
Neff empezó a revisar a Kennedy, mientras Grey la observaba, pensando en cómo unos seres extraterrestres podían conocer los efectos de las drogas sobre el cuerpo humano, a menos que hubieran decidido administrarle una droga inofensiva… si en efecto su sueño se debía a una droga. Esa podía ser una explicación de su retorno. Si sentían curiosidad y no albergaban malas intenciones, tal vez resolvieran traerle de vuelta, a fin de que sus semejantes le atendieran y corrigieran los posibles daños. Por otra parte, su sueño podía ser causado también por el agotamiento, después de alguna especie de tortura mental. De ser así su retorno supondría una advertencia, un aviso para que se alejaran y no volvieran.
Todo dependía de Neff. Si lograba revivirle, pronto se enterarían de la solución a través del propio Kennedy. En aquel momento, le inyectaba un fluido incoloro, vigilando su reacción. Al terminar, se volvió hacia la tripulación.
—Estoy segura de que le han dado alguna droga, pero no conozco ninguna capaz de producir este resultado. En general, las que tienen un efecto tan ligero —parece dormir normalmente— no lo prolongan tanto. De todas formas, creo que el estimulante que le he aplicado surtirá efecto.
Sin duda tenía razón, puesto que Kennedy empezó a retorcerse, moviendo también la boca, un espectáculo nada agradable. Neff se volvió para no verlo. Kennedy gruñó, emitiendo una serie de sonidos involuntarios. Neff se inclinó de nuevo, le puso otra inyección y aguardó el resultado.
Esta vez, la reacción fue más rápida y más fuerte. El hombre se incorporó de repente, mirando a sus compañeros.
—¡Eh…! Grey, Ralston, ¿qué ocurre aquí? Faltan horas para el despegue. Oigan, ¿cómo llegué aquí?
—Eso es lo que queremos saber. ¿Qué paso? ¿Vio a esos seres? ¿Cómo son? ¿Le dieron algún mensaje para nosotros?
Kennedy meneó la cabeza, desconcertado.
—No sé de que me habla. ¡Qué ambiente más raro hay aquí…! ¿Dónde diablos estoy?
—Sigue en la Luna, por supuesto. A la nave de Swanson le falta el tubo de…
—¿En la Luna? —Kennedy esbozó un gesto de extrañeza y miró al grupo, atónito—. ¿Bromea, verdad? No, ya veo que no. Advierto que hay poca gravedad y todo parece un poco extraño. ¿Pero cómo llegamos aquí? Lo último que recuerdo es que nos mandaron a dormir, un rato antes del despegue. ¿Va a decirme que dormí durante todo el viaje?
—No. Se suponía que estaba arreglando nuestro tubo. Y cuando volvimos, se había esfumado.
Grey no entendía nada. Kennedy, defectos aparte, poseía una inteligencia clara y una memoria excelente.
—Trate de dominarse, por favor, e intente recordar lo que sucedió. Hay muchas cosas que dependen de eso, sobre todo ahora que Wolff ha desaparecido.
—Bueno… No sé… ¡Dios mío, qué sueño tengo! —Bostezó y se recostó, cerrando los ojos—. No recuerdo nada, Grey. Márchese y déjeme dormir. ¡Déjeme dormir, por favor!
Las palabras que pronunció después se perdieron en un murmullo indistinto acompañado de los mismo suaves ronquidos que Grey había oído al llegar. Tampoco consiguieron nada sacudiéndole.
Neff encogió sus delgados hombros.
—Si continúa durmiendo a pesar de todas esas inyecciones, me rindo. Despertarlo otra vez podría ser peligroso. Ninguna droga que yo conozco actúa de esa manera. ¿Cree que…?
—No creo nada. Al principio, parecía muy lúcido, pero no recordaba nada. No trataba de engañarnos. ¿Y bien?
Los demás no presentaron ninguna sugerencia, aunque era obvio que su imaginación hacía horas extraordinarias. Entretanto, la de Grey reposaba. Los datos, tal como los conocía, no se ajustaban a ninguna de las posibilidades que se le ocurría y no se hallaba más cerca que antes de comprender las intenciones de los selenitas.
—Posiblemente ya se habrán dado cuenta de que Wolff ha desaparecido. No pretenderé que lo considere una gran pérdida, pero lo buscaría si supiera dónde. Mientras ustedes intentan resolver la cuestión, iré hasta la nave de Benson. Quiero revisar el motor y todo lo demás. Ustedes quédense aquí. Permanezcan atentos por si sucede algo sospechoso.
June le miró, frunciendo el ceño.
—No deberías salir solo, Pulgarcito. Esas cosas parecen elegir a quienes se apartan de sus compañeros. Podrían capturarte. ¡No seas tonto!
—Quizá quiera que me cojan, Zanahoria. —Se dirigió a la compuerta, ajustándose el casco—. Volveré cuando vuelva. Si no lo hago, no perderéis nada… Os tocarán más provisiones para repartir. ¡Hasta la vista!
La compuerta interior se cerró tras él. Salió y bajó por la escalerilla. Las exclamaciones de protesta de Correy se apagaron, y ahora sólo llegaba a sus oídos, propagado por el aire de su traje, el sonido de sus propios pies golpeando las rocas del suelo. Si había seres vivientes esperándole, podrían acercársele sin ningún ruido. De todos modos, se negaba a mirar constantemente hacia atrás.
Atravesó a toda prisa el valle de los líquenes, trepó por la ladera y cruzó entre las rocas hasta llegar al Alice, sin advertir más señales de vida que las ya conocidas. Dudó un momento, preguntándose si habrían adivinado sus intenciones y le estarían aguardando dentro de la nave. Por fin, se encogió de hombros y se dirigió a la pequeña compuerta.
4
A su regreso, todos le estaban esperando o, más bien, picoteando la comida que les habían colocado delante. Durante los escasos instantes que permaneció detrás de la compuerta interior, no oyó que nadie hablara. Cuando abrió la puerta, se pusieron en pie de un salto, con diferentes expresiones en sus caras. La de Ralston reflejaba admiración y un franco alivio, mientras que la de Correy se iluminó por un momento. Grey se volvió hacia la puerta.
—¿Algún problema durante mi ausencia? ¿Oyeron algo?
—Nada, Grey. Pasamos el tiempo muy tranquilos, en espera de que nos hablara por el altavoz. Diez minutos más y pensaba salir a buscarlo.
Y Ralston atacó su comida con mejor apetito.
—¡Hum!
Grey arrastró hacia adentro el cuerpo de Wolff, fláccido y roncando suavemente. Lo depositó en el centro de la cámara.
—¡Un regalito para ustedes! Lo hallé entre las dos compuertas, tal como le ven. Por suerte, le descubrí en seguida y entré antes de que el escape de aire le causara algún daño. No hacía ruido, y era lógico que no le oyeran, pero no entiendo cómo abrieron la compuerta y le metieron ahí en un silencio tan absoluto. Échele un vistazo, Neff.
Esta vez su diagnóstico fue rápido.
—Exactamente lo mismo que el otro. ¿Cree que debo intentar despertarle?
—No se moleste. Obtendría los mismos resultados. Fíjese, sin embargo, en que no lleva traje espacial. Eso significa que disponen de combinaciones diseñadas para los humanos, o bien, que transportan a sus clientes en vehículos herméticamente cerrados. El hombre soporta un poco de vacío durante algunos segundos… siempre que no se asuste. Bonito juego, ¿verdad? Sólo que no se trata de un juego… Debe de haber buenas razones detrás de todo esto. Nadie trabaja tanto para gastar una simple broma. Si fuéramos capaces de encontrar esas razones, quizá tendríamos la clave.
Metieron al dormido Wolff en su saco, a falta de un lugar mejor, y Grey denegó con la cabeza cuando la señora Benson comenzó a disponer los platos de papel para él.
—Todavía no. Voy a subir a echar una ojeada por la salida de emergencia.
—¿Qué encontraste en la otra nave? —preguntó Correy, con la mirada fija en los sacos donde dormían Wolff y Kennedy.
—¡Adivina! Tendría que haberlo sospechado.
Ella le miró, y su curiosidad dejó lugar a una súbita expresión de sospecha.
—Faltan los motores. ¿Es eso?
—En efecto. Y faltan desde hace mucho tiempo. Todavía queda aire en la nave, muy bien construida por cierto, y el metal aparece opaco en los pernos, demostrando que las tuercas fueron retiradas bastante tiempo atrás. No hay esperanzas por ese lado.
Hizo bajar la escalerilla que llevaba a la salida de emergencia y empezó a trepar. June se echó el pelo hacia atrás y le siguió en su largo ascenso hasta el pequeño compartimento donde apenas cabían los dos. Al levantar las persianas de las cuatro pequeñas ventanas de cuarzo, se mostró ante ellos el cráter que le rodeaba. Aquél era un lugar de observación, tanto como una salida de emergencia.
Grey movió el telescopio hacia todos lados y la casi totalidad del cráter se hizo visible, extendiéndose hacia el abrupto horizonte por un lado y hasta los impresionantes acantilados por el otro. Buscaba huellas de un sendero, de una zona aplanada entre las rocas, de cualquier signo de vida… No encontró ninguno. No había edificios, ni montones de basura, ni la más mínima señal significativa. Sólo una larga fila de pájaros selenitas, que saltaban uno tras otro desde algún punto oculto a su visión, para comer y aprovisionarse de aire antes de desaparecer.
—Tal vez no viven aquí —aventuró Correy—. Tal vez proceden de otra parte y están aquí de paso, para traer o llevar a alguien.
—Tal vez, pero no lo creo. Han de tener su base cerca. De lo contrario, no serían tan rápidos. No sabrían cuándo nos alejamos, ni aprovecharían nuestros momentos de descuido. Bueno, eso sólo nos deja un sitio posible: el acantilado.
Hizo girar el telescopio y estudió la rugosa pared, hasta que ella le apartó y miró a su vez.
—A mí no me parece eso un hogar, Medio Litro. Si viviera gente ahí, sin duda habría alguna estructura en la entrada.
—No son necesariamente hombres. Pueden tener otro tipo de mentalidad.
—Supongo que tienes razón. —Dejó el telescopio, restregándose los ojos—. No veo nada. Lo intentaré de nuevo cuando mis ojos se calmen un poco… Molesta mirar con este resplandor… ¿Te queda algún cigarrillo?
Él sonrió, enseñándole un paquete casi lleno.
—Bueno… No soy ningún cerdo, Pelirroja. ¿Te apetece? No, no, aguarda un minuto… No tengas tanta prisa. Hemos de establecer un ritual para disponer de esta reserva, ¿no te parece? ¿Se te ocurre algo?
—¡Vete al diablo, Grey! ¡Guárdate tus cigarrillos!
—Como quieras.
Sacó uno, parsimoniosamente, lo hizo girar entre el índice y el pulgar, lo golpeó varias veces y lo encendió. La brasa brillaba en la semioscuridad del compartimiento, y la débil corriente de aire que llegaba por las tuberías sólo servía para agitar el humo, permitiendo que enturbiara el aire antes de desvanecerse. Grey soltó un gruñido de placer animal, dobló las piernas y se tendió en el suelo.
—¡Y es nuestra marca favorita! Da pena pensar que se acabarán muy pronto.
June aguantó más de lo que él esperaba, sabiendo hasta qué punto la dominaba el hábito. Al fin, se encogió de hombros y se dejó caer junto a él.
—De acuerdo, de acuerdo. Pórtate como un canalla, si quieres. ¿Qué harás cuando se te acaben?
—Fumarme los dos cartones que había en la nave de Swanson… Englewood y Marsden dejaron una buena cantidad y, según parece, Swanson no los aprovechó. Dado que somos los únicos que fumamos en el grupo, nos durarían algún tiempo. Y no te molestes en buscarlos. Están bien guardados en mi mochila. ¿Y bien?
Se sentó, frotándose la cara, e intentó abrazarla. Ella le esquivó sonriente.
—Eres una rata, Nemo Grey, y te mereces lo peor. Éste es el truco más sucio que he visto en mi vida.
—Lo es —admitió él alegremente.
Empezaba a entender por qué los hombres que trabajan en condiciones extremas dedican tanto tiempo a bromear. En parte asombrado de sí mismo, en parte divertido, preguntó.
—¿Y qué vas a hacer?
—Supongo que cortarte el cuello cuando sepa que ya no te quedan más… Bueno, ¿me das o no ese maldito cigarrillo?
Había cuatro colillas en el suelo cuando, por último, volvió al telescopio. Para entonces, se sentía menos divertido y más asombrado. June se arregló la ropa y se levantó a su vez.
—De verdad que nos encontramos en un mundo lunático, Medio Litro. Una se vuelve chiflada aquí… ¿Sabías que por fin Neff ha decidido que Phil es el amor de su vida? Se lo ha dicho, y él está medio loco de alegría. No le importa regresar o no.
—No sé qué ve en ella, pero le considero un chico estupendo y me alegro de que sea feliz… ¡Oye! Echa una mirada hacia allí, entre aquella cosa verdinegra y la hendedura que hay detrás. ¿Ves lo mismo que yo?
Ella miró, frunciendo el entrecejo.
—Parece un agujero.
—Tiene que serlo. En algún lugar han de vivir, y apuesto a que respiran oxígeno. Deséame suerte, Pelirroja.
Grey se asió a la cuerda y bajó velozmente por ella, dirigiéndose a la cámara con la muchacha a sus talones.
—¡Eh! Tú te quedas aquí —la detuvo Grey—. Ralston, creo que he descubierto su escondite y voy a explorarlo. Tome el mando durante mi ausencia.
Correy se deslizó por la compuerta interior.
—Sólo pretendo proteger el suministro de tabaco, ¡so usurero! Pensabas irte corriendo y dejarme sin fumar. Es inútil que lo niegues.
Él supo que hablaba en serio y asintió, poniéndose su traje y ayudándola a colocarse el suyo. Llevar a alguien consigo podía resultar una buena idea, ya que por lo menos uno tendría posibilidades de volver con información. Salieron de la nave y saltaron por entre las rocas, dirigiéndose al acantilado, por senderos distintos, pero manteniéndose cerca. La nave de Swanson estaba a unos ochocientos metros a su derecha. Cuando la sobrepasaron, el terreno se tornó más abrupto, lleno de zanjas y peñascos, obligándoles a disminuir el ritmo de la marcha.
—Hay muchos minerales por aquí —anunció Grey por el micrófono—. Apuesto a que en el fondo de ese acantilado yace un verdadero tesoro. A lo mejor, incluso hay una buena cantidad de radio… ¿Dónde estás?
No la veía, pero su voz le llegó en el acto.
—A la izquierda, en la zanja. Da muchas vueltas y es estrecha, pero me parece el mejor camino. Ven.
—Vio el lugar que le indicaba y se dirigió hacia allí. Cosa extraña, el suelo no presentaba asperezas, y sus saltos le impulsaban a buena velocidad. Correy no le esperó, convencida aparentemente de que nada les amenazaba. La zanja se iba haciendo más recta y más estrecha a medida que avanzaban. Miró hacia la derecha, deseando conocer un poco más sobre metales y minerales. Cuando volvió a mirar a June, ésta se había caído boca abajo.
—¡June!
—Creo…, creo que estoy bien. Rocé una roca suelta y me golpeó en la espalda. Yo… ¡Socorro, Grey! ¡Se me ha roto el tubo del aire!
Su voz sonaba frenética, y el traje empezó a desinflarse. Retorciéndose, la chica suplicó débilmente:
—¡Grey!
—¡Aguanta! —Corrió hacia ella sin tomar ninguna precaución—. Contén la respiración, si puedes. Te alcanzaré en un segundo. No malgastes energía. ¡Ya estoy aquí!
Retiró la piedra incrustada en la espalda de la combinación espacial arrojándola a un lado, y examinó el tubo desgarrado que llevaba el oxígeno desde el tanque al casco. Era corto y estaba bien protegido, pero el filo de la roca lo había seccionado limpiamente y las últimas moléculas de aire escapaban mientras lo miraba, más rápido ahora que la piedra no taponaba el agujero.
A toda prisa se quitó los guantes, apretando las bandas de las muñecas para no perder tanto aire, y sus dedos desnudos asieron el metal ardiente del tubo, cubriendo la parte rota. El aire volvió a llenar el traje cuando puso en funcionamiento la válvula, y oyó cómo ella respiraba.
—Tranquila ahora. Respira profundamente dos o tres veces. Vacía bien los pulmones en cada ocasión. Así. Necesitaré un par de minutos para cambiar el tubo… Gracias a Dios que traje un recambio… Tendrás que volver a contener la respiración. ¡Ahora! Respira una vez y después aguanta.
El sol brillaba sobre el metal, recalentándolo, aunque parte del camino se habían mantenido a la sombra. Pero no tenía tiempo para preocuparse por las quemaduras en tanto que sus dedos atornillaban el recambio, tras quitar el tubo averiado. Los cuatro kilos y medio de presión que pesaban sobre su cuerpo provocaban la hinchazón de sus manos en el vacío, aunque no lo bastante para causarle daños serios. Al fin, el nuevo tubo quedó instalado y volvió a girar la válvula, dejando pasar el oxígeno.
June se puso en pie, tambaleándose, mirando las manos enrojecidas de él mientras se calzaba de nuevo los guantes.
—Lo siento, Grey. Me mostré demasiado descuidada. Eres…
—Olvídalo. —Él también respiraba con dificultad, avergonzado por el temblor de sus piernas, y habló con brusquedad—. Nada serio. De ahora en adelante, nos mantendremos juntos, eso es todo. ¡En marcha!
—¡Un momento!
La voz llegó por la radio, de una dirección no determinada. Ambos se volvieron y vieron a Alice Benson que se acercaba.
Espérenme, por favor. Me ha costado mucho trabajo seguirles. Apenas les veía. ¿No les importa, verdad?
—Ralston no debió dejarla salir, señora —le dijo Grey—. ¿Por qué lo hizo?
—Porque estoy cansada de esperar que sucedan cosas, hijo. Quiero saber qué ocurre, igual que usted. Y aquí soy casi joven de nuevo, de modo que no les supondré ninguna molestia. Además, ¿qué importa? Si les cogen, de todos modos quedaré abandonada, para morir lentamente.
—¡Déjala venir, Grey! —pidió June.
El muchacho lo pensó un momento y acabó por asentir, reemprendiendo el camino hacia el acantilado. Como ella había dicho, allí era lo bastante ágil para no suponer un estorbo, y sus posibilidades igualaban a las de ellas.
Llegaron al final de la grieta, en la base del acantilado. Sobre sus cabezas el círculo oscuro, sin duda un agujero, resaltaba muy visible en la empinada pared rocosa, a unos dieciocho metros de altura.
Grey no perdió tiempo en explicaciones. Tomó carrerilla y, de un salto, se elevó unos seis metros, arreglándoselas para asirse a un resalto, junto a una especie de ménsula. Sus pies encontraron apoyo y descubrió otro punto al que aferrarse, antes de sacar un rollo de cuerda y dejarlo caer con cuidado hasta las dos mujeres, que se apresuraron a trepar y reunirse con él.
En realidad, lo que parecía difícil a causa de los recuerdos de la Tierra les fue sorprendentemente fácil. Sus cuerpos, a pesar de los trajes, pesaban la cuarta parte que en la Tierra, y el acantilado estaba lleno de salientes. Había uno debajo del agujero y lo alcanzaron en pocos segundos. Estaba oscuro.
—Tendremos que tantear el camino —ordenó—. ¡Nada de luces!
La oscuridad total resultaba inquietante, ya que carecía de los habituales toques de penumbra normales cuando hay atmósfera. Grey comprobaba cada paso, con una mano apoyada en la fría pared de rocas y la otra tendida hacia delante, para no golpearse la cabeza. Caminaron lentamente. Oía la respiración de ambas mujeres por los auriculares. Por último, su mano tropezó con un obstáculo plano. Lo palpó. Habían llegado al final del túnel. Cubrió la linterna con las manos, dejando sólo un estrecho orificio, y la encendió. Frente a él, descubrió una puerta metálica, encajada en la roca, con un tirador y una hilera de extrañas letras a su lado. Al otro, en caracteres normales, brillaba la palabra ¡BIENVENIDOS!
June contuvo el aliento, pero la mente de él encontró una pista para la solución. Ya hacía días que se habían apoderado de Swanson y sin duda habían logrado ya comunicarse. Imposible saber si el cartel significaba un saludo o una trampa. Ni siquiera podía estar seguro de que supusiera algo más que una chispa de humor negro procedente de Swanson.
Accionó el tirador, notando que giraba con facilidad. Un resplandor se encendió al abrir la puerta y penetrar en el interior. Sus compañeras dejaron escapar un leve grito, pero le siguieron, y la puerta se cerró automáticamente, con un silbido neumático. Unos segundos después, se abrió otra compuerta que daba a un largo y liso vestíbulo de piedra blanca, iluminada por una luz tenue que brotaba de los muros y el techo. Grey sintió que su piel se atirantaba. Sin embargo, cruzó el umbral, con las mujeres detrás. La compuerta se cerró sin ruido.
Quitándose el casco, se dio cuenta de que el aire olía a ozono. Más tenue que la mezcla de la nave, era no obstante respirable y, al cabo de un minuto, le pareció incluso agradable. Pensó en no despojarse del traje espacial, por si había necesidad de huir. Al fin decidió lo contrario. Las puertas automáticas les impedirían el paso.
—Más vale que nos pongamos cómodos —recomendó a las mujeres—. Quitémonos los trajes y presentémonos a nuestros anfitriones con cierta elegancia. Me preguntó por qué no habrán aparecido aún. Toma, Zanahoria, enciende uno —añadió, tendiéndole un cigarrillo.
—Gracias, bondadoso señor —dijo ella en tono de burlón asombro—. Si no lo viese, supondría que se trata de un regalo con condiciones. ¿Hacia dónde vamos? ¿Cruzamos el vestíbulo?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Quiere intentarlo, señora Benson?
—Sí, Grey. Una gente capaz de diseñar unas luces tan suaves y trabajar la roca para formar estos muros no creo que sea mala. Poseen una cultura. Y muy desarrollada.
Una especie de alfombra amortiguó sus pasos cuando atravesaron el vestíbulo y se acercaron a una habitación que se abría al fondo. Entonces se detuvieron, incrédulos.
Bob Marsden dejó a un lado al extraño rollo de escrituras que estudiaba y corrió hacia ellos, con una amplia sonrisa en su rostro familiar y Swanson a sus talones.
—¡Terráqueos, por fin! ¿Cómo están, amigos? Ya vemos que no les han traído dormidos.
Entretanto, Swanson estrechaba sonriente la mano de Grey.
—¿Así que le eligieron para este viaje, eh? ¡Estupendo! Ya me enteré de que se portó mejor que yo. ¿Qué le parece si me presenta a las señoras, amigo? ¡Eh, Burin Dator! ¡Tenemos visita!
Una criatura entró en la habitación. Recordaba a un hombre por su conformación general, aunque sólo media noventa centímetros y era de complexión delicada. Tenía las facciones muy separadas, con la nariz debajo de la boca, no encima, y una piel gruesa y correosa, desprovista de pelo. Parecía una tosca caricatura humana fabricada en goma. No obstante, presentaba un aspecto civilizado y agradable, como un animal gracioso y bien formado.
—¡Mike!
Habló en voz baja y sonora, un poco absurda considerando su tamaño, pero con una entonación entusiasta y alegre.
—¡Mike, hijo, por fin has vuelto! Te echamos mucho de menos. Nos preguntábamos por qué no habías llegado en la primera nave. Swanson nos explicó que te fue imposible, de modo que esperábamos que vendrías en la nave de rescate. Sin embargo, no conseguimos acercarnos lo suficiente para verte, y la descripción que le sacamos a ese tal Kennedy no era tan exacta como para sentirnos seguros. Me disponía ya a salir para conocer a tu grupo… ¡Bienvenido a casa, hijo!
Burin Dator deslizó su delicada «mano» en la de Grey, con una mirada cariñosa y la expresión que —Grey lo sabía— equivalía en él a una sonrisa.
—¡Asamblea general! ¡Mike ha vuelto! Lursk, un poco de vino sintético. ¡Esto hay que celebrarlo!
5
Y fue una buena celebración, por cierto. El resto de los marcianos fueron entrando y uniéndose silenciosamente a la fiesta, todos mirando a Grey con la misma expresión de familiaridad. Por último, Burin Dator se levantó y les condujo a una confortable habitación, donde una serie de asientos tapizados rodeaban una mesa baja y ocupaban los rincones. Su arrugada cara resplandecía de felicidad El trío de terráqueos le siguió con creciente sorpresa, un poco irritados contra Swanson y Marsden, quienes se negaban a contestar a sus preguntas. Aún no osaban creer en la realidad de lo que veían, y ansiaban oír las explicaciones que se habían sugerido. Grey se aferraba ceñudo a su cordura, manteniéndose de manera inconsciente muy cerca de June, a fin de asegurarse un mínimo de normalidad.
El pequeño marciano se tomó su tiempo para elegir un asiento.
—¿Están cómodos? Lamento sinceramente que nuestros primeros contactos hayan sido desagradables, pero necesitábamos saber con qué tipo de personas nos encontrábamos. Por desgracia, los dos hombres que capturamos primero nos forzaron a tomar ciertas medidas. Así que los devolvimos en buen estado de salud, si bien con sus funciones un tanto restringidas.
June se agitó inquieta.
—¿Qué les hicieron, exactamente?
—Nada irreparable, se lo aseguro. Borramos algunos de los recuerdos, después de comprender que sus palabras, una vez en la Tierra, hubieran tenido malas consecuencias para nosotros… Se proponían explotar este mundo, ¿saben? Ahora han olvidado todo lo ocurrido en los últimos días, con la ayuda de una pequeña operación, y se hallan bajo los efectos de una droga que les impedirá enterarse de nada. Les daremos un antídoto, para que lo tomen antes del aterrizaje… Fue un trabajo delicado eliminar algunos de los recuerdos y preservar los demás, excepto los relativos a los acontecimientos más recientes. Me siento orgulloso de no haberme visto obligado a dejar sus mentes en blanco.
—Los cirujanos de la Tierra son capaces de destruir la memoria —asintió Grey, que conocía bien el tema, puesto que, naturalmente, le interesaba mucho—. En cambio, no pueden hacer eso, y menos a gente de otra raza. Tiene buenas razones para sentirse orgulloso.
—Resultó difícil. Pero recuerda que nuestras manos son un poco más delicadas que las vuestras y que hemos estudiado con gran cuidado la mente humana. Sólo hace muy poco descubrimos la forma en que el hombre clasifica sus recuerdos y qué nervios los controlan. Además, aunque tu raza nos supera con mucho en sentido mecánico y en inventiva, nosotros estamos más avanzados en medicina, psicología y en el estudio general de la química orgánica y el pensamiento. Ni Swanson ni Marsden fueron los primeros. Conocimos a nuestro primer terráqueo mucho antes.
Alice Benson se inclinó hacia delante. Sus ojos brillaban.
—Ese hombre, señor Dator… ¿Se llamaba Bill Benson?
—En efecto, señora. Y supongo que es usted su esposa. Le entregaremos sus escritos antes de que se vaya. Él la creyó muerta al ver que no venía. No sabía que había estallado una guerra. De lo contrario, hubiese regresado a la Tierra… Ahora bien, para empezar, en Marte contamos con un medio mejor que el terrestre para efectuar observaciones astronómicas. Nuestro aire es más tenue y se pierden menos detalles. Vimos su bengala en la Luna por casualidad, pero la observamos y la analizamos con todo cuidado. Dedujimos, pues, que había vida en el mundo de ustedes y que habían atravesado el espacio con éxito. Por aquel tiempo, gracias a una afortunada casualidad, habíamos completado la construcción de una nave espacial, en la que nuestro pueblo —o por lo menos, nuestro grupo— había trabajado durante doscientos años terrestres. Somos lentos para estas cosas, como ya he dicho. Nos servimos de un simple motor a reacción de oxigeno-hidrógeno, suficiente para traernos desde nuestro mundo de baja gravedad hasta la Luna. Tuve la fortuna de que me eligiesen para formar parte de la tripulación. Cuando encontramos a Bill Benson, pasamos casi un mes curando las lesiones que había sufrido a causa de sus paseos fuera de la nave y por la falta de aire. Tardamos mucho en localizarle. Estaba casi muerto cuando le hallamos. Nos llevó algún tiempo llegar a entendernos, pero, aunque nuestros pueblos son muy diferentes, sus semejanzas en materia de conducta y manera de pensar resultan sorprendentes.
El marciano hizo una pausa, meditando antes de proseguir.
—Igual que en la Tierra, en Marte hay un tipo práctico y un tipo idealista. Del primero, sólo se han de esperar problemas en un encuentro entre las dos razas. Se entablaría una lucha por la supremacía, que terminaría mal para todos. A diferencia de ustedes, nuestros idealistas reconocieron ese hecho cuando iniciamos las primeras tentativas de construir un cohete y se organizaron en un pequeño grupo secreto. De ese grupo proviene toda nuestra gente, y sólo él sabe algo de nuestro éxito. Nos vemos obligados a engañar a los demás. Bill Benson se mostró de acuerdo en poner sólo al tanto a los idealistas de su raza. Ustedes lo son, nosotros también. Los dos hombres que duermen en su nave, no. Por consiguiente, no deben saber nada, ni su mundo tampoco.
»El satélite es rico en cosas que ambas razas necesitamos: metales y minerales en extremo valiosos, incluso en pequeñas cantidades. Quienes se apoderasen de ellas amasarían enormes fortunas, como las amasan a partir de los secretos arrebatados a otros. Nosotros ya hemos empezado a aprovechar sus máquinas, sus aparatos, otras cosas que Bill Benson nos describió, en especial la energía atómica, que supone la verdadera clave. Hemos digerido lentamente esos conocimientos, al parecer resultado de la suerte o la habilidad individual. Ustedes deben hacer lo mismo.
»Nos proponemos, pues, formar un pequeño grupo en cada planeta, que vaya controlando poco a poco una parte cada vez más importante de las riquezas de este mundo, en apariencia sin conexiones con la Luna, hasta que la compañía tenga en sus manos el equilibrio del poder. La encabezarían, naturalmente, hombres que sabrían y simpatizarían. Luego, cuando los idealistas hayan desbrozado el camino, abriremos las puertas a ambas razas, dirigiendo con precaución las opiniones para que las masas se mantengan de acuerdo con nosotros. Nunca lograríamos vivir en un planeta tan pesado como la Tierra, y ustedes encontrarían muy poco atractivo el nuestro. Pero aquí, en la Luna, encontraremos un medio común para nuestro futuro. De otro modo, nos espera la destrucción mutua. ¿Conseguiremos todo eso?
Grey asintió, con la cabeza llena de planes para un futuro quizás a muchos siglos de distancia.
—Sí, creo que sí. Sin la menor duda, los hombres que controlan las finanzas de una nación pueden hacer mucho para conformar sus ideas y sus leyes.
—Y el núcleo de la compañía existe ya —señaló excitada la señora Benson—. Soy la dueña de la Atomic Power, un poderoso instrumento. En este momento dispongo de poca liquidez, pero eso no importa. El verdadero capital no se ha tocado. Y aunque Cartwright, que dirige la compañía, no me parece de confianza, se retirará pronto. Entonces se hará cargo de ella mi sobrino. Él sabrá organizarla muy bien. Pediremos ayuda por radio, diciendo que hemos aterrizado en un lugar desolado, dañando la nave, y que en la Luna no hay nada de valor, que se trata de un mundo peligroso e inaprovechable…
—Precisamente, señora. —Burin Dator le dedicó otra de sus desdentadas sonrisas—. Esos dos hombres sufrieron daños en el cerebro a causa de alguna radiación. A usted le hubiera pasado lo mismo, si su edad no la hubiese confinado en el interior de la nave… Los demás parecerán haber sufrido mucho, gracias a ciertas drogas que poseemos. Las fotos que han tomado no mostrarán nada. Más tarde, se organizarán ustedes en secreto, formando compañías mineras, pequeños grupos de inventores y una flota pequeña, aunque muy eficiente, de cargueros espaciales, con base en alguna isla remota, supongo, que se encargará de transportar a los idealistas, de recoger los metales preciosos en pequeñas cantidades y las gemas de los cráteres… Creo que podemos confiar en el futuro.
Grey estaba de acuerdo, y se imaginaba el funcionamiento de la compañía, muy discreto, bajo distintos nombres. Pero eso dejaba sin resolver el gran problema.
—¿Cómo volveremos? Nuestro tubo se ha agujereado, y probablemente ustedes usan otro sistema que no se adaptará a la Polilla.
—Ahora usamos un tipo de propulsión similar al vuestro, perfeccionado por Bill Benson y mucho más eficaz. No se destruye a sí mismo. Lo arreglaremos con facilidad. Somos visionarios, Mike, pero no tontos.
—¿Por qué me llama siempre «Mike»? ¡No me diga que soy un marciano modificado!
El constante recurso a aquel nombre en combinación con el tono paternal de los marcianos, empezaba a crisparle los nervios.
Burin Dator rió, en una obvia imitación de las emociones humanas, aunque, evidentemente, la risa se había convertido para él en algo natural.
—Nada de eso, hijo. Ya expliqué que estamos muy avanzados en bioquímica. Cuando Bill decidió quedarse aquí, quiso un hijo, siempre que nuestros métodos funcionasen tan bien como decíamos. Fracasamos nueve veces, y la décima, fracasamos a medias, pero aprendimos. Tú eres nuestro undécimo intento de exogénesis. Creo que no resultaste adaptado por completo a la vida en la Tierra, ya que siempre presentaste algunas características peculiares. En resumen eres el… sí, el hijastro de la señora Benson.
—¿Y cómo llegué a la Tierra sin ningún recuerdo?
—Prometimos a tu padre, antes de su muerte, que te enviaríamos allí. No obstante, consideramos una imprudencia confiar en un chico que no sabía nada sobre su planeta de origen, de modo que nos vimos obligados a borrar tus recuerdos. Esperábamos que tus hábitos de pensamiento y tus emociones desarrollarían un carácter similar al que tenías y que algunas sugestiones sin palabras que implantamos después de la operación te traerían de vuelta, si era posible. Por fortuna, no nos equivocamos.
—¿Me devolverán la memoria?
—No. La operación es definitiva, aunque te enseñaremos documentos sobre tu vida anterior, desde su comienzo. Te servirán casi lo mismo.
Dator dudó, mirando a uno y otro.
—Naturalmente, esperamos que te quedes con nosotros, cuando los demás se vayan. Explicarán tu ausencia achacándola a un ataque de locura lunar. Te alejaste andando y no regresaste nunca. El señor Swanson conducirá la nave de vuelta. Le encontraron al borde de la muerte, por supuesto, pero se salvó porque nunca salió de su nave. O cualquier otra cosa por el estilo. Ahora bien, necesitamos que se quede por lo menos un representante de tu planeta.
Grey consideró con calma la cuestión. La Tierra nunca había sido muy bondadosa con él, un monstruo entre los hombres. Sólo aquí había encontrado amigos: la señora Benson, Ralston, los marcianos… Quizás incluso June Correy. Cuando volvieran, el trabajo les absorbería y él volvería a quedarse solo. No obstante…
June interrumpió sus cavilaciones, decidiendo el problema.
—Por supuesto que nos quedaremos. Es la única solución.
El sonido de su voz le sobresaltó, y se volvió para mirarla. Su cara se mostraba tranquila.
—¿Nos? Yo me quedaré, claro, pero tú…
—Me quedo también, si no te importa. Seré honesta contigo. Aquí eres un hombre y, en estas condiciones, me sirves. El tamaño no cuenta. En la Tierra, me daría vergüenza andar por la calle a tu lado. Te borraría de mi vida con tanta rapidez que nunca sabrías qué paso. ¡Y no quiero hacerlo!
Grey no se detuvo a pensar en sí mismo. Tal vez estuvieran en un mundo lunático, pero esta locura era mucho mejor de lo que había sido su vida normal. Había tenido miedo de pensar en esas cosas, aun aquí. Ahora en cambio…
—¿Los marcianos celebran alguna ceremonia para el matrimonio, Dator?
Burin Dator asintió entusiasmado.
—Sí, por cierto. Además, tenemos una copia de la ceremonia terráquea. Mis ingenieros arreglarán vuestra nave mañana y habréis de despediros de vuestros amigos. ¿Por qué no proceder esta noche a la boda? Invítalos por la radio, para que actúen de testigos.
Los ojos de Alice Benson reflejaban la rapidez con que había aceptado a Grey como a un hijo.
—Muy amable, señor Dator. Algún día volveré. Considero la Luna como mi propio mundo. ¿Qué quieres como regalo de bodas, Mike?
También era el mundo de él, el único lugar donde se sentía a gusto. Pero mundo nuevo o no, sus emociones se sobreponían, demasiado nuevas para expresarlas de la manera adecuada. Fue June la que respondió, con una sonrisa muy dulce, aunque se pretendía burlona.
—Cigarrillos, señora Benson. Este chico corre más con un poco de tabaco que todos sus cohetes juntos.
Fin
Al parecer, todo tiene su precio. Escribir en condiciones de extrema premura lleva cerca de diez veces más tiempo que el trabajo normal. Si el escritor lo sabe de antemano y lo tiene lo bastante en cuenta, resolverá el problema tomándose un par de días de descanso, sin mirar siquiera la máquina de escribir, hasta adaptarse de nuevo a su propio ritmo. Cuando no se espera a esa recuperación, las consecuencias pueden ser mucho peores. Yo descubrí que había desarrollado una enorme aversión contra todo lo que se relacionase con el oficio de escritor, y esa reacción duró más de lo debido. En lugar de aceptarla y dejar que se desvaneciera por sí misma, empeoré las cosas tratando de forzarme a escribir. Como resultado, obtuve un montón de papeles en el suelo y una buena idea para una novela corta, que se perdió para siempre a causa de la magnitud de los errores que cometí al intentar transcribirla.
Sin embargo, disponía del dinero suficiente y me encontré llevando a cabo algunos trueques muy peculiares gracias a un par de circunstancias inesperadas. El primero fue consecuencia directa de la falta de materiales y mano de obra especializada, motivada por la guerra. De pronto, la gente se vio incapacitada para reemplazar los artefactos que dejaban de funcionar, siendo muy difícil encontrar repuestos o alguien que efectuara la reparación. Me di cuenta de eso cuando la tostadora del drugstore se pasó al enemigo y se negó a cumplir su obligación. No fue difícil repararla, una vez que descubrí cómo se quitaba la decorativa cubierta. El pago consistió en varias comidas gratuitas. Luego, una adorable y pequeña calculadora se rompió, y me llamaron para ver si lograba hacerla funcionar.
Siempre he disfrutado con los mecanismos. Por aquellos días, poseía un cierto conocimiento improvisado sobre las máquinas y la electrónica. Sin embargo, en aquella ocasión el éxito dependía más de una especie de simpatía entre la máquina y yo. Años más tarde, me tomé el trabajo de aprender a fondo la teoría electrónica, aunque nunca conseguí saber lo suficiente para equipar con nuevas instalaciones eléctricas algunos de los aparatos de televisión a los que cambiaba los tubos. Y no obstante, cuando terminaba de reparar una radio…, ¡el maldito aparato funcionaba! Se corrió la voz a partir del drugstore por todo el vecindario y me encargaron una sorprendente cantidad de reparaciones. Disfruté con ello, ya que produce una gran satisfacción curar un mecanismo enfermo…, aunque detestaría dedicarme a eso como una actividad permanente.
Luego estaban los juegos electrónicos. En ese momento, en Saint Louis, la mayoría de los establecimientos abonaban en metálico las partidas ganadas. Todo aquello resultaba una novedad para mí y no resistí a la tentación. (Después de todo, los tales dispositivos también eran artefactos). Ante mi sorpresa, descubrí que en la mayoría de los casos se trataba de juegos de destreza… siempre y cuando se los estudiase a fondo antes, a fin de dominar la técnica que permitía mover la máquina sin que se anulara la partida al cometer una falta.
Al drugstore le daba lo mismo quien ganara, y el gerente parecía pensar que yo merecía atenciones especiales por el hecho de ser un cliente habitual y, a veces, un útil peón para todo. De modo que, con frecuencia, me permitía adjudicarme las partidas gratuitas que obtenía el técnico de servicio cada vez que instalaba una máquina nueva. Eso me proporcionaba la experiencia necesaria con el artefacto para trazar la estrategia requerida. Casi todas mis comidas en el establecimiento fueron pagadas con las ganancias.
Por la misma época, el encargado nocturno del hotel comprobó que no me importaba reemplazarle de vez en cuando. Una buena parte de mi cuenta me fue descontada a cambio de esos servicios.
Es asombrosa la habilidad que un escritor puede desplegar para no enfrentarse con la necesidad de escribir y cuántas excusas llega a inventar. A mí me sucedió así, aunque di por sentado que se debía a una peculiaridad de mi carácter. Sólo más tarde comprendí que constituye un riesgo inherente al oficio. No sé por qué sucede de esa forma. No es pereza, ya que la mayoría de los subterfugios requieren más tiempo y esfuerzo que el hecho de escribir, aparte de dejar menos beneficios. Pero resulta inevitable. Quizá Campbell haya encontrado la respuesta correcta: «Todos los escritores están locos —explicó, añadiendo—: Y los escritores de ciencia ficción más locos todavía. Por su parte, los editores están, si cabe, más locos que los peores escritores. Y en cuanto a los editores de ciencia ficción… su locura no tiene límites».
Sin embargo, en aquel momento, yo racionalizaba todas esas cuestiones, como de costumbre. Trabajaba en una serie de relatos acerca de un hombre que, por accidente, se convertía en un ser inmortal, en un mundo desoladoramente arrasado y que le necesitaba. No deseaba más continuaciones. No obstante decidí que una serie concebida desde el principio para abarcar muchos relatos sería diferente. Tal vez lo haya sido. Nunca lo he averiguado.
Por fin, comencé la serie. En todas partes se respiraba una atmósfera bélica, que, naturalmente, influía sobre todo cuanto pensaba y escribía. La narración comenzaba con una devastadora guerra que se situaba en el futuro. La titulé Objetor. Campbell, con muy buen acierto, la rebautizó con el título de Quinta libertad. Alcanzó las ocho mil palabras, la máxima extensión que Astounding permitía para un cuento.
Lógicamente, tenía que usar un nuevo seudónimo para diferenciar la serie de los demás relatos que pensaba escribir. De manera que Quinta libertad apareció bajo la firma de John Alvarez.