Publicado en
mayo 11, 2017
Él piensa que soy simplemente la "frontera" de su cuerpo, sin embargo, cada centímetro cuadrado mío desempeña un número fantástico de funciones.
Por J.D. Ratcliff.
JUAN* ME considera tan poco interesante como la cubierta de una salchicha; como si yo, su piel, fuera un pergamino que exige mucho (afeitarlo, bañarlo, rascarlo, untarlo) y da poco. ¡Pero qué equivocado está! En realidad soy absolutamente esencial.
Llevo a cabo tareas que él ni siquiera imagina. No piensa que yo sea capaz de fabricar sustancias químicas complejas, pero puedo hacerlo. Produzco por lo menos una vitamina importante, la D, y activo la hormona sexual (testosterona) que producen los testículos. Ayudo a regular la tensión arterial. Conservo el agua dentro del organismo (si no fuera por esto, Juan moriría) y, a la vez, no la dejo entrar en él ( Juan puede nadar horas enteras sin hincharse de agua). Mi compleja red nerviosa percibe el dolor, el contacto, el calor, el frío, y en un instante pasa estas sensaciones al cerebro. Me han llamado la "frontera" del cuerpo, pero creo que "muralla" sería un nombre más apropiado, pues lo protejo de una poderosa horda de invasores potencialmente mortales (las bacterias) que viven en mi superficie o llegan a ella.
Presento muchas formas: las uñas de Juan, el pelo, el callo que tiene en la planta del pie, la verruga que tuvo en un dedo. Estoy constituida por tres capas: la exterior o epidermis, la intermedia o dermis y la profunda o tejido subcutáneo.
En la mayoría de las regiones del cuerpo mi epidermis es delgada como el papel. Esto lo podrá comprobar Juan la próxima vez que se queme un dedo: la epidermis es el tejido transparente que cubre la ampolla. Juan puede rebanarse un callo sin que sangre, porque mi epidermis no tiene riego sanguíneo. Las células se nutren por ósmosis desde abajo.
La serpiente muda de piel en forma muy visible; en cambio, el desprendimiento de mi epidermis es un proceso lento y continuo. Todos los días se forman millones de nuevas células en la parte más profunda de mi epidermis y comienzan a desplazarse hacia afuera a la vez que cambian de forma y se convierten, de un material celular parecido a la gelatina, en queratina, sustancia dura y córnea. Mi capa de queratina está constituida por células planas, semejantes a ripias, todas muertas, pues las frágiles células vivas no podrían sobrevivir expuestas al hostil ambiente exterior. Y también todos los días se eliminan millones de ellas al bañarse Juan, o las desprende la ropa. De esta manera, Juan cambia de epidermis cada veintisiete días, el tiempo que transcurre desde que nacen hasta que mueren estas células.
No hay mucho que decir de las funciones de mi parte grasosa subcutánea. Obra como amortiguador que protege los órganos internos, sirve de aislante para conservar el calor corporal y es la causa de que nuestros contornos corporales resulten atractivos, aunque eso es más importante para la mujer que para el hombre. Algunos especialistas consideran que tal capa no es propiamente mía, pues subcutáneo significa "debajo de la piel".
Veamos ahora mi parte más recia: la dermis. Esta es la resistente y elástica cubierta que mantiene todo unido; impide que vasos, grasas, etcétera, abulten o se salgan de su sitio. Contiene una intrincada red de nervios, vasos sanguíneos y glándulas. La proporción de estos elementos varía en diferentes lugares del cuerpo, pero en un centímetro cuadrado de superficie (un área del tamaño de la uña del dedo meñique y de tres milímetros de grosor) se encontrarán, por término medio, unas cien glándulas sudoríparas, tres metros y medio de nervios, centenares de terminaciones nerviosas, diez folículos pilosos, quince glándulas sebáceas ¡y casi un metro de vasos sanguíneos!
Es de interés especial mi compleja red de vasos sanguíneos. Si Juan hace ejercicio en un día caluroso, los vasos se dilatan y eso le provoca la sensación de acaloramiento. Lo que sucede es que estoy tratando de librarme del calor despidiéndolo al exterior. En un día frío ocurre lo contrario: mis vasos se contraen, desviando la sangre hacia el interior del cuerpo, y Juan palidece. Mis vasos sanguíneos también están sujetos a las órdenes de las emociones. Cuando está enojado, Juan enrojece, pues le he abierto los vasos de la cara; y si tiene miedo, los vasos sanguíneos se cierran y siente frío hasta en los pies.
Claro que no es novedad que la evaporación del sudor enfríe el cuerpo; pero no se reduce a esto el funcionamiento de mi complejo sistema de regulación térmica. Si la temperatura corporal subiera unos cuantos grados por arriba de los 37°C., Juan se podría dar por perdido. Para evitar esto, tengo un pasmoso número de glándulas sudoríparas (dos millones, repartidas en 1.7 metros cuadrados de superficie corporal). Cada una de ellas es un tubito estrechamente enrollado y empotrado en lo profundo de mi dermis, y está provisto de un conducto de cinco milímetros que sale a la superficie. Aunque son minúsculos estos conductos, tengo un total de nueve kilómetros y medio.
Mis glándulas sudoríparas funcionan casi de continuo, extrayendo de la sangre agua, sales y algunas sustancias de desecho. En un día de temperatura agradable, cuando Juan ni siquiera se da cuenta de que está sudando, mis glándulas producen 250 centímetros cúbicos de agua. En cambio, si Juan fuera un futbolista profesional y jugara en un día caluroso, podría perder casi siete litros de agua.
Las glándulas sudoríparas reaccionan asimismo a los estímulos emocionales. Durante los accesos de angustia, Juan empieza a sudar "frío"; frío porque segrega grandes cantidades de sudor que se evapora con rapidez. Con el temor se le humedecen las palmas de las manos, lo que también significa transpiración excesiva.
De un valor más dudoso son mis glándulas sebáceas o grasas, que suman varios cientos de miles y producen un aceite semilíquido. En su mayoría están unidas a los folículos pilosos y lubrican los vellos y la piel circundante. Para los primitivos antepasados de Juan, que tan cubiertos estaban de pelos, tales glándulas satisfacían, quizá, un fin muy útil: conservar impermeables los pelos e incrementar su facultad de conservar el calor. En la actualidad, más bien causan dificultades. Mis folículos se tapan, se llenan de restos celulares, y así resulta un barro, una espinilla, o el acné.
Veamos ahora cómo produzco los pelos. Tengo unos diez folículos pilosos por centímetro cuadrado, cada uno formado por una raíz bulbosa en la parte profunda y un tallo que se extiende hacia arriba y más allá de la superficie. (Es extraño: la mujer de Juan, María, tiene más o menos el mismo número de folículos que él, pero la mayoría de ellos produce un vello tan fino y tan pálido que es casi invisible.) Mis folículos elaboran pelo de continuo, empujando a las células muertas a la superficie.
Tengo también millones de células llamadas melanocitos, que fabrican un pigmento denominado melanina; es la sustancia que determina el color del pelo, los ojos y la piel. Si Juan careciera de ella, sería albino. La melanina es, ante todo, una sustancia protectora: elimina los peligrosos rayos ultravioleta de la radiación solar. Cuando Juan se pasa el día al Sol, mis gránulos de pigmento empiezan a subir desde la parte más profunda de mi epidermis hasta la superficie, dándole un protector color bronceado. Las pecas son acumulaciones de melanina.
Mi red de nervios es de veras asombrosa. En las yemas de los dedos, Juan tiene miles de terminaciones nerviosas sensoriales por centímetro cuadrado. Si se golpea un dedo del pie, se quema un dedo de la mano o se corta con una hoja de afeitar, yo le doy la alarma. Si se entumece de frío, mis receptores informan de ello al cerebro, mis músculos empiezan a trabajar y Juan tiembla para estimular la circulación, a la vez que se le pone la "carne de gallina" por obra de los pequeños músculos de los folículos pilosos, cuyo propósito original era hacer que los pelos se erizaran para dar mayor protección en la lucha o mayor calor en tiempo de frío.
Él tiene 47 años y yo empiezo ya a mostrar signos de envejecimiento. Con la edad me vuelvo más delgada, más transparente (en la edad avanzada las venas de las manos se tornan muy prominentes ). Mi forro de grasa disminuye, y con ello se me van formando arrugas. Mis fibras elásticas pierden su vigor, se empiezan a formar bolsas en los párpados y comienza a colgar la papada.
El peligro más grave que afronto es el cáncer. La mayor parte de las veces se debe a la excesiva exposición al Sol (lo cual también me hace envejecer ). Los sitios más amenazados son la frente, la nariz y las orejas. Por fortuna, mis cánceres son muy curables, aunque pueden llegar a causar la muerte. Por eso Juan debe estar pendiente de cualquier crecimiento anormal de la piel, en especial si sangra y no cicatriza.
¿Qué puede hacer por mí? Lo más importante es, quizá, evitar la exposición excesiva al Sol. Excepto cuando estoy demasiado grasosa, por el invierno es malo prolongar los baños en la bañera, pues esos baños me resecan.
Por muchos que sean los cuidados que Juan me prodigue, siempre le causaré molestias en cierto grado, ya que soy la muralla entre el exterior y el interior, totalmente expuesta, y, por ello, sujeta a perturbaciones internas y externas. No es de sorprender que sea yo presa de tantas enfermedades (hasta más de 2.000). En cuanto a esto, Juan deberá consultar al médico y felicitarse de que yo cumpla mis funciones tan bien como lo hago.
ESTE ARTÍCULO se ha basado, en buena parte, en conversaciones con el doctor Harvey Blank, director de la Sección de Dermatología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Miami, Florida.
ESTE ARTÍCULO pertenece a la serie de órganos de Juan y María, y apareció por primera vez en SELECCIONES de septiembre de 1972.
*Juan tiene 47 años de edad y es un hombre normal que se dedica a los negocios. En anteriores números de SELECCIONES otros órganos de su cuerpo han hablado ya de sí mismos.