RECUERDOS DE MI CABEZA (Orson Scott Card)
Publicado en
mayo 08, 2017
Aunque tengas las pruebas delante de las narices, no creerás mi versión de mi propio suicidio. Mejor dicho, supondrás que yo la escribí, pero no que la escribí después de los hechos. Pensarás que redacté esta carta de antemano, aún sin saber si me colocaría la escopeta entre las rodillas, apoyaría una regla contra el gatillo, para bajarla con mano asombrosamente firme hasta que el percutor cayera, la pólvora explotara y una perdigonada a quemarropa me volara la cabeza, incrustando cerebro, hueso, piel y algunos mechones de pelo chamuscado en el techo y la pared. Pero te aseguro que no lo escribí de antemano, ni como una amenaza encubierta, ni con más propósito que el de informarme el porqué.
Ya debes de haber encontrado mi cuerpo toscamente decapitado sentado ante el escritorio, en el rincón más oscuro del sótano, donde la única fuente de iluminación es la vieja lámpara que ya no armonizaba con la decoración cuando volvimos a amueblar el salón. Pero no me imagines como me encontraste, inerte y sin vida, sino como soy en este momento, con la mano izquierda cogiendo el papel. Mi mano derecha se desplaza por la página, mojando la pluma en la sangre que forma un charco en ese guiñapo de músculos, venas y huesos astillados que hay entre mis hombros.
¿Por qué me molesto en escribir estando muerta? Si no decidí escribir antes de suicidarme, tal vez debiera haber respetado esa decisión después de la muerte, pero sólo tuve algo que decirte después de haber llevado a cabo mi plan. Y teniendo algo que decir, escribir era la única opción, pues la articulación queda bastante afectada cuando no tienes laringe, boca, labios, lengua ni dientes. Y todos mis órganos fonatorios están hechos jirones e incrustados en el yeso. He logrado la mudez total.
¿Te maravilla que continúe moviendo los brazos y las manos cuando he perdido la cabeza? A mí no me sorprende. Hace muchos años que mi cerebro está desconectado del cuerpo. Hace tiempo que mis actos son meros hábitos. Los estímulos pasaban de mis nervios a la médula espinal y no se elevaban más. Me saludabas por la mañana o me hablabas durante horas por la noche y yo hacía los comentarios de costumbre sin que eso activara un solo pensamiento en mi mente. Ni siquiera recuerdo haber estado con vida durante los últimos años. Mejor dicho, recuerdo haber estado con vida, pero no distingo un día del otro, una Navidad de otra, las palabras que dijiste de las que pudiste haber pronunciado. Tu voz se ha vuelto un ronroneo, y en cuanto a mi propia voz, no he escuchado una sola palabra que haya dicho desde la última vez que me humillé ante ti, obligándote a fruncir los labios de disgusto y girar las tres próximas cartas de tu solitario. Tampoco recuerdo cuál de los muchos labios fruncidos y cartas giradas de mi memoria fue la que coincidió con mi última humillación. Ahora mi cuerpo poseído por el hábito continúa como durante todos estos años, escribiendo esta memoria de mi suicidio como un último, complejo e involuntario espasmo de los músculos del brazo, la mano y los dedos.
Sin duda has detectado la incoherencia. Siempre supiste escapar a mis desesperados intentos de comunicarme. Simplemente, aguardas hasta detectar una contradicción aparente en mis palabras, luego la usas como pretexto para negarte a escuchar lo que digo porque no soy lógica, y por tanto no soy racional, y rehúsas hablar con alguien que no es racional. La incoherencia que has notado es la siguiente: si soy una criatura de hábitos, ¿por qué me suicidé, un acto que es nuevo y escapa totalmente a la costumbre?
Pues verás, no hay tal incoherencia. Tú me has educado en todas las artes de la autodestrucción. Así como la mano izquierda adquiere por contagio algunas destrezas practicadas sólo con la derecha, yo convertí el hecho de someter mi identidad a la tuya en un hábito tan fuerte que fue casi un reflejo ejecutar mi aniquilación física.
A decir verdad, esto es sólo la culminación de una larga costumbre: al hacer la afirmación más rotunda de mi vida, en mi actuación más deslumbrante, en mi mejor centésima de segundo, en ese preciso instante perdí los ojos, lo cual me privó de ver la reacción de mi público. Te escribo, pero tú no me escribirás ni me hablarás, y en tal caso yo no tendré ojos para leer ni oídos para oír. ¿Gritarás? (¿Me hallará otra persona, y esa persona gritará? Pero tienes que ser tú). Imagino repulsión. De rodillas, vomitando en la vieja alfombra, que era lo único que podíamos permitirnos para mi rincón del sótano.
Y luego, ¿quién limpiará el yeso del techo? ¿Quién arrancará la madera laminada? Y cuando la pared quede desnuda, ¿qué se hará con esas enormes losas que están aradas con perdigones y sembradas con fragmentos de mi cerebro y mi cráneo? ¿Me llevaré trozos de pared a la tumba? ¿Se expondrán en el ataúd abierto, pulcramente separados y apilados en el lugar donde estaba mi cabeza? Creo que sería adecuado, pues allí hay un importante porcentaje de mi cadáver, desprendido del resto de mi cuerpo. Y si un fragmento de tu preciosa casa es sepultado conmigo, quizá vengas en ocasiones a derramar alguna lágrima en mi tumba.
Descubro que la muerte no me libera de ciertas preocupaciones. Mi mudez implica que no puedo corregir los errores de interpretación. ¿Y si alguien dice: «No fue suicidio. La escopeta se cayó y se disparó accidentalmente»? ¿O si alguien sospecha un homicidio? ¿Detendrán a algún vagabundo? Supongamos que él oyó el disparo y acudió a la carrera, y lo sorprendieron empuñando la escopeta y farfullando al verse las manos ensangrentadas, o peor aún, examinando mi ropa y robando el billete de cien dólares que siempre llevo encima. (Recordarás que siempre bromeaba diciendo que lo guardaba para el autobús, por si alguna vez decidía abandonarte; incluso me prohibiste repetir la frase porque no serías responsable de tus actos. He guardado silencio sobre este tema desde entonces —¿lo has notado?— pues quiero que siempre seas responsable de tus actos).
El pobre vagabundo no podría administrarme primeros auxilios. No creo que en ninguna parte del manual de boy scouts exista un párrafo que indique cómo atender a una persona cuya cabeza está tan arrancada que no queda cuello suficiente para hacer un torniquete. Y como el pobre diablo no puede ayudarme, ¿por qué no ayudarse a sí mismo? No le reprocho lo de los cien dólares. Por la presente le lego todo el dinero y demás objetos de valor que pueda hallar en mi persona. No puedes acusarlo de robar lo que le cedo libremente. Por la presente también afirmo que él no me mató, y que no mojó mi pluma en la sangre del muñón de mi garganta y luego me cogió la mano, formando las letras que aparecen en el papel que estás leyendo. También eres testigo de ello, pues reconoces mi letra. No se castigue a nadie por una muerte que no ha causado.
De todas formas, no me preocupa tanto el afán de proteger a ese presunto desconocido como el temor de que nadie me descubra. Despues de disparar la escopeta, he tenido tiempo suficiente para escribir estas páginas. Es verdad que escribo con letra grande y dejo mucho espacio entre las líneas, pues al escribir a ciegas debo cuidarme de no montar palabras ni líneas unas encima de otras. Pero lo cierto es que ha pasado un buen rato desde el inconfundible estampido. Algún vecino debe de haber oído; alguien debe de haber llamado a la policía, que ya acudirá deprisa a investigar las histéricas denuncias sobre un escopetazo en nuestro idílico hogar. Quizá las sirenas ya estén ululando en la calle, y vecinos curiosos se hayan reunido en los jardines para ver qué clase de bulto saca la policía. Pero aunque preste atención unos segundos, deteniendo la pluma sobre la página, no siento pasos vibrando en la escalera. No hay manos bajo mis axilas, apartándome de la página. Llego a la conclusión de que no ha habido llamada telefónica. Nadie ha venido, nadie vendrá, a menos que vengas tú, hasta que vengas tú.
¿No sería irónico que escogieras este día para abandonarme? Si hubiera esperado la hora en que sueles regresar, no habrías venido, y en vez de apoyarme un frío hierro en el regazo yo habría vagado por la casa, sintiéndola mía por primera vez. A medida que transcurriera la noche, habría tenido la creciente certeza de que no regresabas. ¡Qué osada habría sido entonces! Habría pateado los zapatos cuidadosamente colocados en la puerta del armario. Habría desordenado mis cajones sin temer tu regañina cuando lo descubrieras. Habría leído el periódico en tu reducto inviolable, y cuando necesitara levantarme para hacer mis necesidades habría dejado el periódico abierto en la mesilla en vez de plegarlo para dejarlo tal como nos lo entregaron, y cuando regresara estaría allí, abierto como lo hubiera dejado, sin pataditas de protesta ni ceños fruncidos ni un rosario de quejas sobre la gente que no puede vivir con personas civilizadas.
Pero no me has abandonado. Lo sé. Regresarás esta noche. Esta será sólo una de las noches en que te quedas hasta más tarde en la oficina, y si yo fuera un ser humano productivo sabría que a veces uno no puede interrumpir el trabajo y regresar a casa tan sólo porque el reloj ha dado una hora tan arbitraria como las cinco. Vendrás a las siete o las ocho, después de oscurecer, y descubrirás que el gato no está en casa, y empezarás a exasperarte porque dejé el gato afuera cuando ya ha terminado su hora de ejercicios en el patio. Pero no podía matarme con el gato dentro, ¿verdad? ¿Cómo podría escribirte una misiva tan clara y elocuente, querido mío, si tu adorado compañero felino se me subiera a los hombros tratando de lamer la sangre que estoy usando como tinta? No, el gato tenía que quedarse fuera, ¿comprendes?; he tenido una razón válida para violar las reglas de la vida civilizada.
Aunque el gato no esté, la sangre se ha terminado y ahora uso mi bolígrafo. Claro que no puedo ver si la pluma se ha quedado sin tinta. Recuerdo que se ha quedado sin tinta, pero es el recuerdo de muchas plumas quedándose sin tinta muchas veces, y no recuerdo cuál fue la última vez en que ocurrió, ni cuándo fue la última vez que compré una pluma.
La memoria es precisamente lo que más me perturba. ¿Cómo puedo recordar sin cabeza? Entiendo que mis dedos puedan formar el alfabeto por reflejo, pero ¿cómo recuerdo la ortografía de estas palabras, cómo ha sobrevivido tanto lenguaje en mi interior, cómo puedo aferrarme a estos pensamientos el tiempo suficiente para anotarlos? ¿Por qué tengo el borroso recuerdo de todo lo que hago ahora como si lo hubiera hecho en un pasado distante?
Me he arrancado la cabeza brutalmente, pero la memoria persiste. Es irónico, pues, si mal no recuerdo, ante todo deseaba aniquilar la memoria. La memoria es un parásito que habita en mi interior, una criatura mutante que se ha encaramado a mi espalda y ahora se yergue sobre mi cuello destrozado con aire socarrón mientras, como una araña, hila una viscosa trama que le sale del vientre y teje formas que se condensan en el aire y se convierten en hueso. Me estoy engañando; los cuerpos humanos no pueden reponer órganos más complejos que las uñas o el cabello, y siento con los dedos que el hueso ha cambiado. Mis vértebras están completas de nuevo, y la base de mi cráneo ha comenzado a formarse de nuevo.
¿Con cuánta rapidez? ¡Excesiva! Y dentro del hueso crecen cosas más blandas, esa terrible criaturilla que habitaba en mi cabeza y rehúsa morir. Esta protuberancia de la parte superior de la espina dorsal es ahora un nuevo nódulo límbico; lo reconozco porque al estrujarlo entre los dedos siento extrañas pasiones, pasiones casi olvidadas. Pero pronto esa animalidad quedará fuera de mi alcance, pues los tejidos se hincharán hasta formar un cerebelo, un cerebro plegado y gris; y luego el cráneo se cerrará alrededor, con una vaina de carne arrugada y cabello ralo.
Mi destrucción está destruida, y con demasiada rapidez. ¿Y si mi cabeza queda plenamente adherida a los hombros antes de que tú regreses? Entonces me encontrarás en el sótano entre manchas de sangre y sin ninguna explicación racional. Te imagino comentándolo con tus amigos. No la puedes dejar sola ni una hora, pobrecilla, es un lastre vivir con alguien que siempre comete torpezas y luego miente. Imagina, les dirás, una carta de tantas páginas, explicándome cómo se mató. Resultaría gracioso si no fuera tan triste.
Me expondrás a la mofa de tus amigos; pero eso no cambia nada. La verdad es la verdad, aunque la ridiculices. Sin embargo, ¿por qué brindar diversión a esas criaturas desalmadas que sólo viven para reírse de alguien cuyos cordones no son dignos de desatar? Si no puedes encontrarme decapitada, me niego a que te enteres de lo que he hecho. No leerás esta explicación hasta otro día, cuando al fin logre morir y esté embalsamada. Hallarás estas páginas pegadas en el fondo de un cajón de mi escritorio, donde echarás un vistazo, no porque esperes unas palabras de despedida, sino porque estarás buscando el billete de cien dólares, que pegaré dentro.
Y en cuanto a la sangre, los sesos y el hueso incrustados en el yeso, ni siquiera eso te molestará. Frotaré, fregaré, pintaré. Al llegar a casa encontrarás el sótano lleno de olores y pondrás tu cara de mártir, me limpiarás la pintura y me enviarás a mi cuarto como si fuera una chiquilla a quien sorprendiste escribiendo en la pared. Nada sabrás de lo que padecí en tu ausencia, de la sangre que derramé sólo con la esperanza de liberarme de ti. Pensarás que ha sido un día como tantos otros. Pero yo sabré que en este día, en este día semejante al que divide el a.C. del d.C., me armé de valor para llevar a cabo un plan tremendo y contundente que no sometí a tu aprobación.
¿O también esto sucedió antes? ¿Acaso, en el laberinto de la memoria, no podré recordar cuál de las muchas explosiones de mi cabeza fue la que me indujo a escribir este mensaje? ¿Encontraré, cuando abra el cajón, que debajo ya hay un grueso fajo de papeles atados en torno de un billete de cien dólares? No hay nada nuevo bajo el sol, dijo Salomón en el Eclesiastés. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Nada parecido a esas tonterías del rey Lemuel al final de los Proverbios. Muchas hijas han sido virtuosas, mas tú las superas a todas.
¡Que sus propias palabras la elogien a las puertas! Ja, digo yo: que festonee las paredes con su propia cabeza.
Fin
Apostilla del autor
Título original: Memories of My Head. Primera edición.
Inicié este cuento hace poco, cuando Lee Zacharias, mi profesora de escritura creativa en la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro, mencionó que los cuentos de suicidas eran tan frecuentes entre los escritores jóvenes que desesperaba de leer alguna vez uno que fuera bueno. Recordé que mientras enseñaba en Elon College el semestre anterior había leído tantos finales con suicidios que prohibís, mis alumnos terminar un cuento con un suicidio. Declaré que era una claudicación, la confesión de que el escritor ignoraba cómo terminar el cuento.
Pero ahora me sentía un poco arrogante. Había dicho que los cuentos de suicidas eran tontos, y Lee compartía mi opinión. ¿Por qué no intentaba escribir uno que valiera algo? ¿Y por qué no volverlo aún más imposible, utilizando la primera persona del presente, sólo porque detesto el presente y he declarado que la primera persona suele ser una mala elección?
El resultado es uno de los cuentos más extraños que he escrito. Pero me gusta. Me gustó usar esa forma epistolar para narrar la historia de una relación perversamente deforme en una pareja que sigue conviviendo cuando el hábito ha desplazado el afecto.