EL TAXIPOMPO (Edward Page Mitchel)
Publicado en
mayo 02, 2017
UNA DEMOSTRACIÓN MATEMÁTICA
No había nada misterioso en la antipatía del profesor Surd hacia mí. Yo era el único no-matemático en una clase excepcionalmente matemática. Cada mañana el anciano caballero buscaba el salón de conferencias con avidez y lo abandonaba con renuencias, pues, ¿no era acaso un motivo de alegría encontrar setenta jóvenes que tanto individual como colectivamente, preferían la x a la XX, la obtención de un coeficiente diferencial a las actividades licenciosas y para quienes las piernas de los cuerpos celestes poseían más atractivos que las de las estrellas terrenales en el escenario de los espectáculos musicales?
Y así continuaron las cosas sin tropiezo alguno entre el profesor de Matemáticas y la Clase Inferior en la Universidad Polyp. El sabio veía en cada uno de los setenta estudiantes, el logaritmo de un posible La Place, o de un Sturm o de un Newton. Era una deliciosa tarea guiarlos a través de los placenteros valles de las secciones cónicas y junto a las aguas tranquilas del cálculo integral. Hablando en sentido figurado, su problema no era muy difícil. Sólo tenía que manipular, eliminar y elevar a la máxima potencia para que en el día del examen el resultado triunfante estuviera asegurado.
Pero yo era un elemento perturbador, una cantidad desconocida que deslizada de algún modo en el trabajo, lo dejaba perplejo y amenazaba seriamente con dañar la precisión de sus cálculos. Era emocionante contemplar al venerable matemático mientras me suplicaba que no ignorara completamente el precedente en el uso de las cotangentes, o cuando, al borde del llanto, insistía en que las ordenadas eran cosas peligrosas para jugar con ellas. Todo era en vano. Cabían más teoremas en la punta de un alfiler que en mi propia cabeza. Jamás la tiza había trabajado tanto con tan poco resultado. Por lo tanto, sucedió que Furnace Second quedó reducido a cero en la estimación del profesor Surd, considerándome con todo el horror que una naturaleza no algebraica podría inspirarle, y lo he visto preferir dar vueltas a la plaza antes que encontrarse con un sujeto cuya alma era ajena a las matemáticas.
Para Furnace Second no existían las invitaciones a la casa del profesor Surd. Setenta de los miembros de la clase cenaban alrededor de la mesa de té del profesor, pero el septuagésimo primero nada sabía de los encantos de esa elipse perfecta, con sus ramos de fucsias y geranios colocados con vistosa precisión en los dos puntos focales.
Infortunadamente, no se trataba de una pérdida insignificante. No era que yo añorara especialmente las porciones de los pasteles de limón tan justamente renombrados que preparaba la señora Surd, ni los damascos esferoidales de sus excelentes conservas tuvieran algún atractivo especial, ni siquiera que deseara oír la jocosa charla de sobremesa del profesor sobre los binomios y las parloteadas ilustraciones de las paradojas recónditas. Muy otra es la explicación. El profesor Surd tenía una hija. Veinte años antes había propuesto matrimonio a la actual señora Surd. No mucho después, añadió un pequeño corolario a su propuesta. El colorado fue una niña.
Abscissa Surd era tan perfectamente simétrica como el círculo de Giotto y al mismo tiempo tan pura como las matemáticas que enseñaba su padre. Comenzaba la primavera a desenterrar las raíces de la vegetación congelada por el invierno cuando me enamoré del corolario. Pronto tuve motivos para considerar como una verdad evidente que ella misma no era indiferente a mis sentimientos.
El sagaz lector ya habrá reconocido casi todos los elementos necesarios para un argumento bien ordenado. Hemos presentado una heroína, extraído un héroe e ideado un padre hostil en el más característico de los estilos. Sólo le falta a nuestro relato una evolución, un Deus ex machina. Con satisfacción considerable puedo prometer una novedad perfecta en este sentido, un Deus ex machina como nunca antes ha sido ofrecido al público lector.
Sería despreciar la inteligencia común decir que busqué con incansable asiduidad el modo de obtener la buena voluntad del severo padre, que jamás un estudiante sin luces se dedicó a las matemáticas con más paciencia que yo, ni que nunca logró la fidelidad tan magra recompensa. Contraté entonces un profesor particular, pero sus clases no dieron mejor resultado.
El nombre de mi profesor era Jean Marie Rivarol. Era un alsaciano singular: aunque gálico de nombre, su naturaleza era íntegramente teutónica, francés de nacimiento, era un alemán por su formación. Tenía treinta años; su profesión la omnisciencia; lo perseguía la pobreza como un perro hambriento; y su secreto de familia era una pasión que lo consumía sin darle respiro. Los principios más recónditos de la ciencia práctica eran sus juguetes; los asuntos más intrincados de la ciencia abstracta, sus diversiones.
Los problemas que eran para mí misterios insondables eran para él tan claros como el agua cristalina. Tal vez este hecho explique la falta de éxito de nuestra relación pedagógica, o quizás el fracaso se deba solamente a mi propia estupidez irremediable. Rivarol había merodeado los alrededores de la Universidad durante varios años, proveyendo a sus escasas necesidades con la escritura de artículos para revistas científicas y prestando ayuda a estudiantes que, como yo, se caracterizaban por su bolsa llena y su cabeza vacía, cocinando, estudiando y durmiendo en su cuarto en el altillo y realizando raros experimentos en su soledad.
No tardamos mucho en descubrir que ni siquiera este genio excéntrico sería capaz de implantar un cerebro en mi cráneo deficiente. Desesperado, abandoné la lucha. Pasó lentamente un año lleno de infelicidad, ciertamente un año sombrío sólo iluminado por los ocasionales encuentros con Abscissa, la Abbie de mis pensamientos y mis sueños.
El día de la graduación se acercaba a todo andar. Pronto egresaría, con el resto de mi clase, a asombrar y deleitar a un mundo que nos aguardaba. El profesor parecía evitarme más que nunca y sólo las convenciones sociales le impedían comportarse conmigo de acuerdo a su mal disimulada repugnancia.
Por último, en el colmo de mi desesperación, resolví verlo, suplicarle, amenazarlo si fuera necesario, y arriesgar toda mi fortuna en una jugada desesperada. Le escribí una carta bastante desafiante, en la que declaraba aspiraciones, otorgándole astutamente, como me hacía la ilusión de pensar, una semana para recuperarse de su primera y horrorizada sorpresa. Luego debía pasar por su casa para conocer mi destino.
Durante la semana de espera, la preocupación me llevó al borde de la fiebre. Al principio fui presa de una insana esperanza a la que siguió luego una desesperación más cuerda. El viernes al anochecer, cuando me presenté en la puerta del profesor, mi aspecto era el de un espectro, tan ojeroso, falto de sueño y decaído, que la misma señorita Jocasta, avinagrada hermana soltera de Surd, me admitió con conmiseración, recomendándome una infusión de poleo.
El profesor estaba en una reunión de la facultad. ¿Deseaba acaso esperar?
Sí, hasta el fin del tiempo, si era necesario. ¿Y la señorita Abbie?
Abscissa había ido a visitar a una condiscípula en Wheelborough. La anciana solterona confiaba en que me sintiera a gusto y se marchó hacia los desconocidos parajes que presenciaban sus cotidianas actividades.
¡Como para estar a gusto! Fuera como fuese, me acomodé en una gran mecedora y esperé, con los contradictorios pensamientos de los que se encuentran en tales circunstancias, teniendo miedo de que cada paso que oía anunciara la llegada del hombre, que, entre todos los hombres, deseaba ver.
Ya hacía por lo menos una hora que me encontraba allí y empezaba a sentir una profunda modorra.
Finalmente, el profesor Surd entró en la habitación. Se sentó frente a mí en la semipenumbra y creí ver que sus ojos relucían con maligno placer cuando, imprevistamente, me dijo:
—De manera que se considera usted un esposo adecuado para mi muchacha…
Tartamudeé alguna zoncera sobre que mi afecto compensaría lo que mi mérito le faltaba, sobre mis perspectivas y mis antecedentes familiares, pero él me interrumpió en seguida.
—Usted me entiende mal, señor. Su naturaleza se halla desprovista de las percepciones y los conocimientos matemáticos que constituyen los únicos fundamentos seguros del carácter. No posee usted ningún elemento matemático en su ser. Como diría Shakespeare, es usted apto para la traición, los estratagemas y los espolies. Su estrecho intelecto no puede comprender y apreciar una mente generosa. En eso estriba toda la diferencia entre usted y un Surd, la misma que existe, si puedo expresarlo así, entre un fin infinitesimal y otro infinito. Hasta me aventuro a decir que no entiende usted el Problema de los Mensajeros…
Tuve que admitir que el Problema de los Mensajeros debía ser clasificado más fuera de mi lista de conocimientos que dentro de ella. Lamenté profundamente esta carencia y sugerí un cambio. Creía humildemente que mi fortuna personal sería tal que…
—¡Dinero! —exclamó con impaciencia—. ¿Busca usted sobornar a un senador romano con una baratija? ¿Para qué, muchacho, para qué exhibir una miserable fortuna que, expresada en millones, no llega a cubrir diez lugares decimales antes los ojos de un hombre que mide los planetas en sus órbitas y que se aproxima al infinito mismo?
Apresuradamente negué haber querido interponer mis tontos dólares pero el profesor prosiguió:
—Su carta me causó no poca sorpresa. Pensé que sería usted la última persona en atreverse a querer relacionarse con mi familia. Pero como le tengo una consideración personal —y de nuevo vi brillar la malicia en sus ojitos— y todavía más consideración por la felicidad de Abscissa, he decidido que obtendrá su mano en matrimonio… bajo ciertas condiciones… Bajo ciertas condiciones —repitió con una sonrisa maligna apenas disimulada.
—¿Cuáles son? —grité, con gran ansiedad—. Nómbrelas.
—Bueno, señor —continuó, y la deliberación de su discurso parecía ser el refinamiento mismo de la crueldad—. Tiene usted que probar que es digno de una alianza con una familia matemática. Sólo tiene que realizar una tarea que pronto le encomendaré. Me lo pregunta usted con los ojos. Se lo diré. Haga lo posible para distinguirse en la noble rama de la ciencia abstracta en la cual, no podrá menos que admitirlo, es usted en la actualidad tristemente deficiente. Yo mismo pondré la mano de Abscissa entre las suyas en el momento en que se presente ante mí y pruebe la cuadratura del círculo. ¡No! Esa es una condición demasiado sencilla. Me estafaría a mí mismo. Digamos, el movimiento perpetuo. ¿Qué le parece eso? ¿Cree que tal cosa está al alcance de su capacidad mental? No se sonríe… Bien. Tal vez su capacidad no logre alcanzar el movimiento perpetuo. Muchos han descubierto un problema similar… Le daré otra oportunidad. Estábamos hablando del Problema de los Mensajeros y, si no me equivoco expresó usted deseos de penetrar más en esta ingeniosa cuestión. Ya tendrá su oportunidad. Algún día, cuando no tenga otra cosa que hacer, siéntese y descubra el principio de la velocidad infinita. Quiero decir, la ley del movimiento que logre recorrer una distancia infinitamente enorme en un tiempo infinitamente breve… Si gusta, podría usted mezclar un poco de mecánica práctica… Inventé algún método para mantener a nuestro lento Mensajero a la velocidad de sesenta millas por minuto. Demuéstreme este descubrimiento en forma matemática (¡cuando lo haya logrado!) y la posibilidad de encararlo en la práctica y Abscissa será suya. Hasta entonces, le agradeceré que no nos moleste, ni a mi hija ni a mí.
Me era imposible soportar más tiempo sus burlas. Tambaleándome como un autómata, salí de la habitación y abandoné la casa, olvidando incluso mi sombrero y mis guantes. Caminé a la luz de la luna durante una hora y poco a poco fui adoptando un temperamento más esperanzado, lo que se debía sin duda a mi ignorancia de las ciencias matemáticas. Si hubiese comprendido el verdadero significado de lo que me pedía, me habría sentido totalmente desalentado.
Tal vez, después de todo, este problema de las sesenta millas por hora no era tan insoluble. Podía intentarlo, de cualquier modo, aunque quizá fracasase… Y entonces recordé a Rivarol. Recurriría a él. Reclutaría sus conocimientos para que ayudaran a mi propia y devota perseverancia y así busqué inmediatamente su vivienda.
Vivía el científico en un cuarto piso, al fondo. Nunca antes había estado en su habitación. Cuando entré, estaba a punto de llenar un jarro de cerveza de una damajuana cuya etiqueta decía aqua fortis.
—Tome asiento —dijo—. No, no en esa silla. Esa es mi Caja Registradora de Cambio Chico.
Pero su advertencia había llegado demasiado tarde. Descuidadamente me había desplomado en una silla de atractivo aspecto. Ante mi total asombro ésta extendió dos brazos esqueléticos asiéndome con tanta fuerza que fueron: vanos todos mis esfuerzos para librarme de su abrazo. Luego, una calavera apareció sobre mi hombro y me sonrió con fantasmal familiaridad cerca de la cara.
Disculpándose, Rivarol acudió en mi ayuda. Tocó un resorte en algún lugar y la Caja Registradora aflojó su horrible abrazo, dejándome en libertad. Me ubiqué entonces con recelo en una silla mecedora de mimbre que, según me aseguró Rivarol, no ofrecía ningún peligro.
—Ese asiento —dijo— es un arreglo por el cual no dejo de felicitarme. Lo fabriqué cuando estaba en Heidelberg. Me ha ahorrado ya muchas pequeñas molestias. Los amigos que me aburren o los visitantes que me exasperan son lanzados a sus brazos «amorosos». Pero nunca me es tan útil como cuando asusto a algún proveedor que me persigue con alguna cuenta insignificante. De ahí el sobrenombre que le he puesto en broma, se muestran invariablemente deseosos de comprar su liberación al precio de una cuenta saldada. ¿Comprende usted mi idea?
Mientras el alsaciano diluía su vaso de aqua fortis, agregándole una infusión de licor de raíces amargas, y se bebía la mezcla con aparente deleite, tuve tiempo de recorrer con mi vista el extraño departamento.
Los cuatro rincones de la estancia estaban ocupados respectivamente por un torno giratorio, una Bobina de Rhumkorff, una pequeña máquina de vapor y un planetario de majestuoso movimiento. Las mesas, los estantes, las sillas y el mismo piso sostenían una extraña colección de herramientas, tortas, productos químicos, recipientes de gases, instrumentos filosóficos, botas, frascos, cajas de cuellos de papel, libros diminutos y otros de tamaños enormes. Había bustos de yeso de Aristóteles, Arquímedes y Comte, mientras un gran búho somnoliento parpadeaba posado sobre la benigna frente de Martín Farquhar Tupper.
—Este pájaro siempre se posa allí cuando quiere dormitar —explicó mi maestro—. Eres un pájaro de inteligencia poco común. Schalafen Sie Wohl.
Por la puerta entreabierta de un armario, pude divisar una forma humanoide, cubierta con una sábana. Rivarol siguió mi mirada y dijo:
—Eso será mi obra maestra. Es un Microcosmos, un Androide, todavía no terminado. ¿Y por qué no? Alberto Magno construyó una imagen perfecta, con quien conversaba de metafísica y mediante la cual refutó a las escuelas filosóficas. También lo hicieron Silvestre II y Robertus Greathead. Roger Bacon construyó una cabeza de bronce que pronunciaba discursos filosóficos. Pero el primero de estos inventos fue destruido. Tomás de Aquino se enfureció ante algunos de sus silogismos y le aplastó la cabeza. La idea es bastante lógica. La acción mental todavía debe ser reducida a leyes tan definidas como las que gobiernan la acción física. ¿Por qué no podría yo dar forma a un muñeco que pueda predicar discursos tan originales como el Reverendo Dr. Allchin o hablar de poesía tan mecánicamente como Paul Anapest? Mi androide ya puede resolver problemas con escuelas filosóficas. También lo hicieron Silvestre II y fracciones vulgares y componer sonetos. Espero poder enseñarle la Filosofía Positiva.
De entre la increíble confusión de sus efectos personales, Rivarol extrajo dos pipas y procedió a llenarlas, dándome una de ellas.
—Y aquí vivo —dijo— y me siento tolerablemente cómodo. Cuando se me gasta el saco en los codos busco al sastre y me hago tomar las medidas para uno nuevo. Cuando tengo hambre me dirijo a la carnicería y traigo a casa un poco de carne que cocino sabrosamente en tres segundos con la ayuda de mi llama de oxígeno-hidrógeno. Si acaso tengo sed, mando a buscar una damajuana de aqua fortis. Pero todo lo pido a cuenta, todo. Mi espíritu esta muy por encima de cualquier transacción pecuniaria. Aborrezco vuestros sucios billetes y nunca toco lo que llaman vales.
—¿Pero nunca le incomodan para que pague sus cuentas? —pregunté—. ¿No le hacen la vida imposible sus acreedores?
—¡Acreedores! —musitó Rivarol—. Nunca he aprendido tal palabra en vuestro muy admirable idioma. Quien permita que su alma sea perturbada por los acreedores, es una reliquia de una civilización imperfecta. ¿De qué vale la ciencia si no puede serle útil a un hombre que tiene cuenta corriente? Escúcheme. En el instante en que usted o cualquier otra persona franquea la puerta de calle, esta campanilla eléctrica me advierte de su llegada. Cada escalón sucesivo en la escalera de la señora Grimler es un espía y un delator vigilante que trabajan en mi beneficio. Pisan el primer escalón. Ese fiel primer escalón inmediatamente telegrafía su peso. Nada podría ser más sencillo. Exactamente igual que una báscula. El peso es registrado aquí arriba en este cuadrante. El segundo escalón registra el tamaño del pie del visitante. El tercero, su talla, el cuarto, su constitución física y así sucesivamente. Cuando llega al primer descanso tengo ya una descripción bastante precisa y suficiente margen de tiempo para deliberar y preparar cualquier acción necesaria. ¿Me sigue hasta aquí? Es bastante sencillo. Es solo el ABC de mi ciencia.
—Eso lo comprendo todo —dije—, pero no veo como puede ayudarlo. Saber que viene un acreedor no es suficiente para pagar su cuenta. No puede escaparse a menos que salte por la ventana.
Rivarol rió suavemente.
—Le diré. Verá entonces lo que le sucede al pobre diablo que viene a exigirme dinero… a mí, un hombro de ciencia. ¡Ja, ja! ¡Qué gracioso! Siete semanas tardé en perfeccionar mi Eliminador de Acreedores. ¿Sabía usted —susurró exultante— que existe un agujero a través del centro de la tierra? Hace mucho tiempo que los físicos lo sospechan; pero yo fui el primero en encontrarlo. Usted ha leído, sin duda, que Rhuvghens, el navegante holandés, descubrió en la Tierra de Kerguelen un pozo tan abismal que ni siquiera una sonda de mil cuatrocientos brazas podía sondearlo. ¡Herr, Tom, ese agujero no tiene fondo! Corre de una superficie de la tierra hasta la superficie antípoda. Es diametral. Pero; ¿dónele se halla la antípoda? Está usted parado sobre ella. Llegué a saberlo por la más simple de las casualidades. Estaba haciendo un hoyo profundo en el sótano de la señora Grimler para enterrar un pobre gato que había sacrificado en un experimento galvánico, cuando la tierra debajo de mi pala se derrumbó y, mudo de asombro, me encontré al borde de un pozo insondable. Dejé caer en él un balde de carbón. Cayó y cayó, chocando contra las paredes y rebotando. En el espacio de dos horas y cuarto aquel balde reapareció. Lo agarré y se lo restituí a la furiosa señora Grimler. Ahora, piense un momento. El balde descendió con creciente velocidad hasta llegar al centro de la tierra. Y allí se hubiera detenido en su descenso sino fuera por el impulso adquirido. Más allá del centro, su viaje era relativamente hacia arriba, hacia la superficie opuesta del globo. De este modo, al perder velocidad, empezó a ir más y más despacio hasta alcanzar esa superficie. Descansó allí durante un segundo para luego volver a caer hacia atrás, unas ocho mil millas, más o menos, hasta llegar a mis manos. Si yo no hubiese intervenido, habría repetido el trayecto, una y otra vez, siendo cada viaje más corto, tal como las oscilaciones decrecientes de un péndulo, hasta que finalmente habría ido a posarse por toda la eternidad en el centro de la esfera. No soy lerdo para encontrar aplicaciones prácticas a un descubrimiento tan grande como ese. Así nació mi eliminador de Acreedores. Una puerta-trampa a la entrada de mi habitación, un resorte aquí dentro, un acreedor sobre la trampa… ¿es necesario decir más?
—Pero, ¿no le parece un poco inhumano? —sugerí suavemente—. ¿Precipita usted a un infortunado ser humano en un interminable viaje de ida y vuelta hasta la Tierra de Kerguellen, sin siquiera darle una ligera advertencia…?
—Les doy una oportunidad. Cuando suben por primera vez, espero en la boca del pozo con una soga en la mano. Si son razonables y aceptan mis condiciones, les arrojo la soga para que suban. Si perecen, es culpa suya. Sólo que —agregó con una sonrisa melancólica— el centro del pozo debe estar taponándose tanto con los acreedores que me temo que pronto no tendrán ninguna posibilidad de salvación.
Con un elevado concepto de la capacidad de mi tutor, llene mi pipa y le relaté mi problema. Si existía alguien que podía enviarme valseando a través del espacio a una velocidad infinita, Rivarol era la persona. Me oyó con paciente atención, luego, estuvo fumando durante más de media hora y finalmente habló:
—Esa vetusta cifra se ha pasado de la raya esta vez. Le ha dado a elegir entre dos problemas, cuyas resoluciones juzga imposibles. Pero no es así ni en un caso ni en el otro. El único destello de inteligencia emitido por el Viejo Cotangente fue el asunto de que demostrar la cuadratura del círculo era demasiado fácil. Tenía razón. Eso le habría hecho obtener la mano de su Liebchen en cinco minutos. Ya lo demostré yo antes de dejar los pantalones cortos. Le mostraré cómo se hace… pero sería una disgresión, y usted no está de humor para digresiones. Nuestra primera oportunidad, por lo tanto, estriba en el movimiento perpetuo. Ahora bien, amigo mío, le diré con franqueza que aunque he logrado entender este interesante problema, no he de hacerlo por usted, porque yo también tengo sentimientos, Herr Tom. La más bella de las mujeres me desaprueba. Sus ya maduros encantos no son para Jean Marie Rivarol. Cruelmente me ha dicho que su edad demanda de mí un afecto filial más bien que conyugal. ¿El amor es un asunto que dura años o toda la eternidad? Esa es la pregunta que le formulé a la fría pero hermosa Jocasta.
—¡Jocasta Surd! —observé con sorpresa— ¡la tía de Abscissa!
—La misma —dijo con un dejo de tristeza—. No voy a intentar ocultar que mi corazón virginal ha sido entregado a la virginal Jocasta. ¡Déme su mano, sobrino mío, tanto en la aflicción como en el afecto!
Rivarol enjugó una lágrima no muy pudorosa y luego prosiguió:
—Mi única esperanza depende del movimiento perpetuo. Eso me dará la fama y la riqueza que necesito. ¿Podrá Jocasta rechazarlo? Si puede, ¡sólo me queda la puerta-trampa y… la Tierra de Kerguellen!
Tímidamente le pedí que me mostrara su máquina del movimiento perpetuo. Mi tío en la aflicción negó con la cabeza.
—En otra ocasión —dijo—. Es suficiente decir ahora que es algo parecido al principio de la lengua femenina. Pero puede usted ver por qué debemos dirigirnos en su caso a la condición alternativa… la velocidad infinita. Teóricamente, hay varias maneras de lograrlo. Por medio de la palanca, por ejemplo. Imagine una palanca con un brazo muy largo y otro muy corto. Aplique una fuerza al brazo más corto la cual lo moverá a gran velocidad. El extremo del brazo más largo se desplazará mucho más velozmente. Ahora acorte continuamente el brazo corto y alargue el largo y, a medida que se aproxime al infinito en su diferencia de longitud, se acercará usted al infinito en la velocidad del brazo largo. Sería difícil demostrar esto en forma práctica al profesor. Debemos buscar otra solución. Jean Marie desea meditar ahora. Venga a verme dentro de dos semanas. Buenas noches. Pero, ¡deténgase! ¿Tiene usted dinero… das Geld?
—Mucho más de lo que necesito.
—¡Bien! Estrechemos nuestras manos. El oro y el conocimiento; la ciencia y el amor. ¿Qué será imposible para tal sociedad? Abscissa; ¡te vamos a conquistar… Vorwarts!
Al fin del período acordado, cuando volví a la habitación de Rivarol, pasé con cierto temor por sobre el punto terminal de la Línea Aérea a la Tierra de Kerguellen y evite los brazos extendidos del Ajustador de Cambio Pequeño. Rivarol me llenó un jarro de cerveza sirviéndose una retorta de su extraño mejunje.
—Venga —dijo por fin—. ¡Brindemos por el éxito del Taxipompo!
—¿El Taxipompo?
—Sí, ¿por qué no? Taxi significa rápidamente y pompo, pempopa, enviar. Deseo que lo lleve rápidamente a su día de bodas. Abscissa puede considerarse suya. Lo he logrado. ¿Cuándo partimos para la región de las praderas?
—¿Dónde está la máquina? —pregunté, buscando infructuosamente en la habitación algún artefacto que pudiera parecer ideado para mejorar mis perspectivas matrimoniales.
—Aquí está —dijo y, golpeando su frente significativamente, comenzó a explayarse en forma didáctica.
—Existe una fuerza lo suficientemente grande como para poder producir una velocidad de noventa kilómetros por minuto o aún más. Todo lo que necesitamos saber es cómo combinarla y aplicarla. El hombre sabio no tratará de hacer que una gran fuerza rinda una gran velocidad. Antes bien, agregará continuamente la pequeña fuerza a la pequeña fuerza, haciendo que cada fuerza produzca su pequeña velocidad, hasta que el conjunto de pequeñas fuerzas se convierta, en una gran fuerza, rindiendo así una suma de pequeñas velocidades, o sea, una gran velocidad. La dificultad no estriba en sumar las fuerzas, sino en la suma correspondiente de las velocidades. La bala de un mosquete alcanzará la distancia de un kilómetro y medio, digamos. No es difícil aumentar mil veces la fuerza de los mosquetes y, sin embargo, las mil balas de mosquete no llegarán más lejos ni más rápido que una de ellas. Entonces, verá ya dónde reside la dificultad. No podemos agregar fácilmente velocidad a la velocidad, como agregamos fuerza a la fuerza. Mi descubrimiento consiste simplemente en la utilización de un principio que extrae un aumento de velocidad de cada aumento de fuerza. Pero esta es la metafísica de la física. Seamos prácticos o no lograremos nada. Cuando ha caminado hacia adelante, en un tren en movimiento, desde el vagón posterior, hacia la locomotora, ¿pensó alguna vez lo que realmente estaba haciendo?
—Claro, sí, generalmente me estaba dirigiendo al vagón de fumar…
—¡Bah, bah… eso no! Quiero decir si alguna vez se le ocurrió pensar en ese momento que estaba desplazándose, en términos absolutos, más rápidos que el mismo tren. El tren pasa los postes de telégrafo a una velocidad de, digamos, cuarenta y cinco kilómetros por hora, mientras que usted camina hacia el vagón de fumar a unos seis kilómetros por hora. Entonces, resulta que usted pasa los postes telegráficos a unos cincuenta y un kilómetros. Su velocidad absoluta es la velocidad de la locomotora más la velocidad de su propio movimiento. ¿Me sigue hasta aquí?
Empezaba a tener una vaga noción de lo que quería decir y así se lo dije.
—Muy bien. Adelantémonos un paso más. Su adición a la velocidad de la locomotora es trivial y el espacio en el cual puede ejercerla, limitado. Ahora suponga que existen dos estaciones a lo largo de una vía. A y B, a tres kilómetros de distancia. Imagine un tren de vagones de plataforma, el último de ellos en la estación A. El tren tiene, digamos, un kilómetro y medio de longitud. Por lo tanto, la locomotora se encuentra a un kilómetro y medio de la estación B. Supongamos que el tren pueda cubrir un kilómetro y medio en diez minutos. El último vagón, como tiene que recorrer tres kilómetros, llegaría a la estación B en veinte minutos, pero la locomotora, un kilómetro y medio adelante, llegaría allí en diez minutos. Salta usted al último vagón, en A, para alcanzar con prodigiosa presteza, a Abscissa que está en B. Si permanece en el último vagón pasarán más de veinte minutos antes de verla. Pero la locomotora llega a B y la bella dama en diez. Sería usted un estúpido razonador y un enamorado indiferente si no se dirigiese hacia la máquina sobre esos vagones tan rápido como le den las piernas. Puede correr un kilómetro y medio, la longitud del tren, en diez minutos. Por lo tanto llega donde está Abscissa cuando lo hace la locomotora, o en diez minutos… diez minutos antes que si se hubiera quedado usted hablando perezosamente de política con el guardafrenos en el último vagón. Usted ha reducido el tiempo a la mitad y agregando su velocidad a la de la locomotora ha obtenido un cierto resultado. ¿Nicht wahr?
Lo comprendí perfectamente, con mucha más claridad, tal vez, por el hecho de la interpolación de Abscissa en su discurso.
—Esta ilustración, aunque algo lenta, nos conduce a un principio que puede ser aplicado sin limitación alguna. Nuestra primera preocupación deberá ser ahorrarle las piernas y el aliento. Supongamos que los tres kilómetros de vía son perfectamente rectos y convierten a nuestro tren en un solo y único vagón de un kilómetro y medio de largo, con rieles paralelos tendidos sobre él. Pongamos una pequeña locomotora sobre estos rieles y dejemos que recorra de punta a punta la longitud del vagón, mientras éste es arrastrado a lo largo de la vía terrestre. ¿Entiende mi idea? Esa locomotora toma ahora el puesto que usted ocupó antes. Pero puede recorrer el kilómetro y medio mucho más velozmente. Imagine asimismo que nuestra locomotora tiene potencia suficiente para arrastrar al vagón sobre los tres kilómetros en dos minutos. La pequeña locomotora, en tanto, puede alcanzar la misma velocidad. Cuando la verdadera llega a B en un minuto, la otra, habiendo recorrido un kilómetro y medio sobre el vagón también llega a B. Hemos combinado las velocidades de estas dos locomotoras y logramos cubrir los tres kilómetros en un minuto. ¿Es todo lo que podemos hacer? Prepárese para ejercitar su imaginación aún más.
Encendí entonces mi pipa.
—Aún hay tres kilómetros de vía recta entre A y B. Se halla sobre la vía un largo vagón extendido desde A hasta aproximadamente un cuarto de kilómetro de B. Descartaremos ahora las locomotoras comunes y adoptaremos como fuerza motriz una serie de compactas maquinarias magnéticas, distribuidas debajo del vagón en toda su longitud.
—No comprendo eso de las maquinarias magnéticas.
—Bien, cada una de ellas consiste en una gran herradura de hierro que, por medio de una corriente eléctrica intermitente procedente de una batería es convertida alternativamente en imán, siendo esta corriente regulada a su vez mediante un mecanismo de relojería. Conectada al circuito, la herradura es un imán y atrae su badajo con enorme fuerza. Cuando no es parte del circuito, en el segundo siguiente, ya no es un imán y deja libre su badajo. El badajo, oscilando de un lado a otro, imparte un movimiento rotativo a un volante, el cual lo transmite a las ruedas impulsoras que están sobre los rieles. Tales son nuestros motores. No son una novedad porque ya se han hecho pruebas que demuestran su factibilidad.
"Podemos esperar que una maquinaria magnética en cada juego de ruedas, logre mover nuestro inmenso vagón, impulsándolo a una velocidad de más o menos un kilómetro y medio por minuto.
"El extremo delantero, obligado a recorrer tan sólo un cuarto de kilómetro, llegará a B en quince segundos. Llamaremos número 1 a este vagón. Sobre el número 1 se encuentran tendidos unos rieles, sobre los cuales otro vagón, el número 2, un cuarto de kilómetro más corto que el número 1, es desplazado precisamente del mismo modo. El número 2, a su vez, es superado por el número 3, que se mueve independientemente de los que están debajo, y es un cuarto de kilómetro más corto que el número 2. El largo del número 2 es de dos kilómetros; el número 3 mide un poco más de un kilómetro y medio. Sobre éstos, en niveles sucesivos, están el número 4, de un kilómetro y medio de largo; el número 5, de un kilómetro, el número 6, de unos 750 m., el número 7, de medio kilómetro de largo y el número 8, un corto vagón de pasajeros, colocado sobre el resto.
"Cada vagón se mueve sobre el que está por debajo, con total independencia de todos los otros, a un kilómetro y medio por minuto y cada vagón tiene sus propias maquinarias magnéticas. Bueno, el tren es arrastrado con el extremo posterior de cada vagón apoyado en un elevado poste parachoques en A. Tom Furnace, el caballeresco guarda y Jean Marie Rivarol, el maquinista, ascienden por una larga escalera hasta el encumbrado vagón número 8. El complejo mecanismo es puesto en movimiento y; ¿qué sucede entonces?
«El número 8 recorre medio kilómetro en quince segundos y llega al extremo del número 7. Mientras tanto, el número 7 ha recorrido la mencionada distancia en el mismo tiempo y alcanzado el extremo del número 6; el número 6, medio kilómetro en quince segundos, llegando al extremo del número 5; el número 5, al extremo del número 4; el número 4, al del número 3; el número, 3, al del número 2; el número 2, al del número 1. Y el número, 1, en quince segundos, ha cubierto su medio kilómetro a lo largo de la vía terrestre, y ha llegado a la estación B. Todo esto se ha hecho en quince segundos. Por lo cual los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8 alcanzan el punto de reposo en el poste parachoques de la estación B exactamente en el mismo instante. Nosotros, en el número 8, llegamos a B en el preciso momento en que llega el número 1. En otras palabras, hemos recorrido la distancia total en quince segundos. Cada uno de los ochos vagones, desplazándose a la velocidad de un kilómetro y medio por minuto ha contribuido a nuestro viaje con casi medio kilómetro y ha realizado su trabajo en quince segundos. Los ocho juntos realizaron su tarea a la vez, durante los mismos quince segundos. En consecuencia hemos viajado como el relámpago a través del aire, a la asombrosa velocidad de siete segundos y medio para cada kilómetro y medio. Este es el Taxipompo. ¿Le parece justificado el nombre?».
Aunque un poco perplejo por la complejidad de los vagones, pude entender el principio general de la máquina. Hice un diagrama y lo entendí mucho mejor.
—Sencillamente, ha mejorado usted la idea de que me desplazaba más rápidamente que el tren cuando me dirigía al vagón de fumar.
—Precisamente. Hasta ahora nos hemos mantenido dentro de los límites de lo practicable. Para complacer al profesor, puede usted teorizar algo en este estilo. Si duplicamos la cantidad de vagones, disminuyendo así por la mitad la distancia que cada uno tiene que recorrer, alcanzaremos el doble de la velocidad. Cada uno de los dieciséis vagones tendrá que recorrer solamente unos 200 m. A la velocidad uniforme que hemos adaptado, la distancia total se pueden cubrir en siete segundos y medio en vez de quince. Con treinta y dos vagones, y unos 100 m., de diferencia en su longitud, llegamos a una velocidad de un kilómetro y medio en menos de dos segundos; con sesenta y cuatro vagones viajando a 150 m., un kilómetro y medio en menos de un segundo. ¡Noventa kilómetros por minuto! Si esto no es suficientemente veloz para el profesor, dígale que siga aumentado el número de vagones y disminuyendo la distancia que cada uno tiene que recorrer. Si sesenta y cuatro vagones producen una velocidad de un kilómetro y medio sin pasar de un segundo, deje que imagine un Taxipompo de seiscientos cuarenta vagones y que se entretenga calculando la rapidez del vagón número 640. Murmúrele simplemente al oído que cuando tenga una infinita cantidad de vagones con una diferencia infinitesimal en sus longitudes, habrá obtenido la velocidad infinita que parece ansiar. Y demándele entonces la mano de Abscissa.
Con silenciosa y agradecida admiración estreché la mano de mi amigo. No se me ocurría nada qué decir.
—Acaba usted de escuchar al hombre teórico —dijo con gran orgullo—. Tendrá usted oportunidad de contemplar al ingeniero práctico. Iremos al oeste del Río Mississippi a buscar un lugar que sea lo suficientemente plano. Allí erigiremos un Taxipompo modelo. Y allí convocaremos al profesor, su hija y, ¿por qué no?, también a su hermosa hermana Jocasta. Los llevaremos a todos en un viaje que dejará mudo de asombro al venerable Surd. Colocaremos los dígitos de Abscissa entre los suyos y os bendeciremos con una fórmula algebraica. Jocasta contemplará admirada el genio de Rivarol. Pero tenemos mucho que hacer ahora. Debemos embarcar para San José las vastas cantidades de materiales que van a ser empleados para construir el Taxipompo. Debemos contratar un pequeño ejército de obreros para efectuar la obra, porque vamos a aniquilar el tiempo y el espacio. Tal vez sea mejor que vea a sus banqueros.
Me precipité impetuosamente hacia la puerta. No debía haber demora alguna.
—¡Deténgase, deténgase! Um Gottes Willen, ¡deténgase! —gritó Rivarol con voz chillona—; arrojé esta mañana al carnicero al abismo y todavía no he cerrado… la…
Pero era demasiado tarde. Ya estaba sobre la trampa. Ésta se abrió como una enorme boca sobre sus bisagras y me encontré cayendo, cayendo, cayendo… como si estuviera en el espacio infinito, una caída a través del espacio ilimitado. Recuerdo haberme preguntado, mientras atravesaba vertiginosamente las tinieblas, si llegaría a la Tierra de Kerguellen o me detendría en el centro de la tierra. La caída pareció durar una eternidad pero luego mi rumbo fue detenido imprevista y dolorosamente.
Abrí los ojos. Las paredes del estudio del profesor Surd me rodeaban. Debajo de mis pies había una superficie plana, dura y firme que, lo sabía muy bien era el piso de su estudio. A mis espaldas la silla de tela de crin, negra y resbaladiza, que me había vomitado hacia adelante como la ballena había expulsado a Jonás. Frente mí estaba parado el profesor Surd en persona, contemplándome con una no desagradable sonrisa.
—Buenas noches, señor Furnace. Permítame que lo ayude. Parece usted cansado. No me extraña que se haya quedado dormido, habiéndole hecho esperar tanto tiempo. ¿Desea tomar un vaso de vino? ¿No? De paso, desde que recibí su carta, he descubierto que es usted hijo de mi viejo amigo, el juez Furnace. He hecho averiguaciones y no veo ninguna razón por la que no pudiese llegar a ser un buen marido para mi hija Abscissa…
Y no veo razón, sin embargo, para decir que el Taxipompo hubiese sido un fracaso. ¿Y usted?
Fin