DONDEQUIERA QUE SE OCULTEN (Tim Powers)
Publicado en
abril 12, 2017
Al salir al exterior y aspirar el aire cálido tuvo la sensación de que por fin había terminado su prolongado y agónico periplo de tanteos y errores, pero lo supo con certeza al mirar a su alrededor y ver a la mujer que empujaba el cochecito de bebé por la acera. Todo había quedado atrás; sintió el impulso de quedarse mirándola horrorizado, echarse a llorar o largarse, pero se obligó a caminar sin hacer nada, salvo tantearse los bolsillos del gabán. Cuando se cruzó con ella, sonrió despreocupado, le dio las buenas tardes y echó un vistazo al carrito.
La madre le dedicó una sonrisa cuando alabó al niño, pero recuperó el mohín de aburrimiento cuando se dio cuenta de que, en realidad, sólo se había detenido para admirar al bebé. El hombre se sacó unas gafas del bolsillo y un fajo de billetes cayó a la acera, delante del cochecito. La joven madre se apresuró a recogerlos y le devolvió la mayoría.
Él estaba inclinado sobre el carrito, trasteando con el biberón, y cuando la mujer le dio el dinero, se lo agradeció con tanta sorpresa y sinceridad como pudo fingir.
Ella se despidió con un gesto de la cabeza y siguió empujando el carrito por la acera. No se había dado cuenta, y probablemente el bebé tampoco, de que el desconocido le había dado el cambiazo al biberón. Desde luego, ninguno de los dos reparó en el papel que había metido debajo de la manta.
Mientras se alejaba, con el semblante transfigurado por el dolor y el miedo, el hombre sacó la mano izquierda de debajo del gabán. Aferraba el biberón con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
Sólo por costumbre, puesto que, desde luego, no sentía necesidad de ponerse presentable para recibir aquella visita, el amo secreto del mundo se miró en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario antes de acercarse al interfono para accionar una palanca, que se rompió con la presión.
—Lo que faltaba —murmuró mientras miraba el reloj y apartaba la silla para levantarse. Abrió la puerta del despacho mientras el aparato emitía un ruidoso gemido; su secretaria había levantado la vista—. No quiero recibir llamadas ni visitas en los próximos quince minutos —dijo en tono tajante.
—Pero, señor Stanwell... —La joven arqueó las cejas—. ¿No había quedado para comer con el representante de las Juventudes Trotskistas?
—Hemos quedado a las once —respondió Stanwell de mal humor—, y no son más que las diez y cuarto.
—Entonces, quiere que pida... ¿Qué era? Un helado y unas costilla a la brasa, ¿no?
—He dicho que no quiero llamadas ni visitas. Durante un cuarto de hora. ¡Por el amor de Dios, repítamelo!
La secretaria acertó a repetirlo, pese al tartamudeo que parecía haberse convertido en moda, epidemia o algo parecido. El volvió al despacho y se acercó a la ventana.
—Por favor, que traiga buenas noticias —susurró mientras contemplaba la zona empresarial de Santa Ana, intentando prestar más atención a los camiones que recorrían diligentemente la calle principal que a los obreros que seguían apañándoselas para encontrar algo con lo que trastear y tener el asfalto del paseo del Centro Cívico levantado permanentemente—. Los sindicatos han decidido por fin reincorporarse a nuestras filas; aumenta el empleo —murmuró cerrando los ojos—. Los colores han recuperado su intensidad; se acabaron las alucinaciones. Me conformo con una buena noticia, la que sea.
Cuando un impacto que ya le resultaba familiar lo sobresaltó y agitó el cristal, abrió los ojos y se volvió.
Al otro lado de la mesa había un hombre. Llevaba unos vaqueros y una camisa de franela, y sujetaba una pesada cazadora con el brazo; por lo demás era su gemelo idéntico.
—Me alegro de verte —dijo Stanwell—. ¿Todo bien? ¿Qué te ha pasado en el pulgar?
—Me he cortado —respondió con un gesto de impaciencia—. Te lo explicaría, pero probablemente sentirías la tentación de cambiar las cosas para impedirlo.
Stanwell frunció el ceño.
—Sabes que siempre tengo cuidado de...
—Sí, ya. Mira, no tengo todo el día. Estoy ocupado, por no mencionar que ya he pasado por esta conversación.
—¿Quieres que cambie algo? —preguntó Stanwell, tragándose el orgullo—. ¿Tengo que comprar algo? ¿Hay alguien que...?
—No —dijo su doble—. Sigue como hasta ahora; no nos va mal.
Stanwell frunció el ceño mientras se dirigía al mueble bar para sacar una botella de Stolichnaya.
—Me figuro —dijo con un resquicio de desconfianza— que hay algo que marcha bien y temes que lo estropee si me entero antes de tiempo. —Echó hielo en dos vasos y los llenó de vodka—. Si hace falta que improvise, lo entiendo, pero al menos podrías darme alguna pista. —Se volvió y tendió un vaso al visitante—. Por ejemplo, ¿qué van a hacer Polonia y México con...?
—No, gracias, hemos dejado de beber. Y tengo que irme; sólo quería que supieras que nos va bien.
—¿Ya? —preguntó Stanwell, desconcertado—. Normalmente...
—Hoy no, colega. —Era evidente que al doble no le hacía gracia estar allí; cerró los ojos brevemente y, cuando los abrió, le tendió la mano con vacilación. Stanwell se la estrechó azorado—. Siento que no hayamos tenido oportunidad de conocernos.
El visitante se esfumó de repente, y Stanwell evitó a duras penas caer hacia delante. Le zumbaban los oídos. Flexionó los dedos con aprensión; la implosión cercana había estado a punto de dislocarle la muñeca.
—¿Le ocurre algo, señor Stanwell? —preguntó la secretaria desde el despacho contiguo.
—No —gritó—. No quiero interrupciones.
«Vaya con la puerta insonorizada», añadió para sus adentros.
A continuación le tocaba tranquilizar a su antecesor, pero primero se sentó y bebió un buen trago de vodka.
«¿Qué puedo decirle? —se preguntó con impotencia—. Claro; podría repetirle lo que me dijo el siguiente el año pasado, pero lo veía más seguro de lo que estoy ahora.»
Echó un vistazo a la pulcra pila de hojas mecanografiadas del estante y deseó poder leer su autobiografía inconclusa en busca de inspiración y sentimiento de trascendencia, pero tenía la impresión de que los márgenes habían ido aumentando a lo largo del último año; el texto se le antojaba cada vez más farragoso y ambiguo, y las anécdotas otrora conmovedoras, graciosas o trágicas empezaban a resultarle anodinas.
Pese a que esperaba, por modestia, que no se publicara hasta después de su muerte, ya tenía seleccionadas las fotografías que se incluirían en el libro, e incluso había encargado una ilustración de portada. Giró la silla hasta quedar frente al gran lienzo que ocupaba la mayor parte de una pared.
Siempre le había gustado ese cuadro. Era una representación impresionista de un árbol; en las ramas superiores había un bebé que guardaba un parecido casi vergonzoso con un niño Jesús. Años atrás, Stanwell intentó localizar el árbol en el que había aparecido en circunstancias misteriosas en 1950, pero descubrió que la autopista de Pasadena se había trazado sobre aquel campo. Acarició la idea de retroceder para conseguir que eligieran una ruta distinta, por si las generaciones venideras querían construir un altar o algo parecido alrededor del árbol, pero concluyó que semejante maniobra sería una concesión tan arriesgada como innecesaria a la egolatría; además era probable que el árbol real no fuera ni la mitad de impresionante que el pintado.
Apuró la bebida y se puso en pie.
«Diablos, hay que pensar a largo plazo. ¿Y qué si este año no hemos progresado tanto? Formas aparte, el hombre siguiente parecía ocupado, y las cosas han ido mejorado poco a poco desde que me las arreglé para que Roosevelt muriese en el 44 y no en el 45 para que Henry Wallace heredase la presidencia en lugar de Harry Truman. —Sonrió a la multitud desde la ventana—. Pocos sabéis quién soy y nadie sospecha a qué me dedico, pero gracias a mí os habéis librado de la bomba atómica, de las guerras de Corea y Vietnam, de Nixon... Y ni siquiera espero que me deis las gracias; ¿cómo ibais a dármelas por haber evitado catástrofes de las que no sabéis nada? Sólo aspiro a que vivamos en un mundo mejor. El mío es un destino... ¿De qué me suena esa frase? El mío es un destino elevado y solitario.
Había logrado reunir la confianza necesaria para ir a animar al hombre anterior. Se plantó en mitad del despacho, frunció el ceño mientras se concentraba... y desapareció.
La implosión entreabrió la ventana y arrancó de la pila las hojas superiores de la autobiografía, que cayeron al suelo. Una de ellas ocultó la huella que había dejado en la moqueta.
El teléfono seguía sonando cuando Keith Bondier parpadeó y se obligó a recordar dónde estaba.
No entendía por qué había intentado cogerlo, pensó abotargado mientras se incorporaba en el suelo de la cocina. Sabía que aquel día tocaban desmayos; cada primero de julio sufría un desmayo a las diez y cuarto exactas y se volvía a desmayar poco después.
«Claro que el segundo llega al menos media hora después del primero; creía que me daría tiempo de llegar al teléfono y volver a la cama.»
Sentía un dolor sordo en las rodillas y se había dado un golpe en el hombro, pero en la cabeza sólo notaba una punzada, encima de la oreja. La caída no había sido grave.
Pero el teléfono seguía sonando, de modo que apretó los dientes, acertó a ponerse en pie y descolgó el auricular con un gemido.
—¿Sí?
—¿Keith? ¿Te pasa algo?
—Nada, nada. Hola, Margie, ¿qué te cuentas?
—Tengo que ir de compras y hacer unas cosas. ¿Te apuntas?
—Claro. —Sonrió; se le habían pasado todos los males—. Acaban de pagarme la invalidez, así que invito a comer.
—Mejor pagamos a medias.
—De eso nada. Siempre te toca conducir a ti.
—Seguro que podrás sacarte el carnet en cuanto te prescriban la medicación adecuada, y entonces serás tú quien conduzca. Hoy vamos a escote.
—Que no, que yo me encargo. Aprovecha que he cobrado. —Supuso que si la invitaba a comer estarían saliendo juntos; de lo contrario serían dos amigos que daban una vuelta—. ¿Tardas mucho?
—Cinco minutos. Salgo ahora mismo.
—Muy bien. Hasta ahora.
Después de colgar se sentó y se masajeó las rodillas mirando a su alrededor. Decidió que la casa estaba decente; sólo había una pila de ropa en el suelo. Pero si la recogía, ella se daría cuenta y estaría sobre aviso.
«Tengo que hacer un esfuerzo para que parezca espontáneo. Y será mejor que me quite el mal aliento con pasta de dientes.»
Se detuvo de camino al cuarto de baño con un gesto de contrariedad; había vuelto a percibir el olor agridulce de la basura. No estaba seguro de que no fuera otra alucinación olfativa que sólo notaba él, pero no era algo que lo incitara a tratar de seducir a Margie. Aunque el olor, pese a su intensidad, resultara tolerable, no podía decir lo mismo de las alucinaciones visuales y auditivas que solían llegar a continuación. Deseaba con todas sus fuerzas que no fuera uno de los días malos.
Pero cuando estaba poniéndose pasta de dientes en el dedo oyó una voz de hombre que gritaba:
—¡Más vale que vuelva a meter toda esa basura en los cubos, señora! —Parecía que sonara a su lado, pero el grito no reverberó en las paredes; era como si estuviera al aire libre.
Bondier dio un respingo, y la pasta de dientes que tenía en el dedo se estampó contra el espejo. Maldijo entre dientes, se preparó para recibir más invasiones y consiguió llevarse un poco de pasta a la boca a pesar de que una anciana respondió a los gritos.
—¡Que te den! Este terreno es público.
Masticó la pasta de dientes con resolución; después la escupió y se enjuagó la boca. Pensó que debería afeitarse, y durante ese tiempo no oyó más ruidos inexistentes que un golpeteo del que hizo caso omiso.
El timbre sonó justo cuando acababa de sentarse y encender un cigarrillo; le gustaba porque tenía la impresión de que fumar lo hacía parecer menos inválido.
—Adelante.
La puerta se abrió, y Margie entró en la casa. Era algo mayor que Bondier, pero la piel pálida, la falda de lana, las gafas que le agrandaban los ojos y el pelo castaño recogido en un moño le conferían un aspecto más joven, o al menos hacían que su edad resultara irrelevante. Tenía la cabeza, las manos y los pies algo más grandes de lo que le correspondía, y en ocasiones, cuando Bondier estaba de mal humor, pensaba que era como una caricatura.
—¿Preparado? —preguntó Margie, tan alegre y dinámica como de costumbre.
A Bondier le costó oírla por encima de la nueva alucinación: una serie de sonidos de metal aplastado, como si estuvieran pisando metódicamente una hilera de cochecitos de juguete.
—Sí, claro —dijo con cuidado de no levantar la voz—. Pero siéntate; acabas de llegar. ¿Quieres un café?
—Señora, no puede tirar eso ahí. Mis inquilinos tienen que aparcar —dijo el hombre, y Bondier se perdió la respuesta de Margie.
—¿Qué decías?
—Que no, gracias. Mejor que nos vayamos antes de que empiece a llover. —Margie lo miró con curiosidad, ladeando la cabeza—. ¿Seguro que no te pasa nada?
—Bueno... —No daba con otra forma de tranquilizarla—. He tenido otro desmayo hace unos minutos. Un par, en realidad.
Oyó que arrancaba un coche, y era como si estuviera en la habitación. Se alegraba de que Margie no captara sus alucinaciones, porque si hubiera olido el gas de escape se habría largado. Apagó el cigarrillo en una taza.
—Oh, pobre. —Preocupada, Margie cerró la puerta y se sentó en el sofá junto a él—. ¿Te has caído?
—Zorra estúpida —rugió la voz del hombre.
—No ha sido grave. —Bondier le pasó un brazo por los hombros—. Pero aún estoy un poco mareado.
«Que llueva ya de una vez. Que diluvie.»
Se inclinó con intención de besarla, intentando no mostrarse dubitativo ni apresurado.
Un estallido de luz, intenso pero silencioso, hizo que se apartara sin querer, y tuvo que hacer acopio de voluntad para no gritar sobresaltado, ya que la cocina había desaparecido y el salón estaba en un aparcamiento soleado. A unos metros, de espaldas, un hombre gordo vestido con un mono se rascaba el trasero, meditabundo.
«Dios mío, es más grande y real que esta casa —pensó Bondier alarmado—. Pero ya se pasará. Estoy empeorando, pero tiene que pasarse. Si no hago caso, si no me doy por enterado, si me comporto como si no fuera... insoportable...
Se volvió de nuevo hacia Marge, entrecerrando los ojos para protegerse del resplandor imposible y con la esperanza de que no le temblara la voz cuando se disculpara por el respingo, pero ella estaba apoyada en el brazo del sofá, con los ojos cerrados; no parecía haberse dado cuenta. Tenía la boca abierta y movía los labios. Al principio, Bondier pensó que estaba invitándolo a besarla, de forma algo grotesca, pero después vio que tenía los brazos enlazados en el aire, como si ya estuviera besando a alguien invisible.
Pero al cabo de un momento sí que gritó, porque al mirar hacia abajo vio un agujero que atravesaba el abdomen de Margie y parte del sofá. A través de él distinguió claramente un cubo de basura lleno de cartones de leche y botes de nata agria gastados, así como bolsas arrugadas de algún restaurante de comida para llevar llamado McDonald's. No le sonaba de nada.
Se puso en pie, al borde del pánico. Le costaba respirar.
Aturdido, se dio cuenta de que las ventanas delanteras de la casa no sólo mostraban un día gris, sino que ni siquiera les llegaba un ápice de la intensa luz solar que... Sí: aún resplandecía al otro lado, en la zona de la cocina.
—Lo siento, Margie —dijo con voz estrangulada, intentando concentrarse en la parte normal de la habitación—. Parece que el golpe ha sido más fuerte de lo que creía. Vamos afuera a tomar un poco el aire, ¿de acuerdo?
No hubo respuesta. Se obligó a dar media vuelta.
En el sofá, entre Bondier y el gordo del mono, que seguía rascándose el trasero, Margie emitía sonidos de protesta, pero seguía moviendo los labios y abrazando el aire. Delante de las narices de Bondier, su camisa se movió y el botón superior se le desabrochó lentamente.
—¡Marge! —Fue incapaz de evitar el tono de alarma, pero ella no se dio por enterada—. ¡Marge! —gritó. De repente se sintió tan mareado que tuvo que aferrarse al brazo de un sillón, por si volvía a desmayarse.
El gordo dejó de rascarse y se volvió hacia Bondier, mirándolo sin verlo.
—¿Quién hay ahí? —preguntó.
—¡Por favor, Marge! ¿Puedes oírme? —bramó Bondier.
—¡Eh, baja la voz! —dijo el gordo—. ¿Dónde coño estás?
El hombre empezó a caminar, y Bondier no pudo aguantarlo más; giró en redondo, abrió la puerta y cruzó la acera en dirección a la calzada. Un gato salió corriendo y saltó a una verja de madera.
Bondier deseaba desesperadamente poder hablar con alguien que confiara en él lo suficiente para escucharlo sin cuestionarse su cordura. Tenía bastantes amigos, pero no podía contárselo a ninguno de ellos.
«Familia. Ahora me gustaría tener familia: gente que me conociera desde pequeño. Un hermano con quien poder hablarlo; una madre que me consolara mientras se lo explico todo entre lágrimas. Bueno, sí que tengo madre... si es que sigue viva. A saber.»
Sonrió con amargura. No había llegado a conocer a su madre; no la había visto desde que el tribunal le retiró la custodia cuando él era aún un bebé, y no la imaginaba consolando a un hijo atribulado. Se daba por hecho que en 1954 había arrojado a su hermano gemelo desde un puente de la autopista de Pasadena; al menos eso declararon varios testigos, y si no hubiera sido porque era evidente que los vehículos habían arrastrado el pequeño cadáver, se habría enfrentado al engorro de un juicio por asesinato. Ni siquiera hizo amago de protestar cuando, a raíz de aquello, las autoridades la libraron del niño que le quedaba.
«Claro —se dijo, intentando desesperadamente considerar el asunto con madurez y objetividad—. Podría buscarla. ¿Eso me haría sentir mejor? ¡Dios!»
Había ido aminorando el paso. Se detuvo y se volvió para mirar su casa, dos manzanas atrás. Tenía el mismo aspecto que siempre: un par de ventanas de un edificio vetusto deslustrado por el orín. El destartalado Volkswagen de Marge estaba aparcado junto a la acera, tan plácidamente como siempre. Un joven se había agazapado tras un árbol al otro lado de la calle; teniendo en cuenta cómo era el barrio, era probable que pretendiera echar una meada.
Cayó en la cuenta de que nunca había visto coches como los del aparcamiento de la alucinación: eran más pequeños y redondeados que los normales.
Respiró profundamente varias veces. Debía de haber sido un efecto de los dos desmayos. Era la peor alucinación que había tenido en la vida, pero ya parecía haber pasado. Tenía que volver.
Pero decidió despejarse antes con una caminata a paso vivo y un poco de aire fresco que le sacara de encima hasta el recuerdo del olor a basura. Vagó sin rumbo fijo durante diez minutos, avenida arriba y calle abajo, hasta que recuperó el ritmo cardiaco normal y se le disipó el regusto seco del miedo irracional. Después giró por la calle principal, con la intención de tomarse una cerveza en Trader Joe; al infierno el médico y sus advertencias contra la mezcla de alcohol y medicamentos. Para lo que le servían...
Oyó unos chirridos de frenos y un choque metálico un par de calles atrás, y cuando se volvió vio que una furgoneta de reparto había golpeado un coche aparcado al dar marcha atrás. Varias cajas caídas se habían abierto, y unos cuantos cartones de tabaco se habían precipitado por la alcantarilla.
Se dirigió al lugar con la esperanza de ser el primero de la multitud que se congregaría para saquear el botín, pero entonces vio la cosa que se le acercaba por la acera.
Con el semblante impasible, para que sus ayudantes no notaran que pasaba nada raro, Stanwell salió del taxi y caminó con paso decidido hasta la puerta del Hotel Corday.
La parte más difícil era conseguir no entrecerrar los ojos cada pocos segundos, cuando aparecía la alucinación del día soleado. Se le hizo más llevadero una vez dentro del André's, el restaurante de la planta baja, porque aunque el elegante comedor se convertía en una lavandería destartalada, tan abruptamente como si le pusieran una fotografía ante los ojos y se la apartaran poco después, siempre podía apoyarse en el respaldo y cerrar los ojos. Por lo menos, el contacto de la silla y el del mantel en las manos eran estables.
—¿Seguro que se encuentra bien?
Stanwell asintió sin abrir los ojos.
—Gribbin va a tardar poco, ¿no? —preguntó.
—Eso ha dicho por teléfono; claro que ya sabe cómo está el tráfico. Pero si no se encuentra bien, será mejor que...
—¡Estoy perfectamente! —espetó, aún con los ojos cerrados—. Un poco cansado, nada más.
«Ya podía haberme dicho el cabronazo de mi versión de dentro de unos años si en su época se han acabado las putas alucinaciones. O romper la barrera del presente y poder prescindir de él; viajar al futuro sin necesidad de avanzar sólo un día cada día. —Suspiró, abrió los ojos el tiempo suficiente para que apareciera el restaurante, cogió el vaso de agua, bebió y lo dejó, a ciegas, en la mesa—. Supongo que si una persona normal, condenada como todas a dejarse arrastrar por el tiempo, incapaz de adelantarse siquiera un segundo ni volver a un momento que no sea el actual... Me imagino que si alguien supiera de qué soy capaz, el muy idiota pensaría que gozo de una libertad inconmensurable.
»Supongo que entiendo a qué se debe la barrera del presente: es la parte de la tela que se está tejiendo. Al otro lado sólo están el vacío y las agujas de hacer punto de Dios, o las funciones de onda sin colapsar, pero ¿qué problema hay en el otro sentido? ¿Por qué narices no puedo volver a saltar adelante desde ninguna época anterior a 1953?
»Gracias a Dios —pensó con un estremecimiento— que me di cuenta cuando salté a 1943. Fueron diez años espantosos; estaba inmovilizado y creía que había perdido mis habilidades; tuve que buscar trabajos y casas, y limitarme a vivir fatigosamente año tras año, hasta que a mediados del 53 todo volvió a su sitio y pude saltar al presente, que era... 1975 por aquel entonces.
»Y ¿a qué puede deberse que sólo sea capaz de hacerlo precisamente en Santa Ana, en California? Cualquiera diría que ahí tienen una central eléctrica parapsicológica.»
—Gribbin está subiendo los escalones —dijo uno de sus ayudantes, y Stanwell se atrevió a abrir los ojos.
Observó aliviado que, al parecer, el restaurante había ganado la batalla contra la alucinación. Llamó al camarero con un gesto.
«Ya que Gribbin es neoyorquino —razonó—, puede que quiera probar el tequila, igual que cuando viajo al Este aprovecho para conseguir whisky de verdad.»
Al cabo de un momento, después de que Stanwell hubiera pedido las bebidas, el chófer de Gribbin se acercó a la mesa, apartó una silla y, tras unos segundos, volvió a acercarla.
—¿Dónde está el señor Gribbin? —dijo Stanwell. El hombre no respondió.
—Disculpe, pero le he preguntado que dónde está el señor Gribbin.
El hombre que Stanwell tenía a la derecha se inclinó hacia delante e hizo ademán de estrechar una mano a la altura del cenicero. No había nadie al otro lado.
—Bob Atkins. Encantado, señor Gribbin —dijo con deferencia.
El camarero regresó con dos vasos de tequila. Dejó uno delante de Stanwell y otro frente al asiento vacío, al otro lado de la mesa.
—Espero que le guste, señor —le dijo a la silla desocupada.
La cosa no era más alta que Bondier, pero era tan ancha, desde los hombros del tamaño de un armario hasta los pies flecudos y elefantinos, que parecía cernirse sobre él mientras avanzaba por la acera, ocupándola entera y barriendo a su paso a los peatones, que no se percataban del peligro. Tenía por boca un enorme orificio cuadrado tachonado de jirones de metal retorcido, y sus ojos eran dos grandes bandejas metálicas con montones de agujeritos en el centro, como los que hacen los niños en las tapas de los tarros para que respiren los insectos prisioneros; pero aquellos ojos remolineaban en la parte delantera de la cabeza de basura, y de la boca salía un rugido atronador.
Se le acercaba deprisa, y la fiereza pura y descerebrada que emitía aquel rostro, tan intensa como los rayos del sol tropical, hizo que Bondier gritara conmocionado y se acurrucara contra la pared.
La cosa se detuvo, desprendiendo polvo y humo que se levantaron formando espirales, y volvió la temible cabeza hacia él. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba compuesta por completo de basura. Se agazapó, tensando bolsas y harapos; después lanzó hacia delante una extremidad informe, rematada en una garra de perchas y ramas, con la que sujetó a Bondier por el cuello para aplastarlo contra la pared.
Bondier acertó a soltar un grito ahogado, pero los transeúntes no parecían haber reparado ni en el monstruo ni en él; mientras tironeaba inútilmente, entre gemidos, de la tenaza de basura que lo aprisionaba, varias personas chocaron con la espalda de la criatura, pero se enderezaron sin darle importancia y siguieron caminando.
No se dio cuenta de que el rugido constante de la cosa estaba compuesto de varias voces hasta que todas empezaron a hablar al unísono; de repente, del agujero de la cara surgía un balbuceo casi inteligible.
—...A ver quién dirige la orquesta ahora, Stanwell... Puedes manotear todo lo que quieras, pero veremos... Desgarradle la garganta, arrancadle los huevos... Aquí, delante de todo el mundo... Pero un momento, ¿no os acordáis? Acabamos de verlo en el restaurante, esa pijotería de André's... Un poco más allá... Sí... No es él; este no tiene canas... Joven, demasiado joven, este chico...
Las perchas y las ramas se aflojaron brevemente; Bondier sintió que se le aliviaba la presión de la laringe. Se preparó para zafarse y salir corriendo, pero antes de que se le presentara la oportunidad, el agarre inhumano recobró fuerza; tanta que lo dejó sin respiración. Sintió que se le nublaba la vista.
—Entonces es el gemelo —decían las voces—. Sabemos que había un gemelo... Si lo matamos, a lo mejor muere Stanwell y podemos vivir nuestras vidas verdaderas...
Sin soltarle la garganta, se abalanzó contra la pared y lo aplastó con su pecho descabalado y mugriento, y cuando Bondier abrió la boca para volver a gritar, un harapo empapado de aceite serpenteó al interior. Por la nariz le entraban colillas y pajitas usadas que le saturaban las fosas nasales, mientras varias cuerdas y jirones que antes le habían atenazado brazos y piernas empezaron a tirar de él en todas direcciones. Aprisionado con tanta fuerza que las costillas amenazaban con partírsele, se veía a la vez acunado en postura fetal.
La basura seguía entrándole por la nariz y la boca. Carraspeó a duras penas, pero sólo consiguió que entrara más. Ya le bajaba por la garganta, y no parecía acabarse. Sintió un dolor punzante en el costado e, inmediatamente, una sensación de calor y humedad. Se dio cuenta de que algún fragmento de la cosa se le había clavado y amenazaba con seguir adentrándosele en el abdomen.
Aquello lo hizo reaccionar. Dio una última sacudida con todas sus fuerzas..., pero no fue física, y tuvo la impresión de que el mundo entero se sacudía con él.
La cosa se había esfumado de súbito sin dejar rastro, y Bondier cayó de bruces, vomitando trozos de basura en la acera. Cuando recuperó el aliento y dejó de toser, se sentó y se levantó la camisa. Tenía un corte, pero no sangraba mucho, y no parecía tan profundo como había temido. Se desabrochó el cinturón, lo volvió a abrochar con el pañuelo doblado encima de la herida y se colocó la camisa. Después se levantó tembloroso, dirigiendo una sonrisa incómoda a la gente que pasaba, pero nadie reparaba en su presencia, igual que nadie había reparado en la cosa.
Mientras volvía corriendo a su casa no quiso pensar en nada que no fuera meterse en la cama y esconderse debajo de la manta, pero también pensó que iría al médico al día siguiente, para pedirle, no, para exigirle una medicación más fuerte. Hacía lo posible por convencerse de que el monstruo de basura no era más que una alucinación. Las magulladuras de la garganta, al igual que el corte del costado, también tenían que ser fruto de su imaginación.
Hasta empezaba a tranquilizarse cuando dobló la última esquina y vio su casa. El coche de Margie, bendita fuera, seguía aparcado delante. Pero entonces vio que se abría la puerta y salía un hombre corriendo, ahuyentando a un gato, y supo que aún no había terminado, porque el joven que cruzaba la acera apresuradamente y con evidentes muestras de pánico no era otro sino él.
«Vale —se dijo haciendo acopio de calma—, es la misma alucinación. Y tiene cierta coherencia: probablemente, ese es el gemelo que mencionaba el monstruo, ¿ves? Así que sólo es un ataque, no varios. Seguro que aún estoy en el sofá. No tengo que llorar.»
Pero el aire estaba tan frío, la calle tenía una anchura tan normal y el edificio tenía un aspecto tan detallado e insignificante a la vez, que le costaba creer que nada de aquello era real. Se agazapó tras un árbol y observó mientras el joven se detenía para mirar atrás.
Entonces recordó que él había ahuyentado a un gato... y con la certidumbre irracional de las auténticas pesadillas supo sin lugar a dudas qué pensaba aquel hombre: «Qué pena no tener familia; tengo que volver; no; antes voy a dar una vuelta para despejarme, y puede que me tome una cerveza en Trader Joe, y ¿quién será ese tipo que pretende echar una meada contra aquel árbol de enfrente?».
Cuando el otro Bondier hubo doblado la esquina, Bondier salió de detrás del árbol. Le vino a la cabeza una idea descabellada; tanto que, por sí sola, constituía demostración suficiente de que su estado no podía ser de vigilia.
«Esa última sacudida que he tenido, cuando esa cosa estaba a punto de asfixiarme o destriparme... ¿Hacia dónde he saltado? El monstruo ha desaparecido... ¿Es posible que haya saltado hacia atrás?
»¿Qué parte de la brújula señala hacia el antes?»
Miró el reloj; eran las once menos cinco. Se preguntó si el reloj del otro Bondier marcaría menos veinte o así. Caminó lentamente hacia la casa y abrió la puerta. Marge seguía en el sofá, y comprobó con alivio que la cocina había vuelto a su sitio, pero lo primero que vio fue el reloj del horno: 10:41.
Si no se equivocaba, le había ganado quince minutos al mundo.
—Todo el rato —dijo Marge, sin duda haciendo hincapié en algo que había dicho en el minuto o dos que había permanecido a solas. Se había envuelto en la funda del sofá cama y, aunque no llevaba puestas las gafas, miraba el sillón que él ocupaba normalmente. Se dirigió al asiento, pasando sobre la falda y la blusa que estaban en el suelo, y lo ocupó.
Ella lo miraba fijamente, y de repente le resultó mucho más difícil creer que aquella escena se desarrollaba automáticamente y continuaría aunque él se marchara.
—Hola, Marge —dijo impotente, desabrochándose la camisa ensangrentada—. O el universo se ha vuelto loco, o soy yo.
—No me vengas con esas —protestó ella, sacudiendo la cabeza. Sin gafas tenía los ojos más pequeños, y era como si estuvieran rodeados de demasiada piel blanca—. No puedes decirlo en serio; sólo... Es como si me ofrecieras un caramelito para que deje de dar la tabarra.
Bondier se quitó la camisa ensangrentada y la tiró al suelo, se levantó, entró en el angosto cuarto de baño y volvió con un bote de antiséptico. Echó un poco en el vendaje improvisado con el pañuelo, que ya estaba rojo, y lo dejó también en el suelo.
—Escucha, Marge —dijo inclinándose hacia delante y esforzándose por hablar con tono normal—. ¿Puedes oírme?
No hubo respuesta.
—El caso —continuó mientras recogía una camisa algo más limpia de la pila de ropa— es que hoy he visto una cosa que andaba y tenía forma de persona, pero te juro que estaba formada de basura. De verdad, era un montón de basura. —Soltó una risa seca mientras se abrochaba la camisa—. Pero hablaba, y dijo que yo era algo así como el gemelo de algún tipo al que tenían miedo. Ah, porque hablaba como si fueran varias personas, ¿sabes? No sé explicarlo mejor... Pero esas voces decían que habían visto a mi gemelo comiendo en André's. Es ese restaurante de postín que hay en el Hotel Corday. —Se sentó para que Marge se dirigiese a él cuando volviera a hablar.
—Sabías que no estaba preparada para algo así —le reprochó ella—. Habíamos quedado en que sólo amigos.
—¡Por favor! Si quieres que te diga la verdad, me cuesta sentirme... culpable por lo que esté pasando, ¿sabes? Pero escucha: tuve un hermano gemelo. No te lo había dicho, pero sí. Mi madre lo tiró a la autopista de Pasadena desde un paso elevado, en el 54, cuando teníamos un año. Quería quedarse sólo conmigo, pero le retiraron la custodia. Y se me acaba de ocurrir, y vas a pensar que estoy como una cabra, pero ¿y si, al sentirse aterrorizado, mi gemelo de un año reaccionó como creo que he reaccionado yo hace un rato y retrocedió en el tiempo? En ese caso, puede que no haya muerto. Puede que saltara hacia atrás en plena caída, a un momento anterior a la construcción de la autopista, que acabara en algún campo y lo encontraran vivo. No habría llegado a enterarse de que tenía un hermano.
Margie se había puesto a hablar entre dientes. Guardó silencio para poder escucharla.
—... una invitación a comer, y tendría que ser una relación estable, y francamente... —Se sorbió las lágrimas—. No te creo capaz.
—Es más que probable que tengas razón, porque muy estable no me veo. —La broma, amortiguada por la moqueta y las cortinas sucias, no le hizo gracia ni a él—. ¿Sabes qué siento últimamente cuando voy por la calle? Claustrofobia. Es como si estuviera en un diorama, ya sabes, como esos neandertales de escayola del museo. Me da miedo darme cuenta de que el sol es una bombilla, mis amigos son figuras pintadas y el cielo tiene esquinas.
A pesar de sus esfuerzos hablaba con tono gimoteante. Respiró a fondo unas cuantas veces.
De repente, Marge levantó la vista, y supuso que su interlocutor se había puesto en pie. Bondier no se movió.
—No, ¡no me toques! —gritó ella, retrocediendo contra el respaldo. Un pie desnudo se le quedó atrapado en un agujero de la funda.
—Pero si estoy aquí —protestó con impotencia, consciente de que no había nadie en todo el universo que pudiera oírlo.
—¿De verdad? —preguntó con voz temblorosa, mirando en dirección a la lámpara del techo—. ¿Lo dices en serio, Keith? ¿No es sólo por... consolarme? ¿De verdad me quieres?
—No lo sé —contestó Bondier con tristeza, desde el sillón—. Ni siquiera sé si...
—Oh, Keith, yo también te quiero —susurró, y la tela cayó dejando al descubierto sus hombros blanquísimos.
Ver aquello le sentó como un cubo de agua helada. Se le cortó el aliento, y de repente se sintió avergonzado. Por supuesto, no eran más que alucinaciones. Pero se trataba de Margerie, no de una alucinación, y claro que la quería.
Se levantó para sentarse junto a ella, en el sofá; para besarla como siempre había deseado; para pasarle las manos ensangrentadas por el pecho desnudo..., pero ella estaba rígida; aunque era evidente que sus labios reaccionaban, estaban reaccionando a otra cosa, y cuando hizo ademán de aferrar una cabeza inexistente y sonrió seductora al vacío, él se apartó y se puso en pie, jadeando por el miedo renacido.
Marge se reclinó y, por sus movimientos, Bondier casi era capaz de adivinar las acciones de su otro yo invisible. ¿Y si empezaba a atisbar una forma borrosa? ¿Y si esa forma empezaba a atisbarlo a él?
Una vez más, salió corriendo de la casa. De nuevo, el asfalto y los edificios eran tan nítidos que desmentían su sensación de irrealidad. Echó a andar, y no se le ocurrió otro destino que el restaurante donde quizá estuviera su gemelo. No quería pensar, de modo que apretó el paso, y entonces se dio cuenta de que había acertado al suponer que los transeúntes no lo veían.
«Tiene sentido —se dijo, aferrándose a un clavo ardiendo—. Claro que no me ven; estoy desplazado, quince minutos antes de donde debería estar.
»Pero antes de que saltara, Margie tampoco podía verme ni oírme: ya estaba besando a mi fantasma.»
La calle principal estaba atestada de jovencitas que salían a comer, y se descubrió haciendo cábalas mientras las observaba. Puesto que no lo veían, podía hacerles lo que quisiera. Podía tirar a una al suelo y arrancarle la ropa; nadie se daría cuenta, ni siquiera ella.
Se detuvo con una sonrisa. No pensaba hacerlo, aunque tampoco lo descartaba. Pero era posible que el gigante de basura de voces cacofónicas lo acechara, a saber desde qué ventana, azotea o contenedor, dispuesto a abalanzarse de nuevo sobre él.
Sobresaltado por la idea, reanudó su camino. Se preguntó qué estaría haciendo Margie, sola en la casa destartalada, y se dirigió a toda prisa al Hotel Corday.
Para abrirse paso por la multitud ciega tenía que avanzar a un ritmo extraño, a medio camino entre una carrera campo a través y un baile de salón con obstáculos; cuando empezaba a pillarle el tranquillo a saltar, retroceder y sortear ciudadanos de paso decidido, lo cegó un resplandor.
No se disipó. Bondier cerró los ojos y se preparó para recibir el primer encontronazo; al menos debía evitar que lo pisotearan. Pero no sintió nada y, de repente, notó que el aire se había vuelto más cálido y estaba menos contaminado. Al cabo de unos segundos se aventuró a mirar.
Era un soleado día de verano, con unas pocas nubes que surcaban el cielo a gran altura, y aunque la acera había dejado de estar abarrotada, había varias personas, más tridimensionales que las que veía momentos atrás, que lo miraban con sorpresa.
—¿De dónde sales, chico? —le preguntó un hombre perplejo.
Bondier se disponía a balbucear una respuesta cuando se amortiguó la luz. Una gorda lo atropello y lo lanzó contra la pared del Corday.
Miró a su alrededor, desconcertado, preguntándose por primera vez si era posible que la alucinación fuera todo aquel mundo, y la realidad, el mundo soleado. El suyo parecía... oscuro, gris y plano en comparación.
En el cielo apareció un punto azul intenso que se fue transformando en una línea, como la estela de un avión.
«La primera grieta», pensó.
Consiguió llegar a la entrada del André's e intentó abrir la puerta de cristal, pero no se movió; era como empujar una pared.
«No es posible que hayan cerrado. Aún no es mediodía, y hay mucha gente dentro.»
En el vestíbulo del restaurante vio a un hombre corpulento que se dirigía a la puerta con un palillo en la boca. Bondier se apartó por si el impacto inminente rompía aquel cristal inamovible, pero para su sorpresa, el hombre empujó la puerta con toda naturalidad y la abrió. Bondier saltó adelante e intentó sujetarla, pero siguió cerrándose, ni más deprisa ni más despacio que en circunstancias normales, y a pesar de sus enconados esfuerzos por mantenerla abierta, tuvo que soltarla para no quedarse sin dedos.
«No estoy en este mundo. Puede que nunca haya estado del todo, pero ahora, todo esto me resulta tan impenetrable como las fotografías de un periódico a una mosca. Una chapa de botella podría tumbarme o incluso atravesarme... ¿El oxígeno de este mundo seguirá dispuesto a combinarse con mi hemoglobina, o lo que sea que haga? —Levantó la vista con desesperación. La línea azul del cielo se había hecho más larga y estaba ramificada en un extremo—. Tengo que darme prisa.»
Una mujer salió del restaurante. En aquella ocasión, Bondier fue capaz de rodearla y entrar antes del cierre inexorable de la puerta.
Todas las mesas del elegante comedor estaban ocupadas, pero la charla y el ruido de platos parecían amortiguados. No había ningún olor, y mientras recorría el local en busca de alguien que se le pareciera, notó que la alfombra parecía haberse congelado o estar lacada; después se dio cuenta de que, simplemente, no cedía bajo sus pies.
«Si intentara comer puré de patatas, me rompería una muela.»
Oyó un estrépito en la calle principal y supo que era la furgoneta de reparto que chocaba con el coche aparcado y desparramaba el tabaco, justo a tiempo. Se volvió para mirar.
Cuando devolvió su atención al restaurante vio al hombre que debía de ser su gemelo, sentado con otro par de hombres en una mesa próxima a la ventana. Era mayor que él; tenía las sienes canosas, pero sus ojos, su nariz y su boca eran los mismos que veía todas las mañanas en el espejo. Hablaba enfadado, algo asustado quizá, con un hombre que acababa de acercarse a la mesa, pero el recién llegado, igual que los demás, charlaba despreocupado sin prestarle la menor atención.
«Creo que mi hermano también anda un poco descolocado.»
Bondier se disponía a saludarlo cuando, de repente, su gemelo quedó inerte y se desplomó sobre el mantel.
Alarmado, se le acercó a toda prisa. Los demás habían quedado en silencio y miraban confusos hacia un punto situado encima de la cabeza inerte; a continuación hacia una silla vacía, al otro lado de la mesa, y después por encima de la cabeza. Bondier supuso que, siguiendo el guión del universo, se estaba desarrollando un diálogo.
Sujetó a su hermano inconsciente y lo incorporó. Por lo menos seguía respirando.
—Eso fue el jueves —dijo el hombre que estaba junto a la ventana.
—¿Quién te ha preguntado nada, mequetrefe? —dijo Bondier sin hacerle mucho caso, sujetando a su hermano de la muñeca. Tenía el pulso firme y constante.
«Es como mis desmayos —pensó—. Parece la misma afección, algo de familia. ¿Sus médicos habrán conseguido diagnosticarle algo? Seguro que puede pagarse médicos caros. Si es eso, volverá en sí en un par de minutos.
Se miró el reloj. Eran las once en punto.
«Justo ahora, la cosa de basura intenta matar a mi yo de hace quince minutos, y estoy desapareciendo.»
—En efecto —dijo el hombre de la ventana.
—¡Cierra el pico! —contestó Bondier.
«Si no me equivoco, mi salto en el tiempo y su desmayo han sido simultáneos. ¿Es posible que mi salto, que ha tenido lugar hace unos segundos según todos los relojes menos el mío, haya sido la causa de su desmayo?
»¿Y si esto ha sido la causa de los míos desde el principio? ¿Él habrá estado saltando? Si es así, ¿por qué demonios salta dos veces al año, el primero de julio por la mañana?»
Como un ajedrecista que se devanara los sesos tratando de entender una jugada desconcertante, Bondier intentó ponerse en el lugar de su gemelo, y empezaba a atisbar una repuesta cuando Stanwell tomó aire, se enderezó, abrió los ojos y miró a su alrededor.
—Creo que me ha dado un vahído —le dijo dubitativo al hombre de la ventana, que estaba mirándolo.
—No te oyen —dijo Bondier en voz baja, agazapado junto a su silla. Stanwell dio un respingo y se volvió hacia él, con algo más que un asomo de miedo en la mirada.
—¿Quién demonios...? —Se le pusieron los ojos como platos, y lo agarró por los hombros—. Dios mío, ¿qué truco es este? ¿Te has teñido el pelo? Pero también tienes más pelo, y ningún lifting me habría rejuvenecido tanto... Chico, has roto la barrera y has saltado hacia delante. ¿Cómo lo has conseguido? Ahora podremos reunimos todos y acabar con eso de volver atrás un año para transmitir mensajes de aliento.
—Empezaba a cansarme —dijo Bondier, casi seguro de haber dado en el clavo—. Todos los primeros de julio...
El rostro de Stanwell había perdido la expresión de pánico. Se echó a reír con alivio.
—No sabes lo tedioso que es, chico. Si hubieras estado hace un rato en mi despacho y me hubieras visto... Mejor dicho, nos hubieras visto, a mí y al del año que viene... Estaba de un grosero subido, y más seco... No ha querido explicarme nada... ¡Ja! Pero ahora podemos cruzar la barrera y pasar un buen rato con él, hacer como si no pensáramos decirle cómo... Pero espera un momento, ¿has intentado...? Igual no. ¿Has intentado volver a saltar hacia delante desde antes de 1953? Yo soy incapaz, aunque no sé por qué. Puede... —Se interrumpió y miró a su alrededor con incertidumbre—. Esto está durando más de la cuenta. Puede que ya te haya pasado que la gente no te vea ni te oiga... A veces te oye alguien si gritas, pero si consigues que conteste, es como si estuvieras forzando una máquina... Pero ya llevamos así varios minutos; no puede durar mucho más. ¿Por qué no te vas al vestíbulo para que no te vean surgir de la nada? Acércate y te presentaré como mi hermano pequeño.
—Creo que tardarán un rato en vernos —dijo Bondier con tacto. Se incorporó, se dirigió a la silla de Gribbin y se sentó en ella—. Este tipo ha desaparecido del todo —observó, palmeando los brazos de la silla—. ¿Te había pasado antes? Un actor no se presenta, pero todos los demás siguen el guión como si él estuviera diciendo sus líneas.
—La verdad es que no. Creo que deberíamos saltar al futuro y asegurarnos de que las cosas...
—Tienes que ponerme al día. ¿Has estado trasteando con la historia?
—Desde luego —dijo Stanwell—. Por cierto, ¿cuántos años tienes? A eso me dedico... O nos dedicamos. Por eso nos puso Dios en aquel árbol.
—¿Qué árbol? —Bondier se quedó mirándolo perplejo—. ¡Espera, ya lo tengo! En el sitio por donde pasa ahora la autopista de Pasadena, ¿verdad?
—Sí, claro. Lo sabes de sobra. Nos lo explicaron cuando teníamos siete años.
—Sólo quería asegurarme. —Otra sospecha confirmada.
En todo aquello había una conclusión implícita. Sabía que sería aterradora, y también sabía que lo pasaría mal, tanto si averiguaba qué era como si no. Pero no podía eludirla; no podía no darse por enterado, por poco tiempo que le quedase.
—¿Has matado a muchas personas?
—¿De cuándo vienes? —Stanwell lo miraba de hito en hito—. Por tu aspecto, diría que de 1970, y a finales de la década anterior saltábamos con frecuencia; bastaron un par de veces para aprender a saltar sin tener que sentir pánico. Las cosas que hicimos en aquella época, ¿eh? ¿O aún no hemos empezado a asumirlas? No creía que fuéramos tan cobardes. Sí, hemos acortado unas cuantas líneas temporales y puede que hayamos suprimido otras, pero siempre por el bien del mundo. Deberías recordar el principio mejor que yo. Vietnam, Nixon...
—¿Y esas personas permanecen borradas? ¿No te preocupa que tus cambios puedan haber alterado tantas cosas que...? No sé, ¿que el mundo empiece a resquebrajarse aquí y allá, y no puedas arreglarlo?
—Qué tontería. Claro que permanecen borradas. ¿De qué...?
—¿Alguna vez has visto un montón de basura animada que anda como una persona y habla con muchas voces?
—Algo de razón tiene —intervino el hombre que estaba junto a Stanwell. Los gemelos se volvieron a mirarlo, pero él no los veía.
—¿Cómo puedes saber de esa cosa? —Stanwell estaba pálido—. No puedes ser de después del 72. Yo no la vi hasta el año pasado, y nunca la he oído... hablar —añadió con un estremecimiento.
—Quizá no sea posible borrar a las personas —dijo Bondier con una sonrisa nerviosa, balanceándose en el cojín que no cedía—. Quizá sea posible eliminar el cuerpo que habrían tenido, extirpar su línea del espacio tetradimensional, pero su mente prevalece de todas formas... Obnubilada y torpe, si quieres, y con la crueldad de los niños... Pero prevalece. Y si se juntan las suficientes, quizá sean capaces de animar objetos inertes e ir tras el tipo que las borró de la historia. —Sacudió la cabeza y echó mano al tequila de Gribbin, pero el vaso parecía atornillado a la mesa—. No creo que hayas reescrito la historia; creo que el mundo real, la versión original, sigue su curso independientemente de todo esto. Tan sólo has provocado... un interesante cortocircuito.
»Supongo que queda claro qué tengo que hacer —concluyó.
Cuando Stanwell se disponía a replicar, Bondier cerró los ojos y se permitió al fin asumir que su identidad, la impronta neuronal de recuerdos, prejuicios, miedos y ambiciones que lo constituía, estaba a punto de disiparse junto con el mundo ficticio que había contribuido a su creación.
Mientras su hermano gemelo hablaba, Bondier abrió los ojos y se miró el regazo. En lugar de sus manos vio una cesta de alambre llena de camisetas y vaqueros sucios. Estaba desvaneciéndose, y aquello le provocó un vértigo helado.
Y todo el mundo implosionó.
Bondier volvió la vista y, pese a que la luz del sol era cegadora, vio que la joven madre se alejaba con paso firme empujando el cochecito. Se preguntó qué pensaría comprarse con el billete de cinco dólares que se había quedado disimuladamente al devolverle el resto. ¿Una copa, para recobrar la calma después de hacer lo que pretendía? ¿Un vestido? Y por cierto, ¿para cuánto darían cinco dólares en 1954?
«Pero no podrás gastártelos, mamá. Esta vez encontrarán el cadáver.»
Se metió la mano bajo la camisa de franela y se palpó, en el costado, la cicatriz que ya no tendría nunca. Había tardado mucho en curarse; durante el primer año de torpes viajes al pasado había estado inflamada e infectada... e incluso entonces, después de años de búsquedas, saltos y más búsquedas, a veces se despertaba con una punzada.
Se alejó, observando los edificios y aquellos vehículos redondeados de brillo imposible.
«¿Cuánto me queda? —se preguntó—. ¿Diez minutos? No creo que tarde más en llegar al paso elevado de la autopista. Para entonces, mi pobre hermano habrá tomado suficiente leche con codeína para quedar inconsciente, incapaz de sentir miedo cuando llegue el momento.»
Recordó una cosa que había dicho su hermano: «¿Has intentado volver a saltar hacia delante desde antes de 1953? Yo soy incapaz».
«Claro que era incapaz. Antes de 1953 no habíamos nacido, así que no podía volver al presente desde entonces, porque yo era su motor de salto temporal, y no existía aún.
»Aún podría detener a su madre.
»Sí, claro —pensó con una sonrisa insegura—. Podría dejarlo vivir e intentar ser yo quien reescribiera la historia, usando su mente de motor de salto temporal. Esta vez sería él quien quedaría discapacitado por los desmayos, como yo en esta versión. Pero seguro que la mía también se agotaría y llegaría a su fin.»
Esperaba que la policía encontrase el papel con el epitafio que había escondido debajo de la manta de su hermano. En él había escrito unos versos de A. E. Housman:
Dondequiera que se oculten
quienes no son concebidos,
parto en busca del legado
del país que nunca fue.
«¿Cómo será la vida de Keith Bondier en el mundo real? Espero no tener nada que ver con Margie. Espero que me sigan gustando Beethoven, Hemingway, Monet y Housman. Espero que el mundo real no sea tan terrible como creía mi pobre hermano condenado. En fin; por lo menos será el real.»
Se volvió una vez más para mirar hacia la autopista, pero los había perdido de vista.
«Adiós, mamá. Adiós, hermano..., aunque a ti te veré una vez más. Tendré que saltar un par de veces para llegar a ese uno de julio en que esperas el informe de progresos; el último. Cuando, según tú, seré seco, estaré de un grosero subido y no te explicaré nada. Supongo que esa es la impresión que te daré, pero ¿qué puedo decirte?»
Apretó con tanta fuerza el biberón de cristal que lo rompió. La leche se derramó por el asfalto polvoriento. Dejó caer los fragmentos, ausente, y al cabo de un momento se dio cuenta de que le sangraba el pulgar. Se lo llevó a la boca.
Sin motivos para retrasarlo más, desapareció, y en aquella ocasión no hubo ningún ruido que señalara el salto; ni siquiera llegó a agitar el polvo del camino.
Fin