SEPULCRO DE CANCIONES ( Orson Scott Card )
Publicado en
marzo 23, 2017
La lluvia la sacaba de quicio. Hacía cuatro semanas que llovía sin cesar, y la gente del sanatorio del condado de Millard no sacaba a los pacientes. Era un fastidio, y la vida se ponía muy difícil para las enfermeras, pues todos se quejaban y exigían entretenimientos.
Pero Elaine no exigía entretenimientos. Nunca exigía nada. Sin embargo, la lluvia la afectaba más que a nadie. Quizá porque sólo tenía quince años y era la única niña en una institución consagrada al sufrimiento adulto. Quizá porque necesitaba más que nadie esas horas al aire libre, o al menos las disfrutaba más. La ponían en la silla, la apoyaban en almohadas para mantenerle el cuerpo erguido, la deslizaban por los pasillos hasta las puertas de vidrio. Elaine gritaba: «Más rápido, más rápido», hasta que al fin llegaban afuera. Me contaron que nunca decía nada allá afuera. Sólo se quedaba sentada en el parque, observándolo todo. Y más tarde la entraban de nuevo.
A menudo yo la veía entrar. Temprano, porque yo estaba allí, aunque nunca se quejó de que mis visitas interrumpieran su salida. Mientras la llevaban al sanatorio, me sonreía con tal euforia que mi mente le inventaba brazos, brazos que agitaba frenéticamente en concordancia con el deleite infantil de su rostro. Yo imaginaba piernas en movimiento, piernas llevándola por la hierba, hendiendo el aire como grandes olas. Pero había almohadas en vez de brazos, impidiendo que cayera al costado, y el cinturón le impedía caerse hacia adelante, pues no tenía piernas para frenarse.
Llovió cuatro semanas, y casi la perdí.
Mi trabajo, uno de los peores del Estado, consistía en recorrer seis sanatorios en seis condados, visitándolos cada semana. Yo «hacía terapia» cuando las autoridades de la institución la consideraban necesaria.
Nunca supe cómo lo decidían. Todos los pacientes estaban locos hasta cierto punto, la mayoría con la impotente locura de la vejez, el resto con la angustia de los inválidos y los tullidos.
Nadie termina como terapeuta del Estado si anduvo bien en la universidad. A veces me decía que no me había distinguido porque seguía otro ritmo. Pero no era así. Como un benévolo profesor me señaló con amable crudeza, yo no tenía pasta para la ciencia. Pero estaba seguro de que tenía pasta para el arte de la terapia. Desde que consolé a mi madre en su último año de cáncer, había creído que tenía talento para ayudar a la gente a afrontar sus problemas. Yo era el confidente de todos.
Con todo, nunca creí que terminaría tratando de ayudar a los desesperados en una parte del Estado donde ni siquiera los sanos tenían muchos motivos para seguir viviendo. Pero para eso servían mis credenciales, y cuando (maduramente) me dije que había superado la decepción inicial, busqué lo mejor de una mala situación.
Lo mejor fue Elaine.
—Llueve llueve llueve —fue el saludo que recibí cuando la visité el tercer día de esa racha.
—Vaya si lo sé. Tengo el pelo empapado.
—Ojalá yo lo tuviera así —respondió Elaine.
—No creas. Te pondrías enferma.
—Yo no.
—Bien, el señor Woodbury me dijo que estás deprimida. Yo debo hacerte feliz.
—Haz que pare la lluvia.
—¿Me has tomado por Dios?
—Creí que estabas disfrazado. Yo estoy disfrazada —dijo. Era uno de nuestros juegos—. En realidad soy un gran armadillo de Texas a quien se le concedió un deseo. Pedí convertirme en ser humano. Pero el armadillo no alcanzaba para hacer un ser humano completo, así que aquí estoy.
Elaine sonrió. Yo sonreí.
Tenía cinco años cuando un camión-cisterna explotó frente al coche de sus padres, matando a ambos y arrancándole las piernas y los brazos a ella. Fue un milagro que sobreviviera. Que siguiera viviendo me parecía una crueldad inimaginable. Que lograra ser relativamente feliz, una favorita de las enfermeras, me parecía incomprensible. Quizá fuera porque no tenía otra cosa que hacer. Una persona sin brazos ni piernas no tiene muchos modos de matarse.
—Quiero salir —dijo, mirando por la ventana.
El exterior no era gran cosa. Algunos árboles, césped, una cerca, no para retener a los internos sino para contener a los sórdidos residentes de un sórdido pueblo. Pero había colinas en lontananza, y los pájaros parecían alegres. Ahora la lluvia había obligado a los pájaros a ocultarse. No soplaba el viento y los árboles ni siquiera se mecían. Simplemente caía la lluvia.
—El espacio exterior es como la lluvia —dijo ella—. Tiene ese sonido, un repiqueteo sordo y continuo.
—Pues no. Allá no hay ningún sonido.
—¿Cómo lo sabes?
—No hay aire. No puede haber sonido sin aire.
Ella me miró con desdén.
—Tal como pensaba. No lo sabes. Nunca has estado allí, ¿verdad?
—¿Estás buscando pelea?
Elaine iba a responder, se contuvo, cabeceó.
—Maldita lluvia.
—Al menos no tienes que conducir en medio de la lluvia —dije. Pero puso una mirada triste y supe que había llevado la broma demasiado lejos—. Oye, en cuanto despeje te llevaré a pasear en coche.
—Son las hormonas.
—¿De qué hablas?
—Tengo quince años. Siempre me molestó quedarme adentro. Pero ahora quiero gritar. Tengo los músculos como anudados, el estómago tenso, tengo que salir a gritar. Son las hormonas.
—¿Qué hay de tus amigos? —pregunté.
—¿Bromeas? Están allá, jugando bajo la lluvia.
—¿Todos?
—Excepto Gruñón, claro. Él se disolvería.
—¿Y dónde está Gruñón?
—En la nevera, claro.
—Un día las enfermeras lo confundirán con un helado y se lo servirán a los pacientes.
No sonrió. Sólo asintió y comprendí que no íbamos a ninguna parte. Pues sí que estaba deprimida. Le pregunté si quería algo.
—Pastillas no —dijo—. Me hacen dormir.
—Si te diera un estimulante, treparías por las paredes.
—Muy listo.
—Es así de fuerte. ¿No quieres algo para no pensar en la lluvia ni en estas feas cuatro paredes?
Elaine meneó la cabeza.
—Trato de no dormir.
—¿Por qué no?
Ella sólo meneó la cabeza otra vez.
—No puedo dormir. No puedo permitirme dormir mucho.
Le repetí la pregunta.
—Porque quizá no despierte —respondió. Lo dijo con cierta rigidez, y supe que no debía preguntar más. Rara vez se impacientaba conmigo, pero intuí que esta vez estaba prolongando la visita en exceso.
—Tengo que irme —dije—. Despertarás.
Me marché y no la vi en una semana, y a decir verdad no pensé mucho en ella, entre la lluvia y un suicidio en el condado de Ford que me afectó de veras, pues era una chica joven que tenía muchos motivos para seguir viviendo, en mi opinión. Ella no estaba de acuerdo y ganó la discusión del modo más contundente.
En los fines de semana vivo en un remolque en Piedmont. Vivo solo. El lugar está inmaculadamente limpio porque me encargo religiosamente de la limpieza. Además, a veces quiero llevar una mujer. Algunas noches lo hago, y algunas noches lo disfruto, pero me pongo inquieto e irritable cuando alguien trata de hacerme cambiar los horarios de trabajo para acompañarme a los moteles donde vivo o, como ocurrió una vez, cuando quiere que el encargado del aparcamiento le deje entrar en mi remolque cuando no estoy. Para crear un ambiente cálido. Detesto los ambientes «cálidos». Quizá se deba a la muerte de mi madre; su cáncer me obligó a cuidar la casa para mi padre, y quizá eso explique por qué soy tan pulcro. Terapeuta, cúrate a ti mismo. Fueron días de lluvia, carreteras y gente deprimente y deprimida; fueron noches de televisión, bocadillos y sábanas de motel a costa del Estado, y luego fue tiempo de regresar al sanatorio del condado de Millard, donde aguardaba Elaine. Entonces pensé en ella y noté que la lluvia había durado mucho más de una semana, y la pobre debía de estar desquiciada. Compré una cinta de Copland dirigiendo a Copland. Ella prefería las cassettes, porque se detenían. Las cintas de ocho pistas seguían y seguían hasta enloquecerla.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Un cruel duque de Transilvania me encerró en una jaula de un metro y medio de altura, que pendía sobre un estanque con cocodrilos. Escapé abriendo la cerradura con los dientes. Por suerte los cocodrilos no tenían hambre. ¿Dónde has estado tú?
—Lo digo en serio. ¿No tienes un plan de visitas?
—Lo tengo y lo estoy cumpliendo, Elaine. Hoy es miércoles. Estuve aquí el miércoles pasado. Este año Navidad cae en miércoles, y estaré aquí en Navidad.
—Parece que falta un año.
—Sólo diez meses. Hasta Navidad, Elaine, no eres muy divertida.
No estaba de ánimos para diversiones. Tenía lágrimas en los ojos.
—No aguanto más —dijo.
—Lo siento.
—Tengo miedo.
Y tenía miedo en serio. Le temblaba la voz.
—De noche, y de día, cuando me duermo, tengo el tamaño apropiado.
—¿Para qué?
—¿A qué te refieres?
—Dijiste que tenías el tamaño apropiado.
—¿Eso dije? Oh, no sé qué quiero decir. Me estoy volviendo loca. Por eso estás aquí, ¿verdad? Para mantenerme cuerda. Es la lluvia. No puedo hacer nada. No puedo ver nada, y lo único que oigo es el tamborileo de la lluvia.
—Como el espacio exterior —le dije, recordándole lo que había dicho la última vez.
Al parecer no recordaba nuestra conversación. Se sobresaltó.
—¿Cómo lo has sabido?
—Tú me lo contaste.
—No hay ruidos en el espacio exterior —dijo.
—Pues claro —respondí.
—Allí no hay aire.
—Lo sabía.
—¿Entonces por qué dijiste «Pues claro»? Las máquinas. Las oyes en toda la nave. Es un zumbido constante. Igual que la lluvia. Sólo que al cabo de un tiempo dejas de oírlo. Se vuelve como un silencio. Anansa me lo dijo.
Otra amiga imaginaria. Su historial decía que había mantenido sus amigos imaginarios a una edad en que la mayoría de los niños los abandonaban. Por eso me la habían asignado inicialmente, para liberarla de sus amigos. Gruñón, el cerdo de hielo; Howard, el chico pendenciero; Sue Ann, quien le traía muñecas para jugar y las movía como Elaine pedía; Fucsia, quien vivía entre las flores y tenía escasos centímetros de altura. Había otros. Al cabo de unas sesiones noté que ella sabía que no eran reales. Pero la entretenían. Salían de su cuerpo y hacían cosas que ella no podía hacer. Pensé que no le causaban daño, y destruirle ese mundo imaginario sólo la volvería más solitaria y más desgraciada. Estaba en su sano juicio, eso era indudable. Pero yo seguía visitándola, no sólo porque me caía bien, sino porque me preguntaba si ella fingía al decirme que sabía que sus amigos no eran reales. Anansa era nueva.
—¿Quién es Anansa?
—Oh, no querrás saberlo.
—No quería hablar de ella; era obvio.
—Sí quiero saberlo. Elaine desvió la mirada.
—No puedo obligarte a salir, pero ojalá te fueras. Me molestas cuando curioseas.
—Es mi trabajo.
—¡Trabajo! —exclamó con desdén—. Os veo a todos vosotros, corriendo con vuestras saludables piernas, haciendo vuestros trabajos. ¿Qué podía decirle?
—Así nos mantenemos con vida —dije—. Hago todo lo que puedo. Puso una cara extraña. Tengo un secreto, parecía decir, y quiero que me lo sonsaques.
—Quizá yo también pueda conseguirme un trabajo.
—Quizá —dije, tratando de pensar en algo que ella pudiera hacer.
—Siempre está la música —dijo.
La entendí mal.
—No puedes tocar ningún instrumento. Así son las cosas.
—Dosis de realidad y todo eso.
—No seas tonto.
—Vale. No volveré a hacerlo.
—Quise decir que siempre está la música. En mi trabajo.
—¿Y qué trabajo es?
—¿No te gustaría saberlo? —dijo, revolviendo los ojos enigmáticamente y girándose hacia la ventana.
La imaginé como una niña normal de quince años. En otras circunstancias yo lo habría interpretado como un coqueteo. Pero había algo más. Un aire de desesperación. Tenía razón. Me gustaría saberlo. Hice otra conjetura lógica. Uní los dos secretos que ella intentaba obligarme a descifrar.
—¿Qué trabajo te dará Anansa? Ella me miró sobresaltada.
—Así pues, es cierto.
—¿A qué te refieres?
—Es estremecedor. Yo me repito que es un sueño. Pero no lo es, ¿verdad?
—¿Qué, Anansa?
—Tú crees que es uno de mis amigos, ¿verdad? Pero no aparecen en mis sueños de este modo. Anansa…
—¿Qué sucede con Anansa?
—Me canta. En mis sueños.
Mi adiestrada mente de psicólogo pensó en figuras maternas.
—Claro —dije.
—Está en el espacio y me canta. Unas canciones increíbles.
Eso me recordó la cinta que le llevaba.
—Gracias —dijo.
—De nada. ¿Quieres escucharlo?
Ella asintió. La puse en el aparato. Primavera en los Apalaches. Elaine movió la cabeza siguiendo el ritmo. La imaginé como bailarina. Tenía una gran sensibilidad para la música.
Pero al cabo de unos minutos dejó de moverse y rompió a llorar.
—No es lo mismo —se lamentó.
—¿Lo has oído antes?
—Apágalo. ¡Apágalo!
Lo apagué.
—Lo siento —dije—. Pensé que te gustaría.
—Culpa, nada más que culpa. Siempre te sientes culpable, ¿eh?
—Casi siempre —admití jovialmente—. Mis padres me bombardeaban con jerga psicológica. O lenguaje de telenovelas.
—Yo lo siento —dijo—. Es… No es sólo la música. No la música. Ahora que la he oído, comparado con ella todo es oscuro. Como la lluvia, gris, pesada y opaca, como si el compositor tratara de ver las colinas pero la lluvia se interpusiera. Por unos minutos pensé que él lo había entendido.
—¿La música de Anansa?
Ella asintió.
—Sé que no me crees. Pero la oigo cuando estoy dormida. Ella me cuenta que es el único momento en que puede comunicarse conmigo. No es la charla. Son todas las canciones. Ella está allá, en su nave estelar, cantando. Y de noche la oigo.
—¿Por qué tú?
—Por qué sólo yo, quieres decir. —Elaine rió—. Por lo que soy. Tú mismo me lo has dicho. Como no puedo correr, vivo en mi imaginación. Ella dice que las hebras que unen las mentes son delgadísimas y muy frágiles. Pero ella puede aferrarse a la mía porque vivo absolutamente en mi mente. Ella se aferra a mí. Cuando me duermo, ya no puedo escapar de ella.
—¿Escapar? Creí que te gustaba.
—No sé lo que me gusta. Me gusta… la música. Pero Anansa me quiere a mí. Quiere tenerme… quiere darme un trabajo.
—¿Cómo son las canciones? —Al decir trabajo, Elaine tembló y se cerró. La remití a algo de lo cual deseaba hablar, para mantener a flote la conversación.
—No se parece a nada. Ella está en el espacio y sólo hay negrura, sólo el zumbido de las máquinas, como el tamborileo de la lluvia, y ella se interna en el polvo del exterior y atrae las canciones. Tiende los… los dedos, o los oídos, no sé. No está muy claro. Ella tiende algo y coge el polvo y las canciones y las transforma en la música que oigo. Es poderosa. Ella dice que las canciones la impulsan entre las estrellas.
—¿Estás sola?
Elaine asintió.
—Me quiere a mí.
—Te quiere a ti. ¿Cómo puede tenerte, contigo aquí y ella allá?
Elaine se humedeció los labios.
—No quiero hablar de eso —dijo, de un modo que revelaba que estaba a punto de contármelo.
—Quisiera que me hablaras. De veras quisiera que me hablaras.
—Ella dice… que puede llevarme. Dice que si aprendo las canciones, puede sacarme de mi cuerpo y llevarme allá y darme brazos, piernas y dedos, y podré correr y bailar y…
Rompió a llorar.
La palmeé en el único sitio donde ella me permitía, su blanco vientre. No quería que la abrazaran. Yo lo había intentado años antes, y me había gritado que la soltara. Una enfermera me contó que era porque su madre siempre la abrazaba, y Elaine quería devolver el abrazo. Y no podía.
—Es un sueño encantador, Elaine.
—Es un sueño espantoso. ¿No lo entiendes? Seré como ella.
—¿Y cómo es ella?
—Ella es la nave. Ella es la nave estelar. Y quiere que esté con ella, que sea la nave estelar con ella. Y andar cantando por el espacio durante miles de años.
—Es sólo un sueño, Elaine. No debes tener miedo.
—Se lo hicieron a ella. Le cortaron los brazos y las piernas y la pusieron en las máquinas.
—Pero nadie te pondrá a ti en una máquina.
—Quiero salir —dijo Elaine.
—No puedes. Está lloviendo.
—Maldita lluvia.
—En efecto, yo la maldigo todos los días.
—¡No hables en este tono! Ella me llama continuamente ahora, incluso cuando estoy despierta. Tira de mí y me hace dormir, y me canta, y la siento tirar cada vez más. Si pudiera ir afuera, lograría resistirme. Creo que puedo resistir, ojalá pudiera…
—Oye cálmate. Déjame darte un…
—¡No! ¡No quiero dormir!
—Escucha, Elaine. Es sólo un sueño. No permitas que te trastorne. Es sólo la lluvia que te retiene aquí. Te da sueño y sigues soñando con esto. Pero no lo combatas. Es un sueño hermoso en cierto sentido. ¿Por qué no continuarlo?
Ella me miró con terror en los ojos.
—No hablas en serio. No quieres que me vaya.
—No. Claro que no quiero que te vayas. Pero no lo harás, ¿no lo entiendes? Es un sueño donde flotas entre los astros…
—Ella no flota. Ella cruza el espacio a tal velocidad que me marea cuando me lo enseña.
—Pues maréate. Considera que tu mente ha encontrado un modo de correr.
—No entiendes nada de nada, terapeuta. Creí que tú sí lo entenderías.
—Lo intento.
—Si me voy con ella, moriré.
Le pregunté a la enfermera.
—¿Quién le estuvo leyendo?
—Todos lo hacemos, y algunos voluntarios del pueblo. Le tienen simpatía. Siempre tiene alguien que le lee.
—Será mejor que los supervise mejor. Alguien le ha metido ideas raras en la cabeza. Naves espaciales, polvo estelar y cantos entre las estrellas. Está bastante asustada.
La enfermera frunció el ceño.
—Aprobamos todo lo que leen. Ella ha leído esas cosas durante años. Nunca le han causado ningún daño. ¿Por qué ahora?
—La lluvia, supongo. Encerrada aquí, está perdiendo contacto con la realidad.
La enfermera asintió comprensivamente.
—Lo sé. Cuando duerme, hace cosas extrañísimas.
—¿Qué cosas?
—Oh, canta esas horrendas canciones.
—¿Cómo es la letra?
—No tienen letra. Sólo tararea. Las melodías son espantosas. Ni siquiera parece música. Y la voz se le pone rara y ronca. Está totalmente dormida. Ahora duerme mucho. Por suerte, creo. Siempre se impacienta cuando no puede salir.
Era evidente que la enfermera simpatizaba con Elaine. Resultaba difícil no compadecerse de ella, pero Elaine necesitaba afecto, y lograba despertar verdadero afecto en quienes se acostumbraban a ver las sábanas lisas y pegadas al colchón alrededor del tronco.
—Escuche —dije—, ¿no podemos abrigarla bien? ¿Sacarla a pesar de la lluvia?
La enfermera sacudió la cabeza.
—No es sólo la lluvia. Hace frío afuera. Y la explosión que la dejó en ese estado la desquició por dentro. No tiene defensas. No tiene fuerzas para combatir ninguna enfermedad. ¿Comprende? La exposición al frío puede matarla con el tiempo. Y no pienso correr ese riesgo.
—Entonces la visitaré con mayor frecuencia. Tanto como pueda. Algo la está matando de miedo. Cree que va a morir.
—Pobre niña —dijo la enfermera—. ¿Por qué lo creerá?
—No importa. Tal vez una de sus amigas imaginarias se está descontrolando.
—Usted decía que eran inofensivas.
—Lo eran.
Cuando esa noche me fui del sanatorio, pasé por la habitación de Elaine. Estaba dormida y oí la canción. Era perturbadora. Aquí y allá oí temas de la pieza musical de Copland que ella había escuchado. Pero estaba distorsionada y la música era irreconocible. Ni siquiera era música. La voz, aguda y leve, de pronto se volvía baja y ronca, y por un momento oí nítidamente en esa voz el ronroneo de un vasto motor: vibrando en paredes de metal, circulando por delgadas varillas, un gran rugido devorado por un inmenso vacío. Imaginé a Elaine con cables en los hombros y las caderas, con la cabeza forrada de metal y los ojos cerrados en el sueño, como su imaginaria Anansa, pilotando la nave estelar como si fuera su propio cuerpo. Era comprensible que la idea le resultara atractiva. A fin de cuentas, ella no había nacido así. Recordaba haber corrido y jugado, recordaba haberse alimentado y vestido, quizá recordaba que había aprendido a leer, el sonido de las palabras al tocar las letras con los dedos. Incluso los brazos falsos de una nave espacial servirían para llenar el gran vacío.
El centro de un niño no está en el cuerpo, sino más allá, en el punto donde se encuentran los dedos de la mano izquierda y los dedos de la mano derecha. El lugar donde viven está en lo que tocan; lo que ven es su yo. Y Elaine había perdido su yo en una explosión antes de tener la oportunidad de moverse por dentro. Con este extraño sueño de Anansa estaba recobrando su identidad.
Pero una identidad repelente, a pesar de todo. Entré y me senté junto a la cama para oírla cantar. Movía el cuerpo ligeramente, arqueando la espalda con la melodía. Aguda y leve; baja y ronca. Los sonidos se alternaban y me pregunté qué significaban. ¿Qué ocurría en su interior para que brotara esa música? Si me voy con ella, moriré.
Claro que tenía miedo. Miré el amorfo trozo de carne que llenaba la cama bajo la cabeza que asomaba por el embozo. Traté de alterar mi perspectiva, de ver su cuerpo como lo veía ella, desde arriba. Se volvía casi inexistente, un escorzo donde las costillas ocultaban el estómago y ese esbozo de cadera. Pero esto era todo lo que tenía, y por cierto parecía creer que entregarse a la fantasía de Anansa significaría la muerte de ese cuerpo lamentable. ¿Es la muerte menos temible para quienes no han podido vivir plenamente? Lo dudo. Al menos, la vida de Elaine le había deparado ciertas alegrías. No la cambiaría de buen grado por una vida de música y brazos metálicos, de encierro en su propia mente.
De no ser por la lluvia. Para ella nada era tan real como el exterior, como los árboles y pájaros y colinas distantes, y como la brisa que la tocaba con una violencia que ella no le consentía a ninguna persona. Y con esa realidad, la parte buena de su vida, interrumpida por la lluvia, ¿cómo podría resistir el tironeo incesante de Anansa y su promesa de brazos y piernas y canciones eternas?
Impulsivamente tendí la mano y le alcé los párpados.
Los ojos permanecieron abiertos, mirando el techo, sin parpadear.
Le cerré los ojos y permanecieron cerrados.
Le moví la cabeza, y se quedó en esa posición. No despertaba. Seguía cantando como si yo no le hubiera hecho nada.
Catatonia, o un principio de catalepsia. «Está perdiendo el juicio —pensé—, y si no la recupero, si no la retengo aquí, Anansa ganará, y el sanatorio tendrá que cuidar de un trozo de carne inerte por los años que puedan mantener vivos los restos de Elaine».
—Regresaré el sábado —le dije al administrador.
—¿Por qué tan pronto?
—Elaine está sufriendo una crisis —expliqué. Una mujer imaginaria del espacio se la quiere llevar, pensé pero no lo dije—. Que las enfermeras procuren mantenerla despierta el mayor tiempo posible. Que le lean, que jueguen, que le hablen. Las horas de sueño normales por la noche son suficientes. Eviten las siestas.
—¿Por qué?
—Estoy preocupado por ella. Me temo que pueda ponerse catatónica en cualquier momento. No duerme normalmente. Quiero que la tengan en observación.
—¿Es realmente grave?
—Sí, muy grave.
El viernes parecía que las nubes se estaban entreabriendo, pero al cabo de unos minutos de sol nuevos nubarrones llegaron desde el noroeste, y fue peor que antes. Yo trabajaba con desgana, hablando con frases incompletas. Una paciente se molestó y me miró entornando los ojos.
—No le pagan para que piense en sus problemas con las mujeres mientras habla conmigo.
Me disculpé y traté de prestarle atención. Era charlatana y yo siempre divagaba. Pero tenía razón en cierto sentido. Yo no podía dejar de pensar en Elaine. Y cuando ella mencionó mis problemas con las mujeres activó algo en mi mente. A fin de cuentas, mi relación con Elaine era la más larga e íntima que había entablado con una mujer en muchos años. Si uno podía pensar en Elaine como una mujer.
El sábado regresé al condado de Millard y encontré a las enfermeras bastante consternadas. Comentaron que no habían visto cuánto dormía Elaine hasta que intentaron detenerla. Ella se adormilaba dos o tres veces por la mañana, aún más por la tarde. De noche se acostaba a las siete y media y dormía doce horas.
—Canta sin cesar. Es horrible. Incluso de noche. No para.
Pero estaba despierta cuando entré para verla.
—Me he quedado despierta para ti.
—Gracias —dije.
—Una visita en sábado. Debo de estar como una cabra.
—No, pero no me gusta que duermas tanto.
Sonrió lánguidamente.
—No es idea mía.
Creo que mi sonrisa fue más alegre que la de ella.
—Y yo creo que todo está en tu cabeza.
—Piensa lo que quieras, doctor.
—No soy doctor. Mi diploma menciona una maestría.
—¿Qué hondura tiene el agua afuera?
—¿Hondura?
—Con tanta lluvia. Suficiente para mantener varias arcas a flote. ¿Dios está destruyendo el mundo?
—Por desgracia, no. Aunque ha destruido el motor de varios coches que atravesaron los charcos a mucha velocidad.
—¿Cuánto tiempo tendría que llover para llenar el mundo?
—El mundo es redondo. Se vaciaría por abajo.
Elaine se echó a reír. Me alegraba oírla reír, pero se interrumpió de golpe y me miró intimidada.
—Me iré.
—¿Te irás?
—Tengo el tamaño apropiado. Ella me ha medido, y encajo perfectamente. Ella tiene un sitio perfecto para mí. Es un buen sitio, donde podré oír la música del polvo, y aprenderé a cantarla. Me daría los motores direccionales.
Sacudió la cabeza.
—Gruñón, el cerdo de hielo, era simpático. Esto no es simpático, Elaine.
—¿Alguna vez he dicho que Anansa me caía simpática? Gruñón el cerdo de hielo era real. Mi padre lo hizo con hielo triturado para una fiesta al aire libre. Se derritió antes de que recogieran el cerdo del suelo. Yo no invento a mis amigos.
—¿Y Fucsia la niña de las flores?
—Mi madre cogía capullos de la fucsia del jardín. Jugábamos con ellos en la hierba, como si fueran muñecas.
—Pero no Anansa.
—Anansa vino a mi mente cuando yo dormía. Ella me encontró. Yo no quería inventarla.
—¿No ves, Elaine, que así surgen esas alucinaciones? Parecen reales.
Ella sacudió la cabeza.
—Lo sé. Pedí a las enfermeras que me leyeran libros de psicología. Anansa es… Anansa es otra. No pudo salir de mi cabeza. Es otra cosa. Es real. He oído su música. No es fea, como Copland. No es falsa.
—Elaine, cuando dormías el miércoles, te estabas poniendo catatónica.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Sentí que me tocabas. Sentí que me movías la cabeza. Quise hablarte, decirte adiós. Pero ella estaba cantando, ¿no lo entiendes? Ella estaba cantando. Y ahora me deja cantar también. Cuando canto con ella, siento que me voy, como una araña por su hilo, hacia donde ella está. Hacia la oscuridad. Allá hay soledad, negrura y frío, pero sé que al final del hilo estará ella, amiga mía para siempre.
—Me estás asustando, Elaine.
—No hay árboles en la nave estelar. Si estoy aquí es sólo gracias a eso. Pienso en los árboles, las colinas y los pájaros y la hierba y el viento, y en que perdería todo eso. Ella se enfada conmigo y se ofende un poco. Mas todo eso me retiene aquí. Pero ahora apenas recuerdo los árboles. Trato de recordar y es como tratar de recordar la cara de mi madre. Recuerdo el vestido y el cabello, pero su cara se ha ido para siempre. Incluso cuando miro la foto es una extraña, y ahora los árboles son también extraños.
Le acaricié la frente. Apartó la cabeza un instante, pero luego recobró la posición.
—Lo siento —dijo—. No me gusta que la gente me toque allí.
—No lo haré —dije.
—No, adelante. No me importa.
Le acaricié la frente de nuevo. Estaba fresca y seca, e irguió la cabeza imperceptiblemente para recibir mi contacto. Involuntariamente pensé en lo que me había dicho esa anciana el día anterior. Problemas con las mujeres. Estaba tocando a Elaine, y se me ocurrió la posibilidad de hacer el amor con ella. De inmediato rechacé esta idea.
—Retenme aquí —dijo Elaine—. No me dejes ir. Ansio ir, pero no estoy destinada a ello. Tengo el tamaño apropiado, pero no la forma apropiada. Esos brazos no son míos. Yo sé cómo sentía mis brazos.
—Te retendré si puedo. Pero tienes que ayudarme.
—Sin drogas. Las drogas alejan la mente del cuerpo. Si me das drogas, me moriré.
—¿Entonces qué puedo hacer?
—Sólo retenme aquí, como puedas.
Luego hablamos de tonterías, porque nos habíamos puesto demasiado serios y fue como si ella no tuviera el menor problema. Nos pusimos a hablar de las reuniones de la iglesia.
—No sabía que eras religiosa —dije.
—No lo soy. ¿Pero qué se puede hacer los domingos? Cantan himnos, y yo canto con ellos. El domingo pasado hubo un sermón que me afectó mucho. El predicador habló de Cristo en el sepulcro, de los tres días que pasó allí hasta que el ángel acudió a liberarlo. He pensado en eso, en lo que El debió de sentir, encerrado en una caverna oscura, totalmente solo.
—Deprimente.
—No, al contrario. En cierto modo tenía que estar muy contento. Si todo era verdad. Estar tendido en ese lecho de piedra, diciéndose: «Pensaban que estaba muerto, pero estoy aquí. No estoy muerto». —Un Jesús presuntuoso.
—Claro. ¿Por qué no? Me pregunto si yo me sentiría así, si estuviera con Anansa. Otra vez Anansa.
—Sé lo que estás pensando. Piensas: «Otra vez Anansa».
—Sí. Preferiría que la olvidaras y regresaras a amigos más inofensivos.
De pronto se irritó.
—Puedes creer lo que quieras. Déjame en paz.
Traté de disculparme, pero no quiso escuchar. Insistía en creer en esa mujer de las estrellas. Al final me marché, repitiendo mis advertencias sobre sus momentos de sueño. Las enfermeras también parecían preocupadas. Veían los cambios tanto como yo.
Esa noche, como pasaría el fin de semana en Millard, llamé a Belinda. No estaba casada ni tenía compromisos por el momento. Vino a mi motel. Cenamos, hicimos el amor, miramos la televisión. Es decir, ella miró la tele. Yo me quedé en la cama pensando. Y cuando pusieron la señal de la emisora y Belinda se levantó, llena de cerveza y pasión, yo aún pensaba en Elaine. Cuando Belinda me besó, me hizo cosquillas y me susurró sandeces al oído, me imaginé sin brazos ni piernas. Me quedé tenso, moviendo sólo la cabeza.
—¿Qué pasa, no tienes ganas?
Traté de reanimarme. No había por qué defraudar a Belinda. Yo la había llamado. Tenía una responsabilidad. Pero no tanta. Eso era lo que me tenía a mal traer. Le hice el amor a Belinda, lenta y cuidadosamente, pero con los ojos cerrados. Seguía superponiendo el rostro de Elaine en el de Belinda. Problemas con las mujeres. Aunque Belinda me acariciaba la espalda, yo imaginaba que hacía el amor con Elaine. Y los muñones de los brazos y las piernas no me repugnaban tanto como había creído. En cambio, sentía tristeza. Una profunda sensación de tragedia, de pérdida, como si Elaine hubiera muerto y yo hubiera podido salvarla, como el príncipe de los cuentos de hadas: un beso, tan simbólico, y la princesa despierta y viven felices para siempre. Y yo no lo había hecho. Le había fallado. Cuando terminamos, lloré.
—Oh, pobrecillo —dijo Belinda, la voz rebosante de comprensión—. ¿Qué te pasa…? No es necesario que me lo digas, si no quieres.
Me acunó un rato y al fin me dormí con la cabeza entre sus senos. Belinda pensaba que la necesitaba. Y supongo que por un instante la necesité.
El domingo no fui a ver a Elaine como había planeado. Pasé casi todo el día intentándolo. En vez de salir, me senté a mirar esos espantosos programas de televisión matinal de los domingos. Y cuando al fin salí con la intención de ir al sanatorio y ver cómo le iba, terminé por meter el equipaje en el maletero y viajar hasta mi remolque, donde de nuevo me puse a mirar televisión.
¿Por qué no podía ir a ella?
Rétenme aquí, había dicho. Como puedas, había dicho.
Y yo creía conocer el modo. Ése era el problema. En el fondo de mi mente todo esto era demasiado real, y los cuentos de hadas se equivocaban. El príncipe no despertaba a la princesa con un beso, sino con una promesa. En sus brazos ella estaría a salvo para siempre. Ella despertaba para vivir feliz para siempre jamás. Si no lo hubiera sabido, la princesa habría preferido dormir para siempre.
¿Qué me pedía Elaine?
¿Por qué yo tenía miedo?
No era mi trabajo. Era poco profesional liarse emocionalmente con un paciente.
¿Pero desde cuándo era yo un profesional? Al fin me acosté, lamentando no tener a Belinda conmigo para buscar consuelo. ¿Por qué todas las mujeres no eran como Belinda: tiernas, cariñosas y poco exigentes?
Pero al dormirme recordé a Elaine. El rostro de Elaine y un cuerpo espantoso que era un muñón, acuciándome en mis sueños.
Y ella me siguió cuando desperté, en mis visitas regulares del lunes y el martes, y al final llegó el miércoles y yo aún tenía miedo de ir al sanatorio del condado de Millard. No llegué allí hasta la tarde. Llovía como de costumbre, y había charcos en los campos, torrentes anegando las alcantarillas del pueblo.
—Llega tarde —dijo el administrador.
—La lluvia —contesté, y él asintió. Pero parecía preocupado.
—Esperábamos que viniera ayer, pero no pudimos ponernos en contacto con usted. Es Elaine.
Y supe que mi retraso había cumplido su culpable propósito, tal como esperaba.
—No ha despertado desde el lunes por la mañana. Está acostada, cantando. Le aplicamos una intravenosa. Está dormida.
En efecto, estaba dormida. Eché a los demás de la habitación.
—Elaine —dije.
Nada.
La llamé de nuevo, varias veces. La toqué, le acuné la cabeza. La cabeza se quedaba como yo la ponía. Y la canción continuaba, suave y aguda, pura y áspera. Le tapé la boca. Siguió cantando, incluso con la boca cerrada, como si nada importara.
Alcé la sábana y le clavé un alfiler en el vientre, luego en la delgada carne de la clavícula. Ninguna respuesta. Le abofeteé el rostro. Ninguna respuesta. Estaba ausente. La imaginé de nuevo conectada a una nave estelar, pero esta vez entendí mejor. No era su cuerpo el que tenía el tamaño apropiado, sino su mente. Y su mente la que había seguido el delgado hilo de araña que conducía hasta Anansa, quien aguardaba para darle un cuerpo. Un trabajo.
¿Terapia de choque? Imaginé su cuerpo deforme brincando y arqueándose con las sacudidas eléctricas. No lograría nada, excepto torturar una carne inerte. ¿Drogas? No se me ocurría ninguna que pudiera traerla de vuelta. Creo que en cierto modo creí en Anansa por un instante. Invoqué su nombre.
—Anansa, déjala. Déjala regresar a mí. Por favor. La necesito. ¿Por qué había llorado en brazos de Belinda? Oh, sí. Porque había visto a la princesa y la había dejado dormir sin despertarla, porque el feliz por siempre jamás era demasiado trabajo.
No lo hice en la fiebre del primer momento, apenas comprendí que la había perdido. No fue un acto de pasión ni de súbito temor o pesar. Me senté frente a la cama durante horas, mirando ese cuerpo débil e indefenso, ahora tan vacío. Deseaba que abriera los ojos, que despertara y dijese: «Oye, no creerás el sueño que tuve». Que dijese: «Te he engañado, ¿verdad? Me han dolido mucho los pinchazos, pero he conseguido engañarte».
Pero no me había engañado.
Y al fin, no con pasión sino con desesperación, me levanté, me incliné sobre ella, apoyé las manos en los costados, apreté mi mejilla contra la suya y le susurré al oído. Le prometí todo lo que se me ocurría. Le prometí que nunca más llovería. Le prometí árboles, flores, cerros, pájaros y viento todo el tiempo que ella quisiera. Le prometí llevármela del sanatorio, llevarla a ver cosas que antes sólo había soñado.
Y al fin, con la voz ronca de tanto suplicar, humedeciéndole el cabello con mis lágrimas, le prometí lo único que podría recobrarla. Le prometí mi propia persona. Le prometí amarla para siempre, algo más poderoso que las canciones de Anansa.
Fue entonces cuando el monstruoso canto cesó. Elaine no despertó, pero el canto cesó y ella se movió sola; movió la cabeza de lado, y parecía dormir normalmente, no catatónicamente. Aguardé junto a la cama toda la noche. Me dormí en la silla y una enfermera me tapó. Aún estaba allí cuando a la mañana me despertó la voz de Elaine.
—¡Qué mentiroso eres! Todavía llueve.
Tuve una sensación de poder al saber que había recobrado a alguien desde sitios más oscuros que la muerte. Su vida era dolorosa, pero mi promesa de devoción había bastado para compensarlo. Así lo entendía yo, al menos. Esto me puso eufórico, me cegó y me ensordeció ante lo que realmente había ocurrido.
No fui el único en alegrarse. Las enfermeras estaban locas de contento, y el administrador prometió redactar un informe muy elogioso.
—Publíquelo —sugirió.
—Es demasiado personal —objeté.
Pero aun así ya estaba pensando en un modo de presentar el caso en letras de molde, de ganar algo para mi carrera. Me avergoncé por rebajar un compromiso franco y fervoroso a un pretexto para el provecho personal. Pero no podía ignorar el repentino respeto que me brindaban personas para quien, sólo horas antes, yo era una persona como tantas otras.
—Es demasiado personal —repetí con firmeza—. No tengo intención de publicarlo.
Y para mi disgusto descubrí que me halagaba el respeto del administrador ante esta decisión. No había modo de escapar de mi orgullo personal mientras permaneciera en contacto con quienes estaban dispuestos a adularme. Como buen psicólogo, regresé a la única persona que me brindaría gratitud en vez de admiración. La gratitud que me he ganado, pensé. Regresé a Elaine.
—Hola —saludó—. Me preguntaba dónde estabas.
—Cerca. Sólo visitando al comité del premio Nobel.
—¿Quieren recompensarte por traerme aquí?
—Claro que no. Pensaban darme un premio por haber entablado contacto con un alienígena del espacio exterior. Pero estropeé las cosas y te traje de vuelta. Están bastante enfadados.
Ella se sintió incómoda. Era raro en Elaine. Habitualmente replicaba con otra broma.
—¿Pero qué te harán?
—Hervirme en aceite, quizás. Eso es lo habitual. Aunque quizás hayan hallado el modo de hervirme en energía solar. Es más barato.
Una broma tonta. Pero Elaine no la entendió.
—Ella no dijo que fuera así… dijo que…
Ella. Traté de ignorar el temor que me revolvía el estómago. «Sé analítico —pensé—. Ella podría ser cualquiera».
—¿Ella dijo? ¿Quién dijo? —pregunté.
Elaine calló. Le toqué la frente. Estaba sudando.
—¿Qué pasa? —pregunté—. Estás contrariada.
—Debía haberlo sabido.
—¿Sabido qué?
Ella sacudió la cabeza y se apartó.
«Sé lo que es», pensé. Sabía lo que era, pero sin duda podríamos solucionarlo.
—Elaine, no estás curada del todo, ¿verdad? No te has librado de Anansa, ¿verdad? No tienes que ocultármelo. Claro que me habría gustado pensar que estabas curada del todo, pero habría sido demasiado milagroso. ¿Acaso tengo facha de curandero? Hemos progresado bastante, eso es todo. Te recobré de la catalepsia. Con el tiempo te liberaremos de Anansa.
Elaine aún callaba, mirando la ventana agrisada por la lluvia.
—No tienes que prestarte a la farsa de fingir que estás totalmente curada. Fue muy amable de tu parte. Me hiciste sentir muy bien por un rato. Pero soy adulto. Puedo afrontar una decepción. Además estás despierta, has regresado, y eso es lo que importa.
¡Adulto! ¡Un cuerno! Sentía una tremenda decepción, y me avergonzaba no hablar con mayor sinceridad. No había cura. No había héroe. No había magia. No había gran logro. Sólo un psicólogo que a fin de cuentas no era extraordinario. Pero rehusé prestar mucha atención a estos sentimientos. «Sé profesional —me dije—. Ella te necesita».
—Así que no te sientas culpable.
Ella se volvió hacia mí con ojos intensos.
—¿Culpable? —Casi sonrió—. Culpable. —Me clavaba los ojos, aunque no pudiera verme a través de las lágrimas que le humedecían las pestañas.
—Intentaste hacer lo correcto —dije.
—¿Eso crees? ¿De veras? —Sonrió amargamente. Era una sonrisa extraña en ella, y por un terrible instante ya no se parecía a mi Elaine, mi brillante y joven paciente—. Me proponía quedarme con ella. La quería conmigo, ella era tan viva, y cuando al fin se unió a la nave, cantó, bailó y agitó los brazos, me dije: «Esto es lo que necesitaba. Esto es lo que ansiaba en todos mis siglos perdidos en las canciones». Pero entonces te oí.
—Anansa —susurré, comprendiendo quién estaba conmigo.
—Te oí llamarla. ¿Crees que no tardé en tomar una decisión? Elk te oyó, pero no quería venir. No quería cambiar sus nuevos brazos y piernas por nada. Eran algo nuevo. Pero yo los había tenido mucho tiempo. En cambio, nunca te había tenido a ti.
—¿Dónde está ella? —pregunté.
—Allá. Canta mucho mejor que yo. —Tuvo un instante de nostalgia, sonrió con pesar—. Y yo estoy aquí. Sólo que hice un mal negocio, ¿verdad? Porque no he logrado engañarte. No me quieres a mí, Quieres a Elaine, y ella se ha ido. La dejé sola allá. No le importará por largo tiempo. Luego sí. Luego sabrá que la engañé.
La voz era de Elaine y ese cuerpecito trágico era también su cuerpo. Pero supe que yo no había tenido éxito. Elaine se había ido al infinito espacio exterior donde la mente se oculta para escapar de sí misma. Y en su lugar, Anansa. Una extraña.
—¿La engañaste? —pregunté—. ¿Cómo?
—Nunca cambia. Al cabo de un tiempo aprendes todas las canciones, y nunca cambian. Nada se mueve. Continúas eternamente hasta que se extinguen todas las estrellas, pero nada se mueve jamás.
Me llevé la mano a la cabeza. Me sobresalté al sentir mi propio temblor.
—Dios mío —dije. Eran meras palabras, no una súplica.
—Me odias.
¿Odiarla? ¿Odiar a mi pequeña, loca Elaine? Claro que no. Odiaba otra cosa. Odiaba la lluvia que la había aislado de todo lo que la mantenía cuerda. Odiaba a sus padres por no haberla dejado en casa el día en que ese coche los llevó a la muerte. Pero ante todo recordaba los días en que me había ocultado de Elaine, los días en que me había resistido a su necesidad, fingiendo que no la recordaba, sin pensar en ella ni necesitarla. Sin duda se preguntó por qué tardaba tanto. Y al fin había renunciado a la esperanza, al fin había comprendido que nadie quería retenerla. Y se marchó, y cuando llegué, la única persona que esperaba dentro de ese cuerpo era Anansa, la amiga imaginaria que, aterradoramente, había cobrado vida. Sabía a quién odiar. Pensé que iba a llorar. Hundí la cara en la sábana, en el sitio donde tendría que haber estado su pierna. Pero no lloré. Me quedé sentado, sintiendo la aspereza de la sábana en la cara, odiándome.
Su voz era como una mano tierna, una mano suplicante que me tocaba.
—Lo desharía si pudiera —dijo—. Pero no puedo. Ella se ha ido, y yo estoy aquí. Vine a buscarte. Vine para ver los árboles, la hierba, los pájaros y tu sonrisa. El feliz por siempre jamás. Para eso vivía ella, sólo para eso. Sonríeme, por favor.
Sentí una tibieza en el cabello. Erguí la cabeza. No había lluvia en la ventana. Una franja de sol tocaba las arrugas de la sábana.
—Salgamos —dije.
—Ha dejado de llover —observó ella.
—Un poco tarde, ¿verdad? —respondí. Pero le sonreí.
—Puedes llamarme Elaine. No se lo contarás a nadie, ¿verdad?
Sacudí la cabeza. No, no se lo contaría a nadie. Ella estaba a salvo. No lo contaría porque entonces la llevarían a un lugar donde los psiquiatras reinaban pero no sabían lo suficiente para gobernar. La imaginé confinada entre otros que habían huido de la realidad y supe que no se lo diría a nadie. También supe que no podía confesar mi fracaso.
Además, no era un fracaso total. Aún había esperanza. Elaine no se había ido del todo. Aún estaba allí, escondida en su mente, mirando a través de esta persona imaginaria que había creado para sustituirla. Algún día la encontraría y la traería de vuelta a casa. A fin de cuentas, hasta Gruñón, el cerdo de hielo, se había derretido.
Noté que sacudía la cabeza.
—No la encontrarás —dijo—. No la traerás a casa. No me derretiré hasta desaparecer. Ella se ha ido y no tenías modo de evitarlo.
Sonreí.
—Elaine —dije.
Y entonces comprendí que ella había respondido a pensamientos que yo no había expresado en palabras.
—En efecto —asintió—. Seamos francos. Te conviene. No puedes mentirme.
Sacudí la cabeza. Por un momento, en mi confusión y desesperación, me había creído todo, había creído que Anansa era real. Pero eso era un disparate. Claro que Elaine sabía lo que yo pensaba. Me conocía mejor que yo mismo.
—Salgamos —dije. Un fracasado y una mutilada saliendo a disfrutar del sol, que alumbraba por igual lo justo y lo injustificable.
—No me importa —señaló ella—. Cree lo que quieras: Elaine o Anansa. Tal vez sea mejor si aún buscas a Elaine. Quizá sea mejor si me dejas engañarte.
Lo peor de las fantasías de los enfermos mentales es que son congruentes. No hay resquicios. No hay tregua.
—Soy Elaine —dijo sonriendo—. Soy Elaine fingiendo que soy Anansa. Me amas. Por eso he venido. Prometiste llevarme a casa y lo has hecho. Llévame afuera. Has detenido la lluvia por mí. Has cumplido todas tus promesas y estoy de nuevo aquí, y prometo que nunca te dejaré.
No me ha dejado. Voy a verla los miércoles como parte de mi trabajo, y los sábados y domingos como la mejor parte de mi vida. A veces la llevo a pasear en coche, y hablamos continuamente, y le leo y le llevo libros para que le lean las enfermeras. Ninguna de ellas sabe que aún está mal. Para ellas es Elaine, más feliz que nunca, deleitándose patéticamente con todo lo que ve, oye, huele y saborea, con cada textura que le acercan a la mejilla. Sólo yo sé que cree que no es Elaine. Sólo yo sé que no he avanzado nada desde entonces, que en momentos de terrible franqueza la llamo Anansa, y ella me responde con tristeza.
Pero en un sentido estoy contento. Muy poco ha cambiado entre nosotros. Y al cabo de algunas semanas comprendí, con toda certidumbre, que a partir de entonces ella era mucho más feliz que antes. A fin de cuentas, tenía el mejor de los mundos posibles. Estaba convencida de que la verdadera Elaine estaba en algún lugar del espacio, bailando, cantando y oyendo canciones, con brazos y piernas, mientras que la pobre niña que estaba encerrada en ese cuerpo sin extremidades del sanatorio de Millard era una alienígena que se sentía muy feliz de poseer ese cuerpo limitado.
En cuanto a mí, conservo mi devoción hacia ella, y eso me hace feliz. Todavía soy humano, todavía llevo a otra mujer a mi cama de vez en cuando. Pero a Anansa no le importa. Incluso lo sugirió pocos días después de despertar.
—Visita a Belinda de vez en cuando —sugirió—. Belinda te quiere. No me molestará.
Aún no recuerdo cuando le hablé de Belinda, pero al menos no le molesta, así que no hay grandes frustraciones en mi vida. Excepto…
Excepto que no soy Dios. Me gustaría ser Dios. Me gustaría hacer algunos cambios.
Cuando voy al sanatorio del condado de Millard nunca entro primero en el edificio. Ella nunca está en el edificio. Paseo por fuera y miro el parque. La silla de ruedas siempre está allí. La distingo de las demás por las almohadas, que resplandecen con blancura bajo el sol. Nunca la llamo. Al cabo de unos momentos siempre me ve, y las enfermeras la traen hacia mí.
Viene como ha venido cientos de veces. Se lanza hacía mí, y yo me concentro en observarla, para que mi mente no vea a mi Elaine rodeada por la negrura, hendiendo el espacio, recogiendo polvo, recogiendo canciones, brincando y bailando con esos nuevos brazos y piernas que ama más que a mí. En cambio miro la silla de rudas, le miro la sonrisa. Está feliz de verme, tan encantada con el mundo exterior que su cuerpo no puede contenerla. Y cuando mi imaginación no tiene frenos, soy Dios por un instante. La veo corriendo hacia mí, agitando los brazos. Le doy una mano izquierda y una mano derecha, delicadas y fuertes; le doy una larga pierna izquierda, y una pierna derecha igualmente vigorosa.
Y luego, una por una, las arranco todas.
Fin
Apostilla del autor
Título original: A Sepulchre of Songs. Primera edición (con el título A Sepulcher of Songs) en Omni, junio 1981.
Recuerdo haber leído una tanda de cuentos sobre seres humanos transformados en ciborgs —organismos cibernéticos—, con los cerebros instalados en máquinas de tal modo que al mover un brazo movían la compuerta de una bodega y disparaban un cohete. Parecía que casi todos esos cuentos —así como muchos relatos de androides y robots— eran nuevas versiones de Pinocho. El muñeco siempre aspira a convertirse en niño.
Últimamente la moda ha cambiado y hay más escritores de ciencia ficción que celebran los cuerpos mecánicos en vez de lamentarlos. Aun así, el problema me interesaba en el momento. ¿No habría alguien para quien el cuerpo mecánico fuera liberador? Así que escribí un cuento que yuxtaponía a dos personajes: por una parte, un Pinocho-nave espacial, un cíborg que anhela las sensaciones de la vida real; por la otra, un ser humano irremediablemente lisiado, atrapado en un cuerpo inservible, anhelando la capacidad que le brindaría un sustituto mecánico. Intercambian lugares, y ambos son felices.
Un relato sencillo, pero no podía contarlo así. Como deseaba que fuera más veraz que una fantasía, narré la historia desde el punto de vista de un observador humano que nunca sabría si se había producido un intercambio o si la historia era una mera fantasía que volvía la vida aceptable para una niña sin brazos ni piernas. Así se transformó en una historia acerca de las historias que nos contamos para conciliarnos con cualquier cosa.
Todo esto fue muchos años antes de que naciera Charlie, mi tercer hijo. Nunca creí que algún día tendría un hijo que está siempre en cama salvo cuando lo sentamos en una silla, que se queda en casa a menos que lo saquemos. En cierto sentido está en mejor situación que la heroína de Sepulcro de canciones: ha aprendido a coger cosas y puede manipular su entorno hasta cierto punto, pues sus extremidades no son del todo inútiles. En otros sentidos su situación es peor: hasta ahora no puede hablar, y siente más soledad, más desamparo que alguien que al menos puede conversar con otros. Y a veces, cuando lo sostengo o me siento a mirarlo, recuerdo este cuento y comprendo que su verdad fundamental es algo que nada tiene que ver con la alternativa entre un potente cuerpo mecánico y un tullido cuerpo de carne y hueso.
La verdad es ésta. La niña del cuento llevaba alegría y amor a las vidas de otros, y cuando abandonó su cuerpo (sea cual fuere nuestra interpretación de su partida) perdió su capacidad para hacerlo. Yo daría cualquier cosa por ver correr a mi hijo; a veces despierto colmado de inconmensurable alegría porque tuve un sueño donde Charlie me habló y oí palabras de sus labios; pero a pesar de ese anhelo reconozco algo más. Una vida es digna de vivirse si brinda algún bien a los demás y recibe alguna alegría de ellos. Muchas personas de cuerpo saludable son nulidades ambulantes que agrian la alegría del mundo dondequiera que van, y por otra parte tampoco son capaces de recibir gran satisfacción. Pero Charlie ofrece y recibe muchos deleites, y nuestra familia sería mucho más pobre si él no formara parte de nosotros. Nos enseña algo de bondad cuando logramos conquistar su sonrisa y su risa. Y nada le complace más que conquistar nuestra sonrisa, nuestro elogio y nuestra alegría. Si pasara una nave estelar cíborg, imaginaria o no, y ofreciera un canje de cuerpos con mi hijito, entendería que él optara por irse. Pero preferiría que no lo hiciera, pues lo echaría muchísimo de menos.