MUESTRAS DE FATIGA (Luisa Axpe)
Publicado en
febrero 24, 2017
La cara pulida del espejo me va mostrando lo que no fui.
Aparezco vestida de bailarina, ejecutando mi momento más aplaudido. Los aplausos no se oyen, pero sé que están. Al terminar, saludo y desaparezco detrás del telón. Enseguida vuelvo y ya no soy más la bailarina; soy una famosa abogada que firma hojas tamaño oficio detrás de un importante escritorio de estilo inglés. Como esa imagen no me gusta demasiado, me hago la distraída hasta que viene la siguiente.
Con una paleta en la mano izquierda y un pincel en la derecha, doy los toques magistrales a una pintura casi terminada, casi perfecta, que casi me pertenece. Como estoy cansada y además me lo merezco, retrocedo tres pasos y me recuesto en el diván, donde enseguida me vence el sueño. Mis sueños de pintora son tan poco verosímiles como los colores que acabo de poner en la tela. Al despertar los recuerdo vagamente; sólo estoy segura de haber soñado.
No hay tiempo para pensar en eso, porque ya el espejo me muestra rodeada de niños, lavando pilas de ropa mientras una olla humea en el fuego. Al sacar de la soga una camisa, compruebo que le faltan dos botones y la pongo en el montón de la costura. El resto, en el montón de planchado. Y entre montón y montón, peino trenzas, sueno mocos y espanto fantasmas nocturnos. Y otra vez desaparezco.
Luego de una espera impaciente, vuelvo con anteojos gruesos y el pelo tirante, sin nada de maquillaje. Mi cara de profesora tranquiliza a los padres inseguros y fastidia a los adolescentes díscolos. Le hago una mueca al espejo, y la imagen se empaña como si se indignara. Pero como la indignación no cabe en este espejo, enseguida me veo vendiendo fruta entre el griterío de la feria, con las manos enrojecidas por el frío y un delantal con un bolsillo grande donde guardo el dinero para los vueltos. Cuando estoy a punto de enojarme con una clienta, dejo de moverme entre cajones de fruta y ya no hay más feria: ahora es un ómnibus de turismo, y acomodada en el primer asiento junto al chofer les hablo a los pasajeros por un micrófono que siempre funciona, aunque algunos prefieren dormir. Mi charla es entretenida y certera, doy datos acerca de lugares, población, profundidades y alturas. Y de vez en cuando intercalo alguna anécdota divertida, algo que a ellos nunca les ha pasado ni les pasará jamás. Cuando la digo en inglés, la mitad que no entendió se ríe igual. Todo es como debe ser, hablo con los encargados de los hoteles (que ya me conocen), organizo todo para la hora exacta.
Cuando estoy a punto de aburrirme de tanta exactitud, desaparezco y vuelvo como actriz. Doy vueltas con el libreto en la mano, tratando de memorizar mi parte. Es un papel importante y difícil, el primero de mi carrera.
Siempre tuve partes de poca monta, y ahora me voy a poner a prueba, y a lo mejor me sale bien y tengo éxito, y entonces me llaman para hacer otros papeles importantes y difíciles, como éste. Aunque quién sabe si me va a gustar que siempre me toquen papeles difíciles. Porque entonces voy a estar siempre muy cansada y nerviosa, y ni siquiera podrán servirme de consuelo los aplausos y las críticas. Es así como dejo de ser actriz, y ahora el espejo me muestra con un delantal blanco de doctora, entre camas alineadas contra pare-des lisas de las que a veces cuelgan crucifijos. Me detengo frente a una, miro la historia clínica, hago preguntas, prescribo inyecciones. Las camas son muy respetuosas de mi condición de médica, se quedan en silencio y acatan todo lo que digo. Un camillero pasa mirándome las piernas pero a la vez saluda muy serio, buenos días, doctora. Leo en las otras camas: todo está en orden. De repente, alguien llama a gritos, dice no sé qué cosa de su papá. En una de las camas hay una cara violenta, cianótica. Pido urgente el oxígeno, dos enferme-ras salen corriendo y vuelven con los tubos.
Pero no sé qué pasa, parece que los tubos están gastados, todo está mal en este hospital, y al de la cara cianótica le falta poco: se me está muriendo asfixiado. Le hago respiración boca a boca hasta que lleguen los otros tubos, mientras pienso cuántos minutos habrá estado así. Si estas cosas siguen pasando me va a salir una úlcera.
Entonces ya no soy más doctora; soy periodista y hago entrevistas a personas famosas. Políticos, deportistas, actores. Sostengo el micrófono cerca de un ministro, el ministro camina, los otros periodistas y yo también, las cabezas de todos los micrófonos se juntan alrededor del ministro, le apuntan y le disparan toda la técnica. Algunos se separan del redil por un momento, pero enseguida vuelven a integrarse y conforman un grupo muy ani-mado de cabezas de micrófonos. Claro que yo me preocupo sólo del mío, y pregunto tan rápido como puedo para no perder el lugar. Después, los micrófonos se separan y la dispersión es inmediata, casi sorprendente; el ministro acaba de trasponer una puerta que estaba al final de un pasillo, algunos periodistas han entrado con él, otros nos quedamos afuera. Pero yo no me conformo; pongo el grabador en pausa, y avanzo resuelta hacia la puerta. Una mano firme sostiene mi brazo por detrás, me para en seco. Consigo soltarme y avanzo, mostrando credenciales. Pero entonces soy zamarreada y arrastrada, y alguien me saca el grabador y lo estrella contra el piso; mientras tanto, algunos colegas toman fotos de la escena desde lejos. Me dejan sola con mi grabador roto y los brazos doloridos. Me van a salir moretones, seguro. Y en la garganta tengo algo que me duele y no me deja tragar bien, pero ya se me va a pasar cuando llore.
En cuanto empiezan a salir las primeras lágrimas, y ya no queda nadie a mi alrededor, dejo de ser periodista. En el espejo sigo estando, pero ahora manejo un auto a toda velocidad por una ruta solitaria. Es necesario que mi pie derecho no se despegue del acelerador, aunque estoy casi en el límite. A doscientos metros, otro auto con cuatro hombres corpulentos adentro se ha convertido en el motivo .central de mi espejo retrovisor. Ha empezado a llover, y el asfalto está resbaladizo. De repente, luego de una curva, un auto que viene por la otra mano se enloquece y se me tira encima; con un envión de todo mi cuerpo desvío hacia la banquina, hago dos trompos, me detengo. Quedo mirando para el otro lado, hacia el lugar de donde viene el auto que me sigue. No puedo moverme, el susto me ha paralizado; sólo puedo mirar por el parabrisas, luego por la ventanilla izquierda, y ver cómo los cuatro hombres corpulentos se bajan del auto que se ha detenido a mi lado. "Es el fin", pienso, de este lado del espejo. Y desaparecen los autos, la ruta, los cuatro hombres y yo.
El silencio total de un teatro lleno me suaviza los oídos. Estoy sentada frente al piano, vestida de blanco, con toda la música que me colma y me sale por las puntas de los dedos. El piano es dócil y ablanda el teclado para mí. Los cuellos están inmóviles, las cabezas erguidas hacia el escenario; no se oye ni una sola tos. En las filas de atrás, sin embargo, ha comenzado un movimiento, como un hormigueo susurrante que aumenta y contagia a las filas de adelante. Algunos se levantan y salen corriendo, otros al verlos hacen lo mismo, dicen cosas incomprensibles, se empujan, caen. Yo sigo tocando, acompañada por la atención respetuosa de las primeras filas, que pronto comienzan a inquietarse y a volver la cabeza. Se siente un olor extraño, y hace calor; pero yo sigo tocando. Mi música sube por encima del griterío, los acordes más bajos dejan oír la palabra fuego, se oyen también pasos que se pierden detrás del escenario y el calor se vuelve insoportable. Grandes gotas de sudor me corren por el cuello, deslizándose como por un tobogán hasta el borde del escote que empieza a tomar un tinte indefinido, grisáceo. Las manos también me transpiran, pero sigo tocando. Un crepitar de maderas se eleva por encima de la música. Del techo del escenario cae una tabla encendida que golpea el piano y me impide seguir tocando. No puedo respirar.
Es hora de guardar el espejo: ha comenzado a dar muestras de fatiga.
Fin