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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    LA FURIA DE LA TIERRA (Dean McLaughlin)

    Publicado en diciembre 13, 2016

    CAPÍTULO I


    Hacía calor en el arsenal. La sala de inspección era un horno abrasador, seco. El aire olía a metal.

    Alex Frost bebió un poco de agua con limón para humedecerse los labios y la garganta. Era inútil, como tratar de apagar el sol. La acidez le dolió en los labios agrietados. Obstinadamente, trató de mantener su actividad.

    Hacía cuatro horas que estaba allí, inclinado sobre el tablero de control hasta que estuvo embotado. Después de dos años, tendría que haberse acostumbrado a ello, pero sólo había conseguido acentuar más el dolor, haciéndolo más duradero.

    Era demasiado débil al pensar en la Tierra, se dijo. Ya no volvería a ser fácil como antes. Y el trabajo había que hacerlo. Quieres una Venus libre, no te importa dar un largo paseo, se dijo. Los largos paseos eran para los Usureros. Los Terrestres.

    Se frotó los ojos. El sudor de las yemas de sus dedos rozó los párpados doloridos. Sabía que su cuerpo estaba pegajoso con los residuos grasos de sudor. Por un momento se recostó en el asiento, tratando de descansar un poco y aliviar en algo el dolor de sus huesos.

    Entonces la vagoneta entró en la atmósfera frente a él, mirando a todo el universo como una cucaracha gigantesca, de dorso liso, mientras emergía del túnel en la pared posterior de la cámara. Se detuvo, y sus partes pulidas, tan mecánicas, brillaron a la luz.

    Otro, pensó Frost. Le odiaba.

    La caja de almacenaje de plutonio había sido colocada detrás de la vagoneta, un cubo de dos pies de metal gris, reforzada en sus vértices por ribetes de acero. Era brutal, y su masa rechoncha parecía ir a quebrar el trole bajo su peso.

    El aparato de comunicación graznó, y Frost empezó la rutina de captar el mensaje que le llegaba. Era casi una ceremonia... una secuencia de respuestas de aquí para allá tan rígidas y precisas como si fueran máquinas. Frost habría podido recitarlas dormido.

    La vagoneta se descargó por sí sola. Sus brazos de carga eran como miembros de insecto... delgado y doble curvado. Dejó la caja al lado del carril. El operador de la vagoneta le dirigió las palabras de despedida siguiendo la invariable rutina. Frost le contestó, y la vagoneta retrocedió hacia su túnel, moviéndose lentamente como una criatura de brillante tono plateado, atrapada y acorralada. El portal se cerró.

    Frost volvió a recostarse en su silla. De mala gana, junto a la caja oscura, estólida. Desde ahora hasta que la devolviera al operador de la vagoneta, él era el hombre responsable de la seguridad de aquella caja y de la materia que contenía dentro de sus gruesas paredes.

    Desearía poder marcharse en aquella caja, protegido contra todas las fuerzas externas, como niño dormido en su cuna.

    Pero tenía que ser inspeccionada, e inspeccionarla era trabajo suyo, y habían miles como esa esperando en el almacén subterráneo. Arrugó la frente desagradablemente. Quienquiera que hubiera abierto el subterráneo al aire del arsenal, dejando que el oxígeno se esparciera a sus anchas, habría hecho un buen trabajo de sabotaje. Tal vez no había sido hecho con intención. Ahora, después de cuatro años, nadie estaba seguro de si había sucedido antes o después que el Ejército de Liberación de Venus capturara el arsenal. Y probablemente el hombre que lo había hecho estuviera muerto ya. En la lucha habían muerto muchos hombres.habían miles como esa esperando en el almacén subterráneo. Arrugó la frente desagradablemente. Quienquiera que hubiera abierto el subterráneo al aire del arsenal, dejando que el oxígeno se esparciera a sus anchas, habría hecho un buen trabajo de sabotaje. Tal vez no había sido hecho con intención. Ahora, después de cuatro años, nadie estaba seguro de si había sucedido antes o después que el Ejército de Liberación de Venus capturara el arsenal. Y probablemente el hombre que lo había hecho estuviera muerto ya. En la lucha habían muerto muchos hombres.

    Actualmente, poco importaba si había sido un venusiano o un terrestre. Aquello había sido hecho. El oxígeno había dañado a algunos «nukes», corroyéndolos, haciéndolos inútiles. Otros, no tan dañados, eran buenos tan sólo para explosiones de bajo rendimiento. Todos tenían que ser comprobados, uno por uno.

    Tendió las manos hacia los controles de manipulación. Los pulsadores y botones estaban familiarizados con sus dedos; hubiera podido trabajar con ellos con los ojos vendados. Con la pinza hurgaba en la caja de almacenaje del «nuke», soltaba el pasador, y volvía la tapa. La pinza trabajaba con dolorosa y lenta precisión. Parecía como si tuvieran que pasar horas, antes de que el «nuke», desprendido de su soporte, pudiera salir a escena. Y más horas, todavía, para que el «nuke» fuera colocado en el montón de inspección, finiquitado para Frost, al otro lado del cristal.

    Estéticamente, era un embrollo, una complicada escultura de superficies curvas y planos geométricos de formas extrañas. Una pesadilla de forma libre. Su única virtud era que, sujeto a simultáneas fuerzas de configuración matemáticamente adecuada, producirla el rendimiento de explosión más alto posible en una masa de plutonio de aquella medida.

    Manipulando la pinza, Frost fue girando el «nuke» hasta haber inspeccionado cada lado y cara del mismo. Tenía sólo un rasguño, una mancha gris metálica de unos cinco centímetros cuadrados. A excepción de esto, su brillante superficie era inmaculada, sin el más ligero tizne verde del dióxido.

    No era una pérdida total, decidió Frost, y el rasguño no parecía profundo. Por lo menos le parecía bastante bueno para una explosión de rendimiento menor; posiblemente suficientemente buena para una bomba completa. Fatigadamente, suspiró y se hundió de nuevo en su silla. No había manera de escapar de aquello. Debía dar su comprobación precisa.

    Con la pinza, puso el «nuke» y su montura en la balanza. Cuidadosamente, uno a uno, fue añadiendo pesos en el otro platillo hasta que, al fin, la barra de suspensión osciló apenas. Anotó la suma de los pesos en su hoja de informe, guardando a continuación los pesos en su estuche correspondiente y empezó todo el proceso otra vez. Después de la tercera comprobación, cambió el juego de pesos y pesó el «nuke» y su montura tres veces más.

    Sólo falta la mitad, pensó obtusamente, mientras guardaba de nuevo los pesos en su estuche. Separó el «nuke» de la montura y lo volvió a dejar en su caja. Pesó la montura sola, empleando primero un juego de pesas, luego otro, tres veces cada uno. Estaba todavía trabajando por tercera vez con el segundo juego de pesas, cuando Karl Garth se le acercó por detrás y le tocó en el hombro.

    Absorto como estaba en el trabajo, el inesperado roce de la mano de Garth fue lo primero que le dio a entender que alguien había entrado en la habitación. Apartó las manos del tablero de control y se giró. Garth era un hombre alto, de tez morena, cabello negro, de anchos hombros y musculosos brazos de atleta.tez morena, cabello negro, de anchos hombros y musculosos brazos de atleta.

    —Quieren que subas —dijo, señalando con el pulgar hacia arriba con innecesario énfasis.

    Frost no dejó que su rostro delatara el enojo que sentía. Se giró hacia los controles otra vez y colocó otro peso en la balanza.

    — ¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué quieren?
    —No lo han dicho —repuso Garth.

    Y Frost, que seguía con su trabajo, se ensombreció. Tanto como odiaba su trabajo no le gustaba que le apartaran de él. Algún día aquellas bombas serían necesarias. Aquella situación no iba a durar toda la vida. Sidney Coleman había rehusado las ofertas de la Tierra para un convenio y seguía adelante con los preparativos para unirse a los rebeldes de Marte para invadir la Luna de la Tierra. No se sentía satisfecho con una Venus libre... iba a arriesgar todos los beneficios de la liberación en una proposición de conquista.

    A Frost no le gustaba pensar en todo esto, ya que Coleman era el Presidente Provisional. Él había dirigido la Liberación, y sus decisiones eran tan firmes como la Ley. De modo que si Venus tenía que conservar su libertad, tenía que vencer. Venus necesitaría todas las bombas que tuviera.

    Y Frost quería que Venus siguiera libre.

    —Hay un hombre de Southport —dijo Garth—. Creo que es él quien desea verte.

    La balanza estaba ahora perfectamente igualada. Cuidadosamente, Frost hizo una lista de los pesos del platillo y los sumó. Comprobó dos veces los números, y el resultado siguió siendo el mismo, satisfecho, anotó la suma en la hoja de informe.

    — ¿Quién es? —preguntó—. ¿Otra vez Nesterwood?

    Ni siquiera se había molestado en mirar hacia atrás por encima del hombro. Uno a uno fue reintegrando los pesos a su sitio.

    —No le había visto nunca —dijo Garth—. Pero tiene un aspecto importante... y un par de medias lunas en su gorra.

    Frost apartó de nuevo las manos del tablero de control.

    —Eso es gordo —murmuró.
    —Sí —dijo Garth—. Felicidades. Tu fama se ha esparcido por todo el mundo.

    Eso era algo que sacaba de quicio a Frost. Diose la vuelta.

    — ¡Lárgate, Karl! —Avisó— Por... —se interrumpió, encogiéndose de hombros— ¡Lárgate!

    Garth parpadeó mirándole consternado.

    —Alex, no conté contigo —se lamentó—. Un tipo que tenía todas las ventajas que tú tenías, y fíjate lo que has hecho...
    —No todo son ventajas —dijo Frost. Garth pareció no haberle oído.
    — ¿Por qué te molestaste en regresar?
    —Yo soy de Venus, Karl —dijo Frost—. Tomo parte en la pelea como cualquier otro.
    — ¡Huh! —Gruñó el hombretón—. Si eso fuera cierto, no te habrías cuidado de ese asunto de las granadas de mano. Te habrías podido librar de ese trabajo, sólo con decirlo.
    —Ya lo sé —dijo Frost. Se encogió de hombros como si no le importara. Le importaba; no era una decisión fácil la que él había tomado. Pero no había sucedido nada que le hiciera creer que había estado desacertado al tomarla.
    —Apostaría que incluso sabes cómo obtienen el efecto de cohete —dijo Garth—. Apostaría que sabes cómo están hechos.
    —No —dijo Frost, tratando por todos los medios de conservar la calma—. No lo sé. He empezado a estudiar aquí los principios, no la ingeniería. En especial, nada de ingeniería de municiones. Tengo una buena idea de cómo funcionan, pero de eso a saber diseñar uno dista mucho.
    —Y además —contribuyó Garth sarcásticamente—, has hecho muy buenos e importantes amigos aquí.
    —Sí —admitió Frost—. Tengo muchos amigos aquí. Me han enseñado todo lo que sé. No voy a emplearlo contra ellos.
    —Ah, me pones enfermo —dijo Garth, girándose—. Date prisa y ponte la ropa. Están esperándote.
    —Cuando termine con este «nuke» —dijo Frost, dedicándose otra vez a su trabajo.

    Por un momento reinó un profundo silencio en la habitación. Un silencio como un armazón grueso, seco. Frost comprobaba la hoja de informe de la inspección. El peso del «nuke» era, dentro de los límites del error, correcto. Preparó la pieza para cogerlo otra vez. Lo que tenía que comprobar a continuación era la configuración.

    — ¿Cuánto tardarás? —preguntó Garth detrás suyo.
    —Depende —respondió Frost—. Veinte... treinta minutos.
    —Demasiado —dijo Garth—. No les gusta esperar a los de arriba. Y a los del Sur no les gusta tampoco esperar.

    Frost deseaba que dejara de molestarle para poder trabajar tranquilo. Deseaba que le dejaran en paz.

    —Cuando haya terminado con este «nuke» —repitió.
    —Ahora —dijo Garth—. Devuélvelo al almacén.

    Sus palabras sonaron con firme tono.

    — ¿Es una orden? —preguntó Frost.
    —Orden, sí.

    Frost respiró lentamente.

    —De acuerdo —dijo.

    Abrió el comunicador y llamó al operador de la vagoneta.

    —Sala de inspección A-7 —dijo—. Tengo uno para usted. No ha sido inspeccionado. Repito: no ha sido inspeccionado.
    — ¿Que no ha sido inspeccionado? —Repitió el hombre de la vagoneta—. ¿Pasa algo?
    —Me vuelven a llamar de arriba —dijo Frost.
    — ¿Sí? Mire, joven, ¿qué cuesta decir que sí? Usted ha sido una gran ayuda en este proyecto.
    —No tiene importancia —dijo Frost, bruscamente seco—. Venga a buscar el «nuke».
    —Ahí estaré. No tema. Esas carretas tardan minutos, no microsegundos.

    Frost murmuró una respuesta y luego se ocupó en guardar el «nuke» en su caja. Todos querían que siguiera trabajando en lo del armamento. Era inútil hablarles del parque sur de Northshore, cerca del lago. Como científico candidato había tornado parte en las ceremonias anuales que allí se celebraban. Se llamaba Ground Zero Park... un lugar inanimado, desolado, de edificios derrumbados, de escombros y trozos de cristales que cubrían el suelo, todo intacto desde el día de la furia nuclear, hacía más de un siglo; muchas ciudades de la Tierra poseían parques como aquel, productos de la Guerra de Reunificación.ciudades de la Tierra poseían parques como aquel, productos de la Guerra de Reunificación.

    Y cuando la guerra terminó, los científicos ingenieros que reinventaron aquellos ingenios de desastre semiolvidados, fueron ajusticiados. Por lo menos a aquello se llamaba justicia. Su culpabilidad no fue nunca discutida. Fueron ejecutados.

    Esta historia era bien inculcada en cada uno de los jóvenes que estudiaban ciencia en la Tierra.

    Tenía una moraleja: el hombre es responsable de lo que hace. (Pero siempre había habido bombas, después de todo.) Todos los ejércitos tenían arsenales, con existencias preventivas, así se justificaban, de una repetición de la guerra que fue motivo de que se hicieran todas aquellas armas. De vez en cuando, se hacían algunos ensayos, el último de los cuales fue una granada de hidrógeno-fusión que se propulsaba dejando tras de sí una llama nuclear. Bombas como esas habían sido parte del armamento de la Tierra hacía veinte años. (En este relato había también moraleja.)

    Con las pinzas, Frost colocó el «nuke» en su cuna. Frost lo aseguró en su lugar, cerró la tapa, deslizó el pestillo en su sitio y cerró. Rápidamente, entonces, con brusquedad, cerró el tablero de control.

    Las luces de brillantes colores se apagaron. Automáticamente, como el último espasmo de un animal herido, la pinza quedó guardada en su posición correcta.

    Llamó al operador de la vagoneta:

    — ¿Sí? —le respondió por el micro.
    —Habla la estación de inspección A-7 —dijo Frost—. Tengo un «nuke» de plutonio, guardado ya en la caja y preparado para ser devuelto al almacén. No ha sido inspeccionado.

    Hubo una serie de repeticiones, pero el sentido común de las reglas de seguridad requerían acuerdos específicos e inclusive. El plutonio era una substancia muy mortífera. Incluso el más mínimo error podría producir un verdadero desastre. Tenía que obrar con exagerada precaución.

    —Ya voy, ya voy —dijo el hombre de la vagoneta, enojado.

    Y entonces se abrió la puerta de la pared del portal de la cámara de helio, y Frost pudo ver, al fondo del túnel, el destello del reluciente metal en movimiento.

    —Ya te veo venir —dijo Frost.

    Se sentó de nuevo y esperó, observando cómo se acercaba la vagoneta. El brillo y las relucientes caras de sus partes se combinaban perfectamente. Iba avanzando por el túnel como un escarabajo rastrero, de vientre liso. Al salir del portal, fue disminuyendo la marcha hasta detenerse al lado de la caja cerrada.

    —Dispuesto a tomar el «nuke» de plutonio —dijo el operador de la vagoneta.

    A continuación siguió toda la rutina de transferencia de responsabilidad normal. Frost dijo su parte de forma mecánica, más atento a la presencia de Garth detrás de él que a la voz del operador de la vagoneta.

    Entonces el empleado de la vagoneta puso en marcha los brazos-grúa y levantó la caja depositándola con cuidado en la parte posterior de la vagoneta. Los brazos volvieron a su sitio y la vagoneta empezó a retroceder lentamente hacia el túnel.

    Frost se puso de pie y recogió sus ropas. Con el debido decoro de un hombre de Venus, Garth se giró mientras él se vestía. Frost se rió para sus adentros; en la Tierra apenas se habrían dado cuenta ni les hubiera importado.adentros; en la Tierra apenas se habrían dado cuenta ni les hubiera importado.

    Ya vestido, y caliente dentro de sus ropas, se enderezó. Ya podía marchar, pensó.

    —De acuerdo, Karl —dijo. Y Garth dio la vuelta.
    —Vamos.


    Frost cerró la puerta tras de sí, y anduvieron por un pasillo estrecho y laberíntico. El corredor doblaba tres veces sobre sí mismo. Siguieron avanzando, tropezando casi, a causa de la deficiente luz.

    Las paredes parecían absorber la luz; había tan sólo la necesaria para ver el camino.

    Duros montoncitos de polvo crujían bajo sus sandalias. El aire era cálido y seco. Sólo se oía el ruido de sus pasos. Al extremo del pasillo, una maciza puerta de acero cerraba el paso. Frost dio la vuelta a la rueda; la puerta se movió al hacer girar la cerradura, y quedó abierta. Hizo pasar a Garth, siguiendo él detrás, y cerrando cuidadosamente, tras entrar en el gran umbral. Luego se dirigieron hacia la escalera.


    Al llegar a la parte superior de las escaleras, se detuvieron. Había sido una subida agotadora. Frost jadeaba. El calor le tapaba como si fuera una prenda gruesa, cálida.

    Estaban en una cámara pequeña, con forma de cúpula de la que salían corredores de paredes parduscas como radios de rueda. Una luz muy tenue iluminaba las paredes desde el techo. Frost observó los letreros que había en las paredes. Habían sido hechos toscamente, con colores llamativos, y familiares hasta el punto de ser un lugar común, pero le hicieron gemir. Aunque los había visto muchas veces.

    ¡Venus se ha hecho mayor de edad! —Proclamaba uno— ¡Basta de gobierno ausente! —decía otro. Y el tercero presentando la imagen de un venusiano en las extensiones ecuatoriales, con casco protector para poder respirar adecuadamente, con el cuerpo cubierto en un traje especial, y un rifle macizo en una de sus manos mientras se inclinaba hacia adelante contra torrentes de arena levantada por el viento, anunciaba— ¡Este es nuestro mundo!

    —Están esperando —le recordó Garth.

    Frost suspiró profundamente otra vez. Trató de alejar de si la fatiga que sentía. Su cuerpo parecía de madera, pesado.

    —De acuerdo —dijo suspirando—. Estoy preparado.

    Garth le guió por uno de los pasillos. De vez en cuando aparecían a sus ojos nuevos anuncios clavados en las paredes tenuemente iluminados. Algunos estaban ajados y rotos por el tiempo.

    Al llegar al extremo del pasillo, Garth entró por una puerta. El despacho de Eldersvelde. Frost le siguió, no serviría de nada retroceder. Una vez dentro se detuvo.

    La muchacha, sentada tras la pequeña mesa de despacho alzó los ojos. Era nueva..., no la había visto hasta entonces, y él había estado muchas veces en aquel despacho. Llevaba el cabello rubio más largo de lo normal en la mayoría de muchachas de Venus, y tenía una mirada azul asombrosa. Y era pequeña, casi infantil.

    ¡Judith!, pensó asombrado. ¿Cómo habría conseguido ella llegar hasta allí? Pero entonces volvió a mirarla con atención y vio que no era Judith. Había sido sólo el parecido de los cabellos y ojos, así como la talla de su cuerpo lo que unido a los recuerdos vagos que de ella guardaba le había hecho creer que era Judith. En realidad no se le parecía, no se parecía a Judith en absoluto.Pero entonces volvió a mirarla con atención y vio que no era Judith. Había sido sólo el parecido de los cabellos y ojos, así como la talla de su cuerpo lo que unido a los recuerdos vagos que de ella guardaba le había hecho creer que era Judith. En realidad no se le parecía, no se parecía a Judith en absoluto.

    —Ya pueden pasar —dijo la muchacha. Hizo un gesto indicando la puerta de su izquierda. Sus ojos se posaron con candidez en Frost—. ¿Usted es Alex Frost? —le preguntó.

    Frost asintió.

    —He oído hablar de usted —dijo ella.

    Frost vaciló. Allá en la Tierra, esas palabras hubieran sido una invitación..., una invitación casi para todo. Pero no, aquí arriba no. Aquí arriba eso no significaba nada. Las muchachas de Venus no eran casuales, como las de la Tierra. Lamentándolo se alejó.

    Garth tenía la puerta abierta.

    —Alex, vamos. —Entró con Frost.

    Merrit Eldersvelde alzó los ojos al oírles entrar. Su cabeza calva estaba perlada de gotas de sudor. La camisa que llevaba mostraba unas manchas oscuras debajo de los brazos. Parpadeó al contemplar a Frost a través de sus gafas.

    — ¡Ha! ¡Ya está aquí! Estaba empezando a preguntarme...
    —Tenía que inspeccionar un «nuke» —explicó Frost, enojado por tener que dar explicaciones de sus actos—. Y además, esas escaleras fatigan bastante.
    —Y abajo en la Tierra tienen gravedad —rezongó Eldersvelde—. Ya no está allá abajo —bruscamente dejó aquel tema—. El director de operaciones Gottschalk, del Comando de Defensa, ha venido desde Southport para verle.

    El hombre sentado cerca de la ventana se levantó de su silla y se acercó. Era un hombre de mediana estatura y hosco como un lobo. Tenía unas cejas muy negras y ojos oscuros y duros y una barbilla ruda, poderosa. Su uniforme pertenecía al modelo de la zona polar, con mangas hasta la muñeca pantalones hasta el tobillo. Estaba arrugado y manchado de sudor. El sudor le cubría las grasientas mejillas. Su cabello debió de haber sido alguna vez negro; ahora en su mayoría era gris. Dos crecientes de plata brillaban en su gorra.

    —De modo que usted es Frost. Alex Frost —dijo—, y el timbre de su voz hizo sonar aquellas palabras como un desafío.

    Debió haber pertenecido a la Fuerza del espacio de la Tierra, pensó Frost, antes de que empezara la Liberación.

    —Veo que ha tenido un vuelo seguro —dijo Frost respetuosamente.
    —Bueno, aquí estoy —dijo Gottschalk—. He estado examinando su historial. Muy interesante. Sin embargo...

    Miró a Eldersvelde. Una mirada de desagrado se hizo aún más patente en la mueca que curvó su boca.

    —Se trata de un asunto altamente confidencial. ¿Dónde puedo hablar con él?

    El rostro de Eldersvelde era una verdadera máscara.

    —Aquí —dijo. Su voz era seca. Señaló con el pulgar una puerta situada detrás suyo—. Nuestro salón de conferencias —dijo—. Cogió el vaso de agua y bebió un poco para humedecerse los labios.
    —Estupendo —exclamó Gottschalk, haciendo una señal a Frost para que le siguiera.

    La sala de conferencias tenía una mesa cuadrada y algunas sillas duras. La ventana daba al mismo lugar que la del despacho: un plano ondulado, rizado, como un mar petrificado, con las formas oscuras de las montañas levantándose contra el cielo. Encima de ellas surgían las violentas y negras nubes de tormenta.ventana daba al mismo lugar que la del despacho: un plano ondulado, rizado, como un mar petrificado, con las formas oscuras de las montañas levantándose contra el cielo. Encima de ellas surgían las violentas y negras nubes de tormenta.

    Gottschalk llenó un vaso con la garrafa y lo ofreció a Frost, sirviéndose luego otro para él. Se acercó a la ventana, con el vaso en la mano.

    —Siéntese —dijo.

    Frost obedeció. Se preguntaba qué iría a decirle. Todos los demás hombres que habían subido de Southport para verle habían pertenecido a la Artillería, y Gottschalk pertenecía al Comando de Defensa. Tal vez iba a decirle que las granadas de mano eran necesarias para la defensa del planeta.

    La idea era absurda. Las granadas eran estrictamente un arma de ataque, preparadas para ser empleadas contra una superficie planetaria... la Luna, por ejemplo. Levantó el vaso y saboreó un poco de agua con zumo de limón. Gottschalk no iría a ninguna parte con un argumento como ese. Pero Gottschalk le sacó pronto de dudas.

    —Nos han arrojado una cosa nueva —dijo—. No sabemos qué es.

    Bebió un sorbo mientras contemplaba silencioso a Frost.

    Por lo menos había sido un acceso diferente.

    — ¿Qué efectos ha producido? —preguntó Frost.
    —La semana pasada tuvieron ustedes un terremoto —dijo Gottschalk—. ¿Se acuerda?

    A su pesar, Frost no pudo evitar reírse.

    — ¡Acordarme! Por un minuto creí que todo iba a estallar. Creía que alguien había escamoteado un «nuke». Pero... —arrugó la frente—. Sólo fue un terremoto. La Tierra no tiene nada que ver con eso.

    Gottschalk movió la cabeza.

    —No fue un terremoto —dijo—. Hizo temblar a todo el planeta. Por todas partes.
    —Pero... —empezó Frost a protestar. Entonces lo pensó mejor. No se sabía nada, no se tenía el menor indicio de lo que habían podido hacer los fabricantes de armas en la Tierra durante los últimos cuatro años.
    —Algo nos acertó —repitió Gottschalk—. No sabemos qué. Ese va a ser su trabajo. Saldrá de aquí y observará dónde fue, y luego nos dirá qué fue. Y después trabajará para encontrar la manera de detenerlo.

    Era demasiado para digerirlo de una sola vez. Frost sólo pudo con la mitad. Trató de imaginar qué clase de arma habría podido sacudir de aquella manera a todo un planeta..., qué principios físicos habrían empleado en aquella arma. No pudo aclararse nada.

    En cuanto a detenerlo...

    Trató de evitar la fiera mirada de Gottschalk.

    —Son muchas preguntas hechas a la vez —dijo dubitativamente—. No sé si podré.
    —Hemos de conseguirlo —dijo Gottschalk—. Si no lo consiguiéramos... bueno, tendríamos que hacer caso omiso de esto, pero si volvían a acertarnos otra vez, estaríamos listos. Nuestro pueblo se enterará antes de lo que suponemos. Tendremos que rendirnos. No tendremos ninguna oportunidad.

    Frost movió la cabeza pensativamente. Gottschalk tenía probablemente razón. ¿Si aquella arma era capaz de hacer temblar a todo un planeta, qué habría hecho en el lugar donde hubiera ido a parar? ¿Y cómo?

    —Nuestros informes dicen que usted posee todos los datos sobre las armas de la Tierra —dijo Gottschalk—. He creído entender que usted se ha negado a ayudarnos haciendo un duplicado de ellas.

    Frost levantó la mirada hasta los ojos del director, sin vacilaciones ni dudas.

    —No, señor —dijo.

    La boca de Gottschalk se curvó en una mueca de desagrado.

    —Bueno, no he venido a discutir eso —murmuró—. Todo lo que queremos... es saber cómo detener esa arma. Si no podemos procurarnos una defensa... y podemos obtenerla pronto... perderemos la guerra.
    —Tendré que averiguar cómo funciona, en primer lugar —dijo Frost.

    Seguía sin tener nada en común con las armas de las que sabía alguna cosa.

    Algo en la forma de decir esas palabras debió llamar la atención de Gottschalk.

    — ¿No sabe de qué se trata?

    Frost movió la cabeza.

    —Ni idea.

    Gottschalk meditó unos instantes esas palabras. Bebió un poco. Se humedeció los labios.

    —De acuerdo —dijo—. Saldrá de aquí y observará el lugar donde cayó, y lo descubrirá. Y luego nos dirá cómo detenerlo.
    —Si puedo —dijo Frost—. Si puedo.
    —Me dijeron que era posible que usted no quisiera colaborar —dijo Gottschalk en tono de aviso.

    Frost se puso lentamente en pie y se inclinó sobre la mesa. Dobló los brazos.

    —Le diré cómo detenerlo, si puedo —dijo—. Quiero decir esto. Pero eso es todo lo que puedo prometerle. No sé cómo funciona ese chisme. No tengo la menor idea. No he oído jamás nada parecido en todos los años que estuve allá abajo, y no puedo comprender mediante qué principios aplicados puede hacerse una cosa así. Saldré y observaré ese lugar, y si puedo, descubriré cómo está hecho. Y luego, quizás, si puedo, trataré de inventar el modo de defenderse.
    — ¿Estas son sus palabras? —preguntó Gottschalk.
    —Ese es el único camino que se me ocurre —dijo Frost.

    La barbilla del director tembló.

    —De acuerdo —dijo, con los dientes apretados—. Creo que nos comprendemos.

    Se dirigió hacia la puerta.

    —Una cosa más —dijo Frost, y Gottschalk se detuvo.
    — ¿Sí?
    —Comprenda bien esto también —dijo Frost—. No esperen que vaya a construirles una para ustedes. Yo no construyo armas.
    —No habíamos pensado en eso —rezongó Gottschalk.

    Murmuró algo más, pero Frost no pudo entenderlo, aunque pareció que decía algo así como: “Sanguijuela”.


    CAPÍTULO II


    Era un chiquillo cuando estuvo en la Tierra. Un chiquillo aturdido, de poco entendimiento. De quince años.

    Recordaba cómo fue que le pidió a su padre que le dejara estudiar allá abajo. Había pasado la mayor parte de sus vacaciones trabajando en un establecimiento de conservación en el campo espacial de Southport, y había estado pensando mucho durante las dos últimas semanas. Había visto un tipo de nave que le había asombrado. Nunca había visto nada semejante, y nada de lo que había aprendido durante todo el curso en Southport le servía para adivinar de qué forma funcionaba.

    Entonces, de regreso a Flat Mountain por pocos días antes de regresar a la escuela, supo lo que tenía que hacer. Haciendo acopio de todo su valor, se lo dijo a su padre, y le dijo el por qué.

    Glenn Frost arrugó la frente y se pasó la mano por sus cabellos. Alex esperaba, reteniendo a duras penas la respiración.

    Al final, Glenn Frost habló:

    —Ya sabes que ellos no hacen las cosas de la misma manera que aquí arriba —dijo lentamente.

    Alex tragó saliva. Sentía la presión de los atentos ojos de su padre, y asintió con la cabeza. Sí, ya lo sabía.

    —Estarás solo —le avisó Glenn Frost—. Serás un «auslander» y probablemente hablarán con desprecio de tu manera de hablar. Pensarán que tu actitud respecto a las cosas es extraña. No será un tiempo feliz para ti.
    —Da lo mismo. Quiero ir —dijo Alex. Glenn Frost suspiró.
    —De acuerdo —dijo—. No sé lo que nos costará, pero ya nos arreglaremos. Sea como sea, ya nos arreglaremos.


    Las Compañías Asociadas de Venus tenían un programa escolar para los hijos de los hombres de las tres primeras generaciones, e incluso aquellos que no estaban suficientemente preparados podían obtener pasaje gratuito para la Tierra; pero Glenn Frost era un hombre de la cuarta generación venusiana, por lo que Alex no pudo calificarse. Por lo que a las compañías se refería, Southport Tech era suficientemente bueno para el hijo de un "auslander".

    Fue un trabajo duro, poder ir reuniendo dinero. Para Alex significó poner todos sus ahorros y regresar al trabajo en el campo espacial en lugar de ir a Southport Tech. En lugar de ir allí tomó clases nocturnas.

    Para Sara Frost, su madre, significó tener que volver a trabajar en el rutinario trabajo de secretaria. Lo había dejado al nacer Alex.

    Pero el peso de todo ello recayó principalmente en Glenn Frost. No tuvo bastante con la mayor parte de su seguro ni aún renunciando a todas las pagas anuales de beneficios. Tuvo que contraer deudas. La casa y sus posesiones fueron hipotecadas.

    Todo lo que no era imprescindible fue vendido. Alex estaba asustado al ver la magnitud del sacrificio.

    Trató de hablar de ello con su padre..., de decirle que si su deseo significaba un sacrificio tan grande, no quería ir. Sería estupendo poder ir a la escuela allá abajo, pero no era la única cosa del universo. Southport Tech estaría bien, si era todo lo que podía ser posible.un sacrificio tan grande, no quería ir. Sería estupendo poder ir a la escuela allá abajo, pero no era la única cosa del universo. Southport Tech estaría bien, si era todo lo que podía ser posible.

    Su padre le cogió por el brazo y le hizo sentar en un sillón.

    —Escúchame, hijo —dijo—. He estado trabajando para las Compañías sólo durante veinte años. Si yo fuera un hombre de la Tierra, estaría posiblemente a estas alturas en la cumbre... No lo estoy, porque soy un venusiano y a ellos no les gusta que la gente de Venus esté demasiado elevada socialmente. Y toda la educación que yo tuve fue la que tú puedes conseguir aquí arriba, tú quieres algo mejor que eso, y vas a tenerlo. Tal vez no puedas hacer gran cosa respecto a lo de Venus, pero por el sol que nos calienta podemos hacer algo para tu educación.
    —Padre... es demasiado —protestó Alex—. Yo...
    —Ya sé lo que quieres decir, hijo —dijo su padre—. Y no me importa decir que no nos queda gran cosa. Pero... ¡oh, diantres! Si hubiera sido por mí sólo, no me habría casado con tu madre. Y tú, hijo... no te encontrarías en ningún lugar cercano de aquí.

    Se interrumpió bruscamente.

    —Olvida lo que acabo de decir —dijo ásperamente, tras una pausa—. Y... bueno, no hablemos más sobre esto. ¿O. K.?
    —Claro, papá —prometió Alex, y nunca más volvieron a hablar de aquello.

    Se alistó en la clase nocturna de Southport Tech.

    Al llegar a la primera sesión descubrió que el profesor era el mismo que le había enseñado en sus clases del semestre anterior. Cuando la clase terminó, el profesor le rogó a Alex que se quedara un momento.

    —Estoy un poco sorprendido al verte aquí —dijo—. Creía que continuarías asistiendo a la escuela.
    —Trabajo en el campo espacial —dijo Alex—. Necesito dinero.

    La mirada de interés del profesor se desvaneció.

    —Oh —dijo, desencantado y Alex comprendió que el profesor había sufrido una mala impresión; los estudiantes que llegaban a un estado de carencia de dinero eran una vieja historia en Venus.
    —Voy a ir a la escuela allá abajo, en la Tierra —le dijo Alex.

    El profesor se animó otra vez.

    — ¿Podrás hacerlo? —preguntó dubitativamente.
    —Creo que sí —dijo Alex—. Por lo menos voy a intentarlo. Y después regresaré aquí.

    El profesor quedó pensativo al oír esto.

    —Las Compañías tratarán de desanimarte —dijo—. Pondrán obstáculos en tu camino. No quieren que la gente de Venus asista a las universidades de la Tierra. No quieren hombres con una educación decente.
    —Ya lo sé —dijo Alex—. Pero quiero hacerlo.
    —Sí —dijo el profesor, como maravillado ante las magníficas locuras propias de la juventud—. Bueno, te deseo la mejor suerte. Si puedo serte de alguna utilidad en algo...
    —Por ahora no se me han presentado problemas —repuso Frost dubitativo—. Claro que todavía es pronto.
    —Todo llegará —le aseguró el profesor—. Y cuando eso suceda... Tengo cierta influencia en el auxiliar de la Sociedad de Científicos Físicos de aquí. No sé... tal vez una petición dirigida a las autoridades competentes... ¿a qué escuela has solicitado?escuela has solicitado?
    —Northshore —dijo Alex.
    —Northshore —repitió el profesor—. Buena elección. ¡Excelente elección! Desearía haberlo hecho yo mismo. Pero allá abajo son hombres importantes. Sería una audacia acercarse a ellos. Sin embargo, si te encuentras en algún apuro, dímelo. Veremos lo que puede hacerse.

    Alex no podía hacer más que darle las gracias. Tal vez no necesitaría ayuda de ninguna clase. A pesar de las Compañías, quizás todo fuera bien. Pero no podía contar con eso y esperarlo. Podía necesitar toda la ayuda que pudiera conseguir.

    Muy pronto empezaron a producirse los contratiempos. No había pensado en que el poder de las Compañías llegara hasta dentro de los despachos administrativos de las grandes universidades de la Tierra. Tal vez no. Quizás sólo fuera un prejuicio contra los auslanders.

    Desde luego, su solicitud fue rechazada. La Universidad de Northshore no reconocía la escuela pública de Flat Mountain..., incluso parecían ignorar que el pueblo dispusiera de otra escuela más que la privada para los hijos de los hombres de la tercera generación. Por consiguiente, la dirección de Admisiones de la Universidad le informó que tendría que pasar el Examen Standard para poder entrar en las universidades de la Tierra.

    El examen se celebraba dos veces cada año en Southport. Alex dirigió una solicitud. Pero descubrió que mandar tan sólo una solicitud no servía de gran cosa. Le remitieron una carta; no estaba calificado para presentarse a examen.

    Escribió una carta protestando. Adjuntó todo su historial académico. Era un buen historial, y él lo sabía.

    Pero no hubo suerte. Se lo devolvieron otra vez con una carta igual.


    De todas maneras consiguió efectuar el examen. Glenn Frost compró la carta de permiso de un hombre de la tercera generación cuya hija no lo necesitaba; la escuela a la que ella había cursado su petición había reconocido la escuela privada de Flat Mountain. Aquel hombre no hizo muchas preguntas.

    Fue una verdadera suerte que la muchacha se llamara Leslie. Un nombre más específicamente femenino le habría supuesto cierta dificultad al mostrar la carta en la puerta del salón de exámenes. Pero una vez dentro y sentado delante de la máquina examinadora, firmó con su propio nombre y dejó sus propias huellas digitales en la cédula. Dirigió su historial a la Universidad de Northshore y empezó.

    El examen en sí no tuvo dificultades. Sólo la sección de historia de la Tierra fue ligeramente difícil, aunque había tenido la previsión de prepararse. Se alejó del salón de exámenes seguro de que Northshore le aceptaría. Era sólo cuestión de tiempo.

    Se equivocó. Meses más tarde, llegó a sus manos una carta de la dirección de Admisiones de Northshore. En ella le decían que tenían miles de solicitantes más calificados que él para ser aceptados, y que, por consiguiente, Northshore escogía a sus estudiantes de acuerdo con el juicio de quien más se beneficiaría con sus estudios.

    Alex no se tragó el embuste. Le habían rehusado por ser de Venus.

    La noche que recibió esta carta, asistió a la clase nocturna sumido en una especie de sopor, al finalizar dejó que todos sus compañeros salieran de la clase para poder hablar con el profesor Masefield. El profesor le escuchó en silencio. Luego se sentó y cogió una hoja de papel. Con la pluma en la mano dijo:silencio. Luego se sentó y cogió una hoja de papel. Con la pluma en la mano dijo:

    —Podrías intentar en otra escuela —sugirió.
    — ¿Hay alguna tan buena como Northshore? —preguntó Alex.
    —Pues... no —hubo de admitir Masefield—. Está Djkarta, claro. Pero... no, no es tan buena como Northshore. Djkarta tiene algunos laboratorios buenos, pero Northshore tiene los mejores hombres.

    Entonces empezó a escribir. Tenía una mano ancha, vigorosa. Escribió rápidamente, y la nota era breve. Una vez terminada, la puso dentro de un tubo y lo lacró con sus huellas digitales...

    —Envía esto a Paul Warren, de Northshore —dijo, dándoselo a Alex—. Incluye una carta tuya. Es un hombre importante, y muy ocupado. Puede que no haga nada. Pero una vez me envió una carta, hace años. Por lo menos sabe que estamos aquí.

    Alex sintió que le temblaba la mano cuando aceptó la carta. Había oído hablar de Paul Warren. No estaba demasiado seguro de lo que había hecho aquel hombre para conseguir la fama, aunque eso no importaba. Paul Warren era uno de los nombres más sobresalientes de las físicas modernas, la clase de nombre que algún día sería inmortalizado como unidad de medida. La idea de confiar sus problemas a un hombre tan importante asustó a Alex casi hasta paralizarle.

    —Recuerda que... es probable que no haga nada —le dijo el viejo Masefield—. Mientras ya veré qué puede hacerse de forma menos directa. Te repito como antes, que tal vez nada. Es tan difícil de decir. Por lo menos tendremos la satisfacción de saber que lo hemos intentado.

    Esto sucedía pocos días antes de que Alex encontrara las palabras adecuadas para la carta a Paul Warren. No había sido fácil hacerla. Trató de ser breve, recordándose que un hombre tan importante como Paul Warren se sentiría enojado por una intrusión que le llevara más tiempo del necesario. Al propio tiempo, trató de explicarle sus sueños... que deseaba estudiar allá en la Tierra, en Northshore, lo cual no había hecho ningún hombre de Venus, y cuan atrasadas estaban las ciencias físicas en Venus. Le dijo a Paul Warren que Northshore le había rechazado su petición, y le pedía tímidamente que intercediera en su favor.

    Más tarde, cuando la carta estuvo ya enviada tuvo recelos. Se daba cuenta de que era una cosa muy importante escribir una carta a un hombre como Paul Warren.

    No recibió respuesta alguna. A medida que iban transcurriendo las semanas, más seguro estaba Alex de que Paul Warren no habría escrito ninguna. Cuando hubieron transcurrido meses, y tuvo pleno convencimiento de que no recibiría carta alguna, se decidió por último a escribir una solicitud a la Universidad de Djkarta. Por lo menos sería mejor que seguir en Venus.

    Pero no llegó a enviarla. Recibió una carta de Northshore, en la que le comunicaban que había sido aceptado. Le decían que podría empezar sus estudios al comienzo de la estación invernal.

    Tras tanto desencanto, se le hacía difícil creer que aquello fuera cierto. Había perdido casi ocho meses de escuela, y su decimoquinto aniversario hacía mucho que había pasado. Pero todo eso no importaba ya. Nada importaba. Las Compañías no le habían detenido. Iba a bajar a la Tierra.

    El dinero seguía siendo un problema. Trató de arreglar el pago de su pasaje hasta la Tierra mediante trabajo, pero no pudo arreglarse. La mayoría de las naves que operaban en Venus pertenecían a Compañías navieras dirigidas exclusivamente por personal de la Tierra. Ni una nave independiente le habría aceptado su propuesta; cualquier nave que tocara la Tierra o la Luna tenía que contar con una plantilla fija ya que en caso contrario no podía trabajar. Los campos espaciales estaban provistos de suficientes servicios de cabo a rabo.hasta la Tierra mediante trabajo, pero no pudo arreglarse. La mayoría de las naves que operaban en Venus pertenecían a Compañías navieras dirigidas exclusivamente por personal de la Tierra. Ni una nave independiente le habría aceptado su propuesta; cualquier nave que tocara la Tierra o la Luna tenía que contar con una plantilla fija ya que en caso contrario no podía trabajar. Los campos espaciales estaban provistos de suficientes servicios de cabo a rabo.

    Después, una vez adquirido su pasaje, tuvo todavía el problema de conseguir el dinero necesario para cuando estuviera en la Tierra. Este problema era también muy arduo. La moneda de Venus no tenía cotización allá abajo, y las Compañías no querrían cambiarle aquí arriba su dinero por dólares terrestres.

    Pero pudo arreglarse. Con su dinero compró diez litros de fuel de hidrógeno pesado, y luego lo vendió a través de un corredor a una Compañía no autorizada, recibiendo como pago un cheque contra un Banco de Londres. El porcentaje del corredor casi se llevó todo el beneficio que hubiera podido hacer con el negocio, pero el beneficio no contaba ahora. Lo importante era que había conseguido dinero para la Tierra.

    Trabajó en el campo espacial hasta el día antes de que partiera el Star of Empire. Al cobrar sus honorarios, se dirigió a Southport y compró algunos dólares en el mercado negro, y luego fue a despedirse del viejo Masefield. Después se dirigió a su pensión donde preparó sus cosas y se puso a dormir. Y por la mañana, a bordo del Star of Empire, emprendió su viaje hacia la Tierra.


    Su primer asombro ante las distintas costumbres de la Tierra lo sufrió al segundo día, cuando se dirigió a la piscina de la nave para nadar. Fue un verdadero shock.

    Todos iban desnudos... chicos y chicas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Como paganos desnudos nadaban en el agua, y desnudos tomaban el sol de las lámparas solares. Estaban tranquilos y sosegados, como si para ellos aquella exhibición pública de sus cuerpos fuera una cosa vulgar y corriente.

    Alex, con su modesto taparrabos para nadar, dio un tímido vistazo y enrojeció. Una de las cosas a conocer, en el sentido abstracto de la palabra, era que la gente de la Tierra no vivía exactamente con las mismas reglas; era algo para ser confrontado con una escena que violaba todo lo que había sabido siempre de la propiedad. El resto del viaje permaneció en su compartimento. Sólo salía para las comidas.

    El viaje duraba dos semanas. Entonces, con asombrosa brusquedad apareció la vista de la Tierra a través de la ventana del puente de paseo, convirtiéndose en un inmenso globo y luego en una vasta superficie de océanos y nubéculas blancas con la tierra verde como moho, tapizando de gris las colinas de las montañas.

    El Star of Empire aterrizó en Thule, y Alex pisó tierra. Era de noche y estaban en invierno, y el viento soplaba y gemía mientras él se dirigía aterido hacia la terminal. Nunca hasta entonces había comprendido qué era el invierno.

    Cuando no hacia ni diez minutos que se hallaba dentro de la terminal un ladrón le robó la maleta. La había visto hacía un momento y al instante siguiente ya no estaba allí. Trató de decírselo así al vigilante público, pero el hombre se limitó a murmurar algo entre dientes y tomar algunas notas alejándose acto seguido.

    Era de noche, también, cuando el avión de línea aterrizó en Northshore. Aunque esto estaba bastante hacia el sur, el invierno era frío. El hielo formaba una capa que cubría la superficie del lago, mientras el viento gemía lastimeramente entre las torres. Había escrito solicitando reserva de habitación en el Belmont Skylon, pero el recepcionista le dirigió una ojeada, vio que era un muchacho ataviado con ropas de Venus y que no llevaba equipaje —y le pidió el pago por adelantado—. Alex hurgó en su bolsillo. Todo lo que llevaba eran unos pocos dólares adquiridos en el mercado negro y el cheque contra un banco de Londres. El recepcionista movió la cabeza negativamente con firmeza.

    Afuera hacía frío. Trató de quedarse en el vestíbulo, pero le echaron. Hacía frío.

    Eso fue todo lo que aprendió de la Tierra durante su primer día de permanencia en ella.


    Hacía frío.

    Luego fue a la Universidad, y allí había todo el barullo y excitación propios del día de comienzo de curso, asombrándole y extrañándole en cada nueva faceta que iba descubriendo, como si se tratara de un caleidoscopio. Pero, por toda euforia de nuevas ideas, los primeros meses fueron los más angustiosos e insoportables que conoció.

    Los gastos para la instrucción y dormitorio se le llevaron prácticamente la tercera parte de su dinero. El coste de los libros de texto hizo palidecer al joven, y tenía que comprarse ropa nueva para reemplazar la que le habían robado con la maleta. Cuando volvió a mirar el estado de cuentas comprobó que había gastado por lo menos dos mil. Tuvo un sobresalto, y quedó sobrecogido al pensar que por lo menos tardaría un año en recibir algo de su padre.

    Ni podría encontrar trabajo que le permitiera ganar el dinero necesario. Los contratos de trabajo de la Universidad no eran para emplear a estudiantes, sólo a hombres del sindicato, y todos los establecimientos cercanos estaban también controlados por el sindicato. Tendría que arreglarse con el dinero que le quedaba. No sabía cómo, pero tendría que hacerlo.

    Sólo una vez, intentó buscar a Paul Warren. Estaba convencido que había sido Paul Warren quien hizo presión en la Dirección de Admisión para que le aceptaran. Hubiera sido imperdonable no darle las gracias.

    Pero los subordinados le cerraron el paso. Paul Warren era demasiado importante, le dijeron, para ser molestado por un estudiante de carrera, obtuso. No, bajo ningún pretexto. Fingiéndose indulgentes y complacientes, accedieron en tomar nota de un mensaje para el gran hombre. Era más que probable, pensó Alex, que hubieran accedido para quitárselo de encima.

    Entonces fue a matricularse, y la Universidad sólo le permitió firmar por una de las asignaturas que él había pensado: Fundamento de las electromagnéticas. Era el curso más básico del programa de Campos y Ondas, y tuvo un verdadero desencanto. Había planeado empezar sus estudios en seguida.

    Entonces descubrió que las electromagnéticas serían todo lo que podría manejar. Al principio, no quería creerlo. Las electromagnéticas eran simples naderías. Lo había estudiado en Southport, y creía saberlo a la perfección. Había pasado el curso con excelentes calificaciones.

    Y este fue su problema. Lo sabía demasiado bien. Los conceptos fundamentales de la ciencia como se conocía aquí abajo eran sutilmente diferentes. En mil pequeños detalles las cosas que había aprendido en casa no estaban a la orden del día. Cometió la equivocación de pensar que aquí en la Tierra aprendería cosas nuevas, que nada de lo que ya hubiera estudiado en casa habría cambiado.

    El estudiar de nuevo aquella ciencia fue difícil. Era como tratar de aprender un lenguaje muy parecido al que uno habla, uno cuya mayor parte de palabras son las mismas mientras que la gramática no se diferencia tampoco gran cosa. Pero había diferencias importantes. Él creía que sabía las respuestas correctas, y en la mayoría de las ocasiones estaba equivocado. Tenía que olvidar todo lo que había estudiado. Tenía que empezar de nuevo, desde un principio.

    Pero el mayor esfuerzo que tuvo que hacer fue tener que vivir en el dormitorio para estudiantes. Era el más joven de todos, por lo menos en un año de algunos, en dos o tres de la mayoría. Había muchachos de la Tierra, chicos y chicas, viciados a la usanza de la Tierra. El mismo día que llegó allí, explorando sus dominios, encontró la sala de la ducha. Dentro, unos cuantos de aquéllos, colocados en círculo de rodillas, desnudos, jugaban a los dados sobre el suelo. Una muchacha de provocativos senos le hizo una señal con la mano para que se les uniera.

    Era una extravagancia. Nadaban desnudos juntos. Usaban la misma sala de ducha. Jugaban a cualquier cosa desnudos, y los chicos que ganaban se llevaban a las chicas, que habían perdido, a sus respectivas habitaciones a pasar la noche; las chicas iban alegremente, era parte del juego. En juegos entre chicos, se ofrecían ellos mismos como premio.

    Permanecer desnudos en público no significaba nada para ellos, y dormían juntos como si el sexo fuera una actividad tan normal como el comer o ir a clase..., cambiando de dieta o de régimen con mucha frecuencia. La situación social de una chica quedaba determinada por las camas que había sido invitada a compartir, por las que había aceptado o rehusado por cuan atrevida era, y cuan discreta. Un chico era cotizado sencillamente por las chicas que se le habían rendido. Ambos sexos proclamaban sus nuevas conquistas con orgullo. Cada mañana, la pizarra situada al lado de la sala de la ducha anunciaba los nuevos socios de cama de la noche anterior. Las risas felices y alegres de las muchachas resonaban en sus oídos.

    Todo eso asombraba a su sentido de la moralidad venusiano, pero no podía ignorarlo ni dejar de pensar en ello. Era un hombre absolutamente normal, con deseos normales a pesar de su educación venusiana. Y los cuerpos de las muchachas eran realmente tentadores.

    Transcurrió todo un mes antes de que se decidiera al fin, a última hora de la noche, a ir a lavarse en la desértica sala de duchas. Pasó bastante tiempo antes de que se decidiera a entrar sin retroceder cuando se encontraba cara a cara con una docena de chicas desnudas, tan desnudas como él mismo iba.

    Pero con el tiempo, aprendió a disimular, a fingir una serenidad que estaba muy lejos de sentir. Hacía lo mejor que podía para no pensar en las chicas, y para tratar de ignorar su desnudez cuando pasaban por su lado por el pasillo o cuando las encontraba en la sala de duchas.

    Pero no podía ocultarse a sí mismo el conocimiento de que él era un auslander... que el pasillo exterior de su habitación era un terreno tan extraño como pudiera serlo Ganímedes o las lunas de Saturno. Él no pertenecía a aquí abajo.como pudiera serlo Ganímedes o las lunas de Saturno. Él no pertenecía a aquí abajo.


    CAPÍTULO III


    Después encontró a Paul Warren.

    No fue una casualidad. Más bien, fue el resultado de una complicada serie de causas. Estaba escrito que tenía que suceder.

    El principio fue cuando comenzó a tener problemas en las clases de electromagnéticas. Fue al despacho del profesor Eberhart y habló con él. Le explicó lo que sucedía. El hombre no fue muy simpático al principio. Alex estaba haciendo un pobre papel en el curso, y éste era su problema. A menos que pudiera aprobar, todo fracasaría, y entonces, seguramente no le permitirían permanecer más tiempo en Northshore.

    Al fin, sin embargo, el profesor pareció cambiar de opinión. Accedió a dejar entrar en su despacho a Alex una vez cada dos semanas, durante una hora, para darle lección privada. El precio sería, dijo, muy reducido.

    En Venus, un profesor que obrara así habría sido destituido. Alex no podía permitirse el lujo de pagar un profesor particular, pero no podía arriesgarse a ser suspendido. De mala gana, aceptó el trato.

    Las sesiones privadas le fueron de gran provecho. Poco a poco fue mejorando. Al acercarse el fin de curso lo hacía tan bien como cualquiera de la clase. Odiaba tener que gastar su dinero, pero tenía que admitir que había sido una buena inversión. Sin ello, habría fracasado.

    Entonces, cuando el curso se acercaba a su fin, el profesor Eberhart finalizó su última clase, cerró su libro, y se puso en pie. Era un hombre delgado, de fuerte mandíbula, piel cetrina y cejas oscuras.

    —Por cierto —dijo— he hablado de ti con un colega. Desea verte.

    Por la manera que el profesor pronunció esas palabras, Alex no pudo evitar sentirse algo así como una especie de museo.

    — ¿Quién? —quiso saber.
    —Pronto lo sabrás —repuso Eberhart—. Vamos.

    Condujo a Alex hasta el ascensor y subieron lentamente hasta el decimosexto piso. Anduvieron a lo largo de un pasillo curvado.

    —Es un hombre importante —le avisó el profesor Eberhart cuando se detenía frente a una de las puertas que habían en el pasillo—. Dale el tiempo justo para que te vea y luego sal. No le hagas perder tiempo.

    La mayoría de las puertas tenían una placa con un nombre, pero esta sólo tenía un número. El profesor Eberhart pulsó un resorte y la puerta quedó abierta.

    — ¡Hola, Bruce! —Exclamó el hombrecillo, algo rechoncho, que estaba dentro de la sala—. Entra. ¿Quién te acompaña?

    Bruce indicó a Frost que le siguiera.

    Alex entró en el despacho detrás de Eberhart. El hombrecillo permanecía de pie entre la mesa y un banco colocado a lo largo de toda la pared. Tenía el cabello gris, y ojos de este mismo color. Miró a Alex con manifiesto interés.

    —Alex Frost —presentó Eberhart—. El muchacho de quien te hablé.

    El hombre estaba encantado.

    — ¡Oh, sí! Claro —se acercó hacia Alex, con las manos tendidas en señal de bienvenida—. Estaba preguntándome qué había sido de ti.bienvenida—. Estaba preguntándome qué había sido de ti.

    Alex no sabía de qué le hablaba. El hombrecillo debió comprenderlo así.

    —Soy Paul Warren —explicó.

    La mesa del despacho estaba llena, con un grosor de varias pulgadas, de papeles, periódicos y referencias de textos. El banco estaba lleno de herramientas y toda clase de objetos imaginables. Extraños tubos aparecían inverosímilmente esparcidos por doquier. Alex no había visto nunca algo parecido.

    —Espero no ser un intruso —trató de decir Alex.
    — ¿Qué? Oh, qué tontería —exclamó Paul Warren, sonriendo—. Tú has pensado también que esto es algo así como la sala del trono, como algunas personas. Le pedí a Bruce que te trajera, y he tenido que recordárselo. Ahora ya estás aquí —dejó que su mirada se alejara unos instantes de Alex—. Bruce... gracias. Muchas gracias.
    —No hay de qué —respondió el profesor Eberhart.

    Vaciló unos momentos en el umbral de la puerta con los ojos fijos en Alex como si quisiera recordarle el consejo que le había dado momentos antes de entrar en aquel despacho. Luego se retiró.

    Alex se giró hacia Paul Warren, dándose perfecta cuenta de que se encontraba solo con el hombre. Los gladiadores debían haberse sentido de aquella manera al salir a la arena.

    —Siéntate —le invitó Paul.

    Alex vaciló; la única silla que no tenía nada encima era la de la mesa. Paul Warren se hizo a un lado y le dijo:

    —Siéntate, vamos —le apremió, como si aquella deferencia le incomodara. Sacó algunos trastos que cubrían otra silla y se sentó. Torpemente Alex cogió la silla de la mesa.
    —Ahora —dijo Paul Warren— cuéntamelo todo.
    — ¿Cómo dice? —Alex no le había entendido. Paul Warren hizo un gesto sin importancia.
    —Obviamente, estás aquí. ¿Todo marcha bien?

    Antes de darse cuenta, Alex estaba hablando.

    Casi se había olvidado de que Paul Warren no era un hombre vulgar, sí, todo iba bien. Había tenido algunos problemas y algunos días malos al comienzo, pero ahora todo marchaba bien, podía arreglarse, gracias a él.

    — ¡Santo Dios!... ¿por qué? —se preguntó Paul Warren, francamente asombrado.

    Alex tendió las manos.

    —Bueno, ellos me aceptaron después de haberle escrito aquella carta.
    — ¿De verdad? Pero si yo no hice nada. Vaya, ni siquiera contesté. Quería hacerlo, pero... —indicó el alboroto de su mesa—. Está todavía por aquí en alguna parte.

    Alex se encogió de hombros.

    —Bueno, pues algo sucedió.
    —Pero eso no quiere decir que yo tenga algo que ver con ello —argumentó modestamente Paul—. Verás, todo lo que hice fue llamar a la oficina de admisiones. Me dijeron que harían las comprobaciones oportunas y que ya me llamarían para decirme algo, aunque no lo hicieron. Y yo me olvidé de ello.

    Hizo una pausa entonces, pensativo.

    —Claro que es posible que... —movió la cabeza—. Sí, es posible, supongo. Creo que me tienen un poco de miedo...Creo que me tienen un poco de miedo...

    Sonrió casi infantilmente, divertido.

    — ¿Sabes una cosa? —Prosiguió, tras una corta pausa—. Yo quería ir a Venus, alguna vez. Creo que habría tenido que ir, pero no tenía dinero, y luego, las Compañías de Venus no disponen de ninguna plaza para un hombre de campos de ondas y relativísticas..., por lo menos ellos dicen que no. ¿Cómo son las cosas allá arriba?

    Alex hizo un encogimiento de hombros inarticulado.

    —No sé —admitió—. Yo he crecido allí... pero en realidad no sé nada más. Las Compañías se cuidan prácticamente de todo, claro, y aquí abajo todo es mucho más fácil en muchas cosas. Pero no me importaba. Creo que estaba bien. Allá arriba, ha de irse con cuidado, y algunas cosas no pueden hacerse. Como..., bueno, no puede salirse de casa sin ponerse algo encima.

    Paul sonrió.

    —Ya había oído hablar de eso —dijo—. ¿Es que es algo criminal ir desnudo?

    Paul no había comprendido.

    —Me refiero al salir a las ciudades —se explicó Alex apresuradamente—. En la superficie. Tiene que llevarse un traje fresco, por lo de la atmósfera. Y si se rompe... bueno, antes de ponérselo se comprueba el buen estado del mismo, y se tiene mucho cuidado con él. Si no, no puedes vivir largo tiempo.
    —Así, pues, quizás sea mejor que haya permanecido aquí abajo —dijo Paul, con un brillo picaresco en los ojos.
    —Oh, sí —dijo Alex—. Están tan atrasados, allá arriba. Nadie habría oído hablar de usted si hubiera ido allá. Por esto yo quise venir a estudiar aquí., porque estamos demasiado atrasados.
    — ¿Pero esperas regresar, verdad? —Le dijo Paul—. ¿O has cambiado de idea?
    —Eso es diferente —dijo Alex—. Yo no... Bueno, para mí es diferente. Yo soy de Venus.
    —Bien —dijo Paul—. Tú puedes hacer el trabajo que yo esperaba hacer. Es necesario, sabes.

    Alex no comprendía. Algo había quedado sin decir.

    — ¿Qué?
    — ¿Cómo, no está claro? —Se extrañó Paul—. Pero si es tan sencillo. Dentro de otros veinte o treinta años, tu mundo y Marte serán los jefes de la ciencia. Aquí abajo no haremos nada. No tenemos la vitalidad que da una situación fronteriza, al pueblo. Vosotros sí la tenéis en Venus, y en Marte, también.
    —Pero ustedes están mucho más avanzados que nosotros —indicó Alex.
    —Tonterías —le dijo Paul—. Nos hemos adelantado mucho en principio. Estoy seguro de que conoces el principio de que cuando ciertas cosas son conocidas, otras se hacen claras. Esto es todo lo que hacemos ahora... darnos cuenta de las cosas claras. Dentro de pocos años, pocos descubrimientos interesantes, nada en realidad importante, durante una o dos generaciones más, y eso será todo.

    Alex no pudo ocultar su incredulidad.

    —Ustedes tienen todo el equipo, y los hombres, y..., y están cincuenta años más adelantados que nosotros. Por esto he tenido tanto trabajo con las electrónicas... todo lo que yo sabía estaba atrasado.
    —Oh, sí —concedió Paul—. Pero eso cambiará. Compréndelo, lo que tú indicas es algo de esta generación. De mi generación. Y nosotros, lamento decirlo, estamos empezando a envejecer. Las ideas no acuden tan rápidamente ya, y no tenemos hombres jóvenes como tú que aporten otras nuevas... hombres que quieran, como tú, aprender. Todo lo que tenemos son chicos que hacen trampas en los exámenes porque quieren buenas notas en sus historiales, y sólo se cuidan de saber cosas porque las cosas que pueden hacer sólo se hacen con conocimiento. Esto les asegura un trabajo bien pagado. Esto es todo lo que les interesa.
    —Lo mismo sucede en Venus —le dijo Alex—. Sólo tenemos derecho a ser ingenieros.
    —Oh, ya lo sé —dijo Paul—. Pero eso cambiará. Tú, por ejemplo, por el sólo hecho de haber venido aquí abajo, has iniciado ese cambio. Y cuando tú regreses, creo que empezará en realidad dicho cambio. Porque tú serás un ejemplo, Alex, y porque pienso que tú querrás que cambie. Y creo que habrá otros hombres que desearán aprender de ti.

    Alex movió la cabeza.

    Las palabras del sabio le animaron.

    —Sí. Yo les enseñaré —dijo.

    Paul movió la cabeza afirmativamente, muy complacido.

    —Sí —dijo—. Y esto será el comienzo. Y debido a los desafíos que os presenta vuestro mundo y que nosotros no tenemos aquí, nos dejaréis atrás. Vuestra ciencia se verá obligada a avanzar, mientras que nosotros... nosotros estamos demasiado cómodos aquí. No haremos nada. Por esto me alegro de que estés aquí, Alex, y si puedo ayudarte en algo... debes saber que siempre serás bien recibido. Si quieres darme tu huella digital del dedo pulgar, la pondré en la placa de la puerta.

    Alex estaba todavía intimidado, pero Paul insistió. Sacó un trozo de cinta de impresionar y le mostró a Alex cómo debía hacer rodar el dedo para que la huella quedara bien impresionada en la reluciente superficie. Luego cogió el trozo de cinta y la colocó en la hendidura abierta en el marco de la puerta.

    Paul regresó y se sentó.

    —Ahora —dijo—, háblame de ti. De Venus. No creo haber tenido nunca la ocasión de oír hablar de aquello, y quiero conocerlo.

    Estuvieron hablando durante un buen rato. Alex estaba completamente absorto. Perdió la noción del tiempo. Cuando consultó su reloj, habían pasado varias horas. Sintiéndose culpable, recordó la advertencia de Eberhart. Trató de excusarse e irse.

    Paul movió la mano en silencio:

    — ¿Es que tienes algún compromiso en alguna parte?

    Alex tuvo que admitir que no.

    —Pues está decidido —indicó Paul—. Vendrás a casa a comer con nosotros. Espera un minuto... llamaré a mi esposa.

    Alex no tuvo ocasión de protestar. Antes de que pudiera decir nada, Alicia Warren fue avisada y le esperaba. Tenía una voz agradable, y su rostro, aparecido en el telefonovisor era de rasgos delicados y hermosos.

    —Vendrá, ¿verdad? —le apremió.

    Desconcertado y aturdido, asintió con la cabeza. No sabía que aquí abajo hubiera personas así. Era casi como si de pronto se encontrara de nuevo en casa.


    Llegó la primavera. La estación del invierno había acabado y empezaba ya la nueva estación. Todo el mundo estaba cambiado.

    Se había matriculado ya en dos clases de física, asimilándolas bien por el momento. Sin embargo, cuando había algo que no comprendía iba a Paul. Paul podía explicarle las cosas con la claridad del aire fresco, convirtiendo las cosas más insignificantes en algo verdaderamente interesante.

    Y Alex era bien recibido en su oficina y en su hogar. Paul ni siquiera mencionó honorarios. En realidad los rehusó. Alex empezaba a conocerle bien. Y estaba Alicia, la esposa de Paul, y su hija, una chiquilla pequeña, quieta, de cabellos dorados llamada Judith.

    Al principio sus visitas al hogar de Paul eran sólo para la comida o para la velada. Luego fue ya para el fin de semana. Y fue el propio Paul quien le consiguió un trabajo como ayudante de investigación. El trabajo estaba limitado en su mayor parte a comprobación de trabajo de equipo y por consiguiente estaba fuera del alcance de los contratos de la Universidad. Los honorarios eran escasos, pero ayudaban a Alex a pagar gastos. Había cierta diferencia entre tener el dinero suficiente a no tener nada.

    Cuando la Universidad cerró sus puertas durante unas tres semanas a finales del verano, Paul emprendió viaje, junto con Alicia y su hija, para asistir a una conferencia en Kyoto. Invitó a Alex para que les acompañara.

    Fue una gran aventura. Allí, entre los antiguos templos y jardines encontró a todos los grandes hombres de la física moderna. Eran hombres corrientes, tan normales como los demás. Paul le presentó.

    —Este es Alex Frost —había dicho—. De Venus. Un alumno mío.

    Fue todo lo que tuvo que decir. Le aceptaron. Alguna de las relaciones entabladas aquel día perduraron todos los años que él permaneció en la Tierra. Había aprendido a hablar su lenguaje privado, comprender lo que quería decir cuando alguien observaba que el viejo Sanddburg estaba haciendo marcas con tiza en la pizarra otra vez. Podía compartir el exaltamiento que las noticias les daban.

    Durante casi dos años siguió así. Fue una época maravillosa. Había aprendido ya cosas que le ponían en una ventaja de más de diez años de lo que hubiera podido estudiar en Venus, y siempre tenía a Paul para ayudarle cuando le necesitaba.

    Entonces recibió una carta de su casa, de su madre. Estaba enrollada en un tubo, y el papel era tan fino que cuando la extendió encima de la mesa dejó trasparentar el color del papel secante de debajo.

    Y la carta decía:

    "Me han llamado y me lo han dicho, y sé que debo decírtelo, y no sé cómo hacerlo, y no quiero creer que sea cierto. Pero ellos dicen que Glenn estaba en vuelo entre aquí y Dry Plain. Dicen que se han extraviado. Están buscándoles todavía, pero no creo que les encuentren. No suelen encontrar con mucha frecuencia las naves extraviadas, y yo no he oído hablar nunca de nadie que haya conseguido volver."


    Tenía razón, y él sabía que la tenía. Nadie regresaba de un vuelo extraviado. No en Venus. Las Compañías no se esforzaban demasiado en buscarlos.

    Esto fue tres días antes de que Alex se decidiera a hablar de ello a Paul, y decirle lo que aquello significaba.decirle lo que aquello significaba.

    —Tendré que regresar —dijo—. No puedo seguir aquí.
    — ¡Santo Cielo! ¿Por qué no?

    Alex sólo sabía contemplar fijamente sus manos.

    —No tengo dinero —dijo—. No puedo ganar lo suficiente para seguir aquí, y papá contrajo muchas deudas para conseguir que yo pudiera bajar aquí. Yo... Yo tendré que regresar..., creo que tengo suficiente para el billete... y buscar trabajo para empezar a pagarlas...

    Paul no parecía estar escuchándole. Le escuchaba, claro, pero hacía un esfuerzo para pensar al mismo tiempo que escuchaba. Era como si tuviera dos mentes separadas, y ambas estuvieran trabajando a un mismo tiempo.

    Se echó hacia atrás, con los dedos entrecruzados encima del vientre.

    —Pero te quedarás hasta terminar el curso, ¿verdad? Por lo menos este tiempo puedes seguir aquí.

    Al principio, Alex no le comprendió. La muerte de su padre significaba que tendría que abandonar sus esperanzas de una educación en la Tierra. No importaba gran cosa abandonarlo en seguida o prolongarlo durante algunas semanas. El fin sería el mismo, ahora o después. Además, no le quedaba gran cosa más que para pagarse el billete.

    Pero Paul insistió, y Paul era muy persuasivo con sus suaves maneras. Si se quedaba durante las últimas semanas del curso, indicó Paul, ganaría un poco más que lo que había aprendido hasta entonces. Tendría, además, más méritos en su historial, e incluso en Venus el historial escolar de un hombre era tomado muy en serio. Las Compañías se fijaban mucho en eso. Poseía un gran poder. Al quedarse hasta el final de curso, siguió argumentando Paul, Alex podría aumentar su habilidad para pagar las deudas de su padre. Al final, Alex accedió.

    Estudió arduamente y pasó los exámenes con sus acostumbradas buenas calificaciones. Después, mientras estaba preparando sus cosas, escogiendo las pocas cosas que podía llevarse a casa, Paul le habló otra vez.

    Estaban en la terraza exterior del apartamento de Paul. Anochecía, y el ambiente era algo cálido ante la cercanía del verano, y la ciudad vivía iluminada por numerosas luces. Paul estaba apoyado contra la pared.

    —Alex, ¿te gustaría mucho poder quedarte aquí? —le preguntó.
    —Desearía poder quedarme —admitió Alex—. Pero... —se encogió de hombros.
    —Creo que podría arreglarse —dijo Paul suavemente.

    Cuando Paul dijo que podía arreglarse, supo lo que quería decir en realidad. Por lo general, que ya lo había arreglado.

    —He hablado de tu problema con algunos amigos nuestros. Ellos parecen pensar que... —sonrió—. Tenemos tan pocos estudiantes realmente buenos hoy en día... No nos gusta perderlos. Y tú, Alex, posees talento. No creo que ninguno de nosotros desee verlo desperdiciado.

    Alex no podía decir gran cosa.

    —Yo no deseo regresar —repitió—. Sólo que...

    Paul se echó a reír.

    —Alex, ¿no te das cuenta que un problema puede resolverse de más de una manera? Creía que ya lo sabías.
    —Claro. En física, sí —dijo Alex—. Pero... Movió la mano como queriendo anular toda clase de objeciones.
    —Alex, escúchame. Escucha lo que tengo que decirte.

    Debía haberle costado mucho de arreglar todo aquello. Lo que tenía para ofrecerle era un puesto de instructor, y esos puestos en Northshore costaban mucho de obtener. Para un estudiante era totalmente vedado. Pero su nombramiento, explicó Paul, sería para dirigir la sección de laboratorio de la escuela de artes liberales de físicas elementales. Para Alex, aquello era algo así como una escuela graduada. Podría desempeñarlo sin preocupaciones.

    Pero no era sólo un trabajo bastante bien remunerado, sino que significaba también que podría continuar sus estudios gratuitamente. Era una oferta tentadora. Irresistible. Alex estuvo pensando en ello, y sus manos temblaban.

    —Ya me gustaría aceptar, Paul —dijo al final—. Me gustaría muchísimo. Pero..., bueno, entonces ya no podría vivir en los dormitorios para estudiantes, y sí tenía que buscar alojamiento en otro lugar...
    — ¿Temes lo que eso pueda costarte? —preguntó Paul.

    Sin decir nada, Alex asintió con la cabeza. Las deudas de su padre habían de pagarse.

    —Bien, olvídalo —le dijo Paul—. Te quedarás aquí. Con nosotros.

    Hizo un gesto casual señalando el apartamento situado detrás suyo.

    —Nos gustará tenerte entre nosotros —dijo.

    Alex contempló la ciudad. Las luces casi le deslumbraron. Trató de hablar, pero no pudo. Sentía un nudo en la garganta que se lo impedía. Se sentía hondamente feliz.


    Vivió en el hogar de Paul durante seis años. Ellos hicieron que se sintiera como en su propio hogar. Era uno más de la familia.

    Fueron años buenos, años excitantes, mientras le eran revelados los apuntes fundamentales del Universo, y mientras la ciencia que describía su estructura y relaciones mutuas había ido formándose sólida y perfectamente en su entendimiento.

    Y entonces, como se había prometido a sí mismo hacía mucho tiempo, dijo adiós a Paul, a Alicia y a Judith, y regresó a su hogar, en Venus.

    Pero era una Venus en guerra. Incluso antes de que su nave aterrizara, había lucha.

    Y de aquella lucha vino la Liberación, y Venus entabló guerra contra la Tierra y contra las Compañías. Y todas sus esperanzas, todas sus visiones de las cosas que haría, se perdieron y esfumaron en medio de la furia del conflicto.


    CAPÍTULO IV


    De nuevo en el despacho del director del Hell’s Pavement Arsenal, el director Gottschalk le dijo a Marritt Eldersvelde que tenía intención de llevarse a Frost. Al principio Eldersvelde se mostraba reacio a dejar marchar a Frost.

    —Es el mejor inspector que tenemos —objetó. Gottschalk rezongó:
    —Le necesitamos en Southport —dijo. Eldersvelde miró a Frost.
    — ¿Está de acuerdo en trabajar para ellos? —le preguntó austeramente. Frost movió la cabeza.
    —Para lo que quieren de mí, sí —dijo—. No se trata de fabricar ninguna arma, por esta vez.

    No, pensó. Nada de fabricar armas, por esta vez, sino algo que podría hacer con las manos limpias y la conciencia tranquila. Otro hombre haría el arma. Su único trabajo sería descubrir su naturaleza, así como averiguar qué clase de defensa podía hacerse.

    Si es que era posible defensa alguna, pensó.

    —Es para la Liberación —explicó Gottschalk—. No puedo decirle de qué se trata, pero el propio Coleman ha firmado la orden. Y sin este hombre, no pueden cumplirse.

    Pensativo, Eldersvelde tecleó con la punta de los dedos encima de la mesa.

    —De acuerdo —decidió. Se giró hacia Frost—. Permiso indefinido —dijo—. Pero cuando ese trabajo esté terminado, quiero que regrese.

    Frost asintió, aceptando la condición.

    —Pero es posible que eso lleve bastante tiempo —le avisó—. Será mejor que busque otro hombre para que siga mi trabajo.
    —Ya nos cuidaremos de eso —exclamó Eldersvelde—. Procure terminar lo antes posible.

    Frost se excusó para ir a preparar sus cosas. Gottschalk le acompañó hasta su habitación. Como la escolta de un prisionero, pensó Frost... como si un hombre pudiera intentar escaparse. Como si en Venus hubiera algún lugar donde un hombre pudiera esconderse.

    Preparó su maleta bajo los vigilantes ojos de Gottschalk. Aunque parezca extraño se sentía más incómodo que si hubiera ido desnudo, tan escrutadora era la mirada de aquel hombre.

    En cierto modo era inquietante, pensaba, tener tan pocas cosas para llevarse. Unos cuantos juegos de ropa para cambiarse, su computador de mano, algunos libros y nada más. Desde su regreso a Venus no había tenido ni tiempo ni dinero para acumular posesiones. Ni había muchas cosas que comprar allí, ahora, con la guerra de por medio.

    En pocos minutos, estuvo preparado. No sintió pena por tener que irse. Desde su estancia en la Tierra no había vuelto a sentirse en ninguna parte como en su propio hogar, más que en casa de Paul, allá abajo.


    El propio Director de operaciones Gottschalk pilotaba el aparato que había de conducirle a su nuevo destino. La tormenta les rodeaba. El cielo se iluminaba con mucha frecuencia con el fuego blanco de los rayos. El aparato era sacudido por la fuerza de aquella tormenta.iluminaba con mucha frecuencia con el fuego blanco de los rayos. El aparato era sacudido por la fuerza de aquella tormenta.

    Frost trató de ocupar su mente pensando en la naturaleza de aquella arma. Tan poderosa, según había dicho Gottschalk, que había hecho temblar a todo el planeta. Algo nuevo, pensó, sintiendo nacer dentro de sí cierto temor. Alguien, allá en la Tierra, había descubierto algo nuevo, y ahora lo empleaba para luchar. Se preguntaba quién debía haber sido, y qué clase de hombre creía capaz de hacerlo.

    La tormenta les acompañó durante todo el camino. Una de las veces, a la luz de un tremendo rayo, Frost pudo contemplar los afilados dientes que parecían las cumbres de las montañas que se destacaban hacia el cielo.

    Gottschalk debió mandar señales por radio anunciando su llegada. En Southport estaban esperándoles, y le asignaron el lugar para vivir y un despacho en el sector donde había estado la escuela. La escuela estaba cerrada. Algunos profesores antiguos estaban todavía por allí, trabajando en los laboratorios, pero la mayoría de ellos se habían ido. Sus conocimientos así como su destreza técnica, atrasadas si se comparaban con las de Frost, eran necesarios para seguir luchando en la guerra.

    Y los jóvenes, que en tiempos normales habrían sido estudiantes, se habían ido también. Eran los que fletaban las naves que tenían que enfrentarse con las patrullas de la Tierra en el confín de ambos mundos. Eran los que hacían el lanzamiento de proyectiles hacia la Luna y a la Tierra, que habían hecho los enormes y nuevos cráteres donde había estado la ciudad de Lincoln y Kapitzagrad, y que habían convertido Praga, Frisco, Aries, y la Gran Lasha en ruinas humeantes donde habían muerto diez millones de personas. Y eran también los hombres ahora preparándose y entrenándose, según rumores, para invadir la Luna.

    (Marte tomaría parte también en esa invasión, decían los rumores. Marte estaba también en guerra, combatiendo para conseguir su libertad de la Tierra y de todas las Compañías de la Tierra.)

    Frost fue autorizado a entrar y salir libremente de todos los accesos a los laboratorios de la escuela. Los inspeccionó. Eran miserablemente primitivos. Se le procuró una lista con los nombres de todos los hombres de Venus que estaban técnicamente preparados, y le dejaron escoger a sus ayudantes. Podría tener cualquier hombre que quisiera, le dijeron, y trabajó durante una semana, escogiendo su equipo.

    Fue un trabajo descorazonador. Incluso los mejores hombres estaban atrasados en más de cuarenta años. Allá, en la Tierra, las cosas habían cambiado mucho. Pero eran los mejores hombres que había en Venus. Frost los aceptó de mala gana. Tendría que ser él quien hiciera todo el trabajo de pensar, eso era todo.

    Unos cuantos hombres vinieron de mala gana, según pudo darse cuenta. No querían trabajar bajo sus órdenes. Él era joven, ellos no, y sus conocimientos de la ciencia estaban muy por delante de los de ellos. Era duro para su orgullo. Sólo el hecho de que la libertad de Venus podía depender de ellos les persuadió a venir.

    Y, en medio de todo eso, había un hombre que deseaba encontrar, y que no figuraba en la lista.

    Frost preguntó a uno de los hombres de la escuela.

    —Ni siquiera recuerdo su nombre —dijo—. Fue mi profesor en el curso de partículas básicas cuando estuve aquí. De eso hace doce años.partículas básicas cuando estuve aquí. De eso hace doce años.

    Parecían haber transcurrido siglos y siglos.

    El otro hombre meditó unos instantes:

    — ¿Masefield? —Preguntó al fin— ¿Era ese el hombre?

    Aquel nombre pareció encontrar eco en su memoria.

    —Creo que sí. ¿De unos cincuenta años? ¿Alto y delgado y algo inclinado?
    —Sí, eso es —dijo el hombre—. Pero murió. Hace años... antes de la Liberación. De hemorragia cerebral.

    De esa manera, pensó Frost, tristemente. Y yo ni siquiera recordaba su nombre.

    No estaba bien que un buen hombre pudiera desvanecerse de una forma tan completa.


    Pero durante todo el tiempo que estuvo preparando su equipo, no olvidó el problema que tenía ante sí. Empezó a planear su trabajo; de qué manera empezaría su ataque sobre el problema. Escogió para ayudantes los hombres de más experiencia y mejor preparados para realizar el trabajo que había de darles.

    Cuando la semana llegaba a su fin, escribió una nota solicitando equipos y materiales que necesitarían cuando salieran a reconocer el terreno afectado por el arma desconocida. Estudió atentamente los informes facilitados de la escena, deseando encontrar una pista, algún indicio que le permitiera adivinar algo sobre la naturaleza del arma. Lo único que descubrió le dejó más aturdido y confuso que antes, y aquel vago temor fue aumentado al comprender que la respuesta no estaba allí para ser hallada.

    La expedición estaba casi preparada cuando Gottschalk entró en su oficina con un informe en la mano.

    —Le gustará ver esto —dijo tendiéndoselo.

    Automáticamente, Frost le echó una ojeada. Levantó los ojos y los fijó en la pétrea mirada del director. Volvió a mirar el pliego de papel, lo cogió y abrió. Era un informe facilitado por el satélite centinela del sector del Comando de Defensa, y cubría un período de treinta horas que terminó a las 9.38 horas, horario de Venus Greenwich, el 12 de abril de 214 AD. El día y la hora en que el arma había dado en el planeta.

    Frost plegó el papel, y lo dejó encima de la mesa. Dejó descansar su mano encima.

    —Le habría preguntado por esto —dijo, leyendo el pensamiento en la mirada de Gottschalk—. ¿Le siguieron la pista?
    —Véalo usted mismo —dijo Gottschalk—. Lo he tenido encima de mi mesa esperando que usted me lo pidiera. Y usted no lo ha pedido.

    Frost se puso en pie. No podía dejar pasar por alto aquella acusación.

    —He estado preparando todo lo necesario para ir a inspeccionar el lugar donde atacó el arma —dijo—. Me parece que esto es lo más importante de momento. Según lo que encontremos allí, puede que me sea posible descubrir su naturaleza. No podría hacer lo mismo sabiendo tan sólo qué órbita siguió.

    Pero entonces vaciló, sintiéndose un poco inseguro. Gottschalk no se lo hubiera traído de no haber sido importante.

    —Supongo que debió seguir una órbita completamente corriente —dijo—. ¿Me equivoco?

    Gottschalk indicó el pliego de papel.

    —Su misión es descubrir las cosas, no suponerlas. Esto... —dijo señalando con el dedo—, este informe es la primera cosa que quise tener cuando esa arma misteriosa nos atacó. Quería saber cómo había podido atravesar las líneas vigiladas. Habríamos podido pulverizarla, mejor dicho hacerla evaporar. Y no lo hicimos. Ese informe le explicará por qué.

    Casi enfadado por el tono del hombre, Frost empezó a leer el informe. El satélite centinela poseía un radar que vigilaba el espacio que rodeaba a Venus en una extensión de un millón de millas. Durante el período interesado, habían seguido la pista a un cierto número de naves espaciales de Venus, así como de varios meteoros grandes, ninguno de los cuales había seguido una órbita que se interseccionará con el planeta. Giró la última página, y seguía sin encontrar mención de un objeto que hubiera podido ser un proyectil.

    Devolvió el informe a Gottschalk.

    —Debe habérseme pasado por alto —admitió—. ¿Dónde está?
    —No está —dijo Gottschalk.
    —Pero...
    —No está —repitió Gottschalk—. No le siguieron la pista. Por esto pudo largarse. No nos enteramos de que venía hasta que nos hubo atacado.

    Frost no dijo nada.

    —Se lo dejo —dijo Gottschalk, y empezó a girarse hacia la puerta—. Añádalo a la lista de cosas por descubrir. Y acuérdese de ello cuando empiece a diseñar nuestra defensa.

    No habría servido de nada decir algo, y Gottschalk no esperó tampoco que le respondiera. Frost se quedó mirando fijamente la puerta que se cerró tras él.

    Se daba cuenta de que había estado pensando en aquella arma dentro de un plano demasiado estrecho. Y Gottschalk había estado acertado al hacérselo comprender así. Todo lo que él había tenido en cuenta había sido el poder del arma, y el misterio de cómo algo hecho por el hombre podía tener una furia semejante. No se había dado cuenta realmente, hasta ahora, de que su trabajo primordial era construir una defensa... ya que todo lo demás era secundario.

    Y eso significaba que...

    Significaba que aquello no era tan sólo un arma de guerra librada por cualquier tipo de proyectil. Un proyectil vulgar habría sido descubierto por los satélites... identificado, interceptado y destruido. El Comando de Defensa no podía hacer nada. No era necesario ningún otro sistema de defensa.

    Tendría que haberse dado cuenta, pensó Frost, de que el poder del arma era sólo una de sus características..., que el arma se deslizaba por delante de la alerta del satélite tan anónimamente como un neutrino en el vacío. Abrió el informe y empezó a leer. Lo repasó línea por línea.

    Aquello iba a ser un trabajo mucho más arduo de lo que se había imaginado.


    Cuando la expedición estuvo preparada, volaron hacia el norte a través de las tormentas que acechaban el planeta, hasta el lugar que había sido atacado por el arma. Quedaba a doscientas millas de la colonia más cercana, en el desierto de Stonecutter. Después de Sol-de-la-Mañana, en High Plateau, tuvieron que navegar sin faros. Sólo cotos poco familiares les indicaban el camino.

    Pero eso no tenía importancia. El lugar era imposible que fuera pasado por alto. El cono volcánico se alzaba agrestemente desde una superficie lisa. El fuego humeaba por su boca esparciendo por las colinas brillantes torrentes que se esparcían por la llanura como océanos infernales. Grandes nubes negras lo coronaban, agitadas de vez en cuando por el viento. Piedras ardientes como meteoros salían despedidas hacia el cielo. Era difícil creer lo que sus ojos veían, cuando sólo unos días antes, aquello no era más que una región rocosa.se esparcían por la llanura como océanos infernales. Grandes nubes negras lo coronaban, agitadas de vez en cuando por el viento. Piedras ardientes como meteoros salían despedidas hacia el cielo. Era difícil creer lo que sus ojos veían, cuando sólo unos días antes, aquello no era más que una región rocosa.

    Aterrizaron y acamparon. Una y otra vez, el suelo parecía estremecerse con violencia mientras otra nueva montaña rugía, pero ellos siguieron haciendo su trabajo. Los hombres de Venus no eran cobardes.

    Analizaron los gases que eran arrojados por la garganta del cráter. Cogieron muestras de la lava que bajaba en cascadas por las colinas, y de las piedras que habían sido despedidas hacia el cielo. Hicieron varios trabajos y estudios sismográficos de la capa rocosa de debajo del volcán, explorando hasta donde sus instrumentos les permitieron.

    Estuvieron trabajando durante tres semanas, y cuando lo tuvieron todo hecho Frost pudo comprobar que no había conseguido nada que le indicara o probara que aquel volcán no fuera más que eso: un volcán vulgar y corriente. La roca que lo rodeaba no era más que simple terreno rocoso, antiguo e ígneo, sin que nada le diferenciara de cualquier otro de Venus. La lava y piedras y gases que brotaban del cráter eran por completo productos volcánicos normales; en ellos no había nada más que los elementos corrientes con las proporciones usuales. La estructura de la roca subterránea era corriente y había permanecido invariable durante millones de años.

    Aquel volcán era como ninguno.

    Sólo que la chimenea volcánica mostraba cierta rareza, pero aún así era una especie extraña de rareza. Frost había supuesto que conducía directamente del fondo a la superficie del planeta, pero no era así. Iba hacia el suroeste en un ángulo de casi doce grados. Y era tal y tan perfecto que podía haber sido hecho por un taladro. Ninguna chimenea volcánica normal sería de esa manera.

    Pero ello no significaba nada. Él hubiera pensado que era un volcán corriente si no hubiera sabido con qué brusquedad había aparecido. Y ningún volcán corriente habría hecho estremecerse a todo un planeta con el cataclismo de su nacimiento. Ningún volcán natural se convertiría en montaña en menos de diez días a partir del día en que empezara a funcionar. No... Fue motivado por alguna cosa exterior.

    Un arma de la Tierra.


    Con una sensación de derrota, Frost ordenó a sus hombres regresar a Southport. Allí no tenían nada más que hacer. No quería pensar por adelantado en hacer su informe para Gottschalk, pero no había forma de evitarlo.

    —No hemos descubierto nada —le dijo al Director—. Si ha dejado alguna huella, debe estar debajo mismo del volcán. En las mismas raíces. No teníamos ningún medio para llegar hasta allá.

    El silencio de Gottschalk era imponente.

    — ¿Qué va a hacer ahora? —le preguntó al final.

    Un encogimiento de hombros fue toda la respuesta que Frost podía darle.

    —Repasar los datos..., tratar de encontrar algo que nos haya pasado por alto. Tal vez encontremos algo.
    —Pero usted no lo cree.
    —Hasta ahora, he tenido una tarea muy dura para intentar probar que no era un volcán corriente —dijo Frost.
    —Sabemos que es un arma —dijo Gottschalk—. Han atacado también a Marte.

    Frost se irguió. No había oído nada de esto.

    — ¿Cuándo ha sucedido?
    —No nos lo han dicho —dijo Gottschalk—. No nos han dicho nada. Lo descubrimos hace diez días.
    — ¿Algunos detalles? —preguntó Frost.
    —Si ellos saben algo, se lo han guardado para ellos.

    Frost meditó unos instantes.

    —Tal vez si les ofreciéramos intercambiar información con ellos... —sugirió.
    —No —dijo Gottschalk. Era implacable—. Les daríamos más de lo que recibiríamos. Ellos no tienen ningún hombre con su capacitación.
    —Pero sólo alguna información... —argumentó Frost.
    —No —replicó Gottschalk.

    Frost lo aceptó. Tenía que hacerlo.

    —Avanzaríamos un poco más, creo yo, si usted confiara en la gente —dijo.
    —Yo confío en la gente de Venus —dijo Gottschalk, mirándole directamente—. Eso es todo. Si tuviéramos un hombre para que le reemplazara a usted, lo habríamos hecho.

    Frost se puso en pie.

    —Creo que esto ya lo sabíamos usted y yo —dijo.

    Se había merecido aquellas palabras, supuso. Era el precio que tenía que pagar por haberse negado a fabricar armas. Pero, maldita sea, la ciencia era algo mediante lo cual debía construirse, no destruirse.

    Se dirigió hacia la puerta. Una vez allí se detuvo.

    —A título de información —dijo—, debe tener en cuenta que soy de Venus. Soy más de Venus ahora que nunca. Y estoy haciendo todo lo que puedo.

    Doce días más tarde, el arma volvió a atacar. Esta vez fue sólo a cuarenta millas de la colonia... Radium Hill en las Firebrick Mountains. Frost se enteró cuando sólo pasaban unas horas de haber sucedido, y cogió su equipo y se fue en seguida al lugar del suceso. Hacía menos de treinta horas del momento del ataque, cuando su equipo estaba preparado ya en Radium Hill para empezar a trabajar. Y esta vez fue diferente. Si no hubiera habido un testigo, el lugar donde atacó quizás no hubiera sido encontrado nunca.

    El testigo era un hombre canoso, de piel muy arrugada. Había visto muchos años de Venus, y nada de lo que pudiera suceder le sorprendía.

    —Estaba contemplando el panorama —le dijo a Frost— y la tormenta seguía como siempre. Recuerdo que estaba pensando que tal vez fuera un poco más suave que otros días, no había tantos truenos ni rayos. Y entonces éste... bueno, parecía un rayo, pero no lo era. Quiero decir, que resplandecía como un rayo, pero... bueno, ya sabe cómo son; tratan de pasar, de prisa, pero no tanto que uno no pueda verlos... y están tan llenos de retorcimientos y bifurcaciones que uno se imagina que son como garras que tratan de atrapar algo. Bien, pues eso no era de estos. Fue de súbito que estuvo aquí, como si fuera algo sólido... y tan directo como una vara. Y era brillante como ninguno de los que yo había visto en mi vida, y quiero decir que he visto una buena cantidad de ellos. Esa cosa era mucho más brillante, y yo estaba mirándola fijamente, y estuve un par de minutos que no puede ver nada más.
    — ¿Tanto rato duró? —preguntó Frost. La cinta magnetofónica estaba tomando nota de la conversación, pero Frost escuchaba al anciano con mucha atención. Quería obtener todos los detalles posibles. Cualquier cosas podía ser importante.atención. Quería obtener todos los detalles posibles. Cualquier cosas podía ser importante.
    —No me ha comprendido —dijo el hombre—. Lo que quiero decir... es que hubiera podido cerrar los ojos y hubiera seguido viéndolo. Y otra cosa, nunca había visto una raya de esas acercarse tanto al terreno. Y entonces, antes de que mis ojos vieran bien de nuevo, fue como si mi coche hubiera chocado contra algo. No quiero decir chocar, precisamente. Es como si se hubiera dado de cabeza contra un juego de bolos y yo tuve mi trabajo para arreglarlo.
    — ¿Tal vez choque de ondas? — Sugirió Frost. Eso era lo que parecía más probable. El viejo movió la cabeza.
    —Señor, no lo sé. Todo lo que sé es que choqué contra eso como si hubiera sido una pared.

    Frost esperaba que le diera algún detalle más, pero no consiguió nada.

    — ¿Ha notado algo más? —le preguntó.
    —En aquellos momentos, lo único que noté fue que apenas podía ver nada y que mi coche estaba actuando como si yo estuviera tratando de volar hacia abajo.
    —Pero más tarde usted observó el terreno que había sido atacado —indicó Frost.
    —Claro —dijo el anciano—. Una cosa así llama la atención de un hombre. Y no hay ningún inconveniente en observar, tampoco. Esa cosa estaba allí en la colina, humeando como si tuviera fuego dentro de sí. Como si estuviera hirviendo, sí comprende lo que quiero decir. Puede usted apostar que procuré dejar el lugar solitario, tan pronto como vi la situación.
    —No creo que usted tomara muestras del humo... —dijo Frost.
    —Señor, estaba demasiado atareado tratando de largarme de allí —dijo el viejo—. Yo sé cuándo debe pararse la curiosidad. Y por suerte hice caso de mi intuición. Cuando hube regresado al pueblo, en el armazón del vehículo había pedazos de láminas de aluminio. Condensación de vapor. Ya sabe lo que sucede con esas materias si no vigilas.

    Frost asintió. Ya lo sabía.

    —Tomaremos algunas muestras —dijo.
    —Bien —consintió el anciano—. Ya puede rascarlo todo, no es una belleza. ¿Tiene alguna idea de lo que puede ser?
    —En absoluto —admitió Frost.

    El relato del anciano no le había servido de nada.

    —En absoluto —repitió.

    Cuando llegaron al lugar del suceso, acompañados por el anciano, el agujero se había enfriado ya a la temperatura normal del aire que lo rodeaba. De su boca salían todavía vapores en zarcillos deformes, serpenteantes, pero quedaban prendidos a ras del suelo como si fuera humo pesado, y no hubiera presión alguna tras ellos. El agujero en sí, no era más que eso... un agujero que conducía hacia la roca.

    La boca tendría unos doce pies, y las piedras de varias centenares de yardas a su alrededor mostraban los efectos de la explosión. La condensación del vapor les había dejado incrustados cristales sílicos y los había plateado con reluciente metal. La mayoría de ellos mostraban señales de fundición parcial en los lados que estaban de cara al agujero.

    El agujero se abría a un lado de la colina en un ángulo, deslizándose hacia abajo suavemente como un túnel hacia el infierno. Dentro, todo era oscuridad y silencio, y los vapores que surgían eran cada vez más y más flojos a medida que iba pasando el tiempo. Bajo las luces que habían dispuesto los hombres de Frost, brillaban millones de cristales contra sus paredes, y la negra obsidiana brillaba desde un millón de superficies.silencio, y los vapores que surgían eran cada vez más y más flojos a medida que iba pasando el tiempo. Bajo las luces que habían dispuesto los hombres de Frost, brillaban millones de cristales contra sus paredes, y la negra obsidiana brillaba desde un millón de superficies.

    Una cámara-sonda con control automático fue bajada al fondo del túnel. Penetró diecisiete millas antes de que los vapores estropearan su funcionamiento. Una segunda sonda alcanzó casi las treinta millas, pero las imágenes que transmitía desde las veinte millas para abajo estaban tan horriblemente borrosas por las interferencias que apenas tenían valor alguno. Frost decidió no gastar más sondas.

    Con sus sismógrafos, pudieron comprobar que el túnel se dirigía al sudeste durante unas setenta millas. En este punto alcanzaba una profundidad de veintiocho millas. Allí perdieron contacto. No sólo la profundidad dificultaba la detección, sino que también había señales de que iba haciéndose cada vez más estrecho. Pero en toda aquella distancia el túnel era tan recto como los límites de la precisión podían medirlo.

    Cosa extraña, los sismógrafos no detectaron señales de fracturas en las rocas que rodeaban el túnel. Frost estuvo mucho tiempo confundido por esto. Era difícil de creer que hubiera alguna fuerza tan poderosa que pudiera abrir un túnel así sin estallar la roca por donde pasaba.

    Cuando hubo transcurrido una semana y el vapor se había disipado de las secciones superiores del túnel, Frost envió algunos hombres dentro para que sacaran muestras de los depósitos del vapor y, rompiendo las incrustaciones, tomaron también muestras de la roca intacta a través de la que se había abierto el túnel. Sacaron muestras hasta llegar a una profundidad de treinta y ocho millas. Sólo pudieron llegar a eso; ya que a partir de ese punto el túnel era tan estrecho que no permitía que se pudiera descender con plenas seguridades de éxito. Las sondas-cámaras, que ya no se estropeaban con el vapor, buscaron aún más profundidad. Pero después de las sesenta y siete millas el túnel se hacía tan estrecho que impedía incluso el paso de sus pequeños diámetros. El sonido del eco les indicó que el túnel seguía por lo menos durante otras treinta millas y probablemente iba aún más allá. Pero a esa distancia sólo tenía unas pulgadas de ancho... un agujero taladrado en la roca.

    El análisis de las muestras no reveló nada conclusivo. No eran más que residuos lógicos de simple terreno rocoso que había sido vaporizado. Sólo algunas ligeras huellas de berylium sugerían algo diferente; si había algo de mineral berylium en la roca que rodeaba el túnel, los químicos no pudieron encontrarlo.

    Ni el examen aclaró nada más. Frost permaneció otra semana en Radium Hill, esperando que sucediera algo que aclarara algún punto, pero la semana terminó sin que hubiera obtenido nada nuevo ni siquiera ideas. Regresaron a Southport. Incómodo, fue a ver a Gottschalk y le informó de su fracaso.

    —Pero por lo menos sabemos algo más —dijo, tratando inútilmente de convencer a Gottschalk de que no se había perdido el tiempo por completo—. El volcán... creo que podemos afirmar que fue... bueno, puramente accidental. Todo viene a asegurar que el arma abrió un túnel por todo el camino a través de la capa hasta el nivel donde la roca queda fundida si se reduce la presión. Todo lo que ha hecho esa arma es abrir el túnel. No hizo el volcán esta vez porque entró en un ángulo demasiado abierto... no profundizó suficientemente.
    —Pero esto no nos da ninguna pista de cómo funciona —indicó Gottschalk—. Ni nos sirve para averiguar cómo detenerla.. Ni nos sirve para averiguar cómo detenerla.

    Frost movió la cabeza.

    —Todo lo que tenemos es ese berylium, y lo que ese viejo testigo vio —movió de nuevo la cabeza y suspiró—. No es gran cosa.


    De nuevo en su estéril oficina, se enfrentó a la cantidad de papeles de informes, datos y apuntes desorganizados que cubrían su mesa. El túnel no dio muestras de contener radioactividad, por lo que el berylium no podía ser de residuos de la reacción nuclear. Más bien significaba que fuera cual fuera el vehículo que hubiera soltado el arma, o quizás el arma misma, era por lo menos parcialmente construida con ese metal.

    Pero ello significaba también que el arma era algo material y sólido. Era difícil imaginar que pudiera ser algo más, ya que no era fácil de explicar que siendo así hubiera podido pasar desapercibido a los satélites centinelas.

    Frost movió la cabeza. No, tenía que ser material. Tenía que ser sólido, a pesar de los satélites. Posiblemente no podía ser radiación. Ninguna forma de radiación podría proporcionar una potencia que sin lugar a dudas el arma poseía, y ninguna forma de radiación por más estrecho que fuera su destello y no importa cómo estuviera generado, podía cruzar un millón de millas de espacio o más sin desplazar bastante más que doce pies. Pero tampoco ninguna cosa material hubiera podido pasar desapercibida a los satélites centinelas.

    Hubo de recurrir a novísimas teorías.

    Brevemente, Frost consideró el hecho de qué partículas subnucleares se comportaran como partículas y como ondas a la vez, pero tuvo que rehusar esa idea; sólo servía para las partículas... no tenía aplicación ni para átomos ni nada menor. Esto había sido el objeto de su disertación cuando estuvo trabajando en su doctorado con Paul, abajo en la Tierra.

    Entonces empezó a preguntarse por qué no aplicaba su teoría a cualquier cosa más rotunda que las partículas. Eso era algo en lo que no había profundizado demasiado. Todo lo que había hecho era ofrecer algunas sugerencias. (Tendría que hacer una investigación sobre esa cuestión cualquier día, pensó. Pero ahora no. Eso no era la respuesta al problema con que se enfrentaba ahora.)

    Volvió su atención hacia otra faceta del problema. Si no podía descubrir nada significativo acerca del arma por lo que ésta había dejado de sí, tal vez una reconstrucción más cuidadosa de lo que aquélla era capaz de hacer pudiera ofrecerle alguna respuesta. Esperanzadamente, empezó a calcular la energía necesaria para hacer lo que aquella arma hacía.

    No se aclaraba. No importaba cómo mezclara los factores, el resultado era siempre demasiado grande. Ningún explosivo que él conociera, químico o nuclear, ni ninguna configuración, era capaz de concentrar tanta energía.

    Trató de hacer una lista de las cosas que el arma hacía. Era una lista imposible, como ya había supuesto. Se contradecía, y algunas de las cosas eran sencillamente imposibles por sí mismas.

    Ceñudamente, tuvo que aceptar el hecho de que el arma era algo realmente nuevo, que empleaba unos principios de los que nunca había oído hablar. Esa era la única explicación que podía aceptar, aunque en realidad eso no era explicación alguna. Era una confesión de ignorancia.


    Sin embargo, pasaron varios días antes de que admitiera tal cosa aun para sí mismo. No es que el hecho fuera descabellado; hacía cuatro años que había regresado de la Tierra, y probablemente allá abajo habrían descubierto una buena cantidad de cosas en todo ese tiempo. Pero lo extraño y curioso del caso era que ellos hubieran aplicado cualquier invento en hacer un arma. No podía imaginarse a ningún científico de la Tierra que hubiera deseado trabajar en ello. Demasiadas ciudades poseían un Ground Zero Park y la historia de los hombres que habían fabricado bombas para la Guerra de Reunificación era demasiado bien recordada.

    Sin embargo, alguien tenía que haberlo hecho. Se preguntaba si sería alguno de los hombres que él conoció. Había conocido en realidad a todos los mejores hombres. Trató de imaginar quién pudo ser, y cómo pudo ceder a la debilidad que sin duda le habría asaltado.

    Luego se obligó a dejar de pensar en eso. Hacía demasiado daño, y él todavía tenía trabajo por hacer. Durante tres días estuvo repasando los papeles que cubrían su mesa. Nada. Los hechos eran fríos y estériles, y no servían de nada. No se le ocurría siquiera una forma de empezar.

    Después, muy avanzada la noche, se despertó con súbita excitación recorriéndole las venas. El sueño se negaba a volver a él, por lo que se levantó, se vistió y se dirigió a su oficina.

    Ansiosamente, comprobó los datos. Emplazó en un mapa los puntos donde había atacado el arma así como los ángulos que había seguido en sus túneles. Transformó la hora de cada impacto en números que eran significativos en términos de rotación del planeta.

    Fue entonces cuando tuvo la seguridad de haber conseguido algo. Ambos túneles estaban virtualmente en un mismo plano, y ambas veces el arma había atacado desde una misma dirección, aproximada, del espacio.

    Encontrar una copia de las Standard Astrogation Tables a aquella hora sería difícil pero no imposible. Salió a la superficie y cogió un vehículo de transporte y emprendió la marcha.

    No conocía demasiado bien el camino que debía conducirle al lugar deseado, pero mostrando tantas veces como fue necesario su tarjeta de prioridad consiguió pasar el puesto de los centinelas y llegar a la oficina de operaciones. El Jefe Delegado de turno era un hombre que siempre corría y un hombre muy ocupado, pero le escuchó. Entonces lo pasó al vigilante de la pantalla, quien le acompañó a Provisiones. Frost tuvo que mostrar su tarjeta una docena más de veces antes de conseguir al fin el libro que deseaba. Regresó a la ciudad llevándolo a su lado.

    Con su computador de mano sólo necesitaría unos minutos para realizar los cálculos necesarios, y sólo unos minutos más y los habría comprobado y confirmado. Ahora miró de nuevo los números de la dirección que había tomado el arma. Sí... concordaba a la perfección.

    Siguió haciendo más cálculos, y luego arrojó el lápiz y se levantó. De pronto los números no tenían sentido alguno.

    La Tierra estaba casi a una tercera parte del camino alrededor del sol desde Venus. Ningún proyectil o cohete podría cruzar el espacio entre ellos excepto siguiendo una órbita curvada, y en tal caso incluso la nave más rápida habría necesitado diez días para hacer aquel recorrido.

    Pero el paso del vuelo del arma era una línea recta... una línea recta que indicaba exactamente el lugar donde se encontraba la Tierra en el momento del impacto. El tiempo de vuelo del arma era virtualmente cero.impacto. El tiempo de vuelo del arma era virtualmente cero.

    Y esto era imposible. Sólo la luz podía viajar a eso velocidad. Las leyes del universo eran muy severas y exactas en este punto. Nada compuesto de materia podía viajar tan de prisa como la luz.

    De modo que el arma era una forma de radiación, después de todo. Pero, se preguntaba Frost, ¿cómo podía recorrer cien millones de millas y ser sin embargo un artefacto de doce pies de ancho tan sólo? ¿Y de dónde, entonces, había salido el berylium?

    No podía ser radiación.

    Todo ello era imposible.

    No..., era una insensatez. No, imposible. Tenía que olvidarse de las cosas imposibles. El arma estaba haciendo cosas imposibles; por consiguiente no eran tan imposibles como él pensaba.

    Bueno, entonces...

    Bruscamente, cogió todos los papeles y los metió dentro de una carpeta. Se levantó y dejó la carpeta encima de la mesa, saliendo acto seguido de la habitación.

    Eran las primeras horas del día, pero el director de operaciones Gottschalk se hallaba ya en su oficina. Levantó los ojos al entrar Frost. Deliberadamente cerró la carpeta de papeles que estaba estudiando.

    Frost no se molestó con las cortesías habituales. Movió la cabeza cuando Gottschalk se inclinó para servirle un vaso de agua.

    —Quiero ver las cintas de los satélites —dijo. El director contrajo los ojos.
    — ¿Para investigación? —preguntó.
    —Para investigación —confirmó Frost. Gottschalk hizo un gesto con la mano.
    —No hay nada en ellas —dijo—. Ya vio los informes.
    —Me gustaría comprobarlo, igualmente —dijo Frost.
    —No —le dijo Gottschalk—. No podemos prestárselos.

    Vaya, pensó Frost. Se servían de él. Se aprovechaban de sus estudios, pero no querían confiar en él. Ni siquiera querían confiar en él en una cosa de tan poca importancia como la exacta capacidad de los satélites centinelas.

    —Las quiero para la investigación —dijo—. Creo que en ellas debe haber algo. Algo que sus hombres no han encontrado.

    Gottschalk hizo una mueca.

    — ¿Insinúa usted que mis hombres no las inspeccionaron adecuadamente?
    —Yo no insinúo nada —replicó Frost—. Quiero ver esas cintas porque no creo que el arma pasara sin dejar un rastro de alguna clase. Pero no espero que sea obvio.

    Gottschalk se frotó la barbilla.

    —Supongamos que me dice lo que hay que buscar. Ya le diremos si está o no allí.
    —No —dijo Frost—. No estoy seguro de lo que he de mirar. No podemos hacerlo de esa manera.
    —O sea que desea comprobarlo usted mismo —indicó Gottschalk.

    Frost asintió con la cabeza.

    —No exactamente —vaciló, tratando de pensar en la mejor forma de explicarse—. Tengo una idea de cómo el arma hace lo que ha estado haciendo —dijo—. Pero no lo sé. Puede que esté equivocado. Si tengo razón, las cintas de los satélites pueden probarlo... o tal vez no. No estoy seguro de que haya algo, y no estoy seguro de cómo hay que buscarlo si es que hay algo. Tendré que comprobarlo por mí mismo.algo, y no estoy seguro de cómo hay que buscarlo si es que hay algo. Tendré que comprobarlo por mí mismo.

    Gottschalk se contempló la mano. Frost no pudo evitar pensar en un zoólogo estudiando una especie.

    —Si estas suposiciones suyas son acertadas —dijo—, ¿será capaz de construir una igual?

    O sea que lo que ellos deseaban era que les construyera un arma, pensó Frost fríamente.

    —No —dijo. Ni siquiera se lo pensó—. Ni en un millón de años. Ni aunque yo quisiera hacerlo.
    —Comprendo —dijo el director, fríamente.
    — ¿Quiere que haga las averiguaciones oportunas o no? —desafió Frost.
    —Yo...

    La habitación tembló como si un gigante hubiera golpeado el otro lado de la pared. Se estremecía sin parar. Se oyó un estruendo como de truenos. Por un largo momento, Frost vio la alarma en los ojos de Gottschalk, el temor, la angustia que le hacía mantener los hombros erguidos y los dedos engarfiados.

    La habitación cesó de temblar. Hubo un largo silencio. Ni uno ni otro tuvieron necesidad de decir lo que había sucedido.

    Gottschalk levantó su vaso de agua y se humedeció los labios. Débilmente, apartó los ojos de Frost, y luego volvió a mirarle. Dejó el vaso encima de la mesa.

    —De acuerdo —dijo en voz baja, casi como un susurro—. Tendrá esas cintas. Se las entregaremos.

    Se inclinó y cogió el teléfono.

    Las cintas tenían la pista que él buscaba, sí, pero transcurrieron varios días antes de que las viera. El universo estaba lleno de cosas probables, y la inteligencia humana es sólo una entre muchas. Siempre hay lugar para una más.

    Esta vez, cuando el arma atacó, una ciudad quedó aniquilada... una pequeña ciudad en las Board of Directors Mountains. Flat Mountain.

    Aquello era su hogar. No había vivido allí desde antes de irse a la Tierra..., ni siquiera había regresado excepto por un corto viaje desde su regreso..., pero aquello era todo el hogar que él tenía aquí arriba. La mayoría de sus amigos de la infancia estaban allí, y aquel lugar era donde había nacido. Todo eso significaba algo para un hombre de Venus. Y su madre estaba allí.

    Ahora se había ido, estaba enterrada bajo el río de lava que escupía aquella nueva montaña que se había levantado por sí sola en aquella meseta que había dado el nombre a la ciudad. Muy pocos consiguieron salvar la vida.

    Como hombre de Venus, sabía cómo aceptar la tragedia. Sucedían cosas así; tenías que inclinarte a favor del viento si no querías que te partiera. Por esto, pasó casi una semana antes de que pudiera pensar en algo más que en los ríos incandescentes que serpenteaban por los túneles que él había conocido hacía tan poco tiempo. Y por vez primera sintió que odiaba con todas las fuerzas de su ser al hombre que había inventado aquella arma. Antes, todo aquel asunto había sido una cosa abstracta, una sensación de daño y asombro. Ahora era algo muy personal.

    Algún día, se prometió, llegaría la venganza.

    Pero ahora había trabajo por hacer. Las cintas tenían que ser observadas. Hizo un esfuerzo para empezar a trabajar de nuevo. Se dio cuenta de que el tener algo en que ocupar la mente le servía.tener algo en que ocupar la mente le servía.

    Y la mayoría de las cintas tenían lo que él buscaba..., unas señales extrañas, anómalas, que se manifestaban en una imagen, pero no en la de antes ni en la de después. Su intensidad sugería algo más que energía fotónica ordinaria. Casi, pensó Frost, como si los fotones normales hubieran sido elevados a un estado de energía jamás observada antes ni en la naturaleza ni en el laboratorio. Naturalmente, cuando las cintas fueron inspeccionadas antes, aquellas señales habían pasado desapercibidas como señales espontáneas de ruidos en el equipo investigador. Nadie había pensado que pudieran tener un significado real.

    Por lo menos cinco satélites habían detectado el arma cada vez que había atacado, y la segunda vez fue detectada por ocho de ellos. Analizó ese equipo muy atentamente, y se aseguró de la exacta posición de cada satélite en el instante de detectar la señal. Con esos datos, entonces, no le fue difícil precisar en el mapa el paso del arma, para saber en milimicrosegundos el instante en que había estado en cada posición.

    Y así obtuvo... la prueba que tanto había temido y casi esperado. Relativamente, era todavía más inquietante que el problema en sí, pues ahora no se trataba de formular la significativa pregunta de si el arma era o no un proyectil o un haz de radiación. El arma hacía algo que, según todas las leyes físicas que él había aprendido, no podía ser capaz de hacer.

    Ya fuera materia o energía, viajaba a una velocidad tres veces superior a la de la luz. Esto no era posible... nada podía viajar más de prisa que la luz... y sin embargo lo hacía. Sea como fuere, un hombre, allá abajo en la Tierra, había descubierto la manera de acelerar las cosas a esa velocidad..., cosas sólidas, materiales, si había de darse crédito al berylium.

    Una de las más fundamentales leyes de la física moderna acababa de derrumbarse como un castillo de arena.


    CAPÍTULO V


    —No hubiera tenido que tardar tanto en descubrirlo —admitió cuando informó a Gottschalk.

    Gottschalk le miró duramente. Frost tuvo la sensación de que tenía que defenderse, como si su lentitud hubiera sido cosa voluntaria.

    —Tendría que haber comprendido lo que hacen hace tiempo —admitió—. Sólo que... es tan difícil de creer.
    — ¿Por qué? —Preguntó Gottschalk—. No lo encuentro difícil, en absoluto.

    No sabía nada, pensó Frost. Para él el universo era un lugar tan simple en donde todo era claro y sencillo.

    (Como el hecho que yo hubiera permanecido ocho años en la Tierra, pensó. Como el hecho de que yo no haré armas.)

    Cogió un pedazo de papel de encima de la mesa del director y trazó un gráfico rudimentario. El extremo de la curva proyectado recto hacia arriba.

    —Aquí —dijo—. Esta es la curva de velocidad de una masa, por lo menos, de este modo hemos pensado siempre que era. Ve, cuando se acelera un cuerpo —puede ser cualquier cosa—, cuando se acelera... —trazó una curva con el lápiz—, su masa aumenta. Y cuanto más cerca está de la velocidad de la luz, más aumenta su masa por cada unidad de aumento de velocidad. Esto significa que a la velocidad de la luz la masa del cuerpo tendría que ser infinita, pero las leyes de la conservación lo hacen imposible. Se necesitaría infinita energía para dar tanta aceleración.

    Gottschalk produjo un raro sonido ligeramente escéptico. Era inútil, pensó Frost. Trazó otro gráfico.

    —Aquí tenemos otros —dijo, señalando el papel, tratando de que el director concentrara su atención en lo que le estaba explicando—. Este demuestra el factor promedio de tiempo. Aquí... —no era un gráfico muy bueno, y el concepto era más bien algo complicado—. Bien, la cuestión es que cuando su velocidad aumenta, su promedio de tiempo es más lento y más lento. Si usted pudiese alcanzar la velocidad de la luz el promedio de tiempo sería cero. No habría tiempo alguno.

    El rostro de Gottschalk parecía de piedra. La idea no había sido captada; tal vez no había querido captarla. Frost se preguntó cómo era posible que ocupara el cargo que ocupaba en las Fuerzas del Espacio sin haber oído siquiera hablar de una regla de la naturaleza tan fundamental.

    Pero si lo había oído, no daba la menor muestra de ello.

    —Si es tan imposible —dijo—, ¿cómo lo hacen?

    Frost hizo un gesto desesperado.

    —No lo sé —admitió—. Obviamente, no es imposible, pero no comprendo por qué. He estado tratando de comprenderlo desde que lo descubrí. No puedo. Debe..., debe haber una discontinuidad en alguna parte. No puedo empezar a pensar dónde.
    —Pero usted sabe lo que hace el arma —dijo Gottschalk con manifiesta ironía.
    —Es la única cosa que ajusta todos los hechos —dijo Frost—. Lo mismo da creer en una cosa imposible que en media docena de ellas.
    — ¿Cómo? —preguntó Gottschalk. Frost se preguntó si valdría la pena tratar de explicárselo.
    — ¿Admitiría que facilita más energía que una fundición de hidrógeno de alto rendimiento? —preguntó—. Se necesita mucha fuerza para hacer temblar a todo un planeta.
    —De acuerdo..., estoy de acuerdo con usted en este punto —dijo de mala gana Gottschalk.
    —Y usted admitirá que sus hombres —prosiguió Frost—, no pudieron encontrar su rastro en las cintas de los satélites. Usted desea que yo descubra el por qué, ¿verdad?

    De mala gana, Gottschalk asintió.

    —Y tendrá que convenir —continuó Frost— en que eso no produjo una explosión volcánica ordinaria. Produjo un estrecho túnel en la roca. Más de noventa millas. ¿Puede usted decirme algo que pueda hacer una cosa así?
    —Esto —dijo Gottschalk— es trabajo suyo. Usted tiene que decírnoslo.
    —Bien, ya tengo su respuesta —dijo Frost—. Es un proyectil que viaja más de prisa que la luz. No sé cómo han conseguido esa aceleración, pero así es.

    Gottschalk se acarició la barbilla. Dudaba. Estaba confundido.

    — ¿Está seguro? —preguntó—. ¿Está usted completamente seguro? ¿Lo estima así?
    —Por fuerza —dijo Frost—. No me gusta, pero no puedo explicar que funcione de otra manera.
    — ¿Pero esto lo explica? —preguntó Gottschalk. La idea parecía haberle sorprendido—. ¿Qué es lo que le hace sentirse tan seguro?

    Igual podría explicarse música a un hombre sin orejas, pensó Frost. Pero aún así lo intentó. Paso a paso, describió cómo había descubierto el tiempo de vuelo virtualmente instantáneo del arma, y cómo la presencia del berylium contradecía la verosímil suposición de que el arma fuera una forma de radiación.

    —Entonces fue cuando se me ocurrió la idea —dijo—. Todo era imposible, de modo que tenía que buscar algo imposible que se ajustara a los hechos. Y esto... bueno, esto explica cómo pudo pasar desapercibida por los satélites.
    —No lo comprendo —objetó Gottschalk. Frost se explicó pacientemente.
    —Porque viajaba demasiado de prisa. Las... —se interrumpió y cogió otro pedazo de papel y dibujó una T corta y ancha con un pequeño círculo en su pie.
    —De esta manera pasaron un satélite —continuó—. Aquí, como puede ver va acercándose cada vez más al satélite, y aquí es el lugar más próximo. Y después de esto... —el lápiz pasó por el centro y siguió— aquí empieza a alejarse otra vez. Ahora el satélite está transmitiendo microondas, y se supone que deben reflejar el proyectil... Si no lo han hecho, o si el satélite no ha recibido las señales, no es detectado. ¿Lo comprende?

    Gottschalk hizo un ruido neutral. Frost lo tomó por una afirmación y prosiguió.

    —De acuerdo —dijo—. Ahora, si el proyectil está acercándose a una velocidad superior a la de la luz, las microondas no pueden reflejarlas porque... bueno, porque viaja más de prisa que ellas. Y cuando el proyectil se aleja del satélite... por esta parte..., el satélite no puede detectarla porque las microondas no van suficientemente de prisa para cazarlo. Pero aquí precisamente... —indicando una sección cerca del centro—. Aquí las microondas se van acercando a un lado. Su velocidad a lo largo de su sector es prácticamente cero, y pueden reflejar. Juegan algunas tretas peculiares sobre la frecuencia y energía fotónica, pero reflejan. Cuando comprobé las cintas que usted me facilitó, eso es exactamente lo que encontré... una señal de reflexión momentánea, falsa, desde un punto desde el cual pasó más cerca de cada satélite.
    —Comprendo —dijo Gottschalk.

    Frost no lo creyó, pero prosiguió.

    —Esto concuerda también con los otros factores —dijo—. No sé cuánta energía tienen —la teoría dice que tendría que ser infinita, pero esto, obviamente, no es cierto. Pero sea la que sea tiene que ser grande— lo suficientemente grande para que convierta la cosa en vapor al chocar con la atmósfera. Por esto ha perforado esos túneles, un chorro de vapor caliente moviéndose más de prisa que la luz. Hace un agujero tan de prisa que ninguna substancia material puede detenerle.
    —Quiero un informe completo de todo esto —dijo Gottschalk, bruscamente.
    — ¿Escrito? —preguntó Frost.
    —Sobre papel —dijo Gottschalk—. Con todos los detalles. Será examinado por expertos.
    — ¿Tales cómo? —dijo Frost.

    Gottschalk no le hizo caso.

    — ¿Ha empezado a trabajar en la defensa? —preguntó.
    —No, señor —repuso Frost—. No lo he hecho. Ni lo haré.

    Gottschalk hubiera mostrado la misma impresión de haber recibido una bofetada. El instante de asombro hizo aparecer una mirada helada en los ojos de Gottschalk. En seguida apareció la máscara.

    —He hecho todo lo que he podido —le dijo Frost—. Hasta que pueda descubrir cómo alcanza esa velocidad, es inútil hablar de investigar una defensa. No puedo construir nada suficientemente rápido para interceptarlo, y no hay método posible para detectarlo antes de que haya pasado ya.
    —Comprendo —dijo Gottschalk, y Frost supo que no estaba satisfecho—. ¿Desea proseguir la investigación como hasta ahora para así, tal vez, descubrir lo que nos interesa?
    —Creo que sería perder el tiempo —dijo Frost—. Si el mecanismo está en el proyectil, éste está completamente destruido. No puedo reconstruirlo. Y si no está allí... bien, no sirve de nada pensar en él.
    — ¿Qué se propone hacer, pues? —preguntó Gottschalk. Estaba disgustado.

    Frost se encogió de hombros.

    —Regresar al Hell's Pavement Arsenal, supongo —y entonces comprendiendo que Gottschalk estaba a punto de decir algo coléricamente, añadió—. No creo que sea nada por lo que tengamos que preocuparnos.
    — ¿Cómo? —exclamó Gottschalk.
    —No tenemos que preocuparnos —repitió Frost—. Es decir, como arma. No creo que estuvieran apuntando a un blanco específico. Creo que son demasiado rápidas para poder llevar un sistema de guía. Creo que sólo se proponían llegar al planeta, y me atrevería a decir que su precisión tiene que ser muy buena para hacer lo que han hecho.
    —Han derrumbado con ellos toda una ciudad —le recordó Gottschalk.
    —Ya lo sé —dijo Frost. Trató de alejar de su mente este tema—. Fue sólo una casualidad. Si hubieran tenido que escoger un blanco, hubieran disparado contra cualquier lugar algo más importante que Flat Mountain. Algún lugar como Hell's Pavement, o Hemingway, o aquí, Southport. Les gustaría tener Southport si pudieran. No..., sólo están tratando de dar en el planeta. Están tratando de asustarnos para hacer la paz. Creo que deben haber equivocado la puntería más veces que acertado.
    — ¿Lo cree? —preguntó Gottschalk ásperamente—. ¿En qué se apoya para pensar así?
    —Puede usted comprobarlo muy fácilmente —dijo Frost.
    — ¿Cómo?
    —Compruebe las cintas de los satélites —le dijo Frost—. Busque la clase de señales que yo he encontrado. Y más bien creo que han dejado una leve cola de iones, también, debido a las colisiones con las moléculas hidrogenas. Puede comprobarlo.
    —Ya nos cuidaremos de eso —dijo Gottschalk después de meditar unos instantes—. Es posible que tenga razón.
    —Estoy seguro de tenerla —dijo Frost. Cuando hubo escrito el informe que Gottschalk le había pedido, Frost llamó a un botones y éste fue a entregárselo a Gottschalk. No parecía ser necesario entregarlo personalmente; y él no deseaba volver a ver a aquel hombre otra vez. Entonces, una vez cumplida su última obligación, empezó a prepararse para regresar a Hell's Pavement.

    No hacían muchos vuelos. Con frecuencia, le había dicho el hombre de la oficina de transporte, el único que hacía el viaje era el correo semanal y otro hasta cuatro días después. El hombre se ofreció para avisarle si había algo nuevo.

    Bien, si no sucedía nada, aquello sería lo mejor que podría hacer. Frost se decidió por el vuelo-correo y, esperando que sucediera algo antes de aquella fecha, entregó su dirección al hombre.

    Sin otra cosa que hacer se dedicó a dar una vuelta por la ciudad. Los paseos estaban llenos de hombres jóvenes pertenecientes a las Fuerzas del Espacio y al Ejército de Liberación. Se les veía por todas partes. Dentro de pocas semanas o meses invadirían la Luna. Se merecían toda clase de libertad. Muchos de ellos no regresarían.

    Todos eran altos y valientes, y si alguno sentía temor por lo que tendría que hacer no lo demostraba. Ni mostraba duda alguna acerca de la inteligencia de sus jefes ni en la rectitud de sus causas.

    Frost sintió envidia de ellos.

    Ahora estaban tratando de divertirse, pensó Frost. Algo con que pasar el tiempo. Abajo, en la Tierra, habría sido fácil. Allá abajo era fácil encontrar diversiones por todas partes. Todo lo que quisieran. Pero aquí arriba, aquí, no había gran cosa. Nunca la había habido.

    Miró a su alrededor. No pudo evitar pensar en cuan distinto era el comportamiento y las diversiones de aquí comparadas con las de la Tierra.

    Venus, tan austera; Tierra, tan divertida.

    De pronto, pensó en acercarse al sector donde la gente de la Tierra atrapada en Venus por la guerra había sido internada. No le sería difícil mediante su tarjeta poder pasar y una vez dentro debía ser fácil encontrar a una muchacha de la Tierra que estuviera interesada en trabar conocimiento con un hombre nuevo.nuevo.

    Pero al volver a pensar en ello, decidió que no. Más tarde o más temprano se correría la voz de que tenía relaciones con gente de la Tierra. Y esto sumado a sus ocho años de permanencia en la Tierra, a su negativa a construir armas, y su descontento ocasionalmente expresado por la política del presidente Coleman, seguramente le supondría más preocupaciones de las que pudieran interesarle. En tiempo de guerra, no se comprendían demasiado los puntos de vista de la gente.

    Además, ahora que lo pensaba, no estaba seguro de que las chicas hubieran querido compartir el Juego. La guerra habría cortado su suministro de píldoras anticoncepcionales. Para las muchachas esto habría sido un verdadero desastre. Muchas de ellas, probablemente, estarían ahora cuidando de sus bebés, pobres chicas. Se sintió un poco apenado por ellas.

    Al final, encontró una cafetería donde servían algo más fuerte que la cerveza.

    Se sentó en la barra y escuchó una conversación. Un hombre decía que la invasión a la Luna tardaría sólo tres semanas. Otro decía que seis meses. Otro decía que Marte estaba poniendo obstáculos y que no se podría efectuar.

    Alguien había oído que la Tierra había enviado un nuevo ultimátum, y que Coleman lo haría público mañana. Y había empezado a correr la voz de que lo de Flat Mountain no había sido un desastre natural, sino que la Tierra había enviado una nueva arma. Corría incluso la historia de que un científico de la Tierra capturado estaba contando al gobierno de Venus todas las armas nuevas de la Tierra.

    La ciudad era todo un chisme. Después de un rato, Frost se sintió cansado y se fue a su domicilio.


    Permaneció allí durante dos días. Por centésima vez, repasaba todo lo que sabía del arma, sin esperar demasiado en encontrar algo que hasta entonces le hubiera pasado desapercibido. Deseaba tener con él los libros que había traído de la Tierra. En algún lugar, en alguno de ellos, quizás pudiera haber algo, alguna remota referencia.

    Pero los libros habían desaparecido en medio del caos de los primeros días de la Liberación. Nunca encontró la menor pista de ellos.

    Ni pudieron ayudarle a saber que los proyectiles viajaban más de prisa que la luz. Ello sólo planteaba un nuevo problema, un problema mucho más perplejo que el anterior.

    A la mañana siguiente del tercer día, una chiquilla con una insignia de mensajero en la blusa le llevó una nota. Sin pensarlo, porque era una chiquilla pequeña y orgullosa de sí misma como sólo una chiquilla de ocho años puede sentirse orgullosa, le entregó una moneda. Sus ojos se agrandaron y ella, mirándole fijamente empezó a retroceder, y entonces Frost recordó que las jovencitas eran instruidas con mucha frecuencia respecto a que debían ser muy cuidadosas con los extraños que les ofrecieran dinero. Las propinas eran una costumbre en la Tierra, pero aquí arriba no se conocían.

    —Todo va bien —le dijo, riéndose para sí por su olvido—. Es que... bueno, me recuerdas a alguien.

    Cogió su manita y la cerró en torno a la moneda, y acariciándole suavemente el rubio cabello la hizo seguir su camino.

    Entonces, él desplegó la nota. Pero no era de la oficina de transporte, como había pensado. Era de Gottschalk, y le ordenaba que estuviera en la oficina del director a las 15 horas.había pensado. Era de Gottschalk, y le ordenaba que estuviera en la oficina del director a las 15 horas.

    Arrugó el papel y lo tiró. Murmuró unas cuantas frases no aptas que había aprendido en la Tierra, contento de que la chiquilla se hubiera ido antes de que conociera el contenido de la nota. La habría asustado demasiado.

    Pero los juramentos no cambiaban las cosas. Seguía teniendo que ir. Suponía que se trataría del informe. Alguien debía haber levantado horrorizado las manos ante el pensamiento de que algo pudiera viajar más de prisa que la luz. Bueno, a él le había sucedido lo mismo hacía un mes, pero por lo menos se había rendido a la evidencia. Se dirigió a la oficina de Gottschalk dispuesto a discutir.

    No fue necesario. Cuando llegó, un hombre corpulento, se levantó de un sillón. Miró a Gottschalk.

    — ¿Es Alex Frost? —le preguntó.

    Gottschalk asintió. El hombretón se acercó a Frost. Su insignia era sólo la cabeza de águila de un capitán de aviación, tres grados inferior a Gottschalk. Pero la relativa pobreza de su rango quedaba más que compensada por el parche que llevaba en el hombro —el sol y órbitas del Personal de Comando. Era la clase de hombres por quienes los hombres como Gottschalk hacían recados. No pudo evitar que Frost pensara en el halcón acechando al rebaño.

    —Frost —dijo—, hemos estado observando su informe sobre el arma del volcán. Muy interesante.

    Era difícil adivinar lo que aquel hombre quería.

    —Hubiera deseado que la respuesta fuera algo distinta —dijo Frost—. No es una respuesta fácil de entender.
    —No nos gusta tampoco —dijo el hombretón—. Pero no nos gustan muchas cosas. Hubiéramos preferido que fuera algo que se hubiese podido interceptar, pero si no podemos... bueno, no podemos, y ya está. Hemos mostrado ese informe a algunos expertos, hombres inteligentes, y les ha dejado asombrados. Han oído hablar de usted y... Pero eso no es lo que yo quería decirle.

    Miró intencionadamente a Gottschalk.

    — ¿Si tuviera la amabilidad? —sugirió.
    —Por supuesto —dijo Gottschalk rápidamente.

    El hombretón se dirigió hacia la puerta.

    —Vamos, Frost —dijo.

    Hablaba como un hombre que está acostumbrado a ser obedecido.

    Frost le siguió al pasillo.

    —Me presentaré yo mismo —dijo el hombre, empezando a andar—. Soy Mark Summer, capitán de Aviación, de Intelligence. Actualmente formo parte del Personal de Comando. Usted es Alex Frost, técnico civil. ¿Correcto?

    Frost asintió.

    —Nos cuidaremos de arreglar esto —dijo Summer.

    Después de esto siguieron andando en silencio. Por dos veces atravesaron puestos de control, y los guardias sólo permitieron a Frost pesar después que Summer hubo firmado por él en el libro. Al final, Summer se detuvo a medio pasillo y abrió una puerta. Indicó a Frost que entrara.

    — ¿Agua? —le ofreció, cogiendo la garrafa de encima de la mesa.

    Frost descansó un poco. Aquello no iba a ser un interrogatorio, a fin de cuentas. Aceptó el vaso cuando Summer se lo tendió. Summer se sirvió otro para él y con un gesto le indicó a Frost que se sentara.

    Con el vaso en la mano, observando a Frost, el capitán de Aviación se paseaba de un lado a otro de la mesa.

    —Frost, usted ha pasado algunos años en la Tierra —dijo.

    Frost asintió.

    —Usted estudió física allá —siguió Summer—. Conoce a la mayoría de hombres importantes de allí. Aprendió todo lo que había que aprender cuando usted estuvo allá.
    —Bueno, yo no diría todo —dijo Frost—. Pero hice lo que pude.
    —Pero usted no sabe cómo funciona esa arma —dijo Summer.
    —Debe ser algo desarrollado después de mi marcha —le dijo Frost—. Estoy seguro de que me habría enterado en caso contrario.
    — ¿Aunque hubiera sido desarrollada por las Fuerzas del Espacio? —Preguntó Summer—. Nuestra revolución puede haber sorprendido a los políticos, pero su Fuerza del Espacio no se sorprendió. Sabían que sucedería desde hace veinte años.
    —Había oído hablar de eso —dijo Frost—. Algo tan radical no hubiera podido suceder en otra parte. Por lo menos había oído lo suficiente para que ahora, ahora que sé que es posible, pueda imaginarme el comienzo.

    Summer estuvo unos instantes pensativo.

    —Bien, Frost —dijo—. ¿Podría decirme quién ha llevado a cabo ese trabajo?
    —Desearía poder hacerlo —dijo Frost. Odiaba a aquel hombre, fuera quien fuera—. Pero no lo sé.
    —Trate de adivinarlo, Frost.

    Frost movió la cabeza.

    —Podría ser cualquiera de los mil que hay —dijo—. Y no puedo imaginarme a ninguno de ellos haciéndolo. No puedo imaginarme a un científico de cualquier parte de allá trabajando en una cosa así.
    —Mil —repitió Summer, como si aquello fuera todo lo que hubiera oído—. Necesitaríamos una lista.
    —Tal vez haya alguna en la sección de física de Hombres de Ciencia —le dijo Frost.

    Summer recibió la respuesta en silencio.

    —Hemos estado trabajando en esto desde otro lado —dijo al fin—. Ya sabe que tenemos hombres allá abajo, claro.
    —No se me había ocurrido pensarlo, de verdad —admitió Frost.
    —Bueno, los tenemos —dijo Summer—. Pero en un problema como éste no son demasiado buenos. No saben cómo reconocer información significativa, y no saben dónde buscarla. Y su informe exige una acción inmediata para descubrir dónde construyen esas armas y desde dónde las lanzan, antes de que encuentren un sistema de guía que pueda acabar con todo. Esa es la única manera de poder defendernos contra ellos, Frost; descubrir esos lugares y convertirlos en vapor.

    Llenó de nuevo su vaso.

    —Así, pues —dijo mirando fijamente a Frost—. Creo que usted debe comprender lo que hemos pensado. Necesitamos un hombre allá abajo que pueda descubrir todas esas cosas —de pronto su dedo señaló a Frost—. Frost, usted es ese hombre —dijo.
    — ¿Yo? —Protestó Frost, sintiendo el cuerpo lleno de fría cólera—. Pero...
    —Usted ha estado allá abajo —dijo Summer—. Conoce el ambiente. Sabe cómo interpretar la información. Sabe cómo y dónde buscarla. Usted es el hombre apropiado.hombre apropiado.
    —Me está preguntando si quiero ir —dijo Frost. Interiormente temblaba.
    —Ya sabe las penas que se le impondrían si fuera atrapado —dijo Summer—. La importancia que esto tiene para Venus. Nosotros le preguntamos si está usted dispuesto a correr ese riesgo.

    Frost lo pensó. La idea le había proporcionado una serie de mezcladas sensaciones, unas agradables, otras no. No era una cosa fácil de decidir. Bebió un poco, dejando que el inevitable sabor del limón humedeciera los tejidos de su boca y lengua.

    —Quiero una Venus libre —dijo al fin—. No estoy de acuerdo con la política y fines, y no estoy de acuerdo con el método seguido. Pero eso es todo. Quiero saber quién ha inventado esa cosa. Y quiero saber cómo funciona para satisfacer mi curiosidad. Y quiero saber por qué lo ha hecho.
    — ¿Así, pues, irá, Frost? ¿Es esto lo que quiere darme a entender?

    Frost asintió.

    —Pero no espere que le construya uno para ustedes —dijo—. Eso es algo que no haré... Pero..., sí, iré.
    —Estupendo —dijo Summer, bebiendo un sorbo de agua.


    CAPÍTULO VI


    ¡Ir de nuevo a la Tierra! La idea le excitó. Durante las semanas que siguieron, mientras se preparaba para la misión, Frost comprendió que estaba esperando, ansioso de estar de nuevo allá abajo.

    Claro está que también sentía temor. Allá le esperaban ciertos riesgos. Riesgos fatales. Pero no era el miedo lo que le preocupaba. Era la ansiedad.

    Venus era el mundo donde había nacido. Sus agravios contra la Tierra estaban correcta y justamente fundados. La Liberación tenía toda su lealtad, a pesar de que Sidney Coleman no tuviera nada. Sin remordimientos, estaba del lado de Venus.

    Deseaba que todo pudiera ser tan sencillo como eso, pero no lo era. Hubo un tiempo en que pensaba que la lealtad política era todo lo que importaba. Ahora lo sabía mejor. En parte, por lo menos se había convertido en un hombre de la Tierra durante los años que había estado allí, y la idea de volver a bajar de nuevo le hacía sentirse bien. La vida de la Tierra era la que deseaba vivir, y no la de Venus. La gente hacía lo que quería allá abajo. Tenían libertad.

    Al principio, él se había resistido a esa libertad. Demasiadas, conductas cotidianas, las libertades tomadas, las indulgencias, los entretenimientos que se disfrutaban, habían chocado agudamente con los valores que él había bajado de Venus.

    Pero aquella resistencia no duró. Las únicas restricciones que mantuvo del código de moral venusiana fueron las que se impuso él mismo. A su alrededor la conducta prohibida seguía sin censura. Estuvo tentado. Lentamente, su moral resolvió perder fuerza.

    En el dormitorio de estudiantes donde había vivido hasta que se fue a vivir en casa de Paul, la primera visita a la sala de duchas fue una cosa furtiva... a última hora de la noche cuando los pasillos y la misma habitación estuvo callada y silenciosa. Aún así, en lugar de aventurarse a salir desnudo, llevaba unos pantalones hasta la rodilla, que dejó en un rincón de la sala de ducha.

    Se entretuvo debajo de la ducha, gozando y disfrutando del placer de su primer baño, en tanto tiempo. El agua era cálida y abundante. Resbalaba por su piel desnuda.

    Entró una muchacha. Tenía el cabello rojizo y un rostro agradable y un cuerpo bien formado, y llevaba su desnudez con tal naturalidad que era difícil imaginar que alguna vez hubiera usado ropas.

    —Hola —saludó alegremente.

    Parecía contenta de haberle encontrado allí.

    —Yo tampoco podía dormir.

    Alex se apresuró a ponerse los pantalones completamente ruborizado.

    Pero eso fue el comienzo. Enfrentado a lo inescapable, se adiestró a sí mismo a andar desnudo por los pasillos entre los que pudieran dirigirse a la sala de ducha. No fue fácil, pero aprendió, y descubrió que difícilmente nadie se fijaba en él. Después de varios meses ya no se sentía absolutamente incómodo por aquella costumbre. Pensando ahora en aquel tiempo, se sorprendía al darse cuenta de cómo habíanse desvanecido todas las viejas prohibiciones.

    En aquel momento, su aclimatación a las formas de vivir de la Tierra era prácticamente completa.

    Había aprendido la exposición razonada “dejar que los demás hagan lo que les plazca; si ello no te perjudica”, ellos te permitirán también una libertad idéntica. Sin embargo, incluso entonces, procuraba permanecer alejado de las muchachas libres que le rodeaban. Pero incluso esta prohibición se derrumbó, al fin.les plazca; si ello no te perjudica”, ellos te permitirán también una libertad idéntica. Sin embargo, incluso entonces, procuraba permanecer alejado de las muchachas libres que le rodeaban. Pero incluso esta prohibición se derrumbó, al fin.

    Fue la muchacha de cabellos rojizos. La había visto en la sala de duchas de vez en cuando, y ella se había limitado a sonreírle, pero él había mantenido la distancia. No le gustaba recordar su primer encuentro.

    La encontró en la cafetería, y ella iba vestida, y al principio no la reconoció.

    —Hola —saludó ella—. Tú eres el muchacho de Venus, ¿verdad?

    Su voz era la misma, con o sin ropas.

    Se encontró compartiendo con ella la mesa. Sólo ellos dos. Ella deseaba que él la ayudara, le dijo. Estaba tomando un curso de ciencias políticas, y había sido designada para escribir un artículo sobre los problemas del gobierno colonial. Ella no estaba satisfecha con lo que había encontrado en los libros, ni con los artículos que había encontrado en algunas revistas, ni siquiera en los archivos. Deseaba saber qué era vivir en una colonia planetaria, qué era, según el punto de vista de un nativo. Su nombre, hablando de todo, era Janis Eider.

    Era un tema que Alex conocía bien, y hacía mucho tiempo que no hablaba de nada más que de cuestiones académicas. Le contó todo lo que sabía.

    Iba brotándole todo lo que se le ocurría... de qué manera las Compañías controlaban el gobierno Colonial de Venus, y las injusticias que el gobierno había cometido a causa de aquel control. Le dijo lo difícil que era vivir en Venus, cómo a veces era completamente imposible, y cuan mejor podría ser la vida en Venus si el gobierno empleara un porcentaje de la recaudación de impuestos en cosas que no enriquecieran directamente a las Compañías. Le habló de los rumores que fueron extendiéndose entre las gentes, hablando de rebelión, y le habló de Sidney Coleman, quien en aquel entonces estaba empezando a despuntar como cabecilla en el movimiento de la independencia de Venus.

    Ella le escuchó con atención, verdaderamente interesada. Tomó algunas notas e hizo algunas preguntas. Él le contestaba tan completamente como podía. Aquella muchacha, descubrió, era muy inteligente. Estuvieron hablando durante horas.

    Al día siguiente ella tenía más preguntas por hacer. Se encontraron en la antesala y estuvieron hablando durante casi toda la velada. El iba recordando más cosas, y le contó cómo los hombres de la 3º de las Compañías habían llegado procedentes de la Tierra viviendo en las partes más modernas de pueblos y ciudades, teniendo tan poco contacto con la gente de Venus como su trabajo les permitía. Y le contó cómo esa gente, debido a la posición que ocupaban en las Compañías, regían el control de la economía del planeta y por consiguiente las vidas del pueblo. Le contó lo atrasados que estaban científicamente allá arriba y cómo las Compañías querían que siguieran así. Le contó lo difícil que le había sido conseguir la admisión en Northshore, y lo difícil que había sido poder bajar.

    Siguieron encontrándose en la antesala. Poco a poco, sus charlas fueron derivando hacia otros aspectos, y al cabo de algún tiempo se dio cuenta de que ella ya no tomaba notas. Ella hablaba con facilidad. Sabía escuchar, y sabía cómo hacer que él se sintiera interesado por lo que ella decía. Era una muchacha agradable, enteramente simpática. Una muchacha muy encantadora. Empezó a esperar su llegada.encantadora. Empezó a esperar su llegada.

    Continuaron así durante algunas semanas. No se le ocurrió jamás pensar en lo extraño que resultaba que ahora la viera sólo en la cafetería o en la antesala, o en cualquier lugar fuera del colegio. Ni una sola vez la volvió a ver en la sala de duchas ni en el solarium, o desnuda por el pasillo. Su nombre no aparecía en la pizarra que anunciaba los nuevos emparejamientos de un muchacho y una muchacha. Ni una sola vez en todo aquel tiempo no la vio más que vestida.

    Entonces —él pensó que había sido casual—, una noche se encontraron frente a frente en la sala de duchas, y lo único que ella llevaba puesto era la cadena de identidad, de oro, rodeándole el tobillo. Fue un momento embarazoso. De pronto, el estar desnudo en presencia de docenas de muchachos y muchachas igualmente desnudos era ya una cosa impersonal. Pero él conocía a esa muchacha, y ella le conocía a él.

    Ella le habló, y después de un momento él se dio cuenta de que podía hablar con ella tranquilamente. Desnuda, ella seguía siendo tan encantadora y agradable como cuando iba vestida.

    Cuando se dirigía al secador automático, ella fue con él. Su cuerpo rozó el suyo, accidentalmente, pensó, pero él se dio cuenta de que el cuerpo de la muchacha era tibio.

    Ella seguía a su lado cuando se dirigió a su habitación. Se detuvieron en el pasillo y estuvieron hablando. Le tranquilizaba. Era casi capaz de olvidar que ambos iban desnudos. Deseaba poder olvidar el leve contacto con el cuerpo de ella. Deseaba poder ignorar la invitación que bailaba en su sonrisa.

    Cuando se giró para entrar en su habitación, ella le siguió.

    Permaneció con él casi durante dos semanas, y fue un período feliz para los dos. La cuestión del sexo no había sido lo brutal y salvaje que él se había imaginado, sino una especie de compañía deleitable, excitante y agradable, y carente por entero de vergüenza ni consecuencias. Su conciencia le remordía un poco, claro —una muchacha de Venus que hubiera permitido ser usada con tanta libertad habría arruinado su vida— pero cada vez que él trataba de disculparse ella se reía haciéndole sentirse ridículo.

    Por ella supo cómo las muchachas de la Tierra se atrevían a ser tan libres consigo mismas que para una muchacha de la Tierra la cuestión «sexo» era una diversión saludable y normal y atlética igual que el nadar o jugar una partida de tenis. Mientras tomara las píldoras antiovulativas, no era posible engendrar un bebé.

    Claro que, de vez en cuando, había algún accidente, a pesar de las píldoras, pero sólo alguna vez. Y si alguna vez una muchacha no tomaba las píldoras adecuadamente, se arriesgaba a quedar encinta.

    Los niños eran un asunto muy serio. No se había desarrollado ninguna institución social para reemplazar a la familia. Ni ningún otro sistema similar que permitiera a una muchacha sostener a un niño sin crearle casi un problema imposible. Un bebé tenía que ser alimentado, cuidado, mimado y querido, bañado y cambiado. No se le podía dejar solo. Pocas muchachas podían cuidarse de sus bebés de la forma conveniente y seguir pudiendo ganar dinero para comprarles todo lo que aquél necesitara.

    Por ello, algunas trataban de ganarlo de esa manera. Y, claro, las píldoras tomadas irregularmente no eran infalibles por completo. Pero la mayoría de las muchachas de la Tierra se reían de las que habían sido tan poco cuidadosas al permitir que sus órganos reproductivos funcionaran normalmente antes de obtener el contrato matrimonial. Oh, a ella le gustaría tener, algún día, un bebé, le dijo Janis Eider. Toda muchacha esperaba encontrar a un hombre tan maravilloso que le hiciera desear tener un hijo suyo. Por un hombre así ella tendría una docena de hijos, tan a prisa como pudiera.obtener el contrato matrimonial. Oh, a ella le gustaría tener, algún día, un bebé, le dijo Janis Eider. Toda muchacha esperaba encontrar a un hombre tan maravilloso que le hiciera desear tener un hijo suyo. Por un hombre así ella tendría una docena de hijos, tan a prisa como pudiera.

    Pero tendría que ser alguien muy especial, y por supuesto tendría que pasar todavía bastante tiempo. Una muchacha casada no tenía libertad, y precisamente ahora ella se divertía mucho.


    Cuando se marchó, Janis fue muy amable. Se habían divertido mucho juntos, y alguna vez te gustaría encontrarse de nuevo, pero ahora... una muchacha no podía dejarse atraer demasiado por un solo hombre, y había muchos que querían divertirse con ella.

    Muy generosa, le había presentado a otra muchacha, una amiga, que muy pronto ocupó su lugar. No supo nunca qué puntuación había conseguido con la disertación que había hecho respecto a los problemas del gobierno Colonial. Tal vez no había habido disertación alguna.

    Después, hubo otras muchas. Se divertían juntos y las dejaba marchar sin tratar de retenerlas cuando ellas querían irse. Tenía mucho cuidado con eso, ya que no quería que ninguna de ellas se convirtiera en algo más que en una co-partícipe de cama. Janis le había enseñado bien. En cuanto a las muchachas, estaban de acuerdo en que las cosas fueran así.

    De vez en cuando, sin embargo, su conciencia venusiana le preocupaba un poco. Estaba aprovechándose de esas muchachas que no conocía mucho. Pero una vez sucumbido, era más fácil sucumbir de nuevo que tratar de conservar una moralidad que aquí abajo no se practicaba.

    En el transcurso de los años que permaneció en la Tierra, hubo docenas de muchachas. Instrumentos. Al final estuvo Judith.


    Cuando fue a vivir por primera vez a casa de Paul, ella era una chiquilla, de nueve años. La hija de Paul. Cabellos rubios, ojos azules, con una sonrisa tímida y que acostumbraba a jugar muy sosegada ella sola.

    La segunda mañana de su nueva estancia en aquella casa, despertó cuando ella entró a despertarle, desnuda.

    — ¡Hola! —la saludó, indulgente, sonriéndole.

    El medallón de oro alrededor de su cuello era todo lo que llevaba.

    —Hola —contestó ella—. ¿Quieres venir a nadar conmigo? Papá no me deja ir sola.

    Comprendió que no podía negarse, pues ella estaba esperando anhelante que le dijera que sí.

    — ¿Ahora? —Preguntó— ¿Antes del desayuno?

    Ella asintió, toda sonrisas, y ella supo de pronto su respuesta.

    Se arrojó sobre la cama y le abrazó:

    — ¡Me gustas!

    Tuvo que hacer un esfuerzo reprimiéndose porque era tan sólo una chiquilla. Cuidadosamente, se deshizo del abrazo femenino y se levantó. Salieron a la terraza y de allí a la piscina. El nadar, tuvo que admitirlo, era una buena forma de despertarse por la mañana.

    A la mañana siguiente ella empleó la misma triquiñuela, sólo que él no se despertó hasta después de que ella se acurrucara en la cama a su lado. Tuvo que levantarse de prisa y la obligó a sentarse y escucharle.

    —En mi mundo —le dijo—, una muchacha amable y agradable no entra en la habitación de un muchacho sin ir debidamente vestida. Y no se sube a su cama con él.
    — ¿Aunque él le guste? —preguntó Judith, inocente y asombrada—. ¿Aunque ella desee divertirse con él?

    Alex trató de ser paciente. No era más que una chiquilla, y no sabía nada.

    —En mi mundo, los muchachos y muchachas no tienen esa clase de diversión a menos que estén casados.

    Se sentía un poco ridículo, permaneciendo desnudo delante de ella hablándole de moralidad, pero ella no parecía darse cuenta de ninguna anormalidad. Ella miraba fijamente sus rodillas.

    —Lo siento —dijo ella con infantil inocencia—. Si prefieres que yo no...
    —Prefiero que no —dijo Alex con firmeza.

    No esperaba que ella le comprendiera, pero por lo menos podría hacerle comprender que a él no le gustaba aquello.

    —De acuerdo —dijo ella con vocecilla suave—. Pero me gustaría nadar contigo. ¿Puede una muchacha decente hacerlo?

    Tuvo que echarse a reír.

    —Claro —dijo.

    No podía ser duro con la chiquilla. La cogió en brazos y salieron a la terraza. El sol de la mañana brillaba en su medallón. La tiró dentro de la piscina. Ella chillaba feliz. Él se zambulló tras ella.

    Después de ese día cogieron la costumbre de nadar juntos cada mañana. Pero ella no entraba ya en su habitación, se quedaba sólo en la puerta de la terraza, y asomaba la cabeza para llamarle. A veces, si él se despertaba primero, la llamaba a ella, de la misma manera. Aquello se había convertido en una especie de juego entre ellos. Fue varios meses atrás cuando descubrió que aquel medallón que ella llevaba era una medalla Diekvoss. Debió ser ocho o nueve años atrás cuando Paul la ganó, más o menos por el tiempo en que ella había nacido.

    Se preguntaba si ella sabía qué era.

    Al anochecer del último día antes de regresar a Venus, Alex preparó una pequeña maleta con las cosas que llevaba consigo. No tardó mucho, y cuando estuvo listo salió a la galería. Paul había dicho que deseaba hablar con él.

    La galería daba al saloncito, y descendió a él. Judith estaba allí acurrucada en una de las sillas, con un libro en el regazo y leyendo.

    Levantó la cabeza al oírle bajar. Sus ojos se encontraron momentáneamente, y ella le dirigió una sonrisa traviesa, de duendecillo. Al ver que se acercaba ella, instintivamente, protegió con la mano el broche que cerraba su túnica, prestando de nuevo toda su atención al libro que leía.

    Frost arrugó la frente. Aquel gesto de cerrar su túnica no tenía ningún sentido. Precisamente aquella mañana, durante su zambullida matinal, ella se había comportado tan desnuda y tan tranquila como un renacuajo. Y la forma en que su cuerpo se había desarrollado en el último par de años no era nada por lo que estar aturdido.

    La habitación no estaba más fría que de costumbre, para que pudiera sentir frío.

    Todo lo que podía ocurrírsele, aunque fuera una tontería o una insensatez, era que ella quisiera pasar inadvertida, como si no quisiera que él se diera cuenta de su presencia.

    Bien, si era eso lo que quería...

    Se encogió de hombros y se dirigió hacia el estudio de Paul. Sonrió divertido por aquella situación. Posiblemente debía tratarse de un libro muy interesante.

    Estuvo hablando durante varias horas con Paul. Al principio Paul trató una vez más de persuadirle para que no se fuera. Venus estaba muy atrasada científicamente. Se encontraría totalmente desplazado, sin contacto con ningún otro ser que estuviera a su nivel dentro de aquel campo, y además carecería por completo de equipos de investigación necesarios. No podría esperar jamás poder realizar un trabajo importante si regresaba a Venus.

    Pero Alex se había hecho ya sus ideas. Precisamente era esa situación lo que él iba a cambiar. Paul suspiró y admitió que deseaba que sus sueños se vieran cumplidos, que fuera una vergüenza que las habilidades superiores de Alex tuvieran que ser, tal vez, malgastadas, de esa manera. Pero —se encogió de hombros— su intención era también digna de elogio. Sin embargo Frost pareció adivinar cierto tono de pena en esas palabras.

    Después estuvieron hablando acerca del nuevo trabajo a hacer —acerca del experimento que Paul estaba preparando— acerca de un campo de gravedad discontinuo, superdenso localmente. Y de los rumores, probablemente falsos, de que Roethke había hecho un informe de desvío de tiempo negativo mientras probaba el nuevo invento de gravedad antipolo en Melbourne, pero que no había sido capaz de repetir el experimento. Y se hablaba también de los resultados anómalos que Ciardi había recogido en sus experimentos al comparar la ganancia de masa de partículas aceleradas por campos electrostáticos y gravitacionales. Durante más de una hora, estuvieron especulando acerca del informe de Ciardi, sin llegar a ninguna conclusión. No podían imaginar lo que podía significar.

    Fue a última hora de la noche cuando la charla finalizó. Alex bebió el contenido de su vaso y se levantó excusándose. Mañana sería un día ajetreado, y después tendría que sufrir un viaje muy largo.

    El saloncito estaba a oscuras cuando pasó por allí. A oscuras y vacío; seguramente Judith debía haberse acostado hacía mucho rato.

    Alex consultó su reloj; casi las dos. Era un reloj barato, le había costado menos de un centenar cuando lo compró tres años atrás. Ahora deseaba haber podido ahorrar algún dinero para comprarse uno bueno de verdad, pero ahora le era totalmente imposible hacerlo. Había gastado mucho dinero con el envío de todos sus libros a Venus, y una vez allí le costaría varios meses, o tal vez más, antes de que pudiera establecerse. Las Compañías no le facilitarían las cosas. No, no podía malgastar el dinero, aunque fuera para comprarse un buen reloj. Algún día, quizás. Ahora no.

    Subió las escaleras sin hacer ruido. Llegó a la galería y se dirigió hacia su habitación. Anduvo suavemente al pasar delante de la habitación de Judith.

    No se dio cuenta de que ella le seguía hasta que la oyó hablar a sus espaldas.

    —Alex —dijo. Se giró.

    Judith se le acercó. Él la dejó venir, sin decir nada. Se preguntaba qué querría, y por qué habría esperado hasta tan tarde para hablar con él.

    —Mañana te irás —le dijo, deteniéndose ante él.

    Era pequeña. Asintió con la cabeza.

    —Sí, me iré —dijo.

    Ella seguía llevando la túnica blanca. En forma drapeada, le cubría desde la garganta hasta las rodillas. Formaba un agudo contraste con su rostro tan bronceado, y sus piernas esbeltas, morenas.garganta hasta las rodillas. Formaba un agudo contraste con su rostro tan bronceado, y sus piernas esbeltas, morenas.

    — ¿Pero regresarás, verdad? ¿Cuándo? —le preguntó.

    Parecía afectada.

    Él no había dicho nunca nada de regresar. Movió la cabeza.

    —No regresaré —dijo—. No creo que lo haga.
    —Oh —dijo ella. Le estaba mirando fijamente, sin parpadear. Entonces apartó su mirada. Sus manos apretaban el broche que sujetaba su túnica. Después de un momento volvió a mirarle.
    —Bien —dijo, después de lanzar un profundo suspiro—, si..., si yo viniera a Venus, ¿podría..., podría venir a verte?

    Él quedó aturdido. Ciertamente. Se preguntaba qué idea se habría metido en aquella cabecita.

    —Claro —respondió fácilmente—. Sólo que...

    Vaciló, indeciso en proseguir.

    —No subas a Venus —le dijo.

    Al instante supo que había dicho una tontería. Era como si hubiera acabado de decir que no quería ser molestado por ella, y él no había querido decir eso.

    —No es un lugar demasiado agradable donde estar —trató de explicar.
    —Pero tú estarás allí —objetó ella.

    No podía responder a eso con la respuesta adecuada. Se encogió de hombros.

    —Aquello es mi hogar, Judith. Yo nací allí. Sé cómo es todo aquello. Y no es un lugar donde sea fácil vivir. No te gustaría estar allí.
    — ¿Cómo sabes que no me gustaría? —preguntó ella.

    Parecía ser algo importante para ella. Orgullo herido, supuso Frost. Trató de pensar en una respuesta que fuera la adecuada.

    —Porque has de saber que voy a ir allá arriba —le dijo—. ¡Iré! Tan pronto como pueda. ¿Podré verte? ¿Podré?

    Hizo como si no hubiera oído la pregunta.

    —Espera un par de años —dijo—. Espera a saber lo que es aquello.
    —Ya lo sé —declaró ella—. Tú me lo has explicado todo.

    Y él se dio cuenta de que ella tenía razón. Ella le había ido formulando preguntas, que él había ido contestando. Y ella le había escuchado como fascinada. Él le había contado todo lo que había por contar de Venus.

    Pero ella no sabía lo que aquello significaba, se dijo. No sabía lo que representaba vivir aprisionado en los túneles de una ciudad enterrada porque la atmósfera era mortífera de respirar, en túneles que estaban siempre desagradablemente cálidos y llenos de olores de aceites y de aire enrarecido.

    —Es muy duro, Judith —dijo.
    —No me importa —declaró ella— ¿Podré ir a verte? ¿Por favor?

    No tenía más remedio, pensó Alex, que decirle que sí.

    —De acuerdo, Judith —dijo—. Si quieres ir de verdad... si subes, me gustaría verte. Me gustará muchísimo.

    Ella rió feliz, y entonces sus brazos le rodearon y ella se apretó contra él, apoyando su cabeza en su hombro.

    —Me gustaría —dijo—. Quiero ir.

    Su cuerpo cálido y vivo se adivinaba debajo de la túnica, que era lo único que llevaba. Tuvo que recordarse a sí mismo que no era más que una chiquilla, la hija de Paul, una chiquilla inocente. Suavemente, trató de librarse de sus brazos, pero ella le abrazó con más fuerza.brazos, pero ella le abrazó con más fuerza.

    —Eh, Judith... —amonestó.
    — ¿Qué pasa? ¿Es que muerdo?

    Fue un momento terrible. Sabía lo que ella quería... no había lugar a dudas. Pero era la hija de Paul, y Paul había hecho tanto por él. Y además ella era una chiquilla, encantadora, y decente, tan distinta de todas las muchachas que él había conocido aquí en la Tierra... Le gustaba y no quería hacerle ningún daño.

    — ¿Bien? —preguntó ella.
    —Eres muy joven —le dijo incómodamente. Fue todo lo que se le ocurrió decir.

    Ella le soltó. Dio un paso atrás, con una expresión confusa, dolorida en los ojos.

    — ¿Yo? —Preguntó— ¿Demasiado joven?
    —Bueno, dieciséis años... allá, en Venus... —empezó él, tratando de ser amable.

    No era posible serlo.

    —No estamos en Venus —estalló ella—. Estarnos aquí, y tú estás comportándote como un estúpido, Alex... Yo...
    —Estúpido no, Judith —Alex trató de explicarse—. Tú no...

    Ella no le escuchaba. Estaba soltándose el broche que sujetaba la túnica que cayó a sus pies. Todo lo que llevaba debajo era el medallón que llevaba al cuello.

    Le miró.

    —Bien, ¿qué te parece? —le preguntó—. ¿Soy demasiado joven?

    Era menuda y de pecho atrevido. Le miraba sin respirar, esperando ansiosa su respuesta. Estaba tratando de mantener el vientre liso, pero no podía ocultar la suave redondez del mismo. Él sintió el deseo de tocar aquella suavidad, y comprendió, sin preguntarlo, que ella le permitiría hacerlo.

    Vaciló sólo un momento más. Ella tenía tan sólo dieciséis años, pero él no era mucho mayor la primera vez que había ido con una muchacha. Y nunca lo lamentó. Claro, que para una muchacha tal vez fuera distinto, pero para una muchacha de la Tierra, no muy diferente. Y Judith, a fin de cuentas era de la Tierra.

    Y estaba ofreciéndose libremente. Y pasaría mucho tiempo, tal vez años, antes de que él tuviera otra oportunidad de ir con una muchacha. Y ella era una muchacha encantadora; le gustaba, a pesar de su diferencia de edad, ella había sido una buena compañera. Pensó en los miles de veces que habían nadado juntos, por las mañanas, y los cientos de excursiones que habían realizado juntos, pensando que todo ello lo hacía sólo porque era la hija de Paul, pero comprendiendo ahora que había gozado de su compañía por ella.

    Dio un paso adelante y puso sus manos en sus hombros desnudos. Ella no se movió. Sus ojos le observaban. Sus manos se deslizaron por los brazos femeninos, dejándolas allí.

    Por fin, Alex comprendió.

    —Demasiado joven, no, Judith —dijo—. Joven, sí..., pero no demasiado.

    Y entonces los brazos de Judith le rodearon de nuevo, y su cuerpo cálido y suave se apretó contra él. Frost la abrazó fuertemente. Ella, poniéndose de puntillas acercó su boca a la de él. La quería. La quería de verdad. Se preguntaba cómo había sido posible que no se hubiera dado cuenta hasta ahora.

    Acabaron de besarse y se separaron, sin aliento los dos, mirándose fijamente uno al otro. No sabían el tiempo que habían permanecido unidos por aquel beso, lo mismo podía haber sido horas, que un momento.

    Fue ella la que rompió el silencio.

    — ¿Es que vamos a quedarnos aquí toda la noche?

    Tuvo que echarse a reír. La rodeó con sus brazos. Ella se acurrucó entre ellos, excitada y trémula. La miró, tan menuda, entre sus brazos. Empezaron a andar cogidos así.

    Era como si ella le perteneciera. Se dejaba llevar por él a donde él quisiera llevarla.

    El despertador les despertó suavemente por la mañana. Judith estaba en sus brazos.

    Después de un rato se fueron a nadar a la piscina. Y esta vez fue distinta de todas las otras veces. Antes siempre, como de mutuo acuerdo, evitaban rozarse siquiera, aunque fueran contactos accidentales. Ahora era distinto. Se habían pertenecido uno al otro, y ya nada les estaba prohibido.

    Juguetonamente, ella luchaba con él en el agua, tan escurridiza como una anguila. Se perseguían, chapoteaban, reían. La cogía, pero ella se escapaba. Nadaba de prisa. Él tras ella. Al llegar al extremo de la piscina casi la atrapó, estuvo a punto de cogerla por el tobillo, pero cuando se dio cuenta el tobillo ya no estaba al alcance de su mano. Ella subió corriendo la escalerilla hacia la terraza, bajo la lluvia que iba cayendo.

    Salió él también de la piscina y corrió tras ella. De pronto aquello dejó de ser un juego. La lluvia era fría y caía sobre él como granizo. Aquella mocosa iba a congelarse.

    Riachuelos helados crujían bajo sus pies. Cuando estuvo a media terraza ella se detuvo y se giró esperándole, apoyando su manecita en una pared baja.

    Él fue acercándose despacio. Cuando llegó a su lado se miraron. Los ojos de ella eran claros, extraordinariamente azules.

    —Me gusta la lluvia —dijo, con el cuerpo tenso por el placer que le producía recibirla—. Me hace bien.

    Su cabello, como el trigo, le caía lacio. Como una gatita mojada, pensó él, pero un gatito adorable. Le hacía arder la sangre.

    —Bien —dijo él—. Vamos.
    —Bueno —repuso ella gravemente, acurrucándose entre sus brazos.

    Empezaron a andar por la terraza hasta llegar a la puerta de su habitación. Entraron.

    Antes de llegar a ella, Judith temblaba, y una vez dentro de la habitación se le acercó en busca de calor. Casi la llevó en brazos hasta el baño, dejándola bajo la ducha caliente. Iba a dar la vuelta, pero ella le cogió de la mano. Se miraron a los ojos, y él comprendió. Se puso con ella, bajo la ducha.

    Se alegró de que ella le hiciera quedar a su lado, pues la lluvia había sido muy fría y estaba helado.

    En cuanto a Judith, disfrutaba con el contacto de sus cuerpos en aquel espacio tan reducido. Cuando salieron de la ducha, él la cogió en sus brazos, y la llevó hasta la cama, y ni uno ni otro se dieron cuenta de la humedad de sus cuerpos entre las ropas del lecho.

    La lluvia seguía salpicando los cristales cuando los dos despertaron del encanto en que estaban sumidos. Alex cogió su reloj y se lo puso. Era difícil creer que sólo hubieran transcurrido cuarenta minutos desde que se despertaron. De mala gana empezó a vestirse. Su vuelo a Thule saldría dentro de dos horas..., la primera parte de su largo viaje hacia casa. Y en realidad no quería irse, pensó. No deseaba irse.despertaron. De mala gana empezó a vestirse. Su vuelo a Thule saldría dentro de dos horas..., la primera parte de su largo viaje hacia casa. Y en realidad no quería irse, pensó. No deseaba irse.

    Ella le miraba mientras se vestía, quieta, sin moverse apenas. Alex se peinó rápidamente, con descuido. Se volvió hacia ella. Consultó su reloj.

    —Será mejor que bajemos ya —le dijo. Ella siguió echada.
    —Me siento tan bien aquí —dijo—. No quiero bajar.

    Se agitó entre las ropas de la cama, como si quisiera envolverse más con ellas.

    — ¿No tienes mucho tiempo ya, verdad?

    Movió la cabeza, sin saber qué más decir.

    —No mucho.

    Torpemente, paso a paso, fue retrocediendo hasta la puerta. Echó una mirada a su maleta preparada, al lado de la puerta.

    —Volveré antes de irme —le dijo.
    —Te esperaré —repuso ella.

    No podía ocurrírsele nada más que decirle. Se encogió de hombros, inquieto, y salió de la habitación.


    CAPÍTULO VII


    Su túnica seguía echada en el suelo de la galería, destacándose su blancura sobre el verde musgo de la alfombra. Alex se inclinó para cogerla y entregársela cuando vio que Paul le hacía señas desde la habitación de abajo.

    — ¡Buenos días, Alex! Es hora de desayunar.

    De pronto se dio cuenta de que en sus manos sostenía la túnica de Judith. Para un hombre tan perceptivo como Paul, aquello significaría la explicación de toda la historia. Fingió una tranquilidad que no sentía, y dejó la túnica sobre la baranda de la galería. Luego se dirigió hacia las escaleras y bajó.

    Alicia debía haberle visto también, porque la mesa estaba preparada con los tres servicios de desayuno. Uno para él, otro para ella y otro para Paul.

    — ¿No se ha levantado todavía Judith? —le preguntó Alicia mientras se sentaba—. ¿Habéis nadado juntos?
    —Ella quería dormir un poco más —dijo Alex, algo inquieto.

    No podía olvidar que allí, bien a la vista, seguía la túnica de ella como una bandera de batalla capturada. Ellos no podían dejar de verla.

    —Subiré a decirle adiós, antes de irme —prometió.

    Alicia sonrió aprobadoramente.

    —A ella no le gustaría que te fueras sin decirle adiós —le dijo.

    Si ella o Paul habían sospechado algo ante la vista de la túnica, no lo demostraban.

    La conversación fue declinando hacia cosas sin importancia, el viaje y sus planes tras su retorno a Venus. Apenas prestaba atención a las respuestas que daba a sus preguntas. Sólo podía pensar en Judith, y en la manera en que ya le había dicho adiós. Era como una pesadilla en la que su cuerpo estuviera siendo devorado por las llamas, unas llamas que él no se atrevía a mencionar, y que los demás seguían como si nada hubiera sucedido.

    Sus platos quedaron pronto vacíos y las tazas de café hubieron de ser llenadas por segunda vez cuando Paul recogió una carta que tenía en un pequeño estante.

    —Aquí tengo una cosa —le dijo—. Me la han dirigido a mí, pero en realidad, es para los dos. Ha llegado esta mañana.

    Alex cogió el tubo y extrajo la carta. La desenrolló. Leyó su contenido y volvió a enrollarla colocándola dentro del tubo. Se la devolvió a Paul.

    —No, Paul —dijo—. No es para mí. Lo siento, pero...
    — ¿Lo lamentas? —repitió Paul.
    — ¿Por qué?
    —Bueno —Alex se encogió de hombros—. Es un proyecto que a usted le gustaría realizar, ¿no es cierto?
    — ¿Y a ti? —le preguntó Paul.
    —Si no tuviera que irme, sí —dijo Alex.
    —No es demasiado tarde para cambiar de idea —le sugirió Paul.

    Alex no contestó en seguida. La carta le hacía una oferta tentadora. Procedía de la Strauss Foundation for Physical Research, y proponía un programa de investigación en la modulación y radiación electrogravitacional. Era algo sobre lo que se había trabajado muy poco —tal vez no fuera siquiera posible— pero Alex se había visto obligado a estudiar algo de eso cuando sus investigaciones para disertación. Entonces, había sido necesario demostrar que tal radiación no había sido generada por partículas subnucleares en estado libre, ya que una teoría de proceder subnuclear sugería que las anomalías observadas podían ser tenidas en cuenta por esa hipótesis. Al tratar de persuadir a Paul para que aceptara el proyecto, la carta mencionaba que uno de sus ayudantes había mostrado particular habilidad e interés sobre el particular. Era divertido, pensó Alex, reconocerse a sí mismo en aquella referencia. Y también halagador.programa de investigación en la modulación y radiación electrogravitacional. Era algo sobre lo que se había trabajado muy poco —tal vez no fuera siquiera posible— pero Alex se había visto obligado a estudiar algo de eso cuando sus investigaciones para disertación. Entonces, había sido necesario demostrar que tal radiación no había sido generada por partículas subnucleares en estado libre, ya que una teoría de proceder subnuclear sugería que las anomalías observadas podían ser tenidas en cuenta por esa hipótesis. Al tratar de persuadir a Paul para que aceptara el proyecto, la carta mencionaba que uno de sus ayudantes había mostrado particular habilidad e interés sobre el particular. Era divertido, pensó Alex, reconocerse a sí mismo en aquella referencia. Y también halagador.

    Cogió otra vez el tubo. Se fijó en el remite. Strauss Foundation for Physical Researh. Arrugó la frente.

    —No creo conocer a esa gente —dijo.
    — ¿Estás seguro de que no te interesa? —preguntó Paul.

    Alex vaciló. No era fácil de contestar. Sería un proyecto fascinador y ello significaría tener ocasión de hacer algún trabajo verdaderamente interesante. Y, al llegar ahora precisamente, le proporcionaba una excusa para quedarse a pesar de todo lo que él hubiera dicho antes. Sería agradable quedarse, y estar junto a Judith, sería muy agradable. Ella era una buena compañera. No sabía cuánto podría durar el asunto, o cuánto tiempo pasaría antes de que Paul descubriera (su túnica seguía en la baranda de la galería. Paul tenía que verla forzosamente), pero sería agradable mientras durara. Podría seguir trabajando con Paul, también..., por lo menos hasta que Paul descubriera lo de Judith.

    Pero tenía que pensar también en Venus.

    —Lo siento, Paul —dijo—. He de irme a casa. Me necesitan allá arriba.

    Paul asintió.

    —Sí. Quizás sea mejor —dijo—. Es un problema interesante, tal vez valga la pena hacerlo. Quizás algún día me decida a hacerlo. Pero ahora no. Y por supuesto, no para esa gente.

    Su súbita vehemencia asombró a Alex.

    — ¿Por qué no?

    Paul jugueteó con e! tubo.

    —Esa fundación —dijo— no es precisamente la cosa independiente que parece. Creo que tiene cierta relación con las Fuerzas del Espacio. Y ahora que lo pienso, ¿no te parece muy curioso que esta carta haya llegado precisamente cuando tú estás a punto de marchar?
    —No había pensado en esto —admitió Alex.

    Hizo ver que estaba muy ocupado probando si el café estaba caliente. Esto le dio tiempo de pensar.

    —Comprendo que las Compañías no quieran que regrese allá arriba —dijo al fin—. Pero no estoy del todo seguro que sepan nada de mí, ni que piensen que soy importante. Pero las Fuerzas del Espacio... —estuvo pensando unos instantes.

    Paul sonrió.

    —Y, ¿sabes? Eso puede convertirse en un arma —indicó acertadamente—. Si Winters está en lo cierto...

    Alex levantó la cabeza de pronto, asombrado ante la idea. ¡Paul tenía razón! Aquello era una trampa, una trampa muy inteligente que le habían tendido.

    —Y yo he estado a punto de caer en ella —dijo—. Nos quieren para fabricar armas, ¿he?armas, ¿he?
    —Sí —dijo Paul—. ¿Ves qué fácil es? ¿Qué fáciles los comienzos? Puede empezar con una cosa que parece completamente inocente.

    Se echó a reír.

    — ¿Sabes una cosa? Algún día creo que voy a gastarles una jugarreta. Aceptaré uno de sus proyectos, y entonces les probaré que no pueden construir un arma de esa manera. Y les haré gastar tanto dinero como sea posible. Creo que eso será justo, ¿no?

    Alicia intervino suavemente:

    —Paul..., por favor, no creo que sean cosas para bromear.
    —Oh, claro que no —concedió Paul—. Pero es una idea estupenda. En realidad es una vergüenza desaprovecharla.
    —Si las Fuerzas del Espacio saben algo de mí —dijo Alex lentamente— creo que desearán que me quede aquí, también.

    Paul lo escuchaba con atención.

    — ¿Oh? ¿Cómo es eso?
    —Cualquier día —dijo Alex— va a declararse una guerra.
    — ¡Alex! ¡Estás bromeando! —protestó Alicia.
    —Desearía que así fuera —dijo Alex, muy serio—. No sé si será pronto, tal vez tarde aún cincuenta años. Pero estallará. Venus no seguirá soportando que las Compañías se ocupen de todo, y creo que lo mismo va a suceder con Marte.
    — ¿Y entonces? —preguntó Paul. Alex no supo qué contestar.
    —No sé —admitió.

    Paul le miró agudamente y luego asintió.

    —No, creo que no —convino—. Es bastante difícil predecir cosas como esa, y sea como sea debemos mantenernos al margen de la política. Pero... me parece que un sistema que trata de impedir el avance de la ciencia... es propenso a estallar en su propio oído.
    —Eso es lo que pensamos todos los de allá arriba —dijo Alex—. Pero creo que no hemos profundizado demasiado en la idea.

    Mientras hablaba de ello, comprendió cuan ciertas eran sus palabras. Casi todos los de Venus conocían a Sidney Coleman, pero ahora se daba cuenta de cuan poco sabía él de aquel hombre, no más que era el dirigente de la agitación de la independencia de Venus.

    Paul asintió, pero el sujeto de la conversación estaba agotado ya para él.

    —He estado pensando una cosa —dijo—. Tal vez sirviera. Tú eres un hombre solo, Alex. Un hombre muy inteligente, joven y dinámico, pero así y todo sigues siendo uno solo. Y allá arriba hay mucho trabajo esperándote. ¿No crees que una fundación de becas aquí en la Tierra podría servir de ayuda?

    Alex contuvo la respiración. De momento, la sugestión borró todas las ideas de culpabilidad, de Judith y de la guerra venidera, de su mente.

    —Creo que sería una gran ayuda —pudo decir al fin—. ¿Cree usted que es posible? A las Compañías no les gustará esa idea.
    —Sí —admitió Paul—. Hay que tenerlo en cuenta. ¿Pero, cuándo desaparecerán las Compañías?
    —No lo sé —dijo Alex—. No sé cuándo llegará ese momento.

    Paul se encogió de hombros. No era importante.

    —Hablaré con algunos —dijo—. ¿Te cuidarás tú de las cosas en Venus? ¿Seleccionar a los candidatos? ¿Todo eso?

    Para Alex, era como si estuviera hablando en sueños.

    —Si estoy en posición de poderlo hacer —se oyó decir.
    —No sé qué haremos con Marte —siguió Paul pensativo—. Marte debe ser incluido también. Pero... —arqueó una ceja mirando a Alex—. ¿Te cuidarás tú de Venus? ¡Estupendo!
    —Puede que al principio me sea difícil —le recordó Alex.

    Paul movió la mano como queriendo disipar sus dudas.

    —Desearía saber algunos nombres de allá —dijo—. Sólo tengo algunos. Estoy seguro de que una nota personal serviría de...
    —Haré lo que pueda —dijo Frost.

    No estaba tan seguro ni confiado como Paul, pero no era aquél quien debía preocuparse, sino él.

    — ¿Le dejarás que te ayude, verdad? —Dijo Alicia—. Él quiere hacerlo, ¿comprendes?

    Alex se giró hacia ella, un poco embarazado, con sus ideas volviendo de nuevo con Judith, que seguía en su habitación.

    —Ha hecho tanto por mí —trató de explicar—. No me atrevería a pedirle que hiciera nada más. Y... bueno, haré lo que pueda. Tendré un buen puñado de hombres de mi lado. Sólo que la Compañía no hará las cosas fáciles.

    Paul acarició la mano de su esposa, sonriendo cariñosamente.

    —Ha estado demasiado tiempo bajo amparo —dijo—. Empieza a desear empezar a volar por su cuenta. Buena señal.

    Se giró hacia Alex.

    —De acuerdo, joven —dijo, con expresión risueña—. ¡Salta del nido!
    — ¿Más café? —sugirió Alicia.
    —Se está haciendo tarde. Tendré que irme —dijo.

    Al entrar en su habitación, ella estaba tendida boca abajo en la cama. Él creyó que dormía, pero al suave ruido de sus pasos ella levantó la cabeza. Rápidamente, se levantó y salió a su encuentro.

    — ¿Te vas ya? —preguntó.

    Sus manos reposaron sobre sus hombros desnudos.

    —Temo que sí —dijo, deseando no tener que hacerlo.

    Impulsivamente, se abrazó a él. Su cabecita rubia le llegaba justo debajo la barbilla. Ella no dijo nada; se mantenía de aquella manera, fuertemente abrazada a él, y él comprendió que ella quería que se quedara.

    Amaba a esa muchacha. Sentía su proximidad, y deseaba quedarse con ella.

    Pero Venus necesitaba todas las cosas que él había aprendido. No podía permitir que sus deseos ocuparan el lugar de sus obligaciones. El futuro de un mundo era más importante que unos placeres transitivos. Más incluso que Judith.

    — ¿Vendrás a Venus? —le preguntó.

    Asintió con la cabeza. Sus cabellos le rozaban la barbilla.

    —Tan pronto como pueda —dijo ella, con voz entrecortada—. La próxima primavera, tan pronto acabe la escuela.
    —Quiero que vengas y te quedes conmigo —se oyó decirle. Las palabras que pronunció a continuación salieron casi sin pensar—. Espero que nunca desees ir a ninguna otra parte.

    Se abrazó con fuerza contra ella, que se dobló entre sus brazos mirándole con sus brillantes ojos.

    — ¿Te gustó la prueba? —le preguntó, riendo feliz.
    —Me gustó la prueba —admitió muy serio—. Y me gustó la muchacha. Es una muchacha que gusta en seguida.
    — ¿No..., no te has cansado de mí? —Le preguntó— ¿No dirás eso sólo para que me sienta contenta?

    Apartó un mechón de cabellos que le caía por la frente.

    —Lo digo porque quiero que vengas y te quedes conmigo —dijo. Cada palabra significaba exactamente lo que estaba deseando. Siguió abrazándola, odiando el momento en que tendrían de separarse.

    Bueno, pues...

    —Judith, no esperes —le dijo de pronto. Las palabras brotaron atropelladas—. Vente conmigo ahora.

    Ella temblaba en sus brazos, ya fuera por excitación de placer o por temor callado, no lo sabía.

    — ¿A Venus?
    —Tengo una cabina reservada; habrá sitio para ti —le apremió. Le haría sitio, si era preciso—. Todavía estamos a tiempo si te apresuras.
    —Me gustaría hacerlo, Alex —le dijo suavemente—. Oh, sí, Alex. Me gustaría. Pero hice una promesa.

    Quedó callada. No podía ver su rostro.

    — ¿Una promesa? —preguntó. Ella le miró otra vez, como si quisiera decirle algo que le costara expresar.
    —Le dije a mamá que quería irme. Quiero decir ahora. Se lo dije, Alex. Y papá me habló de eso, y me hicieron prometer que no me iría hasta que saliera de la escuela. En realidad ellos desean que siga yendo al colegio, y allá arriba no podría ir, ¿verdad?
    —Allá no hay gran cosa más que las escuelas técnicas —le dijo Alex, tratando, a pesar de ser suyo, de ser sincero—. Y no están a la orden del día. No pretendo desanimarte... —no deseo tal cosa—, pero...
    —Pues no me preocuparé por el colegio —decidió ella—. Porque quiero ir allá y..., y quiero estar contigo. De veras.

    Sus ojos eran azules, sinceros, francos.

    —Y yo deseo que vengas, dijo él sintiendo de nuevo el suave calor de sus hombros bajo sus manos, tan pronto como puedas.

    Judith le rodeó el cuello con sus manos y unió sus labios a los de Alex.

    —Oh, sí, Alex —dijo—. Iré. Te lo prometo.

    Había llegado la hora de irse. Se inclinó y la besó abrazándola con fuerza, deseando no tener que soltarla. Luego, lentamente, con pena, la dejó ir.

    —Te he puesto una cosa en la maleta —le dijo ella, mientras iba hacia la puerta—. Quiero que lo conserves.
    — ¿Pesa mucho? —le preguntó Alex, pensando en el peso máximo permitido, pero sin intención de rehusar su regalo. Resolvió que desde Thule le enviaría algo antes de que la nave emprendiera el viaje, un brazalete de oro, pensó, para que armonizara con el tono dorado de sus brazos.
    —No. No pesa apenas —le dijo ella, moviendo la cabeza—. Es muy pequeño. Y..., por favor, Alex, no abras la maleta antes de que la nave haya despegado. ¿Me lo prometes?
    —Como tú digas, Judith —le aseguró. Odiaba la idea de tener que dejarla.

    Ella volvió a besarle una vez más, por última vez.


    —Fue maravilloso, Alex —le dijo suavemente—. Realmente maravilloso. Me siento estupendamente.

    Rápidamente, dejando caer sus brazos, se dirigió hacia la puerta. Antes de que pudiera decir algo, ella había atravesado el umbral hacia la galería.

    Tras un momento, recogió su maleta y la siguió. Estaba inclinada sobre la baranda de la galería, todavía desnuda. Estaba diciéndole algo a su madre que se encontraba en el piso de abajo; algo acerca del desayuno que tomaría dentro de pocos minutos. Se dio la vuelta, cogió la túnica y se dirigió a la habitación de ella. Cuando llegó a la puerta de la misma se giró para mirarle. Su cabello tenía el color del trigo maduro y sus ojos eran azules como un lago y su cuerpo, maravillosamente bronceado. El medallón de oro que llevaba destellaba en su garganta. Sintió desesperados deseos de ir junto a ella, pero no podía moverse ni hablar. Por un momento estuvieron contemplándose uno al otro. Luego, súbitamente, ella dio la vuelta y desapareció en su habitación.

    Temblando cruzó hacia la escalinata. Paul y Alicia estaban esperándole abajo, mirándole. Debían haber visto que acababa de salir de la habitación de Judith. Bajó las escaleras, sintiéndose las piernas envaradas y el rostro abrasándole como si tuviera fiebre.

    Paul le salió al encuentro. Hizo un esfuerzo para mantenerse sereno.

    —Tendremos que apresurarnos —le dijo Paul, cogiéndole la maleta—. Ya tengo el coche preparado.

    Alex le miró atontado. No era posible que no se hubieran dado cuenta de nada. Paul le había cogido la maleta. Alex apenas se había dado cuenta. Paul se había dirigido con paso ligero hacia el coche, como si nada hubiera sucedido.

    Entonces se le acercó Alicia. No podía retroceder. Le tendía la mano, y sonreía encantadora como siempre.

    —Es maravilloso tenerte entre nosotros —le dijo, y él no pudo dudar de la sinceridad de aquellas palabras. Era demasiado real—. Si alguna vez deseas regresar, no es necesario que te molestes en preguntar si puedes venir. Ya sabes que puedes venir sin comentar nada.
    —No podría ir a ninguna otra parte —trató de decir.

    No sabía ni lo que quería decir en realidad con aquellas palabras, pero eso no importaba. Regresaba a casa, a Venus. No volvería, nunca.

    Ella le sonrió y le besó en las mejillas. Le dejó ir, sin que hubiera dicho una sola palabra de Judith. Poco a poco, fue girándose.

    —Gracias —murmuró—. Gracias... Por todo. Yo...
    —Será mejor que os marchéis. Está haciéndose tarde, Alex —le dijo ella.
    —Sí —dijo, y agradecido por la excusa que le había brindado, corrió hacia el coche.
    —Que tengas buen viaje, Alex —le oyó decir en voz alta—. No te olvides de hacernos saber noticias.

    Se ruborizó por el tono de su voz, con las ideas convertidas en un verdadero caos de culpabilidad y temor irracional. Entró en el coche. Ya no oía su voz. Tenía escalofríos debido al sudor que bañaba su cuerpo pese que el día era frío.

    Paul puso el coche gravitacional en marcha. Una vez alcanzada la velocidad media, Paul colocó el mando automático y se recostó en su asiento. Unas nubes grises les rodeaban. La lluvia seguía cayendo y de vez en cuando veían algún otro coche.

    Inquieto, Alex se agitó en su asiento. Paul no había dicho nada, pero lo sabía. Tenía que saberlo. No era posible que no lo supiera. Alex respiró profundamente. Lo más honrado sería confesar lo que había sucedido.

    —Paul, yo... la noche pasada —tartamudeó—. Judith...

    Paul sonrió amablemente.

    — ¿Durmió contigo? —sugirió suavemente.

    Alex tragó saliva.

    —Sí. Lo siento, Paul. Nosotros... —admitió, prosiguiendo a duras penas—. No fue idea mía. Quiero decir que...
    —Bueno —dijo Paul—. Me alegro de oírtelo decir.

    Sus palabras sonaban completamente satisfechas.

    Parecía estar conforme.

    No era lo que Alex esperaba. Trató de protestar.

    —Paul... he dicho que...

    Este se echó a reír.

    —Alex, Alex —murmuró, moviendo la cabeza y riendo todavía—. No estamos en Venus, todavía. ¿Es que suponías que iba a encolerizarme?

    En Venus, pensó Alex, había castigos muy especiales para los hombres que se aprovechaban de las jovencitas inocentes. Castigos que garantizaban que no volvería a cometerse aquella clase de fechoría. Pero Paul sólo dijo, sonriendo:

    —Ya lo sospechábamos, Alicia y yo. Debo añadir que me siento aliviado. Estábamos empezando a preocuparnos por ella.
    — ¿Preocuparse? —Repitió estúpidamente como si fuera la única palabra que pudiera susurrar—. ¿Por qué? No hay nada que funcione mal en ella.
    —Claro que no —dijo Paul—. Pero Alex... hace casi un año que el doctor la revisó. Es más bien tímida, naturalmente, pero nunca supusimos que vacilara tanto.

    ¿Tímida?, se preguntó Alex incrédulamente. Observaba las nubes y la lluvia. A su mente acudió el recuerdo de todas las veces que habían nadado juntos desnudos en la piscina, y en todas las veces que habían ido al lago. Incluso cuando era una niña, era difícil decir de ella una muchacha tímida.

    —Sí, estamos contentos, Alex —proseguía Paul—. Nunca imaginamos que ello se debía a que te había escogido a ti como primer hombre. Fue una verdadera sorpresa cuando nos lo dijo, la semana pasada, a Alicia. Debo decirte, sin embargo, que me sentí complacido y Alicia quedó encantada.
    —Quiere venir a Venus —dijo Alex.

    Ahora que las cosas estaban aclaradas, se apresuró a decírselo.

    —Le he pedido que viniera conmigo.

    Paul asintió.

    —Sí, nos habló de eso. Y si el año que viene ella persiste en este deseo puede hacerlo.
    — ¿No se opondrán? —preguntó Alex, todavía un poco desconcertado por la conducta de Paul.
    — ¡Santo cielo, Alex! ¿Por qué habríamos de hacerlo? Cuando haya terminado la escuela, si sigue deseando ir, será perfectamente libre de hacer lo que mejor le plazca. Si desea irse a Venus y vivir contigo, me parece que es un asunto a resolver entre vosotros. Alicia y yo somos tan sólo una parte interesada circunstancial.
    —Yo cuidaré de ella, Paul —prometió Alex. Paul sonrió.
    —Estoy seguro de ello —dijo—. Si no fuera por eso, hubiéramos tenido más interés en tratar de disuadirla, lo que no hubiera servido de gran cosa si ella se hubiera hecho ya la idea. Pero tal como están las cosas, lo único que deseamos, es que ella esté realmente segura de que desea irse. Si antes de que acabe la escuela no cambia de parecer, nos sentiremos satisfechos.

    Alex trató de decir:

    —Paul, yo... no sé qué decir.

    Paul se echó a reír.

    —Vaya, no tienes que decir nada. Creo que —dijo— ahora Venus es un buen lugar al que ir. Puede que no sea tan alegre y confortable como aquí, y tal vez aquí seamos más civilizados, libres y razonablemente democráticos, pero... ¿sabes, Alex? Creo que precisamente a causa de esas cosas, aquí en la Tierra no cambiamos mucho. No progresamos gran cosa; estamos demasiado satisfechos con lo que tenemos. Y si tu pueblo rompe las cadenas que le unen a nosotros, como tú has dicho que desean hacer, creo que eso asegurará vuestro futuro. Vosotros iréis dejándonos atrás... y no creo que nos importe demasiado. Por esto, si Judith desea ir a Venus, y vivir contigo, me sentiré muy satisfecho y la dejaré ir.

    Llegaron a la terminal. El vehículo fue descendiendo lentamente. La lluvia arreciaba.

    —Bien, ya hemos llegado —anunció Paul, deteniendo el coche.


    El vuelo a Thule fue rápido y veloz. En aquella terminal se detuvieron sólo el tiempo necesario para poder comprar el brazalete de oro para Judith. Se lo envió. Le costó más de lo que hubiera debido gastar, pero no importaba. Sólo Judith importaba.

    Subió a bordo del Silver Goddess. Era apenas mediodía, hora de Northshore, cuando entró en su cabina, con aire ausente. Dio una propina a la azafata y recogió su maleta. La azafata se marchó a atender a otros pasajeros más generosos y Alex se sentó en la cama mirando a su alrededor. Era una habitación corriente sin personalidad ni cortinas innecesarias. Después de un momento, se echó dentro la cama. Estaba fatigado.

    Cuando despertó el Goddess había despegado de la Tierra. Se hallaba ya camino de su hogar.

    Hasta la noche, cuando ya estaba preparándose para irse a dormir, no abrió la maleta. Entonces encontró el paquete que Judith le había puesto. Se había olvidado de ello. Era pequeño y bien envuelto. No pesaría más que unas onzas.

    Rompió el papel. La caja que contenía era lisa. Alguna chuchería, pensó.

    Un momento después, sosteniendo el reloj en la mano, supo que se había equivocado por completo al hacer tal suposición. La brillante superficie de plata era tan perfecta como un espejo y la correa de flexmetal era un trabajo de precisión. La esfera, bajo un cristal tan transparente como el aire, indicaba no sólo los segundos y las horas, sino también los días, meses, años y siglos y el nombre que constaba debajo del 24 era Millenium Eterna. Un reloj de potencia nuclear. Una verdadera joya. Debía haberle costado por lo menos un par de miles. Se preguntaba de dónde habría sacado tanto dinero y se sintió deprimido al comprender el gasto que ella había hecho para un regalo de partida.

    Pero ella iría a Venus, pensó, al año siguiente. Deseaba que ella fuera a su lado y se le haría difícil la espera.lado y se le haría difícil la espera.

    El vuelo hasta Venus no duró dos semanas. Tres días antes de la fecha prevista de la llegada del Goddess, empezaron a circular rumores, por la nave, de que en el planeta había lucha, aunque en realidad nadie sabía nada. Los oficiales de la nave no hablaban.

    Cuando el viaje llegó a su fin el Silver Goddess aterrizó en Venus con un par de horas de retraso, aterrizando en Wind George en lugar de Southport, los pasajeros enfadados exigieron saber los motivos de tal variación.

    El capitán de la nave habló a través de los altavoces. Southport estaba en manos de los rebeldes, dijo. Rodeado de un silencio de incredulidad y asombro, Alex se sintió feliz. La Liberación había comenzado. Pronto todo Venus sería libre.

    Pero al año siguiente, la guerra continuaba todavía. Judith no pudo venir a vivir con él, y ni siquiera supo de ella. La guerra cerraba todos los caminos y les mantenía separados, y él, sin ella, se sentía nostálgico.


    CAPÍTULO VIII


    — ¿Preparado para despegar?

    La voz del capitán de la nave de reconocimiento sonó a través del altavoz con resonancia metálica.

    —Preparado —contestó Frost.

    La luz de aviso del panel frente a él, pulsaba el color rojo más de prisa que los latidos de un corazón.

    —Prepárese —dijo de nuevo la voz del capitán—. Nos acercamos al punto de separación. Empiezo a descontar. Dieciséis! ¡Quince!... —luego un silencio. Después— ¡Diez! ¡Nueve! ¡Ocho!...

    Hacía casi tres semanas desde que había salido de Venus. Una nave rápida habría realizado el vuelo a la Tierra en poco más de una semana, pero a fin de escapar de la detección de la nave, habían tomado una órbita retrógrada cayendo a un plano eclíptico inferior. La última etapa del viaje debía realizarla solo.

    — ¡Cuatro! ¡Tres! —Suerte, amigo—. ¡Uno! ¡Cero! ¡Suéltese!

    Frost se apuntaló. La luz roja dio un chasquido y se apagó. Una ruda sacudida le arrojó contra los tirantes y bruscamente se halló en libre caída, ligero.

    La pantalla panorámica que se extendía frente a él se iluminó y a, través de ella pudo contemplar las miles de puntas de luz que salpicaban el firmamento —las estrellas que cubrían los cielos como diminuto polvo de fuego—. A su derecha, una sombra recortándose contra las estrellas, la nave de reconocimiento que iba retrocediendo, girando, emprendiendo la curva hacia otra nueva órbita por la que regresar a Venus. Frost la observó hasta que fue disminuyendo paulatinamente, hasta perderse entre las brillantes estrellas.

    Entonces, cuidadosamente, se dedicó a comprobar su órbita.

    Tenía que ser exactamente igual. Todo debía funcionar con la precisión establecida. Para descender a la Tierra había tenido que disfrazarse de meteoro. Tenía que descender en caída libre todo el camino. La nave de reconocimiento le había dejado en el lugar adecuado, en una órbita que le convenía. Caería en la atmósfera de la Tierra a la hora en que la exhibición del meteoro estuviera a su altura.

    Por lo menos así lo habían planeado. El vehículo de entrada en la atmósfera había sido diseñado para dar la apariencia de un meteoro. No tenía ninguna utilidad usar la potencia hasta que hubiera entrado en la atmósfera, ni podía revisar mediante el radar el espacio que le rodeaba. Tenía que correr el riesgo de chocar con otro meteoro que pudiera salirle al paso.

    Pero la órbita tenía que ser correcta. Todo había sido calculado al microsegundo, y el vector había sido trazado en miligrados. Sólo la más ligera desviación, y su nave pasaría a millones de millas de la Tierra.

    Comprobó la posición y le salió exacto. Volvió a comprobarlo y los números seguían coincidiendo. Descansó.

    Aflojó los tirantes que le sujetaban en el asiento de piloto. Podía ponerse tan cómodo como quisiera. Estaba en libre caída ya, ligero, y tenía un largo vuelo frente a él. Dos días.cómodo como quisiera. Estaba en libre caída ya, ligero, y tenía un largo vuelo frente a él. Dos días.

    Por la noche llegó al centro del Pacífico, como se había planeado. Consultó atentamente el termómetro.

    Cuando el vehículo atravesó la capa de aire, empezó a estremecerse. Rápidamente Frost presionó un botón hasta que la estabilidad se restableció. Allá abajo estaba la inmensidad del océano. Arriba la cúpula de las familiares estrellas. Poco a poco fue reduciendo la potencia. El horizonte comenzó a acercarse más despacio que antes. Activó el altímetro-radar. Siete mil pies, indicaba. Las cosas iban saliendo como se había previsto.

    Continuó descendiendo hasta que estuvo a unos cien pies del agua y podía ver muy tenuemente el ondear de las olas. Orientándose con las estrellas se dirigió hacia el nordeste.

    El vuelo duró poco tiempo. Diecisiete horas. Había tenido que seguir una línea curva. No podía volar cerca de las islas, y su pequeña nave no había sido diseñada para volar en la atmósfera. Volando a una altura tan baja, no podía ir a más de quinientas millas la hora. Así y todo, sin embargo, iba bastante rápido. Pasando tan cerca de las olas encrespadas, tenía que usar los controles manuales. Fatigado y soñoliento por las horas transcurridas sin poder pegar ojo, casi no vio las crestas de las montañas de la isla Vancouver cuando surgieron ante él.

    Disminuyó la velocidad orientándose cuidadosamente, y descendió hasta el agua. Bajo la turbulencia de las olas, guió la nave lentamente hacia la isla. Tardó dos horas. El agua a su alrededor era completamente sombría, oscura.

    Salió a la superficie. En la playa brillaban algunas luces. Pasó todavía unos minutos bordeando la línea de la costa. La tierra aparecía bajo el agua y las olas se estrellaban persistentemente contra las rocas.

    Nadie le veía.

    Fue avanzando hasta llegar a una cala desierta donde no había corrientes de agua. A una profundidad de cuarenta pies su nave tocó fondo. Cerró la célula de potencia. Apagó las luces, quedando en la más profunda oscuridad.

    Se desabrochó los tirantes que le ataban al asiento piloto. Soltó los enganches que permitían reclinar el asiento, y se tendió al fin, permitiéndose el lujo de dormir.

    Estaba agotado.

    Por la mañana cuando el sol se filtraba débilmente a través del agua, salió de la nave. El agua estaba fría, pero el traje le protegía bastante y pronto estuvo trepando por las rocas.

    Se sacó la escafandra y la enterró, colocando una piedra pesada encima de la tierra fresca. Hizo una señal en la piedra y arrojó al mar la herramienta que le había servido para agarrarse a la superficie rocosa.

    Abrió la bolsa impermeabilizada que llevaba con él, y sacó unas botas ligeras, unos pantalones y una camisa de algodón. Hacía demasiado calor para llevar una cazadora. La puso dentro de la bolsa que llevaba y se puso en camino a lo largo de la playa en dirección al pueblecito que había vislumbrado la noche anterior.


    Seattle era una brillante ciudad con torres, colinas y agua azul. Coches gravitacionales surcaban el aire. Naves acuáticas recorrían los lagos dejando tras sí una cresta de nívea espuma.

    Alex Frost se alejó del terminal aéreo y anduvo hacia la ciudad antigua, con una barba de cuatro días y la escasa provisión de dólares terrestres, sensiblemente rebajada por el coste del viaje. Llevaba una bolsa colgada sobre el hombro y la cazadora doblada sobre el brazo.

    La ciudad antigua era una sección que había podido resistir la Guerra de Reunificación. Estaba en el refugio de la colina que la había protegido. Edificios antiguos se apiñaban pared contra pared, en calles pavimentadas a la antigua usanza.

    Frost fue avanzando por estas calles. Sus habitantes apenas se fijaban en él. Estaban apoyados en los umbrales de la puerta o contra la pared. No se diferenciaba su aspecto del de ellos. De vez en cuando miró directamente a los ojos de alguno de los hombres. Sólo confusión. Vacío.

    Lo primero eme necesitaba era dinero. Dinero, y después procurarse algo de ropa nueva, y afeitarse, y entonces podría empezar su misión. Pero el dinero primero. No habían podido darle mucho antes de partir de Venus, puesto que allá no hay grandes existencias de dólares de la Tierra. Ellos le habían dicho que podría encontrarlo aquí, en esa vieja ciudad. Estaba esperándole, le dijeron y le explicaron cómo obtenerlo.

    Establezca su pretexto, le habían dicho. Encontró un vigilante público inclinado sobre una taza de café en un mostrador de una cafetería y se sentó a su lado, haciendo una seña al camarero que se acercaba, dándole a entender que no deseaba nada.

    —Amigo —le dijo al vigilante, dejando la bolsa en el suelo—, ¿a dónde debe ir un peregrino para colocar sus pepitas en estos alrededores?

    El vigilante era gordo. El uniforme le iba estrecho. Dirigió una mirada rápida a Frost y le indicó con el pulgar al hombre que estaba tras el mostrador.

    Rápidamente, Frost movió la cabeza.

    — ¿Cree que sólo llevo cosa pequeña? —Preguntó— Óigame... traigo de muy grandes.

    El vigilante dijo algo entre dientes mientras se frotaba la oreja. El hombre de detrás del mostrador volvió a lavar los platos. El vigilante observaba la taza de café que tenía ante sí, decidiendo que todavía estaba demasiado caliente para beberlo, y volvió a mirar a Frost.

    —Big Hearted Howard tiene el mayor equipo del distrito —dijo—. Se tragará sus pepitas y todo lo que habrá ganado será salir por el otro lado.

    Frost sonrió. Sabía todo lo necesario de Big Hearted Howard.

    — ¿Dónde está? —preguntó.

    El vigilante le dio la dirección. No le fue difícil encontrarlo, y Frost sabía de todas formas dónde se hallaba aquel lugar, pero escuchó con atención fingiendo no haber comprendido bien, haciendo algunas innecesarias preguntas antes de marcharse.

    —Gracias, amigo —dijo, levantándose. Recogió la bolsa.
    —Dígale a ese hombre que va de parte mía —le dijo el vigilante—. Placa 27. ¿Entendido?
    —Placa 27 —respondió Frost—. De acuerdo... Se lo diré.
    —Veintisiete —repitió el vigilante, señalando a Frost con el dedo—. Recuerde. Veintisiete. Me da comisión cuando le envío un cliente.


    Big Hearted Howard disponía de diez yardas de fachada a lo largo del paseo, la mayoría de ellas como puertas abiertas. Cuando Frost se acercaba, un tipo alto, corpulento, moreno, salía del local empujando a otro más pequeño que él... un hombre con ropas arrugadas, cabello largo y una buena barba. Cada tres o cuatro pasos, el más pequeño disminuía la marcha, y el otro que iba detrás suyo le propinaba un empujón. Una de las veces cayó al suelo. Así fue siguiendo hasta que se perdió de vista, mientras el hombretón se quedaba viéndole marchar. Una vez vio que había dado la vuelta a la esquina entró de nuevo en el local.un tipo alto, corpulento, moreno, salía del local empujando a otro más pequeño que él... un hombre con ropas arrugadas, cabello largo y una buena barba. Cada tres o cuatro pasos, el más pequeño disminuía la marcha, y el otro que iba detrás suyo le propinaba un empujón. Una de las veces cayó al suelo. Así fue siguiendo hasta que se perdió de vista, mientras el hombretón se quedaba viéndole marchar. Una vez vio que había dado la vuelta a la esquina entró de nuevo en el local.

    Frost le siguió. Era un lugar muy atareado. A lo largo de la pared de la izquierda, detrás del mostrador, había un tablero electrónico que informaba de las cotizaciones del mercado, tomando apuestas, y, con menos frecuencia, pagándolas. En el centro de la sala diversas clases de máquinas brillaban con sus vivos colores luminosos. Frost probó suerte con alguna de aquéllas. Pero comprendió que no se podía ganar gran cosa. Hombres y mujeres, ávidamente iban metiendo monedas en sus ranuras y apretando botones. De vez en cuando había una lluvia de monedas para uno de los jugadores, que recibía ánimos en forma de un diminuto premio.

    Un hombre tan pequeño como un chiquillo de ocho años se le acercó.

    — ¿Observando la escena? —preguntó.
    — ¿Hay algún Gigante por aquí? —preguntó Frost.

    El hombrecillo le miró de arriba abajo.

    —Está allí encima —dijo, señalando con su huesuda mano un rincón de la sala—, pero será mejor que cambie de idea... es muy caro. Ni siquiera parpadea por una pepita que sea inferior a cinco.
    —Tengo las semillas —dijo Frost, alejándose—. Y soy muy dócil, señor. Muy dócil.

    Se acercó a la máquina. No tenía nada de especial, más que el selector de número. Era algo más complicada que las demás. Su interior visible a través de claro transplex, estaba lleno de luces de colores, cuya única misión era dar a la máquina un aspecto más impresionante.

    El número que escogió era el 38501. La máquina con gran ruido e iluminación indicó al poco rato un número en su tablero: 74096.

    Frost hizo un cálculo mental rápido y marcó otro número: 35595, la diferencia entre el primer número y el que había dado la máquina. Tras el mismo procedimiento que antes la máquina mostró otro número. Esta vez era el 21853.

    Frost arrugó el ceño. Tendría que haber sido el 68429. Se preguntaba si habría sucedido algo que hiciera cambiar el funcionamiento de la máquina, algo que no supieran allá en Venus, pero no podía hacer más que seguir adelante. Tenía que ganar dinero y aquel era el lugar y la forma mediante la que podría conseguirlo. Preocupado, puso los últimos cinco que le quedaban y marcó otro número: 99473.

    Pero el número que apareció en el tablero fue el 18256, la señal de aviso.

    Miró la pizarra. Sentía frío. El Servicio de Inteligencia de la Tierra conocía a Big Hearted Howard, decía el número, conocía el lugar y lo estaba vigilando.

    Y Big Hearted Howard sabía que ellos lo sabían, y había preparado ese aviso.

    Tuvo mucho cuidado en no girarse demasiado bruscamente. Hizo un esfuerzo para mantener el rostro con expresión tranquila. Casi tropezó con el hombrecillo de antes, que estaba cerca de él.

    — ¿Dónde está su jefe? —le preguntó.

    El hombrecillo le contempló con sus pequeños ojos.

    —Amigo —dijo—, yo no tengo jefe. Yo soy el jefe.
    — ¿Big Hearted Howard? —preguntó Frost.
    —Está usted hablando con él en persona. ¿Quiere decir algo o sólo quiere distraer un poco la lengua?

    Frost señaló con el pulgar la máquina.

    —Su Gigante está chiflado, señor —le dijo.
    — ¿Qué le hace suponer tal cosa? —quiso saber Big Hearted Howard.
    —Sé distinguir un Gigante chiflado tan pronto le veo —le dijo Frost, ásperamente.
    — ¿Ah, sí? —El hombrecillo dio media vuelta y levantó la voz—. ¡George!

    El tipo corpulento que Frost había visto antes de entrar se acercó. Andaba despacio, balanceándose, como una montaña que se moviera, pensó Frost.

    — ¿Llamabas? —preguntó George.

    Big Hearted Howard indicó con la cabeza a Frost.

    —Límpiame ese lugar, George —dijo.

    Frost sintió una mano que le agarraba con fuerza por el hombro, haciéndole dar la vuelta. Súbitamente se halló camino de la puerta a través del salón de juego, tambaleándose sobre sus pies, ya que éstos iban demasiado despacio con respecto al empuje que llevaba el resto de su cuerpo. Algo le espoleaba por la espalda, haciéndole inclinar hacia adelante.

    Una vez fuera y al ser soltado bruscamente, quedó tumbado sobre las gruesas cizañas. Se puso lentamente en pie. Las palmas de las manos le quemaban y se las contempló mudamente. Tenían arañazos y estaban llenas de porquería. George estaba de pie en el bordillo, mirándole como un Zeus imponente, y después de un momento tras él apareció Big Hearted Howard, que le arrojó la bolsa y la cazadora que se había dejado en el interior del local, sin detenerse a comprobar si Frost lo recogía.

    Afortunadamente, pensó Frost, inclinándose, su bolsa no contenía nada que pudiera romperse.

    Sacudió el polvo de la cazadora, cuidando de hacerlo con el dorso de la mano. Miró de nuevo a George, y éste le miró a él. Frost dio la vuelta y se alejó a través de la cizaña hacia el otro lado de la calle. Torció en la primera esquina. Miró hacia atrás y vio que nadie le seguía, pero eso nada significaba. Lo cierto era que había sido observado, a pesar de la escena que había representado.

    Entró en el primer lugar donde vio el anuncio de HABITACIONES 2 dls. Esto le dejó con sólo un dólar y algunas monedas sueltas, pero era un gasto que no podía evitar. Tan pronto como estuvo en su habitación, se desnudó y se sentó en el desvencijado lecho, examinando sus ropas pulgada a pulgada. Encontró dos pinchos manchados de sangre clavados en la camisa, y otro en los pantalones. Todavía encontró uno más en el talón de sus botas.

    Abrió la bolsa para sacar otras ropas con las que sustituir esas, y quedó sentado allí con estúpida sorpresa al contemplar el gran pliego de dinero que se desparramaba. Billetes rojos, verdes, anaranjados y púrpura, como si fuera un trozo del arco iris. Chapuceramente, pensando maravilladamente en el hombrecillo que debía haberlos puesto allí, recogió los billetes y los sostuvo en la mano. Todos eran billetes pequeños, pero había muchos.

    Bueno, más tarde tendría tiempo suficiente para contarlos. Ahora...

    Un no iniciado se habría extrañado...

    Sacó los pinchos que llevaba en la camisa y pantalones sirviéndose de unas pinzas con puntas de goma, hundiendo los pinchos en el duro colchón de la cama, para que siguieran transmitiendo sus señales. Luego fue a ducharse, frotándose vigorosamente, por si había quedado algún pincho clavado en su piel.pinzas con puntas de goma, hundiendo los pinchos en el duro colchón de la cama, para que siguieran transmitiendo sus señales. Luego fue a ducharse, frotándose vigorosamente, por si había quedado algún pincho clavado en su piel.

    Se afeitó y lavó la cabeza con un jabón que llevaba en la bolsa, desapareciendo el tinte que oscurecía su cabello y volviendo a quedar rubio claro. No había más pinchos. Estaba limpio.

    No tenía más ropas, por lo que se puso lo mismo de antes. Guardó en el bolsillo un poco de dinero y guardó el resto en el fondo de la bolsa. Miró por la habitación. Había estado en ella menos de una hora.

    Decidió que había llegado el momento de irse.

    Salió. Deseaba no haber tenido que abandonar su cazadora, pero era una pieza demasiado distintiva para llevar por la ciudad. La dejó sobre una silla. Llevando la bolsa bajo el brazo como un fardo, subió las escaleras que conducían hacia el tejado, y fue cruzando unos cuantos hasta llegar al extremo de la manzana. Entonces descendió hasta el nivel de la calle. Encontró una puerta que daba a una callejuela, rompió la cerradura y salió.

    Minutos después, subía la colina. Deteniéndose para respirar sosegadamente después de un rato de subida, miró hacia atrás a la vieja ciudad. Se levantaba en medio del declive como algo dejado allí desde la edad media. Paredes de ladrillos rojos y tejados irregulares. Era difícil imaginar que la gente pudiera vivir allí. Dio la vuelta y empezó a descender por el otro lado de la colina.

    Desde Seattle, cogió un avión a Honolulú, y de allí fue a la ciudad de Méjico. Con sólo unos minutos de espera, pudo empalmar con un vuelo a Caracas. Fue la última persona que subió a bordo. Desde Caracas viajó hasta Londres, donde estuvo vagando por la ciudad durante todo un día. Provisto de nuevas ropas, se dirigió a Montreal. Allí compró un coche viejo gravitacional pero todavía en buen uso. Volando de noche, tomando la ruta indirecta y mezclándose con el tráfico de Columbus, Cincinati, Minneapolis y Omaha, llegó a Denver cuando faltaba una hora para amanecer.

    Había meditado mucho antes de decidir que Denver era el lugar donde empezar sus averiguaciones. Boulder no era un centro importante donde pudiera trabajarse en física de la relatividad, pero debería tener una buena escuela superior. La biblioteca de física tendría todos los periódicos significativos y todos los nuevos textos. Y el sistema de índice era moderno y bueno. Esas eran las únicas cosas que contaban.

    Y lo que era aún más importante, no tendría grandes posibilidades de encontrarse con alguien que le conociera.

    Una vez aprendió el sistema de tráfico, en unos diez minutos estuvo en Boulder. Empezó a trabajar.

    La Biblioteca de Física y Ciencias afines, era una cúpula translúcida en forma de colmena, de color perla. Emergía en el centro de Boulder como la cabeza de un gigante mirando hacia el cielo. A su alrededor edificios más altos.

    No fue difícil obtener el permiso para lo que deseaba. Frost dijo que se llamaba Wilbur Jeffers, y se presentó a sí mismo como un ingeniero de Scortia, DeVore & Manwaring, pequeña fábrica de Denver. No había grandes riesgos de que la biblioteca se tomara la molestia de comprobar sus palabras, pero en tal caso, la compañía le habría respaldado. Respaldaban a cualquiera que llevara una sílaba «bur» en su nombre. Pagó la tarifa correspondiente a los servicios que deseaba.servicios que deseaba.

    Se le asignó una mesa de lectura en la sala principal, bajo el alto techo de resplandor perleo. La mesa era pequeña y funcional, y tenía un espacio libre para poder tomar notas. Tenía acceso al índice igual que a los archivos.

    Sin el índice, el trabajo hubiera sido imposible. En los cuatro años transcurridos desde que se fue de la Tierra, se habían añadido toneladas de nueva información a las cintas y microfilms de la biblioteca, con información relativa no sólo a la física, sino también a otras ciencias. Era axiomático que cada descubrimiento genuinamente importante proviniera de la fructífera yuxtaposición de hechos previamente no relacionados, y su importancia podía ser calculada aproximadamente según la escala de la distancia que los hubiera separado. Se había obtenido más de una gran reputación por un hombre que no había hecho más que permanecer sentado en la mesa de la biblioteca, estudiando las masas de datos y hechos indigestos que el índice había recopilado y puesto correlativamente para ellos.

    Además de los autores, título y sujeto básico importante de cada papel e informe y libro de la biblioteca, el índice llevaba también una lista cuidadosamente precisa de cada uno de los elementos y aspectos que intervinieran, aunque fuera vagamente. Había algunas omisiones, por supuesto, ningún sistema podía ser perfecto; incluso el bibliotecario más capaz podía cometer un desliz, y hasta el papel más cuidadosamente escrito podía contener alguna incorrección que ni siquiera su autor hubiera notado.

    Pero un hombre que supiera servirse del índice, podía tener en pocos segundos cada retazo de información relativa al sujeto que estuviera investigando. Y la información iba recibiéndola, de modo que la relación entre un hecho y otro sería obvia. Usado con juicio, el índice podía hacer que hechos que aparecían algo oscuros, se volvieron tan evidentes que incluso hombres de investigación tan brillantes como el propio Paul Warren, se tiraban de los cabellos por no haber pensado en ello.

    Frost pasó tres semanas en aquella biblioteca. Salía sólo para comer y dormir. Era tiempo perdido. El índice le proporcionó prodigiosos volúmenes de información en cada categoría o subcategoría que le interesaba, pero la información que él buscaba no estaba allí. Entre la literatura publicada no había aparecido nada que le diera la más mínima sugestión de cómo la materia sólida podía ser acelerada a velocidad superior a la de la luz.

    Y el índice era completo. Al finalizar las tres semanas, no tenía más que exasperación y fatiga como resultado de su trabajo. Lo que él estaba buscando no estaba allí, o bien él carecía de la habilidad necesaria para saber distinguirlo cuando le saliera ante los ojos. Esta era su única alternativa y no le gustaba pensar en eso. Podía haber sucedido así.

    Y ahora el tiempo estaba empezando a pasar. Había dado un plazo de dos meses para realizar su investigación. Cuando ese plazo finalizara, en un instante preciso, y en un punto exacto, se había previsto que debería acudir a una cita con una nave de reconocimiento que le llevaría de nuevo a Venus. El trabajo tenía que hacerse antes de ese tiempo. Había creído que tendría más que suficiente y ahora había transcurrido casi la mitad del tiempo y nada había descubierto.

    Estuvo pensando un rato. Había estado seguro de que en toda aquella literatura habría encontrado alguna pista. No podía creer que un desarrollo tan radical pudiera suceder sin que se publicara algo en alguna parte, en alguna u otra forma por muy secreto que fuera.otra forma por muy secreto que fuera.

    Pero el índice no le había proporcionado nada. El descubrimiento crucial no había sido duplicado. Y esto significaba que el descubridor (que tenía que ser forzosamente un físico), deliberadamente no lo había publicado. Al ver su potencial como arma, el hombre debió dirigirse directamente a las Fuerzas del Espacio de la Tierra, y debía ser lo bastante importante para que ellos le escucharan.

    Debía haber sido, pensó Frost, fríamente, un hombre que él conoció.

    Se prometió que vería a aquel hombre muerto.

    Pero todo eso le dio un nuevo camino a seguir —no el descubrimiento en sí, sino hallar al hombre—. Volvió a la mesa. Volvió a servirse del índice. Fue cosa de pocos minutos extraer de él una lista de los hombres que habían publicado trabajos sobre física, que vivieran todavía, y que no fueran lo suficientemente viejos para estar retirados, pero que no hubieran publicado nada durante los dos últimos años. Era una lista muy corta, sólo diecisiete nombres además del suyo, todos en orden alfabético.

    El penúltimo de la lista era Paul Warren. Frost contuvo el aliento al verlo. Harold Yeats era el último de la lista, había perdido un brazo y quedado ciego, sufriendo además daños cerebrales en un accidente sufrido hacía cinco años. Con una extraña sensación, Frost se preguntó qué habría sido de Paul.

    Fue comprobando uno por uno la situación profesional y filiación actual de cada uno de los componentes. Varios habían sido transferidos de una escuela a otra durante los últimos cuatro años, y algunos otros habían abandonado sus profesiones por razones no especificadas. Otros habían tomado posiciones administrativas, y uno se había convertido en director de investigación de un gran negocio industrial. Vaciló al ver el nombre de Paul, temiendo lo que podía descubrir y temiendo incluso admitir por qué debía tener miedo. Hizo un esfuerzo.

    Profesor de Física, decía el índice. Universidad de Northshore.

    Frost suspiró aliviado. Había muchas razones posibles por las que Paul no hubiera publicado nada. Se sentía avergonzado por haber pensado que el arma podía tener algo que ver con eso.

    Estudió de nuevo la lista. Por el momento al menos, la mayoría de hombres habían quedado eliminados. Sólo quedaban cinco nombres, los que estaban con licencia. Reconoció a tres de ellos; habían sido estudiantes en Northshore cuando él estuvo allí. Les había conocido. Consultó el índice para los otros dos nombres. Habían obtenido sus calificaciones en otras escuelas, pero habían ocupado posiciones de profesorado en Northshore.

    Estaba sobre la pista de algo, sí. Algo debía haber sucedido en Northshore, alguien debía haber hecho un descubrimiento sensacional a pesar de la profecía de Paul, y entonces aquellos jóvenes se habían esfumado de la profesión, para ir a trabajar con el arma que su invento hacía posible. Con toda seguridad, debió ser uno de aquellos hombres quien realizó tal descubrimiento.

    Esto le hizo arrugar la frente y permanecer sentado durante un buen rato, sin hacer nada. Porque no podía concebir que alguno de ellos hubiera podido hacer posiblemente un descubrimiento como aquel. Recordaba que Kurt Saphiro se había especializado en mezclas frigoríficas. Walter Auden poseía unos conocimientos casi enciclopédicos sobre estructura de protones, y Grant McLeish había estado trabajando en la conductividad electrónica de sólidos no cristalinos. De acuerdo con el índice, Damon Tate era un hombre del campo gravitacional y Rudolf Merwin había escrito su disertación sobre la decadencia de la partícula.gravitacional y Rudolf Merwin había escrito su disertación sobre la decadencia de la partícula.

    Ninguno de ellos poseía más que un conocimiento superfluo sobre la relatividad. Ni ninguno de ellos, ahora que lo pensaba, poseía el derecho profesional que habría necesitado un hombre para persuadir a los oficiales de las Fuerzas del Espacio de que un descubrimiento esotérico podría tener significado militar.

    Es decir, hacía cuatro años ninguno de ellos lo tenía.

    Con el índice buscó una bibliografía completa de los cinco hombres. Repasó meticulosamente las listas, pero no encontró nada significativo en ellas. Cada hombre había conservado su especialidad.

    Buscó los resúmenes. Era difícil, ya que algunos de los trabajos se salían bastante de la línea de su especialidad. Y había bastantes. Los cinco habían sido fenomenalmente productivos.

    Antes de que hubiera terminado con los resúmenes, sonó el timbre que avisaba la hora de cerrar. En el poco tiempo que le quedaba dejó señales de los resúmenes que todavía no había revisado. Los estudiaría en su habitación en Pinecliffe.

    Anochecía cuando puso su vehículo en marcha.

    Las luces de la ciudad brillaban como joyas preciosas debajo de él, y el tranco en el aire era bastante considerable.

    Una vez en el nivel deseado, conectó el mando automático. Quedó asombrado cuando oyó, al poco rato, el sonido de alarma de que el mando automático se había estropeado. Rápidamente, se hallaba sólo a doscientos pies de los picos de aquellas enormes montañas, cuando consiguió hacerse cargo del vehículo. Algo funcionaba mal con el sistema de control. Muy lentamente trató de gobernarlo. Mentalmente pensó barbaridades de los revendedores de coches usados que no hacían más que limitarse a pintarlos de nuevo. Esta era la tercera vez que se le estropeaba algo.

    Siguió pensando en estas cosas, añadiendo coloridos detalles, durante todo el rato que duró su lento recorrido hasta Pinecliffe Skylon.


    CAPÍTULO IX


    A la mañana siguiente, encontró un garaje especializado en aquella clase de averías. No quedaba muy lejos del colegio, por lo que dejó el coche allí y se dirigió a pie hasta la biblioteca.

    Había terminado de leer los resúmenes en su habitación. No había encontrado nada, como había esperado, ni iba a mirar los papeles e informes de los cuales habían sacados los resúmenes. Probablemente no encontraría tampoco nada, pero tenía que intentarlo.

    Y si no encontraba nada, pensó, tendría que ir a probar en Northshore.

    Tenía que estar en Northshore. Cuando más lo pensaba, más seguro estaba que los ensayos del arma habían tenido lugar allí. Tendría que mantenerse a cubierto, claro, pero aún así podría encontrarlo. Si no podía hacer nada, Paul sabría algo sobre el particular. No habría sucedido nada importante dentro del campo de la física sin que él se hubiera enterado antes de que fuera publicado. Cualquier cosa que hubiera sucedido en Northshore, Paul lo habría sabido casi al instante.

    Y Paul, se dijo, no sentía simpatía alguna por la guerra. Recordaba lo que Paul le había dicho acerca de la situación colonial. No, no tenía que temer que Paul pudiera venderle.

    Y Judith estaría allí. Valdría la pena correr aquel riesgo sólo para volver a verla.

    Llegó a la biblioteca. Mientras subía por el ascensor hasta la sala de lectura, recordó que Paul no había publicado nada. Esto no le gustaba. Se preguntaba qué podría haberle sucedido a Paul.


    Empezó a trabajar. Estudió papel tras papel, alerta siempre a cualquier pista que pudiera surgir. Meditaba profundamente en cada detalle, en cada concepto. Estuvo mucho tiempo, pero, como ya había supuesto al empezar, no le sirvió de nada.

    A última hora de la tarde se acercaron dos hombres a su mesa. Uno era bajo y rechoncho, el otro era de mediana estatura, delgado, y de rostro alargado. Frost levantó los ojos y les vio acercarse. Parecían hombres de negocios, atontados.

    — ¿Wilbur Jeffers? —preguntó el delgado.

    Frost asintió. El corazón le dio un vuelco. No era difícil adivinar qué querían.

    El hombre delgado sacó una cartera que abrió mostrándosela; su compañero hizo lo propio. Dos placas de plata brillaban como espejos. Frost asintió mudamente, reconociendo su autoridad. Sólo había una razón por la cual alguien tuviera que acercarse a hablar con él, y sólo hombres con auténticas insignias tendrían motivos para hacerlo.

    —Desearíamos hacerle algunas preguntas —dijo el más delgado—. Me había hecho el propósito de irme a pescar hoy. Me gusta pescar. Si esto no se alarga demasiado, todavía tendré tiempo de disfrutar de un par de horas antes de que se ponga el sol. Estoy deseándolo y no me sentiría feliz si tuviera que renunciar a ello.renunciar a ello.
    — ¿Qué desean saber? —preguntó Frost.

    Tenía la boca seca. Se resistió a la necesidad que sentía de humedecerse los labios. Interiormente, estaba temblando.

    —Ha estado haciendo investigación en esta biblioteca durante tres semanas, ¿verdad? —preguntó el delgado—. Hemos comprobado las listas de impuestos. Scortia, DeVore no le tienen anotado en la nómina de la pasada semana.
    —Vaya, eso es comprensible —dijo Frost. Hablaba con una tranquilidad que distaba mucho de sentir.
    — ¿Ah, sí?
    —Por supuesto —dijo Frost—. Soy independiente. Obtuve un contrato de investigación con ellos. Si hubieran ustedes comprobado...

    El delgado se echó a reír.

    —Muy bueno, ciudadano —dijo—. También lo hemos comprobado. ¡Su nombre no figura en ninguna parte...

    Aquellos hombres estaban bien enterados, pensó Frost. Le habían dejado frío.

    — ¿Han ido ustedes a preguntar a la compañía? —preguntó.
    —Sí, hemos preguntado —el delgado se encogió de hombros—. Han dicho que usted trabaja para ellos, sí. Pero tan pronto hemos empezado a preguntar en qué relación constaba su nombre, no hemos conseguido más que un saco lleno de aire.
    —Bueno, yo no puedo hacer nada si tienen los resúmenes confusos —dijo Frost—. Yo trabajo para ellos, y ellos me pagan... eso es todo lo que me importa.

    El delgado sonrió con una sonrisa helada como el invierno.

    —De acuerdo. Hablemos del trabajo. ¿Para qué le pagan?

    Había sido una suerte que hubiera pensado por adelantado en esa clase de preguntas. Ya tenía las respuestas preparadas. Acudieron fácilmente a su mente. Era como si estuviera hablando un extraño.

    —Desean que diseñe una nueva unidad gravitacional —se oyó decir—. Quieren volver a los principios básicos, rehacerlo todo. Ha habido algunos cambios en teoría durante los últimos años. Cosas insignificantes, pero ellos creen que si fueran incorporadas al diseño podrían conseguir una unidad más eficiente. Me encuentro bajo compromiso secreto, por lo que no puedo decirles nada más sobre el particular.

    El delgado miró a su compañero. El más pequeño asintió sin cambiar de expresión.

    —Creíamos que la compañía había hecho eso con la unidad Firestream hace un par de años.

    Podía ser una trampa, pensó Frost, pero tendría que arriesgarse. Scortia, DeVore habían hecho una unidad llamada Firestream, aunque él no sabía gran cosa de ella. En Venus no se había sabido gran cosa sobre eso.

    —Ustedes deben haber hablado con su departamento de ventas —dijo Frost—. Si pudieran hacer hablar a los ingenieros, seguramente ellos les contarían una historia diferente. La Firestream es un conglomerado de componentes standards, con algunos pequeños detalles especiales colocados para darle un aspecto más atractivo. Sólo lo pusieron en escena para establecer competencia.
    —Hemos hablado con un ingeniero —dijo el delgado.
    —Han debido hablar con un ingeniero del departamento de ventas —les dijo Frost—. O bien se expresaba dentro de la línea del departamento de ventas. No es la clase de historia que ellos quieren que se esparza, ¿saben?

    El delgado sonrió.

    —No está mal, señor —dijo, con una especie de admiración en su voz—. ¿Sabe lo que más me gusta del pescar? Cuando el pez lucha denodadamente conmigo.

    Era bueno, pensó Frost. Muy bueno. Sabía cómo hacer saltar los nervios de un hombre... ¡cómo hacerle saltar! Aún estando alerta, preparado para cualquier triquiñuela que pudiera presentársele, era difícil seguir ileso. Un hombre muy peligroso.

    —No me importa si me creen o no —dijo Frost—. Los hechos no cambian.
    —Podemos seguirle la pista —dijo el delgado.
    —Adelante —dijo Frost, mirándole tranquilamente a los ojos.
    —Vamos a hacerlo —dijo el delgado—. Veamos..., sentimos curiosidad por saber lo que ha estado haciendo aquí. Tenemos un resumen de las referencias que usted ha pedido, y tenemos una idea remota de lo que anda cascando. Pero nos gustaría que nos lo dijera usted personalmente.
    —Estoy bajo compromiso secreto —les recordó Frost.
    —La respuesta a preguntas legítimas formuladas por agentes autorizados del Gobierno, no es violación de un compromiso secreto —dijo. Volvió a sacar la insignia—. Le sugiero que lo examine cuidadosamente —dijo—. Es misión oficial.
    —Puedo exigir una copia de su orden —exclamó Frost.
    —Eso no sirve para casos de seguridad planetaria —dijo el delgado.
    —Comprendo —dijo Frost.

    Le habían atrapado. Estaban jugando al gato y al ratón con él.

    Se encogió de hombros.

    —Principalmente, he estado comprobando las investigaciones que se han venido realizando sobre la relatividad. He estado buscando cosas que pudieran tener alguna relación con los campos de gravedad...
    —Ya —dijo el delgado—. Continúe.
    —Eso es todo —dijo Frost—. No he encontrado gran cosa, aunque eso no me preocupa; cobraré lo mismo.

    El de la cara redonda miró expectante a su compañero. El delgado asintió con un gesto.

    — ¿Y qué hay de esos nombres que estuvo usted ayer comprobando? —preguntó.

    De modo que había sido eso lo que les había puesto sobre la pista, pensó Frost. Era bueno saberlo, aunque ello no cambiara las cosas. Debían haber estado alerta sobre informaciones que se solicitaran respecto a aquellos hombres y a sus respectivos trabajos, lo cual significaba que su intuición no le había engañado.

    —Recordé unos rumores que oí —dijo Frost descuidadamente—. Oí decir que un equipo de hombres investigadores estaba trabajando en algo. En algo relacionado con la relatividad. Para las Fuerzas del Espacio. He tratado de encontrar algo que pudiera serme de interés.
    — ¿Qué te parece, Harve? —preguntó el delgado a su compañero.

    El más pequeño asintió con enfática afirmación y el delgado se volvió de nuevo hacia Frost.nuevo hacia Frost.

    —Estamos buscando a un hombre —dijo—. Fue visto en Seattle, pero se largó. De eso hará casi un mes. ¿Cuánto tiempo dice que lleva aquí?
    —Tres semanas —dijo Frost.

    Era difícil hablar con la boca seca.

    — ¿Y antes de eso, dónde estuvo?
    —En Northshore —contestó Frost sin pensarlo, porque tenía que responder demasiado de prisa para poder pensar.
    — ¿Dirección?

    Frost inventó una.

    —Apartamento 23438, Warren Tower, 92547 Sheppd Row, Zone 38. —Había nombrado los primeros números y nombres que habían acudido a su mente. La posibilidad de que tal dirección existiera era bien pequeña.
    —Lo comprobaremos —dijo el delgado—. Mientras... si usted llevara barba, el cabello negro y unas ropas distintas. ¿Qué te parece, Harve? Creo que se parece al tipo que andamos buscando.
    —Parecen gemelos —continuó el más pequeño—. Pero éste es demasiado curioso para ser gemelo.

    Tenía una voz desagradable, nasal. El delgado hizo un gesto.

    —Levántese —le dijo a Frost—. Vendrá con nosotros.

    Frost siguió sentado.

    — ¿Traen una orden?
    —No son necesarias en asuntos de seguridad planetaria —dijo el delgado—. Levántese.

    Frost se puso en pie. Tenía los miembros entumecidos por la tensión. Tenía que apretar las mandíbulas para evitar que los dientes le castañetearan.

    —Quítese el cinturón y los mocasines —dijo el delgado.
    — ¡Santo cielo! ¿Para qué? —preguntó Frost, haciéndose el inocente hasta el fin.
    —Precauciones —dijo el delgado—. Hay gente que acostumbra a esconder cosas en ellos —señaló los pies de Frost—. Quíteselos.

    Frost obedeció. Siguiendo otra orden, se quitó el cinturón. Ambas cosas habían sido compradas en unos almacenes y no llevaba nada escondido. Pero esperaba que no le ordenarían que se dejase ver la boca.

    No lo hicieron, pero el más pequeño se le acercó y le cacheó de arriba abajo. Sabía lo que hacía. Le pasó los dedos por el cabello, le repasó los sobacos, y la ingle. Incluso se le ocurrió inspeccionar entre los dedos de los pies de Frost. Pero no había nada.

    Dio un paso atrás y recogió los mocasines de Frost. Los ató junto con el cinturón. Parecía muy práctico en tales menesteres. Cogió la bolsa de Frost y la juntó con el otro fardo que colgó de su propio cinturón, en la espalda.

    Frost había sufrido aquella revisión en silencio. No servía de nada protestar. Iban a llevárselo y nada de lo que pudiera decir podría cambiar la situación.

    Pero, a pesar de todo, dijo:

    —De acuerdo, iré con ustedes. Pero reclamaré mis derechos de ciudadano.

    El delgado se echó a reír.

    —Nadie ha conseguido que se les restituya nada todavía en un caso de seguridad. Usted no conseguirá nada.
    —Alguien tiene que ser el primero —dijo Frost. El delgado no se molestó en contestar. Giró sobre sus talones y empezó a andar.
    —Vamos, Frost.

    ¡Frost! Sabían su nombre. Le habían conocido. Durante un instante quedó helado de pánico.

    El más pequeño le empujó para que siguiera a su compañero, siguiendo él detrás suyo. No iba muy separado de él, a fin de hacer difícil cualquier intento de fuga.

    Siguió dócil, a través del amplio piso de la sala de lectura. El silencio les acompañaba. Presionó la lengua contra la última muela de la mandíbula izquierda superior. Cedió un poco. Presionó un poco más fuerte y con súbita suavidad quedó suelta.

    Salieron de la sala de lectura. Se metieron en el ascensor que descendía a la planta baja. Frost hizo rodar la muela suelta por su boca. El espacioso vestíbulo se abría ante ellos. Frost respiró profundamente.

    Cuando salieron del ascensor, frunció los labios y disparó la muela, como si escupiera, con toda la fuerza que sus pulmones le permitieron. En el último instante se acordó de cerrar los ojos.

    Incluso a través de los párpados, la luz abrasó como fuego; hubieron gritos de dolor a su alrededor. La luz cegaba durante diez segundos, y luego se apagaba, pero Frost mantuvo los ojos cerrados. Contó cinco, mientras la luz brillaba con fuerza, brillante, estable. Esta vez, cuando se apagó, Frost abrió los ojos.

    Todas las personas del vestíbulo estaban restregándose los ojos, quietos, como paralizados, sin ver. Uno o dos estaban tendidos en el suelo de mármol con sus rostros contra la pulida superficie. Frost dio la vuelta y cogió la bolsa que el más pequeño de sus acompañantes llevaba en el cinturón. El hombre lanzó un grito de alarma tratando de cogerle, a tientas, ineficazmente. Frost le dio un empujón para quitárselo de encima.

    Con la bolsa apretada contra su cuerpo, se lanzó corriendo hacia la puerta que daba a la calle.

    El césped era suave para sus pies descalzos. Tan pronto estuvo fuera de la vista de la biblioteca, al otro lado del edificio, se escondió detrás de una mata de altos arbustos y se puso los mocasines y el cinturón. Deseaba poder hacer algo respecto al color y estilo de sus ropas, pero no tenía tiempo. Andando tan de prisa como se atrevía, temiendo correr por miedo de llamar la atención, fue atravesando los verdes céspedes. Lo máximo que podía esperar era llevar una ventaja de diez minutos. Algunos podrían haber recobrado ya por entonces el uso de la vista y la alarma podía darse en seguida, inspeccionarían toda aquella área que rodeaba el colegio.

    Otros no recobrarían jamás la vista, y otros tendrían para el resto de sus vidas una vista delicada. No quería pensar en estos —ellos estaban haciendo sus cosas— pero se dijo que era la guerra, y en tiempo de guerra sucedían cosas así. Tenían que hacerse algunas cosas, para la libertad de Venus, se dijo. Para la Liberación. Trató de no pensar en las ambiciones de Sidney Coleman.

    Llegó al extremo del recinto del colegio. El terreno era bastante inclinado en ese trozo y estaba plantado de perenne. No tenía tiempo de dar la vuelta. Se metió por entre los arbustos. Las ramas le herían el rostro. Al llegar al pie del declive, esperó a tener paso libre y entonces cruzó la calzada hasta el otro lado. Al girar en una de las esquinas miró atrás y vio una nave de vigilancia, con sus luces rojas encendidas, deteniéndose en el lugar de aparcamiento de la entrada al recinto. Otra estaba preparándose para hacer lo mismo detrás de aquella.la entrada al recinto. Otra estaba preparándose para hacer lo mismo detrás de aquella.

    Lo había conseguido, aunque muy justo.

    Si hubiera dejado su vehículo en uno de los apartamientos se lo habrían encontrado. Fue una verdadera suerte que no lo hubiera dejado. Pensó con un poco más de amabilidad en el comerciante que se lo había vendido, con defectos incluido.

    Tardó solo unos minutos para pagar la factura de reparación y repostar. Decidió que lo mejor serla alejarse. Elevó el coche dirigiéndose entre el tráfico ciudadano en dirección oeste.

    Iba con velocidad moderada. Debajo, las montañas parecían piedras rotas.

    En Salt Lake, cambió el coche por otro. El que compró era más viejo, pero comprobó la dirección y el motor cuidadosamente. Estaban bien y no mostraban señales de recientes reparaciones. Y gracias a tener el otro coche para cambiar con aquél, sólo tuvo que pagar unos centenares. Todo el trato le ocupó tan sólo media hora y dio el nombre de Calvin Lewis —nombre que no había usado antes y que no volvería a usar después—. Se dirigió hacia Phoenix, pero giró hacia el oeste y norte sobre el desierto, cruzando las montañas sobre Idaho, y dirigiéndose hacia el este a través de las altas planicies.

    Descendió en Billigs; durmió unas horas y compró nuevas ropas. A última hora de la tarde volaba otra vez, llegando a Northshore al atardecer. Encontró una especie de motel donde alquiló una habitación bajo el nombre de Martin Levertov. Cuando hubo terminado de cenar, era ya de noche.

    Dejó su vehículo en la zona de aparcamiento del motel y cogió el transporte terrestre. El tráfico era intenso y se movía lentamente.

    Deseaba haber llamado antes a Paul, para decirle que le esperara, pero era más seguro no decir a nadie dónde se dirigía. Ni siquiera a Paul.

    El vehículo en que iba se detuvo al fin frente a unos edificios. Sus apartamentos, bien iluminados, parecían cascadas de oro y platino fosforescentes. Frost los contempló. Sólo algunos apartamentos estaban a oscuras. Trató de recordar cuál era el de Paul, pero había demasiados. No se había fijado en ello desde abajo, y además todos parecían iguales.

    Bueno, lo encontraría fácilmente, pensó.

    Pagó el importe del viaje y se apeó del coche. Aquellos edificios estaban rodeados de césped espeso y suave. Cruzó hasta la entrada del edificio. Estaba temblando de miedo y ansiedad.

    El pequeño vestíbulo era un lugar estéril de mosaico y espejos y las paredes estaban decoradas con un fantasmagórico mural. Frost pasó con paso acelerado hacia los ascensores. Pulsó el botón del piso cuarenta y siete. Cerró la puerta, se oyó un suave zumbido y empezó a subir suavemente. Al llegar al piso deseado, el ascensor se detuvo y la plataforma salió hasta el rellano del piso. Salió al pasillo.

    Sus pasos resonaban suavemente sobre el mosaico. El pasillo torcía primero a un lado y luego a otro. Las paredes estaban suavemente iluminadas. Fue pasando apartamentos leyendo los números al pasar y echando un vistazo a los nombres de las placas.

    Llegó al 47B-51, y el nombre de la placa era el de Paul, como siempre, y sintió deseos de gritar, excitado al sentirse en casa. Pero se detuvo, un poco sorprendido al ver que la puerta estaba bloqueada por un panel de acero brillante, liso, frío. Hacia cuatro años que había conocido a Paul, y durante aquel tiempo la puerta no había sido de aquella manera. Sólo una vez, cuando estuvieron ausentes durante dos meses (una conferencia en Teherán y después un proyecto especial de investigación en la Luna) tuvieron una puerta sólida como esa.brillante, liso, frío. Hacia cuatro años que había conocido a Paul, y durante aquel tiempo la puerta no había sido de aquella manera. Sólo una vez, cuando estuvieron ausentes durante dos meses (una conferencia en Teherán y después un proyecto especial de investigación en la Luna) tuvieron una puerta sólida como esa.

    Bueno, era posible que Paul estuviera en algún lugar. No le gustaba pensar en lo que aquella puerta podía significar, pero sólo había un medio de descubrirlo. Pulsó el timbre y esperó. Se preguntaba qué voz saldría a recibirle, si es que salía alguien. Por lo general, recordaba, había sido Judith quien acudía siempre a la puerta.

    No obtuvo respuesta. Volvió a llamar, y repitió la llamada por tercera vez. Sólo silencio.

    No había nadie en casa, pensó. Vaciló, preguntándose si Paul estaría fuera por una temporada o sólo durante aquella noche. No podía estar seguro, ni podía hacer suposiciones. Pero la puerta de acero era una señal.

    Sea como fuere, tenía que intentarlo. Nada más tenía sentido. Pulsó de nuevo el timbre, apretando esta vez con el pulgar hasta que la yema del dedo quedó totalmente aplanada contra la superficie lisa. Se oyó un crujido metálico, y la puerta quedó abierta.

    Entró. Paul no había quitado nunca la huella de su pulgar de la puerta, pensó. Sin embargo, hasta ahora no había habido motivo para que lo hiciera. Se sintió incómodo al pensar esto y trató de alejar esas ideas de su mente.

    La puerta se cerró de nuevo, quedando encerrado. La luz quedó algo apagada. Sin ansiedad subió las escaleras que conducían a la terraza.

    Aquello estaba a oscuras. A su alrededor los demás apartamentos brillaban de luz. Al otro lado del patio, estaba celebrándose una fiesta. Había mucha gente joven, y al pararse un momento pudo ver a una joven esbelta de cabello negro que se quitaba la túnica dorada que dejó descuidadamente encima de una baranda, para arrojarse a la piscina, donde un joven estaba esperándola con los brazos abiertos. Podía oír su risa, distante pero clara.

    Dio la vuelta, alejándose. Deseaba poder haber ido hacia allí, deseaba poder olvidarse de Venus y de la guerra. Pero dio la vuelta y se alejó. Cuando hubiera acabado su trabajo...

    Subió a la terraza superior. La piscina estaba seca y cubierta, y las puertas de las habitaciones que habían sido de Judith y de él, tenían las puertas selladas por paneles metálicos como la del pasillo. Bajó otra vez. El garaje estaba cerrado y la puerta principal del apartamento estaba bloqueada también por una puerta de sólido metal. Cuando Paul se fue, debía esperar estar ausente durante mucho tiempo. Y Alicia y Judith estaban ausentes, también.

    Vaciló otra vez. No le gustaba la idea de entrar sin permiso de Paul, pero no podía escoger. Tenía que entrar. Tenía demasiadas probabilidades de encontrar algo —tal vez alguna pista entre los papeles de Paul, algo— que pudiera decirle todo lo que había sucedido a Paul... a dónde había ido, por qué, y qué estaba haciendo.

    Se dijo a sí mismo que Paul, si hubiera estado allí, le habría recibido como a un hijo, y lo hubiera contado todo lo que hubiera querido saber. Paul no había tenido simpatía por la guerra y mucho menos por el hombre que hubiera hecho el arma. Esto, de todas formas, era lo que él deseaba creer. Pulsó de nuevo con el pulgar la puerta principal.

    Dentro estaba a oscuras, pero tan pronto hubo atravesado el umbral se encendió una luz encima de su cabeza. La habitación estaba tal y como él la recordaba. Nada había cambiado. Como si en lugar de años sólo hubiera transcurrido un día.encendió una luz encima de su cabeza. La habitación estaba tal y como él la recordaba. Nada había cambiado. Como si en lugar de años sólo hubiera transcurrido un día.

    Cruzó hacia el estudio de Paul. Este, también, estaba como siempre: la mesa de trabajo llena de libros con señales, periódicos, folletos, papeles extraños, y microfilms. El viejo sillón de piel pulido como siempre; gruesas cortinas tapaban la vista del exterior y contra la pared interior los archivos y los estantes para libros.

    Dio un vistazo entre los libros y papeles. Habían algunas cartas mezcladas con otras cosas, todo ello antiguo, de tres, cuatro e incluso de cinco años. Se dijo que aquello no significaba nada. Los miró por encima, pero no había nada de significativo.

    Bueno, los archivos. Paul no tenía el archivo demasiado ordenado, y no empleaba el índice. Además, guardaba algunas cosas en la oficina y otras en casa, la mayoría de las veces sin sistema ni plano. Frost tardó bastante para acostumbrarse a los archivos de Paul, y ahora, después de haber estado ausente durante cuatro años, no sabía si podría hallar todavía las cosas. Paul podía haberlo cambiado durante aquel tiempo.

    Todo estaba bastante embrollado. Tendría trabajo para toda la noche.

    Con cierto malestar se fijó en el sillón vacío de Paul, cogiendo otra silla para sentarse mientras trabajara.

    El método de Paul para archivar era bastante simple. Cada caja estaba dedicada a las cartas de tres o cuatro hombres, a veces más. Algunas contenían cartas de una docena de hombres diferentes.

    Su búsqueda fue un trabajo laborioso. Tenía que mirarlo todo, cosa por cosa. Habían algunas cartas con elaboradas descripciones y ecuaciones muy largas. Las ecuaciones tenían de ser estudiadas e intuidas sus implicaciones. Los comentarios escritos por Paul debían ser comprobados, ya que la pista que buscaba podía hallarse en cualquier parte.

    Debió haber estado varias horas, trabajando, como sumido en trance, cuando algo, no sabía qué, le puso en alerta. Se puso de pie, escuchando, pero reinaba el más profundo silencio. Dejó la carta que estaba leyendo en la mesa y se dirigió hacia la ventana para atisbar, apartando un poco las cortinas. Allí, como un bicho negro sosteniéndose todavía en el aire, estaba descendiendo un coche gravitacional. Sus luces brillaban intermitentemente.

    Mientras se acercaba, hacía las señales para aterrizar...

    ¡Venía hacia aquí!, pensó, sintiéndose estremecer.

    Dejó caer la cortina y salió al saloncito. Corrió al otro lado de la habitación y buscó los controles de iluminación, apagando la luz que se había encendido automáticamente al entrar él, y luego se dirigió a la puerta del garaje, y apretando la espalda contra la pared, esperó. Suponía se tratara de una sola persona.

    Estuvo tenso unos segundos.

    Oyó el ruido del vehículo sobre el piso del garaje. Esperó. Después de un rato tuvo que recordar la necesidad de respirar de vez en cuando. Y entonces alguien entró. Esperó un poco, pero no entró nadie más. Rápidamente salió de su escondrijo para deslizarse por la puerta.

    Sin previo aviso, algo tropezó con sus rodillas. Con un grito de sorpresa, cayó al suelo.

    Se encontró en el suelo del garaje con algo que se movía atrapado entre sus piernas. Ante él estaba aguardando el vehículo que acababa de llegar.piernas. Ante él estaba aguardando el vehículo que acababa de llegar.

    En algún lugar muy cerca de él, se oía el llanto de un chiquillo asustado rompiendo el silencio.

    Todo lo que se le ocurrió fue intentar huir. Empezó a ponerse en pie.

    Entonces oyó unos pasos rápidos que se acercaban. ¡Atrapado! Ahora podía ver al chiquillo tratando de salir de entre sus piernas. Y al otro lado del chiquillo, un par de tobillos, un par de finos tobillos de mujer. Miró hacia arriba. Judith.

    Ella levantó al chiquillo en sus brazos, y sólo cuando estuvo tranquilizado con la cabecita apoyada en su hombro, chupándose el dedo, clavó sus ojos en los de Frost.

    —¿Quién...? —empezó ella, enfadada, pero de pronto su furia se desvaneció—. ¡Oh, Alex! —murmuró—. ¡Alex!

    Frost se puso lentamente en pie. Estaba violento, no era la forma que había proyectado para volverla a ver, pero..., bueno, tenía que procurar poner la mejor cara posible a los acontecimientos.

    —¡Hola, Judith! —trató de decir—. Me... me alegro muchísimo de verte otra vez.


    CAPÍTULO X


    Tenía que decirle algo, claro. No podía mentirle, ni permitir que quedara algo por decir. Se sentaron en la salita, ella en un sofá con el chiquillo a su lado y él en el brazo de un sillón. Estuvieron conversando un buen rato.

    Ella le escuchaba en silencio sin apartar sus ojos de él, como fascinada. Hubo largos silencios, pero ella no habló. Al final era él quien volvía a romperlo. Trató de comprender lo que ella pensaba. Deseaba desesperadamente saber lo que pensaba, lo que ella opinaba de la guerra, y lo que es más, lo que sentía por él después de tanto tiempo. Pero ella se limitaba a escuchar y mirarle.

    Sólo una vez arrugó la frente. Fue cuando habló del arma, de lo que había hecho el arma. Entonces se dio cuenta de que no había visto en ninguno de los informes nuevos, mención alguna sobre esa arma. La Tierra no había hecho pública su existencia.

    Era bien entrada la noche cuando terminó. El chiquillo dormía al lado de ella que le había arropado con una manta.

    Desanimado, Frost hizo un gesto de desaliento con las manos.

    —Eso es todo, Judith —dijo, esperando su opinión.

    Ella se giró hacia el chiquillo, asegurándose de que estaba bien. Era su hijo, se dio cuenta Frost torpemente, con una serie de sensaciones extrañas que nunca hubiera creído poder sentir. Judith se levantó y se acercó a él.

    —Estoy contenta de que estés aquí, Alex —le dijo—. No me importa nada más.

    Sintióse conmovido, mientras su sangre empezaba a circular más deprisa al verla acercar.

    —¿Vas a quedarte, verdad? —le preguntó. Judith cogió sus manos, las levantó y las sostuvo mirándole a los ojos.

    Amaba a esa muchacha, pensó. El niño y todo lo que la existencia del niño significara, no tenía importancia. Amaba a esa muchacha, y él sólo esperaba desesperadamente que ella le amara también.

    —¿Ahora? —le preguntó él—. ¿Aquí? ¿Esta noche?

    Ella asintió. Tenía una especie de tímida sumisión.

    —Te quiero, Alex —dijo.

    Fue un mal momento. Las palabras se negaban a salir de su garganta. Hizo un esfuerzo.

    —¿Estás casada ya, verdad? —dijo.
    —¿Qué te hace suponer tal cosa? —le preguntó ella.

    Tal idea le sorprendió muchísimo.

    Era como si el mundo se tambaleara bajo sus pies. De pronto no comprendía nada. Sin decir nada, indicó con un gesto al chiquillo dormido.

    —Pero...

    Ella se echó a reír. Echó la cabeza atrás y se puso a reír. Reía con todas sus ganas. Después, lo que le debió producir tanta gracia, fue cediendo.

    —Oh, no, Alex... no estoy casada. Y nunca lo he estado. Espero que no te importe.

    Frost no sabía si le importaba o no. Ya no sabía lo que pensaba. Nada era como él había pensado. La cogió por los hombros y la separó un poco de sí.como él había pensado. La cogió por los hombros y la separó un poco de sí.

    —Creo que será mejor que me lo cuentes todo —dijo.

    Ella arrugó la frente, y por un momento pensó que trataría de soltarse. Pero en lugar de eso, habló, con voz muy suave, con su voz suave y maravillosa, mirándole directamente a los oíos.

    —Oh, Alex. Creía que te habías dado cuenta. ¡Vaya, si es igual que tú!


    Era la mañana ya. En alguna parte ella consiguió su desayuno. No estuvo fuera más de cinco minutos, y ya estaba todo en la mesa. El chiquillo, con su plato de cereal, comía desgarbadamente. Luego, cansado de comer, empezó a echar cucharadas de sopa al suelo. Judith se acercó al chiquillo, quitándole el plato de su alcance al tiempo que le decía:

    —Nada de eso, Alex.

    Hubo un instante en que Frost pensó que estaba hablándole a él. Luego comprendió.

    —¿Cómo le has llamado?
    —Espero que no te moleste —dijo Judith—. No podía llamarle de ninguna otra manera. No sabía si volvería a verte alguna vez.

    Frost asintió.

    —La guerra —dijo. Le explicó todo—. Si yo hubiera... si hubiera sabido... —aquello era una tontería, y él sabía que lo era—. Lo siento, Judith. De verdad, lo siento...

    Ella se echó a reír, y él no supo qué pensar. No sabía qué era lo que esperaba que ella dijese, pero no había esperado que se echara a reír.

    Su risa era pura y contagiosa y brindaba el buen humor que brillaba en sus ojos.

    —¿Es tan terrible? —le preguntó.

    No lo sabía. Frost no sabía qué decir. Ella se inclinó hacia él, cogiéndole las manos.

    —No tienes que sentir nada por nada, Alex —le dijo—. Yo sabía que corría ese riesgo. No era un riesgo en sí, puesto que creo que yo lo deseaba. Y cuando descubrí que me habías hecho engendrar, no lo lamenté en absoluto. Estaba contenta, porque en aquel entonces ya había empezado la guerra y yo no podía saber lo que había sido de ti. No sabía siquiera si habías podido llegar a Venus o no.
    —Mi nave hizo el trayecto con normalidad —dijo.

    Sentía una especie de culpabilidad por las naves que no habían podido llegar a destino, debido a que las fuerzas de la Liberación las derribaron.

    —Yo no lo supe hasta... hasta la noche pasada —le dijo—. Pero tenía a Alex... —Acarició los rubios rizos de la cabecita del niño. Su sonrisa era cariñosa, soñadora—. Me sentí afortunada, Alex. Fue maravilloso.

    Frost no sabía qué pensar. Ni siquiera para una muchacha de la Tierra los bebés eran una cosa por la que no tuvieran que preocuparse. Pero allí estaba Judith con el hijito que él le había dado sin saberlo, y ella se sentía orgullosa y satisfecha de si misma y de su hijo. Como si todo hubiera sido un juego.

    —¿Y Paul, qué? —le preguntó—. ¿Y tu madre... qué?

    Se encogió de hombros, indiferente.

    —Oh, al principio estaban un poco molestos —admitió—. Pero yo les dije que a mí no me importaba. Creo que fue algo embarazoso para ellos, ya que a fin de cuentas yo sólo contaba dieciséis años y yo iba engordando cada día, tú te habías ido sin saberlo. Algunos preguntaban cuándo iba a casarme.te habías ido sin saberlo. Algunos preguntaban cuándo iba a casarme.
    —Desearía que me lo hubieras dicho —dijo Frost—. Quiero decir, que había algún riesgo. Si lo hubiera sabido...

    Con un trapo húmedo lavó la cara del pequeño y las manos, bajándolo de su sillita, y dejándole correr por el suelo.

    —Por favor, Alex, compréndelo —le dijo entonces—. Yo quería correr ese riesgo. Y no me sentí preocupada en absoluto por ello. Ya sé que otra en mi lugar lo hubiera estado, pero yo no. Si alguien me decía algo, les decía que era tu hijo y que me sentía feliz de tenerlo, y si con mis palabras les aturdía, eran ellos los que tenían que preocuparse no yo. No me importaba lo que pensaran.

    Estaba asombrado. No trataba de facilitarle las cosas, pensó, negándole las obligaciones que como padre tenía. Era una responsabilidad que deseaba.

    —A partir de ahora —le dijo— si alguien te pregunta, tú eres mi esposa. Si quieres iremos a registrarlo.
    —No tienes que hacer tal cosa —dijo ella.
    —Es que quiero hacerlo —dijo.
    —¿Por qué? —preguntó ella.

    Era difícil de explicar.

    —Pues...—empezó. Hizo un gesto indicando al chiquillo que jugaba—. Esto es una de las razones. Y...
    —Esto no es razón alguna, en absoluto —replicó ella.
    —Creo que sí —repuso él.
    —No, Alex. Por favor, yo... Sencillamente sucedió. Tú no tienes que...
    —Esto es sólo una parte, Judith.
    —Y..., además, ahora somos dos personas distintas a las que éramos hace cuatro años —dijo ella, como si pretendiera con esto dejar zanjado el asunto.
    —Somos los mismos que fuimos anoche —dijo él.
    —Anoche no pensaba —dijo ella—. Pensaba que tú eras el mismo Alex que conocí hace cuatro años, y creo que tú pensabas que yo era la misma muchacha. Pero las personas cambian, Alex, y han sido cuatro años.

    Hacía daño oírle decir aquello; daño porque sabía que era cierto y no quería que lo fuera. Y él quería a aquella muchacha, a la que había sido, a la que él recordaba. Quizás eso no fuera muy lógico, pero la quería.

    —Algunas cosas no cambian —dijo, porque era algo que deseaba creer—. Yo... quiero casarme contigo, Judith. Creo que lo he querido desde hace mucho tiempo. No tengo razones.

    Sonrió ella como un duendecillo.

    —Yo tampoco tengo razones, pero creo que me gustaría. Pero no estoy segura, Alex.
    —Pues...

    Por lo menos podía esperar. Paciencia, se dijo.

    —Y además, no podemos hacerlo ahora —dijo ella.
    —¿Por qué no? —preguntó.

    Le asombraba. De súbito se había convertido en una extraña, como si la amplitud de la mesa entre ellos fuera una distancia tan grande como el vacío que había entre la Tierra y Venus. Se sintió enfermo y vieja.

    —Están buscándote —dijo, como si aquello fuera la cosa más clara del mundo—. Y saben quién eres, deben saberlo todo de ti. No debes meterte en una oficina de registros y decir quién eres, por ninguna razón. No debes arriesgarte.

    Eso «era» la cosa más clara del mundo.

    En aquel momento comprendió que no hubiera hecho un buen espía. Mientras en su mente no hubo más que el pensamiento en el trabajo que realizaba, todo fue bien; pero había permitido que aquella muchacha le distrajera.

    Aquello habría podido ser fatal.

    —Creo que lo mejor será que nos marchemos de aquí —dijo ella—. Quiero decir, que si ellos te conocen bien, ¿no crees que supondrán que vendrás aquí?

    No había pensado tampoco en eso. Y ella tenía razón. Y de pronto se dio cuenta del peligro que indirectamente le hacía correr a ella.

    Se levantó.

    —Lo siento, Judith —se oyó decir, como si hablara a gran distancia. Le dolían aquellas palabras—. Me iré en seguida.

    Se giró, pero aún no había dado un paso cuando la mano de ella le había cogido por el brazo y se ponía a su lado.

    —No, Alex—dijo angustiadamente—. No puedes salir por aquí. Tomaremos mi coche.
    —Esto es arriesgarse —la avisó—. Si nos cogen, tú...

    Quería protegerlo.

    —A veces me gusta correr riesgos —le dijo—. Si te dejo marchar, ¿volveré a verte alguna vez?

    No podía responderle. Podían suceder demasiadas cosas. Demasiados desastres.

    —No sé —admitió.
    —Pues iremos contigo —dijo tranquilamente.

    Deseaba que le acompañara. A pesar de todo y de todos los riesgos que pudieran presentárseles, la quería a su lado.

    —De acuerdo —dijo.

    No podía perder más tiempo buscando entre el resto de la correspondencia de Paul. Allí no. Judith le ayudó a cargar en su coche las cajas de cartas que todavía no había leído. Una de las veces, al volver al estudio en busca de más carga, encontró al pequeño Alex tratando de arrastrar enérgicamente una de las cajas hacia la puerta. Cogió al chiquillo en brazos. Sonrió ante la risa que brotaba de la garganta infantil cuando lo columpió un poco entre sus brazos. Puso al chiquillo sobre sus hombros y regresó al garaje llevando sólo la mitad de la carga acostumbrada, ya que tenía que sostener al chiquillo.

    Judith, que estaba en el garaje colocando las cajas dentro del coche, le dijo:

    —¿Quería ayudarte? —le preguntó.

    Dejó al chiquillo sentado en uno de los asientos del coche. Asintió.

    —Estaba arrastrando una caja por el suelo —dijo.
    —Él es así —dijo ella. Y, dirigiéndose luego al chiquillo, añadió—: ahora estáte aquí. Nosotros te queremos lo mismo.

    Los ojos del niño eran grandes e inocentes. Frost acarició el cabello de su hijo. Era difícil acostumbrarse a la idea de que el chiquillo era suyo, pero no le importaba. Era un chiquillo encantador al que se quería fácilmente. Como Judith.

    Volvió al estudio en busca de las últimas cajas.

    Él se escondió en el suelo del coche mientras ella lo sacaba del garaje y subían al aire. Una vez colocado el mando automático y lejos del tráfico urbano, ocupó el sitio en el control y ella se sentó a su lado. Tenía al pequeño Alex en el regazo, y el niño estaba quietecito bajo sus pequeñas manos.urbano, ocupó el sitio en el control y ella se sentó a su lado. Tenía al pequeño Alex en el regazo, y el niño estaba quietecito bajo sus pequeñas manos.

    Tomando el control de mano, descendió a un nivel más inferior y tomó la dirección este. Observó por el espejo, pero no vio que nadie les siguiera. Repitió la maniobra un par de veces más, escogiendo exprofesamente trozos de abundante tráfico, mezclándose siempre con coches que podían confundirse fácilmente con el suyo. Satisfecho por lo menos por no haber sido seguidos, dirigió el coche hacia el centro de la ciudad.

    Dejaron el coche aparcado en una zona de aparcamiento de unos almacenes y trasladaron las cajas de correspondencia a un apartado público, introduciendo unas monedas en él.

    —¿Lo dejamos aquí? —preguntó Judith.
    —Pueden haber preparado una trampa para poder seguirnos los pasos —le dijo Frost—. Yo lo hubiera hecho, si hubiera tenido que cuidarme de eso. No me gusta correr riesgos innecesarios. Y menos yendo contigo y... —señaló al pequeño.

    Cogieron un coche que les condujo hasta la terminal aérea, donde cogieron otro de alquiler. Dio la dirección del sitio donde había dejado su coche la noche anterior.

    El coche se movía lentamente entre el intenso tráfico. Los edificios se elevaban a ambos lados y el cielo bañado por el sol estaba plagado de coches-gravitacionales.

    Frost respiró. Por el momento, por lo menos, estaban tranquilos. Ahora podía pensar en otras cosas más que en la necesidad de asegurarse de que no habían descubierto su coche aparcado en aquella especie de motel.

    Todavía no.

    —No vivíais allí, ¿verdad? —dijo de pronto. El pensamiento y las palabras acudieron al mismo tiempo y en el mismo instante. En el aparcamiento, quiero decir.
    —No —respondió ella—. He estado viviendo con un par de muchachas, cerca del colegio. He estado asistiendo al colegio y de esta manera siempre ha habido alguien para vigilar a Alex. Era de la única manera que podía hacerlo, después que papá se fue.

    Aquello le hizo recordar que... todavía no sabía qué le había sucedido a Paul.

    —¿Dónde está? —preguntó, tratando de no parecer demasiado interesado.
    —No lo sé —dijo ella—. Yo le escribo a un lugar de Boston, pero no es donde él está. Es sólo un lugar donde enviarle las cartas.
    —¿Qué está haciendo? —Titubeó un poco al formular esa pregunta.
    —Tampoco lo sé —admitió ella—. Un proyecto de investigación de alguna clase. No sé qué.
    —¿Cuánto tiempo hace? —Su voz sonaba súbitamente dura. El mismo se asombró—: ¿Cuánto?
    —Pues unos dos años... algo más de dos años, creo yo.

    Parecía asombrada por la fuerza de su pregunta.

    —Judith... —dijo—. Judith...

    Pero eso fue todo lo que pudo decir. Era doloroso. No podía añadir nada más a aquella palabra y pronunciar lo que su mente estaba odiando.

    —¿Qué sucede? ¿Qué pasa? —quiso saber ella.

    Tenía derecho a saberlo. Era su hija. Hizo un esfuerzo para hablar.

    —Lo siento, Judith. Yo... temo que sea él el hombre que hay detrás de esa arma. Tiene que ser él. Ninguno otra cosa tiene sentido.
    —¡No! ¡ Él no! ¡ Él no! Alex... Tú no has querido decir eso.
    —Desearía que así fuera —dijo Frost—. Pero... cinco hombres han dejado Northshore en los últimos dos años y medio, por término medio. —La miraba fijamente mientras hablaba—. Todos ellos eran hombres excelentes dentro de sus respectivos campos, pero ninguno de ellos tenía lo que el hombre debe de tener para inventar esa arma. Creo que ellos hubieran podido ayudar, pero la idea tenía que ser de otro.
    —¿Y tú crees que papá...?
    —Se marchó más o menos en ese mismo tiempo, Judith —dijo, odiando aquel hecho—. Y, sin embargo, su marcha no ha sido publicada en ninguna información. Todos los informes dicen que él sigue en la Universidad. Y además ni siquiera pudo decirte a dónde iba, ni lo que tenía que hacer. ¿Qué te parece todo eso?
    —Pero Alex... tú sabes que él no... —protestó—. Tú sabes que él no lo habría...
    —Lo siento, Judith. Todo esto son hechos. Y esto es lo que se deduce. No lo comprendo, y desearía que fuera diferente, pero no puedo cambiar las cosas, lo siento.

    Continuaron en silencio. Un silencio que se hacía cada vez más y más prolongado, hasta que tuvo de ser interrumpido.

    —¿Y tu madre? —preguntó—. ¿Se fue con él?
    —¡Oh! ¿No lo sabes?
    —Estuve lejos, Judith. No sé nada.
    —Estaba en Frisco, cuando... cuando ellos lo invadieron —temblaba—. Estuve a punto de ir con ella, pero a última hora Alex se puso enfermo y tuve que quedarme.

    Venus había llevado a cabo la invasión, pensó Frost, y sólo había quedado de la ciudad montones de escombros vitrificados. Hacía tres años. Y él, con sus propias manos y mente, había ayudado a hacer las bombas.

    —Oh, Dios, Judith —murmuró—. ¡Venus y los siete infiernos!

    Se miró las manos, pero las vio igual que siempre.

    Lo maravilloso era que ella siguiera con él.

    Cuando llegaron al motel, Frost le dio una lista de cosas que debía comprar, y Judith cogió su coche y volvió a la ciudad para retirar las cajas de correspondencia de Paul. Mientras ella estuvo fuera, él permaneció en la habitación. Después de un rato, abrió su bolsa de viaje y empezó a trabajar con su cabello, afeitándoselo, dejando sólo un pico en la frente, que fue cortando hasta que a través de los pocos cabellos que quedaban se veía claramente el cráneo. Tardó bastante antes de quedar satisfecho de su trabajo. No hacia más de un cuarto que había terminado cuando llegó Judith.

    Pasó el resto de la tarde revisando la correspondencia de Paul. Era un trabajo largo y doblemente doloroso, ahora que estaba seguro de que Paul era el hombre que había hecho el arma. A media tarde el pequeño Alex empezó a mostrarse inquieto, y Judith lo sacó un rato. Más tarde, cuando regresaron, Frost levantó la mirada hasta ella y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y él prosiguió su trabajo.

    A primera hora de la noche había acabado de leerlo todo. No había encontrado nada. Ni una pista. Guardó la última hoja en la caja correspondiente.correspondiente.

    —Nada —admitió.

    Judith había improvisado una camita para el pequeño, juntando dos sillones. El chiquillo dormía.

    —¿Sigues pensando que él...?

    Movió la cabeza.

    —No sé —dijo—. Es lo único que tiene sentido, y... sin embargo ni eso tiene sentido. Aun después de lo de Frisco... eso no lo tendría... pero tuvo que ser él. Tendré que comprobar en la oficina del colegio o... —otra idea acudió a su mente— ¿Sabes si dejó sus cosas allí cuando se fue?
    —Por lo que sé, todo, sigue allí —dijo Judith—. Él... cuando se fue, sucedió todo muy rápidamente.
    —¿Qué te dijo?

    Se encogió de hombros.

    —No mucho. Sólo que había encontrado una fundación que patrocinaría un proyecto que tenía, y ellos no le dejarían decirme nada al respecto. Se sentía terriblemente feliz por aquello, no lo había visto tan feliz desde... bueno, creo que desde que Alex nació. Esto es lo que me hizo suponer que no se trataba de ninguna arma. Quiero decir que si se hubiera tratado de un arma y él hubiera tenido que trabajar en ello, no se habría sentido tan feliz.

    Frost pensó en esas palabras. Bien, posiblemente se tratara de simple coincidencia. Tal vez Paul no era el hombre que había inventado el arma, al fin de cuentas.

    Pero un vago recuerdo acudió a su mente.

    —¿Sabes si por casualidad se trataba de la Strauss Foundation? —preguntó.

    Judith arrugó la frente.

    —Me parece que sí —admitió dudosa.

    Vaya eso era, pensó Frost. La fachada falsa del establecimiento de investigación de las Fuerzas del Espacio; el último dato que faltaba. Sombríamente, estuvo pensando un poco.

    —Supongo que debes haber sabido algo de él desde entonces —dijo al fin.
    —Oh, claro. Me manda una carta cada dos o tres semanas. Pero nunca dice gran cosa. Creo que no le dejan.
    —¿Las guardas todavía? Me gustaría verlas.
    —Algunas creo que sí —respondió dubitativamente—. Están en casa... quiero decir en donde yo vivía, ahora.

    Meditó unos instantes. Era problemático que las cartas que Paul le hubiera escrito a su hija pudieran tener algún significado especial.

    —Primero buscaré en la oficina —decidió—. ¿Dónde has puesto las cosas que has comprado?
    —Están en el coche —dijo ella. Se dirigió hacia la puerta—. Ahora te lo traigo.

    Frost se levantó.

    —Yo iré —dijo. Ella le detuvo.
    —¿Es prudente que salgas? Quiero decir, cuando no tienes necesidad de hacerlo...
    —Pues... —vaciló. Ella sonrió.
    —Iré yo —dijo ella—. Tú vigila a Alex. Ya va siendo hora de que aprendas.


    Pasó el resto de la velada trabajando en su disfraz. Tiñó su cabello de un rojo cobrizo y se puso una inyección que le hizo sentirse terriblemente mal durante casi una hora. Tuvo que echarse en la cama, con los ojos ardiéndole como crisoles, mientras Judith iba poniéndole trapos húmedos fríos sobre ellos, cambiándolos cada tres minutos antes de que tuvieran tiempo de calentarse. Cuando el dolor desapareció se levantó y se miró al espejo. Sus ojos eran grises en lugar de azules.

    Se dio masaje con una crema dentro de las orejas y las calentó con una lámpara hasta que parecían de fuego. Entonces, trabajando cuidadosamente pero con rapidez, torció y moldeó el cartílago, dándole una forma distinta. De un compartimento secreto de su bolsa, sacó unas fundas nuevas para los dientes; estos hicieron que la fórmula de la mandíbula cambiara también. Una substancia plástica cuidadosamente colocada entre las suelas de los mocasines le daban más altura al propio tiempo que cambiaban su forma de andar. Una substancia neutra, inyectada en el carne encima de los ojos, le hizo crecer abundantemente el vello de las cejas.

    Y otros muchos cambios. Cuando estuvo todo terminado, Judith le miró un largo rato, temblándole los labios. Al final brotaron las palabras dolorosas.

    —¡Oh, Alex! ¡Si hubieras tenido ese aspecto la pasada noche, no te habría conocido! —Escondió la cara contra su pecho, sollozando.

    Algunas cosas, cuando el trabajo estuviera listo, podría hacerlas volver a su primitiva forma. Otras, con el tiempo, cambiarían por sí solas. Pero algunas, como las cejas, súbitamente engrosadas y sus ojos grises, no volverían a ser nunca los de antes.

    El tiempo te hace distinto del hombre que eras, pensó. La estrechó entre sus brazos. Algunas cosas no cambiaban, se recordó. Algunas cosas no cambiaban nunca.

    Se fueron por la mañana. Lo cargaron todo en el coche, incluso los escombros que habían quedado del trabajo de su disfraz y se trasladaron a un lujoso motel situado al lado sur del lago. Usó otro nombre falso, inscribiéndose como marido, mujer e hijo. Judith le miró asombrada, como si aquella cosa tan simple y obvia fuera inesperada. Le sonrió.

    —De otra manera, yendo con un niño, habríamos llamado la atención —le dijo cuando estuvieron solos.

    Salieron de nuevo hacia el norte. Él la dejó en el lugar donde ella había dejado aparcado su coche y tras quedar de acuerdo en el lugar y hora en que se encontrarían de nuevo, prosiguió su camino hacia la Universidad.

    No había cambiado nada durante los años que había estado ausente. Todos los edificios eran los mismos, igual que los anchos y verdes céspedes. Un muchacho y una muchacha completamente desnudos estaban tomando el sol, tumbados sobre la hierba.

    Tuvo que dejar el coche algo apartado, por no poseer permiso de aparcamiento dentro del recinto. Lamentaba tener que andar demasiado, ya que su disfraz no era excesivamente bueno, y algunas personas tienen muy buena memoria. Cada paso que daba era un suplicio.

    Pasó al lado de rostros conocidos varias veces, aunque aquéllos no parecieron reconocerle. Tuvo que reprimir el impulso de saludar. Una vez alguien arrugó la frente, pensando, tratando de recordar... pero él ya se había alejado. Contuvo la respiración, esperando que alguien le tocara por la espalda, pero nada de eso sucedió.

    Tal vez el disfraz era mejor de lo que creía.

    Entró en el edificio. Los fríos salones estaban llenos de gente que hablaba en vos baja. La mayoría de ellos estudiantes que salían de clase del piso inferior. Subió al ascensor y se dirigió al último piso.

    Allá arriba todo estaba quieto. Sólo vio a un hombre a bastante distancia, que se alejaba por el pasillo, perdiéndolo de vista al girar una curva del mismo.

    Todo aquello le era familiar...

    Llegó frente a la puerta de la oficina de Paul, que estaba sellada con acero. Pulsó con el pulgar la placa de la puerta, que cedió dejándole paso. Una vez dentro volvió a cerrarse.

    Hasta ahora, todo bien. Cruzó el salón hacia la mesa y empezó a trabajar.


    La mesa era lo primero. Encima de la mesa tendrían que estar todos los papeles con los que Paul debía haber estado trabajando hasta que se fue. Era el lugar más adecuado donde mirar.

    En seguida encontró algo de interés, una hoja de papel oficial de la Strauss Foundation con un mensaje escrito en forma muy apropiada. Lo leyó rápidamente. Una de las frases llamó rápidamente su atención.

    «De modo que el trabajo preliminar puede empezar en seguida, las facilidades de nuestro Vriarton Vacuum Laboratory le serán útiles, sujetas a la prioridad de la lista adjunta.»


    Frost dejó de leer. Buscó entre los papeles, pero no pudo encontrar la lista. Paul debía habérsela llevado consigo. Siguió leyendo la carta.

    «...garantía de preliminares descubrimientos —decía— facilidades adicionales y equipo que le serán útiles de acuerdo con sus especificaciones, hasta el limite del presupuesto que hemos discutido.»


    Buscó cuidadosamente entre los papeles de la mesa, sin encontrar nada más importante. Bueno, por lo menos había encontrado algo. El Vriarton Laboratory estaba en la Luna. Todos los buenos laboratorios de vacío estaban allí. Era muy posible que Paul estuviera todavía allá arriba, en alguna parte, trabajando para probar el diseño del arma.

    Empezó con el archivo. No tenía la más remota idea de lo que andaba buscando, pero la correspondencia no le llevó mucho tiempo. Dudaba de que hubiera algo relacionado con el arma en alguna de las cartas que Paul había recibido. Aunque Paul hubiera sido el hombre que la inventara.

    Y Paul no guardaba nunca copia de sus cartas.

    Cuando terminó con las cartas, buscó en el resto del archivo. Paul guardaba una serie de notas e informes sobre experimentos, por lo que aunque el archivo era abundantísimo, sólo bastaba dar un vistazo a la primera página de cada grupo para comprender si era algo que le interesaba o no. Con algunos paquetes no tuvo que hacer eso siquiera. Sus contenidos eran viejos y familiares. Algunos datos y notas estaban escritos de su propio puño y letra.

    El trabajo acabó pronto.

    Pero no había encontrado nada. Claro que en realidad no había esperado encontrar nada. Él suponía más bien que Paul se habría llevado consigo cada pedazo de papel que tuviera relación con el arma. Si la carta de la Strauss Foundation había contenido algunos detalles técnicos Paul se la hubiera llevado también.

    Por lo mismo, pensó Frost, ahora que ya había terminado aquí, tendría que volver al estudio de Paul, esta vez sin limitarse sólo a las cartas. Sería arriesgarse volver allá, pero... no, en realidad no. No sería correr un riesgo mayor del que corría estando aquí en la oficina de Paul. Si estaban vigilando el apartamento de Paul, también debían vigilar la oficina.arriesgarse volver allá, pero... no, en realidad no. No sería correr un riesgo mayor del que corría estando aquí en la oficina de Paul. Si estaban vigilando el apartamento de Paul, también debían vigilar la oficina.

    Y si la información estaba allí, o si por lo menos hubiera podido estar allí, tenía que buscarlo. Era su trabajo. La Venus libre lo necesitaba, lo quería. Era la única razón por la cual él se encontraba aquí abajo.

    Hubiera deseado que no fuera de esa manera.

    Cuando hubo terminado, cuando hubo buscado en todas partes y estudiado todo lo que pudiera tener algo que ver con el arma, seguía teniendo sólo en su poder la carta de la Strauss Foundation. La dobló y guardó en un compartimento secreto de la bolsa. Abrió la puerta de la oficina y salió al pasillo, cerrándose la puerta tras él.

    Al dar la vuelta, se encontró cara a cara con un hombre de rostro aguileño que se le acercó. Aquel rostro le recordaba a alguien, y tras un momento el nombre de aquella persona acudió a su mente. Era Eberhart. El profesor Eberhart.

    —¿Quién... —empezó Eberhart, con voz desafiante—. ¡Alex! —exclamó— ¡Alex Frost, por las estrellas! ¿Cómo estás?

    Atrapado. Bueno, tendría que salir del atolladero. Se preguntaba si Eberhart le habría reconocido igual si no le hubiera visto salir del despacho de Paul.

    —Estás algo cambiado —dijo Eberhart. Frost trató de ser casual.
    —Han pasado cuatro años —dijo con tranquilidad. Deseaba alejarse urgentemente de aquel hombre, echar a correr. Escapar. No podía intentarlo siquiera. Siguió allí, esperando las peguntas que le haría.
    —Creía que habías regresado a Venus —dijo Eberhart.

    Frost asintió.

    —La guerra —explicó—. Iba en camino hacia allí cuando estalló. Mi nave regresó.
    —Oh —exclamó Eberhart—. Pero siendo así, ¿dónde has estado?

    Frost se encogió de hombros.

    —Principalmente en la Luna. Me tuvieron un tiempo internado por ser de Venus. Creo que decidieron que era inofensivo, y me soltaron. Desde entonces, he estado trabajando en un laboratorio de allí.

    Era una historia bastante plausible, si no se examinaba demasiado estrechamente. Pareció satisfacer al hombre. Sonrió.

    —Trabajando con Paul, supongo —dijo, y añadió rápidamente—. Claro que sí.

    Hasta aquel momento Frost no se había dado preocupado por una posible conexión entre él y Paul. Pero era una cosa obvia, comprendió luego, y además ello explicaba que saliera de la oficina de aquél.

    Por esto asintió con la cabeza.

    —Trabajando con Paul —afirmó—. Estoy aquí sólo durante unas horas... a buscar algunas cosas.

    Eberhart arrugó la frente. Frost sintió que la sangre se le paralizaba.

    —Pero entonces... —dijo Eberhart—, tú estabas allí antes de que él se fuera —sus ideas acudían rápidas ahora—. Y todo el tiempo estuve pensando en que aquello era idea suya. Debí haberlo supuesto. Pero dime... una cosa que me he estado preguntando desde que Paul se fue. Recuerdo tu disertación..., un trabajo brillantísimo. Absolutamente brillante. Tú probaste la discontinuidad entre las propiedades subnucleares y macroatómicas. Lo probaste de forma concluyente, punto por punto. No dejaste duda alguna. Pero ahora tú y Paul... para hacer que la materia sólida se conduzca igual que eso, a pesar de que la radiación no... ¿Cómo...?concluyente, punto por punto. No dejaste duda alguna. Pero ahora tú y Paul... para hacer que la materia sólida se conduzca igual que eso, a pesar de que la radiación no... ¿Cómo...?
    —Lo siento —dijo Frost, moviendo la cabeza—. No puedo decirle nada. No me lo permiten. Y son muy quisquillosos conmigo. Tal vez porque soy de Venus.

    Eberhart parpadeó.

    —Supongo que no debéis esperar que eso se mantenga secreto para siempre, ¿eh?
    —No —admitió Frost, deseando saber lo que era el secreto en cuestión—. Pero estamos completamente seguros de que en Venus no saben nada de eso. Yo incluso dudo que tengan una teoría lo suficientemente moderna, para comprenderlo, si nosotros se lo explicáramos. Pero estoy bajo órdenes secretas... y usted ha tenido más de dos años para pensar en ello y no ha llegado a su conclusión todavía. ¿Qué es lo que sabe?
    —Pues —murmuró Eberhart—. No he pensado en eso, en realidad. No entra dentro de mi campo. Sé que Paul —tú y Paul quiero decir— desarrollasteis un método para acelerar el material sólido sin aumentar la masa... y a velocidades transfotónicas... por lo menos, creo que era de eso, de lo que Paul hablaba poco antes de irse. Yo...

    Frost asintió, pretendiendo estar satisfecho. Aunque ya lo sospechaba, al saber y sin ninguna clase de duda, que Paul era el hombre que había inventado el arma, era como sentir un aguijón en las tripas.

    —No se trata de aceleración exactamente —se oyó explicar Frost, sin que la voz le temblara—. Creo que se acerca bastante a la forma adecuada para expresarse en palabras, aunque no sea eso precisamente. Desearía poder decirle algo más pero... debo guardar secreto.

    Se encogió de hombros y dio un paso.

    —Debo irme —dijo.

    Era una excusa bastante aceptable. Eberhart le dejó marchar. Temblaba interiormente, temiendo que Eberhart le llamara para hacerle nuevas preguntas, pidiéndole explicaciones de hechos que ni conocía ni sabría adivinar. No dejó de temblar hasta que salió del edificio a través del verde césped donde los enamorados yacían tendidos sobre mantas tomando el sol.


    CAPÍTULO XI


    Se encontró con Judith en el lugar previsto. El pequeño Alex estaba inquieto cogido de su mano. Ella le tendió un pequeño paquete de cartas escritas a mano.

    —Aquí está todo lo que he encontrado —dijo—. No acostumbró a guardar las cartas. Las dejó por ahí y al cabo de un tiempo las tiro. No he encontrado nada más.

    Frost, sin apenas mirar el paquete, lo metió dentro de su bolsa.

    —¿Dónde está tu coche?
    —¿Lo quieres?
    —Tengo que regresar al apartamento —dijo—. Necesito echar otro vistazo a los archivos.
    —¿Has encontrado alguna cosa? —tenía miedo.
    —No —admitió él—. Nada en absoluto. Pero en aquel apartamento sólo miré las cartas, y tiene que haber otros papeles. Tengo que mirarlos.
    —¿Es prudente? ¿No vas a arriesgarte mucho entrando otra vez allí? —le dijo ella.

    Vaciló.

    —Alguien me ha reconocido en el colegio. Bruce Eberhart.

    Ella quedó sobrecogida.

    —No es posible, Alex. Estás tan cambiado.

    Frost se encogió de hombros.

    —Pues me ha conocido y hablado.
    —Pero... —empezó ella a argumentar— ¡Oh! Es ciego para los colores. ¿No lo sabías?
    —Eso no cambia la situación. Me ha reconocido. He tenido que contarle una historia, y él va a preguntarse algunas cosas. Sabe lo tuyo, ¿verdad?
    —¿Te refieres al pequeño Alex? —sus ojos fueron hacia el niño—. Oh, seguro. Todos lo saben.
    —Bueno, esa es una de las cosas que no encaja —dijo Frost—. Habrá otras. Por esto debo ir a mirar esos archivos. Es más seguro ahora que más tarde. Debo verlos.

    Ella no dijo nada más.

    —De acuerdo —repuso—. Mi coche está en el camino.

    Le acompañó hasta donde lo tenía aparcado.

    —Coje mi coche y llévalo al motel —le dijo a ella—. Espérame allí. Vendré tan pronto me sea posible.

    Ella se sentó a su lado, situando al pequeño Alex en sus rodillas.

    —Voy contigo —dijo ella.

    Al momento pensó que ella no debía acompañarle, pero después de mirarla a los ojos, se limitó a decir:

    —De acuerdo.
    —Ni a mí ni a Alex nos harán nada —dijo ella—. Sólo te quieren a ti.

    Permaneció unos instantes callada. Luego:

    —Yo también te quiero sólo a ti —dijo—. No dejaré que te lleven.
    —De acuerdo —dijo, sintiendo una gran tranquilidad. Puso el coche en marcha.


    Regresaron al apartamento por el mismo camino que a la partida. Judith conducía mientras Frost permaneció oculto en el fondo del coche, hasta llegar al garaje.

    Una vez allí, se dirigió directamente a los archivos y empezó a trabajar, dejando que Judith cuidara de Alex en la salita de estar. Por dos veces, el chiquillo correteó hasta el estudio, donde permanecía quietecito, mirándole, hasta que Judith se acercaba a buscarle.

    —Tu padre está trabajando —le oía explicar Frost.

    Su voz tenía un sonido agradablemente hogareño. Despertaba pensamientos en su mente, y a pesar de la urgencia, tardó unos minutos antes de que reanudara el trabajo.

    Entonces ella regresó a la habitación.

    —¡Alex! ¡Están aquí! ¡Están llegando! —su voz era asustada.

    Por un momento, no supo lo que quería decir.

    —¿Qué...? —preguntó vacilante.

    Después comprendió. Apresuradamente, corrió hacia la pared cubierta por gruesas cortinas. No veía nada.

    —Están en el otro lado —explicó ella.

    Fue a la salita de estar y desde allí los vio. Estaban dejando el coche en la terraza, entre los matorrales. Salieron cuatro hombres de su interior, dos de ellos avanzaban hacia la casa, como si fueran a cobrar alguna factura.

    Sólo quedaba un camino libre. A través del garaje. Y... miró hacia allí. ¡Maldición! Otro coche acababa de detenerse frente al portal del garaje, bloqueándole la huida.

    Bueno, tendría que intentarlo igualmente. Dio la vuelta. Judith estaba de pie a su lado.

    —Coge a Alex —le dijo—. De prisa.

    Su voz indicaba lo peligroso de la situación. Cruzó la habitación hacia el garaje. Los dos hombres de fuera habían llegado casi a la puerta y tuvo que agradecer que la pared de aquel lado sólo fuera trasparente de dentro para fuera.

    Judith no se había movido.

    —¡Judith! —exclamó, y el apremió le quemaba como dolor, terror y amor.
    —No voy contigo —la oyó decir. Le temblaba la voz—. Yo... trataré de entretenerles... Hablando, quizás pueda...

    No había tiempo para discutir. Los hombres habían llegado ya a la puerta y pulsaban el timbre con furia. Por un agónico instante estuvo seguro de que no debía dejarla. Pero tenía que hacerlo.

    —De acuerdo —dijo, temblándole también la voz. Se dirigió hacia la puerta del garaje con la boca seca.
    —Regresaré, Judith —le dijo—. No sé cuándo ni cómo, pero lo haré. Te lo prometo, Judith.

    El timbre sonaba con insistencia y el pequeño Alex empezó a llorar con fuerza, miedoso. Judith atravesó corriendo la habitación y abrazó a Frost con fuerza. Le besó y luego le soltó retrocediendo, mirándole a los ojos; Frost se sintió morir interiormente.

    —No quiero irme —dijo.

    Ella no respondió, y sus ojos estaban brillantes. Girando la cabeza, le empujó hacia la puerta.

    Tenía que irse. Él apoyó su mano en el hombro de la muchacha durante unos instantes, el tiempo justo para respirar. Se alejó. En el umbral de la puerta se volvió para ver por última vez a Judith con el pequeño Alex en sus rodillas. Se preguntaba si volvería a verles alguna vez.

    Cuando llegó al garaje subió al coche y puso en marcha el motor para calentarlo. Con la lengua presionó ligeramente el último diente de la mandíbula superior derecha. Lo sostuvo en la mano. Era extraordinariamente grande.

    Tan pronto el motor estuvo caliente, pulsó el botón que abría las puertas del garaje y arrojó el diente afuera.

    El resplandor cegador se disparó detrás suyo una vez había ya salido. El resplandor cesó y se disparó de nuevo tres veces consecutivas. Los hombres que vigilaban probablemente estaban avisados respecto a esos resplandores cegadores, aunque seguramente sólo esperarían que fuera de doble percusión. Al ser triple, seguramente, debió cogerles desprevenidos.

    El coche se elevó en el aire, avanzando. Miró hacia arriba y vio venir hacia él a dos coches. Hizo una maniobra para esquivarlos, descendiendo a un nivel inferior. Tras unas cuantas filigranas, consiguió su propósito.

    Miró hacia atrás. Sólo uno le perseguía. Aunque los demás no debían andar muy lejos. Empleó la misma pirueta de la primera vez y consiguió librarse, de momento, de aquél. No, allí estaba otra vez.

    Delante suyo un edificio en forma de H vino en su ayuda. Dio la vuelta al edificio pasando por el travesaño, quedando escondido al otro lado. Vigiló el cielo. Allí iba. Le dejó adelantar un poco más. Luego continuó su camino, mezclándose con otros vehículos y manteniendo una velocidad relativamente reducida para no llamar la atención. Desde arriba era muy difícil distinguir un coche de otro.

    Sudaba copiosamente. ¡Dios, qué difícil era conducir despacio!


    Dejó el coche en una zona de aparcamiento y cogió un taxi hasta la terminal aérea. Allí se mezcló con la gente, vigilando si alguien le seguía. Pero si iban disfrazados de viajeros, haciendo su papel, lo hacían muy bien. No notó nada.

    Cogió otro taxi hasta el lugar donde había dejado su coche. Le parecía que hacía muchos días que se había encontrado allí mismo con Judith, cuando sólo hacía unas horas. Pagó el servicio y se fue de la ciudad.

    Envió una carta a Judith junto con las llaves del coche, desde Orleans. Decía.

    "Tu coche está en Wilsonland Tower pista T-647. Está un poco golpeado de un lado. Lo siento mucho.
    Deseo volver a tu lado. Regresar, pero creo que tendremos que esperar primero que acabe la guerra. Desearía que no tuviera que ser así. Quiero estar contigo.
    Van a invadir la Luna, y después tal vez intenten aterrizar aquí. No lo sé. Pero habrá lucha y las cosas se pondrán feas. Busca un lugar donde vivir, hacia el norte, alejada de todas las ciudades. Quiero que estés a salvo.
    Y cuida de Alex."


    Le remitió casi todo el dinero que llevaba, echó la carta al correo y emprendió el camino hacia el oeste.

    Era de noche. Puso el mando automático y encendió la luz interior del coche. El mundo exterior había dejado de existir. Abrió la bolsa y extrajo el paquete de cartas que Paul había escrito a Judith.

    Eran difíciles de leer. Paul hacía siempre su correspondencia personal a mano, y su caligrafía era bastante complicada para quien no estuviera familiarizado con sus rasgos. De no haber estado acostumbrado a leer la letra de Paul, su tarea hubiera sido prácticamente imposible.

    Había nueve cartas, y la más antigua databa de un año atrás. Cogió ésta.

    En su mayor parte era personal. Paul escribía de la misma manera que hablaba.

    A media carta, Paul decía:

    «Me alegro de haberme acordado de este lugar. Los túneles eran ya suficientes para que podamos empezar a trabajar y han empezado a hacer otros para nosotros, para engrandecerlos antes de que los necesitemos. Me han dicho que la roca es suave. Estamos aislados —lo cual es una de las cosas que los hombres de la Seguridad insistieron— pero tenemos un buen campo de aterrizaje en el cráter, y la carretera entre aquí y allí es bastante buena. Algunos de nosotros van al Greet Valley casi cada dos semanas. Nos movemos sin dificultad, y el trabajo marcha adelante. No hay interrupciones. Creo que estaremos preparados para efectuar nuestra primera prueba dentro de unos dos meses.»


    Luego seguía con frases sin importancia, normales en un padre de mediana edad que escribe a su querida hija. Aquellas frases habrían podido ser las de cualquier padre. Al leerlas, nadie habría adivinado que aquel era el hombre que a los veintisiete años había ganado la medalla Dieckvoss.

    Frost dejó la carta a un lado y apagó la luz. Miró a la oscuridad que le rodeaba. Ya sabía dónde estaba Paul. La Luna, a pocos días de su plenitud, estaba muy alta.

    Paul estaba allá arriba, en la Luna. Y él, Frost, sabía dónde. Recordaba la estación Laplace, la solitaria estación de investigación, enterrada en la roca, en una grieta que atravesaba la región cerca de un cráter en el Promontory Laplace. Lo recordaba muy bien. Había estado allí una vez, hacía años, con Paul.

    Tal vez no supiera todavía cómo funcionaba el arma. Pero sabía dónde encontrar a Paul. Había terminado su misión en la Tierra.


    Después de un rato, encendió de nuevo la luz. Leyó el resto de las cartas. No encontró nada interesante —hablaba sólo de cosas corrientes—. Paul no mencionaba siquiera su trabajo, ni mostraba aquella ansiedad infantil y humor de su primera carta.

    Como si Paul se hubiera dado cuenta, de pronto, de que el arma no era tan sólo un problema técnico a resolver, sino una cosa de destrucción, terror y muerte, que fuera a ser usada.

    Con mucha precaución descendió hacia la cala donde había dejado su pequeña nave; era posible que hubieran descubierto su escondrijo, encontrando su nave oculta en el fondo del agua.

    Pero el agua sólo era agitada por el viento, y no se oía más ruido que el del viento agitando las matas de perennes. Si alguien le vigilaba, no se le veía.

    Llegó al sitio donde había escondido su equipo. No se había estropeado en absoluto, en las siete semanas que había permanecido enterrado en la tierra rocosa. Su sumergió en el agua y encontró la nave. Descansaba en el fondo tal como la había dejado, suavemente mecida por las olas. Limpió cuidadosamente la acumulación de lodo y espuma que enturbiaba la ventana de vigilar, y se metió dentro.

    Esperó debajo del agua hasta que fue de noche, y entonces poniendo en marcha la nave, la separó del fondo pero continuó bajo el agua, alejándose de la cala y adentrándose en el mar. Cuando ya no se divisaba tierra, salió a la superficie y se dirigió volando hacia el sudeste, a través de la vacía inmensidad del Pacífico.

    Se mantuvo cerca del agua hasta estar al sur, más allá del Trópico de Capricornio, a miles de millas de la tierra habitada más próxima. Ya era de día. Esperó y consultó la hora. Comprobó las notas que el Servicio de Inteligencia de Venus le había dado, hizo algunos cálculos y esperó que la Tierra no hubiera puesto nuevos satélites centinelas en órbita, desde que Venus los había observado todos, hacía tres meses.

    Exactamente a las 17.37 horas, hora universal, dio al motor toda la potencia. Rugió el motor con fuerza lanzando la nave al cielo. La fuerza de la aceleración lo arrojó prácticamente al asiento del piloto, y durante varios minutos le fue difícil poder respirar e incluso moverse. Después, cuando el campo gravitacional de la Tierra fue disminuyendo, la aceleración disminuyó también. Se sintió bien, y comprobó los aparatos de medición de radiación.

    Tomó la posición de las estrellas, para hacer algunos cálculos y cambió la dirección.

    Cualquier sistema de vigilancia-centinela, por más complejo que fuera, podía ser evadido. Incluso un sistema de azar podía ser adivinado. Y por lo general, cuando se coloca una vigilancia para detener a los intrusos, se puede salir mucho más fácilmente que entrar. Y el espacio es inmenso, y no tiene hitos.

    Frost avanzaba. Su motor debía haber sido descubierto por algunos instrumentos en alguna parte —a miles o millones de millas—, pero no vio acercarse a ninguna nave para investigar. Por lo menos, ninguna nave le había divisado. Tal vez el haber cambiado por dos veces de dirección tuviera algo que ver en el hecho de no haber sido seguido, o tal vez no.

    A los cinco días, empezó a transmitir señales con un foco infrarrojo, tres minutos cada media hora. Siguió haciéndolo durante dos días antes de que su radio respondiera.

    Siete horas más tarde, divisó la nave. Era algo negro que destacaba entre las estrellas. Iba haciéndose mayor. Tenía forma globular. La luz brillaba en su flanco, intermitentemente, durante varios minutos. La nave iba flotando cada vez más cerca. Se abrió una escotilla. Unas garras muy delgadas y extraordinariamente largas rodearon su pequeña nave tan cuidadosamente como un gigante puede sostener un huevo.

    Fue metido en el interior de la nave grande, y las puertas de la escotilla se cerraron. Después de un momento se encendió la luz, y apareció ante su mirilla un aviso de que el aire le rodeaba ahora a la presión atmosférica standard. Pero no se movió de su asiento. Todavía no. Notó el cambio de aceleración cuando la nave se alejó del punto de cita convenido, emprendiendo el camino de regreso a Venus. A su otro hogar.


    CAPÍTULO XII


    Venus había sido atacada dos veces más mientras él estuvo fuera, y los daños causados por uno de los ataques había destruido un túnel en Kempscamp, una ciudad de dimensiones intermedias, en las Sizzling Plains. La gente de Venus no sabía todavía que se trataba de una nueva arma de la Tierra lo que producía aquellas sacudidas, ni se les había dicho que los temblores de tierra eran por todo el planeta.

    Pero corrían rumores. Una cosa de tal magnitud no puede mantenerse en secreto indefinidamente. Había cierto tono de terror en los cuentos que contaban... que la Tierra había encontrado la manera de partir el planeta por la mitad, la forma de convertir el planeta en escombros y que estaba amenazando de hacer uso de ello a menos que Venus se sometiera de nuevo a un régimen colonial.

    Había incluso un nombre que pasaba de boca en boca, entre susurros temerosos. Las bombas cegadoras.

    Sin embargo, nada de eso había sido hecho público en los periódicos. Todo lo que llevaban las noticias públicas eran informes sobre contiendas acertadas con naves de la Tierra en pleno espacio, vagas menciones de los preparativos para invadir la Luna, y declaraciones hechas por Sidney Coleman o alguno de sus subalternos.

    El Gobierno Provisional de la Venus Libre no se intimidaba por ninguna clase de amenaza que pudiera hacerle la Tierra. Venus, con alguna ayuda de Marte, ganaría la guerra.

    El capitán Summer le introdujo en la habitación. En la misma había otro oficial, de espaldas a ellos, observando algo. Al oír sus pasos, se giró.

    Summer llevaba en la cabeza el águila de capitán. Era calvo. Sus cejas grises y negras estaban pobladas, y tenía el labio inferior ligeramente salido. Frost quedó asombrado de la delgadez de su cuello.

    —Alex Frost —dijo Summer a aquel hombre. Girándose hacia Frost añadió—: Capitán Erwin Lodwick. Estará a las órdenes de la invasión.

    Lodwick avanzó hacia ellos. Se dirigió primero a Summer.

    —Gracias por haberle acompañado, Mark —le dijo a Summer. Luego encarándose con Frost dijo—: De modo que usted es Frost. Bien... ya he sido informado respecto a usted. Vayamos a trabajar.

    Horas después seguían todavía allí.

    —¿Podría aterrizar un ejército ahí en el cañón? —preguntó Lodwick.
    —No, señor —dijo Frost—. Lo dudo mucho.

    Estaban de pie a ambos lados del simalcra. En el interior del cristal, como si estuviera esculpido, podían contemplar el terreno que rodeaba la Laplace Station, levantando afiladas puntas hacia arriba, como fauces hambrientas. El cráter estaba allí, y el cañón era una boca curvada, sin labios, oscura en sus profundidades, atravesando las montañas muy cerca de la pared del cráter. Observando con atención, Frost podía adivinar la carretera que conducía a través del borde del cráter y seguir un estrecho sendero a lo largo del borde de la parte del cañón. La estación en sí quedaba manifiesta tan sólo por un pequeño portal en el lado norte del cañón. Allí terminaba la carretera.la parte del cañón. La estación en sí quedaba manifiesta tan sólo por un pequeño portal en el lado norte del cañón. Allí terminaba la carretera.

    Frost estuvo observando con atención.

    —Tal vez pueda hacer aterrizar aquí una nave pequeña, si dispone de un buen piloto —dijo—. Pero sólo hay lugar para una, y no podría ser muy grande. No. Tendría que aterrizar en el cráter.

    A Lodwick no parecía gustarle demasiado esa idea.

    —¿Y en alguna parte del cañón?

    El simalcra era bueno, pero no mostraba pequeños detalles. La nave de reconocimiento que había filmado aquella región había ido demasiado de prisa para poder ofrecer ahora una precisión perfecta. De vez en cuando había alguna cosa borrosa. Las profundidades del cañón, concretamente, eran borrosas.


    —No hay mucho sitio —dijo Frost—. Todo el fondo está lleno de rocas sueltas, y los lados son muy inclinados. Si no se puede aterrizar en el mismo fondo, puede producirse cualquier desgracia. Además, aun suponiendo que pudiera lograrse, sus hombres tendrían que llegar a la estación por la carretera... y no les sería fácil llegar desde allí.
    —Ummm —murmuró Lodwick—. De acuerdo, aterrizaremos en el cráter —estuvo observando el simalcra durante unos instantes—. ¿Tiene algún refugio el cráter en su interior?
    —Cuando yo estuve allí, no —dijo Frost—. Habíamos avisado por radio a la estación de nuestra llegada y ellos enviaron a buscarnos —examinó cuidadosamente el cráter—. No veo señales de que hayan construido nada desde entonces.
    —¿Y qué hay del túnel? —preguntó Lodwick—. ¿Está cerrado o abierto?.
    —Abierto —le dijo Frost—. Por lo menos, lo estaba. Y no se me ocurre ninguna razón por la que hayan podido querer cerrarlo.
    —A mi tampoco —murmuró Lodwick—. Pero tendrán vigilancia allí. Yo por lo menos la tendría. En ambos extremos. Y tendría explosivos preparados. Ese túnel va a ser un trabajo.
    —No nos esperan —indicó Frost—. Y eso siempre es una ventaja, una vez tengamos captado el lugar. Eso lo hace fácil de defender.
    —No tenemos intención de conservarlo —le dijo Lodwick—. Vamos a aterrizar allí y vamos a tomar posesión. Eso es todo. Una vez tengamos a Paul Warren y a sus ayudantes, nos marcharemos.
    —¿Eso es todo lo que van a buscar? —preguntó Frost— ¿Sólo a él?
    —Sí —dijo Lodwick—. Y todo lo que podamos averiguar de las bombas cegadoras.
    —¿Para que le quieren? —Frost no se atrevía a respirar, por temor a cuál pudiera ser la respuesta.
    —¿Un hombre que hace una cosa como las bombas cegadoras? —dijo Lodwick—. Han matado a toda una ciudad con una de ellas.
    —Nosotros hemos destrozado cuatro ciudades de ellos —le recordó Frost—. Y probablemente añadamos alguna otra antes de que la guerra termine.
    —Empleamos armas convencionales, Frost —exclamó Lodwick—. Y las naves que las lanzaron no regresaron. En la ley de la guerra, ya se sabe que suceden esas cosas. Las bombas cegadoras son diferentes. Ahora quiero que me trace un croquis de la estación. Todo lo que recuerde.

    Frost pensó en negarse. Pero en lugar de eso, apretó las mandíbulas y no dijo nada. La única razón de su intento de protesta era Paul. Si hubiera sido cualquier otro se habría unido gozoso a su condenación.

    —La carta dice que estaban haciendo ampliaciones —dijo.
    —Ya lo sé —replicó Lodwick—. Pero ellos tenían que empezar con algo.


    Los preparativos para la invasión le mantuvieron ocupado. No era difícil olvidar a Paul. Había miles de preguntas acerca del terreno y equipo; era el único hombre en Venus que podía responder a ellas. Había planos y proyectos que debía estudiar y criticar. Había un largo ciclo de ensayo que debía pasar.

    Le dijeron que él tenía que ir en la incursión. Lo necesitaban porque conocía el terreno, porque había estado allí con anterioridad. Y sólo él, le habían dicho, conocería sin lugar a dudas a Paul si le encontraban.

    Le proporcionaron un traje espacial, y le enseñaron a llevarlo y a acostumbrarse a él, cómo vivir dentro de aquél, si tenía que hacerlo. Aprendió a manipular las manos artificiales. Aprendió a controlar el mezclador de aire, a darse más oxígeno cuando lo necesitara, aunque no mucho más.

    Estuvo mirando la demostración de lo que debía hacer en caso de que una de las extremidades del traje fuera agujereada. Aquella especie de procedimiento de amputación, por así decirlo, salvaría vidas, según dijeron, y Frost tuvo que admitir que probablemente tenían razón. La guerra era un negocio horrendo.

    Junto con los demás hombres que debían tomar parte en la invasión a la Luna, efectuaron las maniobras de entrenamiento. Practicó también con el rifle. Era grande, pesado y difícil de manejar. Debían acostumbrarse a servirse del periscopio vista-brazo para no golpear ellos mismos su propio casco. Era una cosa fácil de olvidar. Frost rompió tres cascos antes de aprenderlo. Cuando siguieron con la práctica más avanzada, ya no se olvidaba.

    El rifle podía usar distintas clases de balas, según los casos. Las sesiones de enseñanza empezaron con el comienzo del segundo mes de entrenamiento. Frost estaba sentado en el auditorio, con otros hombres a su alrededor, escuchando a los hombres que les explicaban lo que era la guerra y por qué era necesario invadir la Luna de la Tierra. Hubo algunas veces que Frost estuvo tentado de levantarse y salir, pero no lo hizo. Seguía sentado, escuchando, aunque sus pensamientos fueran diametralmente opuestos a las palabras de aquellos hombres que les hablaban desde la plataforma.

    —No es suficiente —decía uno de aquellos hombres con voz potente— que les hayamos arrojado de nuestro mundo. Mientras el espacio esté abierto, mientras no tengamos nada entre ellos y los límites de nuestra atmósfera, nuestra libertad no será segura. Su luna es la única base permanente en el sistema solar que puede permanecer entre nosotros. Nosotros y nuestros aliados de Marte, estamos de acuerdo en que debemos tomar la Luna, no con cualquier idea de conquista en sí, ni como beneficio imperial, sino simplemente para proteger nuestra libertad.

    El problema estaba, pensó Frost, en que aquel argumento podría ser discutido. Por las mismas razones, la Tierra tenía que continuar en la Luna. Y cuando Venus y Marte hubieran capturado la Luna —si conseguían su propósito—, ¿habría alguna manera de asegurar que la conquista terminaría ahí? ¿Qué promesa habría de que Sidney Coleman y su consorcio en Marte, fuera quien fuere, se contentarían con quedarse con la estéril Luna, mientras la lujuriosa Tierra flotaba en el espacio tan cerca?lujuriosa Tierra flotaba en el espacio tan cerca?

    No, pensó Frost. La guerra no terminaría cuando la Luna fuera tomada.

    —Los hombres de la Tierra —declaró otro de los oradores— son hombres que luchan a sueldo. No tienen nada a ganar a menos que sobrevivan a la batalla. Por consiguiente, lo harán cobardemente. Retrocederán. No aguantarán firmes y pelearán. Nosotros, los hombres de Venus y de Marte, luchamos para proteger a nuestras familias, nuestros hogares, nuestros planetas. No necesitamos el brillo del dinero para darnos coraje. Nuestra meta vale su precio en sangre, nuestra sangre, si fuera preciso.

    Todo era muy emotivo.

    Hubo también entrenamiento de los problemas especiales de tácticas que deberían emplearse durante la incursión. Había el problema de cómo capturar el túnel antes de que los hombres de la Tierra pudieran hundir su techo, bloqueándolo. Había el problema de avanzar a lo largo de la estrecha y sinuosa carretera, donde cada recodo podía estar defendido. Había el problema de encontrarse con el portal sellado. El problema de luchar por los corredores, una vez estuvieran dentro. Frost tomó parte en las discusiones mientras trataban de resolver esos problemas; luego tomó parte en las maniobras que efectuaron para probar sus proyectos. Algunos dieron resultado, otros no. Cuando fallaban, había otra sesión de proyectos, preparándose un nuevo plan que se probaba a continuación. Algunos de esos, fallaba también.

    Y todo esto con un plazo fijo de tiempo. Un plazo fijo que terminaba el día del embarque. El día que las fuerzas invasoras empezarían a marchar. Eran pocos los que sabían cuándo sería. Para Frost era como una señal en un desierto sin rasgos característicos, una distancia incierta delante suyo. Supo que habían llegado a ese día el día que partieron.

    Era suficiente, se dijo. No trató de pensar por anticipado.


    Una noche se fue a la ciudad. La última noche. Iba sin rumbo fijo; nada le atraía, ninguna diversión. Anduvo errante, y de pronto se dio cuenta de que tenía tiempo para pensar en algunas cosas. En Paul. Y en Judith.

    Ella no había querido pensar que Paul fuera el inventor de las bombas cegadoras. A él tampoco le gustaba. No podía imaginar cómo Paul se había permitido trabajar en una cosa como aquella, fuera cual fuera la provocación y por más atractivo que fuera el problema técnico. Pero los hechos no permitían otra conclusión. Paul había construido aquella arma, y había sido fruto de su propia mente.

    Se preguntaba qué le diría a Paul cuando se encontraran frente a frente en la Luna. ¿Cuáles eran las palabras posibles?

    Y Judith. Judith era de la Tierra, la quería, y él deseaba creer firmemente que ella seguiría queriéndole a pesar de todo lo que pudiera sucederle a Paul, aunque en parte fuera debido a su intervención. No le gustaba ya la guerra. No creía en ella. Venus era libre y eso era suficiente. No hubiera sido necesario invadir la Luna. Sólo una desmesurada ambición hacía continuar la guerra. ¿Quién, a fin de cuentas, iba a ganar algo con ello? ¿Quién, sino Sidney Coleman y sus satélites, así como sus copartícipes de Marte?

    ¿Era Venus ahora, se preguntaba, algo más libre, bajo el poder de Coleman, que lo había sido como colonia de la Tierra? Cerró la mente a esa idea. Era demasiado complicado pensar en eso.

    Judith. Ella era todo lo que importaba. Y eso era ahora importante para él. Cuando la guerra terminara —si es que acababa alguna vez— volvería a la Tierra, la buscaría y se quedaría con ella, y nunca más se separaría de ella. Pero antes de que ese día llegara, Venus tenía que ser libre.Cuando la guerra terminara —si es que acababa alguna vez— volvería a la Tierra, la buscaría y se quedaría con ella, y nunca más se separaría de ella. Pero antes de que ese día llegara, Venus tenía que ser libre.

    Se encontró, después de un rato, sentado en un pequeño café, situado en uno de los distritos menos ruidosos de Southport.

    No era un vino especialmente bueno. No podía esperarse gran cosa de vinos cuyas raíces crecían en realidad químicamente. Pero así era Venus, y uno tenía que tomar lo que había.

    —¿Le importa que me siente?

    Frost levantó los ojos. Reconoció al hombre como uno de los miembros del enredo de la misión de Marte; un grupo de ellos habían asistido a una de las sesiones de instrucción. Era alto y delgado. Sus brazos eran estrechos y largos. Frost no deseaba en realidad compañía, pero hizo un gesto indicando al hombre que podía sentarse. Era mejor que seguir pensando.

    —Harold Karsh —se presentó el hombre, mientras se sentaba. Sus extremidades y la frente estaban bronceados por el sol, pero toda la parte del rostro que había quedado oculta bajo la máscara para respirar estaba pálida.
    —Alex Frost —repuso, inclinando la cabeza. Karsh se frotó la oreja.
    —Han estado hablando de usted —dijo. Frost se sentía incómodo.
    —¿Qué? —preguntó.

    Karsh se encogió de hombros.

    —Habladurías —dijo—. Nada definitivo. He oído su nombre. Eso es todo.
    —No pretendo llamar la atención —dijo Frost. Deseaba poder decirle a aquel hombre que se fuera, pero era demasiado tarde. Señaló la botella y dijo:
    —Usted mismo sírvase.

    Karsh se sirvió un vaso.

    —Habla usted con acento de la Tierra.
    —He estado allí —admitió Frost de mala gana.
    —¡Oh! ¿Una misión?
    —Estudié allí —contestó Frost—. Antes de la Liberación.
    —¿Lo permiten?
    —No fue fácil —dijo Frost. No sabía por qué, pero aquel hombre le hacia sentirse culpable, a la defensiva—. Lo conseguí, pero no fue fácil.

    Karsh bebió un sorbo.

    —Mis disculpas. No quise decir... Pero... —con la mirada repasó la vestimenta civil de Frost—. Hubiera creído que su gobierno se sentiría orgulloso y satisfecho de tener un hombre de su calibre. Los hombres con educación de la Tierra, son tan raros aquí como en mi propio mundo. Presumo que su enseñanza debió ser en cuestiones tecnológicas.
    —Física —admitió Frost—. Radiación y campos, y sobre la relatividad, principalmente. No muy práctico, en realidad.
    —¡Qué no! —exclamó Karsh— ¿Qué hay de más valor ahora, en estos tiempos? Sus armas están tan avanzadas con respecto a las nuestras... ¿y por qué? Porque su ciencia básica está mucho más adelantada que la nuestra. Con su instrucción... seguramente debe conocer el secreto de esa arma que están usando... esa que ellos llaman bombas cegadoras...
    —Pues, algo sé sobre eso —admitió Frost—. Aunque no mucho.

    El otro quería sonsacarle información.

    —Es usted muy modesto —rió Karsh.
    —No, por cierto —dijo Frost—. Yo...

    Una nueva voz le interrumpió.

    —Perdonen, caballeros...

    Dos hombres permanecían de pie a su lado, iban uniformados con las crestas doradas de agentes en sus hombreras. Karsh se levantó tiesamente.

    —Debo rogarles tengan la amabilidad de acompañarnos —dijo el hombre que había hablado antes. Tenía el aspecto de un hombre que está realizando un trabajo que no le interesa demasiado.
    —Tengo carta diplomática —declaró Karsh, metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.

    Al instante, el otro agente tenía un revólver en la mano. Era una cosa fea, profesional, y su cañón apuntaba directamente a Karsh.

    —Saque la mano lentamente, por favor —le dijo el agente.

    Karsh la sacó con mucho cuidado y muy despacio. Sin decir nada ofreció la cartera roja a los agentes. No la cogieron.

    —Ábrala —dijo uno de aquéllos. Karsh obedeció. El agente la examinó.
    —¿Lo ve? —dijo Karsh— Tengo carta diplomática.
    —Eso no diferencia las cosas —dijo el agente—. Tendrá que acompañarnos.
    —Mi gobierno protestará —dijo Karsh rígidamente.
    —Y el nuestro pedirá disculpas, si es necesario —dijo el agente—. Las órdenes que tenemos no nos permiten dejar en libertad a un hombre por el solo hecho de que él lleve una carta diplomática, por una razón u otra. ¿Quiere acompañarnos voluntariamente, o...?
    —Bajo protesta —dijo Karsh muy dignamente.
    —¿Y usted? —el agente se había dirigido a Frost.
    —No entiendo qué es todo ese jaleo —dijo Frost.
    —No es necesario —dijo el agente—. ¿Vendrá?

    Frost se encogió de hombros. No había hecho nada malo. Por consiguiente, no tenía nada que temer.

    —De acuerdo —dijo.


    Los agentes les acompañaron a la oficina del distrito. Allí les separaron. Frost fue introducido en una habitación solo. Era un lugar limpio, brillantemente iluminado, desnudo a excepción de unas pocas sillas. Después de un minuto, entró un agente y se sentó en una de ellas, cerca de la puerta. Cogió un manual que llevaba en el bolsillo y empezó a leer.

    Frost soportó el silencio mientras le fue posible.

    —¿Por qué estoy aquí? —preguntó al fin.

    El agente le miró.

    —Hermano —dijo—, no lo sé.

    Volvió a leer.

    —¿No han dicho nada? —insistió Frost.
    —Me han dicho que me sentara aquí porque no querían que se sintiera demasiado solo —dijo el agente—. No intente irse —giró la página y siguió leyendo.

    Dos horas después, un hombre entró en la habitación. Por su uniforme Frost dedujo que se trataba del jefe de agentes. Se dirigió al agente sentado al lado de la puerta en voz tan baja que Frost no pudo entender lo que decía. El agente se guardó el libro y salió perezosamente. El jefe se acercó a Frost.

    —Ahora puede irse —le dijo.
    —¿Por qué me han detenido? —preguntó Frost, levantándose.
    —¿Qué importa eso ahora? —el jefe tenía una voz profunda—. Lo importante es que está ya en libertad.
    —Quiero saber por qué.
    —No tenemos información alguna —dijo el jefe—. Sólo tenemos orden de dejarle en libertad. Regrese a su cuartel general. Si sus superiores quieren que usted lo sepa, se lo dirán ellos mismos.

    Eso fue todo lo que Frost pudo sacarle. Insatisfecho, enojado, salió de allí. Era muy tarde ya. Todos los cafés estaban cerrados y se sentía muy cansado. Regresó al cuartel general, durmió un rato echado en la cama, soñando sobre lo que le había sucedido. Al fin, despertó.

    Al día siguiente tendría oportunidad de hablar con Lodwick. Este puso mala cara.

    —Frost —exclamó—, usted me asombra. Tendría que haber estado clarísimo.
    —Bueno, pues no lo estuvo —dijo Frost—. Ni lo está todavía.
    —Aquel hombre estaba tratando de descubrir algo de las bombas cegadoras —le dijo Lodwick—. No podíamos consentirlo.
    —¿Por qué no? —preguntó Frost.
    —¡Porque no! —repitió Lodwick. Aquella era la pregunta más estúpida que había oído en toda su vida—. Frost, simplemente porque nosotros y Marte estemos en guerra con un enemigo común eso no significa que todos nuestros intereses coincidan. No. Sería un milagro.
    —Pero, ¿no podrían ellos ayudarnos a descubrir algo más acerca del arma? —preguntó Frost—. No lo comprendo.
    —No tiene que comprender nada —dijo Lodwick—. A nuestro juicio usted es el único hombre en este planeta u otro que puede saber algo significativo de las bombas cegadoras. No vemos razón alguna por la que tengamos que compartir esa información con los de Marte.
    —Pero ellos pueden tener algunos datos que...
    —No tienen nada —dijo Lodwick.
    —Pero...
    —Nada —repitió Lodwick—. Lo sabemos.
    —¿Están seguros?
    —Tenemos nuestras fuentes informativas —dijo Lodwick, totalmente confidente—. Marte no conoce prácticamente nada acerca de esas bombas. Ni siquiera saben si se trata de un proyectil. Afortunadamente, sospechamos que intentarían sonsacarle alguna información, y dimos nuestros pasos.
    —¿Pero qué hay de los datos? —insistió Frost—. No me refiero a información, sino a algo que ellos comprendan. Estoy hablando de datos en bruto. Hechos aislados que para ellos tal vez no hayan tenido valor alguno. Tal vez algo que podría ayudarme a descubrir cómo funciona el arma. ¿Está seguro de que no disponen de nada de eso?
    —¿Qué importa eso ahora? —preguntó Lodwick—. Pronto lo descubrirá, cuando realicemos la incursión. De esta manera no tenemos que correr riesgos innecesarios.
    —Tal vez lo descubriré —dijo Frost—. No estoy demasiado seguro de lo que encontraremos. Y no sé, tampoco, si la incursión tendrá éxito.
    —Si no lo tiene —dijo Lodwick—, eso dejará de ser un problema para nosotros. Seremos prisioneros... o estaremos muertos. Por otra parte, ahora sabemos más de las bombas cegadoras que los de Marte, y todavía descubriremos algo más. No hay razón para que ellos se aprovechen de esta circunstancia.descubriremos algo más. No hay razón para que ellos se aprovechen de esta circunstancia.

    Y eso fue todo lo que Lodwick dijo sobre el asunto. Pasaron el resto de la mañana repasando los mapas que la oficina de cartografía había hecho del cráter y de la carretera de Laplace Station. Pocos detalles más fueron añadidos por Frost a los que habían realizado los mapas, pero habían varios lugares a lo largo de la carretera donde recordaba habían algunos deslizamientos rocosos. Lodwick los señaló.

    —Pueden intentar aplastarnos con una avalancha de piedras —dijo—. Tendremos que estar alerta.

    La tarde la pasó practicando con el rifle, y con el traje que debería llevar. Los demás hombres hacían lo mismo.

    Odiaba aquello, la monotonía de esperar un blanco. Y dando vueltas por su mente, de un lado a otro, incansablemente, estaba la pregunta ¿hasta qué punto lo que estaba haciendo ayudaría a Venus y hasta qué punto sería una ayuda para el deseo de poder de Sidney Coleman?

    Se dijo que debía dejar de pensar cosas así. Se dijo que aquello no era lo mismo que hacer una arma nueva con su propia mente y con sus propias manos. En absoluto. Y además, él iba sólo a descubrirlo porque era la única manera de encontrar un camino para defenderse.

    Pero no podía dejar de pensar.

    Cuando terminaron las prácticas, se quitó el traje y se duchó. Luego, antes de cenar, fue a lavarse las manos otra vez. Estuvo lavándoselas durante cinco minutos, mecánicamente, dándose apenas cuenta de lo que estaba haciendo. Se preguntaba qué había querido decir Lodwick al hablar de Marte.

    Volviendo en sí mismo, dejó el jabón en la jabonera, se enjugó las manos y las secó en la toalla. Todavía las sentía sucias. Era imaginación suya, se dijo con firmeza. Imaginación, y nada más.

    El arma atacó de nuevo, haciendo estremecer a todo el planeta. Entonces, como respondiendo al toque de un enfurecido cuerno, la flota de invasión emprendió la marcha.

    Las naves salieron todas a la vez; cada cual tomó una órbita distinta, con una aceleración distinta, hacia la cita que tenían concertada en la Luna.

    La Tierra estaría vigilando, por supuesto, y gracias al radar sabría que la flota estaba en movimiento. Pero la Tierra no sabría el lugar de cita de la flota, ni cuándo o dónde pensaban aterrizar.

    La nave en que iba Frost era la Jawaharlal Nehru. Antes de la Liberación, había sido una nave de carga. Había sido transformada rápidamente para transportar tropas.

    Internamente, el Nehru mantenía 0,17G durante todo el vuelo. Gravedad de la Luna. En aquella gravedad, los hombres se ejercitaban diariamente. Frost tuvo que aprender de nuevo a manejar su rifle.

    Hacía una semana que estaban volando, cuando Lodwick envió recado de que deseaba ver a Frost en su cabina. Frost estaba practicando con su rifle. Dejó el rifle en su funda y se dirigió a la cabina de Lodwick.

    —Entre —indicó la voz de Lodwick desde dentro.

    Frost apartó la cortina y entró.

    —Comparezco, señor —dijo, adoptando por una vez el estilo militar—. ¿Deseaba verme?

    Lodwick le indicó la única silla vacía de la cabina.

    —Siéntese, Frost —dijo. Jugueteaba con algunos papeles de encima la mesa. En la débil gravedad, tenían tendencia de flotar un poco en el aire y vacilaban.
    —He estado comprobando nuestra mesa de organización —dijo Lodwick—. Usted está alistado como observador civil.
    —De acuerdo —dijo Frost.

    Para él no significaba diferencia alguna estar alistado de una manera u otra.

    —Eso no puede ser —dijo Lodwick.
    —¿Por qué no?
    —Va a haber operación de lucha —le dijo Lodwick—. No nos van a dejar entrar por las buenas. Cada uno de los hombres tendrá que luchar a partir del minuto en que pisemos tierra. Nosotros le hemos entrenado en la forma de luchar. Esperamos que sepa hacer buen uso de ese entrenamiento.
    —¿Y bien? —dijo Frost—. ¿Qué tiene eso que ver con la denominación que me den?
    —Los civiles no luchan —dijo Lodwick—. Póngase en pie. Repita conmigo.

    Frost parpadeó.

    —¿Qué?
    —Voy a tomarle juramento. Póngase en pie.

    Frost se puso en pie. Lodwick se levantó quedando frente a él.

    —Por mi honor como hombre de Venus... —empezó a dictar Lodwick.

    Toda la rutina les llevó unos treinta segundos. Terminaron.

    —Siéntese —le dijo Lodwick.

    Se sentó otra vez, Lodwick dejó un papel encima de la mesa delante de él, como un orador a punto de hablar.

    —Me faltaba un hombre para dirigir el Grupo Décimosegundo —dijo—. Usted se encargará de él.
    —¿Yo? ¿Tengo que hacerlo?
    —Viajamos rápidos —le dijo Lodwick—. Usted conoce el terreno y nosotros le necesitamos en una posición donde podamos estar en comunicación directa. Es la única pista abierto en mi plano. Usted dirigirá este grupo.
    —No estoy preparado para eso —argumentó Frost—. Tal vez me hayan enseñado ustedes a luchar, pero no me han enseñado cómo dirigir un grupo.
    —Estudie los manuales —le dijo Lodwick—. Observe a los demás jefes de grupo y fíjese en cómo lo hacen. Yo iré con su grupo una vez hayamos aterrizado. Yo le daré órdenes si usted no sabe cómo disponer alguna cosa.

    Se sentó echándose hacia atrás, como si diera por terminada la entrevista.

    —Otra cosa, Frost —dijo—. Ahora está usted bajo disciplina militar. Mientras obedezca las órdenes y se mantenga en línea, todo irá como hasta ahora. Pero manténgase en línea.

    Al salir de la oficina de Lodwick, Frost se preguntó cuál habría sido el significado absoluto de la maniobra. Se preguntaba por qué habría quedado aquel puesto vacante para que así pudieran colocarle a él. Lodwick no había dado razón alguna.


    CAPÍTULO XIII


    Desde una distancia de diez mil millas, la Luna era una masa en forma de balón de brillante blancura y resplandeciente tono gris-plateado y contra su flanco menos convexo había una cierta oscuridad más negra que el espacio, discernible sólo porque bloqueaba la vista de las estrellas que había detrás de ella.

    Desde aquella distancia Frost observaba la invasión. Todo lo que podía ver eran los fogonazos de los explosivos hidrogenados, y los resplandores que iluminaban momentáneamente el lugar desvaneciéndose acto seguido.

    Era una escena silenciosa, austera, no carente de una cierta majestuosidad. Era difícil pensar que los hombres estaban muriendo allí. Cientos de hombres. Miles.

    Frost observaba, fascinado. Pasaban las horas. La zona de batalla descendía sobre la superficie de la Luna, hacia la vasta y antigua Oppenheimer. El estallido de las explosiones aumentó, vaciló, y comenzó de nuevo. La lisa meseta de Oppenheimer estalló en cien lugares distintos, como burbujas escapadas de un agua muy jabonosa. Aparecían cráteres por todas partes bajo un tenue resplandor, como si fueran heridas.

    Y luego, al poco rato, el cielo se llenó de incesante resplandor producido por las bombas. Se había realizado el aterrizaje, y las naves de Venus y Marte hormigueaban por la superficie, protegiendo sus soportes. La batalla seguía su curso, imposible de interpretar sólo por los resplandores de las bombas, mientras las fuerzas de tierra, trabajaban para colocar su equipo, es decir, el equipo fijo y el móvil. El primero compuesto por máquinas de interferencia de gravedad, tubos, plataformas para los proyectiles, etc. Y el equipo móvil —tenían que ordenar su equipo móvil—, tenía que estar preparado para atacar cuando recibieran la orden de hacerlo.

    Frost observaba el estallido de las bombas, unas para destrozar los aparatos invasores, otras para defenderlos, preguntándose qué pasaría.


    Al día siguiente le llegó su turno. La nave aterrizó lentamente. Por un momento, Frost se quedó atontado. Como si lo único que pudiera hacer fuera respirar.

    Pero en seguida el zumbador rugió con la furia de un león. Era hora de empezar a moverse. Era necesario. Era como el principio del tiempo.

    Saltó de la cama de aceleración, tratando de evitar al hombre que bajaba también de la suya, situada encima de la de Frost. La gravedad de la Luna parecía hacerles flotar. Se puso el casco de la escafandra, cerrando bien el cierre de seguridad. Lo probó. Estaba bien colocado y el aire funcionaba bien. Alcanzó su rifle, y los comprobó. Estaba a punto.

    A su alrededor, los hombres estaban colocándose también sus respectivos cascos, comprobándolos y alcanzando también sus rifles. La mayoría de ellos estaban ya preparados.

    Preparó el transmisor en la frecuencia de su grupo.

    —¡Pónganse en fila! —ordenó. Todos formaron rápidamente.

    Frost levantó la mano derecha. Uno a uno, los hombres levantaron su mano derecha en respuesta.

    Dentro de sus trajes al vacío, parecían robots con cabezas plateadas, relucientes, sin rostro, con unos brazos demasiados largos y con manos en forma de garra, con las muñecas abultadas donde las propias manos de los hombres manipulaban los controles de las manos del traje.

    Pareció transcurrir mucho rato antes de que todos hubieran levantado su mano derecha, cuando en realidad no pasaron más de quince segundos. Frost se giró al tablero de señales, observando la luz roja que brillaba intermitentemente, como una arteria segada, el botón de emergencia de Paro, y el botón de Preparado. Cuidadosamente, sin poderse guiar por el sentido del tacto, pulsó el botón de «Preparado» con uno de los dedos de su garra. La luz roja dejó de emitir luz a intermitencias para brillar completamente fija. Respiró como si hubiera de ser la última vez que pudiera hacerlo antes de que el compartimento quedara abierto al vacío.

    Una de las paredes se abrió, cayendo lentamente, debido a la gravedad, hasta el suelo.

    Luego silencio, y la vista de una superficie dolorosamente brillante, sin el atenuante de niebla, mientras el cielo era extraordinariamente negro salpicado de estrellas. Frente a él rocas rotas de todos los tamaños cubrían la meseta por doquier.

    Pero no era el momento adecuado para quedarse contemplando aquella escena, y militarmente se vería de distinta forma. La pared había llegado ya al suelo y era hora de ponerse en marcha. Dio un paso hacia la inclinada plataforma formada por la pared de la nave. Era como flotar en el agua. Se acordó de las veces que había nadado en la Tierra, y recordaba el cuerpo desnudo de Judith en el agua. Dio otro paso; era como si pudiera tender las alas y volar.

    La Tierra era como un ojo, totalmente abierto, más grande que la Luna y de su misma forma, situada hacia el sudeste. Y el gran espiral blanco del vasto sistema nuboso era como una catarata, cegadora.

    Judith estaba en alguna parte, allá abajo, pensó Frost. Sí. Y Paul aquí arriba.

    Sus botas pisaban ya la superficie de la Luna. Se tambaleó y habría caído, pero tuvo tiempo de enderezarse todavía. Tieso, erguido, miró a su alrededor.

    Los hombres de su grupo iban saliendo, y una vez estuvieron todos fuera, empezaron a moverse tal como les habían enseñado. Estaban bien adiestrados.

    Algo tardíamente se acordó de las instrucciones. Una nave aterrizada era un blanco considerable. Lo primero que debía hacerse era alejarse de ella. Empezó a moverse otra vez, abriendo el camino que sus hombres seguirían. Después de un poco se giró hacia atrás y vio que la nave quedaba ya a unas cien yardas atrás. A su izquierda podía ver otras dos naves que habían aterrizado, y los hombres de aquellas saliendo de ellas, esparciéndose. Miró a su alrededor... ¿dónde estaba la cuarta?

    No tenía tiempo de pensar en ello ahora. A una señal suya todos sus hombres emprendieron el camino hacia las depresiones y cavidades rocosas que podían servirles de protección.

    —Patrulla informe —dijo por la radio y esperó. Tras una pausa oyó una voz.
    —Patrulla K informando —decía la voz. Debía ser Harwood—. Hemos perdido un hombre. Coulson no informa.
    —¿Qué le ha sucedido? —preguntó Frost ansiosamente.
    —Nadie le ha visto —repuso Harwood—. ¿Sabe lo que creo? Él dormía en la litera superior y debió golpearse al bajar, sin que nadie se diera cuenta de que no estaba preparado para salir al vacío.

    Frost guardó silencio. Ya había perdido a un hombre, aun antes de empezar el combate. E innecesariamente. Esas cosas sucedían en la guerra, pensó, pero tal idea no lo consoló lo más mínimo. Cogió los informes de las otras dos patrullas, mecánicamente.

    —Nada que informar —dijo Harwood, y los otros dos hombres encargados de darle el parte de las otras patrullas dijeron lo mismo.
    —De acuerdo —dijo—. Adelante.

    Vio la pared del cráter y al fin, emprendió la difícil marcha que habría de conducirles a la negra boca del túnel.

    —Por aquí —indicó, señalando unos montones de rocas que les harían de parapeto—. Por este lado de la carretera —ordenó.

    Avanzaban muy dispersos, en filas de dos. Llevaban los rifles sostenidos con ambas manos, dispuestos a usarlos en cualquier instante. Frost pensó en los gatos dispuestos a saltar sobre su presa.

    —Grupo Désimosegundo, ¡informe!

    Era la frecuencia del alto mando, y la voz de Lodwick.

    Frost se dispuso a emitir en aquella frecuencia.

    —Hemos perdido a un hombre al aterrizar —dijo—. Avanzamos hacia el túnel a cubierto. Hasta ahora, sin oposición.
    —De acuerdo —dijo Lodwick—. Me reuniré con ustedes —hizo una pausa, y prosiguió—. Hemos perdido al Grupo Séptimo mientras se acercaba. Les han abatido.

    Frost sintió frío al pensar en los chorros de metal como si fueran meteoros que debió llover sobre el Grupo Séptimo. En lugar de sucederles a ellos, lo mismo le hubiera podido suceder a su grupo.

    —Tendremos que seguir sin ellos —dijo Lodwick.

    Por el rabillo del ojo, Frost vio que las tres naves que habían dejado ya a sus hombres en la Luna, despegaban nuevamente alejándose en el negro firmamento. A partir de aquel momento y hasta que el trabajo estuviera terminado, quedaban aislados, sin poder retroceder. Era una cosa desagradable de pensar.


    Se acercaban a la pared del cráter. Los montones de rocas eran mayores de lo que parecían de lejos. Bloques gigantescos, irregulares, algunos tan grandes como una nave, apoyados unos contra otros amontonados al azar. Era un lugar de sombras y aberturas, de ocultas grutas y patios abiertos al cielo.

    Estaban sólo a pocos centenares de yardas de allí cuando se oyó aquel grito horrorizado, urgente.

    —¡Cuidado! ¡Una nave de la Tierra!

    Frost dio la vuelta, mirando al cielo. Por un momento no vio nada. Luego, de pronto, divisó una extraña forma curvada, de superficie brillante que se les estaba echando encima, encima del borde del cráter.

    Una maniobra como aquella sólo quería decir una cosa.

    —Un ataque como al del Grupo Séptimo —exclamó—. ¡A cubierto!

    No había tiempo de llegar hasta las rocas. Se echó cuan largo era al suelo, sudando copiosamente por la lentitud en caer. Rápidamente, escarbó con las garras en el terreno rocoso hasta poder esconderse allí. Miró hacia arriba. La nave estaba cada vez más cercana, enorme. Entonces, de súbito, entre él y la nave estalló una nube que fue extendiéndose, brillando al sol.garras en el terreno rocoso hasta poder esconderse allí. Miró hacia arriba. La nave estaba cada vez más cercana, enorme. Entonces, de súbito, entre él y la nave estalló una nube que fue extendiéndose, brillando al sol.

    Ocultó la cabeza y el casco dentro del agujero que había hecho. La nave de la Tierra pasaba por encima de ellos. Esperó sin atreverse a respirar. Pasaron unos momentos. Miró hacia arriba. A unas cien yardas aquella nube de polvo caía de nuevo sobre la meseta. Habían errado la puntería.

    Frost se puso en pie.

    —Volverán —dijo, por el transmisor—. Debemos llegar hasta esas rocas.

    Observó el cielo. De momento no vio nada. Luego, como si se hubiera materializado en el vacío, apareció la nave aquella, sombría silenciosa y terrible. Debía haber dado la vuelta casi inmediatamente, supuso Frost, pensando en las nuevas facultades de las naves recién construidas en la Tierra, todavía desconocidas en Venus.

    Y se acercaba de prisa. Frost ordenó:

    —¡Cúbranse!

    Vio la centelleante nube que se esparcía encima de ellos. Se acurrucó tanto como pudo. Oyó que una roca encima suyo estallaba. Como si fueran pequeñas chispas.

    Siguió acurrucado un momento más, pero no oyó ningún nuevo estallido. Se puso en pie, y un poco más abajo que él vio a uno de sus hombres en pie —tenía que ser un hombre de su grupo— sin casco, con aspecto fantasmal, con los ojos saliéndosele de las órbitas y con la boca, nariz y oídos sucios de sangre que manaba, esparciéndose por el traje. Entonces se desplomó.

    Otro de sus hombres yacía en la cuesta, con el traje agujereado, saliéndole vapor de un agujero en el hombro, que se esparcía como humo a ras del suelo, difundiéndose lentamente hasta desvanecerse. No se movía. Su armadura no le había protegido.

    Pero Frost no tenía tiempo de pensar en esas cosas. Un resplandor, en la meseta, llamó su atención. Una de las naves que todavía no había aterrizado debía haber abatido a la nave que acababa de atacarles. La nave fue a estrellarse contra el suelo. Cuando el estallido cesó apenas quedaban señales de lo que acababa de suceder.


    Tenía algunos hombres encargados de vigilar el cielo, y los jefes de patrulla se cuidaron de comprobar datos. Mientras lo hacían, volvió a la pendiente donde yacían los hombres. Estaban muertos, por supuesto. Cogió sus placas ID y subió de nuevo al camino. Había perdido ya a tres hombres. Los jefes de las patrullas le dijeron los nombres de los dos últimos que habían caído. Eran Paulus y Akutagawa. Las placas ID decían lo mismo.

    Guió a su grupo a un lugar próximo a la carretera manteniéndose todo el tiempo junto a los montones de rocas. Observando la carretera, siguiendo al abrigo de las rocas, esperaron que los demás grupos se les unieran.

    Fueron llegando a decenas, poniéndose también al abrigo de las rocas, hasta que al fin no quedó ninguno en campo abierto.

    Las rocas interferían la transmisión de radio, pero ya lo habían supuesto. Lodwick desde su sitio le hizo una seña para que emprendiera la marcha. Frost salió de su posición y se dirigió a la carretera. Todos los hombres le siguieron.

    —¡Frost... informe!

    Era la voz de Lodwick. Frost contestó.

    —Sí, señor.
    —Privadamente —le dijo Lodwick. Frost puso la frecuencia especial.
    —En privado —informó.
    —Ha perdido dos hombres —dijo Lodwick.
    —Si, señor —admitió Frost—. Estaban en campo abierto cuando nos han atacado por segunda vez. No pudo evitarse.
    —No iban en formación debida —dijo Lodwick con voz aguda.
    —No, señor —confesó Frost—. Supe que volverían. Pensé que lo importante era llegar al abrigo de las rocas tan de prisa como pudiéramos.

    La voz de Lodwick adoptó el tono de un locutor:

    —Frost —dijo—, la descentralización de nuestras formaciones están calculadas para dar a cada hombre un máximo de segundad posible, ataque quien ataque. Supongo que usted sabía eso.

    Era una tontería, pensó Frost. Habían demasiadas variantes. Lodwick estaba hablando sólo por hablar. Aquello no quería decir nada.

    Pero no era ni lugar ni momento adecuado para discutir aquello.

    —Me ha parecido que era lo mismo —dijo Frost—. ¿No se ha obtenido el mismo resultado?
    —No se trata de eso —exclamó Lodwick—. Si usted guarda una formación, todos sus hombres tienen las mismas probabilidades. De esa manera suya, dos de sus hombres han salido perdiendo.

    La lógica del que censura no puede ser discutida, pero sólo porque carece de lógica. Frost guardó silencio.

    —Y ha descuidado de vigilar el cielo —prosiguió Lodwick después de un corto silencio.
    —Sí, señor —dijo Frost pensando todo el rato en que lo importante era llegar a cubierto de los montones de rocas. Vigilar el cielo les habría disminuido la rapidez del movimiento, dejando por consiguiente a mayor número de hombres expuestos. Pensó, sin embargo, que no le serviría de nada discutir.
    —De hecho —añadió Lodwick— usted ha hecho una sola cosa práctica en toda la operación. Al atraer la nave sobre sus hombres concentrados, nos ha dado la ocasión de abatirle. Aunque lo hubiéramos hecho de todas formas.
    —Sí, señor —dijo Frost, no muy seguro de la veracidad de aquellas palabras.
    —Debí haber ido en su misma nave —continuó Lodwick—. No lo hice. Esta fue mi equivocación. A partir de ahora iré con su grupo. Yo daré las órdenes y usted las traspasará. Puedo hacerlo, ¿verdad?
    —Creo que sí —dijo Frost, procurando controlar su voz y sus sentimientos.

    De pronto, no sintió demasiada confianza en la capacidad de Lodwick para gobernar aquella misión. Había creído que Lodwick sabía cómo mandar, aunque sólo fuera oficial de las Fuerzas del Espacio. Se había equivocado. Todo lo que Lodwick sabía hacer era lo que decían las reglas de los libros. Nada más.

    Esperaba —pues su propia vida dependía de eso— que con ello bastara.

    Avanzaron por la carretera hasta la boca del túnel. Era muy profundo. A pesar de la ligera gravedad de la Luna tuvieron que detenerse para respirar y descansar. Lodwick mandó a unos hombres para comprobar si el túnel estaba vigilado o no. El reconocimiento realizado desde el cielo les había dicho que no, pero tal reconocimiento podía ser erróneo. No era posible creer que Laplace Station no supiera nada de su llegada. Toda posibilidad de cogerles por sorpresa desapareció, en el momento que vieron la nave de la Tierra surcar el firmamento para atacarles.por sorpresa desapareció, en el momento que vieron la nave de la Tierra surcar el firmamento para atacarles.

    Los centinelas les informaron por radio, y el resto de las fuerzas avanzaron. Avanzaban por la oscuridad del túnel con toda clase de precauciones. Era desagradable. Entonces unos cuantos hombres prepararon un proyectil que introdujeron en la boca del túnel, con mucho cuidado.

    Cuando estuvo a punto, los hombres se alejaron de allí. Uno de ellos soltó los cables que controlaban el mecanismo de disparo.

    Lodwick dio la señal y el proyectil salió disparado, dentro del túnel. El interior del túnel quedó iluminado por un instante.

    —Otra vez —ordenó Lodwick.

    Volvieron a cargar otro proyectil. Lo dispararon y nuevamente iluminó el interior del túnel.

    Frost había trabajado arduamente en aquellos proyectiles. Tenían que volar toda la longitud del túnel, lo cual significaba que tendrían que tener una trayectoria lisa. Tenían de estallar en el momento en que llegara al otro extremo, produciéndose una explosión que mataría a los hombres que pudieran estar allí y destruir todos los cables eléctricos que pudieran haber colocado, aunque estuvieran enterrados a mucha profundidad bajo la roca, ya que los cables estarían provistos de una carga explosiva en el techo del túnel, dispuesta a estallar al paso de los intrusos.

    Cuando el resplandor se apagó por segunda vez, cuatro exploradores avanzaron por el túnel. Este no tendría más de unos tres cuartos de milla de longitud, y tardaron bastante antes de transmitir su señal, mal recibida debido a las paredes del túnel. Informaron que el camino estaba libre. Lodwick ordenó a las fuerzas que avanzaran.

    El Decimoquinto grupo fue el primero, pasando a continuación el de Frost. El Segundo iba a la retaguardia. Avanzaban en fila india, con una separación de veinte pies, por si acaso los proyectiles no hubiesen cumplido con todo su cometido. El camino estaba oscuro pero el suelo del túnel era liso y limpio. Frost se servía de la linterna de mano para ver el camino, aunque en realidad no había necesidad de ello.

    A medio túnel Frost observó que algo brillaba en la pared del túnel. Frost enfocó su linterna hacia allí. Era un ojo de televisión. Estaba bien camuflado, pero no lo suficiente. Alguien lo había destrozado.

    Llegó al final del túnel. Allí, durante varias yardas la roca era cristalina, brillante y lisa y no muy sólida. Los proyectiles debieron estallar allí encima, decidió Frost con satisfacción.

    Mientras las fuerzas avanzaban, los exploradores habían esparcido unas cuantas piedras sueltas encima de la piedra vitrificada, haciendo un paso por donde los hombres pudieran andar, ya que la roca de debajo debía estar todavía caliente. Lo suficientemente caliente como para quemarse los pies.

    Los exploradores iban delante, otra vez, con los rifles a punto. La carretera giraba y seguía la pared del desfiladero.

    Unos cuantos hombres cavaban en las rocas sueltas, buscando si había algún cable escondido. Los encontraron a pocos pies. Había más de una docena. Cuidadosamente, procurando no tocarlos, uno de los hombres, tras hacer las oportunas comprobaciones, los cortó con unas tijeras, uno por uno.

    Otro peligro eliminado, pensó Frost. El camino hasta el cráter estaba despejado. Los hombres de la Tierra no podrían bloquearlo.

    El camino era estrecho. Había sido intercalado en la pared del desfiladero. No había lugar donde ocultarse. Era como andar bajo el punto de mira de un rifle.

    Por lo menos no tenían que preocuparse demasiado por la posibilidad de un nuevo ataque aéreo, pensó Frost. El desfiladero era demasiado profundo y demasiado estrecho.

    Todo lo que tenían que temer ahora, era la oposición que pudieran encontrar en tierra.

    El grupo decimoquinto llegó a un recodo de la cuesta que seguía el camino. Hubo un momento de visible confusión, y entonces los exploradores avanzaron de nuevo. A una orden de Lodwick todos siguieron marchando.

    El camino descendía poco a poco. Frost podía divisar casi cinco millas, girando aquí y allá, como siguiendo el camino abierto por el río de lava que debió pasar por allí millones de años atrás.

    —No se olvide de que sus hombres vayan separados —ordenó Lodwick.

    Frost tuvo la impresión de que le hablaba junto al oído, pero luego recordó que eso era efecto del aparato transmisor.

    —Seremos un blanco bastante bueno ahora —dijo Lodwick—, hasta el final del camino.

    Como si no lo hubieran sido antes, pensó Frost. Dio las órdenes oportunas a sus hombres que avanzaran en fila de a uno.


    Supusieron que tardarían una hora, o más, hasta llegar a la estación. El avance seguía. El sol era una moneda ardiente en el cielo negro.

    Al final llegaron al lugar donde las paredes del desfiladero se juntaban. Un poco más allá, recordó Frost, el desfiladero se abría de nuevo, allí estaba Laplace Station.

    Desde la hendidura, podría verse todo el camino. Un grupo parapetado en la hendidura aquella, podría detener el avance de otro que llegara por el camino, simplemente disparando con rifles. A una orden de Lodwick los hombres siguieron avanzando por la escarpadura del camino.

    De nuevo fueron los exploradores los primeros en pasar; dos hombres, un buen espacio, dos hombres más y otro buen espacio, una docena de hombres avanzando tan rápidamente como podían.

    Al poco rato fueron atacados, con la explosión de varias bombas, que no les cegaron gracias a la protección de los cascos que llevaban.

    Los disparos de aquellas armas habían sido hechos con poca precisión ya que no habían acertado el objetivo, por esto sus explosiones no habían tenido gran efecto.

    Pero incluso mientras Frost estaba pensando esto, vio el destello de un nuevo disparo, y al instante cerró los ojos. Lo hizo a tiempo. Cuando volvió a abrirlos, había una grieta abierta en el camino, y junto a ella un hombre se tambaleaba cayendo por el borde de la misma, primero poco a poco, luego más de prisa. Después del golpe ya no se movió.

    Al ver disparar otro nuevo proyectil, Frost empezó a apartarse.

    —¡Frost! —exclamó la voz de Lodwick a través de la frecuencia adecuada de su radio.

    Frost se paró, quedando inmóvil, parado por el tono de la voz.

    —¡Que se pongan en marcha! —ordenó Lodwick— Ahora. Antes de que les coja pánico.

    Y tenía razón, pensó Frost. Dio las órdenes necesarias sabiendo, sin embargo, que tal vez enviaba a alguno de sus hombres a la muerte.

    —Están tirando a ciegas —dijo Lodwick—. No tienen mirador. Podremos hacerlo sin temor.

    De pronto algo le golpeó desde detrás haciéndole tambalear, pero sintióse asombrado al descubrir que seguía con vida.

    —¡Está bien, no tema! —le susurró una voz a través de su radio—. Ha recibido el golpe de una piedra, eso ha sido todo.

    Era verdad. Se encontraba bien. Seguía con vida, y su dosímetro seguía funcionando bien.

    —Gracias —murmuró agradecido, sin estar seguro de hablar en una frecuencia adecuada para que le oyera.

    Volvió a andar camino arriba. De pronto se dio cuenta de que un grupo de sus hombres habían conseguido minar el ataque de los contrarios. Estos todavía disparaban algún que otro proyectil, pero al cabo de poco, ya no dispararon ninguno más.

    Estaba fatigado. Sus pulmones eran como cuchillos y sus piernas apenas le sostenían. Se tambaleaba.

    —¡Mantengan la posición! —exclamó Lodwick. Frost repitió la orden en la frecuencia de su grupo y, agradecido, se echó sobre el suelo. Se sentía como si tuviera que estarse allí para siempre.
    —¡Frost! —la voz de Lodwick no le dio tiempo de descansar—. Organice su grupo. Hemos localizado sus puestos de lanzamiento, pero todavía pueden seguir atacando con rifles. Tenemos que rodearles.
    —¡A la orden, señor! —suspiró Frost.

    De mala gana, se puso de pie.

    —Esto hubiera tenido que salir de usted —le dijo Lodwick.
    —Sí, señor —repuso Frost, estúpidamente, rezongando interiormente.

    Conectó con la frecuencia de su grupo y llamó a los jefes de patrulla.

    Uno de esos había muerto. Tilford, de la Patrulla M. El que iba detrás de Tilford contestó. Pasaron lista. Habían perdido ocho hombres.

    Bien, ya no había remedio para eso, se dijo Frost. Hizo formar a sus hombres en fila de a dos, preparados para emprender la marcha. Estaban agazapados en el borde del camino, esperando la orden.

    Lodwick guiaba el Grupo Decimoquinto que había tenido mejor suerte durante el bombardeo. Frost les vio marchar delante suyo. Iban a ser los primeros en acercarse a la grieta. No les envidiaba. Marchaban imperturbables. Como todo en el vacío, no hacían ruido. Volvió a pensar en los robots.

    Entonces Lodwick le hizo seguir a él y al Grupo Décimosegundo, para tomar posiciones donde sus rifles pudieran cubrir el avance de los primeros. Era una vista rígidamente majestuosa. Al otro lado de la grieta, volvía a abrirse el desfiladero. Más allá el precipicio estaba sumido en las sombras, pero emergiendo de él, una serie de torres indicaban el camino hasta el final del desfiladero. Como centinelas, se elevaban hacia el cielo. Llevaban complicadas coronas en formas de astas —proyectistas de pasos gravitacionales— en cierto modo parecido a los que había en las ciudades de mucho tranco de la Tierra. Pero la talla de sus antenas y su número, era signo evidente de su potencia inmensamente mayor.

    Se preguntó si sería allí desde donde habían lanzado las bombas cegadoras. Esperaba que no. Paul estaba ya bastante complicado.

    No tenía tiempo de pensar en eso, ahora. El camino que seguía a lo largo de la pared del desfiladero, terminaba donde una plataforma —posiblemente de una extensión de un acre— había sido cortada en la misma roca. El portal de la estación estaba sellado.

    Lodwick dio la orden. Frost levantó su rifle y empezó a disparar. Disparó, se detuvo, volvió a disparar, esparciendo los disparos, cambiando el blanco. Todos los hombres que estaban a su alrededor hacían lo mismo.

    Oyó a Lodwick dar otra orden, y vio al grupo Decimoquinto que se levantaba de su escondrijo, acercándose espasmódicamente. Vio que en una de las incursiones uno de los hombres caía, tras tambalearse y girar sobre sí. Quedó tendido en el suelo, con un brazo extendido y el otro doblado debajo de su cuerpo de una forma que le hubiera dolido si hubiera podido sentirlo.

    Ese fue el único indicio que Frost tuvo de que estaban disparando contra ellos. Observó el camino buscando a los hombres de la Tierra, pero no pudo ver a nadie. Empezó a buscar lugares donde pudiera ocultarse algún hombre, y apuntó su rifle hacia allí. Vio caer a un hombre de un escondrijo de aquellos, quedando quieto en el camino y comprendió que había sido una de sus balas la que habría realizado el mortífero trabajo.

    Por un momento sus manos quedaron como paralizadas. Aguantaba su rifle sin darse cuenta de que lo hacía; era algo inerte en sus manos. Apenas podía respirar.

    Vio a otro hombre del Grupo Decimoquinto que caía al suelo como si se tumbara tranquilamente a dormir. Entonces se percató de que en sus manos tenía un rifle, y volvió a hacer uso de él. Vio a un hombre de la Tierra que salía de su escondrijo, cayendo de súbito, bruscamente.

    Los hombres tomaron posiciones desde donde poder torpedear el camino con los rifles. Frost se dio cuenta de que sostenía el rifle con tanta fuerza que sus manos-garras habían dejado señales en el metal.

    —Grupo Décimosegundo, adelante.

    Sabía que pasaría aquello. Pero así y todo comprobó si la frecuencia de su radio estaba correctamente puesta.

    —De acuerdo —dijo—. Ha llegado nuestro turno.

    Se sorprendió de oír su voz tan tranquila.

    Empezó a andar. Ni demasiado despacio ni demasiado aprisa. Podía ver todo el camino que faltaba Hasta la estación. Todos podían verlo.

    Estaban fuera de peligro ahora, se dijo. Trató de creerlo. Era asombroso cuan lejos podían ir las balas en el vacío. Sentía cómo el sudor bañaba su cuerpo.

    Miró hacia atrás. Sus hombres le seguían. Llegaron a la plataforma, Frost y sus hombres, seguidos del Grupo Decimoquinto.


    CAPÍTULO XIV


    Después de eso simple rutina. El portal se abrió cuando un hombre entró en la sala de control exterior y tocó los controles. Lodwick ordenó que una patrulla permaneciera en la plataforma. Los demás entraron.

    No hubo más lucha. Una vez dentro se limitaron a ir recogiendo a los hombres y mujeres que encontraban, llevándolos cautivos a una habitación grande que hacía las veces de sala de reuniones y de gimnasio. Nadie trató de detenerles. Todas las personas que encontraron eran civiles, con excepción de algunos oficiales de graduación elevada que se rindieron blandamente tan pronto fueron hallados.

    La estación había sido tomada.

    Por su parte, Frost guió a su grupo hacia los túneles donde se hallaban los laboratorios. Siguieron con los cascos puestos; mientras hubiera algún riesgo de que se produjera alguna nueva pelea, y habría peligro de que la estación fuera abierta al vacío.

    En los túneles del laboratorio, se separaron; cada patrulla tomó un grupo de pasillos y sus correspondientes habitaciones. Iban cogiendo prisioneros, tomando fotografías de casi todo cuanto veían. Cientos de fotografías. Frost apenas tenía tiempo de dar un rápido vistazo a una décima parte del equipo que llenaba aquellas habitaciones.

    Habían cantidades de extraños inventos; habrían tardado meses en tomar nota de todos ellos. Los únicos que reconoció eran los equipos standard, los que había visto en los laboratorios de la Tierra.

    Nada de todo lo que vio le dio la menor idea de cómo podían estar hechas las bombas cegadoras, que podían alcanzar velocidades transfotónicas.

    Pasó más tiempo con los prisioneros. Iba mirando a cada uno de ellos cuidadosamente. Reconoció algunos rostros, pero la mayoría eran extraños. No encontraba a Paul.

    Devolvieron los prisioneros a la sala gimnasio, haciéndose obedecer por ellos mediante signos, ya que no podían hacerse entender a través de los cascos. Hasta que todos los prisioneros estuvieron reunidos en la sala gimnasio y todas las patrullas informaron desde el último rincón de la estación, Lodwick no creyó oportuno quitarse los cascos.

    Frost se quitó el suyo cuando aquél dio la orden de hacerlo, dejándolo cuidadosamente en el suelo del pasillo y colocando su rifle entre aquél y la pared. Entonces se quitó las manos-garra dejándolas encima de su rifle. Sintió el aire fresco en contacto con sus sudorosas manos. Con la cabeza desnuda, sin guantes, con las manos vacías, entró en el gimnasio.

    Los prisioneros estaban agrupados. Debían ser unos cuatrocientos o quinientos, entre hombres y mujeres. La habitación no era lo suficientemente grande para todos; estaban apiñados, y en la habitación hacía calor producido por tantos cuerpos. Pero a pesar de todo, los prisioneros estaban de espaldas a la media patrulla que vigilaba la puerta, jóvenes con rifles dispuestos a disparar a la menor señal de revuelta.

    Algunos cautivos iban desnudos. Un grupo de ellos estaban juntos, más mujeres que hombres, y otros estaban esparcidos por la habitación entre los demás. La estación tenía una piscina, recordó Frost. Sus cuerpos estaban secos, pero su cabello estaba todavía húmedo. Frost se preguntaba cómo podrían haber estado divertiéndose tan tranquilos mientras sabían que la estación era atacada. Entonces recordó los rostros asombrados que observó en la gente que encontraron en los laboratorios. Claro. Nadie les había dicho nada. Sólo los soldados con quienes lucharon ellos para llegar a su objetivo lo sabían, y aquéllos estaban ya muertos.demás. La estación tenía una piscina, recordó Frost. Sus cuerpos estaban secos, pero su cabello estaba todavía húmedo. Frost se preguntaba cómo podrían haber estado divertiéndose tan tranquilos mientras sabían que la estación era atacada. Entonces recordó los rostros asombrados que observó en la gente que encontraron en los laboratorios. Claro. Nadie les había dicho nada. Sólo los soldados con quienes lucharon ellos para llegar a su objetivo lo sabían, y aquéllos estaban ya muertos.

    Había una joven en la primera fila, desnuda, con un cabello rubio húmedo aplastado sobre su cabeza. Estaba cogida fuertemente del brazo de un joven vestido con una bata de laboratorio. Ninguno de los dos hablaba... nadie en la habitación hablaba. El silencio era abrumador. Frost miró a los guardas, y a pesar de todo tuvo que sonreír. Todos ellos estaban tratando con todas sus fuerzas de no mirar a la muchacha, tratando de resistirse, pero fracasando en su deseo. ¡Pobres cándidos bobos de Venus! Se acercó a la muchacha y a su acompañante y les hizo mezclar con los demás prisioneros. Sería mejor procurar que nada les distrajera de sus obligaciones.

    Se mezcló entre los prisioneros. Estos se apartaban dejándole paso. Odiaba esta parte de su trabajo, pero no tenía más remedio que hacerlo. Miraba todos los rostros. Se frotó en el traje las manos sudadas. Deseaba poder lavárselas.

    No tardó mucho en hallar lo que buscaba. Iba pasando entre los prisioneros mirándoles a la cara. Casi había terminado su segunda vuelta a la habitación cuando dos hombres se apartaron a un lado, y él quedó frente a frente a Paul.

    Paul parecía más delgado que antes. Sus ropas eran viejas y le sentaban mal. Le miró fijamente a los ojos. Al principio, ninguno de los dos pudo hablar, pero aquel silencio debía romperse.

    Frost hizo un esfuerzo para hallar la voz que le faltaba.

    —Hola, Paul —dijo, y luego quizás porque aquello pudiera sonar tan fuera de lugar, añadió, en un murmullo—: Lo siento, Paul.

    Los rasgos de Paul mostraban una plácida tranquilidad, aunque sus ojos mostraban también un ligero toque de dolor.

    —¡Hola, Alex! —dijo—. Me alegro de verte de nuevo.

    Su voz era suave, como si en su encuentro no hubiera nada de anormal. Pero el momento que siguió tuvo la frialdad del hielo, como un glaciar helado durante millones de años.

    Se rompió.

    —Paul... ¿Por qué? —sollozó Frost Esas palabras brotaron sin que él apenas se diera cuenta.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó Paul.

    Su tranquilidad parecía la de una persona en trance.

    —No sé —se oyó decir Frost—. Pero has hecho algo, Paul. No sé qué. Pero es un arma. Y yo... Paul, tengo que saber por qué.

    Paul miró sus pies, y sus manos estaban muy atareadas con sus dedos.

    —Oh, Alex... no tenía idea. Nunca imaginé...

    Frost no sabía lo que había estado esperando, pero nunca había pensado en una protesta de inocencia. Dejó de escucharle.

    —Tendrá que acompañarme —le dijo, dando un paso adelante, para cogerse del brazo de Paul.

    Paul no trató de resistir ni de evadirse.

    —¡Eh! ¡Alto!

    Fue un joven de los laboratorios quien había hablado. Se adelantó con aire de desafío hacia Frost.de desafío hacia Frost.

    Paul se giró para apaciguar la interrupción.

    —No sucede nada, Delmore —dijo con la misma pasividad con que había hablado antes—. Es un amigo mío.
    —¡Amigo! —dijo el joven sin dar crédito a esa palabra— Es...
    —Por favor, Delmore —dijo Paul, tranquilo pero firme. Se giro hacia Frost—. Alex, éste es Delmore Lowell. Delmore, éste es Alex Frost. Creo que me has oído hablar de él.

    Frost saludó brevemente al estilo militar tras la presentación. Delmore, testarudo, no le devolvió el saludo. Su rostro sin embargo, mostraba el más perplejo asombro.

    —Bien —dijo Paul—. ¿Vamos?

    Se fueron. Los prisioneros les abrieron paso entre ellos, Paul iba delante. Ahora abrían paso para Paul, no para él, pensó Frost.

    Lodwick esperaba afuera. Sus ojos se posaron en Paul como si éste hubiera sido un insecto.

    —¿Paul Warren? —preguntó a Frost.

    Frost asintió con la cabeza. Lodwick volvió a observar al prisionero.

    —No me lo imaginaba así.
    —Yo no... —empezó a decir Paul.
    —Cállese —ordenó Lodwick. Sus ojos pasaron inmediatamente a Frost—. Averigüe qué papeles y cosas necesitamos de él.
    —¿Papeles? —preguntó Frost— ¿Para qué?
    —Sus planos —exclamó Lodwick—. Todo lo que pueda decirle a usted cómo trabajan... cómo lo ha hecho.
    —¿Para qué los quiere? —preguntó Frost. No habían hablado para nada de esto cuando proyectaron la invasión.
    —No es posible defensa alguna —añadió Frost. La respuesta de Lodwick fue un bufido irónico.
    —Usted quiere descubrirlo por sí sólo, ¿verdad?
    —Bueno, pues sí... —admitió Frost— pero...
    —Pues, descúbralo —le dijo Lodwick—. Y luego vaya a buscarlos.

    Frost sintió como si una presión de veinte atmósferas le aplastara el cerebro. Se giró hacia Paul con una pregunta en la punta de la lengua. Pero entonces se fijó en el hombre, y se dio cuenta de que había envejecido, que era realmente viejo, más viejo de lo que aquellos cuatro años justificaban. El hielo se había derretido, y el fuego ardiente disipado.

    —¿Bien? —preguntó un poco incómodo.
    —Claro, Alex —dijo Paul—, si los quieres, te los sacaré.
    —De acuerdo —dijo Frost.

    Estaban a punto de moverse ya, pero Lodwick le detuvo.

    —Él se queda aquí —dijo Lodwick. Señaló con el dedo a Paul—. Dígale dónde tiene que buscar —le dijo al viejo—. Y dónde lo encontrará.
    —No —dijo Frost, y el tono de su propia voz le asombró. Pero no podía permitir que Lodwick tratara de aquella manera a Paul. Además, estaba demasiado familiarizado con la manera de archivar de Paul—. Tendrá que buscarlo él mismo.

    Por un momento, bastante largo, tuvo que sostener la mirada de Lodwick. Resistió el impulso que sintió de apartar sus ojos de los de aquél.

    —De acuerdo —dijo Lodwick al final—. Lleve cuatro hombres. Escolta.
    —No creo que lo necesitemos —dijo Frost—. A menos... —se giró hacia Paul— ¿Lo necesitaremos para que nos ayuden a llevar las cosas? —le preguntó.
    —Todo cabrá en mi cartera —dijo Paul.
    —Llévenlos de todas formas —ordenó Lodwick—. Y apresúrense. El jefe de la estación ha dicho que no recibirán ayuda hasta dentro de diez horas, pero no podemos contar con eso.
    —¿Y qué? —preguntó Frost—. ¿Debemos coger el traje de Paul?

    Las reglas de seguridad, recordaba, exigían que todos los que estaban en la estación tuvieran un traje para salir al vacío.

    —¿Tiene un traje de esos? —preguntó Lodwick a Paul. Este asintió con la cabeza— ¿Dónde está? —preguntó Lodwick.
    —Pues, en una de mis habitaciones —dijo Paul, como si no fuera posible que estuviera en cualquier otro lugar.

    Lodwick pareció meditar unos instantes.

    —Recójanlo —dijo al final—. Vendrá con nosotros, ya lo sabe —le dijo a Frost.

    Frost asintió. Claro que lo sabía. Sus pensamientos se apartaron de lo que ellos harían con Paul después de aquello. Tal vez se lo merecía por haber hecho las bombas cegadoras. Era difícil pensarlo. Incluso ahora, a pesar de los hechos, era difícil creer que Paul lo hubiera hecho. Frost se alejó unos pasos y llamó a cuatro hombres de su grupo para que les escoltaran.

    —Gibbs, Sakai, Simone, Cándido. Apresúrense. Vamos a dar una vuelta.

    Recogió sus manos-garra y se las puso. Se colgó el rifle sobre el hombro. El casco lo llevaba bajo el brazo; tendría tiempo suficiente de ponérselo si lo creía conveniente.

    Observó a sus hombres. Estaban ya preparados con los cascos puestos. Hizo una señal a Paul con la cabeza.

    —Primero iremos a buscar su traje —le dijo—. ¿Dónde está su habitación?
    —Por aquí —dijo Paul.

    Emprendieron la marcha. Los cuatro hombres llevaban sus rifles haciendo mucho ruido. Frost levantó las manos en un gesto frenético para detenerles, mientras Paul se detenía a su vez mirándoles aturdido. Frost hizo un gesto a los hombres para que dejaran de apuntar a Paul con las armas. Vacilando, le obedecieron. Les indicó que les siguieran. Él iba al lado de Paul.

    —Bien, Paul —dijo—. Vamos.
    —Había olvidado —dijo Paul— que soy un prisionero.
    —Lo siento, Paul —dijo Frost—. Vamos.
    —Claro, Alex —dijo Paul.

    Al principio el único ruido que se oía por los pasillos vacíos era el resonar de las botas de los cuatro hombres de la escolta.

    —¿Puedes creerme, Alex? —le preguntó entonces Paul a Frost—. No pensaba en un arma. Nunca creí que pudiera ser un arma.
    —Eso no cambia las cosas, Paul —dijo Frost. No sabía si esas palabras las había dicha para que sonaran clementes o frías. El pasillo estaba limpio y brillantemente iluminado. El silencio del mismo quedaba interrumpido por el eco de sus pasos. Se internaron en un pasillo secundario. La voz de Paul rompió el silencio que les rodeaba.
    —Deja que te cuente cómo sucedió —dijo. Era como un ruego, una súplica.
    —No quiero saber qué sucedió —dijo Frost. Le dolía oír a Paul decir mentiras—. Quiero saber por qué. Eso es todo.mentiras—. Quiero saber por qué. Eso es todo.
    —Pero, Alex —protestó Paul—. Yo no hacía un arma. Todo fue un accidente.
    —Era un arma —dijo Frost—. Y usted la hizo para ellos.
    —Sí —dijo Paul, suspirando—. Era un arma.

    El pasillo estaba lleno de puertas a ambos lados.

    Puertas sólidas, duras, separadas a espacios iguales. Paul se detuvo frente a una de ellas y pulsó con el pulgar la placa de la puerta. La puerta se abrió produciendo un ruido metálico y Paul se hizo a un lado indicándoles que pasaran. Frost no se movió.

    —Será mejor que entre usted primero —dijo.

    Paul parecía aturdido, pero entonces se fijó en las bocas de los cañones de los rifles de los cuatro hombres y pareció comprender. Entró. Frost indicó a sus hombres que les esperaran fuera y él entró tras Paul.

    Era una habitación pequeña, prácticamente sólo dedicada para dormir. Al lado de la cama, había una mesa para escribir y una silla. En la pared del fondo un armario empotrado Frost pudo ver la forma del traje para el vacío en el interior del armario.

    Paul se acercó al armario y cogió el traje. Frost oyó que la puerta se cerraba tras ellos. Se giró. Un letrero en letras de molde le informó que se trataba de una puerta a presión, que si un temblor de tierra o un ataque o cualquier otra cosa motivaba que el pasillo quedara abierto al vacío, la luz verde se cambiaría por la roja, y que si la luz roja aparecía, la puerta no se abriría a menos que los ocupantes de la habitación llevaran debidamente puestos los trajes para el vacío. El lenguaje era ridículamente estilizado y formal.

    Paul tenía el traje en la mano. Miró a Alex, interrogante.

    —Sí, póngaselo —le dijo Frost.

    Paul se sentó en la cama para ponérselo.

    Encima de la mesa de escribir habían varios libros. Muy variados: una novela de intriga entre los asteroides; un volumen de un filósofo, F.M. Busby; un tratado sobre computación con infinitos calificados, por un escritor que Frost no conocía, y un libro de versos.

    Pero era obvio que Paul no había pasado mucho tiempo en su habitación. Lo único que había encima de la mesa además de los libros, eran dos portarretratos. Uno una mujer, de cabello dorado y joven de espíritu, pero con el aspecto de plena madurez en sus razgos: Alicia, pensó Frost con una sensación como de aire fresco. Alicia, muerta hacía casi tres años. La otra era Judith y su hijo. Parecía feliz.

    Paul estaba abrochándose la cremallera del traje.

    —Es un chico encantador —dijo, con cierto orgullo—. Judith habla siempre de él en sus cartas. Es muy feliz con... —se interrumpió—. Oh... pero tú no lo sabes. Tú te fuiste antes...
    —Sí, lo sé —dijo Frost—. Es mío. Lo siento.
    —No tienes por qué sentirlo —dijo Paul suavemente. Pero dejó de abrocharse el traje, y arrugó la frente—. ¿Tú lo sabes? —le preguntó— ¿Cómo...?
    —Estuve allá abajo —le dijo Frost—. La vi.
    —¡Oh! —murmuró Paul—. Vaya, ella no me dijo nada en sus cartas. No sé por qué —estaba aturdido.
    —Hubiera tenido que decir demasiadas cosas —dijo Frost—. Comprenda, yo...yo...

    Calló. No quería decírselo a Paul. Aquello se parecía demasiado a una confesión, sería demasiado vergonzoso. Y entonces comprendió que en alguna parte del camino, él había perdido cualquier derecho que pudiera tener para condenar a Paul. Paul había hecho una arma. Pero él había sido un espía. Uno era tan criminal como el otro.

    —Es una historia muy larga —dijo—. No es muy agradable. ¿Está bien Judith ahora?
    —Supongo que sí —dijo Paul—. No me ha escrito últimamente, pero la última carta que recibí decía que estaban bien.

    Frost contuvo la respiración.

    —Yo estuve allí hace tres meses —dijo—. ¿Ha sabido algo de ella desde entonces?

    Paul arrugó la frente.

    —Pues creo que hará más o menos ese tiempo que recibí su última carta, aunque ella no te mencionaba.
    —¿Decía algo?

    Se acordó del caos que se había cernido sobre ellos.

    —Pues, sólo que tendría que irse por una temporada, y que no podría escribir, pero que todo iba bien y que no me preocupara por ella. ¿Se hallaba bien cuando estuviste a verla?
    —Estaba maravillosa, como siempre —dijo Frost.
    —¿Y Alex? —preguntó Paul—. El chiquillo, quiero decir. Ella le puso tu nombre.
    —Sí, ya lo sé —dijo Frost—. Sí. Los dos estaban perfectamente —no hubiera servido de nada contarle a Paul cómo estaban las cosas cuando él tuvo que huir dejándola a ella detrás...

    Esperaba que los del contraespionaje no la hubieran molestado demasiado a preguntas.

    —Hubiera deseado quedarme —dijo.
    —¡Ah! Luego, ¿regresarás? —preguntó Paul.
    —Quiero hacerlo —dijo Frost—. Mucho. Lo deseo mucho.
    —Nos alegrará tenerte de nuevo con nosotros —dijo Paul—. Bueno... —suspiró. Cogió el casco—. ¿Vamos?

    Frost no quería irse todavía. Deseaba estar un poco más a solas con Paul, mientras los de la escolta esperaban afuera. Aunque no pudieran oírles porque llevaban los cascos puestos, afuera no era lo mismo.

    —Probablemente no regresaremos aquí —le dijo—. ¿Quiere recoger algo?

    Paul se acercó a la mesa de escribir y recogió los portarretratos. Los sostuvo unos momentos en la mano. Luego sonrió y los guardó dentro del casco.

    —Me parece que esto es todo —dijo tranquilamente.

    Frost se encogió de hombros y salieron de la habitación.


    De nuevo en el pasillo principal, siguieron el mismo camino que antes. Todo estaba vacío, y Frost pensó en las bombas cegadoras y su silencio. El único sonido era el de las pisadas de los hombres de la escolta y su interminable eco.

    Era mejor no pensar en Paul, pero éste andaba a su lado y no resultaba posible.

    —Si quiere decirme algo —se oyó decir— creo que me gustaría oírle.

    Estaban al extremo del pasillo donde éste se abría en otro pasillo que lo cruzaba. Torcieron a la izquierda.cruzaba. Torcieron a la izquierda.

    —Por aquí —dijo Paul.

    Una luz blanca iluminaba aquellas paredes.

    —Fue un accidente —dijo Paul—. Un terrible accidente. Yo no lo esperaba, y Michael Zissman resultó muerto en él...

    Aquello eran simples palabras, naderías. Se dejaba algo por decir.

    —Dígame sólo lo que sucedió, Paul —dijo Frost tranquilamente.
    —Bueno, estábamos probándolo —dijo Paul—. Era nuestra primera prueba con piloto. Michael Zissman lo pilotaba, y... me olvidaba que tú no sabes muchas cosas. Estabas lejos.
    —Dígamelo —dijo Frost, haciendo acopio de toda su paciencia—. Si hay algo que no comprenda ya se lo diré.
    —Estábamos probando —dijo Paul, con voz algo tembloroso—. Todas las pruebas habían salido bien y los animales que habían tomado parte en ellas y que recuperamos no habían recibido daño alguno, por lo que creímos que todo iba perfecto. Oh, fuimos descuidados, Alex. Horriblemente descuidados.

    Frost no dijo nada. Ahora llegaba... Una confesión y sin embargo, curiosamente, no era en realidad una admisión de culpabilidad. ¿Qué era la culpa?, se preguntó Frost.

    Descendía de nivel en su camino.

    —Olvidamos que él no podría ver —dijo Paul. Casi sollozaba—. Y hubiéramos tenido que pensar en decirle que no tratara de regresar en fase oblicua. Esto le habría significado tardar varios días en llegar, pero... no se habría estrellado. Alex. No se habría estrellado, y no se habría matado, y entonces no hubieran pensado en hacer de aquello un arma. Porque nosotros lo sentimos en toda la Luna, Alex, y Palus Putredinus City tuvo que ser evacuada porque el temblor de tierra dejó los túneles en muy mal estado. No nos dimos cuenta de lo que había sucedido hasta casi transcurrida una semana. Recibíamos el informe de Michael Zissman por radio, y él nos decía que se hallaba bien y que regresaba, y entonces fue cuando se produjo el temblor de tierra y él no regresó. Y hasta que nos dimos cuenta de que el temblor de tierra había sido general, y ellos encontraron el cráter que había producido en los Cárpatos, no nos dimos cuenta de que Zissman no había podido salir de la fase oblicua lo suficientemente pronto, y... y... cuando les dijimos que al estrellarse Zissman se había producido el temblor de tierra...

    No pudo añadir nada más. El silencio era sobrecogedor. Frost no podía resistirlo. Por primera vez pensó honradamente que Paul no había tenido intención de hacer un arma.

    —Paul..., ¿qué estaba tratando de construir? —le preguntó.
    —Oh, Alex, era una nave —dijo Paul—. Una nueva clase de unidad conductora para una nave. Una que pudiera ir a las estrellas.
    —Oh —dijo Frost. Era todo lo que se le ocurrió decir.

    Su mente era un caos.

    La luz de la estrella más cercana tardaba cuatro años en llegar a la Tierra, y él había creído hasta ahora que nada podría viajar aquella distancia ni siquiera un microsegundo de tiempo más de prisa. Prácticamente hablando, pues, las estrellas habían estado más allá del alcance del hombre.

    Pero ahora ya no, pensó. Con esa cosa de Paul los hombres podrían viajar aquella inmensidad en pocas semanas, tal vez sólo días.

    —Necesitábamos una cosa así, Alex —dúo Paul—. Hay una forma mejor en que emplear nuestras energías que la guerra, tener una frontera. Pero comprendieron el daño que podía hacer. Hicieron de ello un arma. Una cosa para matar. Y, Alex... fui yo quien lo puso en sus manos.que emplear nuestras energías que la guerra, tener una frontera. Pero comprendieron el daño que podía hacer. Hicieron de ello un arma. Una cosa para matar. Y, Alex... fui yo quien lo puso en sus manos.

    Dijo las últimas palabras muy quedamente.

    —Por aquí —añadió con voz tranquila.

    Se hallaban en otro pasillo en la parte nueva de la estación. Paul hablaba y hablaba, como si necesitara contar a alguien todo lo que llevaba dentro.

    —Fue una broma, Alex —le dijo—. ¡Oh, había sido tan inteligente! Les dejé creer que estaba haciendo una nave rápida que podrían usar en la guerra, una nave tan rápida que ninguna nave de Venus ni de Marte podría alcanzar. Y empleé su dinero para hacerlo, pero nunca les dejé adivinar que sería tan rápida que sólo para maniobrar mi nave necesitarían un volumen de espacio tan grande como la órbita de Júpiter, y que si trataban de ir sólo a Venus o Marte, saldrían del viaje demasiado pronto. Oh, habría sido una cosa inútil para la guerra. Alex, a menos que tuviera que luchar por algo que se hallara en las estrellas. Está construido para esa clase de distancia... Nunca lo hubiera hecho si hubiera creído que... si hubiera imaginado... ¿Causó la muerte de muchas personas?
    —En Marte no lo sé —dijo Frost—. Fueron tocados también, pero sólo sé eso. En Venus... algunos.

    Decidió no decirle nada de la ciudad donde él había nacido.

    —Entonces no significa nada lo que yo estuviera intentando hacer —dijo Paul—. Hice una cosa para matar y la puse en sus manos. No importa cómo llegara a ella. Ya hemos llegado.

    Se detuvieron frente a una puerta a presión, sellada. Paul apretó su pulgar en la placa de la puerta que se abrió. Como antes, los de la escolta se quedaron afuera, mientras Paul y Frost entraban en la habitación.

    Aquel lugar era donde Paul había pasado gran parte de sus horas realizando la mayor parte de sus trabajos. Aquí y en los laboratorios. Encima de la mesa, montones de papeles, libros, periódicos, etc. Los archivos estaban abiertos, mal ordenados... Varios cajones fuera de su sitio. En la pared una pizarra totalmente cubierta por complicadas ecuaciones, muchas de ellas incompletas, y en la pared contigua otra pizarra llena de garabatos hechos con tiza.

    Entre todo aquel desorden, Paul encontró la cartera. Era muy espaciosa. Abierta, parecía las fauces de un animal que fuera todo boca. Paul se sentó frente a la mesa y comenzó a guardar papeles dentro de ella.

    —¿Lo quieres todo? —preguntó.

    Frost dio una mirada a todo aquel montón de papeles.

    —Sólo lo que sea importante.
    —Alex —sonrió Paul, reprendiéndole suavemente—. Todo es importante, aunque parezca inútil. El único problema es encontrarle una utilidad.

    Frost tuvo que reír.

    —De acuerdo, Paul —concedió—. Bueno... ponga lo que quiera, todo lo que quiera conservar. Ha dicho que vendría con nosotros.

    Paul comenzó a separar papeles.

    —Si —dijo—. No me gustó como lo dijo.
    —Lo siento, Paul —dijo Frost—. Yo... creo en usted, si eso sirve de algo.
    —Sirve de mucho, Alex.
    —Pero —Frost vaciló—, Paul... tal vez sea mejor que lo sepa. Creo que ellos quieren saber cómo hizo el arma... y no creo que sea sólo para construir una defensa contra ella. Les dije que eso no es posible. Creo que ellos quieren construir una como usted hizo. Y también la usarán. No les importa si lo hacen bien o mal. La querrán usar.defensa contra ella. Les dije que eso no es posible. Creo que ellos quieren construir una como usted hizo. Y también la usarán. No les importa si lo hacen bien o mal. La querrán usar.
    —Ya lo sospechaba —dijo Paul tranquilamente.

    Iba poniendo papeles y más papeles dentro de su cartera.

    —Alex, esas cosas son difíciles de definir como buenas o malas. Por favor recuerda esto, Alex. Lo que yo hice al construir la bomba no estuvo ni bien ni mal. Lo que hice mal fue ponerla en sus manos.
    —Y ahora está a punto de hacer lo mismo —dijo Frost, bruscamente enfadado.
    —¿Yo? —preguntó Paul.
    —Podría dejar aquí las cosas importantes —indicó Frost—. Yo podría decir que no pude decidir lo que era importante y lo que no, con un espacio de tiempo tan escaso.

    Paul movió la cabeza y siguió llenando su cartera.

    —Cierto, claro —admitió—. Pero por otro lado, Alex, si dejaba aquí, como tú los llamas, los papeles importantes, creo que se perderían.

    Hizo un gesto indicando el montón de papeles.

    —¿Quién podría encontrar algo en todo esto? —preguntó—. Y yo no creo que tu jefe quiera dejar aquí algo que pueda ser de utilidad a la Tierra. Por lo menos estoy seguro de que habrá un poco de destrucción. Y hay muchas cosas que... no son importantes, Alex, en el sentido que tú le das. Hay mucho que es valioso... necesario. A fin de cuentas todavía está por construir mi nave estelar. No puede tenerse esto sin tener también el arma.
    —Tal vez no —admitió Frost. Se sentía incómodo. No sabía qué pensar—. Pero usted vendrá también. Usted no necesitará tener todas las cosas importantes anotadas en papeles. Usted las sabe. Las recordará, pero no tendrá que decírselo a nadie si no quiere hacerlo. No tendrá que ponerlo en sus manos.
    —A mí puede sucederme algo —dijo—. La guerra sigue en marcha, y yo creo que habrá personas que me culparán por la muerte de aquéllos que mi arma mató. Y tendrán razón, Alex. No discutiré con ellos. Pero... —miró la cartera—. Alex, ¿crees que en Venus puede haber alguien que entienda estas cosas? Yo creo que no, a menos que tú hayas enseñado a alguien. Con la guerra, lo dudo. Por lo tanto seremos solos tú y yo. ¿Qué harás, Alex, cuando te digan que interpretes estos papeles? ¿Los reducirás a ingeniería, y construirás una nave o un proyectil o lo que ellos te pidan, dentro de los principios de la fase de inclinación?
    —No haré ningún arma —dijo Frost—. Ya se lo dije a ellos.
    —¿Estás seguro? —preguntó Paul—. ¿Sea cual sea la situación? Supón que signifique una diferencia entre una Venus libre o una Venus sometida al yugo de la Tierra. ¿Qué escogerías?

    No era una pregunta fácil de contestar. Las palabras se negaban a salir de la garganta de Frost.

    —No llegaremos a esa situación —dijo—. No es un arma tan poderosa. No puede dar en un blanco determinado. Cualquier cosa más pequeña que un planeta es demasiado pequeño para esa arma.
    —El sistema de guía es todavía primitivo —concedió Paul—. Pero puede mejorarse.
    —En Venus no —le recordó Frost—. Y dentro de tres meses tendremos la Luna. Ya estamos poniendo tropas ahora. Ayer empezamos y van extendiéndose. Cuando tengamos la Luna la Tierra tendrá que entregarse.Luna. Ya estamos poniendo tropas ahora. Ayer empezamos y van extendiéndose. Cuando tengamos la Luna la Tierra tendrá que entregarse.

    Paul parpadeó.

    —¿Habéis invadido la Luna? Vaya, nunca lo hubiera imaginado... No sabía nada.
    —Sí —dijo Frost—. Puede apostar que procurarán mantenerlo secreto mientras puedan.
    —Naturalmente —dijo Paul, como si fuera un axioma de geometría—. Pero no respondes a mi pregunta. Alex. Es simplemente una forma de evadirla. Dime, ¿qué harías?

    Frost le miró directamente a los ojos. No era fácil.

    —De acuerdo, Paul —dijo—. No lo sé.

    Paul asintió, satisfecho.

    —Así está mejor, Alex. No pienses nunca por anticipado. Espera a decidir sobre la marcha. Los valores abstractos pueden producir tantos problemas como los relativos. Y en el mundo real, a veces, todo lo que puedes escoger es la mejor de las dos cosas desagradables. O varias de ellas, todas malas. Ahora... —cerró la cartera— ¿Vamos?

    Frost observó los archivos. Paul no se había acercado a ellos.

    —¿Y eso?

    Paul arqueó una ceja.

    —¿Eso? —preguntó—. No hay nada importante, Alex. Insistieron en que tuviera un archivo, pero... no, Alex. Todo lo importante está aquí —dijo indicando la cartera—. ¿Vamos? —preguntó de nuevo.


    CAPÍTULO XV


    Regresaron por el mismo camino. Al principio anduvieron en silencio, pero era un silencio como la generación de una descarga eléctrica. Al final, la chispa se produciría y Frost se sintió impulsado a hablar.

    —Paul —dijo—. Sólo he dado un vistazo a esos papeles. Todavía no sé cómo lo hizo.
    —Pues, es muy sencillo —dijo Paul—. Como la mayoría de las cosas, una vez las has descubierto. ¿Recuerdas tu disertación?..., ¿cómo demostraste la discontinuidad entre procesos subnucleares y supranucleares?
    —Difícilmente podría olvidarlo —dijo Frost—. Pero estaba basado en una cosa que ya sabíamos. ¿Quiere decir que la llave de todo está en esto? —preguntó de súbito—. ¿En mi disertación? ¿Cómo...?
    —Alex —dijo Paul—. Ya he dicho antes que la culpa... es mía. Toda.

    Se metieron en una especie de ascensor que ya habían empleado a la ida.

    —Tu disertación, sí —siguió Paul. Era como si estuviera en clase—. Sí, todos sospechábamos la discontinuidad, pero tenía que ser establecida. Tú lo hiciste, Alex, un trabajo estupendo el que realizaste. Pero estaba diciéndote... tú confirmaste nuestras sospechas, pero hiciste también otra cosa. ¿Recuerdas que sugeriste que las partículas subnucleares podían ser simplemente paquetes complejos de fotones vueltos sobre sí mismos, por así decirlo?

    Frost arrugó la frente, y por espacio de unos instantes estuvo contemplando la pared del ascensor. Sí, había puesto algo de eso en la disertación, ahora se acordaba... pero había sido cuatro años atrás y su memoria no era muy buena.

    —Una simple especulación —dijo—. No hice experimento alguno.
    —Sí —dijo Paul—. Eso era todo. Pero las especulaciones como ésta son la vida de la ciencia. Creo que esas ideas van rondando el cerebro hasta que un día se decide que tendrían que ser comprobadas. Oh, ya sé que muchas veces son un fracaso, Alex, pero eso no tiene importancia. La tuya fue... Yo la comprobé por ti, Alex, y estabas prácticamente en lo cierto.
    —Era una simple suposición —dijo Frost, sintiéndose incómodo.
    —Bien, pero buena, Alex —le dijo Paul—. Porque cuando investigué... ¿sabes lo que eran? Eran una forma de energía que no es como ninguna de las que conocemos. La llamé energía transicional. Se convertía en cualquier de las otras formas instantánea y completamente.

    Entonces empezó a hablar de ecuaciones, y el concepto fue tomando forma en la mente de Frost como un plástico al ser modelado por un escultor. Y la forma era perfecta y excitante. Un centenar de cosas que antes no habían tenido sentido alguno, de pronto formaban parte del diseño, y el diseño era completo, entero y magnífico.

    Habían llegado ya al nivel deseado, y bajaron del ascensor. Al abrir y cerrarse la puerta del pasillo, le pareció no entender bien las palabras de Paul.

    —Repítame eso otra vez —dijo. Paul se lo repitió.

    Quedó parado en el pasillo como si hubiera quedado petrificado.

    —Pero..., pero eso..., eso es... —tartamudeó. Iba a decir imposible, pero Paul se había reído siempre de él cuando empleaba esa palabra—. Esto significa que...Paul se había reído siempre de él cuando empleaba esa palabra—. Esto significa que...
    —¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó Paul—. Oh, claro, todos estos años hemos estado pensando que la velocidad de la luz era un absoluto bueno, por así decirlo. Es la mínima velocidad a la cual puede existir un fotón libre. ¿Pero existe alguna ley de la naturaleza que insista en que esa deba ser la única velocidad que pueda tener un fotón? A fin de cuentas, no se trata de juegos de magia.

    Entonces todo tenía sentido, y el arma que Paul había construido no fue ya un imposible, una cosa increíble. Era una cosa natural, lógica, una cosa que podía esperarse.

    —Espere —dijo Frost—. ¿La masa no es una propiedad intrínseca de la materia? ¿Es algo superficial?

    Esa idea le excitó.

    —Eso es, Alex —confirmó Paul—. Y por consiguiente la inercia es igualmente superficial. Y el repetidor de la fase de inclinación los aparta del sistema —matemáticamente por lo menos— y entonces no hay problema en acelerar un cuerpo a cualquier velocidad que desees.

    Frost quedó sin respiración. Ahora lo comprendía.

    —Y yo fui quien lo empecé —dijo en voz baja.
    —Sí... puedes decirlo —dijo Paul—. Pero no hay nada de malo en ello, Alex. Lo malo es que yo haya puesto lo que hice en manos no adecuadas.

    Andando lentamente, los pensamientos de Frost estaban todavía intoxicados con nuevas ideas y preguntas, cuando llegaban al gimnasio. En el pasillo habían unos cuantos hombres; el proyecto era que una vez tomada la estación, pensó Frost, la mayoría de los hombres saldrían para reunirse en el portal. Pero Lodwick estaba allí, paseando impaciente. Cuando vio a Frost les salió al encuentro.

    —¿Lo tienen todo? —preguntó cuando todavía estaban algo separados unos del otro. Sus miradas pasaron de Frost a Paul.

    Frost se detuvo. Lodwick se acercó a ellos. Frost se sentía resentido con aquel hombre.

    —Sí. Todo —dijo.
    —¿Se ha asegurado de que no ha dejado nada importante? —insistió Lodwick.
    —Estoy satisfecho —repuso Frost. Lodwick señaló la cartera que Paul llevaba.
    —¿Está todo ahí?
    —Todo absolutamente —dijo Frost.
    —Usted será responsable de ello —dijo Lodwick—. De ahora en adelante lo llevará usted.

    Disculpándose con la mirada, Frost tomó la cartera que Paul le entregó sin reservas.

    Inmediatamente Lodwick centró su atención en Paul.

    —Ahora —dijo—. Queremos saber quiénes trabajaban con usted.

    La pregunta fue hecha con dureza, pero Paul no se inmutó.

    —Yo soy el hombre que buscaban —dijo—. Deje a los demás.
    —Queremos a los que trabajan con usted —dijo Lodwick. Hizo una seña a uno de sus hombres—. Dele los nombres.
    —¿Y si no lo hiciera? —preguntó Paul.
    —En tal caso les dejaremos a todos aquí —dijo Lodwick— y entonces cuando nuestra bomba estalle poco importarán quienes sean.

    Frost sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

    —¿Bomba? —dijo—. ¿Qué bomba?
    —¿Bomba? —preguntó Paul, y por un momento Frost pensó que su voz era el eco de la suya.
    —Sí, ya lo suponía. Es lo que se acostumbra a hacer.
    —Estamos preparándolo —dijo Lodwick—. Todo lo que queremos saber son los nombres de los que usted quiera que vengan con nosotros.
    —Ustedes no me dijeron nada de una bomba —protestó Frost—. Creía conocer todo el plan.
    —No tenía necesidad alguna de saberlo —dijo Lodwick. Se metió la mano en el bolsillo—. Tal vez le interese ver esto.

    La tarjeta que Lodwick le tendía era familiar. Era un ticket de inspección de un «nuke», como los que él hacía servir en el Hell's Pavement Arsenal, hacía mucho tiempo. Había el número de serie del «nuke», y una firma para indicar que el «nuke» había sido comprobado. Y allí, al lado de aquellas cifras, estaba su propia firma.

    Él había ayudado a hacer una bomba.

    Sin decir nada, anonadado, le tendió la tarjeta a Paul. Este la miró, y luego le miró directamente a los ojos. Era difícil sostener la mirada.

    —Ninguno de nosotros está limpio de culpa, Alex —le dijo Paul suavemente.
    —Lo siento —dijo Frost.

    Aquello no era suficiente... no podía serlo... pero no podía decir nada más. Paul se giró hacia Lodwick.

    —Puestos ya en ese plan —le dijo—, todos han tomado parte en la construcción del arma. Todos, han contribuido de una manera u otra. Tendrá que llevárselos a todos.
    —Tendremos lugar para unos ciento veintiuno, contándole a usted —dijo Lodwick—. Empiece a decir los nombres. La bomba está siendo colocada. Tenemos... —miró su reloj—, tenemos tres horas y media... un poco menos de tres horas y media.
    —Tendrá que escoger usted mismo —dijo Paul—. No quiero tomar parte en decisiones de vida o muerte.

    Frost interrumpió otra vez.

    —No tenemos porqué hacerlo de esa manera —dijo.
    —¿No? —le desafió Lodwick.
    —No, señor —dijo Frost, resistiéndose—. En primer lugar, ¿ha tomado nota de nuestras bajas? Y por cada hombre que hayamos perdido podemos llevar un prisionero. ¿De acuerdo?
    —Claro —dijo Lodwick—. Queremos tantos como podamos llevar. Venus necesita hombres así.
    —¿Y qué haremos con los que están muertos en vida? —preguntó Frost, pensando con desagrado en los hombres que habían quedado expuestos a la radiación—. ¿Cuántos hay?
    —Diecisiete —dijo Lodwick.
    —¿Los llevaremos con nosotros?
    —Naturalmente. ¿Qué está sugiriendo?
    —Estoy sugiriendo que les dejemos aquí —dijo Frost—. Creo que es más sensato ceder el sitio que ellos ocupan a hombres que tienen oportunidad de vivir.vivir.
    —¿Dejar que los hombres de Venus cedan sus sitios a los de la Tierra? —preguntó Lodwick—. ¿A los prisioneros?
    —En este caso —dijo Frost—, sí. Usted mismo ha dicho que quería tantos como pudiera. Sólo... —otra idea acudió a su mente—. ¿Para qué les quiere?
    —Eso no le importa —le dijo Lodwick.

    Paul intervino suavemente:

    —¿Me promete que no recibirán daño alguno?
    —No prometo nada a los criminales —exclamó Lodwick.
    —Tal vez por eso no la haga —dijo Paul—. Tal vez tal promesa no tenga valor alguno viniendo de usted.
    —Déme el nombre de ciento veintiún hombres —le dijo Lodwick—, incluyéndose a usted —hizo una seña al soldado que había llamado—. Tome nota.

    Paul suspiró.

    —No sé negociar —admitió—. Por lo menos, me da la oportunidad de salvar unos cuantos. De momento, por lo menos.

    Iba a empezar a decir los nombres cuando Frost dijo:

    —No, Paul. ¡Espere!... Ellos también conocen esto. No somos sólo nosotros.

    Paul asintió imperturbable.

    —Algunos sí, por lo menos —convino—. ¿Preferirías que murieran?
    —No —repuso Frost—, pero...

    Paul hizo un gesto tranquilizador.

    —Alex, es demasiado tarde para intentar detenerlo todo... Además existen copias de los planos en cien sitios diferentes. Y aunque así no fuera, no sería tan difícil que otro hombre pudiera deducirlo todo de nuevo. Tú mismo podrías hacerlo. Es muy sencillo. Ya lo comprobarás cuando veas estos papeles.
    —Pero no en Venus —argumentó Frost.
    —Oh, Alex —dijo Paul—. ¿Es que crees que mi pueblo no tiene conciencia? ¿Alex, no tienes confianza en el poder de un hombre para hacer la elección adecuada?

    Frost movió la cabeza.

    —Ya no, Paul —dijo—. Ni yo mismo sé cuál es la elección adecuada. Tal vez ya no hayan elecciones adecuadas.
    —Ya basta —exclamó Lodwick—. Vengan esos nombres —ordenó—. En cuanto a usted... venga conmigo —dijo a Frost.
    —Si es posible, prefiero señalárselos personalmente —dijo Paul al soldado—. Así será mejor, ¿no cree? No tengo muy buena memoria para los nombres.

    El soldado consultó con los ojos a Lodwick.

    —Sí —exclamó Lodwick—. Si quiere hacerlo así. Y hágalos acompañar por los de la escolta. Del Grupo Décimosegundo.

    Lodwick acompañó a Frost por el pasillo.

    —Frost —dijo—. Teníamos nuestras dudas acerca de usted desde hace tiempo. Desde el comienzo. Si usted y ese... Si ustedes han planeado algo los dos juntos, olvídelo. Usted es un ciudadano libre de Venus y desde ahora es un oficial de la Liberación de Venus. No tendría que recordárselo, y mientras esté aquí, ya sabe cuáles son sus obligaciones. Obligaciones de servicio... no sólo privilegios. Y tenemos nuestros castigos para los hombres que no saben cumplir como es debido con sus obligaciones. Ya sabe lo que quiero decir.
    —Ya se lo que quiere decir —dijo Frost, haciendo un esfuerzo para no decir lo que pensaba—. Pero puesto que soy el único hombre de Venus que puede decirles a ustedes lo que les interesa, deben comprender que el único que puede explicármelo a mí es Paul. Por esto no quiero preocuparme demasiado. Guárdese sus dudas, si lo desea. Yo quiero una Venus libre como el que más. Y quiero otras cosillas más, también.

    Sus palabras surtieron el efecto deseado.

    —¿En qué piensa? —preguntó Lodwick.
    —No tenemos que dejar a nadie aquí —dijo.
    —Imposible —dijo Lodwick—. No podemos llevarlos a todos.
    —No quiero decir que los llevemos a todos con nosotros —explicó Frost—. Pero no tenemos porqué dejarlos aquí atrapados, para que mueran cuando la bomba estalle. Todo lo que tenemos que hacer es avisarles antes de irnos. Y ellos tendrán tiempo de ponerse los trajes de vacío y salir de aquí antes de que la bomba explote. Entonces si las fuerzas de socorro que usted dijo estaban a punto de llegar no tardan, tendrán ocasión de salvarse.
    —O tal vez encuentren la bomba y la desarmen —exclamó Lodwick—. Les dejaremos encerrados en una habitación y el pasillo quedará abierto al vacío.
    —Pero no hay necesidad de hacer eso —protestó Frost.
    —Frost, este lugar debe ser destruido —dijo Lodwick—. Este es uno de nuestros primeros objetivos.
    —Bueno, destruya los túneles que conducen a la bomba —dijo Frost— de esta manera no podrán llegar hasta ella.
    —Esta gente son tan importantes como la propia estación —dijo Lodwick implacable—. Son personal técnico, y esto es lo importante.
    —Nos llevaremos a los mejores con nosotros —indicó Frost—. Muchos de los que se quedan no son gente especializada, son simplemente gente que cuida de las casas, y todo eso. No perdemos nada, dándoles la oportunidad de vivir. No es necesario matarles.
    —¿Está tratando de comerciar conmigo? —preguntó Lodwick.
    —Si lo considera con estas palabras... sí —replicó Frost—. Pero digamos que me sentiré mucho más satisfecho trabajando para un gobierno al que pueda respetar. Y no podría hacerlo si no hacen las cosas como es debido. Me parece que está bastante claro.

    Lo estaba.

    El caos se produjo cuando los prisioneros fueron conducidos a sus respectivas habitaciones en busca de les trajes de vacío. Paul salió de la habitación y parecía haber envejecido cien años más.

    No era difícil de comprender. Debía haber sido un trago difícil escoger a los hombres que tendrían la oportunidad de vivir mientras los demás no. Frost de un vistazo, comprendió que Paul no sabía todavía que...

    Frost se le acercó.

    —Paul, todo va bien —dijo—. Ellos tendrán su oportunidad.

    Paul le miró a los ojos incrédulamente, deseando creerle. No podía hablar.

    —Gracias, Alex... Gracias —dijo en voz apenas audible.

    Se acercaba Lodwick. Tenía una mirada satisfecha como un gato que acaba de darse el gran festín.

    —Tendrá un buen equipo con quienes empezar —dijo—. Y bastantes hombres a los que enseñar. Y con... —indicó con un gesto la maleta—. ¿Usted podrá duplicar su trabajo, verdad?
    —Creo que sí —dijo Frost—. Pero eso no significa que vaya a hacerlo.
    —Ya hablaremos de eso —dijo Lodwick. Se volvió hacia Paul—. Mientras cooperen, no se les hará ningún daño. En cuanto a usted...

    Se volvió otra vez hacia Frost.

    —¿Está seguro de poder duplicarlo? —preguntó.
    —Ya sabe mi respuesta —dijo Frost. Lodwick se volvió hacia Paul.
    —No sé qué haremos con usted —dijo—. No lo hemos decidido. Pero una de sus bombas acabó con una ciudad. La arrasó. Eso no puede ser pasado por alto, y Sidney Coleman no es de los hombres que dejan esas cosas a medias.
    —Cualquier castigo que puedan tener, será bien mío —dijo Paul quedamente—. Soy el responsable.
    —Las notas de Paul no siempre son claras —dijo Frost impulsivamente—. Le necesitaré para que me explique lo que no entienda.
    —No, Alex —dijo Paul—, no me necesitarás. Si debo ser castigado, es natural que lo sea.
    —Pero Paul —protestó Frost.
    —Si hay que castigar a alguien —dijo Paul— es a mí.

    Frost no podía añadir nada.

    Al fin estuvieron a punto para partir. Los prisioneros fueron conducidos, debidamente escoltados.

    Paul iba a su lado. Frost había arreglado el aparato de radio de Paul de modo que pudiera comunicarse, pero la única frecuencia que pudo aprovechar fue la del alto mando. No le gustaba pensar que Lodwick podía escuchar lo que hablaran, pero no había otra solución.

    Por esto, antes de cerrar por completo sus trajes y abandonar la estación, Frost preguntó a Paul indicando con un movimiento de cabeza a los prisioneros que iban delante de ellos.

    —¿Cuántos son técnicos?

    Paul sonrió ampliamente.

    —Más o menos la mitad, Alex —dijo—. Aproximadamente.

    Estaban ya en la rocosa superficie del camino. Paul volvió a hablar.

    —Alex —dijo—. Hay una cosa que no te he dicho. Hubo un tiempo en que hubiera podido detenerlo... desde cuando supe que podía ser un arma hasta que era demasiado tarde para detenerlo.
    —Bien, Paul —dijo Frost.

    El camino serpenteaba hacia arriba. Los prisioneros avanzaban silenciosos, como muertos caminando.

    —Vinieron a verme y me preguntaron por mis diseños y especificaciones —dijo Paul. Era como una confesión obligada—. Les dije que no los tenía completos... Y entonces pensé. Medité mucho Alex, y me dije que aquello no serviría como arma, porque no tenía un sistema de dirección suficientemente bueno para dar en un planeta.
    —La mayoría de ellas no acertaron, Paul —dijo Frost—. Muchas erraron el blanco. Sólo una de ellas produjo algunos daños. La que dio en la ciudad. Y... era una ciudad pequeña, Paul.
    —Pero estaba equivocado, Alex —dijo Paul—. Debí haberlo comprendido, pero no lo hice. Les di mis diseños y especificaciones porque deseaba continuar con mi trabajo. No me hubieran dejado proseguirlo si no se los hubiera dado, y yo quería construir mi nave estelar. Ellos no estaban interesados en una nave estelar. Lo que querían era un arma.
    —No era un arma muy buena, Paul —dijo Frost.
    —¿Trabajarás en ello, Alex? —preguntó Paul—. ¿Construirás la nave que yo iba a construir?
    —Sí... le ayudaré. Se lo prometo.
    —Puede que yo no esté aquí —dijo Paul—. ¿Lo construirás sin mí?
    —Claro que estará, Paul —dijo Frost—. Yo me cuidaré de eso.
    —Pero si no...
    —Sí, Paul. La construiré —prometió Frost. Se hallaban a medio camino.
    —¡Naves! —el grito llegó a través de la radio. Tal vez era su propia voz. No lo sabía.
    —¡Sanguijuelas!

    Muchas... Como un enjambre de abejas. Eran pequeñas y se acercaban rápidamente.

    —¡Prepárense! —ordenó la voz de Lodwick—. ¡Abran fuego!

    No tenían ningún tubo de lanzamiento preparado, por lo que se limitaron a disparar con los rifles. Una de las naves, tocada, cayó contra la pared del desfiladero. Pero las demás seguían acercándose, lentamente, en medio de un sobrecogedor silencio.

    Algunas naves habían empezado a aterrizar y sus hombres se dispersaban por el terreno debidamente equipados y provistos de armas. Frost recordó entonces a los prisioneros. Todos estaban quietos, contemplando la escena. Algunos de ellos agitaban los brazos, saltando. Contentos, pensó Frost.

    —Póngalos a cubierto —ordenó a uno de los soldados, señalando a los prisioneros, pero mientras hablaba pensó otra cosa—. No... olvídese de esto. Marcha rápida... ¡hacia la grieta!

    El hombre bajó el rifle.

    —A la orden, señor —contestó, pasando las oportunas órdenes a tres hombres más que se les unieron y emprendiendo juntos la marcha.

    Frost seguía luchando, para ayudar a los que estaban en primera línea.

    Fue entonces cuando divisó la insignia de una de las naves. Por radio emitió una orden tajante y concisa:

    —¡Alto el fuego! —exclamó— ¡Son de Marte!
    —¡Cancele esa orden!
    —¡Pero si son de Marte! —protestó Frost.
    —Frost, hable por la frecuencia privada —ordenó Lodwick.
    —Sí, señor. Cambió la frecuencia.
    —Ya sé que son de Marte —le dijo Lodwick—. Quieren las bombas cegadoras. Pero no les dejaremos que se apoderen de ellas...
    —Pero...

    Lodwick le interrumpió rápidamente.

    —Ya sé. Están a nuestro favor hasta ahora, pero no durará, mucho. Algún día, tendremos que luchar contra ellos.

    Era todo tan inesperado, que Frost por un momento no pudo pensar.

    —¿Por qué? —preguntó.
    —Uno de nosotros dos controlará el sistema solar —explicó Lodwick—. Y no vamos a dejar que sean ellos. ¿Quiere una Venus libre sí o no?
    —No creo que haya mucha diferencia entre una cosa u otra —se oyó decir Frost. Su voz parecía llegar desde muy lejos.
    —Aprenderá a guardarse ideas como esa para usted mismo —le aconsejó Lodwick—. Bien... estas son sus órdenes. Es usted responsable de los prisioneros. Sáquelos de aquí... lléveselos al cráter y espere que aterrice nuestra nave. Cuando llegue ese momento, hágales subir a bordo lo más aprisa que pueda. Si nosotros no estuviéramos ahí, no nos esperen. Venus necesita a esos hombres. Nosotros detendremos a los de Marte. Pero si viera que había peligro de que fueran capturados por los de Marte o por la Tierra, eso no importa, si llegara ese caso, máteles. ¿Lo comprende! ¡Máteles! No podemos permitir que Marte se los lleve. Ni la Tierra. Son demasiado valiosos.prisioneros. Sáquelos de aquí... lléveselos al cráter y espere que aterrice nuestra nave. Cuando llegue ese momento, hágales subir a bordo lo más aprisa que pueda. Si nosotros no estuviéramos ahí, no nos esperen. Venus necesita a esos hombres. Nosotros detendremos a los de Marte. Pero si viera que había peligro de que fueran capturados por los de Marte o por la Tierra, eso no importa, si llegara ese caso, máteles. ¿Lo comprende! ¡Máteles! No podemos permitir que Marte se los lleve. Ni la Tierra. Son demasiado valiosos.
    —No puedo hacer tal cosa —dijo Frost.
    —Recuerde que se halla bajo disciplina militar —le dijo Lodwick—. Y estas son sus órdenes. Vienen directamente de Sidney Coleman.

    Frost no podía decir nada. Sentía la garganta atenazada.

    Aquello iba a convertirse en una trampa fatal para todos. No tendrían tiempo de alejarse antes de que la bomba estallara. Pero por lo menos él, podría salvar a unos cuantos: a sus prisioneros.

    —Sí, señor —consiguió decir, pero estaba mintiendo. No le importaba quién se los llevara, ni Marte, ni la Tierra o Venus. No les mataría. Nunca.
    —Veo que ya han emprendido la marcha —dijo la voz de Lodwick—. Quizás, a fin de cuentas tenga materia de oficial...

    Frost contempló la fila de prisioneros que andaban por el camino.

    —Prosigan la marcha —siguió la voz de Lodwick—. No deje que se detengan. Tiene cuarenta y cinco minutos antes de que llegue la nave. Esté allí a su llegada. Nosotros les seguiremos si podemos.

    Lodwick cortó la comunicación.

    —Vamos, Paul —dijo Frost, por la frecuencia del alto mando—. Tenemos que salir de aquí.

    Paul no se movió.

    —¿A Venus?
    —Si podemos —contestó Frost, evasivamente, ya que Lodwick podía oírle igual que Paul.
    —¿Son los de Marte? —preguntó Paul, tan tranquilo como si estuviera viendo una fotografía.
    —Sí —dijo Frost, dando una suave palmada a Paul en el hombro—. También quieren su arma. Vamos.
    —Me parece que no —dijo Paul—. ¿Tengo tu promesa? ¿Construirás mi nave?
    —La construiremos juntos. Vamos —le dijo Frost, dándole prisa. Proyectiles disparados por los suyos estallaban por todas partes.
    —No, Alex —dijo Paul, con aire fatigado—. Creo que ya he ido bastante lejos. Dale a Judith todo mi amor, y espero que le des más hijos. Es un chiquillo encantador.
    —Paul... ¿qué...? —preguntó Frost, sin comprender nada.

    Paul dio un paso atrás, para escapar al alcance de la mano de Frost.

    —Adiós, Alex... —dijo, y cortó la conexión. Silencio, y Paul daba la vuelta y se alejaba.

    Frost corrió tras él, gritándole como si aquél pudiera oírle.

    —¡Paul! ¡Regrese! —gritó Frost, dándose cuenta de lo inútil de sus gritos. Paul no podía oírle—. ¡Detenedle! —gritó.

    Era demasiado tarde. Paul había pasado ya la línea de fuego. No era la ocasión de correr tras un prisionero cuando tenía la responsabilidad de tantos sobre sus espaldas.

    —Paul —exclamó Frost al ver que se perdía entre los que estaban luchando.
    —Lleve a sus prisioneros al cráter. Frost —ordenó Lodwick fríamente.

    Volvió a la realidad. Encontró la cartera a sus pies. Debía habérsele caído cuando empezó la lucha. No lo recordaba.

    La recogió. Era todo lo que quedaba de Paul, y no era suficiente. Debería quedar más que una simple cartera de un hombre como aquel, pensó.

    Dio la espalda a la batalla. Otra guerra en perspectiva, pensó con el corazón dolorido, con la mente llena de ideas raras. Aquella cartera era suya ahora. Se preguntó qué haría con ella. No lo sabía. Todo lo que supo era que tenía que conservarla.

    El camino delante suyo estaba libre. Los prisioneros estaban ya al otro lado de la grieta, por el momento a salvo. Corrió tras ellos.


    CAPÍTULO XVI


    Llegó la hora de contar las piezas, de contar las ganancias y las pérdidas. Y seguir viviendo.

    Era una tierra de lagos y colinas llenas de bosques, y desde el aire era difícil distinguir a los que buscaba. No había visto nunca aquella región, y allí vivía poca gente. Todo lo que tenía para servirle de guía, era un mapa que encontró en el apartamento de Paul y bastante rudimentario.

    Descendió, en círculos, observando hacia abajo con atención. Todos los lagos le parecían iguales. El sol brillaba de pleno en las aguas. Descendió un poco más. Deseaba que el mapa hubiera tenido más detalles. Deseaba que Judith... debía haber sido ella, hubiera hecho algo más que señalar con un círculo una colina que se alzaba al lado de un lago que parecía exactamente igual a los demás.

    Confianza, se dijo. Sabía que la encontraría. Sonrió, algo aliviado por esa confianza.

    Otro lago se extendía bajo él, y en él había una isla. Consultó la brújula... la isla estaba en el cuadrante nordeste del lago... y... ¡sí!... coincidía con el mapa. Descendió un poco más y entonces divisó oculta entre los árboles una casa con un gran porche.

    El porche estaba desierto, y tuvo miedo de que ella quizás no estuviera allí. Tal vez se hubiera cansado de esperar. La guerra había terminado hacía casi cuatro meses, y había transcurrido un año desde la última vez que la viera. Diez, once meses..., podían suceder tantas cosas en ese tiempo...

    No podría saberlo, más que bajando. Buscó un lugar donde poder aterrizar. Sentía la sangre correrle ardientemente por las venas... tenía tantas cosas para decirle... Cosas terribles. Algunas dolorosas..., pero cosas que debía contarle para que ninguna barrera pudiera distanciarles jamás. Y por qué no, también cosas maravillosas.

    En su bolsillo estaba la carta que le nombraba director científico del Instituto de Investigaciones Paul Warren. Instituto que se llamaría de esa forma. Y lo construiría allí.

    Había encontrado cierta oposición en esto. Querían construirlo en Venus. Temblaba al recordar la entrevista sostenida en el despacho de Sidney Coleman. Le había dicho que Venus no tenía, no disponía de hombres con la técnica necesaria para llevar adelante una cosa así. Era preciso que fuera en la Tierra, uno de los continentes ocupados por Venus.

    Sabía que lo ideal hubiera sido la Luna. Allí, con el vacío por todas partes y aquellas grandes extensiones sin fin. Por esto Paul había ido allí. Pero sería muy difícil reclutar un buen equipo que deseara trabajar allá arriba. La Luna no era un lugar para vivir comparado con la libertad que un hombre podía disfrutar aquí abajo. La Luna, con su gravedad tan débil, no era un lugar adecuado para hacer crecer a un chiquillo.

    Sería suficiente tener allá arriba una estación de pruebas. Todavía no sabía dónde. No lo había decidido. Sin embargo, no en Laplace Promontory. Nada volvería a ser construido en aquel solitario lugar.

    Había pasado por allí al salir de Venus para la Tierra. Toda la pared del desfiladero había quedado arrasada. Montañas de rocas destrozadas llenaban la cañada. Aquí y allí algo que denotaba la presencia de cosas hechas por el hombre... Paul debía estar enterrado entre aquellos escombros. Bueno, le dejarían descansar allí.dejarían descansar allí.

    Al otro lado de la colina el lago era bastante grande. En la orilla había una barca, y cerca de allí un pequeño claro que parecía esperarle. Descendió con cuidado, corrigiendo automáticamente la dirección. Aterrizó. Cerró los mandos.

    El aire era fresco y limpio y el cielo claro con algunos cirros. Una brisa suave agitaba los árboles. Los pájaros cantaban.

    La guerra, pensó, no había tocado jamás ese lugar.

    Todavía no había pensado dónde situaría el instituto. Siendo uno de los continentes ocupados por Venus, eso no les importaba. Aceptaron su decisión.

    Pero había un trato difícil sobre el programa de trabajo en el laboratorio. Algunas cosas no le gustaban, otras las odiaba francamente, pero era un compromiso adquirido. No podía sacudirse la impresión de que estaba cometiendo la misma equivocación que cometiera Paul.

    Pero iba a construir la nave estelar de Paul, y se dijo que eso era lo único que importaba. Las armas ya existían. Cualquier cosa que hiciera sería para mejorarlas, y esto, se dijo, sería muy distinto de construir una nueva arma. Y además...

    Habían trabajado para mejorar el trasladador de la fase de inclinación. Era difícil. Era demasiado gigantesco para ser llevado por cualquier nave espacial construida hasta entonces, y devoraba potencia suficiente para mover un mundo entero. Por consiguiente, como arma, no era utilizable.

    Trabajarían también en el sistema de guía, para hacerlo más rápido, más seguro. Como arma, entonces, sería más útil. Daría en el blanco cada vez, pudiendo incluso ser posible seleccionar de modo más preciso los blancos. Una ciudad, quizás, o una factoría, o incluso una casa particular. Tal vez podría ser adaptado a las condicionas de batallas. Era demasiado pronto para decirlo.

    Había aprendido que un arma, no es la cosa en sí, sino la forma en que es usada y los motivos que guían a la mano que la usa. Mientras los hombres prefirieran luchar en lugar de resolver sus asuntos de otra manera, habrían armas. Una clase u otra, pero armas a fin de cuentas.

    El paseo conducía colina arriba. Torcía un par de veces, perdiéndose bajo los árboles, continuando siempre la pendiente hasta llegar a la cima de la colina. Abajo, la casa le esperaba, medio oculta entre los árboles.

    Miró el reloj. Las 9.08 horas. No se había atrasado ni un microsegundo en todo el tiempo. Hacia cinco años que lo tenía.

    Judith, pensó.

    Mientras estuvo en Venus tratando con el Gobierno Provisional, pidió a las autoridades de ocupación se enteraran de si ella estaba bien. Su petición había tardado tiempo en poderse realizar, si bien no se encontró informe alguno de que hubiera sido arrestada por contraespionaje o algo por el estilo.

    Claro que podían haber sido destruidos esos informes.

    Judith podía estar encerrada en alguna prisión... O tal vez muerta. Y el pequeño Alex...

    Era curioso... había visto tan poco al chiquillo, sólo un par de días, unas horas. Pero al saber que era hijo suyo le hacía diferente de todos.

    Se dijo que sólo Judith había podido marcar el mapa que encontró en el apartamento de Paul. Sólo Judith podía haberlo dejado allí para que él lo encontrara.

    Tenía esperanzas.

    Y casi seguridades.

    Se acercaba a la casa. Las últimas yardas del paseo estaban a ras del suelo, bordeado de piedrecitas.

    Tal vez construiría el instituto cerca de Northshore, pensó. La idea le gustó. Sería un buen lugar. Pero no estaba seguro. Tendría que hablar con ella.

    Saber lo que ella opinaba. Tal vez no quisiera vivir allí, ahora, sin Paul.

    La puerta estaba cerrada. Pulsó la placa. No tuvo que esperar ya que la puerta se abrió inmediatamente.

    Contuvo la respiración. ¡Tenía que ser Judith! Ella había puesto su huella en la placa.

    Entonces la vio. Alarmada, ella se había girado... pequeña, con su cabello como el trigo en verano.

    —¡Judith!
    —¡Alex!

    Después de un momento, los dos estaban de nuevo en la sala. Podían haber transcurrido horas, y no había manera de saber dónde habían estado. Podía ser en cualquier parte del universo, o en ninguna parte.

    —¿Es papá? —preguntó una voz infantil, esperanzada.

    Frost se inclinó y cogió la carita del niño entre sus manos. Su hijo, pensó emocionado. Su hijo. Ya tenía cuatro años.

    —¿No le reconoces? —preguntó Judith.
    —Ya te dije que vendría. —Ella llevaba el brazalete de oro de él. Liso. El suyo.

    Sonrió al chiquillo.

    —Hola, hijo —le dijo sonriendo.

    Se prometió que este hijo suyo tendría una existencia más agradable que la suya. Él no había tenido infancia, ni juventud. Sin embargo, ahora se daba cuenta que era la madurez más que el conocimiento del mundo. Era un viaje que deben realizar todos los jóvenes para sentirse seguros de sí mismos. Todo lo que podría hacer por su hijo sería prepararle para ello. No sería fácil. El mundo no era un lugar fácil de conocer.

    Pero aquellos pensamientos se los guardó para sí. Acarició al chiquillo, y le hizo cosquillas. El pequeño reía, divertido.

    Se puso en pie.

    —Judith... Yo...

    No sabía qué decir. Había tantas cosas para decir, y un par de bracitos pequeños le rodearon las rodillas, apretándole con fuerza, con extraordinaria vitalidad.

    Ella movió la cabeza, de ojos claros, aquellos ojos extraordinariamente azules.

    —No te preocupes —le dijo ella tranquilamente—, Alex... oh, ¡qué bien que hayas regresado!
    —Ha pasado tanto tiempo... —dijo él, sabiendo cuan inadecuadamente sonaban aquellas palabras, pero no tenía otras—. Es agradable estar en casa.

    Suponía que algún día volvería a viajar, pero lo haría acompañado de ella. Solo nunca más. Había sido demasiado largo.


    FIN



    Título original: The fury from Earth
    Traducción: René París
    © 1963 by Dean McLaughlln
    © 1964 Ediciones Vértice
    Marqués de Barbará 1 - Barcelona
    Nº de registro: 4.061-64

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