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diciembre 12, 2016
Ambrogio Fogar, al timón del Surprise, sale del canal de la Mancha para iniciar la travesía. Foto: Giorgio Falck.
Un relato sincero y humano del hombre que se atrevió a cruzar solo el océano Atlántico.
Por Ambrogio Fogar.
SOY UN milanés vendedor de seguros, y del arte de navegar no sé más que cualquier aficionado. Así, hoy, 16 de junio de 1972, en víspera de participar por primera vez en la competición de navegantes solitarios en travesía del Atlántico me siento insignificante al lado de tantos campeones. La Surprise, mi balandra de 11 metros y medio de eslora, está anclada en el rincón sudoeste del pequeño puerto de Plymouth. Delante de mí veo dos famosos veleros franceses: el Cap 33 de Jean-Marie Vidal y el Pen Duick IV de Alain Colas. A mi derecha, el legendario sir Francis Chichester* se afana dando los últimos toques al Gipsy Moth V. Pero estos "grandes" hacen todo lo posible para tranquilizarme: me dan buenos consejos, sin presumir de su mayor conocimiento y experiencia.
ME DESPIERTO a las 7 de la mañana y me siento más cansado que ayer por la noche. En el puerto, los remolcadores comienzan a hacer virar los barcos. A las 9 nos han remolcado hasta la salida del puerto. Se me hizo un nudo en la garganta que me duró hasta el mediodía, hora de la salida. Estoy decidido a dejar atrás el canal lo más pronto que pueda, pues me angustia el tráfico de barcos en el estrecho pasaje, particularmente a oscuras. Así pues, timonearé 24 horas seguidas, hasta que llegue al mar abierto.
YA CASI es mediodía. Estuve pegado al timón toda la noche. Me encuentro cerca de las islas Sorlingas, empapado y desfalleciente de hambre. Por primera vez pongo a funcionar mi piloto automático de viento y bajo a tomar una taza de chocolate caliente y a cambiarme de ropa. De pronto una ola alza mi balandra en el aire. No logro asirme a nada y salgo disparado hacia la pared de la cocina, con la que choco de cabeza. Cuando vuelvo en mí, tres horas después, todo me da vueltas. Me duele la cabeza terriblemente y siento náuseas. Ni siquiera puedo moverme. Permanezco afuera para reponerme, pero hace frío. No me sienta bien, Persiste el dolor y me desanimo. Pienso que tengo que recurrir a alguna excusa válida para retirarme de la carrera sin desdoro. Trato de encontrar las palabras más apropiadas: "... así, con los ojos inyectados en sangre a causa del golpe en la cabeza..." No; esto no sería convincente; necesito algo más dramático; por ejemplo: "En esta situación, no tenía más remedio..." No; tampoco esto sería adecuado.
LLUEVE, y el mar está encrespado, con vientos de 20 a 30 nudos que en ocasiones llegan a 40. El cielo ha estado cubierto de nubes desde el comienzo de la carrera: no se ven ni el Sol ni las estrellas. Pero el piloto automático funciona muy bien y paso largas horas leyendo. Temo que en unos cuantos días más habré leído ya todos los libros que traje conmigo para distraerme. Hace ya más de una semana que sigo bregando (de todos modos, creo que avanzo).
¡EL SOL! ¡Al cabo de 13 días por fin ha salido el Sol! Ahora podré determinar mi posición, pero estoy un poco nervioso porque no domino aún el manejo del sextante. Hago varias veces todas las operaciones necesarias para obtener un promedio en las mediciones, y corro a la mesa de la carta de marear para comprobar el resultado. Estoy poco más o menos al norte de las Azores, precisamente la posición que yo había calculado. "¡No lo estás haciendo del todo mal, Ambrogio!" me digo a mí mismo.
HE DECIDIDO aprovechar el buen tiempo para coser un foque que se rasgó la primera noche. También reviso las demás averías. Un serio motivo de preocupación es que mi motor auxiliar está averiado. Trato de arreglarlo y hacerlo funcionar, pero no logro ponerlo en marcha. Ha estado así desde el segundo día en alta mar y me he acostumbrado a permanecer largas horas en total oscuridad, sin más auxilio que mi linterna de pilas cuando tengo que consultar las esferas de los instrumentos. Ni siquiera funcionan las luces de posición, lo cual también me inquieta, aunque sé que, para un buque en pleno océano, sería muy difícil distinguir las diminutas y tenues luces rojas, verdes y blancas de un pequeño velero. Sin embargo, debe de ser bastante improbable toparse con un buque de gran tonelaje en medio del Atlántico. No he avistado un solo barco desde que salí del canal, ni tampoco a otros veleros de los que participan en la carrera.
ESTA NOCHE, como casi diariamente al anochecer, tengo cita con un grupo de radioaficionados milaneses que decidieron estar en comunicación conmigo durante todo el viaje. Estas charlas por radio mitigan mi soledad. Hace poco me informaron del inminente nacimiento de un sobrino. Me pregunto si no habrá venido al mundo todavía.
A las 19 horas del tiempo solar medio de Greenwich sintonizo mi aparato con la longitud de onda de mi amigo milanés.
—Tu sobrino ha llegado —me comunica.
—Felicita a mi hermana Pupa y dile que le envío todo mi afecto —contesto emocionado.
Mientras hablo, noto que algo anda mal a bordo. El barco navegaba perfectamente hace unos minutos, pero ahora se bambolea en forma extraña.
—Espera un minuto; voy a ver qué sucede.
En cuanto me asomo a cubierta, veo que la caña del timón oscila suave y mansamente siguiendo los bandazos de ebrio del Surprise, mientras las velas gualdrapean.
En unos segundos descubro lo que ha ocurrido. Y entonces me siento desesperado. No ha quedado nada bajo la caña del timón: ha desaparecido. Permanezco allí mirando fijamente la pieza de madera que parece burlarse de mí. De pronto recuerdo que dejé conectado el aparato de radio y bajo corriendo a la cabina para informar de lo que ha ocurrido.
—He perdido el timón. ¿Qué hago ahora?
Preguntas, sugerencias y teorías van y vienen rápidamente hasta que me exaspero. Están manifestándome compasión, pero siento el impulso de mandarlos al diablo. Lo que realmente quisiera oír es alguna solución práctica. Al fin, alguien dice que ahora sí podré retirarme.
—¡Bien dicho! ¡Espérame! Estaré de regreso ahí para la cena —grito.
Todos nos calmamos. Lo mejor es que me vaya a dormir; volveré a examinar la situación mañana, cuando esté más sereno. Me despido de todos y apago la radio.
ESTABA seguro de que llegaría a la meta en un mes. Ahora, sin timón, tardaré probablemente 40, 50 días... ¡acaso meses! Moriré de hambre tras navegar a la deriva, girando como un trompo lento. Tratarán de encontrarme, pero nunca lo lograrán. Ya imagino los titulares de los diarios: VALIENTE JOVEN PERDIDO EN EL MAR. ¡Sin embargo, podría tener suerte! Y si la tuviera, ¡sería fantástico regresar a casa con una pizca de gloria!
Todos estos vuelos de la fantasía ceden ante una lógica más sensata. Compruebo cómo marcha el barco y veo que puedo avanzar gobernando cuidadosamente las velas. He recorrido ya de este modo 500 millas. Pero, ¿qué pasará si el tiempo empeora?
HABLO de nuevo a Milán. Mis amigos creen que me he vuelto loco y no comprenden por qué quiero seguir adelante. Trato de explicarles que, en realidad, no me queda más remedio que proseguir (tardaría una semana en llegar a las Azores), pero insisten en disuadirme. Sin embargo, al poco rato de discutir se dividen en dos bandos: uno en pro y el otro en contra. Al menos comienzo a tener partidarios.
EL MAR está mucho más encrespado que antes y las olas zarandean despiadadamente al pobre Surprise. Cuando tomo mi posición, advierto que voy zigzagueando. He recorrido unas 2340 millas y comprendo que, de seguir así, probablemente tendré que completar casi 5000. ( ¡La distancia oficial de la carrera es de 3000!)
Los vientos son de "intensidad 4" y no hay indicio de que disminuyan. Permanezco acurrucado en mi litera, pero el barco escora tanto que me caigo al suelo. Para no rodar tengo que sentarme a la mesa. De noche, en la oscuridad, me estoy sentado durante horas en los escalones de la escotilla, con la cabeza protegida por la bovedilla de plástico transparente; así me cubro y, al mismo tiempo, puedo mirar hacia afuera. El aspecto y el ruido de las olas que caen sobre la frágil bóveda son tan horrendos que con frecuencia me siento aterrorizado. Anoche perdí la esperanza y lloré. Es la segunda vez en este viaje que no puedo evitar el llanto. La primera fue durante los primeros días, cuando pensaba que todo estaba roto y en tan espantoso desorden, que sufrí un desmayo. Durante la última conversación por radio, María Teresa, mi esposa, fue la única persona que me alentó a seguir hasta el final. Sólo ella comprende cómo me siento en este trance.
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Fogar arregla las velas en la cubierta.
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MIS AMIGOS me han informado por radio de la situación de la carrera: Alain Colas ha ganado con su Pen Duick IV, lo cual me complace sinceramente. Queda sólo otro italiano en la carrera: el comandante Franco Faggioni, con su magnífico Sagittario. ¡Otra razón para seguir en la brega! He estado navegando casi dos semanas sin timón: el cuaderno de bitácora indica que he recorrido 3760 millas; si no hubiera tenido que virar tantas veces, estaría ya en la meta. De todos modos, voy por la última etapa del viaje. Debo recorrerla en unos diez días.
ACABO de divisar algo que reluce a la luz solar, a unas dos millas de distancia. ¿Serán los guardacostas? Bajo muy emocionado a preparar mis banderas de señales y luego izo la señal de "solicitud de comunicación". Mientras reflexiono en lo extraño que es encontrar un guardacostas 600 millas mar adentro, me quedo de pronto paralizado de horror, al darme cuenta de que, en realidad, estoy haciendo alegremente señales a un iceberg. Gracias a Dios es de día y hay luz: en la oscuridad me habría estrellado contra él.
DUERMO muy poco, unas tres o cuatro horas al día, y sólo unos minutos cada vez; no me siento muy seguro, en especial después de lo que vi ayer. Cuando ya no puedo mantener abiertos los ojos más tiempo, pongo el despertador para que me despierte media hora después.
Todavía me queda suficiente comida, pero el barco se mueve de modo tan irregular que en realidad he de ser un diestro acróbata cuando estoy cocinando. Las carnes en lata me repugnan, de modo que en cada comida cambio de marca, simplemente para poder deglutirlas. Al principio del viaje pasaba mucho tiempo en la cocina preparando salsas o condimentos para pastas, y estoy siempre dispuesto a celebrar mis pequeños triunfos con un budín especial. Creo sinceramente que gastar tal energía en preparar comidas no significa desperdiciar el tiempo, pues constituye un método de romper la monotonía y de levantar el ánimo.
HA TRASCURRIDO un mes. Si no hubiera perdido el timón, no estaría ahora lejos de Newport. Pero en realidad me encuentro cerca de Terranova, en una calma chicha y rodeado de una espesa niebla poblada de sonidos tenues e irritantes. Acaso me zumben los oídos, pero sigo oyendo silbidos y alaridos. Si persisten mucho tiempo, me los taponaré con cera.
DESPUÉS de dormir un rato en la litera de sotavento, me despierto, subo a cubierta y, con enorme sorpresa, veo que un guardacostas norteamericano me escolta a sólo unos metros de distancia. Los marineros prorrumpen en estruendosos vítores cuando salgo de la cabina. Tras una corta charla con ellos en mi inglés chapurrado, descubro que han estado siguiéndome desde hace diez minutos. Habían conjeturado, por los enormes números impresos en el casco de mi barco, que yo era uno de los navegantes solitarios que estaban compitiendo en la carrera a través del Atlántico.
DECIDIMOS comprobar mi posición. Y entonces sobrevino el desastre: les hacía gestos y les gritaba a los norteamericanos esforzándome en hacerme entender y, de pronto, resbalé, caí sobre la antena de mi radio y la rompí. ¡Era el colmo! Ya no podría hablar con mi esposa ni con mis amigos de Milán. Había puesto fin a las confortantes charlas que, dos veces por semana, mitigaban mi soledad. Me despedí del guardacostas con el ánimo abatido.
HACE CINCO semanas que estoy navegando. Me siento desesperado por la completa ausencia de viento: las olas son moderadas, lentas y largas. Me mezco durante horas al compás del oleaje, como un corcho, con el estómago revuelto. No podré resistir esta situación mucho tiempo.
Sin viento que la levante, la niebla se asienta durante la tarde y sólo se disipa hacia el mediodía siguiente. Estoy a oscuras casi todo el día y las horas parecen interminables. Duermo a intervalos en forma ligera y sin sueños. Cada vez que despierto me siento más cansado y embotado. A María no le gustaría verme en este estado. ¡Ojalá soplara viento! ¡Aunque fuera solamente una brisa!
MI RUEGO ha sido escuchado. Desde la proa miro las velas hinchadas: el barco sólo se mueve ligeramente y meto las piernas en el agua para comprobar si todavía estoy en la corriente del Labrador. De pronto veo un gran pez negro pasar muy cerca del casco. Instintivamente pienso en delfines y les sonrío con afecto. Pero su color no es exactamente el que debía. De repente me doy cuenta de que estoy sonriendo a una manada de tiburones. Saco las piernas del agua rápidamente, y me recorre el cuerpo un estremecimiento de terror.
LA NOCHE anterior fue la peor de las que he pasado en este viaje: estaba entretenido en la cocina, preparando mi budín, cuando sentí que el barco se balanceaba mientras las velas guardrapeaban como si el viento hubiera cesado de repente. Me asomé a la entrada de la cabina y vi un enorme buque, con todas sus luces radiantes, que pasó casi rozando la proa del Surprise; el golpe de la ola me lanzó al suelo.
Antes de iniciarse la regata había sentido un obsesivo terror por dos contingencias: enfermarme en alta mar y ser partido en dos, como una sandía, por la proa de un barco. Traté de decirme: "¡Qué suerte que ese buque no haya chocado con el Surprise!" Entonces comencé a cantar a voz en cuello. Finalmente me incliné sobre la borda y vomité.
EXACTAMENTE a las 3 de la madrugada, hora de Greenwich, diviso el faro de Nantucket, que emite su destello a través de la oscuridad cada diez segundos. Parece un milagro y me regocija. Para llegar a Newport no pueden faltar más de 100 millas.
Trato de concluir mis notas y añadir unas cuantas reflexiones sobre lo que he aprendido de esta experiencia. Desde el punto de vista técnico, durante los últimos 40 días he aprendido más sobre navegación que en los seis años anteriores a la aventura. Me siento muy seguro de mí mismo en el gobierno del barco y en la ejecución de las diversas maniobras diarias. Soy consciente, por otra parte, de mi incapacidad para idear expedientes y hacer reparaciones provisionales.
Por supuesto, la lección más importante que he aprendido en este mes es sobre mí mismo, sobre mi condición humana. Me siento más rico y más fuerte, con una nueva confianza en mis facultades y una sensación de equilibrio que no quisiera perder una vez que haya regresado a tierra. Creo que debemos enriquecer la vida con algo de fantasía, pero también he descubierto que necesito el contacto físico con las personas.
HACIA mediodía diviso la torre de Brenton Reef, que señala el término de la travesía trasatlántica. En cuanto el Surprise entra deslizándose en el puerto de Newport, una motora de la policía avanza junto a mi balandra, de modo que no tengo ya que preocuparme de maniobrar sin timón. Con un suspiro de alivio, me dejo remolcar hacia el interior del puerto, mientras varios buques y veleros hacen señales de saludo y bienvenida. ¡He llegado a la meta! ¡Lo he logrado! Tardé en ello 41 días y tres horas.
Desembarco y soy vitoreado ruidosamente por tres amigos míos que vinieron desde Italia para regresar a casa conmigo. Todo el mundo me abraza como si fuera yo una mujer hermosa. Me siento conmovido hasta las lágrimas y ni siquiera puedo beber la tradicional cerveza fría que me ofrecen. No puedo dejar de reír y me siento delirantemente feliz, mientras me bamboleo con las palmadas en la espalda que suelen dar los marineros, y que todo el mundo me propina. Pienso: ya no me siento cansado. No siento nada orgánico, pero, aunque todavía no tengo plena conciencia de ello, he pillado algo realmente infeccioso, un "vicio absurdo": el mar me ha cautivado implacable, irrevocablemente.
*Sir Francis tuvo que retirarse de la regata, estando ya en alta mar, a causa de la enfermedad que le costó la vida.