FANTASMAS DE LA TORRE DE LONDRES
Publicado en
diciembre 01, 2016
Deambulan por la noche; algunos se pueden ver claramente, pero otros "vagan invisibles para los ojos de los mortales".
Por J. Bryan Nieto.
LA TORRE de Londres es sin duda el monumento más popular de Inglaterra, ya que cada año recibe por lo menos tres millones de visitantes. La mayoría de estos turistas, procedentes de más de 100 países, se deleitan con los nombres que forman parte de la historia de la Torre: Santo Tomás Moro, Ana Bolena, Isabel I, sir Walter Raleigh, Guy Fawkes. Los curiosos acuden a admirar las joyas de la Corona y a los Yeoman Warders, o guardias alabarderos (conocidos popularmente como Beefeaters, engullidores de bistés), y a contemplar los cuervos y el hacha del verdugo. Pero pocas personas saben que la Torre goza de otra distinción: está embrujada. Y es quizá el sitio de toda Inglaterra donde hay más fantasmas.
Hace años, con la fascinación que sienten los muchachos por todo lo macabro, me armé de valor y me dirigí a uno de los alabarderos para espetarle esta pregunta:
—¿Sabe usted si hay aquí algún fantasma?
El alabardero, a quien su uniforme azul y rojo daba un aspecto imponente, me contestó:
—¡Legiones, hijo! ¡Legiones!
—¿Ha visto usted alguno, señor? Cuénteme...
—Los he visto, sí; y en cuanto a contarlo, podría, pero no lo haré. Tales relatos no son propios para niños.
Y el guardia siguió su marcha.
Tan doctoral desaire no logró disminuir mi interés. La elemental lógica me decía que en la Torre debía de haber fantasmas. Los muertos ilustres que reposan en la abadía de Westminster sin ,duda descansarían en paz; seguramente los honores que alcanzaron en vida los mantendrían sosegados en su última morada; no sentirían la tentación de salir a vagar durante la noche. Pero otros muchos desdichados, de cuyos despojos destrozados escapó el alma con violencia y deshonor, estarían eternamente intranquilos y acudirían a visitar con frecuencia el lugar donde el suicidio, las torturas o el tajo del hacha del verdugo habían puesto fin prematuramente a su existencia.
Cuando, ya entrado en años, tuve la oportunidad de volver a la Torre, los funcionarios y los alabarderos confirmaron mis juveniles conjeturas. Aquello de que hay allí fantasmas "por legiones" es la pura verdad. A algunos los han visto claramente: un monje encapuchado, un flotante tubo de cristal, una forma vaga vestida de blanco. Otros más "vagan invisibles para los ojos de los mortales": una amenaza anónima, una sombra, algún poseso. De todas estas apariciones ha dado fe un gran número de testigos, desde el siglo XIII (la construcción de la Torre se inició en 1078) hasta nuestros días; testigos que eran y son personas dignas de crédito y sensatas: militares, sacerdotes, funcionarios del gobierno.
Santo Tomás Becket, asesinado y sepultado en la catedral de Canterbury, a unos 95 km. de la Torre, fue el primer fantasma que se apareció en la fortaleza, en 1241, a "cierto sacerdote, hombre virtuoso y prudente". Las ampliaciones hechas poco antes en la Torre habían molestado a los londinenses, que vieron en ellas una amenaza contra su libertad. Si bien Santo Tomás, nacido en Londres y condestable de la Torre en 1162, llevaba 71 años enterrado, su fantasma con ropas talares poseía aún fuerza suficiente para arremeter con su cruz contra los muros recién erigidos, los cuales derribó "con la violencia de un terremoto", según la leyenda.
Ya existía entonces, y existe aún (en una de las torres de la muralla exterior, llamada de Santo Tomás en memoria del mártir) un pequeño oratorio consagrado a él, en una torreta a la que da el dormitorio principal. Avancemos de un salto al año 1952, cuando el mayor general H. D. W. Sitwell, guardián de la Casa de las Joyas, en la torre de Santo Tomás, cierto día, de madrugada, despertó de pronto y vio por la puerta abierta un monje que, cubierto con un hábito de color pardo, se encontraba de pie en el oratorio. Incluso se distinguía con claridad el cordón que rodeaba la cintura del fantasma.
Fue tal vez un efecto de luz lo que, en el invierno de 1864, desconcertó a un centinela del Real Cuerpo de Fusileros del Rey. El caso es que el guardia estaba en su puesto, a la entrada de la Casa de la Reina, cuando "una forma blanca" fue acercándosele envuelta en la niebla matinal. El centinela gritó: "¡Alto! ¿Quién vive?" No recibió respuesta, mas aquella figura seguía avanzando. El guardia volvió a ordenarle que se detuviera. Como a la tercera voz aún no obtuviese contestación, el centinela atravesó a la extraña aparición con su bayoneta... y se desmayó.
El sitio en que el centinela cayó sin sentido se halla precisamente debajo de la habitación que ocupaba la reina Ana Bolena cuando fueron por ella para conducirla al cadalso. A la infortunada reina le inspiraba horror ver manos inglesas armadas de acero inglés. En consideración a su miedo a morir por el hacha, Enrique VIII consintió en que trajeran un verdugo francés para que la ejecutara con una espada francesa.
El centinela, a quien al parecer encontraron dormido en su puesto, podría haberlo pasado mal. Pero dos de sus oficiales superiores atestiguaron que ellos también habían visto aquella forma blanca.
Otros dos centinelas vieron claramente la figura de otra mujer, a las 3 de la madrugada del 12 de febrero de 1954. Ambos declararon haberla visto "corriendo a lo largo de las murallas almenadas del muro interior, cerca de la torre de la Sal", pero cuando el oficial de guardia y el primer alabardero investigaron, no encontraron ninguna huella en el polvo y el hollín que lo cubría. El alabardero recordó entonces que aquel día era el cuarto centenario de la decapitación de otra soberana, lady Jane Grey, que se llevó a cabo en la llamada torre Verde, situada a unos 125 metros de allí.
En 1890 un centinela tuvo un encuentro tan vívido con la realeza que el hombre creyó "morir de terror". He aquí su relato:
"Me encontraba de guardia en la torre Beauchamp cuando oí que me llamaban por mi nombre. Me volví y, flotando en el aire, vi un rostro abotagado y enrojecido, de labios caídos y babeantes, y de ojos claros con gruesos párpados. Ya lo había visto en los libros de historia: era el rostro de Enrique VIII, que reflejaba toda su maldad."
"Me asusté tanto que no paré de correr hasta toparme con dos de mis compañeros, que ya comenzaban a preguntarme a gritos qué me ocurría, cuando se callaron bruscamente: ¡aquel rostro iba detrás de mí! Guardamos silencio sobre el caso y nos ordenaron que no dijéramos ni una palabra acerca del embrujamiento de la Torre".
Los actuales residentes del monumento no dan importancia a las apariciones. Uno de ellos tenía invariablemente que tomar en brazos a su perrito pequinés, casi siempre dócil y valiente, cuando ambos cruzaban el verde prado que hay al sur de la torre Blanca. De otra manera, el can se negaba a dar su acostumbrado paseo; se tendía en el suelo, se le erizaba el pelaje y empezaba a gruñir... ¿Qué vería?
El antiguo y estrecho campo de tiro existente en las casamatas del ala oriental, donde fueron fusilados 11 espías alemanes durante la primera guerra mundial y otro más durante la segunda, era sitio vedado a cierto setter irlandés, y ello por decisión del mismo animal. El setter se sentía a sus anchas en el resto de la Torre, pero ni llevándolo a rastras podían obligarlo a pasar por el campo de tiro. Éste se encontraba en el camino que el dueño del can debía seguir para ir de sus habitaciones al Club de Alabarderos, lo cual le resultaba incómodo, pues por causa del perro tenía que dar un rodeo, dos veces, todas las noches.
Otro alabardero dormía en una habitación pequeña en la torre del Pozo, hasta que se cansó de despertar una y otra vez en el suelo. Al comentar lo que le sucedía, le dijeron que los anteriores ocupantes de su habitación habían corrido la misma suerte.
Por el otoño de 1972 cierto joven, serio y de excelente salud, visitó la Torre con el propósito de fotografiar el mural de la torre Byward. Se había subido ya en una escalera de mano (parte de su propio equipo) y estaba ajustando su cámara fotográfica cuando cayó al suelo en forma inexplicable y se rompió la pierna. El malvado lord Lovat, último de los decapitados en la Torre, había ocupado aquella habitación; y nada ni nadie ha logrado persuadir al jefe de los alabarderos de que no haya sido el avieso lord Lovat quien empujó la escalera del joven fotógrafo.
El caso del infortunado fotógrafo es extraordinario, pues ninguna otra víctima de los malévolos espíritus de la Torre ha sufrido nunca daño corporal. Pero ¿quién no ha sentido aprensión, miedo, incluso pánico? Cuenta la leyenda que, una noche de 1920, a hora muy avanzada, un guardia pasaba debajo del arco de la torre Sangrienta cuando percibió de pronto un indefinible peligro, tremendo y todopoderoso. El guardia no oyó ni vio nada, pero se le erizaron los pelos, y, presa de pánico, empezó a correr. Ya más sereno, se halló a la puerta del comedor de los oficiales, a 300 metros de su puesto; iba jadeante y cubierto de un sudor helado. ¿Estaría borracho? ¡No! Ningún borracho habría podido subir corriendo una distancia de 300 metros.
Lo que un historiador considera "la aparición mejor documentada" ocurrió cierta noche de octubre de 1817. Fueron testigos Edmund Lenthal Swifte, custodio de las Joyas de la Corona, y su esposa. Cenaban ambos en la sala de la torre Martin en compañía de su hijo y de una hermana de la señora Swifte. Las puertas estaban cerradas; gruesas cortinas cubrían las ventanas; no había más luz que la de dos velas.
"Estaba yo sentado a la cabecera de la mesa", escribe Swifte, "con mi hijo a mi derecha; su madre se hallaba de cara a la chimenea, y su hermana al lado opuesto de ella. Ofrecía yo un vaso de vino mezclado con agua a mi mujer cuando ésta exclamó:"
"—¡Dios mío! ¿Qué es eso?"
"Alcé la mirada y vi una figura cilíndrica, semejante a un tubo de vidrio y del grosor de un brazo humano, que flotaba entre la mesa y el techo. Parecía contener un líquido espeso, blanco y azulado, como un hacinamiento de nubes veraniegas, que se agitaba junto con el cilindro. El fenómeno duró dos minutos, y luego el tubo comenzó a deslizarse frente a mi cuñada. Después, siguiendo los contornos de la mesa, de forma oblonga, frente a mi hijo y a mí, pasó a espaldas de mi mujer; la aparición se le posó un momento sobre el hombro derecho. Ella se agachó instantáneamente y, llevándose ambas manos al hombro, gritó:"
"—¡Dios mío! ¡Auxilio! ¡Me tiene agarrada!"
"Aún ahora, mientras escribo este relato, me acomete el horror de aquel instante."
"Levanté la silla, la arrojé contra la pared, detrás de mi mujer, me lancé escaleras arriba a las habitaciones de los demás niños y conté a la aterrorizada nodriza lo que había visto. Entre tanto los otros criados habían acudido corriendo a la sala, donde su señora les relató lo sucedido. A tal prodigio hay que agregar que ni mi hijo ni mi hermana política percibieron aquella aparición".
El día siguiente era domingo. Después de los oficios matinales celebrados en la capilla de la Torre, llamada Saint Peter ad Vincula, Swifte se apresuró a buscar al capellán para contarle el episodio, pero el clérigo exteriorizó su escepticismo acostumbrado: "Comentó que una persona bien podía verse engañada por sus sentidos naturales, y que si ello le sucedía a una persona, ¿por qué no podría ocurrir a dos?"
El tubo espectral no había amedrentado a Swifte, ni tampoco lo atemorizó el prosaico capellán, a quien replicó: "Y si a dos, ¿por qué no a dos mil?"
Por aquel tiempo un centinela apostado afuera de la torre Martin recibió una impresión más pavorosa: vio que un vapor se filtraba entre la puerta y el umbral y se congelaba ante sus propios ojos hasta tomar la forma de un oso horripilante. Cuando le hundió la bayoneta y el acero atravesó la figura sin dificultad y se clavó en la puerta, el centinela sufrió un ataque y cayó al suelo. Sus compañeros lo trasladaron a la sala de guardias, donde recobró el conocimiento y relató a Swifte y a sus colegas lo que había visto. Al día siguiente Swifte fue a visitarlo y declaró que lo había visto "tan cambiado, que era imposible reconocerlo". A los pocos días falleció el centinela.
Entre las anécdotas de fantasmas referentes a la Torre, mi predilecta se relaciona con la señora R., una médium que, en junio de 1889, haciendo pruebas con una tabla parecida a la moderna "ouija", vio que ésta escribía: "Soy John Gurwood. Me suicidé hará 44 años la próxima Navidad". ¿John Gurwood? La señora R. no recordaba tal nombre. La tabla siguió escribiendo: Gurwood había servido en el ejército; y agregó: "Pero no fue la espada, sino la pluma lo que acabó conmigo". ¿Había salido lesionado? Sí: "En la Península Ibérica, en 1812, fui herido en la cabeza". A continuación apareció en la tabla un dibujo que representaba un escudo de familia: un castillo del que salía un brazo asiendo un sable.
Aquello picó la curiosidad de la señora R. La médium buscó en algunos libros militares el nombre de su corresponsal del otro mundo y dio, en efecto, con el del coronel John Gurwood. Supo así que, a pesar de una terrible herida en la cabeza, el coronel había desplegado tan ejemplar valentía en ocasión del asalto a Ciudad Rodrigo, en enero de 1812, que Wellington le había regalado la espada tomada al general francés Barrier cuando éste se rindió, y lo había autorizado a llevarla en vez de la reglamentaria. Por añadidura, el rey de armas inglés le otorgó un blasón en el que aparecía el sable.
Wellington no se olvidó en tiempo de paz del valeroso Gurwood, y le encomendó ordenar la colección de los documentos y proclamas que el duque había librado. Tal tarea mantuvo a Gurwood ocupado ocho años, y cierto biógrafo aclamó su obra como "un monumento de escrúpulo y laboriosidad en la compilación". Estaba a punto de publicar su trabajo cuando Gurwood, según confesó a la señora R., decidió quitarse la vida, trastornado por el excesivo esfuerzo mental y su mala salud. Wellington lo había nombrado teniente delegado de la Torre en 1839, así que allí se le sepultó, en la capilla de Saint Peter ad Vincula. Su lápida de mármol muestra dos volúmenes de los documentos, su insignia y su blasón, así como el famoso sable. La inscripción no menciona la forma en que murió.
Hay algo acerca de la Torre de Londres que me ha intrigado desde hace tiempo. ¿Cómo es que tantos fantasmas frecuentan las torres menores, y no aparece ninguno en el interior de la torre Blanca, la más antigua y de mayores dimensiones, el corazón mismo del monumento y teatro de más atrocidades que todas las otras juntas? Allí, por ejemplo, Guy Fawkes, responsable de la Conspiración de la Pólvora, estuvo confinado en una jaula tan estrecha que no podía tenderse por completo dentro de ella.
Doy aquí la respuesta tal como me la contaron: en el siglo XI, cuando se edificó la torre Blanca, una superstición afirmaba que cierta importante estructura estaría a salvo de espíritus malévolos si se sacrificaba un animal para emparedarlo vivo. Y el hecho es que, cuando restauraron los muros de aquella torre, en el sexto decenio del siglo pasado, los obreros, al derribar uno de ellos, descubrieron un antiquísimo esqueleto de gato.