¡SI NO SE DETIENE, LA MATO!
Publicado en
noviembre 13, 2016
Aquella joven caminante parecía ingenua y aun desvalida. Sin embargo...
Por Josephine Curto.
CON UN grito agudo, mi joven pasajera me ordenó:
—¡Deténgase! ¡Allí está Mike!
Y señalaba a un muchacho que, de pie al lado del camino, alzaba el dedo pulgar en el característico ademán de quien pide que lo lleven.
—No —repliqué, a la vez que oprimía el acelerador.
Al recordar los casos de personas que habían querido proceder como buenos samaritanos, para aparecer después muertos en alguna zanja, yo había estado a punto de no prestar atención a la chica que, pocos kilómetros atrás, me había pedido con una señal que la llevara en mi auto. Pero en seguida, diciéndome que aquella viajera era todavía una niña, detuve la marcha. Iba yo hacia el norte por la carretera interestatal No. 75, y ya estaba arrepentida de haber parado.
—¡Deténgase! —me ordenó de nuevo la chica, con voz tan fría como la pistola que sentí apoyada en el costado.
Un estremecimiento de terror me encogió el corazón y a mi ánimo acudió el recuerdo de mi madre, que me esperaba a 400 kilómetros adelante, en Brevard (Carolina del Norte), y el de mis amigos, a quienes había dejado 300 kilómetros atrás, en Tallahassee (Florida). ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que descubrieran mi cadáver? ¿Quién lo identificaría?
—¡Se lo advierto! —gritó fuera de sí la muchacha— ¡Si no se detiene, la mato!
Me apretó el revólver contra las costillas con más fuerza y asió el volante. El auto avanzó en zigzag mientras aplicaba yo los frenos y trataba de recobrar el gobierno del vehículo. Por fin paró, chirriando, a pocos centímetros de una profunda alcantarilla.
—Eso es —masculló la chica, sin dejar de clavarme el arma en el costado—. Ahí viene Mike.
Temblorosa aún, oí que el joven, al subir al coche, musitaba:
—Gracias, señora.
—¡Mike! La señora no quería parar, pero la obligué —explicó la muchacha, mostrándole el revólver.
—¡Caramba, Dedé! ¡Guarda eso! ¿Andas buscando líos?
—Lo hice por ti —repuso ella, zalamera.
—Lo siento, señora. Dedé no pretendía hacerle daño. Es que estaba asustada.
¿Que no pretendía hacerme daño? ¿Que estaba asustada? ¡Bah! Me volví a mirar a mi nuevo pasajero. Sus largos cabellos, tan sucios como enmarañados, parecían formar parte de una barba igualmente sucia.
—¿Hasta dónde va usted? —me preguntó.
—A Atlanta —respondió la muchacha por mí, a la vez que yo daba marcha atrás para volver a tomar bien la carretera.
—¡Magnífico! —exclamó Mike, estirando las piernas v reclinándose contra el respaldo del asiento—Créame que le agradezco el servicio, señora. Son pocos los automovilistas dispuestos hoy a llevarlo a uno.
—No me asombra —le contesté, ya más encolerizada que temerosa—. A las claras se ve que no son ustedes los pasajeros más gratos del mundo.
—¡Conque dándose ínfulas! ¿eh? —replicó Mike, incorporándose— Cálmese, que no le va a pasar nada.
—Eso mismo: cálmese, como dice Mike.
Y Dedé se acurrucó contra él, y empuñó la pistola con fuerza.
¿Cómo me libraría de ellos? Calma, calma, me decía yo. No te alarmes. Eché una mirada al espejo retrovisor, rezando en silencio para que apareciera el conocido automóvil azul y gris de la patrulla. Mike sorprendió mi mirada.
—No pensará usted en llamar la atención de los polizontes, ¿verdad, señora?
Y luego, al acercar Dedé el revólver a mi cabeza:
—¡Cuidado, nena! —exclamó Mike— ¿Qué quieres? ¿Que nos matemos todos?
—¿Y a quién le importaría?
—A mí, al menos —declaró el joven—. No tengo prisa de palmar. ¿Y qué diría tu madre, nena?
—¡Mi madre! ¡No me hagas reír! No le importo un comino.
Me volví a mirar a la pálida muchachita.
—Seguro que te equivocas —le dije—. No hay madre que no se interese por sus hijos.
—¡Que se cree usted eso! —repuso con acento desdeñoso— Todos los adultos se parecen. Y eso va también por usted. Los chicos no les importan un cuerno.
—Quizá no, quizá sí, en mi caso —repliqué, ya más calmada—. ¿No crees que dedicarme a enseñar a los adolescentes durante más de un cuarto de siglo demuestra mi interés por lo que pueda ser de ellos en la actualidad?
—¿Es usted maestra? —inquirió Mike— ¿En serio? ¿Y le gusta la enseñanza?
—¡Ya! —lo interrumpió Dedé ¡Basta de cuentos! La señora no tardará en querer tomarte el pelo fingiendo interés por la conducta de un buen chico como tú en las carreteras.
—Cierto —convino Mike; y cerró los ojos.
Recorrimos varios kilómetros en silencio, con lo que tuve tiempo de reflexionar. ¿Qué podía hacer? Si trataba de parar, tal vez Dedé cumpliera su amenaza. En eso vi que nos acercábamos a una desviación, y pregunté:
—¿No tienen hambre? Va a ser la una, y yo me desayuné muy temprano.
—Eso; igual digo —respondió Mike, riendo—: yo comí temprano... ayer. Pero ¿de dónde vamos a sacar "pasta" para comer?
—¿"Pasta"? ¿Quieres decir dinero? Es posible que yo lleve suficiente. ¿Qué les parece? —señalé un letrero que anunciaba: CAFETERÍA DAVIS— Está en la próxima salida.
—¡Claro! ¿Por qué no?...
Entramos en la cafetería; mis dos jóvenes secuestradores se mantenían junto a mí. Mike empujó a Dedé hacia adelante y a mí me ordenó en voz baja:
—Siga usted, señora. Yo iré a la retaguardia —sentí que me ponía a la espalda algún objeto romo, y añadió—: Y sepa que Dedé no es la única que viene armada.
—Quiero de esto, y de eso, y de aquello.
La muchacha iba llenando su bandeja mientras yo escogía una ensalada. Y Mike, que no había probado nada desde el día anterior, no se sirvió más que una ensalada.
—Creí entender que tenías hambre —le dije, mientras le pasaba una rebanada de pastel de frutas—. Y más vale que comas también un poco de carne.
Le hice una señal al dependiente.
—Sírvale algo de asado y una buena porción de esas papas —le indiqué.
Mike sonrió, complacido.
—Gracias, señora.
Sentados los tres a la mesa seguramente formábamos un cuadro extraño: una muchacha delgaducha, pálida, que comía vorazmente; un joven desaliñado que hacía esfuerzos para no engullir de prisa; una señora con bastantes canas, que entre sorbo y sorbo de café comía nerviosamente su ensalada.
—No le quites el ojo de encima, Mike —dijo la muchacha—. Tengo que ir al baño.
Y apartó la bandeja, en la que no quedaban más que platos vacíos.
—Sí, nena. Anda.
Luego que Dedé se alejó, Mike se inclinó hacia mí y comenzó a hablar apresuradamente.
—Mire, señora: no sé quién será, pero confío en usted. Esa chica tuvo un disgusto en su casa. Ayer la encontré, sentada en la cuneta; llorando. Un rufián la había subido a su coche y se propasó con ella.
—¿Por qué me lo cuentas? —le pregunté, sintiendo a Mi pesar simpatía por aquel chico sucio.
—Porque me figuro que usted la querrá ayudar. Yo ya sé lo que les pasa a las nenas como ella cuando caen en Atlanta. A las primeras de cambio se enredan con los traficantes de drogas. Lo sé bien; ya he estado allí.
Cuando Dedé volvió, ya sólo sentía yo una gran compasión por ella. Tenía apenas 14 años, uno más que mi sobrina, y tres días antes se había fugado de su casa, situada en el sur de Miami (Florida). Mike me propuso luego separarse de nosotras y dejarme la tarea de convencer a la chica para que regresara al lado de los suyos.
Ya sin miedo, volví al coche con los dos jóvenes.
—Oye, nena —declaró Mike, mientras yo abría la puerta del auto—, aquí es donde cada quien se va por su lado.
Dedé abrió los ojos asombrada.
—¡Cómo! ¿Quieres decir que ya no nos acompañarás?
—No, nena; yo aquí me quedo.
—Entonces, me quedo contigo —declaró Dedé, y al decirlo le temblaba la barbilla.
—Estás equivocada, nena. Ya le eché el ojo a un pimpollo que vi por allí.
Y Mike señalaba hacia la cafetería.
—¡Maldito seas! ¡Puerco! —sollozó la joven— Tú tampoco eres bueno.
—Claro, nena; tienes razón. Mike emprendió el regreso a la cafetería.
—¿Vienes conmigo? —pregunté a Dedé.
Ella pareció vacilar unos segundos, y en seguida, subiendo al coche, se sentó a mi lado. Las lágrimas le escurrían por las mejillas.
—Me aseguró que me quería... ¿Cómo pudo hacerme esto?
—Era un decir y nada más —repliqué con dulzura, a la vez que tiraba de la palanca de velocidades y enfilaba hacia la rampa norte—. Te ha demostrado lo contrario, ¿verdad?
—¡Cállese! —chilló Dedé; se limpió el rostro con el dorso de la mano y agregó—: Me dijo que viviríamos juntos en Atlanta; que yo sería su chica. ¿Qué voy a hacer ahora, sin nadie?
Al decir esto arreciaba su llanto.
—¿Por qué no piensas en volver a tu casa?
—¡,Eso, jamás!
Yo guardé silencio.
—Las cosas no han ido bien desde que mi madre volvió a casarse. Antes ella y yo nos entendíamos de maravilla. Pero ahora que cuenta con Bob, mi padrastro, y con Bobbie, no tiene el menor interés por mí.
—¿Qué edad tiene Bobbie? —inquirí.
—Cerca de seis meses.
—Será un chiquitín precioso... El semblante de la chica se iluminó.
—Eso sí, claro. Y todos dicen que se parece mucho a mí.
—Echarás de menos a Bobbie, estoy segura. ¿Qué te parece si nos detenemos aquí y telefoneas a tu casa?
—¿Para qué? No puedo regresar a casa. No tengo ni un centavo —concluyó con un gemido.
De pronto supe qué debía yo hacer.
—¿Has viajado alguna vez en avión? —le pregunté, pues pensé que si la hacía regresar en autobús tardaría demasiado en llegar, además de que quizá intentara huir de nuevo— No te preocupes por el precio del pasaje. Lo que me sobra son tarjetas de crédito.
—¿Quiere usted decir que... que después de que la amenacé con matarla, será usted capaz de...?
—Debe de haber un teléfono en la próxima salida —añadí—. Le hablaremos a tu madre, Dedé.
Llegamos al teléfono, y para entonces ya me había enterado de que Sue Anne era el verdadero nombre de Dedé.
—¿Quieres hablarle tú primero? —pregunté a la muchacha, mientras llegaba hasta mí el lejano timbre del teléfono al que llamaba.
—No... no...
Oí al aparato una voz femenina. Me di a conocer y expliqué la situación en pocas palabras. Acerqué el auricular al oído de Sue Anne para que ella pudiera escuchar las frases de gratitud y el llanto de su madre.
—Mamá... mamá... Soy yo...
Se le quebró la voz. Tomé de sus manos el teléfono y aseguré a la señora que la joven estaba bien.
—La volveré a llamar desde Atlanta —concluí— para decirle en qué avión saldrá Anne.
Con el júbilo reflejado en los ojos, la chica entró conmigo en el aeropuerto de Atlanta y esperó mientras yo compraba un billete para el siguiente vuelo con destino a Miami.
—Saldrá dentro de una media hora —comuniqué a la chica—. ¿No crees que convendría que te lavaras la cara y te peinaras, mientras yo telefoneo a tu madre?
Sue Anne asintió con la cabeza y se dirigió al tocador mientras yo entraba en una cabina telefónica. Al oír la voz de la madre, quebrada por el llanto, comprendí que para Sue Anne aquella aventura acabaría felizmente.
—No sé cómo darle las gracias —me decía la señora.
—No tiene por qué dármelas —repuse—. Pero vaya usted al aeropuerto y lleve a Bobbie a recibir a su hermana mayor.
Para eso, Sue Anne, con la cara enrojecida a fuerza de frotársela, y los oscuros cabellos pulcramente peinados, se dirigía a la puerta que la llevaría al avión, cuando una idea repentina me impulsó a detenerla.
—Dame la pistola —le pedí—. Ya sabes que registran a todos los pasajeros.
La muchacha enrojeció intensamente, sacó el arma y me la dio.
—¡Gracias! —murmuró.
Luego se puso de puntillas y me dio un beso, se volvió y se encaminó apresuradamente a la entrada de la pista.
Cerré los ojos y lancé un hondo suspiro. Luego miré el arma que tenía en la mano. ¿Arma, digo? Empecé a reír nerviosamente: ¡Era una pistola de juguete!