Publicado en
noviembre 25, 2016
Un renombrado eclesiástico revela uno de los secretos para llevarse bien con la gente.
Por Norman Vincent Peale.
CIERTA tarde, hace algunos años, volví a casa desalentado después de una larga sesión como consejero conyugal.
—¡Cómo me gustaría que alguien me diera una fórmula mágica para salvar a esos matrimonios que están al borde del naufragio! —comenté, agotado.
Mi padre, también ministro, se encontraba dé visita en casa, y repuso al oír mi comentario:
—Yo te voy a dar una: Convence a la pareja para que ambos se digan mutuamente: "Lo siento"... Haz la prueba, y verás los resultados.
Seguí el consejo: puse a prueba la fórmula y comprobé que mi padre tenía razón: esas dos palabras son capaces de mover montañas. Las usé mientras desempeñé labores de consejero. Cuando acudía a mí una pareja desavenida, les decía a cada uno de los cónyuges en privado: "Sé perfectamente lo que ha tenido usted que soportar, pero, dígame una cosa: ¿qué lamenta usted más de su propia conducta?" Y nunca dejaba de lograr que el interpelado reconociera, aunque fuera a regañadientes, su parte de culpa, o haber estado en error. Luego reunía a la pareja y les pedía a ambos que repitieran lo que me habían dicho privadamente. Aun cuando estuvieran dominados por la amargura y la ira, esa simple expresión de pesar era con frecuencia el principio de una reconciliación.
Una auténtica disculpa es más que el mero reconocimiento de un error. Equivale a confesar que algo que hicimos o dijimos ha dañado unas relaciones, y que esas relaciones nos importan lo bastante para desear repararlas y reanudarlas.
No es fácil. Resulta doloroso reconocer nuestras culpas, pero una vez que damos la cara, que nos tragamos el orgullo, esa confesión puede obrar maravillosos efectos purificadores y curativos.
Como humanos que somos, todos necesitamos dominar el arte de pedir perdón. Si hacemos un sincero examen de conciencia, tendremos que reconocer que muchas veces hemos juzado a alguien con dureza, que hemos hablado ásperamente o que sacamos ventaja a costa de algún amigo. Contemos entonces las veces que manifestamos sin ambages nuestro arrepentimiento sincero. ¿Tarea inquietante? En efecto, lo es, porque allá en el fondo cierta sabiduría innata nos dice que una mala acción, aun leve, altera cierto misterioso equilibrio ético; y el desequilibrio resultante persiste hasta que reconocemos nuestra falta y manifestamos nuestro pesar por ella.
Recuerdo lo que un médico amigo mío, el difunto Clarence Lieb, me contaba de un hombre que le consultó, aquejado por una serie de síntomas: dolores de cabeza, insomnio, desarreglos gástricos. El reconocimiento médico no reveló ningún mal orgánico. Por último, el Dr. Lieb hubo de decir a su paciente: "Si no me dice usted lo que pesa en su conciencia, me será imposible ayudarlo".
Después de dolorosas vacilaciones, el hombre confesó que, como albacea del testamento de su padre, había privado a su hermano (que residía en el extranjero) de su parte en la herencia. Allí mismo el viejo y sabio médico persuadió a su paciente para que le escribiera a su hermano pidiéndole perdón y adjuntando un cheque, como primer paso en la reparación del daño. Luego lo acompañó al buzón que había en el corredor. Cuando la carta desapareció en él, aquel hombre se anegó en lágrimas. "Gracias, doctor", balbució. "Creo que estoy curado". Y efectivamente, así era.
La disculpa sincera no sólo puede restaurar unas relaciones quebrantadas, sino que ayuda a fortalecerlas. Años atrás, en una conocida escuela de teología, se criticó mucho mi labor como pastor de almas. Un profesor, a quien yo conocía, dijo cosas que redundaban en descrédito mío. Cuando me las repitieron, sólo me quedó guardar un apesadumbrado silencio.
Luego, un buen día, me llegó una carta escrita por aquel profesor. Había dejado la enseñanza para dedicarse al trabajo pastoral, y comprendía por vez primera que la gente tiene necesidad de una forma inteligible de religión que pueda aplicar en la vida diaria. Se había equivocado al juzgarme, decía, y esperaba que aceptara yo sus disculpas. ¿Y bien? Cualquier antagonismo que yo hubiera podido sentir, desapareció en el acto. Sentí un cálido afecto por ese hombre y me apresuré a escribirle para decírselo. Desde entonces somos buenos amigos.
A veces las personas dudan en pedir perdón por temor de verse desairadas. Claro que existe esa dolorosa posibilidad, pero el riesgo es mínimo. El fundador del cristianismo nos instaba a perdonar, no siete veces, sino setenta veces siete. ¿Por qué? Pues porque Él sabía que la aceptación de una disculpa limpia al corazón de todo resentimiento... y el resentimiento es un mal que nos consume. ¿Quién puede desear el sentirse constantemente ofendido y encolerizado?
Entonces, ¿cómo decir: "Lo siento"? En el curso de mi labor como consejero he elaborado algunas reglas:
• Si el lector no puede hacerse el ánimo de pedir perdón con palabras, conviene dar alguna señal de arrepentimiento. Después de una reyerta, un ramo de flores puede suavizar el efecto de una palabra dura. Un pequeño regalo puesto bajo el plato o bajo la almohada puede expresar ese arrepentimiento y un afecto permanente. El contacto de una mano es capaz de restablecer la comunicación interrumpida. Jamás subestimemos este silencioso lenguaje del corazón.
• Recordemos que presentar disculpas no significa humillarse; es una forma de madurez y rectitud. Las almas grandes saben pedir perdón. El primer juicio que Winston Churchill se formó de Truman no fue nada halagüeño. Más tarde Churchill le confesó que había subestimado lamentablemente sus capacidades: una disculpa envuelta en un grato cumplido.
Si la disculpa no es fruto de una auténtica contrición, no producirá el saludable efecto esperado. Debemos asegurarnos de ser sinceros.
• Disculpémonos con dignidad: de pie, no de rodillas. Al hacerlo estamos tratando de enderezar lo que está torcido, y esto es digno de respeto.
• Cuando debamos disculpas, hemos de presentarlas cuanto antes. Retrasarlas dificulta las cosas; y en ocasiones las imposibilita del todo. Formaba yo parte de la junta de fideicomisarios de una importante fundación, y ocurrió que un joven ayudante, tipo audaz, propuso que lo pusieran en el lugar del director. Se votó por el cambio. Casi al instante nos percatamos del grave error cometido: jamás debimos permitir que el anciano director se marchara. Decidí decírselo así; pero antes de que nuestros caminos se volvieran a cruzar, el antiguo director sufrió un ataque cardiaco y murió. Jamás pude presentarle mis excusas, y hasta la fecha esa omisión me produce malestar.
• Si creemos que se nos debe una disculpa, y ésta no llega, tratemos de ser razonables en vez de reconcomernos o rabiar. Es preferible escribir unas líneas o pedir a un mutuo amigo que explique por qué nos consideramos agraviados y que nos gustaría librarnos de ese sentimiento. Si allanamos el camino para que se disculpe, es muy probable que el ofensor lo haga así; es probable, asimismo, que tampoco este último se sienta bien en tal situación.
• Conviene evitar las disculpas cuando sólo se busca mantener la paz, si no nos consideramos reos de culpa alguna. Esa falta de carácter es perjudicial para todos. También conviene distinguir entre un sentimiento de pena y la necesidad de disculparse. Por ejemplo, la persona que ocupa una posición de autoridad y debe despedir a alguien por incompetencia, quizá podrá lamentarlo, pero no tiene por qué disculparse.
Si el lector recuerda que alguna persona merece una disculpa de su parte, alguien a quien ha ofendido, o juzgado con excesiva dureza, o de quien simplemente no se ha ocupado, ponga manos a la obra ahora mismo. Escriba una breve nota, haga una llamada telefónica, o bien envíe una señal: un libro, una planta, un tarro de conservas, cualquier cosa que sirva para decir: "Aquí me tienes, descontento de que se alce una barrera entre nosotros, y quisiera que la salváramos, que ambos estuviéramos dispuestos a aceptar nuestra parte de culpa, o toda la culpa; confío en que aceptarás esto con el mensaje que encierra, con las dos palabras más eficaces del mundo: Lo siento".