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octubre 17, 2016
El proceso de canonización es una de las actividades más interesantes del Vaticano.
Por Ernest Hauser.
LOS SANTOS no se dan en los árboles, pero de vez en cuando un hombre o una mujer descuella entre sus contemporáneos, brilla con fulgor beatífico y desaparece para interceder por nosotros en el cielo, según creen firmemente muchos cristianos.
La cristiandad se encuentra dividida acerca de este punto. Los protestantes no invocan ni veneran a los santos, aunque los miran con simpatía, y muchas veces bautizan a sus hijos con nombres de santos, como Jorge, Martín, Catalina y Elena. Para los católicos el culto a estos bienaventurados es parte esencial de la vida religiosa, pues suponen que les ayudan con afecto y calor humanos a comunicarse con el Altísimo. La persona afligida puede pedir a un santo del cielo que interceda por ella ante Dios, y para lograrlo se dirige al de su particular devoción o a otro cuya intervención le parezca más eficaz. La Iglesia de Roma mantiene prudentemente al día esta antigua tradición mediante el procedimiento de añadir de vez en cuando un recién venido a su santoral.
Las reglas que se observan para tomar esta decisión, concorde siempre con los estrictísimos requisitos que el mundo asocia a la idea de santidad, constituyen uno de los aspectos menos conocidos y más interesantes de los procedimientos reservados del Vaticano. ("Una proliferación de nuevos santos es lo último que desearíamos", me confió un dignatario de la Santa Sede.)
Según este concepto, Roma opone innumerables obstáculos a la admisión de los futuros santos. Investiga su vida cuidadosamente y escucha siempre al promotor de la fe, cuya misión es suscitar dudas e impugnar la presunta santidad.
No existen atajos para llegar a los altares. Las almas de unos 300 sacerdotes muertos durante la guerra civil española de 1936 a 1939, que muchos de sus compatriotas influyentes desearían ver canonizados, todavía esperan que desaparezca el amargo recuerdo de tan enconada lucha. Hasta los dos últimos papas, Pío XII y Juan XXIII, cuyas causas de canonización se encuentran ahora en las etapas preliminares, deben tomar sus lugares en la larga fila de mártires, vírgenes, monjes y mendigos. (Sólo dos papas han sido canonizados desde 1588.)
Fue necesaria la voluntad de un gran pontífice para terminar la confusión que prevalecía en estos asuntos y establecer normas estrictas. Las disposiciones fundamentales que rigen hoy son las de Benedicto XIV, cuya obra monumental Sobre la ,beatificación y canonización de los siervos de Dios, escrita en 1738, fija los procedimientos actualmente en vigor. Sus características sobresalientes son el derecho exclusivo del papa de conferir la santidad, y la división del proceso en dos fases principales: la beatificación (se declara beato al candidato) y la canonización (el solemne reconocimiento de su santidad). Cada una requiere por lo menos dos milagros comprobados, registrados después de la muerte de la persona por otras que pidieron su intercesión. Desde el pontificado de Benedicto XIV la Iglesia sólo ha cononizado a 246 candidatos. (Durante siglos se proclamaban santos tanto en las provincias remotas como en Roma, de modo que hoy nadie sabe exactamente cuántos son. Los hagiógrafos manifiestan que hay unos 12.000 santos auténticos.)
Lo usual es que la sospecha de santidad se inicie por un movimiento popular. La intuición revela a los habitantes de una comarca que ha vivido entre ellos un santo. A veces un grupo de partidarios sinceros forma en el lugar una comisión que patrocina la causa. El obispo de la región, una vez convencido, somete el asunto a Roma; si el Vaticano da su anuencia, inicia el proceso oficialmente.
A partir de ese momento los procedimientos se asemejan a una causa penal. El candidato comienza a ser "juzgado" en su pueblo natal. Un tribunal compuesto por tres personas nombradas por el obispo convoca a diez testigos, por lo menos, y les pregunta: "¿Conocieron ustedes a esa persona? ¿La vieron desempeñarse en horas difíciles? ¿En qué circunstancias se dejó dominar por la ira?"
En esta etapa se trata de descubrir si el candidato poseía en alto grado la "virtud heroica", es decir, si practicaba habitualmente, con alegría y en medida desusada las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Se examina cuanto haya escrito, incluso su correspondencia particular. En una cripta romana me mostraron cuadernos con los garabatos infantiles de un santo en potencia cuya causa aún está pendiente.
Si estas primeras indagaciones son satisfactorias, se envía a Roma el documento, firmado por todos los obispos del país de donde procede el candidato. Allí lo examinan en uno de los departamentos del Vaticano que más evita la publicidad: la Sagrada Congregación de Ritos. Como otras congregaciones de la Santa Sede, la constituye un consejo de cardenales (27 en este momento). El cardenal prefecto preside estas deliberaciones, ayudado por unos 20 sacerdotes y frailes elegidos por su penetrante conocimiento del alma humana.
Hay actualmente unas 1250 causas pendientes ante la Congregación. Están en diferentes etapas, pero no más del cinco por ciento de ellas lograrán un dictamen favorable. Acaso perderán interés los patrocinadores locales, o no se comprobarán los milagros requeridos o, lo que ocurre con más frecuencia, el proceso tropezará con algún obstáculo interpuesto por el promotor de la fe, conocido familiarmente como "abogado del diablo".
La obligación de este hombre clave de la Congregación es tratar de que descalifiquen al candidato. Actualmente desempeña el cargo un robusto agustino de cejas tupidas, el padre Rafael Pérez, famoso por su inusitada severidad. Sin embargo, a quien lo visite en su despacho lleno de sol y de libros, le parece un hombre jovial, con marcada tendencia a la ironía. Su antiguo apodo le divierte; está seguro de que la gente lo imagina con cuernos y cola.
Entre las objeciones que adujeron anteriores promotores de la fe figura, por ejemplo, la acusación de que el papa Pío X (pontífice que falleció en 1914 y fue canonizado en 1954) fue de carácter violento. Cuando era un joven párroco ¿acaso no había asestado a un blasfemo un puñetazo que dio con el ofensor en tierra? (Era verdad, pero esta objeción no contó.) Otros argumentos, más graves, pusieron en peligro la candidatura de Francisca Javiera Cabrini (1850-1917), la primera santa norteamericana. El abogado del diablo hizo notar que aquella modesta inmigrante había demostrado tal sentido pecuniario y tanta habilidad en el manejo de bienes raíces, que su red de instituciones caritativas llegó a convertirse en un floreciente emporio económico. ¿Podía conciliarse esa disposición para amasar riqueza con las austeras virtudes cristianas? Evidentemente sí: la madre Cabrini fue canonizada en 1946.
Para proteger al futuro santo contra las tonantes acusaciones del abogado del diablo, las personas que los promueven eligen un postulador entre los clérigos más sabios que residen en Roma, y le encargan la defensa de la causa en la curia romana. Los reparos se rebaten punto por punto, y finalmente se deposita en manos de la Congregación una serie de volúmenes impresos que contienen todos los argumentos a favor y en contra. Los cardenales, reunidos en junta solemne, emiten sus votos. Si éstos le son favorables, el simple "siervo de Dios" se convierte en "venerable"; entonces se ha dado el primer paso hacia la beatificación.
Pero el reconocimiento de la santidad no depende sólo de la virtud. La Iglesia exige la confirmación de acontecimientos sobrenaturales. Y aquí nos encontramos en la parte más batallona del proceso. Se requieren dos milagros antes de beatificar a un candidato, y dos más para que se le canonice. (En el caso de los mártires, el sacrificio de la propia vida sustituye a los dos primeros.) Los milagros que se atribuyen al candidato mientras vivía no cuentan. Solamente se le acreditan los que haya realizado después de su muerte en favor de su devotos. "Este punto se presta algo a confusiones", se me dijo. "En efecto, no es el futuro santo el que obra estos milagros, sino Dios por intercesión de él".
"Lentitud, lentitud es nuestro lema", me explicaba un clérigo de la Congregación.
Sin embargo, si la persona propuesta es exactamente la que Roma buscaba, puede salvar todas las dificultades con sorprendente rapidez. Teresa de Lisieux (Santa Teresita del Niño Jesús) fue canonizada en 1925 entre un diluvio de milagros, apenas 11 años después de la iniciación de su causa y a sólo 28 de su muerte.
Cuando llega al fin el gran día por el cual se ha rogado tanto, cuando el jurado ha terminado sus deliberaciones y tiene la palabra el papa, el aire vibra con sones mágicos. La ceremonia de la canonización, en la basílica de San Pedro, es una de las más impresionantes de la Iglesia. El papa, rodeado de sus cardenales, con vestiduras de flamante púrpura, oficia ante el altar mayor, mientras unos 10.000 fieles procedentes de todo el mundo llenan las enormes naves del templo. Se descubre un retrato de gran tamaño del bienaventurado. El famoso coro de la Capilla Sixtina, acompañado por el gran órgano, entona himnos antiguos. A una señal, el postulador de la causa se adelanta para ofrecer al papa los tradicionales presentes de pan, vino y palomas blancas, y le pide formalmente que canonice a su defendido. El abogado del diablo indica por su alegre talante que sabe perder. Y mientras repican las campanas, el pontífice canoniza solemnemente al santo.
A partir de ese momento los 615 millones de católicos del mundo pueden elevar sus plegarias al nuevo santo. Algunas iglesias y muchos niños serán bautizados con su nombre. Y las comunidades católicas celebrarán su fiesta, que tendrá efecto el día de su muerte terrenal, pues ese mismo día comenzó a vivir en el cielo.
¿Y qué podría representar mejor el profundo sentido del acontecimiento? Ha muerto un ser humano. Ha nacido un santo.