FASCINADOR MUNDO DE LOS DIAMANTES
Publicado en
octubre 20, 2016
La hermandad internacional de los diamantes custodia su fuente de abastecimiento con todos los dispositivos protectores conocidos por el hombre, pero sella sus más importantes transacciones con estas simples palabras: "Buena suerte y prosperidad".
Por Ronald Schiller.
A Lo largo de las costas del sudoeste de África, situado entre montañas volcánicas y el rugiente Atlántico, se encuentra uno de los desiertos más terribles del planeta. Los geógrafos llaman a esta zona la Costa de los Esqueletos, porque las playas están sembradas de innumerables restos de barcos hundidos. Para sus escasos habitantes, es el Territorio Prohibido, ya que nadie puede entrar allí sin permiso ni abandonar el lugar sin ser examinado con rayos X. Sin embargo, ninguno de los dos nombres resulta adecuado, pues bajo esas arenas desoladas se encuentran los yacimientos diamantíferos más ricos del mundo.
Conseguí permiso para entrar en el territorio en "visita oficial" ("por un día y con un maletín, pero sin máquina de escribir, por favor", me advirtieron) y allí presencié escenas estremecedoras: obreros africanos sentados en cuclillas arrancaban con los dedos los diamantes incrustados en las rocas que sobresalían de las arenas de la playa; mujeres encerradas en recintos custodiados por guardias separaban la arena de los relucientes guijarros con la misma naturalidad con que las amas de casa desgranan los guisantes; bandas sin fin cubiertas de grasa a las que se adherían los grandes diamantes en bruto, y unos separadores electrónicos por los que caían en cascada las piedras más pequeñas como estrellas diminutas.
No es fácil, sin embargo, conseguir las gemas. Después de excavar con máquinas hasta nueve o diez metros de profundidad en la arena de la playa y hacer volar millones de toneladas de roca, hay que acarrear todo esto, triturarlo, lavarlo, pasarlo por cribas, elaborarlo y re-elaborarlo, para obtener de cada siete toneladas y media sólo un quilate de diamantes (200 miligramos). Lo que diariamente se saca con toda esta increíble labor parece ridículamente insignificante: una lata llena de cristales transparentes con un peso aproximado de 1,14 kg. Pero esos cristales equivalen a 5700 quilates de diamantes.
La gigantesca De Beers Consolidated Mines, Limited, que posee o controla la mayor parte de las minas del sur y el sudoeste de África, sale bien compensada por todos estos trabajos. Las piedras preciosas que se obtienen diariamente valen en bruto unos 228.000 dólares, y varias veces más cuando están cortadas y pulidas. Incluso por el polvo de diamantes, empleado como abrasivo industrial, se pagan cerca de 10 dólares el gramo, tres veces el precio del oro en el mercado el mes de julio de 1973.
Sin embargo, son insignificantes las posibilidades de sacar de contrabando ni siquiera el diamante más diminuto. A la salida, los visitantes, sin excepción, son cuidadosamente examinados con aparatos de rayos X, y los diamantes escondidos producen destellos fluorescentes que delatan su presencia. Abren y registran todos los objetos metálicos, desde los tubos de lápices de labios hasta las cámaras fotográficas. Si yo hubiese llevado una máquina de escribir, no habría podido sacarla. "Demasiado difícil de examinar", me explicó un guardia.
Las playas están protegidas contra los intrusos por vallas conectadas a sistemas de alarma, y se mantiene una perpetua vigilancia por medio de radar, patrullas montadas en jeeps, perros y helicópteros.
CATACLISMO CREADOR
La compañía minera De Beers suministra en la actualidad aproximadamente un 35 por ciento de la producción de diamantes del mundo. (La URSS contribuye con el 25 por ciento y el resto proviene de yacimientos desperdigados por África, Asia y América.) A pesar de que la producción total es la mayor de la historia —casi once toneladas anuales, es decir, alrededor de 50 millones de quilates—, la demanda excede de tal modo a la oferta que los precios han subido más del triple en los últimos 20 años y es posible que dentro de 50 se hayan agotado esas piedras preciosas. En los Estados Unidos los diamantes han tenido siempre gran aceptación, pero ahora la costumbre de regalar anillos de brillantes para solemnizar los compromisos matrimoniales cunde también en algunos otros países ricos como Japón y Alemania Occidental. En las naciones políticamente inestables surge, asimismo, un gran interés por las piedras preciosas como inversión, pues su gran valor y pequeñísimo tamaño las hacen muy útiles en caso de necesidad.
Es curioso que estas preciosas fruslerías no sean nada más que carbono, y, si no fuese por su sin par estructura cristalina, que les da un centelleo espectacular cuando están cortadas y pulidas, no valdrían más de lo que vale un trocito de carbón o de grafito. Para crearlas fue necesario un cataclismo. Los científicos creen que se formaron a partir de burbujas de bióxido de carbono que quedaron atrapadas en el manto silíceo terrestre y fueron sometidas a extrema presión e intenso calor cuando los continentes se separaron.
Aparecen en un tipo de roca azul llamada kimberlita, que forma tubos semejantes a los de lava volcánica. Ciertas investigaciones recientes parecen indicar que los diamantes salieron con velocidad creciente a la superficie, algunas veces despedidos al aire como un cohete, en explosiones provocadas por el gas que se acumula detrás.
Si los diamantes hubieran cristalizado en el laboratorio, todos serían octaedros perfectamente transparentes. Pero por la presencia de otros minerales en los tubos de kimberlita y por la tensión a que están sometidas en su difícil recorrido dentro de la tierra, estas piedras tienen diferentes grados de transparencia, muchas formas y virtualmente todos los colores del espectro. Por eso no es fácil reconocerlos. El diamante Cullinan, de 3106 quilates, la mayor piedra preciosa jamás descubierta, se encontró una tarde al centellear en la pared lateral de una mina de Sudáfrica. Cortada la piedra en 105 diamantes, los "Cullinan" constituyen ahora las piezas más valiosas de la colección de joyas de la Corona británica.
Los diamantes de tal calidad son excepcionales. Sólo una piedra entre cien puede calificarse de "perfecta", lo que significa que, vista con lente de diez aumentos, no se le ha podido hallar ningún defecto. El 80 por ciento de los cristales tienen demasiadas imperfecciones para que se les considere aprovechables como joyas, pero las industrias están ávidas de poseerlos, pues su dureza —90 veces mayor que la de su más próximo rival, el corindón— los hace la sustancia que mejor sirve para cortar, moler y pulir. Su extraordinaria conductividad para el calor y la corriente eléctrica los convierte también en indispensables componentes de aparatos de precisión, como los teléfonos televisores y el instrumental de los satélites.
CORTADOS Y PULIDOS
El 80 por ciento de los diamantes que salen de las minas —por imperfectos que sean—se envían en cajas de acero a la oficina central de ventas de Londres —controlada por De Beers y a la que generalmente se conoce como "el Sindicato"—, donde los dividen en cerca de 2000 graduaciones, según su peso, forma, color y transparencia. El Sindicato no sólo fija los precios, sino que escoge a sus clientes y decide la cantidad que pueden comprar.
Cada cinco semanas esta oficina convoca una venta o "exposición", a la que invita a unos 250 clientes distinguidos, los cuales generalmente tienen que aceptar todas las piedras de cada paquete que les ofrecen, por el precio marcado, o rechazar el lote en su totalidad. Pero es tan importante el privilegio de negociar con el Sindicato, que en los últimos diez años nadie ha rechazado nada, y muchos clientes compran sin mirar sus cajas, cuyos precios van desde 50.000 dólares para los comerciantes menores, hasta 10 millones o más para los negociantes de mayor importancia en el mundo.
"Nuestro sistema puede parecer arbitrario", reconoce uno de los empleados de De Beers, "pero permite que las minas trabajen a pleno rendimiento, lo mismo en los años buenos que en los malos, y protege al consumidor al máximo, pues de otro modo el valor de los diamantes fluctuaría sin freno".
De Londres envían las piedras en bruto, por valor de unos 600 millones de dólares al año, a los principales mercados del mundo —Amberes, Nueva York, Tel Aviv, Bombay, Londres y Amsterdam son los más importantes—, donde se cortan y pulen con el objeto de crear de cada piedra en bruto la gema pulimentada más grande que sea posible con la mínima pérdida de peso. Aunque desaparece durante la elaboración al menos la mitad del peso inicial, el corte de las piedras casi duplica el precio de los diamantes, pues la tarea es costosa y ardua.
Las piedras grandes en bruto están en estudio, a veces, durante días, y en ciertas ocasiones hasta semanas, para ver bien en qué sentido se orientaron las moléculas en la cristalización. Una vez que esto está claro, se decide si se ha de cortar contra la veta o penetrar en ella. Cuando se decide serrar a contrapelo, a veces tarda un día entero la chirriante hoja de la sierra en cortar un solo quilate. Si se decide hender y dividir la piedra, el cortador hace una diminuta muesca en la superficie con una lasquita de diamante (sólo éste es lo suficientemente duro para cortar el diamante), inserta un escoplo de acero en la ranura, reza una plegaria silenciosa y da un golpe seco con un martillo de madera o de metal. Si sus cálculos son exactos, el cristal se partirá limpiamente en dos. Si hay una fisura o un nudo invisible, la piedra puede hacerse añicos, convirtiendo en polvo una inversión acaso de 10.000 dólares.
EL COMPROMISO DEL COMPRADOR
Como es lógico, los edificios en que están instalados los talleres donde se cortan los diamantes son pequeñas fortalezas protegidas por ventanas a prueba de balas, guardias armados y circuitos cerrados de televisión. Pero cuando las gemas están ya cortadas, se entregan sin más a corredores desarmados, que se las llevan dejando solamente una nota como recibo de entrega. Estos son los hombres que, enfundados en abrigos de abultados bolsillos, se ven andando con naturalidad por la Pelikaanstraat de Amberes, la calle 47 Oeste de Nueva York y docenas más de calles de las ciudades del mundo donde se compran y venden diamantes, acarreando en sus chalecos o en bolsas atadas con cadenillas al cinturón hasta medio millón de dólares en piedras preciosas que pertenecen a otros. No corren demasiado peligro "en la calle", donde cada dos puertas hay agentes de la policía secreta al acecho. Pero en otro lugar cualquiera el riesgo de robo es tan grande que pocos corredores de joyas permiten que les tomen fotos ni dan a nadie la dirección de su casa.
Las escenas más emocionantes suceden en los 14 "clubes" o "bolsas" de diamantes que existen en el mundo (ser socio de uno de ellos da derecho a privilegios comerciales en cualquiera de los otros). Hacia mediodía, cuando la luz natural es mejor, grandes grupos de compradores y vendedores van cogiendo con pinzas los centelleantes cristales colocados en paquetitos de papel, los pesan en balanzas diminutas, los observan con lupas de joyero y discuten el precio en docenas de idiomas. Cualquiera que sea la nacionalidad o religión de los participantes, sin embargo, el trato no queda oficialmente cerrado hasta que el comprador pronuncia las palabras hebreas mazel y brocha, que quieren decir buena suerte y prosperidad.
Una vez pronunciadas, las palabras son irrevocables y obligan mucho más que cualquier contrato firmado. Si alguna de las partes desea deshacer un trato, se convoca una reunión del comité de arbitraje del club. "A nosotros no nos interesan las piedras ni su precio", dice un árbitro. "Lo único que nos importa es si el comprador ha dicho mazel y brocha". Si pronunció las palabras rituales, el comprador tiene que aceptar la transacción o exponerse a que lo expulsen inmediatamente del club, lo que automáticamente le impediría negociar en cualquier otra bolsa de diamantes.
¡CUIDADO CON LOS FRAUDES!
Desgraciadamente la integridad que caracteriza las ventas al por mayor en el negocio de estas gemas no siempre impera en las ventas al por menor, y sería, por supuesto, una locura comprarle un diamante a cualquiera que no sea un joyero de intachable reputación. Tasar una piedra preciosa no es asunto fácil. Según los traficantes, depende de cuatro factores: número de quilates, color, transparencia y corte, que sólo los joyeros avezados tienen capacidad para juzgar. Lo más prudente es rechazar las "gangas". "Si le ofrecen a usted una piedra a un precio considerablemente más bajo que el de otros diamantes del mismo peso y forma", dice el neoyorquino Harry Winston, uno de los comerciantes del ramo más importante del mundo, "puede estar seguro de que esa gema tiene algún defecto".
¿Son en realidad los diamantes una buena inversión? Si la intención es conseguir un beneficio rápido, la respuesta es un rotundo "no". Aunque los precios tienden al alza y no es probable que bajen, las joyerías ponen sobreprecios muy altos y pueden pasar años antes de que un joyero acepte comprar un brillante al mismo precio que el cliente pagó por él. A largo plazo, sin embargo, como defensa contra la inflación, un diamante de buena calidad, que pese un quilate o más, es una magnífica y sólida inversión.
Como afirma un economista: "Un brillante es mucho más bonito que una acción de bolsa y no hay que preocuparse por las fluctuaciones del mercado. Con que permanezca en el anillo o con guardarlo en la caja fuerte del banco, el diamante, sin hacer ruido, aumenta de valor día tras día".