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septiembre 04, 2016
Las chicas yacían bajo los restos retorcidos de dos vagones de ferrocarril, mientras 200 hombres acometían con desesperación la tarea de salvarlas.
Por Joseph Blank.
EL MAQUINISTA del tren ínter urbano número 720, de la compañía ferroviaria Illinois Central Gulf, abrió violentamente la portezuela de la cabina y salió a todo correr, gritando: "¡Vamos a chocar!"
Lisa Tuttle, de 17 años de edad, que ocupaba el asiento situado precisamente detrás de la cabina, se quedó mirando al maquinista, y en los labios se le helaron las palabras que iba a decir a Patricia Wysmierski, muchacha de su misma edad que viajaba a su lado. Pat vio que una parte del interior del vagón se le echaba encima y trató de ocultar la cabeza en el hombro de Lisa. Y a continuación... la nada.
El accidente, el peor desastre ferroviario en la historia de Chicago, ocurrió a las 7:35 de la mañana del 30 de octubre de 1972. El tren local número 416, por distracción del maquinista, pasó de largo frente a su parada obligatoria, en la calle 27, en el sector sur de la ciudad, y fue a detenerse a un centenar de metros más allá, con lo cual hizo funcionar una luz amarilla, señal de que el rápido número 720 podía seguir adelante a su velocidad máxima de 50 k.p.h. A continuación el tren local empezó a retroceder para que desembarcaran sus pasajeros. La maniobra encendió una luz roja cuatro calles atrás, pero el rápido ya había pasado esta señal de parada; además, una curva de la vía y el edificio de la estación impidieron al maquinista ver oportunamente el tren local.*
El rápido, avanzando velozmente, y el tren local, que retrocedía con lentitud, chocaron uno con otro con una fuerza calculada en más de nueve millones de kilográmetros; el rápido, de gruesas paredes de acero, penetró longitudinalmente hasta la mitad del último vagón del tren local, que era de dos pisos e iba atestado de pasajeros. Fue una verdadera carnicería. Los muertos, los heridos y los ilesos salieron arrojados unos sobre otros como muñecos de trapo. Muchos pasajeros quedaron atrapados en un armadijo de hierros retorcidos, mientras otros, que habían sufrido fracturas, cortaduras y contusiones, o que se habían roto los dientes, se alejaban vacilantes en todas direcciones. Allí murieron 45 personas; más de 300 resultaron lesionadas.
UN MUNDO EN RUINAS
En el fondo de una pila de toneladas de acero retorcido o despedazado yacían, una junto a otra, Lisa y Pat. Las dos chicas, estudiantes de preparatoria, trabajaban por horas en una oficina, cumpliendo un programa escolar en que se combinaba el estudio con el trabajo. Ambas recobraron el sentido poco más o menos al mismo tiempo, y al abrir los ojos se hallaron en un mundo absurdo. El viejo vagón aparecía inclinado encima de ellas en un ángulo de 45 grados. Entre aquel hacinamiento de chatarra, a las dos muchachas sólo se les veía la cabeza. No podían moverse. Pat percibía el estertor agónico de una mujer que se encontraba cerca de ella, a su derecha. Lisa notaba, a su izquierda, la proximidad de un cuerpo humano y oía gritos y alaridos. Sentían fuertes dolores en la cabeza y las piernas; y al poco tiempo al dolor sucedió el entumecimiento. Pat preguntó con voz débil:
—Lisa, .¿estás bien? ¿Qué sucedió?
—No lo sé —repuso Lisa con un gemido—. ¿Estamos vivas?
Las chicas empezaron a gritar. Lisa, con las manos a los costados, empujaba los escombros, como una hormiga que tratase de apartar una montaña. En ese momento se oyó una voz:
—¡Dios mío! ¡Aquí hay dos chicas con vida!
Las sobrevivientes vieron el rostro de un hombre que las miraba. Era el capitán John Windle, a sus 24 años de edad veterano ya del servicio de bomberos y comandante del escuadrón de salvamento número uno.
—¿Les duele algo? —preguntó. Ambas contestaron afirmativamente.
Entre los hierros destrozados y los cuerpos de las chicas había apenas un espacio de 15 cm. Windle metió la mano allí y sacó los libros y cuadernos escolares de las muchachas para que pudieran respirar mejor. Luego, con gran cuidado, libró los brazos de Lisa de los hierros que los aprisionaban. El joven bombero sabía bien que desahogarlas algo, por poco que fuera, serviría para aliviarles el pánico. Lisa le asió la muñeca con fuerza inesperada. Windle leyó en sus ojos un ruego angustioso.
—Las sacaremos de aquí sanas y salvas —les dijo el joven con dulzura—. Ahora mismo mandaré a alguien para que las acompañe.
Windle y el jefe de bomberos Curtis Volkamer estuvieron de acuerdo en que las últimas personas a quienes sacarían de las ruinas tendrían que ser las dos jóvenes estudiantes, pues yacían debajo de una montaña de acero. Si para librarlas se utilizaban grúas, el movimiento podría causar mayor daño a los que estuviesen arriba. Sería necesario cortar las piezas de metal y desprenderlas una por una, como hojas de lechuga, hasta que sólo quedaran allí las dos jóvenes.
QUE PERMANEZCAN TRANQUILAS
Asimismo, Windle comprendía la necesidad de tranquilizar a las dos muchachas y de mantenerlas despabiladas. Los médicos tendrían que reconocerlas para determinar su grado de sensibilidad. Si permitían a las chicas que se pusieran a pensar en su aterradora situación, quizá se entregaran al pánico y trataran de moverse, lo cual podría provocar que sangraran más todavía, hasta sufrir un colapso, e incluso la muerte. Windle pensó rápidamente que el más indicado para tranquilizarlas y ocupar su atención sería William Nolan, bombero de 37 años de edad, padre de siete hijos y hombre de carácter benévolo. Windle le dio breves instrucciones: "Que permanezcan tranquilas. No vamos a dejar que se nos mueran".
Nolan se arrodilló al ladó de las muchachas.
—Aquí me estaré con ustedes hasta que las saquen —les dijo.
El Dr. Joseph Cari, director médico del cuerpo de bomberos, se inclinó sobre las dos jóvenes y les preguntó:
—¿Sienten algo ?
Las dos chicas indicaron que su sensibilidad no llegaba más abajo de las rodillas.
—Muevan las piernas —les ordenó el médico.
Pat podía mover un poco una de las piernas. Lisa no podía mover ninguna, y se acordó de su padre, a quien poco antes le habían tenido que amputar una pierna. Lisa sintió una oleada de terror que le provocó náuseas.
—¿Podría usted darnos algo para dormir? —sugirió.
—No. Conviene que sigan despiertas; pero les voy a poner una inyección para que estén más cómodas.
Les aplicó una inyección de morfina y anotó la dosis en la frente de las jóvenes con una pluma de punto de fieltro.
Nolan hablaba con las chicas cuando reapareció Windle con un lienzo de asbesto, con el que cubrió a los tres.
—Este lienzo es para protegernos de las chispas —explicó Nolan a las jóvenes—. ¿Oyen esa especie de silbido? Lo hacen los sopletes de acetileno con que están cortando el metal. Disponemos de aparatos capaces de separar bloques de metal con presiones hasta de cinco toneladas, y que producen chirridos muy fuertes. También oiremos el crujir de cadenas y malacates, cables y grúas. No se asusten. Mis compañeros tienen que emplear esos medios para abrirse paso por esta montaña de chatarra.
Nolan seguía hablando sin cesar. Preguntó a las chicas por sus estudios, sus padres y amigos, e incluso se refirió a las próximas elecciones presidenciáles. El Dr. Cari acudía de vez en cuando a examinar a sus pacientes y las mantenía tranquilas con el sedante. Ni Lisa ni Pat presentaban síntomas de choque, y seguían con pulso normal, lo cual indicaba que no había hemorragia interna.
Sin embargo, al Dr. Cari le alarmaba la insistencia de Lisa al repetir que no sentía nada en las piernas. El médico discutió el problema con Volkamer: tal vez el metal que oprimía las piernas o los pies de la muchacha estaba obrando como un torniquete. El aliviar parcialmente la presión sólo provocaría una hemorragia, posiblemente mortal. Era necesario aflojar la presión total y repentinamente, y en un solo movimiento, de tal modo que las brigadas médicas de urgencia pudieran sacar y atender a Lisa sin más tardanza.
AÚN ESTOY AQUÍ
Alrededor de 200 técnicos y bomberos trabajaban afanosamente, ya suspendidos por momentos cabeza abajo, ya en forzada y aun precaria postura, tajando, desprendiendo, cortando cuidadosamente entre una maraña de acero retorcido. En realidad desarmaban una especie de rompecabezas, retirando una pieza a la vez, sin desordenar las otras muchas que lo componían. Debían prever con exactitud las consecuencias de cada movimiento: apuntalar, levantar y apoyar toda pieza en que se trabajaba, para prevenir desplazamientos y presiones peligrosos.
También era necesario proteger a las víctimas y los materiales inflamables que había en los vagones destrozados contra las chispas que salían de los sopletes de acetileno y la sierra eléctrica. Como el metal es buen conductor del calor y los heridos se hallaban atrapados entre piezas de metal, los trabajadores que trataban de auxiliarlos mojaban constantemente el hierro y el acero. En el fondo de aquel montón de chatarra, el agua se encharcaba en torno de Lisa y Pat y les empapaba la ropa.
Lisa recordó una clase de higiene en la que había aprendido que la interrupción de la circulación sanguínea en alguna de las extremidades provoca gangrena. La chica se estremeció y trató de ahuyentar aquel pensamiento.
Las dos jóvenes estaban asidas de las manos, pero en un momento Lisa sintió que su amiga dejaba de apretar, Pat había caído en un ligero sueño. Nolan le tocó la frente suavemente.
—¿Está usted consciente todavía?
—Sí, aún estoy aquí —repuso Pat. Se decía qué estarían haciendo sus padres y su novio—. ¿ Quedaremos bien de las piernas? —preguntó al médico.
—No se preocupen. Dentro de dos días estarán ustedes bailando.
Para entonces era ya mediodía: cuatro horas y media después del accidente. Nolan les repetía:
—Se han portado ustedes de maravilla y merecen una medalla por ser tan valerosas. De un momento a otro las sacaremos de aquí.
Aunque hablaba con aparente indiferencia, anhelaba poder hacer algo por las chicas. Sobre todo, sacarlas de allí; quería verlas abrigadas y a salvo.
El padre Matthew McDonald, capellán del cuerpo de bomberos, metió la cabeza bajo la cubierta de asbesto, se presentó y aseguró a las jóvenes que no tardarían en encontrarse perfectamente. Recitó luego una breve oración y se retiró.
Las dos amigas empezaron a llorar.
—Hacen eso cuando alguien se muere, ¿verdad? —comentó Pat en medio de un sollozo.
—¡Vamos, vamos! —repuso Nolan burlonamente— Los capellanes siempre tienen que rezar. El sacerdote se estaba ejercitando, y nada más.
Ya se había dado cuenta de que Lísa y Pat volvían la vista de vez en cuando hacia un cartel que pendía de una de las paredes del vagón y en que se leía: "El Señor será mi salvador". Como entonces se volvieron a mirarlo de nuevo, Nolan se apresuró a agregar:
—No crean que ese es algún aviso fijado a las puertas del cielo. Será mejor que vayan pensando en lo que deben hacer esta tarde en la escuela.
Las chicas temblaban de frío, con la ropa empapada. Lisa y Pat vieron la lluvia de chispas de los sopletes de acetileno. A Lisa le asaltó el temor de que le incendiaran los cabellos.
CENTÍMETRO A CENTÍMETRO
Las dos jóvenes llevaban ya cinco horas y media apresadas debajo de los escombros. A todas las demás personas atrapadas (18 entre hombres y mujeres) ya las habían sacado de aquel laberinto, y Windle y el escuadrón número uno luchaban febrilmente para llegar hasta las chicas. Lisa y Pat sentían el calor que producían las herramientas, y el humo se filtraba bajo el lienzo de asbesto, lo cual les dificultaba la respiración.
Para retirar lo más rápidamente posible el tabique y la gruesa armazón de acero de la puerta que tenían apresadas a las jóvenes, sus rescatadores tuvieron que llevar hasta allí una grúa de 150 toneladas montada en un furgón. Volkaner dirigía la maniobra, que se ejecutaba centímetro a centímetro. No podían dejar que una sola pieza de acero se desprendiera ni que cambiara de posición.
—Ahora mismo las sacaremos —dijo el Dr. Cari a las chicas—. Díganme todo lo que sientan.
—Primero saquen a Pat —suplicó Lisa.
—No, no; a Lisa primero —insistió Pat.
—Tenemos que retirar antes a Lisa —dijo el médico a Pat—. Tiene las piernas encima de las de usted.
Cuando notó que la presión disminuía, Lisa comentó:
—Siento que algo caliente me corre por las piernas.
El Dr. Cari sabía que aquello era sangre. Lisa y Pat comenzaron a gritar de dolor. Doce manos trabajaban frenéticamente en torno a ellas.
Al sacar a Lisa, le sostuvieron los pies, casi cercenados, unidos a los tobillos. Un equipo médico la puso en una camilla y la llevó rápidamente hasta un helicóptero que esperaba. A los cuatro minutos se encontraba en la sala de urgencias del hospital, donde los cirujanos se aplicaron a unirle otra vez los pies a los tobillos.
A Pat la retiraron segundos después que a su amiga. Quiso incorporarse para mirarse los pies. La hicieron reclinarse de nuevo, pero la chica pudo ver que tenía uno de los talones donde debería tener los dedos. También a ella la transportaron con celeridad a bordo de un helióptero, y los cirujanos empezaron a curarle el pie y el fémur izquierdos, que se le habían fracturado.
Salvar a Lisa y a Pat había exigido unas seis horas de trabajos habilísimos y muy difíciles. Quienes las socorrieron volvieron a sus puestos agotados por los esfuerzos y hondamente conmovidos por la tragedia. "En la labor de combatir incendios y salvar a las víctimas de un siniestro", comentó el capitán Windle, "nuestra gente arriesga a veces la vida. Conocemos también días de aburrimiento, y las falsas alarmas ocurren en número incontable. El humo, el calor y el frío glacial son nuestros enemigos mortales, así como las paredes que se desploman. Pero lo que en realidad nos importó en esta ocasión fue lo que pudimos hacer por Lisa, Pat y otras 18 personas. ¡Esa es nuestra verdadera recompensa!"
Nota de la Redacción: Lisa volvió a la escuela el pasado mes de abril, aunque aún tenía los tobillos muy débiles. Pat recupera poco a poco los movimientos del pie derecho. Las lecciones que ambas chicas recibieron en casa les permitieron graduarse en junio, al mismo tiempo que sus condiscípulos.
*Según las reglas de la empresa Illinois Central Gulf, citadas durante las investigaciones practicadas por la Junta Nacional de Seguridad en los Transportes, parece ser que los tripulantes del tren local, antes de dar marcha atrás, debieron enviar a uno de ellos hasta una distancia razonable, en sentido inverso de' la dirección que seguía el convoy, para que se plantara en la vía y, con una bandera de señales, detuviera a cualquier otro tren que se aproximara. En el juicio se determinó que el rápido, que iba sin velocímetro, viajaba a velocidad excesiva.