LA OPORTUNIDAD DE SU VIDA (Larry Eisenberg)
Publicado en
agosto 23, 2016
ME ENCONTRABA sentado en un estrecho cubículo que me servía de despacho en el laboratorio, con mis rodillas apretadas bajo el escritorio. La oficina de mi padre era amplia y tenía una gruesa moqueta que iba de pared a pared; estaba cubierta, desde el suelo hasta el techo, por estantes llenos de libros. Pero claro, mi padre era un premio Nobel.
Apreté los dientes. Hacía veinte años yo había sido un promisorio posgraduado. Me había unido al laboratorio de mi padre como investigador asociado con grandes esperanzas de ofrecer mi propia contribución a la investigación del metabolismo. Y ahora, a los cuarenta y cuatro, mi labor se encontraba sumergida bajo los mucho más importantes logros de mi padre.
¿Qué había sucedido conmigo? Estaba perdiendo mi capacidad de concentración, la habilidad para centrar la atención implacablemente en un problema sin que me hicieran mella el tiempo ni la gente. Mi padre poseía esa habilidad. La tenía desde siempre.
Contemplé la fotografía de Alma, mi esposa, y a los tres muchachos, enmarcados en plata en mi escritorio. Innegablemente, ella todavía era una mujer encantadora. Pero en la vida real, sus ojos estaban subrayados por patas de gallo, y su piel, exquisitamente clara, había comenzado a cubrirse de manchas. ¿Y los muchachos? Eran vigorosos, ruidosos, discutidores y se sentían ofendidos porque yo no les dedicaba más tiempo.
No había necesidad de ello. Mi padre venía todos los domingos, dedicándose por entero a Alma y los muchachos. Pero a mí jamás me había llevado a un partido de fútbol, o a pescar; nunca me había llevado en una larga excursión a una montaña nevada. Nuestra relación era amable pero distante. Incluso cuando murió mamá la lloramos por separado. Pero no era amable cuando criticaba mi comportamiento. Hacía sólo una semana, me había llamado a su despacho para discutir acerca de unas dificultades con su subvención. Era un pretexto para otra cosa.
—No te haces cargo de tus responsabilidades en este laboratorio —dijo de modo terminante—. Has perdido todo sentido de resolución, del honor. —Hago más de lo que me corresponde —dije airadamente.
— ¿Yéndote a la cama con mi técnica de laboratorio? —farfulló.
— ¡Eso es una sucia mentira! —dije.
Sacudí mi cabeza con furia. Hacía dos años, había tenido efecto una aventura malograda con una estudiante posgraduada de ojos endrinos. Había sido excitante, tempestuoso, y pocos meses después todo había terminado. Pero Sarah Frey era un tipo de muchacha completamente diferente. Había lazos entre nosotros que se fortalecían minuto a minuto; algo que ni mi padre ni mi esposa podrían comprender jamás. Mi padre se había librado de la rubia estudiante posgraduada, pero hasta el momento no había actuado contra Sarah. Me imagino que tendría claro que hubiese sido inútil.
—Tengo mucho cariño a Sarah —dije—. Eso es todo lo que hay entre nosotros.
Mi padre profirió un bufido y yo me levanté y me retiré indignado. Él tenía razón, por supuesto. Yo estaba enredado desde el día en que Sarah entró al laboratorio por primera vez, hacía seis meses, con su rica cabellera negra cayendo en dos trenzas por la rígida y blanca parte posterior de su bata almidonada, con su blanda boca en forma de curva que fácilmente se transformaba en una sonrisa cálida. Era eficaz, buena con nuestros animales y muy cuidadosa en cuanto al registro de datos.
Una mañana en que mi padre había arribado inesperadamente, nos encontró en medio de un apasionado abrazo. Yo hubiese preferido una explosión, pero él permaneció calmo, aparentando que nada había sucedido. Incluso, habló tranquilamente con Sarah acerca de una nueva dieta para nuestros monos capuchinos.
Los recuerdos todavía eran dolorosos. Revolví los papeles de mi mesa sin propósito fijo. Me costaba un enorme esfuerzo de concentración, pero intenté poner mis pensamientos en orden y volver al trabajo. Había momentos en que lo lograba. Veinte años atrás, yo había iniciado una larga búsqueda para determinar las influencias que controlaban el reloj biológico. ¿Qué era lo que producía que la temperatura corporal de un animal de sangre caliente tuviera los mismos ciclos de altas y bajas, día tras día? ¿Por qué tantas funciones metabólicas dependían de la extensión del día?
Mi padre y yo habíamos discutido estas cuestiones extensamente, y habíamos acordado que yo exploraría los efectos gravitacionales, y él se dedicaría a las influencias electromagnéticas. La suerte había estado enteramente de su lado. Tuvo la buena fortuna de ser el primero en demostrar que las potencialidades cerebrales eran directamente dependientes de las fluctuaciones en el campo magnético de la Tierra.
Trabajando primero con monos capuchinos, y después con seres humanos, probó que la más significativa de las biopotencialidades del cerebro, el ritmo alfa, variaba entre ocho y dieciséis veces por segundo, tal como lo hacían las fluctuaciones del campo magnético terrestre. Y mi padre había sido llamado a Suecia para recibir la magnífica medalla de oro y la abultada recompensa en metálico.
Yo estaba orgulloso de mi padre, de su logro, que abría nuevos caminos; pero a la vez lo envidiaba ferozmente. Ya había dejado de querer entender el porqué. Tal vez fuera el inexorable sentido de competitividad que rodeaba a todo lo que él hacía. Inclusive ahora luchaba por ser el primero, haciéndome participar en una competición que yo no deseaba, tanto en el laboratorio como con mi esposa e hijos.
—Hacen falta dos para una carrera —dije en voz alta—. Y yo no pienso correr.
Mi teléfono sonó. Era mi padre, que se encontraba a unos míseros quince metros corredor abajo, pero demasiado ocupado para acercarse y hablar conmigo directamente. El desprecio en mi voz fue difícil de contener.
— ¿Qué sucede? —pregunté.
—Tengo algo de suma importancia que discutir —dijo—. Y bastantes cosas que mostrarte. ¿Podrías dedicarme algunos minutos?
¿Algunos minutos? Tenía enormes cantidades de tiempo por delante.
—En este momento estoy muy liado —dije—. Pero estaré ahí dentro de media hora.
Me incliné hacia adelante y puse la alarma de mi reloj eléctrico media hora más tarde. Mi padre podía tolerar muchas cosas, pero jamás la falta de puntualidad.
Llegué puntualmente al despacho de mi padre y me senté en la confortable silla de cuero que había del otro lado de su mesa. Nos miramos directamente a los ojos y luego, molesto, dirigí mi vista hacia la alfombra. Era curioso, y a veces, provocaba un poco de miedo, el constatar el enorme parecido que había entre mi padre y yo. Si no hubiese sido por el plateado cabello y la piel correosa y arrugada de un hombre de setenta años, hubiéramos pasado por hermanos. Mi padre estaba sentado, fumando su pipa. El rico aroma de su tabaco mezclado con miel comenzó a llenar todos los rincones de la sala. Yo había detestado ese olor, incluso cuando niño.
—Tengo algo que enseñarte, John —dijo mi padre. Hablaba por un costado de su boca, sin quitar de allí la pipa—. Me gustaría mucho poder contar con tu opinión —dijo.
— ¿Desde cuándo mi opinión tiene importancia en este sitio?
Mi padre me miró ferozmente.
—Al diablo con tu compasión por ti mismo —dijo—. Lo que deseo es tu perspicacia científica, si es que todavía te queda alguna. Estoy pensando acerca de la flecha del tiempo.
¿La flecha del tiempo? Esbocé una mueca a pesar de mí mismo. A mi padre siempre le había preocupado este tema; tanto, que yo ya no llevaba la cuenta de los años. Era una obsesión.
—Ambos sabemos —dijo mi padre, expresándose en direcciones que ya había tomado innumerables veces— que en un nivel microscópico no existe una dirección preferida para el tiempo. A las ecuaciones del movimiento no les importa un rábano si el tiempo se mueve hacia adelante o hacia atrás.
—Pero en un nivel macroscópico sí que importa —dije, arrastrado al diálogo a pesar de mi resentimiento—. Después de todo, si la dirección del tiempo fuese igualmente probable tanto hacia adelante como hacia atrás, debería haber, entonces, una simetría total en la forma y procesos de todos los animales. Desde luego, hay una simetría aproximada, pero desaparece cuando se la examina de cerca. Obviamente, el corazón humano y la aorta no son simétricos.
—Tienes absoluta razón —dijo mi padre, y sentí un estremecimiento de placer que descendió hasta mi estómago. Aspiró su pipa con más vigor aún, y grandes nubes azules de humo comenzaron a rodear su cabeza. Esto presagiaba que la charla continuaría por un buen rato—. Reducido a forma más sencilla —dijo mi padre—, significa que en pequeña escala, digamos en la escala de la Tierra, podría no haber una simetría macroscópica. Pero en toda la enorme extensión del universo, las cosas tienen que alcanzar un término medio. Si los hombres de la Tierra poseen un corazón y una aorta que apuntan en cierta dirección, pues entonces, en algún otro planeta situado en algún remoto rincón del universo, otros seres han de tener corazones y aortas que apunten en la dirección opuesta.
—A mí eso me suena como una ampliación del principio de partícula-antipartícula — dije.
—Exactamente —dijo mi padre—. Hasta podría especular que dado que nosotros crecemos en una dirección particular, aquí en la Tierra, tal vez otros seres se hagan más jóvenes con el tiempo, en algún otro sitio.
Comencé a reír.
— ¿Y salen del vientre de sus madres torcidos, combados, arrugados y sin dientes?
Mi padre apagó su pipa.
—Has reducido mis observaciones al absurdo más completo —dijo sin perder la calma. Me hacía feliz el ver enfadado a mi padre, pero también me inquietaba.
—Lo siento —dije—. Pero tus observaciones en realidad parecían apuntar en esa dirección.
Mi padre se puso de pie abruptamente, depositando con fuerza las cenizas de su pipa sobre un gran cenicero de plata, con escudo en relieve, que le había sido regalado por el personal del laboratorio cuando obtuvo el premio Nobel.
—Las palabras son huecas —dijo—. Vayamos al laboratorio. Ya verás a qué me refiero.
Caminamos por los corredores exteriores, que estaban débilmente iluminados, y entramos al laboratorio donde se hallaban los monos capuchinos. En el centro, sobre un largo banco, había una simple jaula de alambre. Inmediatamente detrás, había un alto anaquel con equipo electrónico del que salía un brazo en forma de L que oscilaba por encima de la jaula. Adosado al brazo, y directamente sobre el centro de la jaula, había un enorme montón de bobinas.
Mi padre se dirigió a la jaula y la observó de cerca, canturreando muy suavemente al animal que había dentro. Yo llegué detrás de él y miré por encima de su hombro. Había en la jaula un animal muy viejo, tan gris y lleno de arrugas que me sorprendió el que todavía viviera.
— ¿Lo reconoces? —dijo mi padre.
—Pues en verdad, no.
—Es nuestra joven Ginger —dijo.
Al principio creí que era una broma grotesca, pero sabía, por supuesto, que mi padre no tenía sentido del humor alguno. Miré el montón de bobinas que había sobre la jaula. Los ojos de mi padre siguieron a los míos.
—Ese es el sintetizador de campo magnético que he construido —dijo mi padre—. Con él puedo emplazar un campo controlado en un área de un milímetro en cualquier punto que se encuentre a menos de un metro y medio del sintetizador. Puedo variar la amplitud y la frecuencia a lo largo de un considerable alcance.
— ¿Y Ginger?
—La encerré dentro de un campo magnético de ocho ciclos por segundo —dijo mi padre—. Y por Dios, comenzó a rastrear metabólicamente con las fluctuaciones de este campo artificial. Gradualmente, comencé a aumentar el ritmo de las fluctuaciones. Como puedes ver, su reloj biológico cobró velocidad internamente, y su envejecimiento empezó a tener efecto a un ritmo vertiginoso.
—Es increíble —dije—. No hubiese creído que esto fuera posible.
Por el momento, mis celos y antagonismo quedaron de lado, y la magnitud de su logro se apoderó de mi imaginación. Examiné de cerca al animal. Los rasgos eran similares a los de Ginger, pero no podía estar seguro. Alrededor de su tobillo había un diminuto brazalete de identificación que decía: «Ginger». Pero podía haberle sido quitado a la verdadera Ginger.
—Sé lo que estás pensando —dijo mi padre—. Pero jamás he falsificado datos en toda mi vida, y tú lo sabes de sobras—. Cogió un grueso cuaderno de notas que estaba a un costado de la jaula.
—Aquí están todos mis registros —dijo—. Quiero que los leas y que me ofrezcas tus comentarios.
Tomé el cuaderno de sus manos. Era verdaderamente pesado. Durante un brevísimo instante pensé en lo mucho que se enfadaría mi padre si le quemase el cuaderno. En seguida me quité esa idea de la cabeza.
—Una pregunta —dije—. ¿Cómo diriges este campo hacia el animal? ¿Usas fuerza de campo uniforme? ¿Debes concentrarla en un sitio específico de la corteza o son varias las áreas que están en juego?
—Hay un solo sitio en juego —dijo mi padre—. Lee el cuaderno, está todo ahí.
Me miró durante un instante; sus ojos eran cálidos y, me dio la impresión, cariñosos.
—Tú me has llamado frío, reservado. Pero lo que ahora te sugiero es que tú lleves adelante los experimentos para aminorar el ritmo de las fluctuaciones del campo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Sabía que esto era de una enorme generosidad de su parte. En efecto, era posible que fuésemos capaces de inmovilizar el tiempo relacionado con un individuo. Podía ser el umbral de la inmortalidad, por primera vez en la historia del hombre. La idea era imponente.
—Comenzaré a leer tu cuaderno de inmediato —dije.
En el camino de vuelta a mi despacho, pasé junto a Sarah Frey. Alargó la mano y acarició mi brazo. Curiosamente, me sentí molesto. Le hice un gesto con la cabeza, secamente, y seguí adelante sin decir una palabra, esforzándome bajo el peso del enorme cuaderno.
Leí minuciosamente cada fragmento del informe; mi excitación aumentaba a cada instante. Era obvio que el experimento de reducir la velocidad de los campos iba a conmover, sin duda, al mundo de la ciencia. Y en seguida me acechó la idea, el enorme impacto que me provocó comprender que todo esto era la labor de mi padre; una hazaña que le pertenecía y que nada tenía que ver conmigo. Me la brindaba en bandeja de plata; pero yo no había degenerado hasta el punto de poder aceptar un regalo semejante.
Volví al despacho de mi padre y deposité el cuaderno en su mesa. Me miró con sus ojos grandes y negros, casi juveniles, inexpresivos ahora.
—Es tu trabajo, no el mío —dije—. Has hecho una tarea extraordinaria, pero no me subiré a tu carruaje triunfal como si fuera el mío. Tengo que llegar por mis propios medios.
Mi padre suspiró.
—O te doy muy poco, o te doy demasiado. ¿Por qué no puedes subir a bordo? Hay aquí suficiente gloria y realizaciones como para cinco hombres. Y todavía hay mucho trabajo por realizar. ¿O es que quieres quemar toda tu creatividad dentro de Sarán Frey?
Comencé a hablar a gritos:
—No mezcles a Sarah en esto. Lo que hago con ella me concierne solamente a mí. Y en todo caso es un interés más tierno, más humano y más pleno que tu preocupación por las medallas de oro y los aplausos.
—Ya, de acuerdo —dijo mi padre.
Salí como una tromba de su despacho y marché hacia el mío. Ahí sentado, comprendí cuan pueril había sido todo lo que dije e hice. Mi padre estaba en lo cierto y yo debí haber colaborado con él. Pero no pude hacerlo. Yo era como un reloj de arena puesto de arriba abajo, perdiendo toda esa arena, y no había nadie capaz de darme la vuelta de modo que pudiese comenzar todo de nuevo.
Pasé la noche con Sarah. Telefoneé a mi esposa y le dije, como en incontables ocasiones, que trabajaría hasta tarde en el laboratorio y que dormiría allí. Y como siempre, Alma suspiró e hizo como si me creyera.
Por la mañana le dije a Sarah que iba a divorciarme. Ella estaba sentada frente al espejo, cepillando su cabello con golpes largos y uniformes; sus mechones negro azulados despedían un rico perfume y su mano comenzó a temblar.
Pero no dijo nada. ¿Me creía? Juré que esta vez lo decía seriamente, pero Sarah no estaba convencida. ¿O era, en realidad, los veinte años que separaban nuestras edades? Me marché de su apartamento, enfadado con ella, y durante los días que siguieron ignoré sus intentos de acercarse a mí.
En cambio mi padre tuvo una actitud más directa conmigo.
Si nos cruzábamos en el corredor, él se volvía. Yo sabía que continuaba con su trabajo; tal vez con los mismos experimentos que yo me había negado a realizar. Pero yo no me humillaría.
Una noche, en que me había quedado después de hora para trabajar en la preparación de un deslucido ensayo que había de leer en una conferencia, en la primavera, mi padre irrumpió en mi despacho presa de gran excitación. Su paso era elástico y parecía estallar debido a una vitalidad que desmentía sus años.
—Ven conmigo —dijo.
Le seguí, sintiendo que el pánico crecía en mí. Volvimos a la sala de los capuchinos y a la jaula de Ginger. Mi padre hizo un gesto hacia la jaula, y yo miré adentro. Ella había sido devuelta a la juventud.
—Felicitaciones —dije; pero en realidad me hallaba próximo a la desesperación. Aquello hubiese podido ser mi propia hazaña. En seguida, los informes sentimientos que habían estado tamizándose dentro y fuera de mi mente, tomaron forma.
—Sé que hasta el momento no has ensayado este proceso en un ser humano —dije—. Me ofrezco como voluntario.
—Es valiente, de tu parte —dijo mi padre—. Pero el peligro es enorme. Requeriría una extremada precaución y una exposición prolongada para evitar que los procesos metabólicos revirtieran demasiado abruptamente.
—No es valentía —dije—. Deseo una oportunidad para volver a empezar. Veinte años me darían esa posibilidad. Tal vez entonces pueda evitar todo aquello que me ha conducido a un callejón sin salida.
—Es demasiado tarde —dijo mi padre—. Tienes una esposa y tres magníficos muchachos. No puedes volver atrás.
—Estoy decidido —dije—. Si no me ayudas lo haré por mi cuenta.
—Lo sé —dijo—. Pero ya hay un precedente. —Se dirigió al fregadero del laboratorio y lavó vigorosamente su cara con agua y jabón. La piel seca y correosa pareció desvanecerse como si fuese humo, y. surgió una piel clara y rubicunda.
—Todo maquillaje —dijo mi padre. Alzó un brazo y se quitó la cabellera plateada; y apareció un cabello de color castaño, equivalente al mío—. Como verás —dijo—, ya he llevado a cabo el experimento.
Lo contemplé. Era, casi, mi imagen reflejada en un espejo.
—Eres un cerdo —dije—. Una lasciva bestia. Te has apoderado de mi trabajo, de mi ambición, de mi esposa e hijos. Y ahora de mi cuerpo.
—No es eso, en absoluto —murmuró—. Sabes que éste era el siguiente paso lógico de mi investigación.
— ¿Lo era? —pregunté—. ¿Y ahora te diriges lógicamente al lecho de Alma? —Se ruborizó hasta la planta de sus pies—. La canjearé por esos veinte años —dije—. Al menos puedes ofrecerme eso.
—Lo haría con agrado —dijo ceñudamente—. Y me cuidaría de tu familia mucho mejor de lo que tú jamás lo has hecho. Pero aun suponiendo que considerase tu absurda propuesta, ¿qué sucedería conmigo? ¿Qué ocurriría con mi personalidad vieja?
—Eso es problema tuyo —dije—. Por una vez en tu vida, piensa primero en mí.
—No estás en tus cabales —dijo mi padre. Extendió un brazo y cogió la peluca plateada, y muy cuidadosamente volvió a colocarla en su sitio; luego, abandonó el laboratorio.
Esa noche ni siquiera me tomé el trabajo de llamar a Alma. Cogí una borrachera de miedo y así me mantuve hasta que perdí la cuenta de los días. Cuando desperté estaba completamente debilitado. Mi cabeza se partía, y todas las partes de mi cuerpo dolían más allá de toda descripción. Era algo mucho más fuerte que una resaca.
Intenté levantar un brazo y el esfuerzo me dejó exhausto. Pero lo más extraño es que me encontré sentado a una mesa de trabajo ajena. Pude observar una pila de papeles cuidadosamente rotulados, el abultado cuaderno. Contemplé mis manos. Eran nudosas; eran las manos de un hombre de setenta años, con la piel fruncida, curtida, manchada por el ácido. Alcé el mojado espejo de afeitar que se hallaba a un lado de la mesa, y miré mi reflejo en él. Era el rostro de mi padre, o, más bien, su rostro antes de que hubiera vuelto atrás su reloj biológico. ¿O era, en realidad, mi rostro?
Me sentí terriblemente confundido. Así es como me siento después de despertar de una larga siesta. Todavía me encontraba en ese estado de seminconsciencia en que uno no está seguro acerca de qué es lo que ha soñado y qué lo real. Sarah Frey se deslizó dentro del despacho para dejar un informe sobre la mesa. Alargué un brazo para acariciar su cadera; pegó un brinco que casi la hizo salir de su piel. Abandonó el despacho antes de que pudiera emitir palabra alguna.
Miré el cuaderno, lo abrí y volví las páginas ociosamente. ¿Era mío este trabajo? Los párpados me pesaban terriblemente. Comencé a dormitar, y por el rabillo de mi ojo pude ver una versión más joven de mí mismo, detenida junto a la puerta del despacho, contemplándome con sus ojos grandes, oscuros, enfadados. Y en el preciso instante en que volvía al profundo consuelo de mi siesta, pensé: «Pobre tonto; las cosas con las que te has quedado son efímeras. En cambio yo, después de todo, soy ahora el premio Nobel».
Fin