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agosto 23, 2016
Con la práctica de una antiquísima disciplina, muchas personas emprenden hoy la más emocionante aventura de su vida: un viaje interior que puede llevarlas a mundos ignotos.
Por Ardis Whitman.
EL AÑO pasado unos amigos míos enviaron a su hija, jovencita de 15 años, a un campamento de verano, con la esperanza de que volviera cargada de premios por sus éxitos en natación y equitación. Pero sucedió que, a su regreso, observaron en ella una nueva actitud circunspecta, una gran serenidad... y una nueva costumbre: todas las noches, después de cenar, se recluía en su habitación durante media hora. En una ocasión su madre, movida por la curiosidad, se asomó y vio que la hija estaba sentada tranquilamente, con las manos en el regazo, contemplando la llama de una vela.
¿Qué podía significar aquello? La chica respondió que, sencillamente, meditaba, lo cual le servía para sentirse más en paz consigo misma y con el mundo. Y que mucha gente lo hacía todos los días.
Así es, en efecto. Muchas personas empeñadas en esta busca interior para comprender al mundo y entenderse a sí mismas se inspiran en las técnicas meditativas de las grandes religiones de Oriente. Existe, por ejemplo, el método de "meditación trascendental" de Maharishi Mahesh Yogi, el físico que se hizo monje hinduísta. Sus discípulos practican dos veces al día la meditación, repitiendo en silencio un "mantra", fonema sánscrito seleccionado para ellos por su maestro.
Sin embargo, la adopción de métodos orientales de meditación es apenas la prueba más visible de este nuevo entusiasmo. También en las iglesias cristianas cobran nueva popularidad las antiguas formas de meditar. Muchos servicios religiosos se inician o concluyen con unos minutos de reflexión. Los retiros espirituales, cuyo propósito es la meditación, también son ya bastante comunes.
Por cierto que el arte de la meditación tiene en nuestra cultura raíces más hondas de lo que creemos. Un diccionario define la meditación como "reflexión sostenida" y también como "la constante aplicación de la mente a la contemplación de alguna verdad religiosa, misterio u objeto de reverencia". Asimismo se emplea esta palabra para describir distintos estados de arrobamiento, del que pueden surgir ideas nuevas, innovaciones e incluso cambios en la personalidad. En una u otra forma, lo cierto es que tales actividades son tan antiguas y universales como la raza humana.
En alguno de sus libros, Aldous Huxley apunta que "la meditación se ha practicado en todo el mundo, y desde los tiempos más remotos, como un método para llegar a conocer la naturaleza esencial de las cosas".
Recientemente, en un autobús, me tocó sentarme al lado de un joven universitario que se dirigía a un curso de meditación: "¡No hay aventura que pueda comparársele!" me dijo. "Nunca sabe uno lo que va a descubrir, pero, sea lo que sea, seguramente cambiará nuestra vida". Este punto de vista goza de gran aceptación. Vivimos en una era de exploración; en busca de tesoros y descubrimientos, descendemos al fondo del mar, escalamos las montañas más altas... Incluso viajamos hacia las estrellas. Y con igual decisión empezamos a sondear las profundidades de nuestra conciencia. Quienes practican la meditación en nuestros días sueñan con una gran aventura de su ser consciente; buscan a tientas una nueva visión que dé un sentido diferente a su atribulada existencia.
¿Cómo lo realizan? Hay unas cuantas recomendaciones casi universales. Para empezar, la persona que desee meditar con provecho debe destinar a ello determinado momento del día, generalmente media hora, en el que pueda gozar de tranquilidad absoluta. Es necesario hacerlo constantemente, porque los resultados son acumulables, y no se logran en la primera sesión. También es muy importante la elección del sitio para meditar. Según mi experiencia al respecto, mucha gente considera que una iglesia vacía es el lugar ideal para ello. Las personas que ya tienen el hábito de meditar suelen buscar, quizá con más frecuencia, sitios donde puedan comulgar con la naturaleza: el bosque, una playa solitaria. Todos estos parajes satisfacen la necesidad de soledad y la apetencia de espacios abiertos.
La actitud personal es más importante, Al fin y al cabo las distintas técnicas de meditación tienen por objeto lograr un estado de receptividad, sosiego interior y mayor conocimiento de sí mismo. Pero nadie podrá penetrar en las profundidades de su mente si ésta gira alocada, como un torbellino. De ahí los métodos aparentemente absurdos en lo que se refiere a posición del cuerpo y concentración, y que tienen por objeto calmar la tormenta de las diarias preocupaciones.
Al parecer estos auxiliares producen buenos resultados. No es indispensable sentarse en el suelo con las piernas cruzadas: puede uno hacerlo en una silla de respaldo recto. Uno de los métodos de relajamiento más generalizados consiste en concentrarse en alguna de las funciones corporales: en la respiración, por ejemplo.
Meditar no consiste en escapar de nuestra diaria existencia, sino en prepararnos para ella, y lo que reviste mayor importancia es lo que traemos con nosotros al regreso de esa experiencia. Al igual que los pescadores de perlas, quienes practican la meditación se sumergen en las profundidades del océano interior de la conciencia con la esperanza de volver a la superficie y traer consigo valiosas joyas. Ahora bien, ¿qué clase de joyas? En realidad ¿qué esperamos hallar cuando nos asomamos a nuestro mundo interior?
Respuestas a nuestros problemas
En el nivel más modesto, y puesto que brinda una forma de estudiar las cuestiones con la calma suficiente para examinar todos sus aspectos, la meditación puede ayudarnos a resolver los problemas diarios. Conozco a un hombre cuya esposa padece periódicamente ataques de locura, y cuyos tres hijos adolescentes también están perturbados. Pues bien, cuando la situación empieza a resultarle intolerable, este señor se embarca en su velero, y "...ya en alta mar", afirma, "dejo a un lado mis problemas. Me concentro en el sol o en el agua: observo cómo se hinchan las velas con el viento. A veces pienso en todos los hombres que aman el mar y me pregunto en qué pensarán cuando navegan. Cuando vuelvo proa a la costa, ya estoy tranquilo; entonces puedo verlo todo en su verdadera dimensión, y me siento capaz de enfrentarme a mis dificultades".
Aunque la meditación no lograra más que esto, no sería poca su utilidad. Hace algunos años pidieron al sicoanalista Erich Fromm, que acababa de hablar ante un auditorio canadiense, que mencionara una solución práctica para los problemas de la vida. "Serenidad", respondió. "La experiencia de la inmovilidad: es preciso detenerse antes de cambiar de rumbo".
El descubrimiento de sí mismo
Sin embargo, la solución de nuestros problemas constituye apenas la escuela de párvulos de la meditación. Su técnica puede ser también el camino hacia el descubrimiento de nuestro propio yo. En efecto, no podemos permanecer sentados en completo silencio, sin aprender algo acerca de nuestro propio ser físico. Para el niño, su cuerpo es él mismo. Sin embargo, con el correr de los años sucede que nuestro cuerpo y nuestra mente se separan y se enajenan entre sí. La meditación puede reunirlos de nuevo, haciendo que se sirvan mutuamente.
La persona que ha dominado el arte de la meditación suele adquirir tal sensibilidad de su organismo y de sus signos vitales, que puede incluso aprender a gobernar la respiración y los latidos del corazón. Pero hasta los individuos como la mayoría de nosotros, sentados en un sitio tranquilo, a solas, dedicados a la contemplación, podemos adquirir un nuevo y más agudo sentido de nuestro cuerpo mediante expedientes tan simples como fijarnos en el roce del viento en el rostro, o sentir cómo, a un dictado de la voluntad, determinados músculos se contraen o se relajan.
La meditación puede servirnos también para revivir el recuerdo de nuestros sueños y las experiencias que han hecho de nosotros lo que somos. Si meditamos con suficiente frecuencia, seguramente recuperaremos esas vivencias olvidadas. "No es sólo que lo haya recordado", comentaba cierta persona después de una intensa sesión: "Estaba allí de nuevo: volví a ser niño, escuché la caja de música, me senté a la mesa con el resto de la familia y saboreé los pasteles que solía hacer mi madre".
Uno de los descubrimientos de quienes practican la meditación es percatarse de que vivimos en continuo cambio, y de que seguiremos cambiando sin cesar. "Estoy tratando de decidir si debo disolver mi matrimonio", me confía una corresponsal. "¡Fuimos tan felices! Necesité muchas horas de solitaria meditación para comprender que ya no soy la que era entonces..., y que él tampoco es ya el de antes. Y cualquiera que sea nuestra decisión, la tomarán dos personas totalmente distintas de las que fueron".
La vía de comunicación con los demás.
La corriente de conciencia que fluye por nuestra mente también circula por otras mentes, de manera que, volviendo la mirada a nuestro mundo interior, podemos hallar mucho que es universal: un sinfín de factores que nos unen a los demás. Reconocer este fenómeno impulsa a algunas personas a practicar la meditación en grupo. Sin que medien palabras, pueden percibir la cálida ola de amor que los envuelve. Nos percatamos de nuestra semejanza con el prójimo; de nuestra común condición humana. En verdad, somos como antorchas encendidas para iluminar a los demás, y basta encender una de ellas para que las otras ardan también. Un siquiatra me dio una explicación inolvidable de este fenómeno: "Cuanto mayor profundidad alcancemos", me dijo, "más cerca estaremos unos de otros".
También la meditación solitaria nos ayuda a comprendernos mutuamente. En pocas palabras: cuando nos conocemos a nosotros mismos, conocemos a los demás. "No es la isla desierta ni la montaña inhóspita lo que nos separa de nuestros seres queridos", declara Anne Morrow Lindbergh en su libro Gift from the Sea*. "Es la selva de nuestra mente; ese desierto del corazón por el que nos aventuramos, donde nos extraviamos y nos sentimos extranjeros".
La sensación de alegría.
Cuanto más ahondamos en nuestro propio yo, tanto más nos acercamos a uno de los mayores beneficios de la meditación: la alegría. "No meditamos para retirarnos del mundo", me advirtió un maestro, "sino para gozar de la vida". Y es muy cierto que, cuando aflora, nuestro verdadero yo parece ser naturalmente alegre. Dice Plotino, el filósofo de la antigüedad: "Hay siempre en el alma humana una luminosidad sin sombra, como la luz de una linterna que brilla en medio de la tempestad".
El infinito
El resultado final de la meditación es tomar una creciente conciencia de nosotros mismos y de nuestros semejantes, y del vibrante universo que nos rodea. He aquí el comentario de un hombre de negocios: "Diariamente tomo el trasbordador para ir a mi trabajo, pero antes de practicar la meditación casi nunca miraba el océano. Cuando levantaba la vista del diario que iba leyendo, no veía nada nuevo ni diferente. En cambio, al poco tiempo de haberme iniciado en la meditación empecé a sentarme en la cubierta del barco a mirar realmente lo que se ofrece a mis ojos... ¡Y qué distinto me parece ahora el mar!: ambarino, plateado, verde, negro, siempre cambiante; distinto cada minuto".
Si pensamos larga y amorosamente en el mundo, acabaremos sintiéndonos inmersos en él, lo percibiremos, y hasta las piedras mismas y las montañas nos parecerán llenas de vida. Veremos que todo tiene significado: la semilla que cae en el surco, la corteza del árbol, el canto de los grillos.
Y así como la meditación puede despertar nuestra conciencia del viviente mundo que nos rodea, un paso más en nuestra busca puede llevarnos a la frontera de ese mundo invisible que nos obsesiona como el perfume de rosas intangibles. Sabemos, como dice el sicólogo Claudio Naranjo, que somos "parte del cosmos, una marea en el océano de la vida, eslabones de una cadena de procesos que ni empiezan ni concluyen en los límites de nuestra piel. En una u otra forma, pasamos la vida tratando de desenredar la maraña de esa afinidad que nos une a todos los seres vivientes y a Dios".
Cuando la meditación nos transporta a las fronteras de ese mundo, llega a ser hermana de la oración; nos hace creer que el reino celestial está realmente dentro de nosotros mismos, y que existe una estrecha relación entre nuestra mente y la fuerza que rige el universo.
LA MEDITACIÓN no constituye una panacea. Sin embargo, bien empleada, puede reconquistar el reino maravilloso que encierra nuestra mente: esa felicidad de los niños cuando sueñan despiertos a la sombra de un manzano; el gozo de los sabios para quienes la sabiduría es "la perla del más fino oriente". A través de los siglos ha llevado a miles de personas hasta los confines de un mundo distinto, del cual vuelven a la diaria rutina con fortaleza y decisión renovadas. En nuestros días ha cundido el sentimiento de que el mundo es muy distinto de lo que debería ser, y se considera la meditación el preludio de tan deseado cambio: una manera de prepararse para él, de transformar nuestra existencia y, por ende, el mundo mismo.
*Gift from the Sea, de Anne Morrow Lindbergh, © 1955. Publicado en SELECCIONES de noviembre de 1955 con el título de Regalo del mar