Publicado en
octubre 16, 2015
En época de mi abuela, los kilos de más eran por la comida; los de mi tía Eulogia son por el marido cue no le da plata, ni la ayuda con los hijos y la tiene en el celibato... ¡está gorda por pura angustia!.
Por Elizabeth Subercaseaux.
"Quiero ser una vieja flaca que come bien", declaró mi tía Eulogia llorando a mares la mañana en que se bajó de la pesa luego de ver, horrorizada, que estaba pesando 72 kilos (160 libras)... "Es decir", se dijo entre sollozos, "he pasado 20 años intentando ser flaca como alambre para llegar a esto"...
Lo que se le olvidó decirse fue que esos 20 años se dieron más o menos así: dos semanas a dieta y una semana llorando, porque Roberto se había desaparecido (nunca se sabía a ciencia cierta dónde estaba, pero era relativamente fácil adivinarlo). Dos semanas a torta de frutillas con crema, chocolates y hamburguesas con queso, seguidas de una semana de depresión. Otra semana de tranquilizantes para los nervios, acompañados de tomates con huevos duros para enflaquecer. Y luego otra semana de helados de crema, porque con algo había que consolarse...
"La vida es espantosa", les decía a sus amigas, "tener marido es una pesadilla", y vamos comiendo galletas y polvorones...
Mi abuela, que era sabia desde antes de nacer, la miraba con compasión y sentenciaba:
"Ser flaca y ser feliz no son cosas que vayan de la mano. Se es una o la otra cosa".
Y mi tía la miraba con cara de espanto y decía:
"No diga payasadas, mamá, cada vez que engordo 10 kilos me entra una depresión monstruosa. Yo nunca he sido una gorda contenta, como las de las películas. Sufro con mis kilos mucho más que con el desalmado de Roberto, y las veces que tengo que cargarlos a ambos, sufro el doble, ¿me entiende?"
Mi abuela, quien nunca se subió a una pesa y murió sin tener idea de cuántos kilos pesaba entonces, ni de cuántos había pesado a los 20 años, no entendía. Para ella los kilos eran algo consustancial a la comida y punto. Si uno comía más pesaba más, si comía menos pesaba menos.
"No entiendo por qué se complican tanto", decía. "Si no les gusta ser gordas, coman poco y si no les gusta comer poco, sean gordas. Pero contentas".
Mi tía Eulogia refutaba:
"Usted no entiende, mamá. Los kilos de su tiempo se llamarían comida, los de ahora se llaman flaca de la esquina, marido que no aporta plata suficiente, esposo que no ayuda con los hijos, ni con las compras, ni con las tareas domésticas, riñas en la oficina, sueldos bajos, una voz de mujer que llama a las tres de la mañana y un caballero que llega a las 12 de la noche oliendo a vino y a colonia rancia, diciendo que le duele la cabeza, y como le duele la cabeza todos los días del año y la tiene a una sumida en el celibato... ¡Los kilos de hoy se llaman angustia, mamá!"
"Así será", replicaba mi abuela, "pero hasta donde yo sepa, no hay ninguna angustia de amor ni de plata que se cure con helados con crema..."
Y podrían haber seguido discutiendo hasta la eternidad. Pero esa mañana, cuando mi tía Eulogia descubrió sus pecadillos en la pesa de su baño, se dijo:
"¡Basta! Hasta aquí, no más, llegamos. De ahora en adelante me pongo a comer como señorita".
Por ese tiempo una amiga de la oficina le presentó a un "gurú" que venía llegando de San Francisco. El tipo, que de gurú tenía tanto como mi tía de Virgen María, era un viejo hippie que se había quedado pegado en los 60 y que luego de más de 30 años de anfetaminas, marihuanas y otras porquerías alucinantes, estaba vivo de milagro y se llamaba Micky.
"¿Qué quieres ser en tu vida?", le preguntó a mi tía cuando se la presentaron.
"Una vieja flaca que come bien", respondió ella. Y es que se hallaba obsesionada con sus kilos desde aquella mañana en la pesa del baño.
"¿Eso?"
El viejo hippie le clavó esos ojos hondos y desposeídos de maldad que tienen los hippies sobrevivientes de los 60 y que una no sabe si es bondad o exceso de LSD, y dijo:
"¿Por qué no haces lo que yo he hecho toda mi vida? Mírame el cuerpo. ¿No te parece decente para un hombre de 60 años?"
Mi tía lo recorrió de arriba a abajo con la mirada y en realidad el tipo se veía bien. No tenía un gramo de grasa, ni hablar de vientre. No sólo no lo tenía abultado, sino que allí donde la mayoría de los hombres poseen esa feísima bolsa de grasa colgante, esa especie de embarazo que sale como desde debajo de los pechos y mata toda posible pasión, él presentaba una hendidura. Se veía duro, atlético. Por un minuto mi tía olvidó sus ojos un poco vacíos y le pidió permiso para tocarle una pierna.
"Adelante", le dijo el hippie.
La pierna era como un trozo de metal, nervuda, bien formada, joven.
Mi tía le pasó la mano y de pronto se sintió como transportada a otro territorio y siguió con la mano más arriba, y le pidió permiso para tocarle el muslo también.
"Toca todo lo que quieras", le dijo amorosamente.
Las tensas carnes del hippie se llevaron tan bien con la tímida mano de mi tía, que después del examen se fueron a un motel y no salieron en toda la tarde.
Se amaron como mi tía no recordaba que jamás la hubiese amado Roberto ni hombre alguno. Ni en sus más exquisitos sueños, con un amante de mentira que la acompañaba cuando Roberto andaba con la flaca, imaginó nada más delicioso que el amor que le había dado en la última curva de su vida ese hippazo de 60 años. Antes de despedirse de él, mi tía le preguntó:
"¿Y qué era lo que me recomendabas hacer para ser una vieja flaca que come bien? ¿Te acuerdas que me dijiste que podría hacer lo que tú has hecho toda tu vida?"
"Lo que acabamos de hacer", le dijo el hippie, clavándole sus ojos humedecidos y tiernos.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MAYO 05 DE 1998