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octubre 17, 2015
El niño no podía correr ni hacer rebotar el balón, pero siempre fue... El alma del equipo.
Por Suzanne Chazin.
BYRON HOUSTON, estudiante de cuarto año y delantero destacado del equipo de baloncesto de la Universidad Estatal de Oklahoma (UEO), lanzó un pase final a Bryant Reeves y observó a su rubio y desgarbado compañero de primer año encestar el balón. Los dos Vaqueros de la UEO estaban terminando su práctica de entrenamiento para el partido que jugarían esa noche en su estadio contra el equipo de la Universidad de California en Berkeley. En eso, vieron a Eddie Sutton, entrenador de los Vaqueros, caminar hacia la cancha acompañado de un hombre que llevaba a un niño en silla de ruedas.
—Les presento a Scott Carter y a su padre, Mike —dijo Sutton cuando hubo reunido a todo el equipo.
—¡Hola, muchachos! —saludó vivamente el chico de casi 12 años, agitando un brazo huesudo.
Llevaba unos anteojos de armazón negro, demasiado grandes para su rostro demacrado, y una gorra de beisbol que le cubría la cabeza calva. Por debajo de la pernera izquierda de su pantalón deportivo se asomaba la varilla de plástico de una prótesis.
Sutton explicó que Scott había perdido parte de la pierna como consecuencia del cáncer de hueso. Luego le preguntó al niño si quería decirle algo al equipo.
Los jugadores esperaban que hablara de su enfermedad, pero, lejos de eso, se encogió de hombros y dijo en tono irónico:
—Pues no sé, entrenador. Mi discurso al equipo de futbol no parece haber servido de mucho. ¡No ganaron un solo partido!
Se hizo un silencio, y luego los jugadores rompieron a reír. ¡Qué chico tan valiente!, pensó Houston.
A REEVES lo impresionó, sobre todo, el aplomo de Scott. En su primera conferencia de prensa, el tímido jugador central había tardado varios minutos en responder a una pregunta. Se ruborizó tan sólo de pensar en el valor que hacía falta para hablar frente a aquellos deportistas.
Scott era el menor de tres hermanos, y siempre le habían gustado los deportes, aun cuando no era un atleta nato. Le encantaba ir de pesca con su abuelo Bo y su tío Tom, pero ambos habían muerto ya. Vivía en Oklahoma con su padre, que era abogado, y con su madre, Paula.
Cuando se quejó por primera vez de un dolor en la rodilla izquierda, los Carter creyeron que se trataba de una lesión deportiva. Más tarde, les dijeron que su hijo tenía un tumor maligno y que era necesario someterlo a una complicada operación para extirpárselo. Mike y Paula rompieron a llorar. Scott se quedó mirándolos, y luego se dirigió al médico.
—Lo que no entiendo —dijo, con fingido disgusto— es por qué lloran ellos, si el enfermo soy yo.
Su actitud desenfadada persistió durante los diez meses en que estuvo sometido a quimioterapia, un tratamiento que revuelve el estómago. Cuando despertó de la anestesia, después de la intervención en la pierna, le preguntaron cómo se sentía, y respondió:
—¡Auxilio! ¡Me caí y no puedo levantarme!
LOS VAQUEROS vencieron al equipo de Berkeley aquella noche de diciembre de 1991, y una semana después se dispusieron a jugar ante un público que llenaba totalmente su estadio de Stillwater, Oklahoma, en un partido contra la Universidad Estatal de Wichita, Kansas. A punto de que comenzara el juego, Bill Self, el entrenador adjunto de los Vaqueros, alcanzó a ver a Mike Carter batallando por hacerle lugar a su hijo en una fila atestada.
—Mire eso —le susurró a Sutton.
—Si el chico quiere sentarse en el extremo de la banca de los jugadores —dijo el entrenador—, yo no tengo inconveniente.
Cuando Self le comunicó la invitación, Scott aceptó emocionado. Una vez en la banca, se puso a festejar ruidosamente las jugadas del equipo. Luego, Byron Houston salió de la cancha para tomar un descanso.
Houston se había criado en el hostil medio callejero de la Ciudad de Kansas. Había llegado a ser una estrella del baloncesto, pero se mantenía distante de los admiradores y, muchas veces, también de sus compañeros de equipo.
Scott se puso a gastarle bromas a propósito de haberlo visto darle un codazo al jugador central del equipo contrario.
—Te crees un matón —le dijo—, pero juegas como oso de peluche.
El joven atleta apretó los dientes. ¿Quién era ese enclenque mocoso para juzgar su actuación? Pero en seguida notó su sonrisa irónica.
—¡Cuidado! —replicó Houston para devolverle la broma—. Vas a acabar detestando a este oso.
Después del partido, Sutton invitó a Scott al vestuario del equipo. Pasando la mano por la cabeza rapada de uno de los jugadores, Scott siguió chanceando:
—Parece que los dos vamos a la misma peluquería.
Al ver con cuánta facilidad los Vaqueros habían aceptado al niño, Sutton tuvo una idea.
—Tú podrías ser la mascota del equipo —propuso con parsimonia el pulcro y canoso entrenador—. ¿Te gustaría ocupar la banca en todos los partidos que juguemos en casa?
Scott abrió mucho los ojos por la sorpresa. No sabía qué decir.
—Voy a interpretar eso como un "sí" —puntualizó Sutton.
Al poco tiempo se instituyó un rito. Durante cierto partido, un jugador salió de la cancha y chocó las palmas con las de Scott, que estaba sentado en la banca. Después, otro jugador hizo lo mismo. A principios de enero, ninguno de los Vaqueros salía de la cancha sin chocar las palmas con las del muchacho.
"ES MI AMIGO"
Una noche, Scott y su padre sintonizaron un programa de radio en el que se estaba comentando un partido. El patrocinador nombró a uno de los Vaqueros "el alma del equipo".
—Papá, ¿qué te parece si nosotros damos nuestros propios premios? —sugirió Scott.
Entre los dos dibujaron un diploma con el título "El alma del equipo según Scott". Esta distinción se otorgaría al jugador que dedicara su mayor esfuerzo al equipo en un partido. Durante el juego que los Vaqueros perdieron en febrero ante la Universidad de Colorado, Scott vio al primer suplente, Cornell Hatcher, apoderarse de la pelota tres veces, y le dio el sobrenombre de "el Vaquero ladrón". A otro jugador le concedió el "premio a la paciencia" por conservar el buen humor en la banca. Los jugadores tenían en mucha estima estos premios, y los pegaban en sus casilleros y dormitorios.
A principios de febrero de 1992, los Vaqueros ocupaban el segundo lugar entre los equipos universitarios de baloncesto de Estados Unidos. Fue entonces cuando su campeón anotador, Byron Houston, sufrió un grave esguince.
Sutton sabía que, sin Houston en el inminente encuentro con la Universidad de Nebraska, el equipo estaría en aprietos. Antes del partido le preguntó:
—¿Crees estar en condiciones de jugar?
—No —masculló Houston. Scott se acercó en su silla, y le dijo en broma:
—Si tú no juegas, yo voy a tener que ponerme el uniforme.
Houston se rió entre dientes, y luego comprendió la ironía. Él sólo tenía un tobillo lesionado, mientras que al niño le faltaba media pierna.
—¡Voy a jugar como nunca, para ti! —le respondió con entusiasmo.
Cuando sonó el timbre que señalaba el fin del partido, la UEO había derrotado a Nebraska por 72 a 51. Byron Houston anotó 17 tantos, y pocos de los asistentes advirtieron que había sentido dolor durante todo el juego.
Scott Carter fue en su silla de ruedas al vestuario.
—Esta noche, el título de alma del equipo le corresponde a alguien que no se rinde, por difíciles que se pongan las cosas —dijo—. Lo admiro porque se interesa por su equipo; además, es mi amigo.
En el certificado aparecía el nombre de Byron Houston, escrito con los garabatos de un chico de 12 años.
Con lágrimas en los ojos, Houston se acercó a Scott y le balbució las gracias.
Una semana después, cuando los Vaqueros terminaron el último juego de la temporada en su estadio, Houston salió trotando de la cancha ante un público que lo vitoreaba de pie, y expresó por fin lo que no había podido decir en el vestuario. Rodeó al endeble muchacho con su largo y musculoso brazo y, derramando lágrimas, le dijo al oído:
—Te quiero, camarada.
—Yo también te quiero —le respondió Scott.
"UN VAQUERO DE VERDAD"
Aquella fue una época de esperanza para Scott. Había comenzado a andar con muletas. Los sondeos de pulmones y huesos a los que se sometió no mostraron indicios de nuevos tumores, si bien parecía tener una leve fractura vertebral. Los médicos dijeron que, de seguir sin tumores, podría suspender la quimioterapia e incluso volver a nadar y a pescar.
Pero poco después su médico le informó a Paula que lo que al principio había parecido una fractura era en realidad un tumor maligno. Scott tendría que sufrir una dolorosa operación y luego, por espacio de seis meses, llevar puesto un chaleco ortopédico y someterse a radioterapia y a más quimioterapia.
Paula siempre lo había alentado para que tomara su enfermedad con optimismo. El chico acogió la noticia con una simple inclinación de cabeza.
Buscó alivio interesándose por los demás. Un día, a la entrada del hospital, vio que ponían a un tembloroso niño en una silla de ruedas, y le dijo a Paula:
—La próxima vez que alguien se ofrezca a rezar por mí, le voy a decir que mejor rece por él. Yo estaré bien.
Paula y Mike les hablaban mucho a sus hijos de Dios y del cielo. Scott se mostraba siempre tan bondadoso y entregado a los demás, que sus padres estaban convencidos de que sabía que el sentido de la vida era algo más que satisfacer las propias necesidades.
La noticia del nuevo tumor conmocionó a los Vaqueros. Y su tristeza aumentó cuando se enteraron de que los cirujanos no habían podido extirparlo totalmente, pues Scott podía quedar parapléjico.
Sutton ansiaba hacer algo especial por él. Un día se le ocurrió una idea. Mandó hacer un uniforme de entrenamiento de los Vaqueros, de la talla de Scott, y se lo envió a su casa.
—¡Eso quiere decir que soy un Vaquero de verdad! —exclamó este cuando telefoneó al entrenador.
Nadie estaba tan admirado por el inquebrantable buen humor del chico como Bryant Reeves. Como Houston ya se había graduado, el tímido jugador central, entonces estudiante de segundo año, había llegado a ser la estrella de los Vaqueros. Pero, por seguro de sí mismo que pareciera en la cancha, se mantenía retraído en otras situaciones.
Una noche helada de febrero de 1993, los Vaqueros estaban jugando contra el equipo de Missouri. Scott, otra vez en el hospital, veía el juego por televisión. Los Vaqueros iban perdiendo con marcador de 64 a 61, y faltaban dos segundos para que terminara el partido. Reeves había recibido instrucciones de lanzar la pelota a cualquier flanco, donde los defensas intentarían un tiro largo para un enceste de tres tantos. Pero, en vez de obedecer, se apoderó del balón y se volvió hacia la meta contraria. En el preciso momento en que sonaba el timbre, la pelota pasó siseando por la red. El increíble tiro de casi 14 metros llevó el partido a tiempo extra, y los Vaqueros acabaron ganando por 77 a 73.
En esos momentos de euforia, Reeves se sintió poseído del mismo valor y la misma confianza que había observado en Scott. Anhelaba decírselo, pero, por supuesto, el chico no estaba allí.
Unas semanas después, Reeves ocupaba calladamente su lugar en la mesa principal del comedor del edificio estudiantil de la UEO. El banquete anual del equipo de baloncesto (con 600 invitados, entre admiradores, reporteros y familiares de los jugadores) estaba por terminar. La tarea que aguardaba a Reeves era tal vez la más difícil de su vida.
Sutton subió al podio y anunció:
—Bryant Reeves quiere decirles unas palabras.
De pie ante la multitud, sin nada que rompiera el aterrador silencio, excepto un ocasional tintineo de vasos, el tímido deportista posó la mirada en Scott, que le sonreía en medio de su familia.
—Scott Carter es una fuente de inspiración para todos los jugadores de este equipo —comenzó Reeves, con voz temblorosa—. Quiero darle las gracias por haberme enseñado en qué consiste la determinación.
Luego invitó al chico al estrado. Mientras Scott tomaba las muletas y comenzaba a caminar, Reeves sacó de debajo del podio una pelota con su autógrafo y la leyenda: "Oklahoma contra Missouri, 24 de febrero de 1993, el 'Gran Tiro'".
—Quiero regalarte el balón que usé para hacer ese tiro contra Missouri —añadió—, Nadie lo merece más que tú.
En equilibrio sobre las muletas, Scott se dejó caer en los brazos del jugador. Mientras Reeves se esforzaba por contener el llanto, la gente prorrumpió en una larga ovación.
EL ULTIMO PARTIDO
A principios de octubre de 1993, un reconocimiento óseo reveló que en la columna vertebral de Scott se habían formado ya nuevos tumores que amenazaban con estrangularle la médula espinal. Eso podía poner fin a sus intensos dolores, pero también lo dejaría parapléjico. Le detectaron, asi mismo, otros tumores en los pulmones y en el cerebro.
—No hay esperanza —les dijeron los médicos a sus padres. Es probable que muera antes de diciembre.
Se estaba cumpliendo lo que tanto habían temido Mike y Paula desde el momento en que oyeron la palabra "cáncer". Tenían que reunir fuerzas para despedirse de su hijo.
El endeble adolescente recibió la mala nueva en silencio. Luego, cuando por fin habló, no se refirió a lo que ya no iba a poder hacer, como graduarse, casarse o tener hijos, sino a lo único que haría:
—Volveré a ver a mi tío Tom en el cielo. Iré a pescar con él y con el abuelo Bo.
Un día de fines de noviembre, varias camionetas se detuvieron frente a la casa de los Carter. Paula le gritó a Scott, que para entonces guardaba cama en el cuarto de estar:
—¿Quiénes crees que llegaron?
Scott no dejó de sonreír cuando los Vaqueros, sus entrenadores y sus familiares fueron desfilando por el vestíbulo.
El enfermo había perdido la movilidad de la mitad inferior del cuerpo, estaba hinchado a fuerza de recibir grandes dosis de esteroides, y hablaba despacio a causa de los medicamentos que debía tomar para que el tumor cerebral no le provocara ataques convulsivos. A pesar de todo, era el Scott de siempre.
—Más vale que ganen el partido de mañana por la noche —le advirtió a Reeves—, porque allí voy a estar para comprobarlo.
A la noche siguiente, todas las localidades del estadio estaban ocupadas, pero quedó un sitio disponible en el extremo de la banca de los Vaqueros. Durante toda la primera mitad del partido, los Vaqueros jugaron maquinalmente.
Sutton meneó la cabeza. Había sido una tontería esperar que Scott pudiera asistir. Sin embargo, ¡cuánto deseaba compartir una victoria más con el chico!
De pronto, en medio del clamor de la multitud, el entrenador alcanzó a oír el chirrido de una silla de ruedas. Volvió la cabeza y vio a Mike Carter empujando a Scott hacia la cancha. El muchacho, que ya no podía sentarse, iba recostado en una silla especial, con la cabeza apoyada en almohadones para poder ver el partido. Los Vaqueros que estaban en la cancha advirtieron su presencia de inmediato. ¡Ya llegó Scott!, se dijeron, y decidieron dedicarle el partido.
La UEO ganó por 113 a 102. El defensa Brooks Thompson anotó 33 tantos: el máximo de su vida. Y Scott soltó su última agudeza.
—Buen juego —le dijo a Thompson—. Pero, ¿por qué fallaste el tiro final?
Luego hizo algo que había venido haciendo durante más de dos temporadas, si bien en esta ocasión le costó hasta el último gramo de sus fuerzas. Levantó una mano, pálida y huesuda, y la fue chocando con las sudorosas palmas de los Vaqueros conforme estos pasaban en dirección a las duchas.
Fue la última vez que lo vieron. El 2 de diciembre de 1993, minutos antes de un partido de los Vaqueros contra la Universidad Estatal de Arizona, Scott, rodeado de sus padres y hermanos, dejó de respirar.
Lo enterraron con un uniforme negro de calentamiento de la UEO, a la orilla de un riachuelo como aquel al que iba de pesca con su tío y con su abuelo.
—Ahora está en un lugar mejor —le dijeron los Carter a Sutton, que tenía los ojos enrojecidos, y a los Vaqueros, que tuvieron el honor de llevar el féretro en hombros.
En los meses que siguieron, cuando Sutton se entristecía al ver el sitio vacío en la banca, y cuando notaba desánimo en algún jugador, le recordaba al equipo los premios de Scott. El alma del equipo, les decía, era aquel que ofrendaba hasta el último soplo de su aliento, por adversas que fueran las circunstancias. Era el jugador que tenía a su equipo, a su público y su fe en Dios en demasiada estima para darse por vencido.
Scott, les decía, sería siempre su modelo de alma del equipo.
ILUSTRACIÓN: CATHY DIEFENDORF