LO QUE APRENDÍ DE LA FLOR DE FUEGO
Publicado en
septiembre 07, 2015
Lo que expresaba era tan viejo como el tiempo y tan frágil como el pétalo de una rosa.
Por Jeanne Hill (Condensado del "Christian Herald").
DICEN que no se debe retornar. Pero aquel era día indicado para volver. Rebaños de nubes pacían en el firmamento. Codornices moteadas se agitaban rumorosamente entre el matorral. Y el canto de los saltamontes vibraba por las colinas de nogales y los valles de robles. Día hecho para retornar a la niñez, para comprobar si aquel antaño fue realmente como uno cree.
Lejos de la universidad donde mi marido enseña, lejos del suburbio donde vivimos, salí en busca de un sitio donde el verano se siente profundamente. Al fondo de caminos polvorosos bordeados de flores amarillas encontré el recodo que conducía el valle de mi infancia. Busqué con los ojos una figura recogiendo bayas: de piernas finas y bronceadas bajo unas blancas faldas almidonadas. Pero mi madre hacía años que no pasaba por allí. Y además su esbeltez y su ágil paso eran ya también cosas de otra época.
No pensaba yo entonces en las rosas, ni tampoco en la extraña sensación de respeto que nunca dejan de suscitar en mí. Pero sí, al pasar ante la finca que había sido suya, evoqué al señor Riley, el hombre que cultivaba esa especie tan singular de rosa. Y apresuré la marcha, porque el valle parecía llamar a alguien que estaba muy dentro de mí: a una niña de diez años, de ojos demasiado grandes para su cara y cabellera corta con fleco.
Ella fue, que no yo, quien traspuso la cima y avistó una chimenea asomando entre los árboles, y quien luego sintió que se quedaba sin respiración al ver los cimientos desnudos de la casa. Sin respeto alguno para el titular de la propiedad, una selva de robles pequeños se había adueñado de la tierra, así como lo hiciera cuando primeramente nos instalamos allí, bajo un tejadillo, mientras mi padre construía la casa.
Mi padre había sido un producto del campo, sin mercado inmediato en la ciudad. Sólo que así lo había comprendido demasiado tarde, aunque la oportunidad de volver a la tierra le llegó más tarde todavía. En el mes de abril, en que abandonamos los tugurios de la ciudad, mi padre se veía consumido y tenía la cabeza gris. Hostigado por una debilidad crónica del pulmón huyó a refugiarse en la Naturaleza y en su sueño de poseer una granja en el valle.
Pero mi madre había visto ya disiparse otros sueños semejantes. Unos 20 años más joven que mi padre, su juventud y su vigor contrastaban con la edad y la fragilidad de él. Con ojos compasivos lo veía afanarse, y observaba que las pausas que su esposo hacía para descansar se volvían cada vez más frecuentes. Lo veía empalidecer y apoyar la espalda contra los jóvenes robles.
Cuando por fin mi padre tuvo que internarse en el sanatorio, ella se puso a aprender cómo se cultiva la tierra. Con un blanco pañuelo almidonado sujetándole la luenga cabellera negra, labró el prado hasta convertirlo en un huerto y levantó un gallinero y un granero. Yo le ayudaba a ordeñar las vacas y a alimentar a los pollos, a cavar y a plantar, mientras que mi hermana Jo, de 14 años, limpiaba la casa y cocinaba.
Un atardecer estival vimos dos personas aparecer en lo alto de la colina. "¡Deben ser el señor Riley y su hija!" gritó Jo emocionada. Todas nosotras deseábamos conocer a nuestro único vecino, que había estado ausente durante el invierno, trabajando en Fort Smith. La suave luz de la lámpara iluminaba sus cabellos rojos, sus ojos grises, la piel tostada por el sol. Me maravilló advertir que las mismas facciones angulosas hacían al padre apuesto y fea a la hija, Bell, que tenía 16 años. Pero fue el ramo de flores que el señor Riley ofreció a mi madre lo que me movió la curiosidad:
—¿Qué flores son esas? —pregunté, mirando los extraños y bellísimos capullos.
—Es una rosa híbrida que he obtenido —replicó el señor Riley con su voz grave y melodiosa—. He llamado a esta especie Flor de Fuego.
El nombre describía perfectamente a los frágiles pétalos de ígneo terciopelo que envolvían en rizos los centros amarillos. Mientras mi madre acomodaba delicadamente el ramo, el señor Riley observaba su sonrisa, sus ojos oscuros y los diminutos aretes de oro, y advertía su afinidad con las rosas.
Cuando hubimos comido, acompañada de suero de mantequilla, una torta recién salida del horno, mi madre había aprendido ya cómo obtener del huerto dos cosechas anuales. También se había enterado de algo que despertó su compasión: la esposa del señor Riley había muerto cuando Bell tenía tres años, y él comprendía que en ese momento la niña necesitaba más que nunca de una madre. Al parecer Bell ya podía manejar un tractor y arar como un hombre hecho y derecho, pero en las labores de mujer era torpe, tímida e incapaz de cocinar y coser. Mi madre, más que conmovida, se ofreció a ayudar a la chica para que fuera más femenina. Propuso que Bell asistiera a las lecciones de catecismo que todos los domingos nos daba en la cocina de casa.
Esas lecciones eran apenas un disfraz para las clases que mi madre inventaba para enseñarnos las artes del hogar. Todos los domingos llegaba Bell saltando colina abajo, vestida con alguna antigualla sacada del baúl de su madre. Y al marcharse lo hacía con algo de más gracia, su vestido sutilmente metamorfoseado por medio de un hilván aquí y una alforza allá.
Terminadas las lecciones dominicales, mi madre ponía a freír un pollo y enseñaba a Bell a cocinar. Cuando el señor Riley llegaba, mi madre le anunciaba, mientras nosotras todas sonreíamos: "Bell se encargó de freír el pollo". Riley se mostraba feliz de los progresos de su hija, mas se advertía que estaba hipnotizado por la maestra.
Yo también estaba como arrebatada ante las habilidades de mi madre, sobre todo por su absoluta carencia de miedo. Espantaba a raposas y gavilanes sin otra arma que un azadón, y mataba las serpientes ponzoñosas que se acercaban demasiado a la cisterna. Llegué realmente a pensar que mi madre no conocía el temor, hasta ese día a fines de agosto.
Un cielo sucio y amarillento había amenazado lluvia todo el día y una hueca inmovilidad pendía sobre el valle. Mi madre salió al campo a recoger los últimos pepinos y tomates. Cuando volvía a casa oyó un ruido terrible en una pila de ramas, cerca de la escalera de entrada. Al examinar el montón, vio debajo algo aterrador: un enorme monstruo negro, de cabeza verde y enormes colmillos también verdes.
Las manos de mi madre le temblaban al subir ella la escalera, quitarse el delantal y echar mano de la azada. "Jo", dijo, esforzándose para que no le temblara la voz, "ve a traer al señor Riley. Jeanne, tú no te muevas de la casa", me ordenó. "Yo voy a salir y me estaré de guardia junto al montón de ramas hasta que llegue el señor Riley".
Pasó como una eternidad hasta que llegó el señor Riley, hizo a mi madre a un lado y apuntó su escopeta contra las ramas. Luego, inesperadamente, bajó su arma y se inclinó para ver mejor.
"¿Es ese el monstruo de que hablaba usted?" le preguntó suavemente a mi madre, sonriendo, mientras señalaba las ramas. "Acérquese", añadió, "y mire de cerca a una serpiente negra común, que tiene un apetito más grande que su boca. Lo que está allí es una gran rana verde, atascada a medias en la boca de la serpiente. Y esos colmillos son las patas de la rana".
Fue entonces cuando mi madre ya no pudo más. Le empezaron a correr lágrimas por las mejillas y cayó hacia adelante. Pero el señor Riley se adelantó a tiempo para tomar en brazos el cuerpo vacilante de mi madre. Y en ese mismo momento caí en la cuenta de que las cosas ya no volverían a ser como antes.
Mientras el trueno rasgaba el hueco silencio del campo, miré a mi madre, y de repente comprendí su secreto. Estaba muerta de terror y lo había estado siempre: de las zorras, de los gavilanes, de las culebras. ¡Pero se les había enfrentado, de todas maneras! Nunca más admiraría yo su impavidez, pero siempre habría de maravillarme su valentía. Mas también advertí otra cosa: la ternura con que el señor Riley sostenía a mi madre, el modo como le brillaban los ojos al posarlos en ella. En los vigorosos brazos del señor Riley mi madre dejó pronto de llorar. Se soltó del abrazo con suavidad y recuperó su compostura preparando limonada. En cambio, el señor Riley había perdido la suya para siempre.
Ya no podría estarse quieto en la misma habitación que mi madre. Nunca más podría contemplarla a la luz de la lámpara sin pensar que debía hacerla suya. Pero también comprendía que era una mujer capaz de discernir entre el deseo y la decencia, y el señor Riley sabía bien por cual optaría ella. Por tanto, dejó de frecuentarnos.
Pero luego, una tarde, el señor Riley "trajo a Bell para que conversara afuera con mi hermana y conmigo", mientras él entraba en la casa para hablar con mi madre. Las tres nos sentamos al borde de la cisterna, que sentíamos fresca bajo nuestros pies descalzos, si bien yo tenía el pensamiento puesto en la pareja que hablaba en la casa. La adivinaba yo vacilando al borde de algo, de la misma manera que los guijarros que yo había amontonado en el brocal de la cisterna. Empujé una de las piedrecitas, y todas cayeron al agua. Espantada, volví los ojos hacia la casa. Yo amaba por igual a mi madre y al señor Riley. Pero si estos caían, de algo se vería despojado mi amor por ellos... ¡de algo! ¿De qué?
En ello estaba yo pensando cuando el señor Riley salió a la puerta con mi madre. Parecía desencantado, como si disputara algún punto ya perdido.
—Pero en Fort Smith, ¿quién iba a saberlo? —estaba diciendo.
—¡Ellas lo sabrían! —repuso mi madre, indicándonos con un movimiento de cabeza—. ¡Y nosotros también! ¡Oh, Riley! ¿No comprende que si fuera yo el tipo de mujer que se divorcia de un hombre que la necesita desesperadamente, no sería el tipo de mujer que usted querría para esposa?
Él se la quedó mirando largamente y percibió la verdad, porque justamente parte de lo que amaba en ella era su conciencia de la rectitud.
—Tiene usted razón —dijo roncamente, como si las palabras le quemaran la garganta.
Llamó luego a Bell, dijo "Adiós", y echó a andar colina arriba, en dirección a su casa.
La siguiente y última vez que vi a los Riley habían vendido la granja y se trasladaban a Fort Smith. El señor Riley llevaba un gran paquete de periódicos en los brazos.
—Le traigo la mata de la Flor de Fuego —dijo con sencillez—. ¿Dónde quiere usted que la plante?
—Allí, junto a la escalera —repuso mi madre.
Yo fui a traer la pala y me quedé observando al señor Riley mientras plantaba el gran rosal.
AHORA, ante mi valle del que no quedaba casi más que una selva, dirigía yo la mirada por el prado hacia los cimientos de la casa. ¡Y allí vi aquellas rosas singulares! No sólo crecían junto a la escalera, sino que cubrían toda una sección del patio. Y entonces comprendí el sentimiento de respeto que las rosas han suscitado siempre en mí. El respeto era ese algo de que yo había temido ver despojado a mi amor por mi madre y por el señor Riley. El respeto: un maravilloso legado que ahora florecía en mi pecho igual que la Flor de Fuego florecía en el valle.