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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Cherish Youre Day - Instrumental - Einarmk - 3:33
  • 10. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 11. España - Mantovani - 3:22
  • 12. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 13. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Drons - An Jon - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 25. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 26. Travel The World - Del - 3:56
  • 27. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 28. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 29. Afternoon Stream - 30:12
  • 30. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 31. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 32. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 33. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 34. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 35. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 36. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 37. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 38. Evening Thunder - 30:01
  • 39. Exotische Reise - 30:30
  • 40. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 41. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 42. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 43. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 44. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 45. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 46. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 47. Morning Rain - 30:11
  • 48. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 49. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 50. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 51. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 52. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 53. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 54. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 55. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 56. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 57. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 58. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 59. Vertraumter Bach - 30:29
  • 60. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 61. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 62. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 63. Concerning Hobbits - 2:55
  • 64. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 65. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 66. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 67. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 68. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 69. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 70. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 71. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 72. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 73. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 74. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 75. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 76. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 77. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 78. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 79. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 80. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 81. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 82. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 83. Acecho - 4:34
  • 84. Alone With The Darkness - 5:06
  • 85. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 86. Awoke - 0:54
  • 87. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 88. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 89. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 90. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 91. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 92. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 93. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 94. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 95. Darkest Hour - 4:00
  • 96. Dead Home - 0:36
  • 97. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 98. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 99. Geisterstimmen - 1:39
  • 100. Halloween Background Music - 1:01
  • 101. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 102. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 103. Halloween Time - 0:57
  • 104. Horrible - 1:36
  • 105. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 106. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 107. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 108. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 109. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 110. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 111. Long Thriller Theme - 8:00
  • 112. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 113. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 114. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 115. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 116. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 117. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 118. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 119. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 120. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 121. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 122. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 123. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 124. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 125. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 126. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 127. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 128. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 129. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 130. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 131. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 132. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 133. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 134. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 135. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 136. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 137. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 138. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 139. Mysterious Celesta - 1:04
  • 140. Nightmare - 2:32
  • 141. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 142. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 143. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 144. Pandoras Music Box - 3:07
  • 145. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 146. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 147. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 148. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 149. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 150. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 151. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 152. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 153. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 165. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 166. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 168. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 169. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 170. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 171. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 172. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 173. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 174. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 175. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 176. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 177. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 178. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 179. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 180. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 181. Tense Cinematic - 3:14
  • 182. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 183. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 184. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 185. Trailer Agresivo - 0:49
  • 186. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 187. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 188. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 189. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 190. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 191. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 192. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 193. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 194. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 195. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 196. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 197. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 198. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 199. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 200. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 201. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 202. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 203. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 204. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 205. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 206. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 207. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 208. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 209. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 210. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 211. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 212. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 213. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 214. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 215. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 216. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 217. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 218. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 219. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 220. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 221. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 222. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 224. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 225. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 227. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 228. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 229. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 231. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 232. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 233. Noche De Paz - 3:40
  • 234. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 235. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 236. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 237. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 240. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 241. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 242. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 243. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    EL SECRETO DEL BOSQUE VIEJO (Dino Buzzati)

    Publicado en marzo 10, 2015

    Dino Buzzati nació en Belluno, en el Véneto, en 1906 y murió en Milán en 1972. Trabajó como redactor y corresponsal del Corriere Della Sera, periódico al que estuvo vinculado casi toda su vida. Fue autor de novelas, cuentos y obras de teatro, escenógrafo y pintor. Su fama fue relativamente tardía y no siempre se ha hecho justicia a su calidad, pero es un autor de una riqueza literaria abrumadora, que sigue siendo redescubierto y es, para muchos, uno de los grandes escritores europeos del siglo XX.

    En su obra destacan el estilo sobrio y los elementos misteriosos, enigmáticos y simbólicos y se han señalado las influencias surrealistas y de Kafka. Albert Camus fue lector y traductor de Buzzati. Ha sido comparado con Italo Calvino, con quien comparte el gusto por la fantasía alegórica. Julien Gracq es otro inventor de mundos que recuerdan a Buzzati. Entre sus obras maestras se suelen destacar El desierto de los tártaros, Un amor y algunos de sus cuentos. Hay quien incluye entre ellas El secreto del Bosque Viejo.

    El secreto del Bosque Viejo (1935) fue la segunda obra de Buzzati, publicada tras Bàrnabo de las Montañas. El secreto es un relato fantástico, que puede leerse como fábula para adultos o como relato para niños. La riqueza del relato es tal, que desde que se publicó no han dejado de elaborarse interpretaciones sobre él. Algunas de ellas pueden enriquecer su lectura, pero ninguna empaña su sencillez esencial ni la fluidez del relato.

    El secreto es una obra que desde el principio transmite una poesía enigmática. Buzzati simboliza la riqueza del mundo en el pequeño universo de un bosque milenario y mágico. La percepción de la peculiar vida y de la magia del bosque son, en buena parte, privilegio de los niños y escapan por tanto a los adultos, o en todo caso a quienes carecen de la disposición necesaria. El relato es un canto a la infancia y a la imaginación, y también a la naturaleza, como territorios a los que todos pertenecemos originalmente y en los que reside lo mejor de nosotros. Se nos dice que la poesía pasa por los ojos del niño, que por eso está capacitado para entender el bosque, su vida y todos los elementos fantásticos que la forman; que «lo maravilloso» es aquel aspecto de la realidad que sólo el niño puede distinguir en el arco iris de la realidad.

    Muchos años después de publicar El secreto del Bosque Viejo, en una entrevista concedida poco antes de morir, Buzzati dijo que para él los árboles eran como personas. Aquí los árboles no sólo tienen vida, son seres sagrados.

    Robert Baudry afirmó: «¿Cómo no reconocer en El Bosque Viejo una obra rica, poética, llena de ecos...? ¿El Bosque Viejo? Sin duda, la obra maestra, maravillosa, de Buzzati».


    Capítulo I


    Es sabido que el coronel Sebastiano Procolo vino a establecerse en el Valle de Fondo en la primavera de 1925. Su tío, Antonio Morro, le había dejado al morir parte de una enorme propiedad forestal, a diez kilómetros del pueblo.

    La otra parte, mucho más extensa, la había heredado Benvenuto Procolo, un muchacho de doce años hijo de un hermano fallecido del oficial. Huérfano también de madre, el niño vivía en un internado situado a no mucha distancia de Fondo.

    Hasta entonces, el tutor de Benvenuto había sido su tío abuelo Morro. A la muerte de éste, el coronel pasó a hacerse cargo del muchacho.

    En aquella época, y así fue casi hasta el final, Sebastiano Procolo era un hombre alto y delgado, con unos vistosos bigotes blancos y una fuerza descomunal. Tanto es así que, según cuentan, era capaz de romper una nuez con el índice y el pulgar de la mano izquierda. Hay que aclarar que Procolo era zurdo.

    Cuando se retiró voluntariamente del ejército, los soldados dieron un gran suspiro de alivio, pues era difícil imaginar un comandante más rígido y meticuloso que él. La última vez que salió por el portón del cuartel, la guardia, como no sucedía desde hacía años, formó con especial celeridad y precisión. El corneta, que era el mejor del regimiento, se superó verdaderamente a sí mismo con tres magníficos toques de atención que se hicieron proverbiales en todo el destacamento. Y el coronel, con un ligero movimiento de los labios que pudo parecer una sonrisa, fingió interpretar como una prueba de conmovido obsequio lo que en realidad era una manifestación de íntimo júbilo por su marcha.


    Capítulo II


    Morro, un pacífico terrateniente considerado el hombre más rico del valle, no había explotado gran cosa sus posesiones. Bien es verdad que había mandado abatir muchos árboles, pero sólo en una reducida parte de sus bosques. La floresta más pequeña y más bella, el llamado Bosque Viejo, había sido totalmente respetada. Allí se encontraban los abetos más antiguos de la zona y tal vez del mundo. Desde hacía cientos y cientos de años no se había talado ni un solo árbol. El coronel recibió en herencia precisamente el Bosque Viejo, con una casa que había sido morada de Morro y una franja de otro terreno boscoso menor.

    Morro, al igual que el resto de las gentes del valle, sentía por aquel bosque una auténtica veneración y, antes de morir, había intentado en vano que fuera declarado monumento nacional.

    Un mes después de su muerte, en reconocimiento de sus méritos forestales, las autoridades de Fondo inauguraron, en el claro del bosque donde se encontraba la casa de Morro, una estatua del difunto tallada en madera y barnizada con vivos colores.

    A todos les pareció realmente magnífica y con un gran parecido. Pero cuando, en la ceremonia inaugural, un orador dijo: «... es justo, pues, que de su obra quede un recuerdo imperecedero», muchos de los presentes se dieron con el codo y se rieron en voz baja: una estatua así se mantendría como mucho seis meses y luego se pudriría.


    Capítulo III


    Fue Giovanni Aiuti, hombre de mediana edad y antiguo capataz de Morro, quien fue a recoger al coronel Procolo a la estación, el día de su llegada, en un antiguo modelo de automóvil. No se puede decir que fuera muy cordial la primera conversación que mantuvieron. Más tarde, el buen Aiuti solía lamentarse de haberse mostrado quizá un poco impertinente en aquella ocasión.

    —¡Es extraordinario! —dijo al coronel inmediatamente después de presentarse—. ¡No sabe usted lo que se parece al pobre Morro! Tiene la nariz idéntica a la de él.
    —¿Ah, sí? —preguntó el coronel.
    —Sí, parecidísima —explicó Aiuti —; se diría que es casi la misma, si no fuera porque...
    —Parece que en este pueblo acostumbran a mofarse de la gente, ¿no? —repuso gélidamente el coronel.
    —Tanto como acostumbrar... —respondió Aiuti con un gran embarazo —. Bien es verdad que de vez en cuando gastamos chanzas, pero Dios sabe que son pequeñeces sin mala intención.


    Los dos se dirigieron de inmediato en el automóvil a la casa de Morro. Durante los dos primeros kilómetros, la carretera corría entre los campos de la vaguada del valle; luego subía entre praderas desnudas y más tarde se adentraba en un bosque ralo con árboles altos pero endebles. Tres kilómetros después llegaba a la casa, situada en una planicie con un amplio claro. Desde allí se veía, y todavía hoy se ve perfectamente, el célebre Bosque Viejo que, extendido entre dos montes con forma de panettone, sube hasta lo alto del valle. Sobre la colina más alejada despuntaba un gran peñasco amarillo, de unos cien metros de altura, denominado el Cuerno del Viejo; desnudo y erosionado por los años, presentaba un aspecto siniestro, por lo que no inspiraba simpatías.

    En aquel primer viaje, contó después Aiuti, el coronel encontró motivo para irritarse en tres ocasiones.

    La primera fue porque en una curva muy escarpada de la carretera, un poco más abajo del claro, el automóvil se detuvo por falta de gasolina. Aiuti consiguió ocultar a Procolo, poco versado en motores de explosión, la verdadera razón por la que el coche se había parado. Dijo que siempre le sucedía lo mismo en aquella cuesta, porque el automóvil era muy viejo y no estaba para muchos trotes. El coronel no protestó, pero tampoco disimuló su enojo:

    —¿Y Morro cómo hacía? —preguntó.
    —Morro —respondió Aiuti— tenía una yegua y una calesa. La yegua, cosa extrañísima, murió justo al día siguiente de fallecer su dueño. Era un animal muy afectuoso.

    El segundo enfado del coronel tuvo lugar a los pies de un gran alerce completamente seco. Mientras los dos avanzaban a pie, habían oído un graznido en lo alto del árbol. Al mirar hacia arriba, Procolo había visto un pájaro negro de gran tamaño posado en una de las últimas ramas.

    Aiuti explicó que se trataba de la vieja urraca guardiana a la que el pobre Morro tenía en gran estima: pasaba día y noche encima del árbol y, cuando alguien se acercaba, avisaba a los que vivían en la casa. De hecho, el graznido se oía incluso a gran distancia. La habilidad del pájaro consistía en que sólo daba la voz de alarma en el caso de que alguien subiera a la casa; a los que bajaban, el animal no les daba ninguna importancia. Era un magnífico centinela.

    Procolo dijo enseguida que aquel asunto no le gustaba. ¿Qué garantía podía ofrecer un pájaro semejante? El tío debería haber puesto allí a un hombre si quería señales seguras. Y además aquel bicho en algún momento descansaría; ¿cómo podía, pues, vigilar mientras dormía? Aiuti señaló que la urraca por lo general dormía con un ojo abierto.

    —Bueno, bueno... —dijo entonces el coronel Procolo, poniendo fin a la discusión, y se echó de nuevo a andar golpeando con su bastón en el suelo, sin echar ni siquiera una ojeada a aquel bosque que comenzaba a ser suyo.

    La tercera vez que Procolo se irritó fue cuando llegó a la casa. Era un edificio antiguo, bastante complicado, que incluso se podría haber calificado de pintoresco.

    Lo primero que llamó la atención del propietario fue una veleta de hierro colocada sobre una chimenea.

    —Es una oca, ¿verdad? —preguntó.

    Aiuti admitió que la veleta tenía forma de oca; la había mandado hacer Morro haría unos tres años.

    A propósito de eso, el coronel dijo que, bajo su punto de vista, en aquella casa se imponían algunos cambios.

    Por fortuna llegó un ligero soplo de viento, de esos que casi nunca faltan en los bosques de cierta extensión, y el coronel pudo comprobar que la oca, al girar, no producía el menor ruido. Esa constatación pareció tranquilizarle un poco.

    Mientras tanto, Vettore, el criado del tío Morro, de unos sesenta años, había salido de la casa para anunciar al coronel que, con todos sus respetos, el café estaba servido.


    Capítulo IV


    Hacia las diez y media de la mañana del día siguiente, llegaron a la casa, debidamente anunciados por la urraca, cinco hombres. Eran los miembros de la Comisión Forestal, que venían a hacer una inspección.

    El jefe explicó al coronel que la ley imponía unas visitas de control para comprobar que los propietarios no hicieran talas abusivas. No había sido ése el caso de Morro que, aun habiendo explotado al máximo el bosquecillo que rodeaba el claro, y que debería ser respetado durante bastantes años, había dejado en excelentes condiciones todos los bosques ahora pertenecientes a Benvenuto y nunca había tocado el famoso Bosque Viejo, orgullo del valle. Pero las formalidades eran las formalidades y la inspección había que realizarla.

    El coronel se mostró algo reservado, pero en el fondo no le desagradó que aquellos señores le acompañaran enseguida a ver el Bosque Viejo, del que tanto había oído hablar.

    Procolo y la Comisión se pusieron en camino. Una vez atravesada la zona de bosque ya despoblada —el jefe de la Comisión se mostró sorprendido de que Morro hubiera ordenado abatir los árboles poco a poco, aclarando el monte alto, lo que exponía a éste a un tremendo peligro en caso de tormenta—, los seis llegaron a una valla, detrás de la cual comenzaba una zona de floresta más espesa, con abetos de diferentes calidades, venerables y altísimos.

    No se veían rastros de tala. Justo en el límite yacía tendido un gran árbol, probablemente derribado por la vejez o por el viento. Nadie se había preocupado de retirarlo y todas sus ramas se habían cubierto de un moho suave y verde.

    Surgió una discusión.

    El coronel preguntó si al menos en el Bosque Viejo podría realizar talas.

    El jefe de la Comisión respondió que no existían prohibiciones al respecto, pero que por supuesto no había que sobrepasar ciertos límites.

    Intervino entonces uno de los cuatro miembros de la Comisión, un tal Bernardi, un hombre alto y muy robusto de edad indefinida y expresión cordial:

    —Prohibiciones no hay —dijo—, pero confío en que usted, coronel, no sea menos que su noble tío. Son los abetos más antiguos que se conocen, y estoy seguro de que usted no tendrá la intención de...
    —Mis intenciones —interrumpió Procolo— no las conozco ni yo. Por otra parte, no me parece que haya motivo para tanto entrometimiento, perdóneme la expresión...
    —Escuche un momento —dijo el otro—, y no se enfade. En otro tiempo, hace muchos siglos, esta tierra estaba completamente pelada. Su propietario era el bandido Giacomo, conocido como Giaco, un hombre de gran iniciativa que poseía un pequeño ejército. Un día regresó sin un solo soldado, muerto de cansancio y herido. Entonces pensó: he de tener más cuidado, antes o después me seguirán y no tendré un agujero donde esconderme; debo plantar un bosque en el que poderme refugiar. E inmediatamente plantó esta floresta, pero como los árboles crecían muy despacio, tuvo que esperar hasta los ochenta años. Entonces reclutó un grupo de soldados y partió para una nueva empresa. Desde aquello han pasado muchos años, habría que hacer un museo, pero ¿quién le dice, coronel, que Giacomo no va a volver? Le diré más: se le espera de un momento a otro, tal vez regrese esta misma noche. Y vendrá seguramente sin un céntimo y sin un solo soldado. Le perseguirán cientos de hombres, quizá también mujeres, todos ellos armados con fusiles y palos. Él sólo tendrá una pequeña cimitarra y estará hambriento y cansado. ¿No cree usted que tiene perfecto derecho a encontrar su bosque para poderse ocultar en él? ¿Acaso no es suyo pese a todo?
    —Toda paciencia tiene un límite —saltó entonces el coronel—. Esto es un discurso de locos.
    —No me parece haber dicho nada absurdo —dijo Bernardi alzando la voz—. Tocar este bosque sería algo injusto, es lo único que le digo.

    Farfulló algunas palabras más y luego se alejó, internándose solo en el Bosque Viejo.

    El jefe de la Comisión, para justificar a su colega, observó que era un hombre extraño, un poco nervioso, pero que conocía los bosques como nadie; cuando se trataba de curar un árbol era el mejor.

    El coronel parecía ya mal dispuesto, y emprendió el camino de vuelta solo. En ese momento desde el interior del Bosque Viejo llegó una voz:

    —¡Coronel, coronel, venga un momento a ver!
    —¿Quién llama de esa manera? —preguntó Procolo al jefe de la Comisión.
    —No lo sé —contestó el otro, apenas sorprendido—; no tengo ni idea de quién puede ser.

    El coronel, que había reconocido perfectamente la voz de Bernardi, puso fin a la conversación de forma tajante:

    —Dígale de mi parte, si no le importa, que no admito ciertas confianzas.

    Y se dirigió hacia la casa acelerando el paso, mientras en el corazón de la floresta se hacía cada vez más débil el grito:

    —¡Coronel! ¡Coronel!


    Capítulo V


    El siguiente hecho sucedió uno o dos días después de la visita de la Comisión Forestal, no se sabe bien.

    Procolo paseaba después de cenar por la explanada de delante de su casa.

    El crepúsculo estaba a punto de finalizar cuando se oyó la señal de la urraca.

    El coronel preguntó a Vettore que quién podía ser a esas horas y éste respondió que no sabía.

    Al cabo de veinte minutos todavía no había llegado nadie. Fue entonces cuando la urraca graznó por segunda vez.

    —Una vez puede equivocarse, pero dos no se ha equivocado nunca —señaló Vettore.

    Sin dejar de caminar de un lado a otro de la explanada, el coronel estuvo esperando durante tres cuartos de hora sin que apareciera nadie. Finalmente decidió irse a descansar y encargó a Vettore que se quedara de guardia.

    Eran las nueve y media de la noche cuando apagó la luz y se colocó boca abajo para dormirse. Justo en aquel momento se oyó por tercera vez el aviso de la urraca. Pero no llegó nadie.

    El graznido se volvió a oír a las diez y media, a las once y diez, a las doce de la noche en punto, a las dos menos veinte, a las tres menos cinco y a las cuatro menos diecisiete minutos. Cada vez empezaba para el coronel una espera nerviosa que le quitaba el sueño. Cada vez encendía la luz y miraba el reloj de oro.

    A las cuatro menos once minutos, cuando por décima vez sonó la voz del pájaro, el coronel saltó de la cama, se vistió, cogió un fusil y algunos cartuchos y se dirigió por la carretera hacia el árbol donde estaba la urraca.

    Aquella noche había luna, apenas menguante.

    Al llegar al límite del bosque, aunque hubiera bastante luz, el coronel no sabía si había dejado atrás o no el árbol de la urraca. Pero de pronto, justo encima de su cabeza, resonó el ronco graznido del pájaro.

    Alzando los ojos, Procolo reconoció en una de las ramas más altas a la urraca guardiana. Entonces levantó el fusil, apuntó y disparó un tiro.

    Cuando se hubo apagado el eco de la detonación, sólo se oyeron los graznidos agudísimos de la urraca, que había sido alcanzada y se debatía sobre la rama. El coronel supo perfectamente que los graznidos eran terribles maldiciones.

    —Estaba harto de tus estúpidas bromas. No quiero perder el sueño por tu culpa —gritó Sebastiano Procolo—. Diez veces has dado la señal esta noche y no ha venido nadie.
    —¡Canalla! —gritaba la urraca—, me has herido gravemente, pero no te diré a quién he visto pasar esta noche. No, no te lo diré.
    —No has visto pasar a nadie —dijo el coronel—. La prueba está en que te has puesto a graznar incluso cuando me he acercado yo, que venía de la casa.
    —Es que me había quedado un poco adormilada y, cuando te he visto parado aquí debajo, no te he reconocido. Podías muy bien haber sido alguien que venía de abajo... ¿Acaso una no tiene derecho a equivocarse alguna vez?

    Mientras tanto, la urraca había descendido con mucho esfuerzo de rama en rama, hasta llegar aproximadamente a un cuarto de la altura del árbol. Para mantenerse derecha, herida como estaba, apoyaba las alas como si fueran muletas, tratando de ocultar su dolor.

    Se hizo un silencio y luego se empezaron a oír unos golpecitos regulares en la base del tronco. El coronel se dio cuenta de que eran gotas de sangre que caían desde lo alto.

    —¿Quién ha pasado por aquí? ¿Por quién diste la señal de alarma? —volvió a preguntar Sebastiano Procolo.
    —No te lo diré —respondió la urraca—, es inútil que insistas.

    Otro silencio. Se oyó de nuevo el repiqueteo sobre el tronco.

    —Quizá sea una herida de nada —observó el coronel.
    —Es igual, no te preocupes. Pensaba irme de este maldito sitio antes o después. Qué ingenuidad la mía, creía que me iban a agradecer los servicios prestados. De todas formas no aguanto más este sitio. Aquí todo es viejo, decrépito, putrefacto. Morro ha muerto. Y tú, mi querido coronel, tampoco estás para muchas bromas.
    —Si no te callas te disparo otro tiro —exclamó Procolo irritado.

    La urraca farfulló algo que no se entendió. Su graznido se volvió menos claro de lo normal, a duras penas le salía de la garganta.

    —Me has herido a traición —dijo finalmente la urraca—. Tal vez muera. Déjame, pues, que recite una poesía.
    —¿Una poesía?
    —Sí —asintió la urraca con tristeza—, es mi única distracción. Pero me cuesta. Las rimas no me salen casi nunca. Necesito por supuesto que alguien me escuche, si no, me es imposible. En este último año, sólo dos veces...
    —Vamos —la interrumpió el coronel—, date prisa...

    Se hizo un silencio que permitió oír el repiqueteo de las gotas de sangre, ahora más débil y menos frecuente. La urraca se irguió con todas sus fuerzas, apoyándose en las alas. Alzó la cabeza hacia la luna y luego se oyó su voz ronca, impregnada de dulzura:

    —Recuerdo los días en que me decían:

    Tú volarás muy bien
    tendrás una vida fácil y leve
    mucho más larga que la nuestra.»
    Esto me decían mis hermanos.
    Y yo me apresuraba a responderles:
    «No seré yo, sino vosotros los que tendréis
    una habilidad excepcional...


    Aquí la urraca se detuvo, jadeando, para advertir:

    —Lo siento, se me ha olvidado una sílaba. A veces me sucede, sin saber ni cómo ni por qué...

    El coronel hizo un gesto de indulgencia con la mano derecha.

    —Así que —continuó el pájaro— nos habíamos quedado en:

    ... No seré yo, sino vosotros los que tendréis
    una habilidad excepcional.
    Vosotros sí que os haréis famosos.
    Seguramente os levantarán monumentos.
    Seréis mucho mejores que yo
    y moriréis mucho más tarde.

    Y mis hermanos entonces me decían:
    «¿Por qué quieres ocultar tus méritos?
    Con tus aptitudes
    alcanzarás un gran éxito.»
    Entonces fingía irritarme:
    «No, hermanos, sois vosotros
    los que triunfaréis un día en las Américas
    entre rojas nubes napoleónicas.»

    No acababa aquí la discusión.
    En abril, en agosto, en septiembre,
    incluso en diciembre, entre los fríos vientos
    siempre estos eternos ensalzamientos.


    —¡Te ha salido una rima! —observó el coronel desde abajo.
    —Sí —respondió la urraca—, ya me he dado cuenta. Lástima que no...

    Sebastiano Procolo estaba atento. Vio la cabeza de la urraca aflojarse como si le hubiera fallado el soporte. Todo su cuerpo se dobló hacia un lado, permaneció un momento en equilibrio y después cayó de rama en rama, hasta que yació en la tierra.

    El coronel recogió el pájaro, lo sopesó en una mano y lo volvió a depositar en el suelo. Cuando se fue, la noche estaba a punto de finalizar.


    Capítulo VI


    Nos faltan datos acerca de cómo Sebastiano Procolo descubrió la existencia de los genios y del viento Matteo.

    Según Vettore, una noche Procolo se vio atraído por una luz que atravesaba el bosque y llegó hasta ella sin que nadie le viera. Se trataba de Bernardi que, a la luz de una linterna, acompañaba a casa a tres niños perdidos en el bosque; tres colegiales, compañeros de Benvenuto. Bernardi les había contado la historia, sin imaginar que el coronel les seguía y lo oía todo.

    Otros sostienen que el coronel conocía desde el principio el lenguaje de los pájaros y que obtuvo de ellos la revelación.

    Ninguna de las dos hipótesis resulta convincente, pero es indiscutible que Procolo no tardó mucho en conocer la verdad. De lo contrario, no habría pasado lo que pasó.

    Era una verdad antigua, que había sido revelada varias veces, pero en la que nadie creía. Por extraño que parezca, hoy en el Valle de Fondo sigue sin haber nadie que sea realmente consciente de ello; y aunque lean estas páginas, probablemente les dará lo mismo, hasta tal punto abundan entre esa gente los prejuicios y la superstición.

    Desde los siglos pasados, todos se habían dado cuenta de que el Bosque Viejo era diferente de todos los demás. Tal vez no lo confesaran, pero se trataba de una convicción generalizada. Sin embargo, nadie sabía decir en qué residía su diferencia.

    Fue a comienzos del siglo pasado cuando se descubrió realmente lo que ocurría. Lo que tenía de especial el Bosque Viejo supo describirlo perfectamente el abate Marco Marioni durante un viaje a aquel valle. El hecho no debió de parecerle demasiado excepcional, porque sólo lo menciona brevemente en las Notas geológicas y naturalistas de un sacerdote peregrino, publicadas en Verona en 1836.

    Son notas sucintas, pero muy claras:


    Complacióme, en aquel Valle de Fondo, recrear mi vista en una admirable visión; visité una frondosa floresta que aquellos montañeses denominan Bosque Viejo, singular por la altura de sus troncos, que supera con mucho la del campanario de San Calimero. Pude percibir que en aquellos árboles habitan unos genios que viven también en los bosques de otras regiones. Las gentes del valle, a las que pedí información, parecían desconocer su existencia. Creo que en cada tronco hay un genio, que a veces sale de él adoptando la forma de un animal o de un hombre. Son seres sencillos y benignos, incapaces de engañar al hombre. Dicha floresta mide en yugadas...


    Marioni fue el primero y el último naturalista que escribió sobre los genios del Bosque Viejo. La noticia, por lo demás, no era nueva en absoluto, porque en varias ocasiones, incluso antiguamente, había corrido de boca en boca por las calles de Fondo. Quizás algún leñador, convencido de la evidencia de los hechos, había hecho circular la voz. Sin embargo, todos lo habían considerado un rumor sin sentido.

    En realidad, los sucesivos propietarios del bosque y los habitantes del valle se habían dado cuenta de que aquellos abetos tenían algo especial; lo que explicaría el hecho de que no se hubieran realizado talas. Pero cuando alguien hablaba de los genios, se oían risas burlonas.

    Sólo los niños, aún libres de prejuicios, se daban cuenta de que el bosque estaba poblado por genios y, aunque tuvieran un conocimiento muy vago del asunto, hablaban con frecuencia de ello. Con el paso del tiempo, sin embargo, también ellos cambiaban de opinión, dejando que sus padres les imbuyeran necias patrañas.

    Debemos añadir que nosotros tampoco tenemos sobre los genios del Bosque Viejo noticias muy precisas. Parece ser, como escribió el abate Marioni, que podían adoptar apariencias de animales o de hombres y salir de los troncos, lo cual sucedía por lo visto en circunstancias muy excepcionales.

    Su fuerza, como así se demostró, no podía compararse en modo alguno con la de los hombres. Su vida estaba ligada a la existencia de sus árboles respectivos, y por eso duraba cientos y cientos de años.

    De carácter locuaz, permanecían generalmente en las copas de los árboles hablando con el viento y entre ellos durante días enteros. A menudo seguían conversando incluso por la noche.

    Parece ser, además, que conocían perfectamente el riesgo de ser aniquilados por los hombres si éstos se decidían a talar los árboles. Lo cierto es que uno de los genios, sin que los habitantes de Fondo lo imaginaran, trabajaba desde hacía muchos años para evitar el desastre: era Bernardi.

    Más joven y menos perezoso que sus compañeros, vivía casi siempre bajo forma humana entre los hombres con el único objeto de asegurar la salvación de sus hermanos.

    Para ello había conseguido que le nombraran miembro de la Comisión Forestal. Y se había esforzado durante años en persuadir a Morro de que no tocara el Bosque Viejo. Sabiéndole vanidoso, le había tocado en su punto débil: había conseguido que le incluyeran en la Comisión Forestal, que le otorgaran una condecoración al mérito y que le nombraran caballero. Cuando murió Morro, ordenó que se le erigiese un monumento, una estatua modesta, es cierto, pero tallada magníficamente.

    ¡Cuántos habían sido los sacrificios, las astucias, los esfuerzos de Bernardi para salvar a sus compañeros! Cuántas noches, mientras los otros genios en las copas de los abetos unían sus voces a coro para entonar sus canciones, Bernardi, para tener contento a Morro, había tenido que quedarse charlando con él de aburridos asuntos que no le importaban nada, o bien jugando a aburridos juegos de cartas ante una copa de vino que no le gustaba; mientras por la ventana, junto al aroma de preciosas resinas, le llegaba la voz profunda de sus hermanos, que cantaban despreocupados.

    En cuanto conoció al coronel Procolo y le oyó hablar de su intención de hacer talas en el Bosque Viejo, Bernardi comprendió enseguida que no serviría de nada intentar convencerle de lo contrario. Entonces, como última solución para salvar a sus compañeros, decidió recurrir al viento Matteo.


    Capítulo VII


    A principios de este siglo, el viento Matteo era muy conocido en el Valle de Fondo. Es más, pocos vientos habían alcanzado en el pasado una notoriedad similar a la suya.

    Fuera verdadera o no su celebrada fuerza, lo cierto es que todos le tenían terror. Cuando Matteo se aproximaba, las aves dejaban de cantar; las liebres, las ardillas, las marmotas y los conejos salvajes se escondían en sus madrigueras, y las vacas emitían largos mugidos.

    En 1904 había derrumbado la presa de Valle O., construida para alimentar una central hidroeléctrica. Parece ser que cuando los trabajos habían acabado y estaban a punto de soltar el agua, un vigilante de la obra, un tal Simone Divari, hablando con un compañero sobre la solidez de la estructura, había dicho que ningún terremoto ni ningún huracán podrían amenazarla. Aquellas palabras fueron oídas por casualidad, eso fue al menos lo que estableció la investigación gubernamental, por el viento Matteo, que se irritó enormemente. Tomando una gran carrerilla, se precipitó contra la pared y la derribó en el acto.

    Enormemente ambicioso, prefería señorear en el pequeño valle antes que vagar por las grandes llanuras y los océanos, donde podía encontrarse fácilmente con colegas mucho más fuertes que él. Sin embargo, hay que señalar el hecho de que incluso sus compañeros jerárquicamente superiores le tenían un gran respeto. En efecto, los potentísimos vientos que transportan las borrascas se paraban muchas veces a conversar con Matteo. Y ni siquiera con ellos el viento del Valle de Fondo renunciaba a sus maneras toscas y altaneras.

    Matteo adquiría un vigor especial dos horas antes del anochecer y en general alcanzaba el máximo de su fuerza con la luna creciente.

    Después de provocar las tormentas más fuertes, que ocasionaban en los pueblos del valle daños indescriptibles, Matteo parecía cansado. Se tumbaba entonces en valles solitarios y vagaba sosegado durante semanas enteras, absolutamente inofensivo.

    Por eso no siempre le odiaban. En aquellas noches de bonanza mostraba otra gran peculiaridad: se revelaba como un músico consumado. Soplando en medio de los bosques, unas veces más fuerte y otras más suave, el viento se divertía tocando; surgían entonces del bosque largas canciones, semejantes a himnos sagrados. Aquellas noches, después de la tormenta, la gente salía del pueblo y se reunía en el límite del bosque, para escuchar durante horas y horas, bajo el límpido cielo, el canto de Matteo. El organista de la catedral estaba celoso y decía que aquello eran tonterías; pero una noche le descubrieron también a él escuchando a Matteo al pie de un tronco. Estaba tan extasiado con aquella música que no se dio cuenta de que le habían visto.

    Fue en 1905 cuando uno de aquellos grandes vientos, venido del extranjero, aseguró a Matteo que en ningún otro lugar se descansaba tan bien como en las cavernas. Había que encontrar una lo suficientemente amplia como para poder girar en ella cómodamente. Según aquel viento, esto producía un gran alivio.

    A partir de aquel día, Matteo se puso a buscar una caverna. Encontró algunas cuevas pequeñas, en forma de pasadizo, donde no conseguía entrar del todo, y también una inmensa, en forma de iglesia, con un lago al fondo, pero ya estaba ocupada por un fortísimo viento oceánico, mucho más potente que él, que se había perdido. No había nada que hacer.

    Finalmente, la urraca guardiana, la centinela, le dio un buen consejo. En lo alto del Bosque Viejo, exactamente a los pies del Cuerno, donde comenzaban las rocas, había un agujero, grande como la boca de un pozo, por el que se entraba a una gran caverna esférica completamente deshabitada.

    Matteo corrió al lugar indicado. Una vez encontrada la entrada, tuvo que adelgazarse al máximo para colarse dentro, arrastrando tras de sí toda su cola. Luego comenzó a rotar lentamente por la inmensa cueva, sintiendo una gran satisfacción. Su movimiento producía un estruendo especial que salía al exterior con un efecto armonioso.

    Entonces los genios del Bosque Viejo, que sólo habían recibido agravios por parte de Matteo, salieron en silencio de los troncos y empujaron una gran peña hasta la boca de la caverna, aprisionando al viento. Matteo ponía todo su empeño en volver a abrir la salida, pero el agujero era demasiado estrecho para poder trabajar dentro de él y la peña demasiado pesada.

    Desde el exterior dejó de oírse el armonioso estruendo de antes, pero a través de una grieta, demasiado estrecha para permitir la huida, comenzó a sonar un silbido rabioso que formaba palabras. Eran atroces blasfemias que continuaron día y noche sin descanso. Los juramentos eran tales que todas las hierbas de alrededor se secaron y los árboles más cercanos perdieron parte de sus hojas.

    Con el paso de los años, sin embargo, el silbido se hizo más débil, las maldiciones cesaron, o casi, y las hierbecillas volvieron a nacer en las inmediaciones de la cueva bloqueada. Ahora a través de la grieta sólo salían lamentos: Matteo suplicaba que le devolvieran la libertad. La voz quejumbrosa se oía incesantemente y los animales salvajes se reunían con frecuencia delante de la roca y escuchaban maravillados.

    Matteo prometía devoción absoluta a quien le liberara. Prometía hacerle rico llevándole árboles arrancados de las lejanas selvas y manadas y rebaños alzados por el aire desde los más remotos pastos. Prometía darle un gran poder, como pocos reyes tenían sobre la tierra, aniquilar a sus eventuales enemigos y hacer, de acuerdo con su voluntad, que el tiempo fuera bueno o malo, reuniendo o alejando las nubes. Pasaba largas horas describiendo con todo lujo de detalle de qué forma demostraría su agradecimiento a quien le liberara. Al final, fuera no había nadie que le hiciera caso, excepto las hierbecillas, alguna liebre curiosa y algún grupo de pájaros aburridos.


    Capítulo VIII


    El coronel Procolo no sólo se enteró de todo esto, sino que además fue informado, no se sabe por quién, de que Bernardi, para impedir las talas del Bosque Viejo, tenía la intención de liberar al viento Matteo y desencadenarlo contra él. De ser así, Sebastiano Procolo estaba perdido.

    El coronel decidió adelantarse a Bernardi. Bajó personalmente a Fondo en bicicleta, contrató a cuatro obreros con picos, martillos, palancas, escoplos, pólvora y mechas, y luego subió a liberar a Matteo. De ese modo, el viento estaría a su servicio y ya no tendría nada que temer.

    Procolo y los cuatro obreros llegaron al pie del Cuerno del Viejo después de una fatigosa marcha bajo el sol. No tardaron en encontrar la peña que cerraba la entrada y Procolo pudo comprobar que el viento seguía prisionero: en efecto, proveniente de detrás de la gran roca, se oía una voz tenue y lastimera. El coronel, con una comprensible incertidumbre, comenzó las negociaciones. Tras ordenar a los obreros que se alejaran un poco para que no le oyeran, se acercó a la peña y, dando unos golpes en ella con su bastón, preguntó:

    —¿Quién habla ahí dentro?

    El silbido que llegaba desde el otro lado de la gran roca se volvió de pronto más intenso y se oyeron algunas palabras incomprensibles.

    Procolo se echó hacia atrás de forma instintiva, bastante desconcertado.

    —Dios mío —murmuró—, empezamos mal...

    Pero al cabo de unos minutos se repuso, volvió a acercarse a la piedra y pronunció más fuerte:

    —¿Juras obedecerme si te saco de ahí?

    El viento entonces silbó, articulando perfectamente:

    —Sí, claro que me comprometo.
    —Me llamo Procolo —añadió el otro—, soy el coronel Sebastiano Procolo.
    —¡Más fuerte! ¡No te entiendo! —silbó Matteo con tono molesto.
    —Sebastiano Procolo —silabeó casi exasperado el coronel—. Venga, jura, date prisa.

    El silbido pronunció de una forma muy clara:

    —Juro que si Bastiano...
    —¡Sebastiano! —rugió el coronel.
    —... que si Sebastiano Procolo me libera de esta caverna, yo le obedeceré siempre, destruiré cuando me lo mande a sus enemigos y haré surgir la tempestad o la calma según sus deseos. Juro demostrarle mi agradecimiento, aunque le cueste la vida a alguien. Mi vida quedará unida a la de Sebastiano Procolo hasta el fin de los días.
    —Perfecto —dijo el coronel—, ¿has acabado?
    —Creo que sí —respondió el otro desde dentro—. El juramento ya está hecho.

    Entonces el coronel volvió a llamar a los obreros con un silbato especial de baquelita y les explicó que había que hacer saltar aquella peña. Éstos se pusieron enseguida manos a la obra, con un gran martilleo. Procolo se retiró a la sombra del abeto más cercano, se secó el sudor de la frente y se sentó a esperar.

    A la primera explosión, la peña se rompió en diminutos fragmentos. La entrada se quedó casi despejada y se oyó en el interior un violento remolino, como de un inmenso lavabo que se vaciase. Después el viento empezó a salir.

    Matteo surgió girando sobre sí mismo en forma de tromba de aire, agitando el humo producido por la pólvora, para hacer el mayor efecto posible. Sólo había salido en parte, cuando el coronel, que se había puesto de pie, corrió hacia la entrada gritando con todas sus fuerzas:

    —¡Cuidado con mi bosque! ¡A menos que yo te lo ordene, deja en paz mi bosque!

    Blandía un bastón y los obreros lo miraban estupefactos. Se le había ocurrido que quizá el viento quisiera vengarse de los genios que lo habían aprisionado y destruir el bosque, por completo o en parte.

    —No tema, coronel —respondió con descaro Matteo, que se elevaba cada vez más hacia el cielo, chocando contra la pared del Cuerno y removiendo piedras, algunas de ellas de considerable grosor, que se desplomaban silbando.

    El coronel se alejó, poniéndose al resguardo, despidió a los obreros y se tumbó en la sombra a descansar. Durante aproximadamente una hora oyó que algo se movía por encima de su cabeza. Seguramente sería Matteo, que, después de aquellos veinte años de represión, estaba estirándose.

    Después el viento descendió y, soplando entre las ramas, preguntó al coronel si tenía alguna orden que darle.

    Después de meditar unos instantes, éste respondió que no, que volviera a presentarse ante él a la mañana siguiente.

    —¿Eso es todo? —preguntó Matteo con cierta ironía.
    —Sí, eso es todo —respondió el otro—. Por ser el primer día, te concedo un respiro.

    El viento se alejó y todo quedó en silencio. Poco después el coronel emprendió el camino de vuelta. Aquel día llevaba unos zapatos casi nuevos que crujían a cada paso, turbando la paz del bosque.


    Capítulo IX


    Fue el 15 de junio cuando el coronel ordenó que comenzaran las talas en el Bosque Viejo. Evitado definitivamente el peligro de Matteo, Sebastiano Procolo mandó que se talara una franja de árboles por en medio del bosque. Se abría así un paso útil para el eventual transporte de otros troncos desde lo alto del valle.

    Los obreros comenzaron por un gran abeto rojo, de unos cuarenta metros de altura, situado en el límite del bosque. Hacia las tres y media de la tarde, el coronel, acompañado del viento Matteo, salió de casa para ir a ver la operación.

    A medida que se acercaba, oía cada vez más claro el ruido de la sierra. Cuando llegó al sitio le sorprendió ver a un gran número de hombres situados en semicírculo alrededor del árbol.

    Matteo se dio cuenta de que eran genios venidos para asistir al final de su compañero. No estaban todos, sólo se habían reunido los de la zona. Entre ellos, Procolo reconoció enseguida a Bernardi.

    Eran altos y delgados, con los ojos claros, la expresión franca y el rostro curtido por el sol. Vestían trajes de paño verde confeccionados según la moda del siglo anterior, sin pretensiones pero muy limpios. Todos llevaban en la mano un sombrero de fieltro. La mayoría eran imberbes y tenían los cabellos canos.

    Ninguno pareció darse cuenta de que había llegado el coronel, que aprovechó para acercarse por detrás y ver mejor lo que estaba sucediendo. Cuando llegó junto a los genios, tocó con mucha circunspección el faldón de la chaqueta de uno de ellos, pudiendo comprobar así que se trataba de tela verdadera y no de una simple ilusión.

    Los leñadores continuaban su trabajo con una total indiferencia, como si no hubiera nadie observándolos. Entre cuatro de ellos manipulaban la sierra, con la que ya habían cortado la mitad del tronco. El quinto había subido al árbol para atar la soga con la que lo harían caer.

    Sentado sobre una gran piedra, cerca de la base del árbol, estaba uno de los genios, muy parecido a todos los demás: era el genio del abeto que estaban talando. Observaba el trabajo de los leñadores con gran atención.

    Todos estaban en silencio. Sólo se oía el ruido de la sierra y el rumor de las ramas movidas involuntariamente por Matteo. El sol aparecía y desaparecía detrás de las numerosas nubes. El coronel notó que sobre el abeto que estaban abatiendo no había un solo pájaro, mientras que los de alrededor estaban repletos de ellos.

    De pronto Bernardi se separó del semicírculo, avanzó por el terreno despejado, se acercó al genio que estaba sentado solo y le dio un golpecito con la mano en el hombro.

    —Hemos venido a saludarte, Sallustio —dijo en voz alta como para dar a entender que hablaba también en nombre de todos los demás compañeros. El genio del abeto rojo se puso de pie, sin dejar de mirar la sierra que roía su tronco.
    —Lo que está ocurriendo es muy triste, no estamos en absoluto acostumbrados a ello —continuó Bernardi con voz calmada—. Pero tú sabes que he hecho todo lo posible para tratar de impedirlo. Sabes que nos han traicionado y que nos han robado el viento.

    Y mientras decía esto dirigió su mirada, quizás por pura casualidad, hacia el coronel Procolo, escondido detrás de los genios.

    —Hemos venido a despedirte —continuó Bernardi —. Esta misma noche te irás lejos, a la grande y eterna floresta de la que tanto oímos hablar en nuestra juventud. La verde floresta que no tiene límites, donde no hay conejos selváticos, ni lirones, ni alacranes cebolleros que coman las raíces, ni barrenillos que excaven la madera, ni gusanos que devoren las hojas. Allá arriba no habrá tormentas: no se verán rayos ni relámpagos ni siquiera en las cálidas noches de verano.

    »Te reunirás con nuestros compañeros caídos, que han comenzado a vivir de nuevo, pero esta vez de una forma definitiva. Han vuelto a ser plantitas que crecen a ras del suelo, han vuelto a aprender a florecer y han ascendido lentamente hacia el cielo. Buena parte de ellos ya deben de haber crecido mucho. Saluda de mi parte a Teobio, si lo ves, dile que no ha vuelto a haber un abeto como él, y eso que han pasado más de doscientos años. Tal vez le agrade saberlo.
    »Sí, es un poco duro que te vayas así. Nos habíamos tomado cariño el uno al otro y todo esto nos resulta extraño. Pero algún día volveremos a encontrarnos. Nuestras ramas se volverán a tocar, reanudaremos nuestras conversaciones y los pájaros nos escucharán. Allá arriba hay aves grandes y bellísimas, de muchos colores, como no existen en estos lugares.
    »Te confieso que me había preparado un gran discurso, pero es mejor que hable así, de forma sencilla. Dentro de unos días, quizás mañana mismo, alguno más de nosotros se reunirá contigo; puede ser que sean muchos y puede que incluso entre ellos esté yo.
    »Encontrarás pronto tu sitio; con paciencia volverás a tener un tronco mucho más bello que éste. Los abetos de esa floresta alcanzan incluso los trescientos metros de altura y traspasan las nubes. En el fondo allí te encontrarás bien: mucho me temo que dentro de dos o tres meses te olvidarás incluso de tus hermanos del Bosque Viejo y no volverás a acordarte siquiera de los buenos momentos que hemos pasado juntos.

    Bernardi calló. El otro le estrechó la mano diciendo:

    —Gracias, ahora vete con los demás, porque me parece que el tiempo se está poniendo muy feo. No es el momento de andarse con ceremonias.


    Capítulo X


    Mientras Bernardi hablaba, se había desatado una tormenta. Gruesas nubes oscuras se amontonaban en el cielo y enérgicos vientos chocaban contra los árboles del bosque. Aquí y allá las ramas se quebraban de repente.

    Los genios habían tenido miedo de que sus árboles fueran derribados por el viento; cada uno de ellos pensó en su propio abeto y quiso ir a verlo. Lo cierto es que mientras Bernardi hablaba, los genios se habían ido alejando silenciosamente uno tras otro, dejando abandonado a su compañero en el último trance.

    De esa forma, en el límite de la gran floresta sólo quedaron los leñadores, Bernardi, Sallustio y el coronel. Pero Bernardi no tardó en alejarse también, internándose en la espesura.

    Sebastiano Procolo llamó a Matteo, porque pensó que tal vez hubiera sido él el que había provocado aquel temporal. El viento respondió enseguida y declaró que él no se había movido de donde estaba. Pero el coronel no las tenía todas consigo: estaba seguro de que, aprovechando la confusión, Matteo había dado algún que otro empujón a los abetos, junto a los otros vientos.

    Nadie pudo explicarse por qué Sebastiano Procolo, a pesar del mal tiempo que hacía, quiso quedarse en el bosque. Estaba inmóvil, ahora totalmente al descubierto, porque los genios se habían ido. El agitado movimiento de las ramas en el bosque producía un fuerte estruendo que a menudo conseguía acallar el ruido de la sierra.

    El genio del abeto que estaba a punto de ser abatido se levantó de improviso y se acercó al coronel.

    —¿Has venido para dar la contraorden? —preguntó.
    —¿Qué contraorden? —contestó Procolo.
    —Pensaba que el patrón, el coronel Procolo, había cambiado de idea y había ordenado que suspendieran la tala.
    —El coronel Procolo no ha dado ni una sola contraorden en toda su vida —repuso en tono gélido Sebastiano.
    —¿Lo conoces?
    —Desde hace muchos años.
    —Si esos hombres interrumpieran el trabajo —dijo el genio refiriéndose a los leñadores sin mirarlos—, tal vez sería posible que mi corte se cicatrizase, quizá podría seguir viviendo... —Luego se volvió de pronto, extendió la mano derecha como para señalar algo y gritó con voz desesperada—: ¡Mira allí abajo, mira!

    Por temor a que el viento tirara el árbol hacia la parte contraria a la que debía caer, los leñadores habían trabajado lo más rápido que habían podido y habían llegado a serrar casi todo el tronco. Ahora habían asido la cuerda y tiraban todos a la vez de ella para hacer caer el árbol.

    —¡Cuidado, señor coronel! —gritó uno de ellos, temeroso de que Procolo estuviera demasiado cerca y el árbol pudiera caerle encima.

    Pero el coronel no se movió. El genio, inexplicablemente, había desaparecido de pronto. Del cuerpo del abeto salió un desgarrador chasquido; el tronco comenzó a doblarse lentamente, con un movimiento cada vez más rápido. Después se derrumbó con un gran estruendo.

    Durante algunos minutos las ramas quebradas continuaron gimiendo. Finalmente se oyó tan solo la voz uniforme del bosque. Los leñadores recogieron sus herramientas y se alejaron a toda prisa de allí, porque el cielo se estaba poniendo cada vez más negro.

    Ni siquiera entonces se movió el coronel. Permanecía impasible mirando el abeto muerto, cuyas líneas se confundían en la oscuridad de la tormenta y de la noche, que llegaba repentinamente. El bosque se alzaba a pocos metros como una tétrica muralla y de él salía una voz que se hacía más grave por momentos.

    Parecía que Sebastiano Procolo ya no fuera capaz de moverse. Se quedó inmóvil durante media hora aproximadamente. Cuando se recobró ya había oscurecido, el vendaval aumentaba y caían las primeras gotas.

    Entonces, blandiendo el bastón, como si estuviera dominado por una terrible cólera, empezó a gritar:

    —¡Matteo! ¡Matteo!

    Pero nadie le respondió. Sólo se oían las voces altísimas de los otros vientos que azotaban el bosque y que él no conseguía entender.

    Llamó a Matteo seis veces más, en los intervalos entre un trueno y otro. Mientras tanto había echado a andar hacia la casa, tan rígido como siempre, pero con un evidente nerviosismo. Sus llamadas se perdían, tragadas por el estruendo del bosque. Poco después empezó a perderse; en la semioscuridad no conseguía encontrar el sendero por el que había venido. Ahora llovía a cántaros.

    De pronto, un hombre apareció por detrás de un tronco. El coronel vio que era Bernardi, pero de todas formas se mostró satisfecho:

    —Gracias a Dios que hay alguien —exclamó—, he perdido el camino.
    —Yo le acompañaré —dijo Bernardi—. Tengo que decirle algo.


    Capítulo XI


    No se sabe de qué hablaron exactamente los dos durante aquella larga conversación que se prolongó hasta el amanecer. El coronel se recluyó con Bernardi en su despacho y, para que Matteo no pudiera curiosear, cerró también las contraventanas. Aquella noche, en el despacho no hubo, pues, ningún testigo. Sólo a través de lo que sucedió después se puede colegir algo de lo que allí se dijo.

    Parece ser que Procolo dio a Bernardi su palabra de mandar suspender las talas en el Bosque Viejo. Quizá la muerte del abeto Sallustio le había impresionado ligeramente, pero lo que le acabó de convencer fue sobre todo la compensación que le ofreció el genio.

    Aunque vagamente, se sabe que el coronel adquirió con aquel pacto una auténtica potestad sobre los genios del Bosque Viejo. Los genios se comprometieron a recoger la leña y los viejos troncos caídos de una forma natural, y a transportar el material hasta el límite del claro, donde se podría cargar fácilmente en carros o camiones. Dada la extensión del bosque, la reserva de dicha leña era prácticamente inagotable. Calculando por lo bajo, Procolo podría obtener de la venta una ganancia mayor que con las talas; además, evitaba dañar el bosque. Por otra parte, sin la intervención de los genios hubiera sido absurdo pensar en poder recoger toda aquella leña esparcida por el bosque.

    De este pacto —el contrato se firmó el 15 de junio— provino el oscuro poder que ejerció Sebastiano y del que todavía hoy se habla con frecuencia en el valle. Nadie, antes de nosotros, conoció exactamente cuáles fueron las potestades del coronel; precisamente por eso surgieron absurdas habladurías, y la figura del ex oficial adquirió una aureola siniestra. Hay que señalar que en el grandísimo bosque perteneciente a Benvenuto se efectuaban mientras tanto talas controladas. La administración de éste, como se ha dicho, corría a cargo del mismo Procolo, tutor del muchacho.

    Por lo que nos consta, los derechos conferidos a Procolo se limitaban casi exclusivamente al suministro de la leña, ya que sobre los genios en particular no podía ejercer directamente su autoridad. Con eso y con todo, era un poder que jamás había tenido antes que él hombre alguno.


    Capítulo XII


    La noche del 21 de junio hubo fiesta en el bosque. Procolo se dio cuenta de ello alrededor de las diez. Sin explicarle el porqué, preguntó a Aiuti, que se había quedado con él para hablar de negocios, si conocía algún sendero para entrar en el Bosque Viejo y si le podía acompañar. El otro respondió que sí. Hay que decir que, al anochecer, el viento Matteo había notado que debía alejarse de la casa hasta la mañana siguiente.

    En media hora, Procolo y Aiuti llegaron al límite del bosque. Iluminándose con una linterna, los dos se adentraron por una especie de sendero hacia el corazón de la floresta, y continuaron caminando rápidamente hasta el borde de un amplio claro iluminado por la luna.

    Alrededor de él había unos abetos impresionantes, todos impregnados de tinieblas. En medio había un prado regular y en él yacía atravesado un árbol, muerto quién sabe desde hacía cuántos años, ahora desnudo de ramas y de follaje.

    En aquel lugar se celebraba la fiesta. No había en realidad nada que llamara la atención, exceptuando los fuegos fatuos que se deslizaban por los abetos, la purísima luz de la luna y la presencia de innumerables genios reunidos en el límite del claro. El coronel apenas los distinguía, acuclillados en la sombra, inmóviles y silenciosos como si esperaran algo.

    Nada más salir ambos de la espesura del bosque la linterna se apagó. Sobre este detalle hubo muchas discusiones: algunos sostenían que el coronel había apagado la luz adrede por temor a ser visto, pero evidentemente no sabían qué clase de hombre era el coronel Procolo.

    Los dos se detuvieron donde casi acababa la sombra y se pusieron a observar lo que estaba sucediendo.

    —Me parece ridículo, no ocurre nada especial —dijo Procolo a Aiuti, y soltó una especie de risita que resonó de una forma terrible en el profundo silencio.
    —Con su permiso, yo me voy —dijo entonces Aiuti—. Debo ir hasta Fondo. Mañana tengo que trabajar.

    El coronel ni siquiera le despidió, atento como estaba a un largo sonido que se expandía por el bosque. No le pareció una voz nueva. Poco después reconoció al viento Matteo. En ese mismo momento se oyeron a lo lejos unos vagos toques de campana. Procolo miró su reloj: era medianoche.

    A esa hora, en efecto, el viento comenzó un concierto. Giraba alrededor del claro, contra los troncos desnudos y las ramullas, produciendo una música.

    Los acordes se volvieron cada vez más abundantes, hasta que se pudo distinguir un auténtico canto:

    —Los hombres nunca lo vieron, / cuando en las tardes de otoño / pasaba por las casas, / diseminando sus largas huellas, / sobre el polvo de los caminos blancos, / caminos por lo general desiertos, / cubiertos por cielos tormentosos. / Los hombres, que estaban ocupados en sus cosas, / miraban hacia otra parte, / cuando él, vestido de oscuro, / pasaba cerca de las casas. / Sólo después lo notaban. / «¿Habéis visto sus huellas?», decían. / «Debe de haber pasado por aquí, / ¡ay, Jesús!» / Sólo yo me lo he encontrado, / yo que en las tardes de otoño / galopo a menudo por los caminos / olvidados por los hombres. / Aquel día él llevaba a la espalda...

    Aquí el viento se interrumpió un momento:

    —... llevaba a la espalda... no, no era así, ya no consigo acordarme, han pasado más de veinte años y estas historias nunca las he repasado. Decidme, genios del bosque, ¿os acordáis vosotros de cómo continuaba?
    —Ha pasado demasiado tiempo desde entonces —respondió desde la sombra uno de los genios—, no sabría decirte a ciencia cierta. Pero puedes probar con otra.

    Se volvió a oír la voz del viento:

    —Probaré con la historia del testamento del búho real, / que nadie ha conseguido encontrar / y sin embargo en algún sitio está / o en la grieta de alguna roca / o bajo la corteza de un árbol / o sepultado bajo tierra / en una urna de cristal. / Enormes eran sus riquezas / montones de oro alternados con montones de rubíes. / A pesar de eso, el búho se consumía de insomnio / porque sin concederse ni una hora de reposo / continuaba escribiendo el testamento / temiendo que no le diera tiempo a acabarlo. / Llevaba escritas tres mil páginas...

    El viento se interrumpió de nuevo.

    —Llevaba escritas tres mil trescientas páginas... No, tampoco era así, no me acuerdo bien. ¡Eh, búhos! Búhos, respondedme: ¿os acordáis de cómo seguía?

    Desde lo alto de un abeto llegó una voz ronca:

    —Aunque me acordara, no te soplaría ni una sola palabra. Confieso que esa historia del búho real nunca me ha gustado demasiado. Es más: me parece una historia inmoral.

    El viento entonces volvió a comenzar por tercera vez. En su voz se notaba una clara excitación. Matteo se daba cuenta de que esas repetidas amnesias suyas amenazaban el éxito de la fiesta.

    —Contaré entonces la historia de Dosso, / el niño que no tenía miedo. / Todos los animales lo temían, / hubieran deseado que muriera. / Y por la noche, mientras él dormía, se reunían alrededor de su casa / y aullaban todos hasta el amanecer / con el fin de aterrorizarlo. / Dosso se despertaba enfurecido / y se ponía a disparar con una escopeta. / Una noche mataba un zorro, / otra noche una garduña / o bien perros, marmotas o erizos. / Pero cada noche los animales volvían, / y cada noche así le decían: / «Si tienes valor, ve a abrir la gruta gris / donde está encerrado el bisonte». / Y una mañana Dosso fue a la gruta gris / y abrió con esfuerzo la puerta de hierro. / El bisonte no salió, / sólo emitió un mugido / que dejó sordo al niño. / Entonces...

    Y Matteo volvió a pararse:

    —De ésta tampoco me acuerdo... verdaderamente se me han olvidado todas.

    Pero en ese momento, desde el límite del claro, se alzó una voz menuda y aguda, una voz de niño:

    —¡Sí! ¡Yo la recuerdo! La he encontrado en un viejo cuaderno —y continuó la historia de Matteo, cantando la melodía adecuada.
    —Entonces Dosso sintió mucho miedo / y huyó temblando hasta su casa. / Desde entonces no se le volvió a ver corriendo con la escopeta por los prados y los bosques, / sino que se quedaba sentado delante de su casa. / Los animales no sabían qué le pasaba / pero lo veían muy cambiado. / No volvieron a atormentarlo por la noche, sino que, por el contrario, evitaban hacer ruido / para no despertarle. / Ignoraban que Dosso ya no oía nada. / Incluso un gallo que siempre se equivocaba de hora / y solía cantar cuatro horas antes del amanecer / también ahora callaba / para no interrumpir el sueño del muchacho.

    El que cantaba era un niño. El coronel, que estaba bastante cerca de él, lo observó con atención, pero no consiguió verlo bien a causa de la densa sombra.

    Nada más aparecer el muchacho continuando la canción interrumpida, el viento Matteo se había animado y había fundido su voz con la de él. Los dos cantaban al unísono, como si hubieran ensayado muchas veces. Matteo, que había recuperado la seguridad, extraía del bosque sonoridades perfectas, como solía hacerlo veinte años antes. Las copas de los abetos se mecían siguiendo el ritmo de la canción.

    Al final, el muchacho avanzó dos o tres pasos y penetró en la zona iluminada por la luna. El coronel reconoció a Benvenuto.

    Sin dudarlo, se dirigió a su encuentro con aire amenazante:

    —¿Quién te ha dado permiso para salir del internado por la noche? —gritó.

    Aterrorizado por la aparición de su tío, Benvenuto dio media vuelta nada más oír las primeras palabras y huyó por el bosque, junto a tres o cuatro compañeros que hasta aquel momento habían estado sentados en la oscuridad.

    Cuando se hubieron alejado los muchachos y en los más profundos rincones del bosque se hubo apagado el eco de sus voces, Procolo avanzó hacia el centro del claro ordenando en voz alta:

    —¡Vamos, continuad! Esa música no estaba nada mal.

    Pero el canto de Matteo se había detenido de repente, dejando paso a un grave silencio. Procolo se dio cuenta de que, sin hacer ruido, los genios se iban alejando rápidamente. Uno de ellos avanzó hacia el centro de la explanada con un grueso barril y, golpeando con los nudillos de los dedos en las duelas, llamó a los fuegos fatuos, que uno a uno descendieron hasta el suelo y se deslizaron dentro del recipiente. Cuando los hubo recogido todos, también él se internó en la espesura.

    Procolo divisó, sin embargo, un último genio que se había demorado en el límite del claro.

    —¿Qué pasa aquí? —gritó—. ¿Habéis interrumpido la fiesta porque los niños se han ido? No es por nada, pero aún quedo yo.

    El genio fue al encuentro del coronel. Se trataba de Bernardi.

    —No puedo hacer nada —contestó—. A lo que parece, Matteo se ha ido. Y además, confieso que mis compañeros siempre han sentido inclinación por los niños.
    —En definitiva, sois iguales que los hombres —dijo el coronel con tono amargo—. Mientras eres pequeño, todos te colman de atenciones; pero después, cuando te haces mayor, nadie te mira.
    —Quizá no sea ése el problema —repuso Bernardi lentamente—. Al llegar a cierta edad todos los hombres cambiáis. No os queda nada de cuando erais pequeños. Os volvéis irreconocibles. Tú también, coronel, en el pasado debías de ser diferente...

    Los dos se quedaron frente a frente durante unos instantes, sin decir una sola palabra. Después Bernardi se despidió y se dirigió lentamente hacia la espesura del bosque, que ahora era todo soledad y silencio.

    Finalmente, también el coronel se movió, haciendo oscilar y chirriar un poco la linterna apagada. A los seis o siete pasos se detuvo de pronto y volvió la cabeza hacia atrás: había tenido la impresión de que alguien le seguía.

    Miró, pero no había nadie. Todo estaba inmóvil y tranquilo bajo la luz de la luna. Se dio cuenta no obstante de que llevaba detrás de él una sombra negra y larguísima, absolutamente descomunal. El hecho de que la luna estuviera desapareciendo bajo la línea del horizonte y sus rayos fueran muy oblicuos no bastaba para explicar aquella excepcional longitud.

    El coronel dio algunos pasos más y después se volvió de nuevo:

    —¿Qué quieres de mí, sombra maldita? —preguntó con voz furiosa.
    —Nada —respondió la sombra.


    Capítulo XIII


    Vagan a menudo por los valles desiertos deseos funestos de origen desconocido. Prosperan en la soledad, infiltrándose en el fondo del corazón. Para infectarse de ellos basta a veces tan solo con haber contemplado durante mucho tiempo los bosques en los días de tramontana, o haber visto nubes en forma de cono, o haber pasado por ciertos inexplicables senderos que se dirigen en diagonal hacia el noroeste. Y eso fue lo que le sucedió al coronel Procolo: una noche nació en él una idea que poco a poco fue desarrollándose, el deseo de que Benvenuto muriera.

    Desde las primeras inspecciones en su bosque, Procolo llegó al convencimiento de que Morro había sido muy injusto dejando a Benvenuto la mayor y mejor parte de la floresta. Los problemas que le había dado el Bosque Viejo y la historia de los genios le habían puesto además de muy mal humor. Su sobrino, al que había visto en total seis o siete veces, incluido el encuentro durante la fiesta en el bosque, y al que había considerado un infeliz, le importaba en verdad muy poco. Sin embargo, empezó a sentirlo como un peso, lentamente aprendió a odiarlo y finalmente abrigó la esperanza de que el muchacho desapareciera para quedarse él como dueño de todo.

    Nadie, excepto quizás el viento Matteo, pudo darse cuenta de los solitarios pensamientos que maduraban en la mente de Procolo, alimentados por los malignos maleficios del bosque.

    Pero los que se acercaban a él en aquella época percibían en sus miradas una luz insidiosa, sentían en sus palabras una extraña resonancia; e inconscientemente trataban de poner fin rápidamente a la conversación, como si se esperara de él alguna salida desagradable.

    El insano pensamiento del coronel finalmente salió a la superficie. La mañana del 23 de junio, alguien digno de toda confianza cuyo nombre, sin embargo, no podemos decir, oyó la siguiente conversación entre Procolo y el viento Matteo, que tuvo lugar delante de la casa del primero.

    —Esta noche he soñado —dijo el coronel— que Benvenuto había muerto.
    —Al fin y al cabo no es un sueño tan absurdo —observó el viento—. Benvenuto es más bien enfermizo.
    —He soñado que Benvenuto había muerto —continuó Procolo— y que yo me había convertido en el dueño de todo su bosque.

    El viento no dijo nada.

    —Me había convertido en el dueño de todo el bosque —volvió a repetir el coronel tras una pausa.
    —Será mejor que hables claramente —dijo entonces Matteo—. ¿Tú quieres que yo lo mate?

    El coronel no respondió.

    —Si sólo es eso —añadió el viento—, no me costará mucho. Al contrario, me servirá para mantenerme en forma. ¿Qué te parece una buena ráfaga en el momento oportuno, coronel? Nadie sospecharía nunca nada.
    —De acuerdo —contestó Procolo—, porque además me has jurado obediencia.


    Capítulo XIV


    El internado donde vivía Benvenuto se alzaba a unos ocho kilómetros por encima de Fondo, al lado de una carretera. No mucho más arriba, comenzaban los bosques de coníferas. Pero aún era necesario recorrer un kilómetro más para llegar al Bosque Viejo.

    Cuando el 24 de junio, alrededor de las dos de la tarde, Benvenuto, durante una hora de libertad, subía hacia el bosque por motivos que no sabemos, el viento Matteo le atacó.

    El muchacho notó de pronto que se le echaba encima una fuerza desconocida. Cayó de lado en el prado. Después se levantó asustadísimo y se echó a correr jadeando hacia el internado.

    Habría pedido ayuda a algún compañero si no se hubieran burlado de su debilidad física con tanta frecuencia. Esta vez también se habrían reído de él.

    Quería llegar al colegio, pero no lo conseguía. Matteo lo empujaba de lado y le hacía desviarse. No comprendía bien lo que le estaba pasando, pero seguía corriendo desesperado.

    Muy pronto, se alejó lateralmente del colegio y bajó por una amplia depresión herbosa, cayéndose de vez en cuando al suelo bajo los golpes del viento. Ahora estaba completamente aislado, tal y como había querido Matteo. Cuando no hubiera nadie para verlo, el viento le daría el golpe de gracia.

    Matteo comprendió que si el muchacho llegaba al bosque circundante, al otro lado del valle, habría tenido que realizar, por la resistencia opuesta de los troncos, un cuádruple esfuerzo. Pero no pensó que Benvenuto pudiera encontrar refugio en una pequeña cabaña abandonada que surgía en medio del prado.

    El muchacho, extenuado por la terrible carrera, se precipitó dentro de la choza, resoplando de cansancio. Trató de cerrar lo mejor posible la puerta de tablas mal pegadas, se apoyó en ella con todo el cuerpo y finalmente empezó a llorar y a gritar desesperado.

    Benvenuto supo que aquel viento era Matteo por el ruido que hacía al chocar contra la cabaña. Esto pareció tranquilizarlo un poco. Dejó de gritar para llamarle:

    —¡Matteo! ¡Matteo!

    Pero no obtuvo respuesta.

    La cabaña de madera se tambaleaba bajo las ráfagas del viento. Los rayos de sol que entraban por las rendijas temblaban en el suelo. Todo parecía estar a punto de romperse.

    Benvenuto notó que en la voz ininteligible del viento había una ira maligna, un deseo de hacer daño.

    —¡Cabaña, resiste! —gritó el muchacho—. ¡Virgen! ¡Virgen Santa!
    —Eso quisiera yo —respondió la cabaña—, pero ya no tengo los huesos de otro tiempo. Hago lo que puedo, pero no creo que pueda resistir mucho.

    Temblando de terror, Benvenuto seguía haciendo fuerza contra la puerta, esperando que Matteo diera el golpe final. También él había oído hablar de la historia del embalse, de las terribles cóleras de Matteo y de sus destrucciones.

    En un determinado momento el silbido del viento cesó.

    —¡Va a tomar carrerilla! —dijo crujiendo el tejado de la cabaña—. Ahora sí que estamos perdidos.

    Se hizo un enorme silencio. Benvenuto sollozaba quedamente.

    Después se oyó un zumbido lejano, como de un grupo de abejorros. El zumbido se aproximó, cada vez más fuerte, hasta que Matteo se lanzó sobre la cabaña.

    Pero la cabaña no se hizo pedazos. Las tablas crujieron dolorosamente, como nunca les había sucedido, pero permanecieron unidas las unas a las otras.

    Cuchillas de viento irrumpieron por las rendijas, sobre todo a través de la puerta, pero también ésta resistía. Sí, aquel descoyuntado chamizo no cedía al viento Matteo. Todas sus partes estaban a punto de salir volando, el techo casi se había abombado y algunas tablas vibraban como hojas de papel, pero, mal que bien, la cabaña conseguía defenderse.

    Matteo fue presa de la furia.

    —Te voy a destrozar, ¡choza maldita! —silbó claramente—. ¡A ti y a ese desgraciado que tienes dentro!

    Y volvió a coger carrerilla, volvieron a pasar eternos momentos de espera, se volvió a oír el zumbido aproximarse, el zumbido se transformó en un silbido, la cabaña crujió como antes y se retorció toda en un espasmo. Benvenuto lanzó un débil grito implorante, pero al final las paredes volvieron a permanecer en pie.

    Tres, cuatro veces, se ensañó Matteo con la cabaña, sin conseguir destrozarla. A la quinta vez, el ímpetu del viento pareció atenuarse. A la sexta, se notó claramente que Matteo había agotado sus recursos.

    —Calla, creo que me he salvado —dijo en voz muy baja el muchacho, que empezaba a cobrar ánimos.
    —Se nota que no conoces a Matteo —murmuró la cabaña—. Ha derribado una presa como si fuera de cartón ¿y quieres que yo le haga frente? Eso lo hace para hacernos sufrir más. Para él, lanzarme por los aires es un juego de niños. ¡Mira en qué lío estoy metida por tu culpa!
    —Te digo que estamos salvados —repitió lleno de esperanza el muchacho—. ¿No le oyes? Ahora está muerto de cansancio.

    En efecto, los golpes del viento se volvían cada vez menos intensos y más breves. Los crujidos de las tablas, menos profundos. Después de quince minutos aproximadamente, los rayos del sol que entraban por las rendijas ya no danzaban en el suelo. Se seguía oyendo la voz rabiosa de Matteo, pero ahora ya sin fuerza.

    —Empiezo a pensar que tienes razón —dijo la cabaña—. ¡Dios quiera que esta vez también nos hayamos salvado. Ya no es el Matteo de antes, ésa es la cuestión. He oído decir que ha estado preso durante veinte años. Ése debe de ser el motivo de su cambio. No se está encerrado tanto tiempo impunemente...

    Pero Benvenuto no quiso quedarse más tiempo oyendo la cháchara de la cabaña. Reanimado, abrió la puerta y echó a andar por el prado, bajo el sol.

    —¡Matteo! —gritó—. ¡Responde!

    El viento no le respondió. Al ver aparecer al muchacho en el umbral de la puerta, Matteo, enfurecido por el fracaso, se había ido blasfemando.


    Capítulo XV


    No fue ésta la mayor amargura de Matteo en aquellos días. A la tarde siguiente, deslizándose por el Valle de Fondo, se encontró con otro viento de notable entidad.

    —¿Qué haces tú aquí? —preguntó Matteo en tono grosero.
    —Con tu permiso, soy el viento del valle —repuso el otro—, me llamo Evaristo.

    Después de ser liberado de la caverna, Matteo no se había enterado de que en aquellos veinte años había sido sustituido en el Valle de Fondo por otro viento. Nadie, ni siquiera las piedras, se había atrevido a decirle la verdad, por temor a sus iras. De modo que lo supo a través de su mismo rival.

    Conviene señalar que toda la población del valle estaba en conjunto bastante contenta con Evaristo. Tampoco es que él fuera su ideal, pero en aquellos veinte años nunca había causado grandes destrozos y, aunque era un poco perezoso, respondía casi siempre a las llamadas de las gentes del valle, cuando éstas, desesperadas por la sequía, organizaban procesiones propiciatorias. Evaristo salía entonces de su habitual letargo y reunía, sin fijarse demasiado en la calidad, un número de nubes suficiente para regar los campos agostados.

    Cuando regresó Matteo, Evaristo, como es lógico, no se mostró en absoluto dispuesto a cederle el puesto que ahora ocupaba con tanto decoro, si no gloria, desde hacía tantos años. Aquel día, cuando Matteo le dio la orden expresa de marcharse, respondió que él no deseaba que hubiera injusticias. La cuestión de a quién debía corresponder el señorío del valle debía decidirse con equidad, por lo cual harían una competición: el más fuerte vencería.

    Matteo captó perfectamente el escarnio que ocultaba aquella propuesta: también Evaristo pensaba que él ya no era el mismo Matteo de antes, sembrador de espanto. Perdiendo los estribos, prorrumpió en invectivas y amenazas de una vulgaridad inusitada:

    —Te has olvidado de muchas cosas —silbaba Matteo—. Yo haré que las recuerdes. Mañana, a esta misma hora, organizaré en este valle un temporal como nadie ha visto jamás. Impídemelo, si puedes.
    —Tú no te imaginas cómo pasan los años —respondió Evaristo sin perder la calma—. Sería mejor que te retiraras: ahora tienes todavía un nombre, un cierto prestigio, mañana podrías perder incluso esto. El destino es igual para todos: para algunos el tiempo pasa más deprisa, para otros va más despacio, pero en el fondo es siempre lo mismo. Ten cuidado con lo que haces, Matteo, podría decirte cosas muy crueles. ¡Resígnate ahora que estás a tiempo!

    Pero Matteo se fue lanzando un montón de maldiciones. La suerte estaba echada.

    Misteriosos mensajes que escapan al conocimiento humano difundieron como un relámpago la noticia por todo el valle. Y la tarde del 26 de junio de 1925, toda la población, tras atrancar cuidadosamente las casas, subió a la cima de los montes circundantes para asistir a la lucha. El fondo del valle, donde se temía que se desencadenara el huracán, quedó prácticamente desierto. Viejos enfermos se hicieron transportar en camilla a los mejores puntos panorámicos. Y los que tuvieron la posibilidad, condujeron sus rebaños a refugios alejados y bien resguardados.

    Se vio a gatos vagabundos abandonar las casas de Fondo y trepar por las vertientes más escarpadas. También las liebres, las ardillas, alguien dijo que incluso los ratones, se refugiaron en los montes. El fondo del valle se quedó completamente desierto y silencioso; no se oía el canto de un solo pájaro. El único que quiso permanecer en su puesto fue el campanero, para hacer resonar, en caso de grave peligro, la campana mayor.

    El perfil de las montañas, donde no estaba cubierto de bosque, bullía de figuras humanas. Se podría haber pensado que era una grandiosa verbena si la gente hubiera mostrado más alegría. Pero, en lugar de eso, todos estaban asustadísimos. Al episodio de Benvenuto, los que lo conocían, no le daban demasiada importancia, pero sí se acordaban en cambio de las ruinosas cóleras de Matteo, de la presa que había derrumbado, de aquel árbol partido en dos, de aquel puente derribado, de aquellas vacas lanzadas al barranco.

    De la fuerza de Evaristo, aunque lo conocieran desde hacía veinte años, no sabían demasiado. Pero parecía demasiado flemático, demasiado amante de la vida tranquila. ¿Qué confianza podía inspirar un viento que se pasaba las horas muertas arremolinado entre los muros de una antigua iglesia en ruinas?

    Evaristo, en efecto, solía pasar temporadas dentro de un antiquísimo templo gótico de grandiosas proporciones llamado San Gregorio de las Lagartijas, por la extraordinaria abundancia de tales bichos entre sus muros. Surgía en una localidad situada a unos ochocientos metros por encima de Fondo, en medio de los bosques. Una parte del tejado resistía todavía y la estructura principal se mantenía muy sólida. Resulta verdaderamente inexplicable que ni los historiadores ni los críticos de arte se hayan ocupado absolutamente nunca de este originalísimo monumento, de estimable arquitectura y ciertamente rico en acontecimientos curiosos.

    El día se había mantenido limpio y fresco, a pesar de lo avanzado de la estación. Tres o cuatro nubecillas aisladas provenientes del noroeste habían realizado su acostumbrado trayecto sobre el valle y habían desaparecido una tras otra detrás de las verdes cimas. Hacia las cuatro de la tarde la atmósfera comenzó a agitarse ligeramente; era evidente que Evaristo vagaba nervioso en espera de su enemigo.

    Los viejos del valle con más experiencia señalaron que las circunstancias eran, por fortuna, desfavorables a Matteo. Dada la gran serenidad de la atmósfera, el viento tendría que ir a recoger las nubes muy lejos y ya no podría llegar tan fresco al lugar del reto.

    En efecto, a las cuatro y media de la tarde, Matteo no había encontrado todavía una sola nube. Corría, con angustiosa inquietud, por las cadenas de montañas, manteniéndose a gran altura para tener una visibilidad más amplia. Pero el horizonte estaba completamente despejado en todas partes.

    Ya iba a regresar maldiciendo su suerte, cuando su voz rabiosa fue oída por un fortísimo viento transcontinental, de desmesurada potencia, que navegaba a gran altura. Era un célebre viento-pirata que siempre había sentido simpatía por Matteo. Se hizo explicar el asunto y, aunque tenía prisa, quiso ayudar a su débil amigo. Alejándose a la velocidad del relámpago, al cabo de unos minutos estuvo de vuelta transportando un ciclópeo castillo de nubes que muy pronto campeó en el cielo; eran nubes sólidas y compactas, de extraordinaria factura. Matteo ahora tenía nubes para dar y tomar.

    Al ver que Matteo estaba muy nervioso y ya un poco extenuado por su afanosa búsqueda, el viento transcontinental quiso ayudarle empujándole las nubes hasta la entrada del Valle de Fondo. Matteo seguía su estela, recogiendo, aunque no fuera necesario, los jirones de nubes que inevitablemente quedaban diseminados por el camino.

    A pesar de esto, Matteo llegó con retraso. A las cinco y cuarto de la tarde, cuando muchos pensaban que el famoso viento ya no vendría, otros se disponían a volver silbando al pueblo y Evaristo —esto lo supieron muy pocos— comenzaba a sentirse moralmente aliviado, se perfiló hacia el sur la cabeza plateada del nubarrón.

    Gracias al fortísimo empuje ejercido por su protector, Matteo pudo hacer llegar en pocos minutos y sin problemas el montón de nubes hasta casi lo alto del valle. La maniobra fue muy rápida pero bastante desordenada. Dispersados como por ensalmo, los nimbos perdieron densidad. El valle se sumió en una fúnebre oscuridad, pero en el cielo quedaban algunos claros por donde se colaba el sol. Mientras las nubes estuvieran tan mal repartidas, era imposible que se produjera el temporal.

    En cualquier caso, el efecto fue impresionante. Los hombres se quedaron sin respiración, las mujeres cayeron de rodillas santiguándose y por el pueblo comenzó a expandirse el sonido de la campana mayor.

    Sin embargo, Evaristo no perdió la calma. Hacer frente a aquella caterva de nubes y expulsarlas fuera del valle hubiera sido imposible incluso para un viento más fuerte que él. Comprendió que era una cuestión de minutos. Si Matteo conseguía reunir de nuevo los nimbos, habría perdido la batalla.

    Con prontitud, pero sin precipitación, Evaristo trató entonces de aumentar el desorden, de ensanchar los claros ya abiertos y de desgastar al mismo tiempo el cuerpo de los nubarrones negros, corriendo alrededor de ellos y desintegrándolos poco a poco. Era su última esperanza.

    Evaristo, que ya se había considerado perdido al ver irrumpir aquella espantosa masa de nimbos, recuperó la confianza, pues se dio cuenta de que Matteo no oponía ninguna resistencia.

    A derecha e izquierda sonaban unos truenos terribles, pero el cúmulo de nubes se iba disolviendo poco a poco. La multitud reunida sobre los montes daba grandes gritos de ánimo.

    Sobre una roca muy expuesta se hallaba subido Simone Divari, el guarda de la presa de Valle O., aquel que con sus palabras había provocado las iras de Matteo muchos años antes. En el derrumbe de la presa había resultado gravemente herido y ahora tenía que caminar con muletas.

    La lucha entre los dos vientos le había excitado terriblemente:

    —Conque has vuelto, ¿eh? —gritaba agitando los puños—, ¡viento infernal! Si Dios quiere, a ti también te ha llegado tu hora. Desde el primer momento me he dado cuenta de que las tornas habían cambiado. Viejo maldito, ahora te vas a enterar de lo que es bueno. Hoy te puedo decir sin peligro lo que eres, un canalla, hoy que ya no vales nada.

    Sí, entre los silbidos y los truenos, en el apogeo de la lucha furibunda, Matteo oyó aquella voz escarnecedora. Se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz y, entre los cientos de personas que hormigueaban en los prados, trató de distinguir a su enemigo.

    Perdió así unos instantes preciosos. Evaristo, en cambio, seguía soplando sin pausa en medio de las nubes, deshaciéndolas una a una. Las manchas de sol sobre las laderas de los montes se volvían cada vez más grandes. Los nimbos habían perdido su bonito color pez y se retorcían desangrados. Los hombres gritaban de alegría. Desde la cima de una colina llegaron los despreocupados clangores de una banda.

    El ejército fue destruido poco a poco. Extenuado, Matteo perseveraba, pero la situación se le iba de las manos inexorablemente. Sus ataques furiosos se estrellaban contra la metódica resistencia de Evaristo. Ante la presencia de miles de personas que ahora se mofaban de él con agudísimos silbidos, Matteo se obstinaba en la inútil lucha, pese a sentirse cada vez más derrotado.

    Comenzaba ya a ponerse el sol, y del inmenso ejército de nubes sólo quedaba una pequeña nubecilla que, vista desde abajo, no era mayor que una nuez: una nubecita naranja, a unos ochocientos metros de altura, ridículamente sola en el vasto cielo puro y profundo.

    Matteo se aferró a ella, haciendo un último esfuerzo para no dejársela arrebatar. La batalla estaba perdida, pero aquella última reserva no se la quitarían. Giraba alrededor de ella como un torbellino, esperando el último ataque de Evaristo.

    Entonces ocurrió un hecho inesperado. Aunque había aún mucha luz, se vio claramente salir de la pequeña nube un magnífico relámpago; el trueno sonó como un siniestro estallido.

    El rayo, después de describir tres zigzags, se precipitó perpendicularmente sobre el tejado de la antigua iglesia, la sacudió con una terrible fuerza y la hizo derrumbarse toda de golpe, en una amarilla polvareda de ruinas. Mientras tanto, el cielo permaneció despejado y sereno.

    La pérdida del viejo templo no afligió en absoluto a las gentes del valle, exultantes por la derrota de Matteo; al contrario, la sorpresa final les pareció de lo más cómica. Una inmensa carcajada se propagó de monte en monte y se extendió por todo el valle, mientras los pájaros reanudaban sus cantos para despedir al sol que se iba.


    Capítulo XVI


    Donde acaba el Bosque Viejo —detrás del Cuerno, que señala la cúspide de la cima— el monte se hunde bruscamente con abruptas quebradas de tierra rojiza. Se trata del Valle Seco, que desemboca en el de Fondo a seis kilómetros del pueblo. El agua ha erosionado hondos y míseros barrancos, donde de vez en cuando, sin ninguna razón aparente, se producen derrumbamientos de rocas, seguidos de largos desprendimientos de grava que se extinguen poco a poco. De día y de noche el silencio es roto por estos siniestros rumores.

    En lo alto del gran bastión rocoso destaca la corona de los abetos perimétricos del Bosque Viejo. A veces la cornisa más extrema se disgrega y arrastra a un árbol que se pudrirá lentamente en el fondo de una torrentera. En esos frágiles despeñaderos sería demasiado difícil intentar recuperar el tronco y no valdría la pena.

    Allí, en el Valle Seco, se refugió aquella noche Matteo para estar completamente solo. A su paso, en las rojas paredes empezaron a producirse derrumbamientos, que se extinguían lenta, pausadamente, como la arena del reloj al caer de la parte superior a la inferior.

    Matteo se alejaba murmurando, lejos de todo ser viviente, para consumar su vergüenza. Allí no se oía como en los bosques una armoniosa mezcla de sonidos, sino un opaco lamento, atravesado por los susurros de los guijarros que caían.

    Verdaderamente, no era el lugar más adecuado para llorar un reino perdido. Las tinieblas subían ya del fondo de los muertos barrancos. Matteo desgastaba las tierras rojas, que se deshacían con resignación, murmurando frases incomprensibles.

    Al pasar sobre el valle, un verderón rezagado que se dirigía a su nido oyó unos grandes lamentos y se quedó unos minutos haciendo círculos en el aire para ver quién era. Pero las tierras rojas estaban, como siempre, desiertas. Entonces el pájaro comprendió que se trataba de Matteo y se fue satisfecho.

    El único testigo, una pequeña araña roja que no fue posible clasificar, contó después que Matteo nunca cantó tan bien como aquella noche. La araña, todo hay que decirlo, tenía en materia de música unos gustos muy especiales, pero casi todo el mundo la consideraba una experta.

    —Nunca había oído a Matteo tan inspirado —decía—. Seamos sinceros, por lo general, cuando cantaba en el bosque, se oían unos efectos sonoros malísimos. Ni que decir tiene que a los lugareños les encantaba, pero a aquello no se le podía llamar música. Es inútil, para ser un verdadero artista es preciso estar de mal humor. Y Matteo antes estaba demasiado satisfecho consigo mismo, siempre estaba muy contento y seguro de sí. Sólo aquel día, después de haber perdido la batalla, lo encontré realmente magnífico. Allí no había follajes de árboles para hacer los matices y los suspiros; desde el punto de vista acústico, esas quebradas son nefastas. Si la música no es auténtica, no sale absolutamente nada, no hay trucos que valgan. Y sin embargo, Matteo cantó unas canciones preciosas hasta la mañana siguiente, acompañadas tan solo por el susurro de los desprendimientos de tierra. El único que lo escuchaba era yo; se le notaba realmente desesperado. No, no lloré, porque en una araña hubiera quedado ridículo, pero os aseguro que cualquier otro en mi lugar, cualquier otro...


    Capítulo XVII


    Matteo no fue a ver al coronel hasta la mañana siguiente. Ese día llovía y Sebastiano Procolo se encontraba en su despacho revisando unos viejos documentos. La ventana estaba abierta de par en par.

    El coronel ni siquiera se volvió cuando sintió llegar al viento. Puso un pisapapeles encima de los documentos para que no se volaran y dijo:

    —Pensaba que eras un viento guerrero. Pero en cambio me llegas lleno de aromas, como un céfiro de poetas. Digan lo que digan, te has refinado.
    —Me sucede los días de lluvia —le interrumpió Matteo—. Los aromas de los bosques se me pegan y no consigo librarme de ellos. —Después se quedó callado.
    —Mal negocio he hecho contigo —continuó pasado un momento el coronel—, mal negocio he hecho liberándote... Destruiré a tus enemigos, decías, haré venir la tormenta o el buen tiempo de acuerdo con tus deseos... Deberías avergonzarte, un viento con tan poco fuelle como tú no debería ser tan petulante.
    —No digas eso, coronel —respondió con resentimiento Matteo—. La prisión ha sido lo que me ha destruido. ¡De lo contrario, ese chupatintas de Evaristo jamás me hubiera echado!... Estoy debilitado, eso es todo. Se dice pronto, veinte años encerrado allí dentro... cualquier otro se hubiera dejado la vida. Necesito un poco de tiempo, eso sí. Pero en dos o tres meses veremos si Matteo no vuelve a ser el de antes.
    —Me recuerdas a un conocido mío —observó Sebastiano Procolo—, un bandolero que fue condenado a nueve años de cárcel. Cuando salió de ella estaba lleno de esperanzas. Parezco envejecido, decía, pero espera seis o siete meses y ya verás como vuelvo a ser el de antes. Decía exactamente lo mismo que tú. No hubo nada que hacer, amigo. Se le había acabado la cuerda. En sus últimos tiempos me lo encontraba a menudo. Un poco más de descanso —decía— y estaré como nuevo. Pero cada día estaba peor.
    —Eso sólo les pasa a los hombres —objetó Matteo—, con los vientos es otro cantar. En fin, ya verás como...
    —Incluso Benvenuto se ha mofado de ti...
    —Respecto a eso, coronel, puedes estar tranquilo. Yo lo arreglaré. Día más o día menos, en el fondo te da igual... Espera a que me haya repuesto un poco...
    —Día más o día menos, con tal de que no pasen los años... Por otra parte, si tú no eres capaz, me ocuparé yo. Verás qué jugada. Vendrá aquí a pasar las vacaciones, es más, debería llegar hoy...

    Justo en ese momento, como sucede en algunas viejas historias, se abrió la puerta del despacho y apareció Benvenuto, con una maleta en la mano.

    —Aquí lo tienes —dijo el coronel, volviendo sólo la cabeza. Hubo un largo silencio, sólo se oía el rumor de Matteo en el vano de la ventana y algunos pájaros lejanos que cantaban bajo la lluvia.
    —Mira lo pálido y delgado que está; aun así, no le importa escaparse por las noches del internado para ir al bosque...
    —¿Con quién hablas? —preguntó Benvenuto.
    —Con el viento Matteo, a quien tú debes de conocer muy bien. Menudo susto te dio el otro día, ¿verdad?
    —No, no me asusté...
    —No mientas —le interrumpió Procolo —. Y ahora debes recordar dos cosas: que los Procolo no hemos mentido nunca y que ninguno de nosotros ha conocido el miedo. Pero, claro, tú tienes una sangre diferente. Tú no eres de mi raza.

    Benvenuto escuchaba de pie, mirando fijamente al coronel. Su rostro tenía una expresión seria.

    —Pasarás las vacaciones aquí conmigo —continuó Sebastiano Procolo—. Vettore te llevará a tu habitación. Si necesitas algo, pídeselo a él. Y recuerda que tienes que estudiar: en el internado no has demostrado ser un águila y el responsable de tus estudios soy yo.

    Después llegó Vettore, que cogió la maleta de Benvenuto, lo condujo a la habitación y se puso a charlar con él con mucha benevolencia.

    El coronel y el viento se quedaron juntos algunos minutos más.

    —¿Has visto? —preguntó Procolo.
    —Sí, lo he visto —respondió Matteo, y se fue lentamente atravesando el claro del bosque. Había dejado de llover y desde un claro de nubes llegaba un rayo de sol.

    Dos viejos lagartos se apostaron rápidamente sobre una peña para aprovechar aquel poco de sol. Matteo pasó por encima de ellos.

    —Eh, Cario —dijo uno girando la cabeza hacia su compañero—, ¿no es Matteo el que acaba de pasar?

    El otro también volvió la cabeza.

    —¿Matteo? —contestó el otro—. No me hagas reír, es sólo una leve brisa, ¿no notas que no tiene ninguna consistencia? Matteo tenía una voz...

    Matteo oyó vagamente que alguien estaba hablando de él. Descendió un poco y se puso a inspeccionar el prado con recelo, justo alrededor de la peña.

    Los dos lagartos alzaron rápidamente la cabeza y se quedaron totalmente inmóviles, disimulando.

    Matteo esperó algunos minutos, intentando descubrir quiénes eran los que habían hablado. Eran unas voces muy débiles, seguramente de algún animalito. Se fijó en los dos lagartos, pero como los vio tan quietos se tranquilizó y continuó su camino.


    Capítulo XVIII


    Aquella noche, nada más acostarse en su nueva cama, Benvenuto apagó la luz. Ya iba a quedarse dormido cuando oyó que algo raspaba el suelo.

    Con el corazón palpitante encendió de nuevo la lámpara y vio un ratón muy grande que avanzaba cojeando de la pata izquierda trasera.

    —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el ratón con voz débil y gangosa—. ¿Quién me ha cogido mi sitio?

    Benvenuto, asombrado, no respondió. El animal, que sin tener por qué se daba importancia, se vio obligado a darle explicaciones. Era el ratón más viejo de la casa, el jefe de la comunidad; el coronel Procolo —dijo— era su amigo y le había dado permiso para venir a dormir dentro del colchón de aquella cama todas las noches que hubiera tormenta. La electricidad que había en el ambiente le producía un gran malestar y sólo en aquel escondite se sentía tranquilo.

    —Pero esta noche no hay ninguna tormenta —observó Benvenuto.
    —Ahora no, pero dentro de poco la habrá. Yo no me equivoco con el tiempo —repuso el ratón—. Por otra parte, si no quieres moverte de la cama, te permito que te quedes. Puedo meterme en el colchón de todas formas, pero échate a un lado para no aplastarme.

    Benvenuto, azorado, se echó a un lado, y el ratón, a través de un agujero que se veía que llevaba allí mucho tiempo, se metió dentro del colchón relleno de hojas de maíz, que crujieron estrepitosamente.

    El niño se quedó dormido dos o tres veces, pero al poco rato el fuerte crujido de las hojas lo volvía a despertar.

    —Desde hace algunos días sufro de insomnio —dijo el ratón—, y además no estoy acostumbrado a dormir tan encogido, siempre he tenido todo el colchón para mí solo.
    —¿Hay tormenta todas las noches?
    —Casi todas —respondió el ratón—. En cualquier caso, siempre existe la posibilidad de que la haya, así que es mejor ser previsores.
    —¿Entonces vendrás todas las noches aquí?
    —No lo sé. Si tú no te vas, tendré que decirle al coronel que me consiga otro colchón. No podemos estar así de incómodos durante mucho tiempo.
    —¿Y crees que mi tío accederá?
    —¡Ejem, ejem! Al principio, a él también le fastidiaba, amenazaba incluso con hacerme desaparecer del mapa. Después le hice entrar en razón. «¿Sabes por qué murió Morro?», le dije, «porque mató a un ratón, mi hermano. Da mala suerte matar ratones». Al coronel pareció impresionarle mucho esta historia, así que estoy seguro de que ya no corro ningún peligro.

    La tormenta no llegó y Benvenuto no consiguió conciliar el sueño hasta el amanecer por culpa de los continuos ruidos producidos por el ratón.

    Sólo cuando empezó a clarear, el ratón se fue, quejándose de que la presencia del muchacho le había impedido dormir.

    Por la mañana, nada más levantarse, Benvenuto fue a ver a su tío para decirle que proporcionase otra cama al ratón.

    El coronel le respondió que no pensaba en absoluto ayudar a aquel animal y que ya tenía edad para resolver él solito esa clase de asuntos. Si el ratón le molestaba, no tenía más que cargárselo. Cuantos menos roedores hubiera en casa, mejor.

    —¿Pero no da mala suerte? —preguntó Benvenuto.
    —Debería darte vergüenza creer en esas majaderías —respondió Sebastiano Procolo—. Pareces una señorita.

    Por la noche, cuando Benvenuto se acostó, se quedó alerta, con un zapato en la mano, dispuesto a tirárselo al ratón en el caso de que volviera a aparecer. Había dejado las persianas abiertas para que entrara un poco de luz en la habitación y poder así distinguir al animal. En efecto, pocos minutos después oyó unos pasitos y a continuación volvió a aparecer una mancha oscura en el claro suelo de madera de abeto.

    —¡Todavía aquí! —rezongó el ratón, refiriéndose evidentemente a la presencia del muchacho en la cama—. ¡Qué cruz!

    Benvenuto le lanzó el zapato con todas sus fuerzas. Se oyó un golpe sordo, señal de que había dado en el blanco. Pero el ratón no se murió. Con unos gritos agudos se retiró, arrastrándose lentamente.

    —¡Canalla! —gritaba—. ¡Algún día te arrepentirás! Me has roto una pierna. Ten por seguro que ésta no te la perdono.

    Poco después, desapareció en un rincón oscuro y todo se quedó en silencio.


    Capítulo XIX


    Y henos ya aquí ante el famoso episodio ocurrido a principios de julio de 1925, cuando Sebastiano se llevó al muchacho al bosque con la intención de abandonarlo y dejarlo morir allí.

    Había ordenado a Matteo que no se acercara para nada al niño y a Bernardi que suspendiera la recogida de leña en el bosque. Todos los genios debían quedarse encerrados dentro de sus árboles sin dar señales de vida. De esa forma, Benvenuto no podría pedir ayuda a nadie.

    Dijo al muchacho que tenía que ir a hacer una medición al Bosque Viejo y le invitó a ir con él. Benvenuto hubiera preferido irse a jugar, como todos los días, con sus compañeros de internado, pero no tuvo el valor de negarse.

    El coronel mandó a Vettore que preparara cuatro bocadillos y se los llevó consigo, junto a una cantimplora llena de agua, unos anteojos y una brújula de bolsillo. Una vez atravesado el claro, se dirigió con grandes zancadas bosque arriba. Benvenuto le seguía con mucha dificultad.

    En el límite del Bosque Viejo encontraron unos grandes montones de leña seca cuidadosamente apilada. Los genios realizaban el servicio pactado y un comerciante de Fondo con el que Procolo había firmado un contrato se encargaba de enviar a alguien a retirar la madera con una camioneta.

    Se internaron en el Bosque Viejo, en dirección al Cuerno, hacia la zona más salvaje y desconocida. Los troncos parecían volverse cada vez más negros y macizos, la penumbra cada vez más lóbrega, el canto de los pájaros posados en las ramas cada vez más alto. Era un día gris y el cielo estaba completamente cubierto.

    La marcha se volvía fatigosa por la escarpada ladera, por las ramas secas amontonadas en el suelo, por la gran cantidad de troncos caídos en el suelo, por la cargada atmósfera de putrefacción y por la sombra hostil que se volvía más densa a medida que los dos iban subiendo.

    Al cabo de tres horas, el terreno comenzó a allanarse. Debían de haber llegado a la altiplanicie que se dominaba desde el Cuerno del Viejo. Pero no se podía tener la certeza, porque los altísimos árboles no dejaban ver nada. El coronel estaba casi seguro de que había pasado por allí cuando había ido a liberar al viento Matteo, pero no conseguía orientarse.

    Finalmente, encontró un cerro desde cuya cima se podía dominar una pequeña zona del bosque en forma de cuenca, pero el Cuerno no se veía en absoluto.

    Cuando estuvo en la cima, el coronel sacó de su bolsillo una larga cinta de tela encerada dividida en muchas rayas rojas. Se trataba de una mira para calcular las distancias con los anteojos.

    —Coge esta cinta por un extremo y déjala colgar a plomo —dijo Procolo a Benvenuto —. Yo voy allí abajo, a ese pequeño claro que está en la pendiente opuesta, ¿lo ves?, para medir la distancia. Luego me reuniré aquí contigo.

    Tras decir esto, descendió rápidamente por el cerro y dejó al muchacho solo. En veinte minutos llegó al lugar que antes había señalado a Benvenuto. Con los prismáticos consiguió divisar la cinta telemétrica, pero en la sombra que se espesaba al pie de los abetos no pudo distinguir a su sobrino.

    —¡Aoh! —llamó el coronel.
    —¡Aoh! —respondió un poco después Benvenuto.
    —¡Aoh Aoh Aoh! —repitieron al cabo de unos instantes dos o tres ecos desde el corazón del bosque.

    El coronel miró atentamente a su alrededor y luego se volvió a internar en el bosque, en dirección opuesta a la pequeña colina donde Benvenuto le esperaba. Así fue como lo abandonó.

    Nos consta que era una tarde sofocante, sin un soplo de viento. Los abetos tenían un color negro.

    No había caminado mucho cuando Procolo necesitó sacar la brújula del bolsillo para orientarse, pues no sabía en qué dirección estaba yendo. Pero en ese preciso momento dio un tropezón y se cayó de bruces en el suelo. La brújula saltó de su mano, chocó contra una piedra y se rompió.

    El coronel dejó escapar una maldición. Se levantó y miró desconfiado a su alrededor, pero todo estaba en calma. Los abetos permanecían impasibles como columnas de granito.

    Como desde lo alto llegaba muy poca luz, el coronel no consiguió encontrar la aguja imantada que se había salido de la caja metálica. En aquella zona ningún pájaro cantaba. Había tanto silencio que Procolo oyó el tictac de su reloj de oro en el bolsillo del chaleco.


    Capítulo XX


    Así fue como Sebastiano Procolo se perdió en el bosque. Cuando estuvo en la Academia Militar debían de haberle enseñado, sin duda, que en los bosques es posible orientarse por medio de los líquenes que se desarrollan en el lado septentrional de los troncos; no hay manual de topografía que descuide esta noción. Pero, evidentemente, al coronel se le había olvidado.

    Al principio no se preocupó, porque todavía era temprano. Pero poco a poco el día pasaba y el bosque se iba volviendo cada vez más espeso. Al final, el coronel decidió seguir la pendiente, pensando que de ese modo llegaría al fondo del valle. Pero no fue así: la bajada se interrumpía en un determinado momento y el terreno comenzaba de nuevo a subir. Conforme iba atardeciendo, los abetos se hacían más grandes. El coronel estaba muerto de cansancio, pero continuaba obstinadamente su camino.

    A las siete de la tarde —este dato es verídico— se puso a llamar a Matteo, pero el viento no dio señales de vida. A las siete y media llamó repetidas veces a Bernardi, pero nadie le respondió. Eran las ocho de la tarde cuando Sebastiano Procolo gritó el nombre de Benvenuto; oyó un lejanísimo eco repetido desde no se sabe dónde y luego se hizo el silencio.

    El sol descendió por detrás de la cúpula de nubes, las aves se fueron a dormir y las tinieblas de la noche bajaron sobre las zonas más recónditas del bosque. Procolo se quedó solo, en medio de los tétricos árboles, de la misma forma que se había quedado solo Benvenuto. A las nueve y media, la oscuridad era completa.

    El coronel se sentó en el suelo, a los pies de un abeto. A su alrededor estaba el bosque, el antiquísimo Bosque Viejo, preñado de una misteriosa vida. Poco a poco el silencio se llenó de tenues voces. A las diez de la noche se percibió el sonido del viento.

    —¡Matteo! ¡Matteo! —volvió a gritar Sebastiano Procolo, reanimado por la esperanza. Pero aquel viento no era Matteo y continuó deslizándose indiferente sobre las copas de los árboles. Diez, doce ecos respondieron esta vez a la llamada, cada vez más débiles y lejanos, hasta que en el aire sólo quedó una tenue resonancia.

    Sebastiano Procolo se resignó cansado. El venerable bosque comenzaba a vivir una noche nueva y se despertaba del sopor diurno. Tal vez en la oscuridad los genios salieran de los troncos y vagaran realizando quehaceres desconocidos, pensó Procolo. O tal vez estuvieran reunidos en multitud justo alrededor de él, invisibles en la noche cerrada. Tal vez hubiera salido la luna detrás de la capa de nubes. Tal vez las tinieblas no se acabarían nunca. Tal vez el sol nunca saldría. Tal vez la oscuridad permanecería para siempre.

    No llevaba cerillas y trató de ver en vano la hora en su reloj de oro. Carraspeó dos veces, pero no para animarse, sino para aclararse un poco la garganta.

    Aquel intenso olor a abeto, aquellos pesados vapores de descomposición vegetal le producían cierto ahogo.

    Hasta él no llegó el sonido del campanario de Fondo para anunciarle las horas, ni la voz de Benvenuto, que, perdido no se sabe dónde, seguramente estaría gritando de terror, ni el estruendo de lejanos automóviles, ni ningún otro sonido humano. Se quedó sentado esperando el nuevo día y, por primera vez en su vida, conoció los ruidos del bosque. Aquella noche hubo quince. Procolo los contó uno a uno.


    1) De vez en cuando, vagos sonidos retumbantes que parecían salir de debajo de la tierra, casi como si se avecinara un terremoto.
    2) Murmullo de hojas.
    3) Chasquido de ramas dobladas por el viento.
    4) Crujido de hojas secas en el suelo.
    5) Ruido de ramas secas, hojas y piñas cayendo al suelo.
    6) Un sonido lejanísimo de aguas fluyendo.
    7) Ruido producido por una gran ave al levantar de vez en cuando el vuelo con gran estrépito de alas, quizá un urogallo.
    8) Ruidos de mamíferos (ardillas, garduñas, zorros o liebres) que atravesaban el bosque.
    9) Repiqueteo de insectos al chocar contra los troncos o caminar sobre ellos.
    10) Muy de vez en cuando, el zumbido de un gran mosquito.
    11) El rumor de una culebra nocturna arrastrándose por el suelo.
    12) La llamada de una lechuza.
    13) El dulce canto de los grillos.
    14) Aullidos y lamentos lejanos de un animal desconocido posiblemente atacado por búhos o lobos.
    15) Chillidos totalmente misteriosos.

    Pero, en dos o tres ocasiones, aquella noche, se produjo también el verdadero silencio, el solemne silencio de los antiguos bosques, no comparable a ningún otro en el mundo y que muy pocos hombres han oído.


    Capítulo XXI


    El coronel acabó por dormirse. Cuando se despertó, la noche declinaba. Las tinieblas, aunque todavía densas, denotaban claramente su cansancio.

    Procolo no tardó en percibir un extraño bisbiseo que serpenteaba por el bosque. Sí, no era más que el sonido de un viento cualquiera, pero propagaba entre los abetos una agitación especial. Así al menos le pareció al coronel.

    Después, oyó al viento desconocido hablar entre las copas de los árboles. Al principio no fue más que un confuso murmullo, a continuación se distinguieron algunas frases y un larguísimo escalofrío recorrió la espalda del coronel.

    —... Sí —decía el viento—, parece ser que han abandonado... aquí en el bosque, a un niño solo... parece ser que han abandonado... a un niño al que han encontrado solo...

    Ya fuera porque se lo imaginara o porque realmente era así, al coronel le pareció que el viento seguía repitiendo lo mismo. Se quedó inmóvil, oculto por las tinieblas. Pero su respiración se había vuelto jadeante: de no haber sido por la voz del viento, se le habría oído a unos metros de distancia.

    Cuando aquel murmullo sobre las copas se desvaneció y comenzó el amanecer húmedo y frío, el coronel se recobró y trató de averiguar por dónde salía el sol para orientarse. Pero al mirar hacia arriba, entre las ramas, no vio más que un estrecho pedacito de cielo, lejanísimo, como si lo viera desde el fondo de un pozo. Aquel pedazo de cielo se iba haciendo cada vez más claro, pero era imposible saber de dónde venía la luz. Sobre el bosque seguía habiendo una espesa capa de nubes. Cansado, Procolo volvió a ponerse en camino, buscando la forma de salir del bosque.

    Entre los inmensos árboles aún impregnados de noche, avanzó en la dirección que le pareció oportuna, dispuesto a seguir siempre en línea recta. Los pájaros empezaban a cantar aquí y allá y se oían súbitos rumores, como de animales en fuga.

    Hacia las seis de la mañana, cuando llevaba ya caminando una hora y media, el coronel se encontró de pronto con Benvenuto, que, tumbado en el suelo, dormía. Se detuvo de golpe.

    Al apagarse el rumor de sus pasos, se hizo un gran silencio, pero muy pronto un temblor se difundió en lo alto, entre las ramas, idéntico al de antes. Era de nuevo el viento diciendo:

    —... abandonado en el bosque, parece ser que cerca de aquí hay... un niño dormido... por supuesto, ni aunque caminara durante años... muchos dicen que ha sido...

    En ese mismo momento, como si hubiera percibido en el sueño la proximidad de alguien, Benvenuto se despertó y miró a su alrededor.

    —Ah, ¿estás aquí? —preguntó el muchacho.
    —Ya lo ves —contestó el coronel después de una pausa, vacilando, como si le hubieran cogido in fraganti —. ¿No oíste mis llamadas ayer por la noche?
    —No, no oí nada.
    —Se me rompió la brújula —añadió Procolo— y perdí la orientación. Llevo dando vueltas desde que ha amanecido, pero no es fácil encontrar el camino.
    —¿Qué haremos ahora?
    —A fuerza de buscar lo encontraremos.

    De ese modo, volvieron a ponerse en marcha. Llevaban recorridos menos de quinientos metros, cuando Procolo se dio cuenta de que allá arriba, entre las cimas de los árboles, volvía a comenzar la murmuración de antes; la voz del viento parecía haberse fortalecido, hasta el punto de que se podía oír perfectamente a pesar del ruido de los pasos:

    —... no hay duda, abandonado en el bosque... no tiene justificación... debe de haber sido él... sí, abandonado en el bosque...

    Para cubrir aquella voz nefasta el coronel apresuró el paso y empezó a hablar en voz muy alta, haciendo mil preguntas al muchacho, que lo miraba perplejo. Sin embargo, no pudo resistir durante mucho tiempo aquella marcha tan forzada y en un determinado momento se detuvo, jadeando. La voz del viento continuaba, pero Benvenuto no parecía prestarle atención.

    —¡Benvenuto! —gritó entonces el coronel con un terrible ímpetu—, pero ¿no oyes lo que dicen ahí arriba?

    El muchacho se puso a escuchar y respondió que no oía nada especial.

    —Está claro que me he equivocado —dijo el coronel más tranquilo—. Cuando se está cansado, a veces se oyen sonidos extraños.

    Un poco más adelante, el viento dejó de hablar. Pero no bastó para acabar con la inquietud del coronel. ¿Cómo saldrían de aquel infierno? Andaban y andaban y todo era siempre igual, un tronco idéntico al otro, y siempre con aquella luz tan tenue.

    De vez en cuando, el coronel se detenía y llamaba a grandes voces a Matteo y a Bernardi. Pero ambos habían obedecido sus órdenes y no se dejaban ver. Mientras tanto, el tiempo pasaba y el bosque parecía infinito.


    Finalmente, ante una nueva llamada del coronel, una voz ronca respondió desde lo alto; pertenecía a una urraca posada en una rama muy alta.

    —¡Coronel Procolo! ¿Tú eres el coronel? —preguntaba.

    Procolo se detuvo y miró hacia arriba. El pájaro repitió la pregunta pero el coronel no contestó. Estaba seguro de que aquella noche la urraca guardiana había caído muerta a los pies del árbol; no podía haber ninguna duda. Y, sin embargo, tuvo la sospecha repentina, el presentimiento, de que el pájaro que le llamaba desde lo alto del abeto era la misma urraca guardiana a la que él había matado. Por eso no contestó.

    Pero fue un pensamiento muy breve y cuando el pájaro repitió por tercera vez la pregunta, el coronel respondió con brusquedad:

    —Sí, soy yo, ¿qué pasa?
    —He oído voces —contestó la urraca—, y cuando te he visto, me he dicho enseguida para mis adentros: éste es el famoso coronel. He oído hablar mucho de ti. Voy a ver a mi hermana, que trabaja de centinela en tu casa. Hace años que no la veo.
    —Ya... —dijo el coronel ligeramente azorado—. ¿Y para eso has venido hasta aquí?
    —Sí, he venido sólo para eso. Ha sido un viaje muy largo: no exagero. Mi familia y yo vivimos en España.

    El coronel permaneció callado durante unos instantes y luego preguntó:

    —Tú que estás ahí arriba, ¿ves mi casa?
    —Veo una gran casa en medio de un prado, pero no sé si es la tuya.
    —Dime una cosa, ¿hacia dónde la ves?
    —Ah, ya sé —respondió la urraca—. Quieres que te oriente.
    —Sí, eso es, nos hemos perdido.
    —Ya veo —dijo la urraca—. No es difícil perderse aquí dentro. A veces sucede. Ha habido quien ha perecido en medio del bosque, muerto de hambre. He oído decir que se encuentran esqueletos aquí y allá.
    —Ya... dijo el coronel.
    —Esqueletos por lo general de niños —insistió la urraca—. A veces abandonan aquí a los niños para que se mueran de hambre. Puede ocurrir que un hombre quiera desembarazarse de un niño. El Bosque Viejo es el lugar más indicado para ello.
    —¿Qué pretendes decir? —interrumpió Procolo en tono seco.
    —¿Que qué pretendo decir? No entiendo tu pregunta.
    —Sí, ¿cuál es la miga de tu estúpido discurso? —preguntó el coronel mirando con el rabillo del ojo a Benvenuto. Pero el muchacho, muerto de cansancio, no prestaba atención.
    —No pretendía decir nada, son cosas que me han contado. Ahora, si queréis, vamos.

    Y la urraca empezó a saltar de árbol en árbol en dirección a la casa, volviendo la cabeza de vez en cuando para ver si los dos la seguían.

    Durante más o menos una hora, el coronel y Benvenuto caminaron en silencio, mirando de vez en cuando hacia donde estaba el pájaro. Después, las oscuras sombras del Bosque Viejo finalizaron. Habían llegado a la linde de la antigua floresta. A partir de allí se extendía el bosque menor. El coronel divisó enseguida el sendero que conducía a la casa.

    —¡No sigas! —gritó entonces a la urraca, deteniéndose—. Puedes irte, ya hemos llegado.
    —¡Hasta la vista, coronel! —respondió la urraca alzando el vuelo desde la cima de un inmenso abeto. Dio dos vueltas con lentos aleteos y luego comenzó a alejarse.

    Pero Procolo la llamó de repente:

    —¡Eh, urraca, espera un momento! ¡Tengo que decirte algo!

    La urraca retrocedió rápidamente y fue a posarse en una larga rama situada encima de Procolo, a dos metros de su cabeza.

    —¿Adónde pensabas ir ahora? —preguntó el coronel.
    —Ya te lo he dicho, voy a ver a mi hermana que trabaja de guardiana para ti.
    —Es inútil —dijo el coronel—. Tu hermana ya no está.
    —¿Se ha marchado? No lo sabía. ¿Adónde se ha ido?
    —No se ha marchado; murió. La maté yo una noche por haberme dado varios avisos en falso.

    La urraca permaneció en silencio unos instantes. Su pecho palpitaba con una respiración angustiosa. Después, murmuró lentamente:

    —He venido desde tan lejos... hacía tres años que no la veía... y ahora tendré que volver...
    —Sí, ya no tiene remedio. Por mí, puedes hacer lo que quieras. Si quieres quedarte, quédate. Y si quieres trabajar como centinela... —Y diciendo esto, se encaminó a grandes pasos hacia la casa, seguido de Benvenuto.

    La urraca no volvió a abrir la boca. Cuando, después de recorrer un centenar de metros, Benvenuto se volvió a mirar, pudo distinguirla todavía allí, inmóvil, posada en la misma rama.

    Aquella noche, cuando Aiuti vino a Fondo para hablar con el coronel, oyó en medio del silencio del bosque un alto y solitario graznido, similar al de otros tiempos. Era la señal de la nueva urraca guardiana.


    Capítulo XXII


    Días después, Matteo volvió a la casa. El coronel estaba en su despacho limpiando a fondo una caja de compases.

    —¿Alguna novedad? —preguntó el viento en un tono que bien podría haber sido más respetuoso.
    —Ninguna —respondió Sebastiano Procolo —. Las cosas han salido mal, no he podido hacer nada y temo haberme comprometido.

    Acto seguido, le contó la aventura en el bosque, sin olvidar las murmuraciones del misterioso viento. Era evidente que alguien se había dado cuenta de que Benvenuto se había quedado solo y había hecho correr la voz; tal vez sospechaban de él, de Procolo.

    El coronel añadió que, sin embargo, desde aquel día no había vuelto a oír más habladurías sobre el incidente. Quizás él hubiera oído mal a causa del cansancio.

    Ante la desilusión del coronel, el viento no hizo nada por tranquilizarle. Al contrario, subrayó que los genios del bosque estaban ávidos de nuevas noticias y que por hechos insignificantes solían discutir durante semanas enteras.

    Aunque estaba claro que el viento decía aquello sólo para molestar, el coronel se quedó preocupado. Estuvo vagando durante bastantes días por el Bosque Viejo para comprobar si aquel viento maligno seguía allí. Pero no volvió a oír nada sospechoso.

    Aquello no bastó para tranquilizarlo. Durante algún tiempo vivió con el terror de que aquellas voces del bosque revelaran a Benvenuto lo que realmente había ocurrido y que el chico se lo contara a sus compañeros. Por este motivo, lo seguía a menudo a escondidas, incluso dentro del bosque, y llegó algunas veces hasta La Spacca, donde Benvenuto y sus compañeros de internado se reunían casi diariamente para jugar.

    La Spacca era un amplio prado de forma triangular en el límite noroeste del bosque, a tres kilómetros del colegio. Nunca se ha sabido por qué le llamaban así. En uno de sus lados se alzaban gigantescos abetos; en el otro, se hundía el Valle Seco con sus derrumbamientos de tierra. Junto al bosque había una vieja choza de leñadores abandonada.

    Las primeras veces, el coronel, sin dejarse ver, se paraba a observar con curiosidad a los muchachos, enfrascados en incomprensibles tareas (como es sabido, pocas cosas son tan misteriosas y tan difíciles de comprender como los juegos de los niños en el campo). Por lo general, eran pasatiempos de carácter bélico. Y desde los primeros minutos Procolo se dio cuenta de que Benvenuto, más débil que todos los demás muchachos, en aquellos juegos guerreros no era nadie y casi siempre se limitaba a obedecer ciegamente a Berto, el cabecilla indiscutible de aquella tropa. En cuanto al episodio del Bosque Viejo, no oyó a nadie decir ni una sola palabra acerca de él.

    Lo que más sorprendió al coronel fue la gran vitalidad que reinaba en aquella zona del bosque cuando jugaban allí los niños. Parecía como si la presencia de éstos hiciera reunirse sobre los árboles circundantes a una cantidad inusitada de pájaros. También era excepcional el número de ardillas y lirones que vagaba por aquellos parajes. Además, durante aquellas horas, el susurro de las ramas más altas se hacía más intenso, como si los genios tuvieran que contarse cosas muy interesantes.

    Tanta animación no duraba mucho. A los pocos minutos de que el coronel hubiera llegado al lugar, el canto de los pájaros se atenuaba, las ardillas y los lirones huían, las ramas se quedaban en silencio y a veces incluso aparecían en el cielo siniestros nubarrones. Por otra parte, los juegos de los niños sufrían una repentina ralentización. Por el bosque y el aire se extendía una inexplicable desgana.

    Después de ir varias veces, el coronel se dio cuenta de que, a pesar de que los niños no la notaran, era precisamente su presencia lo que producía aquella perturbación. Aquello le irritó y le ofendió íntimamente. Parecía existir, pues, una especie de incompatibilidad entre su persona y el bienestar de la floresta. Evidentemente, él desentonaba en aquel feliz rincón del bosque, evidentemente los árboles y las aves no lo podían soportar.

    Pero el coronel no renunció por ello a controlar los juegos de Benvenuto y de sus compañeros. Como él mismo no podía hacerlo, pidió a la nueva urraca guardiana que suspendiera durante el día el servicio de vigilancia a la entrada del claro del bosque y que inspeccionara en cambio La Spacca. Debía estar al tanto de la actividad de los chicos y referirle después por la noche, con todo lujo de detalles, lo que había sucedido. De esa forma, Sebastiano Procolo pudo enterarse de muchas cosas.

    Una noche, la urraca le dijo:

    —Hoy Benvenuto ha hablado de ti.
    —¿Ah, sí? —repuso el coronel sin conseguir dominar su aprensión.
    —Sí —dijo el pájaro—, ha dicho a sus compañeros que tú has participado en muchas guerras, que un día desenvainó a escondidas el sable que tienes colgado en la pared y encontró en él restos de sangre, que ha visto en un libro una fotografía en la que apareces montado en un caballo negro en el momento de cargar contra el enemigo. Después ha añadido que también él llegará a ser tan fuerte como tú, que en la familia sois todos un poco débiles de pequeños pero que luego cambiáis.
    —Sus compañeros —continuó la urraca— han empezado a hacerle burla y a decirle que tú nunca has montado a caballo y que en la guerra ya no se carga ni se utiliza nunca la espada, y que todo lo que les había contado no eran más que embustes.

    »Entonces Benvenuto les ha dicho varias palabrotas. Berto, el más fuerte, le ha contestado que se las daba de mayor, pero que, a la hora de la verdad, era el más miedoso de todos. Mientras tanto se acercaba a él con aire amenazante. Al verlo retroceder, Berto le ha dicho: "¿Lo ves como tienes miedo?". "De miedo nada", le ha contestado Benvenuto, y se ha quedado esperándolo. Entonces Berto le ha asestado un puñetazo en plena mandíbula. Benvenuto ni siquiera ha gritado, se ha caído redondo al suelo y ahora está allí inmóvil. Ha debido de desmayarse.

    El coronel guardó silencio durante dos o tres minutos. La urraca, encaramada en el respaldo de una silla, se arreglaba las plumas con impaciencia.

    Finalmente, Sebastiano Procolo rompió el silencio:

    —Hace un calor sofocante —dijo.
    —Es cierto —repuso la urraca cohibida—. Hace un día muy caluroso.
    —Sí... —continuó el coronel. Y los dos se quedaron durante un buen rato mirándose el uno al otro sin decir nada más. La urraca movía ligeramente la cabeza a derecha e izquierda, en señal de reproche.


    Capítulo XXIII


    El relato de la urraca guardiana era absolutamente cierto.

    Benvenuto, en efecto, yacía en medio del prado de La Spacca, inmóvil bajo el sol. Sus compañeros habían huido. Fue el viento Matteo quien le reanimó, soplándole entre los cabellos. El muchacho, con un gemido, abrió los ojos.

    —Esto es algo que sucede a menudo —le dijo el viento—, aunque uno tenga razón. A mí también me ha pasado lo mismo. Pero de todas formas has hecho bien.
    —¡Heuoholaliii! —gritó desde lo alto de un abeto un pájaro bastante grande, de una especie desconocida en el valle—. ¡Heuoholaliii! ¡Los cielos cambian de color, los ríos remontan las montañas! El viento Matteo acaricia a los niños, el feroz viento Matteo que sembraba la muerte. ¡Muchacho, no te fíes!
    —Si no fueras un pájaro... —silbó Matteo.
    —Si no fuera un pájaro... ¿qué pasaría? —preguntó Benvenuto, tumbado aún en el suelo.
    —Le daría una lección... Pero estos animales no temen a los vientos. Cuanto más fuerte soplamos, más alto se elevan. No hay nada que hacer. Habría que cogerlos desprevenidos. Pero ahora... me tengo que marchar... tú vete a casa... oigo acercarse a Evaristo.

    Efectivamente, llegaba el viento Evaristo, nuevo señor del valle, y Matteo, como es lógico, prefirió evitar el encuentro y se metió en el fondo del Valle Seco, que ahora había elegido como morada.

    Evaristo venía a repartir el Boletín de noticias en el Bosque Viejo. Ha de saberse que el viento había establecido este servicio hacía unos días con gran satisfacción de los árboles, los animales y las montañas. Con criterios indiscutiblemente prácticos y modernos, Evaristo, valiéndose de los vientos menores de los pequeños valles laterales, sus subordinados, recogía las noticias de los hechos más importantes acontecidos en la región y luego las propagaba por todas partes, siempre por medio de los vientos menores. Para él no suponía demasiado esfuerzo, pero el Boletín tuvo sin duda muy buena acogida. De vez en cuando, no obstante, como aquel día precisamente, Evaristo se sacudía la pereza e iba personalmente a comunicar las noticias.

    Como es lógico, solía reservar esta cortesía suya a la zona del Valle Seco, frecuentado todavía por Matteo, para afirmar cada vez más su prestigio frente a éste. Para no faltar a la verdad, debemos añadir que, por su parte, Matteo mantuvo un comportamiento muy discreto y nunca se le oyó la menor crítica o maldad sobre Evaristo.

    —¡Boletín de noticias! —silbaba Evaristo arrastrándose por los confines del Bosque Viejo, y miríadas de aves de todos los tamaños se reunían a escuchar en los árboles de alrededor. Benvenuto, ya recuperado, se había sentado y se tocaba la mandíbula, todavía dolorida por el terrible puñetazo.

    »Cumpleaños de un veterano —empezó Evaristo—. Con un legítimo sentimiento de alegría recordamos el solemne acontecimiento que se celebra el día de hoy: Prosperitas, vuestro compañero, el árbol más antiguo de todos los antiguos árboles del valle, cumple hoy mil quinientos años. Quince siglos bien aprovechados, amigos míos, a los que deseamos que se añadan otros tantos. Prosperitas es alto y fuerte, no tiene en sus ramas líquenes nocivos, sus raíces están intactas y cada año sus brazos se llenan de frutos. Que el canto de los ruiseñores alegre sus años futuros y canten en torno a él los buenos vientos de la primavera.
    »Desgracia en el pantano de Mosto. Ayer por la mañana, en la orilla del pequeño pantano de Mosto, a dos kilómetros de Fondo, ocurrió un triste suceso. Ocho miembros de una de las familias de sapos más respetadas de la zona, fueron atacados por un halcón, que se los llevó uno a uno por el cielo.
    »Muerte del torrente Lampreda. Este año, a consecuencia de la larga serie de días de sol, ha muerto otra vez el torrente Lampreda. De su última vida no deja malos recuerdos: su trayectoria ha sido honesta, sin excesos ni hazañas excepcionales. Cabe destacar un lamentable episodio: en todo el lecho del torrente sólo ha quedado una poza de agua que se está evaporando rápidamente. En ella hay todavía una truchita, abocada a una muerte segura.
    »Asesinato. En el jardincito del Ayuntamiento de Fondo, en una hoja de berro, ha sido encontrada hoy a mediodía una avispa decapitada. De las investigaciones se desprende que fue bárbaramente asesinada por una compañera, por motivos desconocidos.
    »Descubrimiento científico. Protervo, el sabio urogallo que reside en los bosques de Val Tibola, ha realizado en los últimos días un nuevo descubrimiento, destinado a revolucionar los conceptos vigentes hasta ahora: ha conseguido encontrar la ley que regula los periodos de frío y de calor y las variaciones en el curso del sol. Protervo la ha bautizado como «la ley de las estaciones». Mañana por la mañana estará en la cima del Monte Anania, de 985 metros de altitud, donde hará las aclaraciones necesarias a todo aquel que se interese por el tema.
    »Identificación de dos espantapájaros. Largas investigaciones han permitido establecer que los dos horribles personajes que montan guardia en los campos de trigo de la localidad de Fenchina no son más que dos espantapájaros. Es la decimoquinta identificación de este tipo realizada por los pájaros en esta estación. Digno de encomio es sobre todo el pájaro carbonero Mario, que osó acercarse a pocos metros de las espantosas figuras y pudo comprobar así el engaño, evitando a todos los demás pájaros un motivo de pánico y de preocupación. El anuncio de la identificación ha hecho acudir a miles de aves a los dos campos.

    Ante esta noticia un gran número de pájaros posados en las cimas de los abetos se pusieron a gorjear ruidosamente y a reír a carcajadas llenos de contento.

    —Una noticia más —dijo Evaristo—. Se trata de un carretero gigante aparecido en el día de ayer en las cercanías de Fondo. Es un hombre alto, con un gran sombrero negro, que conduce un carro de aspecto inusitado. El vehículo está formado por una caja alargada y pintada de negro con cuatro grandes ruedas y va tirado por un caballo grande y majestuoso. Al ser preguntado, el carretero se ha negado a decir qué lleva en el cajón. A paso lento, él y el caballo suben por el valle en dirección desconocida.

    El Boletín había terminado. La voz de Evaristo se apagó. Los pájaros se quedaron unos minutos más para comentar las noticias y después se dispersaron por el bosque.

    Benvenuto se dirigió solo hacia la casa. Llegó hacia las cinco de la tarde y encontró delante de la puerta al coronel, con quien intercambió el parco saludo de costumbre. Estaba a punto de entrar, cuando divisó, unos centímetros por detrás de Procolo al ratón que había venido a dormir en su colchón.

    —¡Tío Sebastiano! —gritó—, ¡mira, detrás de ti hay un ratón!

    El coronel se volvió a mirar y dijo:

    —Tienes toda la razón. —Y en tono brusco se dirigió al animal—: ¡Fuera! ¡Largo de aquí!

    El ratón huyó y se escondió en la casa.

    —¿Por qué no le has dado una patada? Deberías haber matado a ese bicho odioso.
    —Sí —contestó Sebastiano Procolo—, podría haberle dado una patada. —Pero era indudable, y Benvenuto lo comprendió perfectamente, que al coronel le daba miedo matar a un ratón, o que en todo caso no tenía prisa en desembarazarse de él.


    Capítulo XXIV


    El 26 de julio de 1925, un día de muchísimo calor, hacia mediodía, el coronel distinguió a lo lejos, avanzando por la carretera desde el fondo del calvero, un carro tirado por un gran caballo. Lleno de curiosidad, salió a su encuentro y en pocos minutos llegó junto a él. Era el extraño convoy descrito por el viento Evaristo en el Boletín de noticias. El carretero, tocado con un enorme sombrero negro, le sacaba al menos un palmo al coronel. El caballo también tenía un tamaño descomunal. En cuanto al carro, nunca se había visto nada igual: consistía en un gran cajón, completamente barnizado de negro y cerrado con una tapa. De lejos parecía un féretro.

    El carretero, que llevaba al caballo de la brida, avanzaba muy despacio con los ojos fijos en el suelo.

    —¿Adónde va usted con ese trasto? —preguntó Sebastiano Procolo cuando se le hubo acercado—. ¿Qué lleva en ese cajón?

    El carretero, sin pararse, alzó la mirada hacia el coronel, pero no contestó nada.

    —Está usted en mis tierras, jovenzuelo —insistió Sebastiano Procolo—, por lo que tiene la obligación de darme cuentas. ¿Qué lleva dentro de ese cajón?

    Esta vez el carretero se detuvo y levantó la cabeza dejando ver dos ojos pequeños pero llameantes. Después restalló con fuerza su fusta y respondió con voz amenazante:

    —¿Que qué llevo aquí dentro? —y restalló de nuevo la fusta—. ¡Tu alma maldita, eso es lo que llevo aquí dentro!

    Dicho esto, el carretero se acercó a la caja y abrió con presteza la tapa de par en par.

    De dentro salió un confuso pero intenso rumor y a continuación una densa nube de pequeñas y macizas mariposas blancuzcas se alzó rápidamente hacia el cielo, se desplegó en una gran formación, describió tres o cuatro círculos sobre el claro del bosque y se alejó por último en dirección al Bosque Viejo. Serían al menos unas cincuenta mil.

    En el tumulto, como es natural, algunas de las mariposas resultaron heridas y otras murieron y se desplomaron al suelo. El coronel recogió una y la examinó con atención. Se trataba de una mariposa de tres centímetros de largo, con el abdomen rosáceo y las alas blancas cubiertas de varias franjas negras en zigzag.

    Sebastiano Procolo no sabía qué tipo de bicho era aquél y miró con expresión airada al carretero.

    —No sé qué clase de mariposas son éstas —exclamó—, pero si producen algún daño, tenga por seguro que haré que le encarcelen.

    Mientras tanto, con una maniobra sorprendente dada la estrechez de la carretera, el desconocido había dado la vuelta al carro y se dirigía sin duda hacia el valle, sin prestar atención al coronel.

    —¿Quién es usted? ¡Alto! ¡Dígame su nombre!— gritó Sebastiano Procolo sacando un revólver del bolsillo posterior derecho de su pantalón—. ¡Si no lo hace dispararé al caballo!
    —Adelante, dispare si quiere —respondió el carretero limitándose a volver la cabeza, sin detenerse.

    El coronel apretó el gatillo, pero sólo se oyó un pequeño clic metálico y nada más. Procolo soltó el disparador cuatro veces más sin ningún resultado: se había olvidado de cargar el arma. El carretero seguía caminando tranquilo, como si hubiera sabido de antemano que el revólver no iba a disparar. Ya estaba lejos.

    El coronel se quedó inmóvil, parecía que algo le impidiera moverse. Su mano derecha, en la que empuñaba el revólver, cayó inerte sobre su costado. Hacía calor. Los bosques y los prados emitían invisibles vapores hacia el cielo.

    Mientras el misterioso carro desaparecía de su vista, Procolo miró en el suelo su sombra, que tenía un tamaño insólito, como la noche de la fiesta en el Bosque Viejo.

    Sobre esto no tenemos ningún testimonio fehaciente. Pero muchos afirman que algunos días la sombra del coronel Procolo, bajo el sol o la luna, era descomunalmente larga. Las anormales proporciones de dicha sombra, comprobadas en las dos circunstancias mencionadas, podrían haber sido causadas por fenómenos especiales de refracción o también por la inclinación del terreno. No podemos afirmar que fuera la sombra en sí lo que asumía un tamaño excepcional: el hecho habría estado en desacuerdo con leyes físicas universalmente admitidas como exactas. Sin embargo, todavía no se ha dicho la última palabra. Lo cierto es que, al haberse esparcido la voz del curioso fenómeno, decenas de personas, sobre todo niños, subían a menudo a la casa de Procolo con la esperanza de poderlo contemplar. Por lo demás, hay otras muchas cosas oscuras en el mundo que la ciencia ignora y que parecen inverosímiles a quienes no las han visto con sus propios ojos.

    Aquel año tuvieron un buen verano en el Valle de Fondo, con largas series de días serenos. Un día, Matteo, probablemente de mala fe, anunció al coronel que se sentía recuperado: si éste quería, estaba dispuesto a repetir la tentativa contra Benvenuto. Había recobrado las fuerzas. Esta vez habría muchas más probabilidades de éxito.

    El coronel respondió que no, que tenían que ser prudentes. Cuando él había intentado abandonar al muchacho, enseguida había habido un viento que había propagado la noticia. Por fortuna la cosa no había ido a mayores y ya se había olvidado. Pero desde entonces había pasado muy poco tiempo. Convenía esperar más. Las buenas ocasiones no faltarían.


    Capítulo XXV


    Llegó el invierno y cayó mucha nieve. En las horas libres y los domingos, Benvenuto, que había vuelto al internado, iba con sus compañeros a esquiar. Como los demás, sobre todo Berto, lo hacían mucho mejor y se burlaban de él por sus frecuentes caídas, solía ir a un vallecillo apartado y subía y bajaba una y otra vez hasta que se sentía exhausto. Al final, como tenía las piernas cansadas, los esquís se le entrecruzaban solos, se hundía en la nieve y en algunas ocasiones se echaba a llorar.

    —Ejem, ejem —sopló un día el viento Matteo, haciendo caer de las ramas de los abetos de alrededor gruesas bolas de nieve —. Tu tío Sebastiano nunca ha llorado, acuérdate, y tampoco tu abuelo. Probablemente tampoco ha llorado nunca tu bisabuelo, y así puedes ir remontándote de generación en generación hasta llegar al primero de los Procolo.

    Pero Benvenuto no se consolaba.

    —Son otros los que, quizá, deberían llorar —continuó el viento Matteo—. Pero tú no tienes ninguna necesidad. Ve con los demás, aprenderás a esquiar, serás tan fuerte y tan alto como tu tío Sebastiano, tendrás una voz muy potente y, cuando grites, los lobos huirán lejos. El caso es que tú empiezas y yo en cambio estoy a punto de acabar. Yo sí que tendría razón para llorar si no me llamase Matteo. ¿No ves lo disminuido que estoy? Pregunta, pregunta a tus mayores cómo era el viento Matteo. Y ahora aquí me tienes, consolando a los niños.

    Benvenuto, que se había levantado de la nieve, escuchaba en silencio.

    —Hay cosas que no vuelven, amiguito —dijo el viento con un ligero tono de rabia—. Cuando te llegue el momento aprovéchalo, porque lo que pasó, pasó y nunca más volvió. Por supuesto, con los extraños sigo alzando la voz. Es preciso mantenerse firme mientras se pueda. Ahora, quiero que oigas mi última canción. Se titula Deseo épico. El día no es el más adecuado, pero por desgracia ya no soy yo el que decido el tiempo.

    Aquella jornada gris, con una uniforme capa de nubes de color ratón, no era en efecto la más apropiada para una canción así. Sin embargo, Matteo la bordó.

    En el recodo del valle un deseo me acometió
    —juro que no fui el único que lo sentí—
    el deseo me asaltó
    cuando finalmente comprendí
    —¡y cuánto tiempo me costó!—
    que mi gigante maza
    con la que tantas batallas dí
    yacía olvidada en la maldita cueva.
    Mas ya llevaba mucho camino andado
    para volverla a buscar;
    sólo podía mi camino continuar
    y hasta el final del valle llegar;
    continuar junto a los demás por la misma senda
    y nunca más a la lucha regresar.
    Nunca más sobre los montes tormentas desataría
    y nunca más triunfante regresaría.
    Entonces, un deseo me asaltó:
    es cierto, Matteo, me dije, ya no hay ningún
    remedio,
    has perdido la batalla.
    Pero una sola vez,
    tan solo una vez más,
    —después ya nada pedirás—;
    partir al alba un buen día
    y una de tus antiguas gestas realizar.
    ¡Y una vez más,
    tan solo una vez más,
    sentirme como entonces
    lleno de juventud y gallardía!


    Después, Matteo se fue de allí, a ras de tierra, extenuado y desanimadísimo.


    Capítulo XXVI


    A primeros de noviembre, Sebastiano Procolo se compró un aparato de radio. Un técnico subió desde Fondo para instalarle la antena y enseñarle cómo funcionaba el artilugio. Aparte de eso, Procolo se leyó un manual técnico por su cuenta. La tarde del 8 de noviembre la instalación estaba lista. Ya había caído la noche cuando, en presencia del coronel, el técnico hizo la prueba definitiva.

    Por primera vez, una música se difundió por la casa. En alguna parte del mundo tocaban un vals. El aparato funcionaba perfectamente. Aunque fuera una noche más bien borrascosa, las distorsiones eran escasas y tenues.

    —Esta emisora se llama Riga —dijo el operario—. En pocos días aprenderá a distinguirlas todas.

    El coronel intentó a su vez encontrar alguna retransmisión. La maniobra le resultó fácil. Al final volvió a sintonizar el vals, que se oía especialmente fuerte. Después de recoger todas sus herramientas, el operario se despidió y se dispuso a irse. Desde el despacho, donde había sido colocada la radio, el coronel le acompañó abajo, a la salida, y le dio algunas liras de propina. Para entonces ya era noche cerrada.

    Vettore estaba preparando la cena. Sebastiano Procolo volvió a subir a su despacho, que resonaba lleno de música. Pero, cuando ya estaba tranquilamente sentado, notó que el sonido que salía por el altavoz se enturbiaba ligeramente, como si hubiera un ruido de fondo. Probó a girar el mando, encontró otras emisoras, pero no volvió a obtener el nítido sonido de antes. Al contrario, daba la impresión de que el extraño ruido, como un confuso susurro, tendía a aumentar cada vez más. Parecía provenir de un lugar más lejano que la propia música, y no superponerse a ésta, sino emerger por debajo y empastar en un único murmullo las notas de los instrumentos.

    El coronel abrió de par en par la ventana con la esperanza de que el técnico aún no se hubiera ido, pero éste estaba ya lejos. Sin embargo, en ese preciso instante se oyó la señal de la urraca. ¿Sería que al técnico se le había olvidado algo y regresaba a por ello? No, era Aiuti, que venía a hablar de negocios.

    También éste tenía en su casa una pequeña radio, pero no era ningún experto. Aun así, el coronel, que se había puesto de mal humor, quiso hacerle oír su aparato y pedirle su parecer sobre la extraña interferencia.

    Se oyó, pero confusamente, un fragmento de ópera.

    —Me parece que es Fausto —dijo Aiuti—, pero tiene usted razón, hay como un sonido por debajo.
    —Qué extraño —siguió diciendo Aiuti—, se diría que es el rumor que se oye en los bosques cuando sopla en ellos el viento.
    —¿El rumor que se oye en los bosques? —preguntó el coronel.
    —Sí, lo he dicho por decir. Ya sé que es imposible.

    Como aquella distorsión no cesó en toda la noche, Sebastiano Procolo hizo venir al día siguiente al técnico, que volvió a hacer que el aparato funcionara perfectamente. Pero, para mayor seguridad, se quedó hasta altas horas de la noche por deseo del propio Procolo.

    —No sé qué puede haber pasado —afirmó—. Debo decir que no es la primera vez que oigo hablar de esta clase de fenómenos inexplicables para la ciencia. Ocurren incluso con aparatos de las mejores marcas.

    Pero también aquella noche, unos instantes después de que el técnico se hubiera ido, el coronel oyó ampliarse desde el fondo del altavoz aquel enigmático murmullo. Corrió de inmediato a la ventana y volvió a llamar al técnico.

    Apenas hubo entrado éste en el despacho, sin que ni siquiera hubiera tocado el aparato, el molesto zumbido cesó de golpe.

    —No sé qué decirle —dijo apurado Procolo—. Le juro que nada más irse usted ha empezado a oírse ese rumor, idéntico al de ayer; estoy seguro de que no me equivoco.

    El técnico lo miró con perplejidad y se echó a reír.

    —Perdone, me río porque el hecho es muy curioso. Por lo demás, son cosas que pasan. Recuerdo que, durante la guerra, siendo yo telefonista, una vez fui con mi sargento a dormir a una gran villa deshabitada. Había muchas camas, de modo que nos metimos en dos dormitorios diferentes. Ya me había quedado dormido, cuando el sargento me despertó: «Oigo ruidos», me dijo todo nervioso, «no sé qué puede ser, acompáñame a mi habitación un momento». Fui con él, pero en su dormitorio había un silencio sepulcral. Regresé a mi cama y a los pocos minutos volvió el sargento. «No te lo vas a creer», dijo, «pero he vuelto a oír esos ruidos. Fui de nuevo a su habitación: silencio. Y sin embargo, aquel sargento era un valiente que no se inmutaba ante nada».
    —No sé qué tiene que ver esa historia —objetó el coronel, visiblemente contrariado—. Ese ruido no me lo he inventado yo.
    —Pero vamos a ver —preguntó el técnico—, ¿cómo es ese ruido? ¿Qué es lo que oye usted?
    —Oh, Dios mío, es muy difícil de explicar —respondió Procolo—. Es una especie de estruendo. Eso es, imagínese el sonido de un bosque cuando hay mucho viento.

    El técnico hizo un gesto con la cabeza:

    —Le juro que no entiendo nada. En todo caso llámeme mañana e intentaremos solucionarlo cambiando la antena.

    Se volvió a llamar al técnico, acudió también un ingeniero de la empresa, se cambió la colocación de la antena. Pero en cuanto Procolo se quedaba solo, volvía a oír aquella voz profunda que ascendía desde una lejanía infinita, aumentaba progresivamente y engullía las melodías de los instrumentos tenores, de los violines, de las orquestas enteras, hasta llenar toda la casa.


    Capítulo XXVII


    Probablemente por temor a hacer el ridículo, el coronel Sebastiano Procolo no volvió a pedir al técnico que reparase el defecto de la radio. Pero el asunto le tenía en un constante estado de excitación.

    Cada noche, Procolo se obstinaba en poner en funcionamiento el aparato: lo apagaba apenas el inexplicable estruendo absorbía cualquier otro sonido, lo volvía a encender después de algunos minutos, probaba esta o aquella longitud de onda, iba y venía nervioso de un lado a otro del despacho y se quedaba de pie delante de la ventana, con las manos juntas detrás de la espalda, mirando la oscuridad de la noche.

    Al final, el coronel pidió a Bernardi que viniera a su despacho. Encendió la radio y, cuando por el altavoz brotó el maligno rumor, le preguntó:

    —¿Conoce usted este ruido, Bernardi? Lo conoce, ¿verdad?
    —Sí, por desgracia lo conozco —respondió el otro—, me lleva atormentando desde agosto.
    —¿Qué diablos es?
    —Desde agosto, el bosque se lamenta todas las noches. Ninguno de mis compañeros sabe decir por qué. Pero todos intuimos que algo va mal. Es como una amenaza. Todas las noches ocurre lo mismo, mi árbol también se queja. Puedo decir que entiendo mucho de abetos —dijo sonriendo tristemente—, pero ignoro qué es lo que está a punto de suceder. Es como si estuviéramos incubando una enfermedad desconocida.

    El coronel guardó silencio durante unos instantes; luego, señalando el altavoz, preguntó:

    —¿Pero cómo entra el ruido ahí? ¿No tendréis por casualidad una emisora de radio?
    —No —contestó Bernardi, sonriendo como lo había hecho un momento antes—, no tenemos ninguna. No sé nada de todo este asunto. Sólo puedo decirle una cosa: hacia finales de julio, lo recuerdo perfectamente, desde la zona de Fondo subió hasta aquí una nube de maripositas blancas, que entraron en el bosque. Durante algunas noches continuaron volando. Esto es lo único que sé. Fue entonces cuando empezó el tormento —y no dijo nada más.


    Hasta la primavera siguiente, cuando de las hendiduras de los troncos surgieron miles y miles de gusanos, no se supo que las mariposas blancas llevadas el 26 de julio en el misterioso carro habían apestado el bosque de huevos. Con la llegada del calor, éstos se habían abierto y ahora infinitas orugas verdes y amarillas se movían en masa por las ramas.

    Fue una primavera siniestra. Los inmensos abetos sintieron subir por sus troncos aquellos fláccidos seres rastreros, los sintieron propagarse sobre ellos con un sutilísimo susurro. Los gusanos avanzaron altaneros, entonando algunas cancioncillas estúpidas, y se desearon mutuamente un buen trabajo. Grandes nubes grises de forma horrenda flotaban en aquellos días en el cielo, los pájaros estaban roncos, los vientos olían a quemado o a moho.

    Una oruga pequeñísima, pero que había nacido antes que todas las demás, fue la primera en ponerse manos a la obra: cogió una hoja de abeto, la partió por la mitad, dejó caer al suelo uno de los trozos y devoró el otro con una indescriptible avidez. Hizo lo mismo con una segunda hoja y luego con una tercera. Después, todas sus hermanas siguieron su ejemplo.

    Bernardi y los demás genios no se asustaron demasiado, porque pensaban que, a pesar de su gran voracidad, no podrían llegar a comerse todo el bosque. Pero las orugas parecían multiplicarse y por toda la espesura se oía un soniquete de hojas cercenadas.

    No en todos los árboles nacieron larvas. Sin embargo, ninguno se salvó. Las orugas se colgaban de las ramas por medio de finísimos hilos, como de telaraña. Les bastaba un ligero soplo de viento para empezar a oscilar como péndulos. Uno, dos, uno, dos, se daban a sí mismas ligerísimos impulsos, aumentando cada vez más su balanceo.

    Después, cuando llegaba un soplo más fuerte, ¡hop!, se dejaban llevar hasta el árbol más cercano.

    Por todo el Bosque Viejo oscilaban estos silenciosos columpios. Por todas partes había un roer, un masticar, un voltear por el aire, un intercambio de llamadas, un innoble carcajeo de complacencia. Luciera el sol o lloviera, los gusanos acróbatas continuaban atiborrándose.


    Capítulo XXVIII


    La destrucción continuó de manera incesante. Ni Bernardi ni la Comisión Forestal supieron encontrar un remedio. Un silvicultor, a quien se hizo venir expresamente, dijo que ya era demasiado tarde: deberían haber destruido los huevos antes de la primavera; ahora sólo quedaba esperar que las orugas se transformaran en crisálidas para recogerlas en cuanto fuera posible.

    La radio del coronel por fin funcionaba bien. El Bosque Viejo ya no mugía por la noche, pero yacía en una penosa atonía mientras las ramas se quedaban cada vez más despojadas de hojas y se perfilaban contra el cielo los esqueletos desnudos.

    Como último recurso, a Procolo se le ocurrió consultar a la urraca.

    —Sólo hay alguien que puede salvar a los abetos —respondió el pájaro—. Te lo diré al oído: es Matteo. Si quieres, dile que venga a verme, yo le daré instrucciones.

    El coronel llamó de inmediato a su viento.

    —Escucha, Matteo —le dijo—, esta vez podrás salir airoso de la situación. Sólo tú puedes salvar el bosque. Preséntate ante la urraca para que te dé instrucciones.

    Ante la noticia, Matteo se sintió reanimado: todavía había alguien que le necesitaba.

    El viento estuvo hablando con la urraca durante toda la noche. A la mañana siguiente, partió con mucho ímpetu, atravesó el valle, alcanzó una lejana montaña cubierta de bosques y empezó a cumplir las órdenes recibidas.

    Antes de que se pusiera el sol, Matteo estaba ya de vuelta en casa del coronel. Arrastraba consigo una densa nube de animalitos volantes que producían un agudísimo zumbido: un ejército de icneumones.

    Tal y como habían hecho las mariposas blancas, los icneumones se dividieron de golpe en innumerables grupitos y se esparcieron por el bosque. Eran insectos con las alas transparentes y el cuerpo delgado. Las hembras, más numerosas, tenían un largo aguijón a modo de cola.

    Comenzó una caza curiosísima. Mientras los machos iban de un lado para otro para avistar a las presas, las hembras asaltaban a los gusanos devoradores.

    Hartos de tanto comer, los gusanos no supieron defenderse. El ataque fue tan repentino que no pudieron dar la señal de alarma. Emitiendo unos gritos muy tenues para excitarse recíprocamente, los icneumones caían sobre los gusanos, los agarraban por los pelos y los apretaban entre las patas, al mismo tiempo que los insultaban. Después, con una rapidez sorprendente, les clavaban el aguijón por todo el cuerpo. Exclamaban: «¡Aquí tienes la medicina que te curará para siempre!» o «¡Cuenta todos los que te meto, porque luego deberás escupirlos!» O bien: «¡Toma éste de propina!». Y otras frases parecidas.

    A cada golpe de taladro, los icneumones introducían un huevo en el cuerpo de los gusanos.

    Durante algunos días, en todo el Bosque Viejo hubo una batalla sin cuartel. Sin preocuparse ya de la comida, los gusanos se colgaban de sus hilos y saltaban de rama en rama en una fuga desesperada, confiando en conseguir salvarse. Pero los icneumones siempre acababan localizándolos. «¡Aquí tenéis a otro!», gritaban a sus hembras para que éstas atacaran al gusano.

    Al principio, algunos gusanos pretendieron enfrentarse a los icneumones, iniciando una lucha furibunda. Pero muy pronto todos se convencieron de que no había salvación posible. Sólo una de las atacantes, mutilada de una pata, fue a su vez agredida por detrás por una docena de gusanos. Antes de que sus compañeros pudieran socorrerla, la pobrecilla murió asfixiada.

    La caza se prolongó salvajemente durante algunos días. Al dejar de ser devorados por las orugas, los abetos se hicieron la ilusión de que el flagelo había terminado para siempre y que a las larvas, aguijoneadas de aquella manera, con todos aquellos huevos en el cuerpo, les quedarían pocas horas de vida.

    Las larvas, sin embargo, no murieron. Apenas los icneumones despejaron el campo, éstas empezaron a desentumecerse, maldiciendo el dolor que les provocaban las heridas. Después, los lamentos se apagaron poco a poco: los agujeros cicatrizaron, el sufrimiento desapareció.

    Después de atusarse los pelos, que se les habían enmarañado horriblemente, los gusanitos empezaron de nuevo a comer, como si no hubiera pasado nada. Al contrario, tenían más hambre que antes, engullían hojas y más hojas, y a las pocas horas estaban hinchados como pequeños odres.

    Bernardi refirió el hecho al coronel, el coronel se enfureció con Matteo, el viento pidió explicaciones a la urraca, y la urraca soltó una seca y sarcástica risotada.

    —Sois unos tremendos ignorantes —dijo—. Me estremecéis realmente con vuestras necias preguntas.

    El viento no tuvo el valor de insistir; estaba claro que había quedado fatal.


    Capítulo XXIX


    En los profundos valles se deshacían ya los últimos restos de nieve, era un cálido día de abril y las crías de ardilla recibían las primeras clases de escalada, cuando una de las orugas malignas dijo a una de sus compañeras, con la boca todavía llena de comida:

    —No sé, pero hoy tengo una extraña sensación. Siento como si tuviera dentro de mí algo que se mueve. Y sin embargo, no me puedo encontrar mejor, he engordado medio gramo en esta última semana.
    —Calla —repuso su compañera—, que yo tampoco me encuentro demasiado bien de ánimo. Hemos comido demasiado, querida, y se han producido malos humores que ahora nos circulan por el cuerpo.

    En ese momento, a dos centímetros de distancia, una tercera oruga emitió un grito agudísimo, escupió la hoja que estaba masticando y se puso patas arriba. Entonces sucedió algo horrible, su piel se hinchó en varios puntos, como si se tratara de fulminantes forúnculos; después aquellas gibosidades estallaron y de los minúsculos cráteres asomaron las cabecitas de muchos gusanitos. Una vez al aire libre, los bichitos dieron un gran suspiro de alivio y, felicitándose unos a otros con toda clase de cumplidos, sacaron lentamente también el resto del cuerpo, mientras la larva maligna agonizaba, gritando de dolor. Cuando el último gusanito hubo salido, eran unos cuarenta en total, la vándala se estiró, completamente muerta.

    —¡Maldición! —gritó la primera oruga, anonadada por el horrendo espectáculo—. ¡Los huevos de los icneumones han vomitado esos gusanos! ¡También nosotras estamos perdidas!

    La oruga había comprendido la situación: los huevos de icneumón introducidos en los cuerpos de las larvas devastadoras se habían abierto y habían nacido pequeñísimas orugas. Y mientras se hartaban de comida, las vándalas no sospechaban que de esa forma estaban alimentando también a los bichitos que vegetaban en su seno.

    Había llegado el momento de la expiación. Las crías de icneumón se despertaban e irrumpían al exterior rompiendo el cuerpo de las orugas, que, destrozadas, morían.

    Gritos desgarradores se alzaron uno tras otro en el bosque. Apenas mostraban los primeros síntomas de la enfermedad, las larvas, ya condenadas, eran abandonadas por sus compañeras, que no soportaban una visión tan atroz. Se quedaban solas, esperando la salida de los gusanitos, el mortal suplicio. Incluso las orugas con más arrestos no soportaban el espantoso dolor: abandonada toda dignidad, se revolcaban, vomitando vulgares imprecaciones, con la boca llena de babas.

    —¡Basta! ¡Basta! —gritaban los pajaritos, alterados por el espeluznante espectáculo. Pero la matanza continuó. No había una sola oruga que no hubiera recibido aquella inyección de huevos, ni una sola que pudiera salvarse. De las ramas caía una especie de lluvia: moribundas, las orugas se estrellaban contra el suelo con un leve sonido.

    En el Bosque Viejo se hizo un gran silencio. También el viento Matteo estaba lejos de allí, proclamando su milagrosa actuación. No parecía el mismo de unos días antes, ahora tenía la moral bien alta y se movía con empuje. Verdaderamente, no había nadie que no le estuviera agradecido. Sin embargo, se dio tanto tono que consiguió disgustar incluso a los pocos que le seguían teniendo alguna simpatía.

    Al tercer día del comienzo de la escabechina, sólo quedaban en el Bosque Viejo unas pocas decenas de orugas. Angustiadas por la muerte de sus compañeras, habían perdido por completo el apetito y esperaban mudas a que les llegara su hora.

    —Quizá nosotras estemos fuera de peligro —observaba una desesperada optimista—. Es cierto que los icneumones nos han aguijoneado, pero puede ser que no nos hayan rellenado de huevos. Tal vez sólo tengamos en el cuerpo dos o tres de esos gusanillos infernales. Tal vez salgamos bien libradas de ésta. Por lo demás, quién sabe, es posible que los huevos se nos hayan podrido dentro. No tendría nada de extraño.

    Un fortísimo espasmo le impidió acabar la frase. En su espalda se formaron repentinamente decenas de protuberancias. Los pelos, por reacción nerviosa, se le rizaron como muelles de reloj. Le había llegado su hora. Mudas de espanto, sus compañeras se alejaron con caras de circunstancias; unas por un lado y otras por otro.

    Al cuarto día no quedaba viva ni una sola oruga. Mientras tanto, las larvas de icneumón se habían metido dentro de los capullos, retirándose así de la circulación. Y el Bosque Viejo se quedó solo, desflecado aquí y allá, pero libre y purificado: en él reinaba una gran calma, propia de la convalecencia.


    Capítulo XXX


    En la primavera de 1926, pasada la soledad invernal, la choza de La Spacca se despertó de nuevo a la vida un año más vieja —como, por otra parte, todas las demás casas.

    Volvieron Benvenuto y sus compañeros y volvieron los días de sol y de juegos al pie de los gigantescos abetos, ante la presencia de multitud de pájaros y roedores.

    —Ya veréis cómo ha cambiado Benvenuto, no lo vais a reconocer —había dicho Matteo a los abetos, sólo por el gusto de presumir de estar bien informado.

    Sin embargo, los árboles lo reconocieron enseguida: era el mismo chico de hacía un año. Acaso un poco más alto, es cierto, pero igual de pálido y endeble. Después del incidente del año anterior con Berto, solía quedarse aparte mirando a los demás jugar; se sentaba en el borde del Valle Seco con aire meditabundo. Pero Berto ya no lo trataba como antes, ya no le decía haz esto o aquello y tampoco se burlaba de su debilidad.

    A veces, sin que sus compañeros se dieran cuenta, Benvenuto se internaba en el bosque. Un día se encontró con Bernardi y se saludaron.

    —Eres un buen chico —le dijo Bernardi poniéndole la mano derecha en el hombro—. Lo malo es que tú también te irás y ya no nos volveremos a ver.
    —¿Adónde me iré? ¿Me van a mandar fuera?
    —No, no es eso. Pero llegará un día en que ya no te dejarás ver por aquí y, aunque vuelvas, no será lo mismo.
    —Oh, yo volveré siempre a mi bosque, puedes estar seguro.
    —Sí, puede ser que vengas a menudo, incluso todos los días de tu vida. Sin embargo, llegará un momento, no sé cuándo exactamente, tal vez dentro de algunos meses, o el año que viene, o dentro de dos años, llegará un momento, recuérdalo, ya me parece estar viéndote, he visto a demasiados hombres... Como te digo, vendrás al bosque, pasearás entre los árboles, te sentarás con las manos metidas en los bolsillos, continuarás mirando a tu alrededor, y luego, aburrido, te irás.
    —¿Pero cómo puedes saber lo que haré? —preguntó Benvenuto.
    —Lo sé, porque he conocido a otros muchos niños como tú. Todos igual, es vuestro destino. También los otros venían a jugar a La Spacca, también se escapaban por la noche para venir a nuestras fiestas, también hablaban con los genios y cantaban con el viento, también ellos, ni que decir tiene, pasaban con nosotros días felices.

    »Un día volvían en primavera, para continuar su vida de siempre. Pero algo ya no funcionaba. Como si el bosque les pareciese distinto. Entendámonos, veían perfectamente que los árboles seguían siendo iguales que antes, con la misma altura, las mismas ramas, las mismas sombras, o poco más o menos. Y sin embargo, ya no podíamos entendernos.
    »Nosotros estábamos allí, como de costumbre, detrás de los troncos, y les saludábamos con gestos, pero ellos pasaban a nuestro lado sin ni siquiera mirarnos. Les llamábamos por su nombre y ninguno se volvía. Ya no conseguían vernos, ésa era la razón, ya no oían nuestras voces. Los vientos, sus viejos compañeros de juegos, pasaban sobre ellos y silbaban entre las ramas dándoles la bienvenida. "Hay viento", decían los niños molestos, "será mejor que volvamos. Se acerca una tormenta".
    »También los pájaros les decían cantando: "Buenos días, qué alegría volver a veros. Si Dios quiere, ahora os quedaréis un rato con nosotros". Como si hubieran hablado a una pared, los muchachos seguían conversando impasibles; como mucho, alguno preguntaba: "¿Sabéis si este bosque es reserva de caza?"
    »"¿Os acordáis", dijo uno, "de aquella vez que apaleamos al lince?" Y todos los demás se echaron a reír, como si se tratara de algo lejanísimo, de otros tiempos. ¿Que apalearon al lince? Les encontré temblando de miedo alrededor de un tronco mientras el animal se aproximaba con aire amenazador... Llegué justo a tiempo: le golpeé con una rama seca en el lomo y le hice huir. Así pues, yo les salvé, ésa es la verdad. Realmente no fue nada especial, ¡pero de ahí a tener que oírles decir "lo apaleamos"! En pocos meses se habían olvidado de todo: de sus amigos los genios, de la voz del viento, del lenguaje de los pájaros.
    »Pobrecillos, también ellos. No tenían la culpa— continuó Bernardi—. No eran conscientes de que habían dejado de ser niños. El tiempo, sobra decirlo, había pasado también para ellos y no se habían dado cuenta en absoluto. A esa edad es natural. A esa edad se mira hacia delante, no se piensa en el pasado. Reían despreocupadamente, como si nada hubiera sucedido, como si todo un mundo no se hubiera cerrado detrás de ellos.
    »Se quedaron aquí algo más de media hora. Charlaban entre sí sin prestar la menor atención al bosque. Después, uno dijo: "¿Qué hacemos aquí? Hay una humedad infernal". Se fueron como habían venido. Antes de salir del bosque, uno de ellos tiró al suelo una colilla encendida. Un compañero mío, irritado por su conducta, quiso pisarla con el pie. "Déjalo", le dije, "es su ley de vida". Y nos quedamos en silencio mirando la fina cinta de humo, hasta que se extinguió.


    Capítulo XXXI


    Aunque sea muy difícil conocer a fondo las relaciones y las intrigas de los niños que se reunían en La Spacca, se sabe que fue aquel año cuando surgió una especie de guerra con otro grupo que vivía en Fondo pero que no pertenecía al internado. Cada vez que estos últimos subían a la cabaña situada en el confín del Bosque Viejo se producían combates de desenlace incierto.

    Desde el comienzo del verano, hubo, pues, en las reuniones de La Spacca, una tensa atmósfera de aventura. Los niños escudriñaban siempre a su alrededor, espiando entre las sombras de los troncos. Los susurros entre los árboles les hacían contener la respiración y al caer la noche todos hablaban en voz baja.

    El 22 de junio, los muchachos que se reunían en La Spacca decidieron explorar el bosque. Berto había oído decir que sus adversarios solían encontrarse en un pequeño claro situado a unos quinientos metros de la cabaña. A Benvenuto, que desde hacía varios días parecía desganado y cansado, le pidieron que se quedara vigilando en la cabaña. En caso de ver acercarse al enemigo, debería imitar tres veces el canto del cuco, cosa que se le daba muy bien.

    Dicen que aquella exploración no fue más que un pérfido pretexto ideado por Berto para dejar solo a Benvenuto. Ciertamente, no se tenían mucha simpatía.

    Aquel día, según parece, Berto tenía motivos para esperar un ataque de los chicos de Fondo. En el caso de que fueran, encontrarían a Benvenuto solo y le darían una buena lección. De todas maneras, no hay duda de que Berto no podía soportar al joven Procolo: decía que se daba aires de superioridad, que las riquezas heredadas de Morro se le habían subido a la cabeza y que en el fondo no era más que un canalla. Pero de esto no existen pruebas. Cabe la posibilidad de que Berto no tuviera que ver nada con el asunto y que todo se debiera al azar.

    Hacía poco más de media hora que los chicos se habían alejado del colegio, cuando los enemigos llegaron a la cabaña. Arrastrándose como serpientes por el prado, escondiéndose detrás de los árboles y entre las matas, sin hacer el menor ruido, se acercaron a pocos metros de la casa. Serían unos ocho o nueve.

    Benvenuto, tumbado en una hamaca colgada dentro de la cabaña, se había quedado profundamente dormido. Hacía un día de sol pálido, caluroso y sofocante.

    Los muchachos de Fondo no traían esta vez ni bastones ni piedras. Cada uno de ellos llevaba en las manos un haz de paja. Silenciosos como gatos, rodearon la cabaña al mismo tiempo que esparcían la paja alrededor de ella. Después, entre tres o cuatro le prendieron fuego y se alejaron rápidamente, internándose en el Bosque Viejo.

    Las llamas se alzaron con desgana. Bajo la luz del sol, no se veían siquiera. Pero poco a poco se avivaron y comenzaron a quemar la base de la cabaña. Una densa cortina de humo se alzó verticalmente hacia el cenit. Benvenuto seguía durmiendo.

    Algunos pájaros que asistían al espectáculo piaban con tristes presentimientos. Atraídos por la columna de humo, varios vientos acudieron al lugar, y entre ellos llegó Matteo.

    —¡Benvenuto! ¡Benvenuto! —gritó por fin alguien desde el límite del bosque. Los chicos del internado habían vuelto, y enseguida sospecharon la verdad. Alguno pensó que tal vez él mismo había incendiado la cabaña, pero se dio cuenta de que había paja ardiendo: era evidente que había sido un golpe de los enemigos.
    —¡Benvenuto! ¡Benvenuto! —gritaban los compañeros desesperadamente. La broma empezaba a no tener ninguna gracia.

    Benvenuto se despertó por fin. A través del humo, sus compañeros lo vieron asomarse a la puerta de la cabaña con el semblante pálido y dolorido. Se quedó apoyado durante un momento en el quicio de la puerta, mirando, sin decir nada. Después se dirigió hacia el bosque con una increíble lentitud, como si el fuego no existiera. Avanzaba en medio del denso humo, rozado por las llamas, cansado e indiferente.

    Al final Benvenuto salió del fuego. Sus compañeros lo miraban aterrorizados. El muchacho esbozó entonces una sonrisa forzada.

    —Se me ha olvidado la gorra —gritó con voz opaca. Y después de decir esto se dio media vuelta, se dirigió hacia la cabaña con una flema indecible y entró en ella atravesando el muro de humo; permaneció allí algunos segundos, apareció de nuevo, con la gorra puesta, y pasó por tercera vez a través de las llamas tosiendo.
    —Vamos, date prisa —le gritaron sus compañeros—. ¿Quieres morir abrasado?
    —Deprisa, deprisa —respondió Benvenuto, haciendo un gran esfuerzo para reprimir el llanto—. ¿Por qué tanta prisa? ¿Acaso me espera alguien?

    No se sabía cómo, pero estaba ileso. Sus compañeros, reunidos bajo la primera fila de abetos, retrocedieron unos centímetros cuando Benvenuto pasó por delante de ellos. Todos, Berto incluido, respiraban de forma entrecortada y tenían los ojos brillantes y muy abiertos.

    Siempre a paso muy lento, el muchacho entró en el bosque, en dirección de la casa de Procolo, donde vivía durante las vacaciones. Sólo lo acompañó el viento Matteo, que remolineaba entre las altas ramas sin saber qué decir.

    Después de avanzar unos doscientos metros, cuando pensó que sus compañeros ya no lo podían oír, Benvenuto se apoyó en un árbol y empezó a toser. El humo le había hecho daño. Era una tos muy fuerte que obligaba al muchacho a encorvar los hombros a cada momento. El viento giraba y giraba sin saber qué decir.


    Capítulo XXXII


    Ya fuera por el humo del incendio o por otra causa desconocida, Benvenuto cayó enfermo. Procolo mandó llamar a un médico, que, después de reconocer al niño, dijo que tenía una enfermedad pulmonar y le recetó una medicina. Esa misma tarde, el doctor volvió para ponerle una inyección contra la fiebre.

    Era una tarde lluviosa. El coronel acompañó al médico hasta la puerta. El día llegaba a su fin. Del bosque circundante surgían espesas las tinieblas y se agolpaban en torno a la casa. Una vez fuera, el doctor miró a su alrededor con desconfianza.

    —Éste es un lugar muy húmedo —observó moviendo la cabeza.
    —Sí —asintió Procolo—, efectivamente es algo húmedo. ¿Cómo encuentra al chico?

    El doctor se había sentado ya al volante.

    —Ese chico —respondió pensativo—, ese chico, bah, esperemos que se mejore. El automóvil arrancó y se dirigió hacia el valle con los faros encendidos. En la oscuridad, el rostro del coronel, detenido en el umbral de la puerta, era impenetrable.

    A las diez de la noche, Benvenuto yacía amodorrado por la fiebre. Vettore había puesto un papel azul sobre la lamparilla de noche para atenuar la luz. En la casa todo estaba en calma; tan solo se oía, vaga y lejana, la eterna voz del bosque con su potente aliento. Pero a esa hora en la habitación de Benvenuto comenzó a oírse un ruido seco, como si un animal estuviera royendo en el techo, justo encima de la cama del muchacho. Benvenuto miró atentamente, pero no vio más que las cuatro vigas sólidas y desnudas que sostenían el pavimento.

    —Es un ratón —dijo Vettore, que estaba sentado en un rincón.
    —Dile a mi tío que venga un momento —pidió el niño con voz débil. Vettore fue a llamarlo.
    —Si quieres que se te pase la fiebre, deberías intentar dormir —dijo Procolo nada más entrar en la habitación.
    —Tío, hay un ratón arriba, escúchalo —contestó Benvenuto—, no me deja dormir.

    El coronel permaneció atento, pero ya no se oía ningún ruido. El ratón se había detenido.

    —No oigo nada —dijo Procolo—, aquí no hay ratones. Es la fiebre, procura dormir. —Y salió de la habitación cerrando con cuidado la puerta.

    Entonces el ratón empezó otra vez a roer haciendo un crujido seco.

    —¡Tío! —llamó Benvenuto con un hilo de voz—. Tío, vuelve un momento.

    Pero el coronel no le respondió.


    Más tarde, el niño cayó en un profundo sopor y Vettore se fue a dormir. El coronel se quedó despierto en su despacho.

    Poco antes de medianoche se oyó una inexplicable señal de la urraca y, a los cinco minutos, toc toc, alguien llamó a la puerta de la calle.

    El coronel bajó las escaleras con una linterna y se quedó unos segundos titubeando detrás de la puerta, con la mano en el picaporte. Después se decidió a abrir.

    Eran cinco pesadillas. Una de ellas tenía una inmensa cabeza gelatinosa que parecía ir a deshacerse a cada momento, formando horribles caras. Otra, una cabeza de becerro sin piel, como las que se ven colgadas en las carnicerías. La tercera tenía un rostro humano, todo lleno de arrugas, impenetrable en su inmóvil alelamiento. Las otras dos no tenían cabeza propiamente dicha y fluctuaban, cambiando continuamente de aspecto. En cuanto el coronel entreabrió la puerta, las visitantes se colaron dentro y se dirigieron hacia la escalera.

    —¿Qué es esto? ¿Quiénes sois? —preguntó secamente Procolo sin asustarse en absoluto.
    —¡Chsss! —siseó la primera de las pesadillas, la de la cabeza gelatinosa, haciendo con una especie de mano un ademán de silencio—. Somos las pesadillas para el niño enfermo.

    El coronel no pareció sorprenderse y, abriendo camino con la linterna, condujo a las cinco apariciones hasta la habitación de Benvenuto. Las hizo pasar, cerró la puerta y se quedó fuera escuchando.

    Las pesadillas se colocaron alrededor de la cama de Benvenuto, agitando sus miembros superiores. A la luz de la candela encendida en la mesilla de noche, producían en las paredes inmensas sombras alucinatorias. Pero el niño estaba sumido en un profundo sopor.

    Después de haber esperado en vano durante unos minutos a que desde dentro llegara alguna voz, Procolo descendió al piso de abajo y, apagando la lamparilla, se puso a vagar nervioso por el claro del bosque.

    Muy pronto le llamó la atención una extraña algarabía de pájaros proveniente de un grupo de abetos situados en el límite de la explanada. Lleno de curiosidad, se acercó y, a la tenue luz de las estrellas, vio que había llegado a una especie de glorieta natural en la que Morro había mandado construir en tiempos un banco de madera, ahora completamente podrido.

    A juzgar por la intensidad del clamor, en los árboles circundantes debía de haber posada una veintena de grandes pájaros. Por el timbre de sus voces, el coronel supuso que debían de ser cornejas, mirlos, búhos y urracas.

    El confuso guirigay se fue atenuando poco a poco, hasta que todo se quedó en silencio. Entonces se oyó la voz de un búho, extraordinariamente solemne.

    —Si seguís gritando así —exclamó el pájaro—, me veré obligado a interrumpir de nuevo la sesión y no acabaremos nunca. —Hizo una larga pausa y luego continuó—: Tened paciencia unos minutos más. Cuando interroguemos al último testigo, podremos dar por terminado el juicio.
    —¿Entonces dices —continuó el búho dirigiéndose evidentemente a un ser determinado— que la medición con la mira telemétrica no era más que un pretexto para abandonar al niño?
    —Veo que sigues entendiéndome mal —respondió la voz lastimera de un pájaro que Procolo no fue capaz de reconocer—. ¿Por qué queréis hacerme decir lo que no he dicho? Yo sólo he dicho que la medición hecha por Procolo me parecía inexplicable. Y si luego...
    —No digas más —interrumpió en tono autoritario el búho que evidentemente presidía la asamblea—. Te parecía inexplicable por una sola razón: porque no tenía ninguna explicación. ¿Qué le podía importar a Procolo saber la distancia entre dos árboles en el corazón del bosque y además elegidos sin ton ni son? Hay que ser ciegos, digo yo, para...
    —Era una prueba —intervino entonces un pájaro ajeno al interrogatorio. Con gran estupor, el coronel reconoció de inmediato la voz de la nueva urraca guardiana—. ¡El señor Procolo sólo quería probar sus anteojos nuevos! Si, por una hipótesis absurda, hubiera querido efectivamente abandonar al niño, ¿qué necesidad tenía de recurrir a un pretexto tan estúpido? Hay que ser malvado, digo yo, para...
    —En primer lugar no te permito que remedes mis palabras —saltó encolerizado el búho (se le oyó sacudir con fuerza las plumas)— y luego deja de utilizar ese «señor» para referirte a un hombre como Procolo. Resumiendo: tu defensa es pueril, por no decir algo peor, tanto como todas las demás excusas que has expuesto.

    Al llegar a este punto el búho emitió un largo suspiro y luego continuó con una entonación gravísima:

    —Así pues, señores, este juicio ha finalizado. —Hizo una pausa y luego continuó—: Salvo algunos detalles insignificantes, las ciento cincuenta y dos declaraciones han coincidido, permitiéndonos afirmar que la medición con la mira no fue más que un fraudulento pretexto, repito fraudulento, para abandonar al muchacho a su suerte.

    »Y ¿por qué entonces —prosiguió el búho en un tono todavía más autoritario—, por qué entonces Procolo quiso abandonar al chico? ¿Para dejarlo a su aire? ¿Para que jugara a sus anchas? ¿Para que meditara en soledad? No. Por muchos esfuerzos que hagamos es imposible encontrar alguna explicación honesta. Y por ello condenamos a Procolo: ¡Abandonó al niño para que se muriera de hambre!

    Se oyó un murmullo de aprobación acompañado de un gran revuelo en las ramas. Antes de que el búho volviera a tomar la palabra, la urraca guardiana se aventuró a intervenir de nuevo:

    —Lamento no haber venido antes a estas reuniones. Si lo hubiera hecho, quizás habría encontrado la forma de detener este estúpido proceso. ¿Qué sentido puede tener un juicio semejante? ¿Qué os importa lo que haga el...?

    Un silencio sepulcral acogió las palabras de la urraca, que, a pesar suyo, se calló perpleja. Después el búho dijo severamente:

    —Me asombra tu estupor. Si animales diurnos, como muchos de los aquí presentes, dejan su nido para pasar la noche discutiendo, es porque existe una razón seria. Todos sabemos que nunca podremos emitir una sentencia condenatoria. Desgraciadamente, no podemos ejercer coacciones de ningún tipo sobre los hombres. No nos hacemos ilusiones, pero el honor del Bosque Viejo nos importa mucho, y nuestro juicio tiene mucho más sentido de lo que crees. El hecho de que se tramiten pocos procesos como éste no significa que no sean útiles. Quién sabe, quizás alguna vez el coronel llegue a cumplir una parte de la condena, aunque sea a muy largo plazo.

    »Por otra parte —añadió el búho con tono lúgubre—, este juicio, directa o indirectamente, muy bien podría llegar a oídos de Procolo. Es más, no me extrañaría que él mismo hubiera oído nuestras palabras, escondido detrás de uno de estos árboles. Pero eso es algo que nos trae sin cuidado. —Aquí calló y emitió un gran suspiro—: Señores, se levanta la sesión.

    En la oscuridad, un gran batir de alas se separó de los árboles y luego se alejó en todas las direcciones. Durante unos minutos estuvieron cayendo al suelo las ramitas tronchadas por los pájaros, de una forma cada vez más espaciada, hasta que todo volvió a quedar en silencio. Entonces Procolo se encaminó hacia su casa.


    Capítulo XXXIII


    En cuanto volvió a casa, el coronel se retiró a su despacho, encendió la lámpara y se sentó ante el escritorio. A través de las paredes le llegaba el sonido que hacía el ratón al roer.

    Entonces alguien le llamó por detrás en voz baja:

    —Coronel Procolo.

    Era una voz opaca, pero firme, con resonancias misteriosas.

    —¿Quién me llama? —preguntó el coronel volviéndose de pronto. Al no ver a nadie comprendió que había sido su sombra, una sombra deforme que se alzaba hasta el techo.
    —¡Coronel! —dijo la sombra—, yo te he seguido desde que eras niño. No te he abandonado nunca, ni siquiera cuando dormías. He hecho contigo largas marchas, he cabalgado cerca de ti al galope, incluso cuando te olvidabas de mi existencia yo te acompañaba fielmente. Me levantaba cuando tú querías, siempre he cumplido tus deseos, y nunca me habrás oído quejarme. Después, un buen día dejaste el ejército: me disgustó, sabes, no volver a llevar aquel sable colgando en mi costado... Sin embargo, obedecí en silencio. Lo recuerdas, ¿verdad, Procolo?
    —Si tú lo dices... —contestó el coronel—. ¿Pero qué significa todo esto? ¿Adónde quieres ir a parar?
    —Tienes razón —susurró la sombra—, es mejor hablar claro: Quiero decirte que debo abandonarte.
    —¿Abandonarme? ¿Pero qué dices?
    —Que debo abandonarte —repitió la sombra—, tengo que irme porque te has deshonrado.
    —¿Deshonrado? —saltó el coronel—. ¿Lo dices tal vez por el juicio del bosque? ¿Cómo es posible que tomes en serio semejante comedia?
    —A las sombras nos da igual que hayan sido pájaros u hombres los que te han condenado —explicó la sombra—. El caso es que el juicio ha acabado con tu condena. Quizá seamos algo formalistas, pero créeme, estas cosas no se pueden tomar a broma. Yo soy la sombra del coronel Procolo, y quiero seguir siéndolo. Soy la misma de siempre, pero tú has cambiado mucho. Ahora somos demasiado diferentes para poder continuar juntos. No creas que no lo siento, al fin y al cabo llevamos unidos cincuenta y seis años, se puede decir que toda una vida. No es fácil olvidar. Pero esto se ha acabado.

    Procolo no dijo nada.

    —Volveré al viejo cuartel, ¿sabes? —prosiguió la sombra tras unos instantes de silencio—. Me reuniré de nuevo con nuestro antiguo regimiento, ¡cómo ha pasado el tiempo!... Tendré que esconderme en un rincón oscuro y salir sólo por la noche para que nadie me vea. Sí, me daría vergüenza que me preguntaran: «Sombra, eh, sombra, ¿dónde está tu dueño?, ¿qué ha sido del señor coronel?» «El señor coronel está acabado», me vería en la obligación de responder; sí, eso es lo que debería responder, «su sable está completamente oxidado y de él más vale no hablar».

    »Juro que siento dejarte solo —añadió la sombra—, pero la culpa es tuya. Déjame que yo que te conozco te lo diga: Procolo, has conseguido ponerte a todo el mundo en contra, nadie te ayudará, has excavado el vacío a tu alrededor, has sembrado por doquier el hielo...

    —¡Calla! —prorrumpió el coronel—. Nadie se ha atrevido nunca a hablarme así. Si quieres dejarme, vete y no me molestes más.

    De hecho, la sombra se fue. Procolo, que no lo creía posible, no se tomó la molestia de mirar. Cuando finalmente se volvió, la sombra ya había desaparecido por completo y la luz pasaba a través de su cuerpo como si fuera de cristal.

    Se levantó de un salto, miró alrededor con inquietud y balbuceó algunas palabras incompletas. Luego corrió hacia la puerta y salió tras la sombra con una linterna en la mano. «¡Espera! ¡Espera!», llamaba con voz ronca. Vio cómo su sombra, proyectándose en las paredes, bajaba los últimos peldaños de la escalera con gran dignidad militar: un gran sable le colgaba de la cintura.

    Era demasiado tarde para alcanzarla. Procolo la vio cruzar el umbral y, dejando abierta la puerta de par en par, confundirse con la noche.

    Entonces se acercó a la ventana más cercana, la abrió y gritó en la oscuridad:

    —¡Vuelve al menos a cerrar la puerta! —pero naturalmente la sombra siguió impasible su camino.

    Presa del cansancio, el coronel se apoyó en el alféizar y se pasó una mano por la frente, los ojos fijos en el suelo. Sintió a su alrededor el grave silencio de la vieja casa, cargado de enigmáticas resonancias, y dejó pasar lentamente el tiempo, el tiempo maravilloso, que se agranda de hora en hora, engullendo sin pausa la vida, y acumula con paciencia los años, volviéndose cada vez más inmenso.


    Entretanto, Benvenuto salió de su sopor y, al abrir lentamente los ojos, distinguió algo aturdido las cinco horrendas apariciones que se agolpaban alrededor de su cama. Después se incorporó con esfuerzo apoyándose en los brazos. Las pesadillas se agitaron y asumieron las más horrendas posturas, haciendo alarde de todos sus trucos profesionales. El ratón interrumpió su trabajo.

    —Mira quién ha venido a verme —dijo textualmente Benvenuto, jadeando penosamente—. No os habéis hecho esperar... La primera vez, hace tres años, me asustasteis, pero ahora no merece la pena que os molestéis. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Dejadme en paz... Tú, odioso becerrucho, recuerdo que querías morderme en la espalda, pero después llegó la luz del alba y fuiste tú quien se asustó... Marchaos de aquí, estoy enfermo, deberíais avergonzaros... intentadlo, si tenéis valor, con mi tío Sebastiano, id a su habitación... ¡pero a mí dejadme respirar!... ¡Que os larguéis, os digo! ¡No conseguiréis meterme miedo! Canallas, os aprovecháis de que estoy enfermo.

    En ese preciso momento, la puerta se abrió de par en par y apareció el coronel Procolo pálido como la cera. Su mirada había cambiado, la boca tenía un gesto diferente, incluso las arrugas parecían formar nuevos dibujos.

    Ya no era el coronel de un mes antes, ni tampoco el que había estado a las nueve de la noche en el claro del bosque. Permaneció rígido unos instantes mirando al niño fijamente y luego, volviéndose hacia las pesadillas con un gesto de rabia, les gritó con voz tajante:

    —¡Fuera de aquí, maldita sea, fuera! ¡Fuera de aquí, canallas!

    Esperó a que salieran de la habitación, cerró bien la puerta tras ellas y las acompañó a la entrada.

    —¡Fuera de aquí, fuera inmediatamente! —repitió abriendo de par en par los batientes de la puerta de la calle.

    Las pesadillas se deslizaron en la noche.

    Con la pequeña linterna en la mano, Procolo permaneció quieto unos instantes, descansando un poco. Hubo tres minutos de silencio. Luego, en la casa volvió a oírse el crujido producido por el ratón roedor.

    El coronel se sobresaltó visiblemente. Iluminándose con la linterna y con mucha precipitación, como si alguien le persiguiera, entró en un cuartucho lleno de viejas herramientas, cogió un gran martillo y subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Llegó así al desván rectangular, completamente vacío, situado encima de la habitación de Benvenuto. Entró y cerró la puerta tras él.

    El cono de luz de la linterna giró rápidamente en el pavimento de madera hasta que se detuvo en la base de una pared, donde el entablado presentaba un ancho agujero. Allí estaba el ratón cojo, el que conocía el muchacho, royendo absorto una viga. Al reconocer al coronel, el animal interrumpió su trabajo.

    —Aquí me tienes, tal y como te había anunciado —dijo—. Dentro de poco la viga estará completamente serrada y se caerá. Lo he calculado perfectamente: se desplomará justo en medio de la cama, directamente sobre su cabeza.

    En la oscuridad se oyó la respiración del coronel, una respiración agitada y colérica, y, acto seguido, su airada y profunda voz, semejante a un ruido de cadenas.

    —Ya basta con este infierno! —gimió—. ¡Por amor de Dios! ¿No te das cuenta de que el niño está muriéndose ahí abajo? Ahora, animal, voy a retorcerte el pescuezo. ¡Se acabó!
    —Pero si fuiste tú el que me dijiste que... —balbuceó el ratón saltando fuera del agujero y escapando por la habitación.
    —¡Ah! Conque fui yo quien te lo dije... —se burló el coronel y, agachándose repentinamente, asestó un martillazo al ratón con todas sus fuerzas, aplastándole la cabeza como una nuez. El golpe retumbó por toda la casa.

    Los pavimentos, los muebles, el tejado, las ventanas, las tablas de la escalera, incluso la leña amontonada en la cocina, estuvieron crujiendo durante un buen rato.


    Capítulo XXXIV


    Al día siguiente, Benvenuto se agravó. El doctor, que fue dos veces, por la noche dio a entender que la ciencia tenía ya poco que hacer.

    El coronel entró en la habitación del enfermo en varias ocasiones, pero sólo permanecía allí unos minutos. El resto del tiempo se quedó recluido en su despacho, inmóvil en su sillón, con un libro en la mano, intentando leer.

    Por la noche, Benvenuto cayó en un inerte y pesado sopor. Fuera llovía. Después de cenar, Procolo volvió a retirarse a su despacho, encendió la lámpara del escritorio y se quedó sentado sin producir con su cuerpo la más pálida sombra.

    Durante casi dos horas el coronel no se movió ni un milímetro. Sólo su pecho subía y bajaba lentamente, haciendo crujir la camisa almidonada.

    De pronto, a eso de las diez y media de la noche, Procolo se puso en pie de un salto como si se le acabara de ocurrir una idea. Una vez en el piso de abajo, salió fuera y llamó dos o tres veces a Matteo. Como el viento no le respondió, el coronel pareció tranquilizarse y corrió a coger la gabardina.

    En la noche cerrada, sin hacer uso de la linterna, probablemente para que no se notara que la sombra lo había abandonado, Procolo se dirigió hacia el Bosque Viejo a buscar a Bernardi. Apenas llegó al límite de la antigua floresta, Bernardi apareció como por encanto.

    —¿Me buscabas a mí, coronel? —preguntó el genio.
    —Benvenuto está a punto de morir —respondió Procolo —. Se me ha ocurrido una cosa: ¿no podríais vosotros los genios hacer algo? ¿No tendríais algún remedio para su enfermedad?
    —Depende... —respondió Bernardi—. Los hombres a veces mueren porque «deben morir»; hay leyes que no se pueden infringir. Aunque en el caso de un niño... Sí, tal vez los genios podamos hacer algo al respecto, utilizando el resto que nos queda de nuestro antiguo poder. Sí, lo intentaremos...
    —Sí, intentadlo, por Dios —interrumpió el coronel.
    —No tan deprisa, ¿y tú qué nos darás a cambio?
    —¿Que qué os daré? Pídeme lo que quieras.
    —Queremos que nos dejes tranquilos —respondió el genio tras una pausa—, eso es lo único que queremos. Que no nos cortes ni una sola rama y, sobre todo, que nos liberes de esa horrible esclavitud que es la recogida de la leña.
    —Entonces ¿para qué me servirá el bosque? ¿Todos estos árboles ya no me producirán nada? El saberme propietario y ya está, ¿ésa será mi única satisfacción?
    —Recuerda que eres tú quien me lo ha preguntado —dijo tranquilo Bernardi.

    Los dos se quedaron mudos en la oscuridad, el uno frente al otro, bajo el agua de la lluvia. Fue Bernardi quien rompió el silencio.

    —Coronel Procolo, me gustaría irme. ¿Qué has decidido?
    —Sabes tan bien como yo lo que he decidido —murmuró el otro mirando hacia otro lado—. Aquí tienes mi palabra —y tendió la mano a Bernardi. Después, un poco encorvado, echó a andar hacia la casa.

    Caminó un centenar de metros y miró a su alrededor con recelo. Cuando estuvo seguro de que Bernardi ya no lo podía ver, encendió la linterna y la enfocó hacia sí mismo. Entonces, con extraordinaria lentitud, como si con las prisas pudiera hacer peligrar un precioso encantamiento, volvió la cabeza para mirar a sus espaldas.

    El coronel vio que su sombra había vuelto. Sí, era exactamente la suya; no había duda, era la conocida sombra de siempre de Sebastiano Procolo. Se acoplaba con precisión en sus pies, adhiriéndose al suelo.

    El coronel la miró con los ojos brillantes, pero, para no darle una satisfacción, reprimió la sonrisa que le había aflorado a los labios, apagó la luz y siguió su camino.


    Hasta aquí la historia está documentada de forma fehaciente. Qué fue lo que hicieron después los genios para curar a Benvenuto, es un absoluto misterio. Probablemente, ni él ni nosotros ni ninguna otra persona llegue a saberlo nunca.


    Capítulo XXXV


    Cuando Benvenuto todavía estaba enfermo, la camioneta se llevó la última provisión de madera acumulada por los genios en el umbral del Bosque Viejo. A partir de aquel día el lugar se quedó vacío. La potestad de Sebastiano Procolo sobre los genios de la selva se había acabado. Incluso abajo, en el valle, donde tanto se había murmurado, intuyeron que las cosas ya no eran como antes. La siniestra fama del oficial, al que muchos habían creído dotado de poderes ocultos, se desvaneció en la indiferencia general. Al empezar el invierno, abajo, en Fondo, ya casi se habían olvidado del dueño del Bosque Viejo. Procolo parecía ya un personaje incierto, de tiempos lejanos. Cuando su nombre era pronunciado en público, ya no despertaba ni temor ni frialdad. Hasta entonces la gente había preferido hablar poco de él —nunca se sabe, decían, lo que un hombre así puede ser capaz de hacer—, pero precisamente por eso pensaban a menudo en él, sobre todo al atardecer. Ahora, en cambio, había algunos que se atrevían incluso a bromear a su costa o lo describían abiertamente como un hombre presuntuoso y malvado.

    Puede ser que Procolo fuera consciente de todo esto, ya que en varias ocasiones dio prueba de una sensibilidad fuera de lo común. Lo cierto es que, después de la enfermedad de Benvenuto, los paseos del coronel por el Bosque Viejo se hicieron cada vez más frecuentes.

    En el bosque ya no se respiraba la misma atmósfera de antes, y no porque ya no se viera a los genios bajo la forma de hombres y de animales o porque Bernardi hubiera desaparecido del mapa, sino porque algo indefinible había empezado a faltar. Toda aquella vida que antaño palpitaba en el aire se había recluido en el interior de los troncos. Alcanzada finalmente la paz, los genios permanecían dentro de los abetos contando los años. Y el coronel paseaba sin descanso, mirando a su alrededor, de la misma forma que lo había hecho el último día que había pasado en el cuartel, antes de dejar su regimiento, cuando había inspeccionado repetidamente los dormitorios y había sentido cómo aquellas cosas habían dejado de ser suyas, cómo su autoridad, pacientemente construida durante años, se había desvanecido de pronto, cómo los soldados que todavía ayer temblaban ante una mirada suya al día siguiente le tratarían de igual a igual y quizá ni siquiera le saludaran por la calle.

    Los inmensos y majestuosos abetos cimentados a través de los siglos, los esqueléticos troncos que no se entendía cómo podían permanecer en pie, las sombras, el rumor de las ramas, los senderos apenas trazados, el canto de los pájaros, el olor a resina y a tierra buena, los lejanos e inexplicables gritos que resonaban durante el día por los lugares desiertos, incluso el majestuoso silencio: el coronel sentía que todo esto había dejado de ser suyo. Recorría el bosque como un extranjero, como un propietario sólo teórico que no podía tocar sus riquezas, mientras que en otros tiempos paseaba por él como dueño, si bien odiado y maldecido.

    Recorría de arriba abajo con la mirada los troncos inmensos, desde la zona de inmóvil sombra a las cimas perdidas en el cielo, siempre agitadas por el viento. A veces, en algún lugar recóndito, después de mirar a su alrededor con recelo, llamaba: «¡Bernardi! ¡Bernardi!». Hubiera deseado hablar con él, saber algo de los genios repentinamente desaparecidos. Pero nadie le respondía. Sólo se oía el rumor de las cumbres, semejante al gemido de la resaca en el mar.


    Capítulo XXXVI


    Así llegó el invierno de 1926. Benvenuto, que había regresado al internado, volvió a coger los esquís y, en las horas libres, iba a su pequeño valle a ejercitarse. El viento Matteo también acostumbraba a pasearse por allí.

    Los esquís empezaron a obedecer; poco a poco se volvieron más dóciles, encontrando el camino incluso en la nieve más espesa. Un día Benvenuto apareció, diminuto, en lo alto de una gran pendiente frecuentada por sus compañeros más intrépidos. Los otros chicos lo miraban pasmados desde abajo. Benvenuto se dejó caer a toda velocidad, encogido, a ras de la nieve, con los ojos entrecerrados. En la pista helada, los esquís golpeteaban haciendo «tactactac tactac» y se agitaban inquietos.

    El pequeño Procolo no podía ir más lanzado: los ojos se le llenaban de lágrimas por el viento, el aire le silbaba en los oídos, veía desfilar los árboles vertiginosamente a un lado y a otro, el corazón le latía a toda velocidad. Ya no podía frenar. Los compañeros le vieron pasar, dejando tras de sí una pequeña estela de humo reluciente que se descomponía en muchos originales geniecillos con pocos segundos de vida. Pasó en medio de ellos como un rayo, atravesó, debido al gran impulso, todo el llano, y siguió bajando en picado por en medio de los árboles, de los que se alzaron protestando una veintena de cuervos.

    —¡Benvenuto! ¡Benvenuto! —le gritaron los compañeros más fuertes, y corrieron detrás de él riendo, porque ahora era uno de ellos.

    Día tras día, el año daba señales de querer morir. En la casa del Bosque Viejo las horas pasaban muy lentas para Procolo, especialmente por las noches, tanto más cuanto que no podía soportar durante mucho tiempo el sonido de la radio.

    —Debería bajar a Fondo alguna vez, señor coronel, encontraría compañía —decía Vettore a Procolo.

    Pero el coronel no se movía y, a excepción de Aiuti, que iba a verle dos veces a la semana para informarle sobre la administración de los bosques de su sobrino; de Benvenuto, que se acercaba los domingos por la mañana para saludarle breve y escuetamente; de la urraca, que se pasaba de vez en cuando para contarle las novedades, y del viento Matteo, que iba todos los días a las cinco de la tarde para recibir unas órdenes inexistentes, no iba a visitarle nadie.

    Con Matteo, Procolo se mostraba bastante reservado; nunca le habló de su perdida potestad sobre los genios del Bosque Viejo y mucho menos del motivo. Dicen que tanto el uno como el otro, el viento y el coronel, evitaban hablar de Benvenuto. Los dos habían atentado un día contra la vida del chico; los dos habían cambiado mucho desde entonces y, sin embargo, trataban de mostrarse duros como en otro tiempos, escudándose contra los sentimientos compasivos. Quizás pensaban conservar de esa forma el espíritu guerrero de la juventud, engañándose mutuamente. Cada vez que se veían, cada uno de ellos temía que el otro empezara a hablar de Benvenuto, por lo que acabaron por no mencionarlo nunca.

    Mayor confianza, si es que se puede emplear esta palabra para un hombre semejante, manifestaba Procolo a la urraca: «Sí, lo reconozco, tú en el fondo nunca has tenido exigencias, ni me has hecho ninguna escena por la muerte de tu hermano», le dijo en varias ocasiones el coronel. «Reconozco que nunca te ha dado por hacer poesías o estupideces de ese tipo y que has cumplido tu cometido, si no bien, al menos con buena voluntad». Seguro que hubiera querido añadir: «... y nunca olvidaré mientras viva cómo saliste en mi defensa en el juicio sin que nadie te lo hubiera pedido». Pero no lo decía por vergüenza.

    Cuando venía a referirle las novedades, la urraca se acomodaba sobre la lámpara del escritorio, y el coronel, arrellanado en el sillón, se quedaba inmóvil escuchándola.

    Con frecuencia, el ave, que era muy curiosa y no había comprendido bien qué sentimientos abrigaba Procolo, se divertía hablando de Benvenuto. Contaba cómo se había vuelto más fuerte y cómo esquiaba a toda velocidad al igual que sus compañeros. Una vez, haciéndose un lío tremendo, la urraca contó a su manera el episodio de las pesadillas. Dijo que éstas habían sorprendido a Benvenuto una noche que se había quedado dormido en el bosque, pero que él había conseguido encerrar a una en la mochila. No hay que descartar, sin embargo, que el animal deformara adrede la historia para provocar al coronel y obtener de él alguna confidencia.

    Pero Procolo no hizo objeciones, limitándose a observar dos veces a lo largo del relato: «Curioso, realmente curioso...»

    La urraca, por lo demás, hacía en general unos informes aburridísimos. Sobre todo en los meses de frío, cuando los chicos no salían casi del internado, se alargaba describiendo la fractura de una rama de abeto, las incursiones de los zorros en las granjas del valle, la muerte de una liebre sepultada por un alud, o la aparición de un nuevo eco en algún rincón de las montañas. En la mayoría de los casos, el pájaro no hacía más que transmitir el Boletín de noticias divulgado por el viento Matteo: noticias que podían interesar muy poco a Procolo. Pero éste escuchaba y escuchaba; tal vez quisiera aprovechar al máximo aquella única compañía posible, viendo dibujarse la tristeza de las interminables noches.


    Capítulo XXXVII


    Después de que el sol del 31 de diciembre se hubiera puesto, los hombres se dispusieron a recibir el año nuevo. También aquella noche el coronel Sebastiano Procolo estaba solo. Antes del crepúsculo Benvenuto había venido esquiando desde el internado para felicitarle según las normas, pero apenas se había quedado unos minutos.

    Después de cenar, el coronel se retiró a su despacho y encendió la radio. Vettore, en el comedor, preparó una botella de moscatel espumoso y una copa para que a medianoche el señor pudiera brindar por el año nuevo. Después se sentó en la cocina y se quedó dormido junto al fuego.

    Serían las nueve de la noche cuando Matteo sopló en la ventana de Procolo. El coronel no abrió, porque hubiera entrado un frío de todos los demonios, pero cogió un grueso capote y salió fuera de la casa, bajo la luz de la luna que empezaba a salir.

    —Coronel —dijo Matteo—, te traigo un gran regalo de año nuevo, una magnífica noticia.
    —Date prisa —contestó el coronel—, porque esta noche hace frío.
    —Te vas a poner muy contento: Benvenuto... —pero aquí el viento se embarulló y ya no se le entendía nada.
    —¿Benvenuto?... ¿Qué ha pasado?
    —Ha habido un alud... —continuó al cabo de un momento el viento— y le ha sepultado.

    El coronel permaneció inmóvil.

    —¿Estás seguro? ¿Dónde ha sido? —preguntó con voz apagada.
    —En el valle del Lentaccio, en el confín del Bosque Viejo, mientras bajaba esquiando de lado, cuando ya se había hecho de noche.
    —Matteo, ¿no me estarás gastando una broma?
    —Nadie lo sabe todavía, sus compañeros no se han dado cuenta, nadie se enterará antes de la primavera.
    —¿En el valle del Lentaccio? ¿En qué punto exactamente?
    —Casi en la cima —contestó Matteo—, en un lateral. Me lo ha contado un cuervo que ha asistido a la escena, pero yo mismo acabo de ver la señal del alud con mis propios ojos, debe de haberse producido un buen derrumbamiento. Benvenuto se quedó esquiando después de que sus compañeros se hubieran ido.
    —¿Y nadie acudió en su ayuda?
    —Nadie, puedes estar tranquilo. Pero ahora te dejo, coronel. Esta vez estarás contento.
    —Sí —murmuró Procolo —, tienes toda la razón. —Esperó a que Matteo se hubiera ido y volvió a entrar en la casa, al calor.

    Vettore seguía durmiendo cerca del fuego. El coronel entró en la cochera donde estaba todavía la calesa de Morro y se encontraban amontonadas un buen número de viejas herramientas. Procolo cogió una pala, la sopesó entre las manos y salió nuevamente en mitad de la noche.

    Bajo la luz de la luna, atravesó diagonalmente el claro del bosque. En la nieve quedaron profundamente impresas las huellas de sus botas, una estrecha franja de color azul oscuro.

    Como la capa de nieve era muy espesa, el coronel caminaba despacio, con la pala al hombro. Viéndolo de lejos, nadie hubiera pensado que aquel hombre que avanzaba de una forma tan fatigosa y renqueante fuera él, Sebastiano Procolo, habituado a dar largos y firmes pasos marciales.

    Se adentró entre los árboles y descendió oblicuamente hacia el fondo del valle. En aquella zona había pocos abetos y todavía se veía bien. Finalmente llegó al valle del Lentaccio. Sobre un lateral, en una larga torrentera despojada de árboles, se distinguía perfectamente la huella de un reciente alud, caído desde lo alto de la montaña. El paraje se hallaba silencioso y desierto.

    Con pasos agitados llegó hasta el alud. Y, aunque cueste mucho trabajo creerlo, dicen que entonces miró a su alrededor, como buscando a alguien que le ayudara, a él, a Sebastiano Procolo.

    Comenzó a tantear la nieve con el mango de la pala buscando el cuerpo de Benvenuto. La masa de nieve debía de tener una longitud de 150 metros, por lo que estuvo mucho tiempo trabajando. Cada vez que topaba con algo duro, se ponía a excavar afanosamente, hasta que se daba cuenta de que se había equivocado.

    Hacia las diez y cuarto de la noche, un vientecillo rabioso venido de no se sabe dónde empezó a arrastrarse por la torrentera y a levantar una ventisca. La nieve comenzó a remolinear y a alzarse hasta un metro y medio del suelo aproximadamente, centelleando bajo la luna.

    Al coronel no le servía de mucho el capote que llevaba. Procolo sentía que la nieve helada se le metía por dentro de la chaqueta, no podía mantener los ojos abiertos y, a pesar de los guantes, tenía las manos congeladas. Pero él continuó cavando aquí y allá con la pala, sin encontrar el más mínimo vestigio.

    Pareció que aquel viento le tomase el gusto; la tormenta se hacía cada vez más violenta. En lo alto, el cielo estaba sereno, la luna continuaba su acostumbrado viaje.

    La borrasca era realmente fortísima, pero el coronel no cejó en su búsqueda. Parecía haber perdido la calma, aterrorizado por la idea de no llegar a tiempo. Probaba a excavar en un punto, después de tres o cuatro paladas lo intentaba en otro lugar, volvía al sitio de antes, luego comenzaba a excavar en una tercera zona, y así sucesivamente. Entre los amplios pliegues del capote, que revoloteaba espantado, la ventisca producía un silbido opaco.

    Venga y venga, los movimientos del coronel se iban haciendo cada vez más lentos, mientras el viento alzaba la voz. De pronto se paró y se apoyó cansado en la pala. Por primera vez en cincuenta y seis años tenía la espalda algo encorvada.

    Finalmente se echó a un lado de la torrentera y se apoyó en el tronco de un abeto. La ventisca le rodeó, remolineó largamente bajo el árbol, amontonó nieve sobre nieve y en pocos minutos enterró las botas del coronel.

    En espera de que la borrasca pasara, Procolo se mantuvo erguido, sosteniendo la pala en la mano izquierda. La ventisca le había desordenado el mostacho, que ahora le colgaba a ambos lados de la boca, si bien de vez en cuando, entre una y otra racha de viento, tratara de recomponérselo. Pero pronto renunció también a eso.


    Capítulo XXXVIII


    Dicen que fue una liebre la que difundió la noticia por el bosque, a eso de las doce menos cinco de la noche: «El coronel está muriéndose». La voz se propagó como por encanto, alcanzó los confines del Bosque Viejo, descendió hasta el fondo del valle, se adentró en las praderas deshabitadas y llegó a la cima de las montañas.

    Los pájaros, interrumpido su sueño, bisbisearon incrédulos alguna que otra palabra y volvieron a meter la cabeza debajo del ala. Pero la noticia, repetida por las ardillas, los zorros, las marmotas y por muchos otros animales, despertados de golpe del letargo, se hizo cada vez más insistente. Los mismos vientos, que se habían hecho el propósito de dejar en paz a los bosques en el año nuevo, la repitieron. Evaristo en persona interrumpió su descanso y fue por todas partes anunciando lo que ocurría.

    De ese modo, en el valle del Lentaccio, en el límite de los abetos, se concentraron los animales del bosque, que para la ocasión parecían haber hecho un armisticio. Dicen que incluso un oso viejísimo, último superviviente de una larga estirpe, apareció entre las sombras de los troncos, lleno de curiosidad por ver cómo Procolo moría. Y los árboles cercanos se cubrieron de pájaros que se disputaban con rabiosos picotazos los mejores puestos de observación. Por último, llegaron también los genios del Bosque Viejo; pero no todos, porque no hubiera habido suficiente sitio: debía de haber trescientos o cuatrocientos, entre ellos Bernardi. También ellos se ocultaron entre los árboles para que el coronel no los viese.

    Sin embargo, como suele suceder, algunas liebres y algunas ardillas, ansiosas por contemplar la escena, avanzaron por el campo despejado de árboles, olvidando la consigna.

    La ventisca disminuía. Ahora no era más que un veloz torbellino a ras de tierra que producía un ligero rumor. Pero Procolo permanecía quieto, con la espalda apoyada en el abeto. La nieve amontonada por el viento le había sepultado hasta la mitad de las piernas y, sin embargo, él no hacía nada para liberarse, como si se hubiera quedado paralizado.

    En efecto, Sebastiano Procolo ya no podía moverse. El hielo se le había metido en el cuerpo, entumeciéndole brazos y piernas. Sólo movía rápidamente los ojos a un lado y a otro, distinguiendo las liebres y las ardillas que curioseaban a la luz de la luna. Poco después, el coronel percibió también a todos aquellos seres que espiaban entre los árboles.

    —¿Qué pasa aquí? —tronó la voz de Procolo—. ¿A qué viene esta reunión? ¿Por qué me miráis con tanto interés?

    En el bosque circundante se produjo un temblor, porque los animales, intimidados, huyeron todos a la vez. Se oyeron rápidos ruidos de pasos y un gran batir de alas.

    —Coronel —llamó entonces la urraca guardiana, que también había acudido al valle, desde lo alto de un alerce—. ¿Quieres que llame a alguien?
    —¡La que faltaba! —contestó rabioso el coronel—. Será mejor que te ocupes de tus asuntos.
    —Coronel —insistió la urraca—. A la luz de la luna tu cara tiene un extraño color. Coronel, tú no estás bien. Voy a llamar a alguien.
    —No te metas donde nadie te llama —respondió Procolo—. Acuérdate de lo que le pasó a tu hermana.
    —Entonces me despido de ti —dijo la urraca—, y te digo adiós. —Y el pájaro echó a volar en dirección contraria a la luna, alejándose sobre las cimas de los árboles.

    Una vez desaparecida la urraca, Procolo pensó que se había quedado solo y se desplomó a los pies del abeto con la cabeza colgando. Sin embargo, muchos animales habían regresado poco a poco al valle del Lentaccio y observaban en silencio la escena. La ventisca prácticamente había cesado. Ya casi era medianoche.

    Finalmente, llegó también Matteo.

    —Coronel, ¿qué has hecho? —silbó el viento después de haber dado dos o tres vueltas alrededor del árbol.
    —Había venido para ver las trampas —respondió Sebastiano Procolo, poniéndose rápidamente de pie—, había puesto tres o cuatro para atrapar a los zorros.
    —He visto la pala —insistió Matteo—, has venido para salvar a Benvenuto, ésa es la verdad, ahora te estás muriendo, y todo esto para nada.
    —¿Para nada? —preguntó con voz profunda Procolo.
    —Era una broma. Benvenuto está en el internado. Quería darte una buena noticia para que estuvieras contento las primeras horas del año.
    —Una broma... ¿Me juras que es una broma?
    —Te lo juro, coronel, pero yo no sabía todo esto, siempre me habías dicho...
    —Una broma estupenda... —dijo Procolo —. Muy lograda...
    —Deberías haberme dicho la verdad —se justificó el viento—. Cómo iba a imaginar que...
    —No te preocupes —dijo Procolo—. Ahora volveremos a casa.
    —Tengo miedo de que sea demasiado tarde. Tengo miedo de que todo haya acabado. Ya no tienes fuerzas, lo veo... Pero, coronel, ¿por qué no me lo dijiste?, ¿por qué quisiste mostrarte distinto de cómo eres? Confiésalo: sí, yo estaba hecho un guiñapo para siempre, yo sólo servía ya para mantener en alto las cometas, pero tú también habías envejecido, tú tampoco eras ya el mismo, tu corazón sentía necesidad de calor y nunca lo reconociste. ¿Te avergonzabas, coronel? ¿Te avergonzabas de ser un hombre? ¿De ser como todos los demás?
    —Te digo que volveré a casa. Déjame en paz de una vez.
    —¡Dejarte en paz! ¡Es muy fácil decirlo! ¿No te acuerdas de lo que te juré cuando me liberaste? Mi vida estará unida a la tuya hasta el último momento. Si tú mueres, yo también moriré.
    —Lo sentiría —dijo el coronel—, lo sentiría de veras. Pero qué le vamos a hacer. Ahora es mejor que me dejes.

    Matteo se dispuso a irse. Su rumor se debilitó rápidamente.

    —¡Matteo! —gritó entonces Procolo—. ¡Espera un momento! Se me olvidaba una cosa. Para que no me juzgues mal, quiero decirte esto: siento haberte mentido, siento haber fingido lo que no era. Eso es todo. Pero ha sido la única vez.

    Su voz se había vuelto muy tenue.

    —No pienses en eso, coronel —respondió el viento, que había vuelto rápidamente—. En el fondo te doy la razón. Ahora déjame que me quede aquí. Podríamos esperar juntos. En cualquier caso, el primer sol del año no lo podremos ver.
    —No, vete —dijo Sebastiano Procolo—. Prefiero quedarme solo.


    Capítulo XXXIX


    En efecto, Procolo se quedó solo cuando comenzaba el primer día del año. Los animales, vencidos por el sueño, también se fueron. El aire era gélido y sereno. La luna había empezado a descender. El Bosque Viejo estaba completamente a oscuras.

    En la casa de Procolo, bajo la lámpara, se veía intacta una botella de vino, con una copa al lado. Vettore seguía durmiendo. La radio, que se había quedado encendida, llenaba la casa de músicas alegres, músicas festivas, acompañadas por muchos gritos.

    Allí, al solitario valle donde el coronel se moría, también llegaron los ecos de las campanas y de lejanos cohetes. Pero, por lo demás, no sucedió nada especial. El año viejo se fue y de forma regular, sin el menor intervalo, comenzó enseguida el año nuevo.

    El rostro de Procolo había empalidecido todavía más. El bigote se le había cubierto de hielo. Al irse Matteo, el coronel se había vuelto a abandonar. Los brazos le colgaban inertes y tenía la cabeza caída sobre el pecho. Entonces los vientos vinieron a saludarle. No lo conocían personalmente, pero les pareció justo rendir un homenaje al dueño del Bosque Viejo, que se marchaba así, como un caballero. Entre las ramas de los abetos los vientos comenzaron a entonar sus canciones.

    Fue ciertamente una música grandiosa, de ocasión solemne, una de esas músicas que a los hombres sólo les está permitido escuchar una vez en la vida. Sebastiano Procolo comprendió y, haciendo un gran esfuerzo, consiguió levantar la cabeza. Los animales, en el umbral del bosque, se despertaron.

    Los vientos cantaron las antiguas historias de los gigantes, que constituían la parte más bella de su repertorio. Estas historias no las conocemos, pero se sabe que todo aquel que las escucha se llena de contento.

    Y sucedió que los animales olvidaron el invierno y se imaginaron que se encontraban ya en medio de un próspero verano. Cada cual pensó con una gran confianza en el futuro, sintiéndose enormemente audaz y dispuesto a realizar cualquier proeza. No era más que el efecto de la música. Pero mientras ésta duró, aquellas ilusiones parecieron reales. Muchos de los animalitos que allí había imaginaron incluso que podrían vivir eternamente. Algunos se vieron ya poderosísimos y extraordinariamente bellos. Todos pensaban en las cosas buenas que les depararía el año nuevo, en lo felices que serían durante aquellos 365 días.

    Al coronel, en cambio, los días venideros ya no le importaban nada. Miraba hacia el fondo del valle, donde avanzaba con rapidez una masa oscura. Eran centenares de hombres en filas muy ordenadas que marchaban rítmicamente, con paso firme y ligero, como si no caminaran por la nieve, sino por una bonita avenida perfectamente construida. A la cabeza iba un hombre con una bandera y detrás de él avanzaban todos los demás. No había que ser muy perspicaz para reconocer el regimiento del coronel Procolo. Faltaba sólo la banda. Sin embargo, toda la atmósfera estaba llena de música, de una canción victoriosa.

    Procolo permanecía apoyado en el árbol, con la cabeza levantada orgullosamente, medio hundido en la nieve. Su regimiento avanzaba en maravilloso orden, pese a lo accidentado del terreno, de la nieve y de la fuerte pendiente. Ya distinguía las bayonetas centelleantes a la luz de la luna y, debido a su portentosa memoria, reconocía a los soldados uno por uno. Cuando la bandera pasó por delante de él, su brazo derecho sufrió una visible contracción: evidentemente Procolo quería saludarla, pero el intenso frío le había entumecido ya por completo.

    Con paso triunfal, la magnífica formación subió hasta lo alto del valle y, sin aflojar la marcha, se internó entre los abetos del Bosque Viejo. Los soldados continuaron desfilando durante mucho tiempo. Al mismo Procolo le sorprendió en un principio que su regimiento hubiera alcanzado unas proporciones tan formidables. Aun así, para él fue un motivo de satisfacción.

    En un determinado momento las bayonetas dejaron de brillar: se había puesto la luna. La nieve se tornó lívida. Los soldados parecían manchas negras y eran imposibles de reconocer. En oriente pudo distinguirse algo parecido a una nueva y débil luz.

    Las estrellas empezaron a palidecer cuando el desfile cesó y el último pelotón fue tragado por el bosque. La voz de los vientos se apagó y los animales se retiraron a sus madrigueras y a sus nidos, muertos de cansancio por la noche pasada en vela.

    Todo quedó silencioso y en calma, en espera de que saliera el sol. Apoyado todavía en el abeto, el coronel seguía manteniéndose erguido, la cabeza levantada con orgullo, completamente inmóvil. Inmóviles los brazos y las piernas, inmóviles los ojos, la boca, incluso los pliegues del capote. Se le había parado también el corazón.


    Capítulo XL


    Mientras tanto, el viento Matteo se había acercado al internado. Aunque era la última noche del año, no se había organizado ninguna fiesta. Aun así, los niños estaban despiertos en el dormitorio y esperaban a oscuras a que dieran las doce de la noche para abrir una botella, contando ansiosos los minutos en el reloj de Berto, que tenía los números fosforescentes.

    Los compañeros cuchicheaban excitados, pero Benvenuto enseguida se dio cuenta de que fuera se arrastraba Matteo. Sin llamar la atención de los demás, el niño saltó de la cama y, abriendo una ventana, dio dos golpes con los nudillos en la madera.

    —He venido para despedirme de ti —dijo Matteo—. Esta noche me voy.
    —¿Adónde?
    —Ojalá lo supiera. Lo que es seguro es que ya no volveré.
    —Espera —exclamó Benvenuto—. Ahora me visto y salgo.

    Escabullándose silenciosamente en la oscuridad, Benvenuto entró en el vestuario y se vistió con la ropa de abrigo que se ponía para esquiar. Después, con mucha precaución, abrió la puerta de la calle y salió fuera, bajo la luz de la luna.

    —Esta noche me toca morir —dijo Matteo—. Ya ha comenzado mi disolución, dentro de poco subiré por el aire y me desvaneceré poco a poco en el cielo.
    —¿Por qué dices «me toca»?, ¿qué hace un viento para morir?
    —No me lo preguntes, es una cosa muy extraña. Algún día quizás lo sepas. La voz se debilitaba mientras se alejaba por el cielo.
    —No, Matteo, no te vayas —repuso Benvenuto—. Tú no debes morir. Aún hay muchas cosas que hacer en el mundo. Si te quedas, volverás a ser el de antes, recobrarás las fuerzas, dentro de tres meses llegará la primavera y después el verano. Evaristo se irá, serás de nuevo el dueño del valle, organizarás grandes tormentas y todos se asustarán. Volveremos a empezar. Después, en las noches templadas, harás música en el bosque, y la gente vendrá a oírte desde los países más lejanos. Entre los árboles estarán los genios y yo podré cantar contigo, como en los buenos tiempos.
    —Es inútil —dijo el viento—, debo irme. Por lo demás, tal vez ésta sea la noche famosa en la que dejarás de ser niño. No sé si alguien te lo ha dicho. La mayoría de las personas no es consciente de esta noche, ni siquiera sospecha que exista, y sin embargo, para ellos es una puerta que se cierra de improviso. Normalmente sucede mientras se duerme. Sí, puede ser que te haya llegado el momento. Mañana serás mucho más fuerte. Mañana comenzará para ti una nueva vida, pero no entenderás muchas cosas: ya no entenderás, cuando hablen, a los árboles, ni a los pájaros, ni a los ríos ni a los vientos. Aunque me quedara, ya no podrías entender ni una palabra de lo que dijera. Oirías mi voz, pero te parecería un insignificante rumor; es más, te reirías de estas cosas. No, tal vez sea mejor que nos separemos ahora, en el momento adecuado.

    Mientras tanto, las palabras se volvían cada vez más tenues. Matteo, a su pesar, se elevaba lentamente en el cielo.

    —Espera —exclamó Benvenuto—, voy a coger los esquís y te acompañaré montaña arriba, hasta que nos sea posible permanecer juntos.
    —Gracias —respondió Matteo—. Al ir hacia arriba trataré de desplazarme lateralmente y así no nos separaremos hasta llegar a la cima.

    Poco después Benvenuto se puso en camino para seguir a su amigo Matteo, que subía irremediablemente, disolviéndose poco a poco.

    Se dirigió hacia el Bosque Viejo, ayudado por la luz de la luna, forzando el paso para poder seguir al viento, que pasaba una y otra vez por encima de su cabeza y ganaba altura progresivamente.

    Aun sin quererlo, el viento chocaba contra los abetos, produciendo una agradable resonancia. Al acercarse el momento de la separación, Benvenuto estaba muy emocionado y no sabía qué decir. La marcha se le hacía fatigosa por la nieve profunda e irregular; las zonas oscuras abundaban y además iba con la constante preocupación de no perder el contacto con el viento. Concentrado en el duro esfuerzo, el niño no conseguía entender lo que, mientras tanto, Matteo iba murmurando.

    Pasaron por el pequeño claro donde en una ya lejana noche habían celebrado una gran fiesta. Una voz honda y nasal, la voz de un búho, resonó de improviso.

    —¿Matteo? —gritó el búho —, ya que estás aquí quiero decirte una cosa. Llevo pensándolo muchísimo tiempo. Quiero avergonzarte, eso es. Eres un viento blando y penoso, sin el más mínimo resuello y, a pesar de eso, ¿debemos seguir oyéndote decir con orgullo que eres potente, que no temes a nadie, que eres esto y lo otro y que has hecho no sé qué? Un payaso, eso es lo que eres, un grotesco fanfarrón, la criatura más ridícula que he conocido jamás. Mírale ahora qué aires se da ante ese estúpido niño.
    —Búho —respondió el viento—, tú eres el que debes avergonzarte, porque yo estoy a punto de morir.

    Aunque fuera invisible en la oscuridad, el pájaro debía de haberse quedado de piedra, porque se le oía resoplar.

    —¡Tú y tu maldita manía de hablar! —dijo al búho, con voz clara, un compañero—. Menuda metedura de pata, es como para que te trague la tierra...
    —Perdóname, Matteo —dijo el búho, titubeante—, perdóname, no lo sabía, tengo la manía de hacer rabiar a todo el mundo, no lo decía en serio... créeme, no lo decía en serio.
    —No importa, búho —repuso Matteo. Mientras tanto se alzaba más y más y Benvenuto a duras penas podía seguirle. Desde que había salido del internado no se había parado a descansar ni un segundo. Empezaba a sentirse fatigado.

    Finalmente, llegaron al pie del Cuerno.

    —Ahí está la maldita cueva que fue mi ruina —observó Matteo arrastrándose hasta la base de las rocas.

    Después añadió—: Ha llegado el momento de despedirnos, Benvenuto, ya no puedes subir más.

    —Sí que puedo —respondió el niño y, quitándose los esquís, trepó por las grandes peñas iluminadas por la luna, buscando los puntos de apoyo entre la nieve.
    —No hagas locuras —exclamó el viento—. Es muy fácil resbalarse. ¿Qué más da metro más o metro menos, si de todas formas tenemos que separarnos?

    Pero Benvenuto no se dio por vencido. Trepando por la gélida peña, que ofrecía realmente muchos lugares a los que agarrarse, el niño subió más allá de las cimas de los árboles. Finalmente se encontró en una especie de terracita colgante sobre la que sólo se encontraba el cielo.

    Debajo de él vio el Bosque Viejo, que emanaba mágicas sombras, vio la luna ponerse y aparecer una franja dorada en el cielo de oriente. Todo estaba extraordinariamente tranquilo. Parecía que los únicos seres vivos que había en el mundo fueran Benvenuto, erguido sobre la cima del Cuerno, y Matteo, que daba las últimas boqueadas.

    En un determinado momento, el viento acabó por sobrepasar la cima del Cuerno, abandonando para siempre la tierra. Benvenuto dejó de percibir su soplo, pero todavía pudo oír sus palabras:

    —¡Adiós, Benvenuto, adiós! —decía Matteo con una voz cada vez más tenue—. Acuérdate de mí alguna vez. Debo decirte una última cosa: tu tío Sebastiano ha muerto esta noche. Lo encontrarán en medio de la nieve y nadie entenderá por qué. Ha tenido un final digno de él, una muerte de gran señor.

    La voz del viento se debilitó en la nada. Sin duda seguía despidiéndose afectuosamente del muchacho. Pero ahora ya estaba demasiado alto para que éste pudiera oírle.

    Benvenuto hubiera querido gritarle algo, pero no conseguía hablar, tenía un nudo en la garganta. Agitó entonces su sombrero, mientras se elevaba el sol, hasta que todo quedó en silencio.


    Fin



    Título original: Il segreto del Bosco Vecchio
    © Herederos de Dino Buzzati. Todos los derechos revervados.
    Publicado en Italia por Arnoldo Mondadori Editore, Milán
    Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo:
    © 2004 Gadir Editorial, S.L.
    Jazmín, 22 - 28033 Madrid
    Impreso en España - Printed in Spain
    ISBN: 84-933767-1-X
    Depósito legal: M. 15701-2004
    Traducción de Mercedes Corral
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