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septiembre 14, 2014
Mi tía Chabela juntó sus ahorros y un día se internó en una clínica de esas que dejan nueva, y salió convertida en una mujer preciosa. A partir de entonces, cada cierto tiempo se internaba de nuevo y se iba cambiando la cara, las caderas, los párpados, los músculos flotantes del cuerpo...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Mi tía Chabela no era fea, en realidad, nunca lo fue, pero cuando era una adolescente, ella se sentía horrible.
—Mire mi nariz, mamá, es enorme.
—Agradézcale al cielo tener nariz, porque hay quienes ni tienen y eso sí que es un problema —le decía la Domitila.
—Cuando seas grande te operas las partes que te estorban, pero mientras, acostúmbrate a dar gracias a la vida por lo que tienes, que no es poco. Además, las mujeres narizonas anuncian larga vida y numerosa prole —le decía mi abuela.
—Usted tiene la cabeza llena de paja, mijita, como casi todas las mujeres que siguieron a ese desgraciado invento de Dios que fue Eva en el Paraíso —le decía mi abuelo, que nunca entendió nada de las tristezas femeninas, mucho menos de las ganas de mirarse a un espejo y verse bonita—. ¿Para qué quiere operarse la nariz? Cuando los antiguos romanos querían indicar que tal o cual persona carecía de inteligencia, decían: nullum nasum habet, no tiene nariz. La nariz grande es signo de inteligencia, fíjense en narizones históricos como Platón, Cervantes y Tasso, los hombres más inteligentes de la humanidad, por no decir nada de Wellington, Boccaccio, Petrarca y Lincoln.
—Así será —retrucaba mi tía Chabela—, pero esos tipos no tuvieron que salir a la calle en busca de novio, como tendré que hacer si no me rebajo este caballete que es como el caballo de Troya.
La cosa es que cuando fue grande, mi tía Chabela juntó sus ahorros y un día se internó en una clínica de esas que te dejan nueva y salió de allí varias semanas más tarde, convertida en la mujer preciosa que veía en esos sueños de los cuales no quería despertar. A partir de entonces y cada cierto tiempo se internaba de nuevo y se iba cambiando la cara, las caderas, el busto, los párpados, los músculos flotantes de los brazos, todo de acuerdo con la moda y sus caprichos. Había descubierto que era posible meter mano en casi cada rincón del cuerpo y, total, ella era una mujer moderna que bien podía darse el lujo de abultarse los labios, estirarse los ojos, sacarse la papada, redondearse los pechos, recortarse los pómulos, achicarse la nariz, subirse las mejillas, vaciarse los párpados y reducirse el vientre, las caderas y los muslos.
Sus mejores amigos eran su cirujano plástico, Machúcame Los Huesos, y Rubén Arcángel, su marido, que gozaba casi más que ella misma con esas transformaciones, que la dejaban convertida en una mujer cada vez más linda.
Hacia los 40 años, y una vez operada de casi todo, empezó a engordar y entonces le bajó la locura de las dietas y no hubo una dieta que no probara hasta quedar hecha una flaca que era la envidia de sus amigas y, desde luego, de mi tía Eulogia, quien nunca logró mantenerse flaca por más de seis meses seguidos.
—A esta señora debieran contratarla los laboratorios —decía la Domitila— Todas las dietas le resultan, las cirugías le caen como anillo al dedo y las cremas le dejan la cara estirada para siempre.
—Mire, mijita, su cuerpo será el cadáver predilecto de los gusanos en el cementerio —le decía mi abuelo con cara seria— cada pedacito suyo vale como 10 mil dólares en cremas, ungüentos, lociones, estiramientos y perfumes. ¿Y quiere que le diga una cosa? Va a envejecer de todas maneras, porque de eso no se libra nadie.
—Así será, pero voy a ser la más joven de las viejas —retrucaba mi tía.
Era feliz. Eso es lo cierto. Con su cara bonita, sus ojos estirados, sus pómulos altos, su cuello sin arrugas, su esbelta figura y su marido que la miraba embobado, era feliz.
Pero claro, no hay felicidad que dure 100 años ni mujer que haya vivido para contarlo, así que un buen día el horizonte de mi tía se nubló y la causa no fue la flaca de la esquina con quien hasta el abuelo de Rubén Arcángel tuvo un qffair, sino las vacas locas de Inglaterra.
Cuando comenzó el problema de las vacas locas, seguido del de la fiebre aftosa y empezaron a matar vacas a montones, en Inglaterra, en Irlanda y en todas partes, y las pobres vacas pasaron a ser las malas de la película, a mi tía casi le da un colapso... Ella podía prescindir hasta de su marido, pero no de las vacas. Si se acababan éstas, su vida dejaba de tener sentido. ¿De dónde sacaría el colágeno que se inyectaba en los labios y en los pechos? ¿Cómo iba a seguir las dietas del doctor Atkins y la de la Zona, atiborradas de carne de vaca, tocino (bacon), salchichas, médula y crema de leche? ¿Y los helados Ben and Jerry que tomaba para la depresión? ¿Y los cueros que le gusta lucir cuando estaba flaca como alambre? ¿Y las cremas antiarrugas fabricadas con colágeno de vaca?
La verdad es que la idea de morir arrugada le parecía peor que la idea de morir loca por haberse comido una vaca infectada, y como siempre ocurre en estos casos, su vanidad se dio de trompazos con su moralidad, y decidió importar sus propias vacas desde Nueva Zelanda.
El doctor Machúcame Los Huesos fue quien la hizo desistir de esa descabellada idea, al explicarle que no era necesario tener un corral propio, ni vacas importadas de Nueva Zelanda. La enfermedad de las vacas locas estaba controlada y él fabricaba sus productos con animales que se criaban en pequeños clubes de vacas, tan exclusivos y elegantes como el Country Club de Golf, al que sólo podían ingresar las vacas que eran socias, vacas de altísima alcurnia, de buen pedigree, con certificado y todo.
—¿Y con qué las alimentan? —quiso saber mi tía intrigada.
—¡Ah! Puede tener la plena seguridad de que todo allí es vegetariano —dijo Machúcame— les damos ensaladas con brotes de alfalfa, budines de berenjenas, sin huevos, por supuesto, cous cous con pimientos (ajíes) rojos, usted sabe, lo que ellas pidan. ¿Quiere pasar a verlas?
Y mi tía pasó a un pequeño corral que el cirujano tenía en la parte trasera de su casa, y ahí estaban las vacas, sanas como unas bailarinas, pero con una cara de angustia tan grande atragantadas con un pedazo de budín de berenjenas, mirándose las unas a las otras con la nostalgia impresa en sus ojos nublados.
Mi tía abandonó la consulta sintiendo una cierta tristeza rebanándole el corazón. Para que ella fuera hermosa había que matar una vaca. Para tener más vacas y con más colágeno las habían alimentado con carne y las volvieron locas. Ahora las hacían socias de este ridículo corral de Machúcame Los Huesos donde les daban budines y luego las matarían para que ella fuera hermosa. Algo de ese círculo vicioso no le gustaba. Llegó a su casa y le dijo a la Domi:
—Tira todas las cremas a la basura, cancela mi hora para el estiramiento del jueves y para la comida prepara un pastel de maíz con carne de pollo.
—Por fin le entró el alma al cerebro, señora —dijo la Domi y partió a hacer lo indicado, pensando que en el futuro, cuando comenzara la enfermedad de los pollos locos, ya vería qué tipo de carne le echarían al pastel.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, FEBRERO 19 DEL 2002