UNIR PARA VENCER (Theodore Sturgeon)
Publicado en
julio 13, 2014
Cavaban el canal de desagüe, y el hombre de los horarios fue hasta el extremo donde trabajaba la grúa dragadora, y le dijo al operador que bajase y le hizo un montón de preguntas acerca de media hora de trabajo extra. Poco después, los dos hombres rodaban por el terraplén. El joven superintendente vio la pelea y les gritó basta. Los hombres no le hicieron caso. No queriendo ensuciarse los breeches nuevos, el superintendente se subió a la máquina, metió tres metros de arena en el cubo, los alzó, dio media vuelta y los descargó sobre la pendenciera pareja. El operador y el hombre de los horarios asomaron tropezando y cayendo, sacudiéndose la arena, pasándose las palmas de las manos por los ojos y la boca, y con un concertado rugido corrieron hacia la cabina de la máquina. Tenían al superintendente en el suelo y le golpeaban la cabeza turnándose alegremente cuando pasó por allí un capataz, y él y sus hombres detuvieron el alboroto.
El joven pelirrojo dejó el libro en la mesa.
—Esto también es cierto —le comentó a su hermano—. Lo que te decía de casi toda la mejor ciencia ficción de Wells. En todos los casos hay un milagro: una invasión marciana en La guerra de los mundos, una sustancia bioquímica en El alimento de los dioses y un nuevo isótopo gaseoso en Los días del cometa, y al fin el milagro obliga a toda la humanidad a trabajar unida,
El hermano estaba en la universidad —había estado siete meses— y era muy juicioso.
—Así es. Sabía que era necesario un milagro. Me parece que lo olvidó cuando se puso a escribir sociología. Como señaló el doctor Pierce, vendió su primogenitura por un plato de mensaje.
—Perdón —dijo el hombre moreno llamado Rod.
Se incorporó y se alejó hacia el fondo del café y la fila de cabinas telefónicas, y los ojos de la muchacha de nariz respingada y sandalias rojas lo siguieron cariñosamente. Llegó la Rubia.
—Ah —maulló—, sola, ya veo. Pero claro.
Se sentó.
—Estoy con Rod —dijo la joven de las sandalias añadiendo escrupulosamente—: Está telefoneando.
—Necesitaba hablar con alguien, sin duda —dijo la Rubia.
—Probablemente —dijo la otra sonriéndole a sus propios largos dedos— necesita volver a la tierra.
La Rubia apenas parpadeó.
—Oh, bueno... Supongo que debe divertirse entre sus horas serias. En algunas mañana, por ejemplo. En el baile. Lástima que no podamos vernos allí. A no ser, claro, que vayas con algún otro...
— ¡Trabaja mañana por la noche! —estalló la muchacha de las sandalias, desprevenida.
—Puedes llamarlo así —dijo la Rubia plácidamente.
—Oye, luz de sol —dijo la otra muchacha, en el mismo tono—, ¿por qué no dejas de engañarte a ti misma? Rod no tiene interés en ti y en tu color puramente local. Y él tampoco es lo que tú quieres. Si deseas un alma gemela, búscate un mastín.
—Querida —dijo la Rubia con una expresión asesina en la máscara—. Sí, quizá puedas conquistarlo. Si repasas tus habilidades culinarias, y él conserva el apetito y no abre los ojos... —De pronto se inclinó hacia adelante. — Mira, ¿quién es ésa?
Se volvieron hacia el fondo del café. El joven moreno tenía las dos manos en una muchacha pelirroja, grácil pero curvilínea. La muchacha reía tímidamente.
—Bragas de Fantasía —jadeó la joven de las sandalias rojas. Se volvió hacia la Rubia—. Sé por qué te lo digo. Tiende la ropa debajo de mi ventana, y...
—La niña apestada —dijo la Rubia. Observó otra bonita convulsión de alegría—. Tiende la ropa, ¿eh? Escucha, tuve una amiga que una vez se peleó con una vecina. Hubo algo con un rifle de aire comprimido y un poco de tinta...
—Bueno, bueno —dijo la muchacha de las sandalias. Pensó un momento mirando a Rod y la pelirroja—. ¿Dónde puedo conseguir un rifle de aire comprimido?
—Mi hermano menor tiene una pistola de agua. Se la regalé en su cumpleaños. ¿Puedes estar aquí a las siete?
—Ciertamente. Conseguiré la tinta. Tinta negra. ¡Tinta china!
La Rubia se incorporó.
—Sé amable con él —dijo rápidamente—, así no sospechará quién le ajustó las cuentas a Bragas de Fantasía.
—Sí, pero no demasiado amable. El muy tonto. Querida, eres maravillosa.
La Rubia guiñó un ojo y se alejó. En una mesa vecina, un caballero que había estado escuchando desvergonzadamente se atragantó con una incipiente carcajada.
—El coronel Simmons —anunció el aparato.
— ¡Bueno, por todos los diablos! —dijo el doctor Simmons—. Hágalo pasar. ¡En seguida! Y... cancele esa demostración. No... no la cancele, pospóngala.
— ¿Para cuándo, doctor?
—Para cuando yo llegue.
—Pero... es el ejército y...
— ¡También mi hermano es el ejército! —estalló el físico y cerró el intercomunicador.
Un golpe.
—Adelante. ¡Leroy, desagradecido!
—Bueno, Músculos.
El coronel entró casi corriendo en el cuarto, tomó al hombre de ciencia por el antebrazo, le escudriñó la cara. Los ojos de los dos eran grises; los del coronel, grises y pequeños; los del doctor, grises y grandes.
—Han pasado por lo menos... —dijeron los dos a la vez, y se rieron.
—Ocho años —dijo el coronel.
—Muchos realmente. —El doctor sacudió la cabeza. — Tú y tus botones brillantes.
Hubo un silencio.
—No se sabe cómo empezar, qué decir, ¿eh? —El coronel sonrió, — ¿Qué has hecho este último tiempo?
—Oh... ya sabes. Física aplicada.
— ¡Ja! —soltó el coronel—. Pregunta: Señor Miguel Ángel, ¿qué ha estado haciendo? Respuesta: Mezclando colores. Vamos, inventaste el magnefilm, ¿y qué ocurrió luego?
—No mucho. Un par de cosas demasiado poco importantes para hablar de ellas, y un par más demasiado importantes para mencionarlas.
—Siempre ligero de lengua, ya veo. Vamos, Músculos. Las normas de seguridad no se aplican aquí, y especialmente entre nosotros.
Eso es lo que crees, pensó el doctor Simmons.
—Claro que no —dijo—. ¿En qué departamento estás ahora?
—Públicamente, la Fuerza Aérea —dijo el coronel señalando sus alas—. En realidad, en el Consejo de Estrategia. Ésta no será una guerra que pueda ganarse con conferencias semipúblicas y deliberaciones del Estado Mayor. El Consejo opera prácticamente en secreto, sin publicidad, y sin dilaciones.
—Consejo de Estrategia, ¿eh? He oído hablar, vagamente... Y estoy dispuesto a oír mucho más. Ahora mismo. Cuando dices sin dilaciones, ¿a qué te refieres?
—A esto —dijo el coronel. Se incorporó apoyando las manos detrás de él, en una mesita alta. Cruzó las lustrosas botas y las balanceó—. Tenemos planes... Sabes cómo se desarrollan los planes del día—M, ¿no?
—Ciertamente. Se escoge el personal de mesas de proyectos, los cuestionarios se imprimen y distribuyen casi totalmente, se arriendan y preparan centros de examen, etcétera. Cuando se ordena una movilización, todo se pone en seguida en marcha, sin tropiezos. Así se espera —añadió el doctor con la mueca de una sonrisa—. ¿Por qué?
—El Consejo opera del mismo modo —dijo su hermano—. Pero mientras el Servicio Selectivo cuida de los detalles de un solo gran problema, nosotros, en cambio... —Se encogió de hombros. — Di un número. Hemos planeado qué haremos, por ejemplo, si Rusia nos ataca, si atacamos a Rusia, si Francia ataca a Brasil, si Finlandia provoca a Irak... ¿Qué hay de divertido?
—Pensaba en la leyenda del emperador que trató de recompensar a cierto héroe que había solicitado simplemente unos granos de trigo. La cantidad sería determinada por un hipotético tablero de ajedrez. Se pondría un grano de trigo en la primera casilla, dos en la segunda, cuatro en la tercera, ocho en la cuarta, etcétera. Al fin se advirtió que se necesitarían dos cosechas mundiales y que no bastaba todo el imperio y sus recursos... Tus planes son algo parecido. Es decir, si se presenta una de tus posibilidades, pero pierdes la tercera batalla, en vez de ganarla como estaba previsto... bueno, habrá que planearlo todo otra vez. Y esto se aplica a la totalidad de tus originales planes maestros.
—Oh, no me interpretes mal. No quiero decir que todos los planes sean tan minuciosos como el del día—M. Señor, no. Los planes sólo indican cursos de acción. No traspasan los límites de las probabilidades estadísticas, aunque tratamos de ensanchar esos límites todo lo posible. He mencionado enemigos probables, y probables combatientes y alianzas. Todo puede ocurrir luego de precedentes como el de la segunda guerra, cuando nuestra aliada Rusia estaba en paz con nuestro peor enemigo. —Se rio. — Si eso ocurriera en términos personales, y no internacionales, y mi mejor amigo almorzase todos los días con un hombre que intenta abiertamente asesinarme, nos parecería fantástico. Quizá lo sea —dijo con animación—, pero también es absorbente.
—Disfrutas casi, ¿no es cierto?
—Nunca he tenido trabajo más fascinante. — —No me refiero a la estrategia, joven recluta. Hablo de la guerra.
— ¿La guerra? Quizá. Bueno, otra función del Consejo... Un minuto. ¡Músculos! No eres el mismo soñador idealista de antes... la hermandad humana y todo eso, ¿no?
—Inventé el disruptor sónico, ¿recuerdas?
Quizá crees que eso responde a tu pregunta, pensó el doctor amargamente.
—Recuerdo. Un sano adelanto para ti y el noble arte de la guerra. La más bonita espada de la historia. Destruye a un hombre por dentro sin lastimarle la piel. Nada de suciedad.
¡Sano! El doctor Simmons clavó los ojos en su hermano, que miraba el interior de su cigarrera. ¡Sano! Y yo inventé el disruptor sónico para concentrar vibraciones ultrasónicas bajo la piel, para homogeneizar tejido canceroso. Nunca imaginé que ellos... Ah, tampoco Nobel.
—Háblame más del Consejo —dijo.
—Qué estaba diciendo... oh, sí. No sólo hemos planeado cosas obvias, situaciones políticas, crisis internacionales, campañas y alianzas, sino que vigilamos de cerca la tecnología. El Departamento de Guerra ha abandonado la idea de hacer esta guerra con las últimas armas. ¿Recuerdas cómo Hitler asombró al mundo con la elemental maniobra de armonizar la acción de los tanques con los bombarderos? ¿Recuerdas las dificultades que trajo reemplazar los morteros por bazucas en la guerra de la selva? ¿Y cómo el Departamento de Guerra rehusó apoyar a los hermanos Wright? No habrá ahora nada parecido.
— ¿Quieres decir que nos preparamos para usar lo más nuevo? ¿Para usarlo realmente?
—Así es. Ya conocemos la energía atómica y la propulsión a chorro. Luego la guerra biológica, con bacterias y hormonas. Pero no nos detenemos aquí. En realidad, todo esto y otras armas del pasado son sólo una pequeña parte de nuestros planes. Tenemos que ir adelante en suministros, armas, equipos, y técnicas que aún no se han desarrollado. ¡Algunas ni siquiera han sido inventadas!
El doctor Simmons lanzó un silbido.
— ¿Por ejemplo?
—Por ejemplo campos de fuerza impenetrables, multiplicadores de masa... Una ingeniosa hipótesis, Músculos. Aumenta la masa efectiva de una sustancia y los resultados pueden ser interesantes. Particularmente si la sustancia es radiactiva. Antigravedad. Telépatas que interrumpen con ciertas frecuencias las ondas del pensamiento, si el pensamiento es ondas... Consideramos prácticamente todos los aparatos y dispositivos de todas las historias de ciencia ficción publicadas en los últimos treinta años, y hemos planeado qué hacer si algo sale a la luz.
Ignorando todas las historias utópicas, filosóficas, sociológicas, por supuesto, pensó el doctor Simmons.
— ¿Así que tu visita no es puramente social?
—Dios, no. Estoy en el grupo de observación que vino aquí a ver tu Ojo—Espía en acción. ¿Qué es eso realmente? ¿Y de dónde sacaste ese nombre tan llamativo?
El doctor Simmons sonrió.
—Uno de los muchachos de la oficina había trabajado en una agencia de publicidad. El nombre exacto sería Interceptor de Información Autopropulsado. Lo que es, lo verás tú mismo si asistes a la demostración, que empezará cuando terminemos de hablar.
— ¿Quiere decir que la postergaste por mí?
—Así es. —Pensé que te gustaría, se dijo el doctor observando la complacida mueca de su hermano. — Dime algo, Leroy. Todos esos planes... ¿Estamos en guerra?
—Estamos... bueno, no, ya lo sabes.
—Pero esos preparativos... Sólo les falta un horario. —Bizqueó burlonamente. — Demonios, yo diría que tenéis eso también.
El coronel se movió de lado, parpadeando.
—Tenemos muchas cosas.
— ¿Ya eligieron aliados? ¿Cómo se agrupan los equipos?
—No te lo diré. No, no me preocupan los secretos militares. Puedo equivocarme, simplemente. Todo es hoy tan rápido... Ya tenemos un campo neutral.
—Oh, sí, por supuesto, como Suiza y Suecia. Siempre me he preguntado qué fuerzas las mantienen neutrales.
—Bueno, si vas a librar una guerra, tienes que saber cómo intercambiar prisioneros y conferenciar con partes interesadas y cosas parecidas.
—Sí, y no deja de ser atractivo para ciertos industriales. —El coronel miró a su hermano.
— ¿Renunciaste realmente al papel de cordero?
El doctor Simmons torció la cara.
—Creo que el Ojo—Espía podrá responderte.
El coronel se incorporó.
—Sí, vamos a verlo —dijo con vehemencia
Fueron hacia la puerta.
—Otra cosa —dijo el doctor Simmons—, ¿qué país habéis elegido como campo neutral?
—Japón.
—Qué simpático que hayan accedido unos vecinos.
— ¿Qué simpático? ¡No seas tonto! Saben que sólo así no serán fortificados.
—Oh —dijo el doctor.
Los dos hombres salieron. La demostración transcurrió sin dificultades, y luego los seis observadores del ejército y los técnicos se reunieron en la sala de proyecciones para oír al doctor Simmons.
El doctor habló serena y cansadamente, y sus pensamientos hablaron a la vez. Mientras señalaba particularidades y características, su mente divagaba, siguiendo a veces el pensamiento hablado, acompañándolo otras, y haciendo de cuando en cuando comentarios ácidos o humorísticos, siempre con aire de fatiga. Aquella mente parlante vivía encerrada, pero se hacía entender.
—... uno setenta de largo, forma aerodinámica, con un diámetro máximo de sesenta. Proyección uno, por favor. Como han visto, hay un chorro propulsor y tres sustentadores. Estos tres están acoplados directamente a la misma válvula de salida, que es controlada por un altímetro absoluto. Todo está, por supuesto, giroestabilizado. Es capaz de velocidades supersónicas, pero puede también permanecer casi inmóvil en el aire, sujeto sólo a una pequeña nutación que quizá sería posible eliminar.
Iba a ser un cohete correo, comentó su mente.
—El equipo incluye los dispositivos comunes de autodirección, un registro de vuelo en código y radiorreceptores sintonizados para recibir varios canales preseleccionados de radar, FM y AM. En cuanto al radar, puede detectar cualquier onda bastante cercana o bastante intensa y deducir así si ha sido descubierto. Altera entonces radicalmente su curso y velocidad. SÍ las ondas persisten, el Ojo—Espía suelta una «cortina»: hojas de aluminio de varias longitudes, y vuelve al punto de partida siguiendo un nuevo curso.
»El dispositivo espía es relativamente simple. Con el magnefilm puede fotografiar la fuente de cualquier señal de radio. Cuando recibe una señal, localiza el rayo, apunta con la cámara y registra magnéticamente la señal auditiva. Por supuesto, la sincronización entre la fotografía y el registro auditivo es perfecta, gracias al magnefilm.
— ¿Podría explicarnos el magnefilm, doctor?
—Ciertamente, capitán. Se lo inventó mientras se investigaban las variaciones de las características dieléctricas, bastante amplias, de los primeros plásticos: los estírenos, las ureas. Se modificó la estructura molecular de varios plásticos hasta que se obtuvo un conductor transparente. Poco después se producía un plástico de una notable y alta densidad magnética. Cuando se logró hacerlo transparente, fuerte y flexible, fue fácil transformarlo en una película fotográfica. Los estímulos auditivos se imprimen directamente en la película, como en el sistema de las cintas magnéticas.
Y fue inventado para que los aficionados al cine de ocho milímetros tuviesen películas sonoras, añadió el pensamiento del doctor. Ahora es un arma secreta.
—El propósito del Ojo—Espía, por supuesto, es recoger transmisiones de corto alcance, conversaciones de ondas orientadas verticalmente, mensajes FM de línea visual, y semejantes. Como están fuera del alcance de las estaciones enemigas, estas transmisiones no se hacen casi nunca en código. Por lo tanto, con este dispositivo tenemos acceso a una información que se consideraba inalcanzable.
Hizo una seña a la cabina de proyección. La pantalla se animó. Durante la prueba los oficiales habían hablado en los micrófonos de varios transmisores AM y FM en un radio de unos quinientos metros. Infaliblemente, luego de oírse unas pocas palabras, la pantalla mostró las fuentes de transmisión y sus números de identificación, pintados en grandes pizarras blancas.
—En territorio enemigo —señaló el doctor secamente— quizá debamos prescindir de las pizarras. —Se oyeron unas risas corteses. — Si recuerdan ustedes, caballeros, preparamos luego el selector para que recogiese algo de la banda de ondas largas.
La pantalla, en blanco, lanzó un gemido de agonía. Luego una voz de niño dijo claramente:
— ¿Qué te pasa, papá? ¿Te ha atacado otra vez esa vieja indigestión acida?
—Ouu —dijo una voz de hombre.
La pantalla mostró de pronto, allá abajo, las altas torres de una antena de transmisión.
—Querido, será mejor que llames al médico. Tu pobre papá se siente muy mal.
—No es necesario —dijo la voz angelical—. Con el dinero de mi helado te compré un paquete de Burbuja Efervescente, el más rápido alivio conocido por el hombre. No cuesta más que diez centavos en la farmacia más próxima. Aquí está. Toma este vaso de agua que te he traído
—Glug—glug. ¡Clinc!
— ¡Aaahl ¡Soy un hombre nuevo!
—Bueno, papá, aquí está mi libreta de clasificaciones. Lo siento. Sólo hay malas notas.
—¡Ja, jajá! No pienses en eso, querido. Toma, un dólar. ¡Toma, cinco dólares! ¡Invita a todos los otros chicos!
—Corten —dijo el doctor Simmons—. Creo que la prueba es concluyente, caballeros. El Ojo—Espía puede descubrir un objetivo de bombardeo.
Las luces se encendieron entre risas y aplausos. Los observadores se adelantaron a estrechar la mano del doctor. El coronel Simmons se mantuvo a un lado hasta que el resto se acercó a una mesa donde un técnico explicaba los registros de vuelo y los mecanismos pre—selectores de bandas de radio y de dirección.
—Músculos, magnífico. ¡Magnífico! ¿Qué hay de posibles duplicados? Ya sé que nada saldrá de aquí, pero ¿piensas que ellos podrán descubrir el secreto con bastante rapidez como para producir algo semejante?
El doctor Simmons se acarició la barbilla.
—Es difícil decirlo. No hay otras novedades en el aparato que el combustible y el magnefilm. Vino viejo en odres nuevos. Puede duplicarse el combustible, y el magnefilm... bueno, es un desarrollo lógico.
—Bien —dijo el coronel—, no puede ser muy importante. Quiero decir: aunque ya lo tengan. Podemos cubrir la tierra con esas cosas. No habrá sitio que no vigilemos. El Ojo—Espía no detecta sólo ondas de radio, ¿no es así?
— ¡Señor, no! Es posible prepararlo para que busque radiaciones infrarrojas, o radiactividad, o aun sonido, aunque en este caso habría que ajustar acústicamente los chorros. El magnefilm guiado por nuestros propios rayos de dirección puede registrar cualquier cosa. La cámara se dispara con un mecanismo de tiempo o una radiación o vibración. Lo mismo el mecanismo investigador.
—Oh, magnífico —dijo otra vez el coronel—. No habrá fuerza en la tierra que no pueda ser localizada y aplastada en un término de horas, una vez que tengamos bastantes de estos aparatos.
—No habrá fuerza en la tierra —asintió su hermano—. Tienes razón en tener confianza.
Y ninguna razón para no equivocarte, añadió su voz silenciosa.
Las primeras señales de la guerra próxima aparecieron en todos los periódicos. Pero casi nadie las notó. Estaban en las páginas interiores, con titulares pequeños. En aquellos días la primera página parecía más interesante. Allí se denunciaban a gritos nuevos incidentes internacionales. Series de fotos donde una multitud atropellaba a un ciudadano llamado Kronsky cubrían los tabloides. (El hombre era inglés, de Somerset, y hablaba con el zumbante acento del condado. Su apellido había sido polaco, tres generaciones atrás. Llevaba barba a causa de las cicatrices que le había dejado un grave ataque de herpes facial. De estos hechos nada se decía.) A un estudiante estonio lo habían envuelto en una bandera de la ONU y lo habían apedreado por haber cantado Old Man River en un recital folklórico. Unos restaurantes donde los bistecs Stroganoff se convirtieron de pronto en guisos húngaros contrataron de la noche a la mañana un asombroso número de lectores de restos de té.
Las noticias menudas de los periódicos se referían al sorprendente descubrimiento hecho por tres investigadores, uno en Francia y dos en Canadá, de un nuevo ruido en la banda de radiaciones Jansky, ese débil siseo de confusas frecuencias de radio que viene de alguna parte del espacio interestelar. Era como una triple descarga de sonido, de dos segundos veinticinco de duración, con dos segundos veinticinco de silencio entre las señales. Venían en grupos, de tres descargas cada uno, y separados por intervalos de diez minutos, menos unas fracciones de segundo. El fenómeno se prolongó durante siete meses. En ese tiempo cuidadosas mediciones demostraron un apreciable incremento de la amplitud, O la fuente de señales era más potente o estaba más cerca, decían los sabios.
Durante esos siete meses, y algo más, las relaciones de los hermanos Simmons volvieron al acostumbrado «te escribiré uno de estos días». Los dos estaban ocupados. La vida del coronel era una continua ronda de conferencias, informes y demostraciones, y la carga que llevaba el físico era cada día más pesada, a medida que las demandas del Consejo de Estrategia, estimulado por sus propias investigaciones, su servicio secreto y la peligrosa situación política, llegaban a los laboratorios.
El mundo se armaba febrilmente. Unos pocos historiadores y filósofos, en sus escasos momentos de objetividad, encontraban tiempo para preguntarse qué podía informar el análisis político acerca de la guerra próxima. La primera guerra había sido una guerra de conflictos económicos; lo mismo la segunda guerra, pero había sido más aún una guerra ideológica. La incipiente desavenencia tenía su fuente en la ideología, pero en la víspera de las hostilidades la batalla de las filosofías había quedado relegada al plano de la filosofía teórica. En la práctica, cada bando, o mejor, todos los bandos se habían transformado a sí mismos en una máquina bélica aerodinámica, donde las partes cumplían su función con controles centralizados. El necesario proceso de avivar el fuego para combatir el fuego había dado como resultado soviets donde el proletariado no dictaba y democracias donde el pueblo no gobernaba. En verdad, como el aumento general de la eficiencia de los gobiernos había acrecentado el ritmo de producción, se había llegado a negar los aspectos económicos y políticos de la guerra y parecía ahora como si pudiera librarse una guerra sólo por el placer de librarla, y simplemente porque el mundo estaba preparado para eso.
El 7 de diciembre, como para perpetuar la memoria de la infamia, cayó la primera bomba.
Cayó. No fue un proyectil autodirigido. No fue una mina. Tampoco fue una bomba biológica; fue una bomba de explosión, y algo magnífico.
Alcanzaron la nave que arrojó la bomba, también. Un cohete de aproximación con una carga atómica la golpeó oblicuamente. Esto ocurrió, de modo espectacular, sobre el lago Michigan. La nave, o lo que quedaba de ella, se destrozó cerca de Minsk.
La presencia de la nave se advirtió gracias a una urgente explicación del doctor Simmons. No se la había visto, pero el 6 de diciembre la había registrado el radar, cuando daba dos vueltas a la Tierra. Era evidente que la nave disponía de un sistema de autopropulsión. Simmons calculó su órbita, sabiendo que aquella velocidad no podía alterar su curso apreciablemente en las pocas horas en que tendría que pasar una y otra vez sobre un punto dado. El cohete de proximidad fue lanzado de acuerdo con esos cálculos, y sin detección previa. Infortunadamente, en camino hacia su cita con la fisión, la nave dejó caer su bomba.
Y cuando esto ocurrió, el mundo se recogió en sí mismo como... como... ¿Vieron alguna vez a un gato que duerme, estirado, y de pronto despierta por algún sonido, un movimiento? No ha movido un músculo, pero ya no descansa, ya no duerme. Tiene ahora la actitud de un animal agazapado, y no soñoliento; basta verle la forma de los ojos. Así hizo el mundo.
—Pero nadie se puso a arrojar bombas.
—Cálmate, recluta.
—Cálmate, dice —se enojó el coronel—. Esto es... esto es...
La voz se le apagó en un farfulleo.
—Ya sé, ya sé —dijo el doctor Simmons tratando de no sonreír—. Has imaginado e imaginado, leyendo toda clase de cosas fantásticas, ocultándote tu incredulidad y haciendo planes como si esas cosas pudiesen ocurrir. Te has preparado para todas las posibilidades estadísticas, y algunas más. Y tuvo que empezar así.
—Todos saben que Japón es campo neutral y lo será siempre. ¡No tiene sentido! —gimió el coronel—. La bomba ni siquiera cayó en una ciudad, ¡ni siquiera en un depósito! Sólo golpeó la cima de una montaña en la región de Makabe en Honshu. No hay una maldita cosa allí.
—Yo diría que no hay nada allí ahora. —El doctor rio entre dientes. — Deja de decirme cómo te sientes y oigamos lo que sabes. ¿Rastrearon la bomba?
— ¡Claro que sí! La seguimos con el radar, todo el tiempo. Salió de esa nave, no hay duda. Músculos, esa bomba era algo insignificante. Poco más de ciento veinte kilos. Pero qué explosión.
—Leí las noticias. Y conozco el informe de los sismógrafos. Les costó registrar la bomba de Hiroshima. Pero no hubo dificultad con ésta. Setecientas cuarenta veces más poderosa.
—Oficialmente —dijo el coronel— bastante más de novecientas veces.
—Bueno, bueno —dijo el doctor Simmons con el tono de un aficionado a las orquídeas que descubre unas manchas rojas en un nuevo híbrido—. Disrupción, ¿eh?
—Disrupción, y cómo —continuó el coronel—. Mira, Músculos. Nosotros también tenemos bombas de disrupción, ya lo sabes. Pero al estallar liberan la mayor parte de su material antes que pueda ser efectivo, lo mismo que las bombas de fisión, y mucho más. Comparadas con las bombas actuales, las de la guerra pasada parecerían húmedos fuegos de artificio. Las superamos en un cuatrocientos por ciento. Me parecía que era bastante, pero esto... De cualquier modo, Músculos, no lo entiendo. ¿Quién la arrojó? ¿Por qué? Imagina cómo nos sentiríamos si un huevo semejante hubiese caído en alguno de nuestros centros. Ninguna potencia en la tierra puede ser tan descuidada. No acertar, quiero decir. Por otra parte, no podemos asegurar que no haya sido una jugada disparatada de alguno de nuestros aliados. En fin, ya lo sabes todo, y no sabes nada, lo sabes por anticipado y lo sabes demasiado tarde.
—Caramba, caramba —dijo suavemente el doctor Simmons—. ¿Y la nave?
—La nave —repitió el coronel, y se le enrojecieron otra vez las mejillas—. No puedo creer en esa nave. ¿Quién la construyó? ¿Dónde? Tenemos vigilados todos los sitios que valga la pena vigilar. Músculos, de acuerdo con el radar esa nave tenía quinientos metros de largo.
— ¿Alguien la fotografió?
—No, aparentemente. Quiero decir que muchas cámaras dirigidas por radar apuntaron a la nave, pero en las películas sólo se vio un borrón.
— ¿Cómo sabes entonces que era tan grande? Es posible presentar una pantalla al radar. No sé cómo, pero esto podía ser camuflaje de alguna especie.
—Eso pensamos al principio. Hasta que vimos el agujero que hizo en el suelo al caer. ¡La nave era grande!
— ¿Vimos? Entiendo que los rusos rodearon el área y amenazaron con bombardeos en masa si alguien se acercaba a olfatear.
—Algo llamado Ojo—Espía—dijo el coronel—, con un lente telescópico...
—Oh —dijo el físico—. Bueno, ¿cuánto quedó de la nave?
—No mucho. Estalló cuando le acertamos, naturalmente. En apariencia la mayor parte se evaporó sobre Michigan. El Ojo—Espía vio sin embargo que desenterraban algo.
—Cómo me gustaría tener ese pedazo —dijo con nostalgia el doctor Simmons—. Un análisis cualitativo mostraría pronto de dónde ha venido.
—No lo tendremos —dijo el coronel enfáticamente—. No sin la cooperación de los rusos, de todos modos.
— ¿Eso podría ocurrir?
— ¡Ciertamente no! ¡No son estúpidos! Miden bien el valor de todas las jugadas. Si averiguan de dónde vino, y nosotros no..., un punto para ellos en la guerra de nervios. Si la muestra carece para ellos de valor, no lo podemos saber hasta investigarla... y desearemos investigarla. Así que se guardarán la muestra para arrancarnos alguna concesión. De todos modos nos costará caro.
—Leroy —dijo el físico lentamente—, ¿has oído hablar de las llamadas señales de las bandas Jansky?
—Ya sé adónde vas —gruñó el coronel—. La respuesta es no. Realmente no. No es una nave del espacio exterior. Registramos esas señales meses atrás, y hasta apuntamos con el telescopio de doscientas pulgadas y toda una batería de detectores. La señal aumentó, pero no vimos nada.
—Uh. Y cuando llegó no pudieron fotografiarla.
—No... Oh. ¡Oh, oh!
—Bueno, tú mismo dijiste que si la hubiesen construido en algún sitio de la tierra, tú lo sabrías.
—Tu teléfono ——jadeó el coronel—. Quiero saber algo más de esas señales Jansky.
Corrió a un rincón del cuarto.
—Callaron —dijo el doctor—. Sí, Leroy. Las seguí todo el tiempo. Se interrumpieron cuando bombardeamos la nave.
— ¿Se... se interrumpieron?
—Sí.
—Bueno... eso termina el asunto, ¿no? Aunque fuera algo del espacio...
—Pero —continuó el doctor Simmons— ahora que limpiamos la banda Jansky es posible oír nuevos sonidos.
—Nuevos...
—Tres grupos. Por la amplitud, juzgo que estarán aquí dentro de dos, tres y cinco meses, respectivamente. —El coronel abrió la boca. — Me parece —añadió el doctor Simrnons— que se acercan con más rapidez que el primero.
— ¡No puede ser! —aulló el coronel—. ¿No tenemos bastante que vigilar sin tener que ser al mismo tiempo Buck Rogers? ¡No podemos librar nuestra guerra terrestre y luchar a la vez contra esos invasores!
—Vamos —dijo el doctor Simmons suavemente—, ¿por qué no tratarlo en el Consejo, Leroy? Están preparados para todo. Así me dijiste.
El coronel lo miró furioso.
—No es hora de bromas, Músculos —gruñó—. ¿Qué crees que va a ocurrir?
El hombre de ciencia pensó un rato.
—Bueno, ¿qué ocurriría si enviases, digamos, un avión a investigar una isla? El avión da una o dos vueltas y luego sin aviso lo echan abajo. ¿Qué harías?
—Enviar una escuadrilla y bombardear...
El coronel calló.
—Sí, Leroy.
—Pero... ¡ellos arrojaron la bomba primero!
— ¿Cómo sabes qué pretendieron? Digámoslo de otro modo. Te paseas por los bosques y tropiezas con un montículo de tierra seca. Te preguntas qué será. Hundes una vara en el montículo. —El doctor se encogió de hombros. — Quizá sea un hormiguero. Me parece que una bomba atómica sería un método excelente para investigar, rápidamente, la composición de un planeta extraño. La disrupción provoca todo un espectro, ya sabes. Saca las radiaciones que podrías esperar de tu bomba y obtienes con el resto un buen análisis espectral del objetivo.
—Pero debían saber que el planeta estaba habitado. ¿Qué derecho tenían a arrojar esa bomba?
— ¿Causó algún daño?
El coronel guardó silencio.
—Y sin embargo echamos abajo la nave. Leroy, no puedes esperar que eso les guste.
El soldado alzó de pronto los ojos y miró a su hermano.
—Fue tuya la idea de derribarla.
— ¡De ningún modo! —exclamó el doctor Simmons—. Me preguntaron cómo podían hacerlo, y yo respondí. Nada más. Alguien de tu Consejo dio la orden. —Hizo un ademán de impaciencia. — Esto es asunto aparte, Leroy. No podemos salir de nuestras cavernas en el nuevo mundo feliz de la posguerra y contentarnos con culpar a unos o a otros. En este momento el problema es qué haremos cuando llegue el próximo contingente. Es probable que vengan cargados. La nave como tú dijiste era grande, y arrojó una bomba pequeña. Puedes imaginar qué pasará si tres naves arrojan algunas cuantas bombas como ésa, mil digamos.
—Trescientas bastarían para que este planeta se pareciese a la luna —dijo el coronel, muy pálido.
—Recuerdo una conferencia que escuché hace un tiempo —dijo el doctor—. El conferenciante era un hombre llamado doctor Szilard. Alguien le preguntó si había alguna defensa contra la bomba atómica. Szilard se rio y dijo: «Ciertamente. Los japoneses la descubrieron en ocho días».
— ¿Una defensa? Oh, se rindieron.
—Eso es. Así impides que caigan las bombas.
— ¿Cómo te rindes a una fuerza con la que no es posible comunicarse?
—Quizá podamos comunicarnos. Pero desde su punto de vista nosotros atacamos primero, y ahora probablemente ellos atacarán en seguida y hablarán después. Tú harías lo mismo.
—Sí —admitió el coronel—. Yo haría lo mismo. Lo que debe hacerse, Músculos, es organizar alguna defensa,
— ¿En el estado en que se halla el mundo? No seas tonto. Habría una posibilidad si todos creyeran, si todas las naciones cooperasen. Pero si nadie confía en nadie...
El coronel corrió hacia la puerta.
—Haremos lo que podamos. Hasta luego, Músculos. Nos comunicaremos contigo... ¿Por qué diablos te ríes?
—No me hagas caso, por favor —dijo el doctor Simmons, riendo entre dientes—. No es nada.
—Cuéntame qué es esa nada, así podré trabajar con la mente serena—dijo el coronel, irritado.
—Bueno, he esperado tanto tiempo la catástrofe atómica que he suprimido en mí todas las emociones, menos una. He sentido miedo, hasta terror. He estado enojado. He estado disgustado. Y... es divertido. Es divertido por todo lo que habíais preparado, planeado. Y mira ahora. Patos que esconden la cabeza. Un enemigo que no se puede imaginar, pesar, engañar, asustar. Era inevitable; ahora hasta un soldado puede entenderlo.
—Muy divertido —gruñó el coronel calándose el sombrero—. De otro mundo.
— ¡Eh! —gritó el físico—. ¡Muy bien, te felicito!
Riéndose, entró en el laboratorio del fondo, el laboratorio donde no había entrado ningún otro.
El próximo contacto fue telefónico. Había pasado demasiado tiempo; por lo menos al doctor Simmons le parecía demasiado tiempo. Luego de haberse decidido a llamar a su hermano, se le ocurrió que no sabía cómo llegar a él, así que llamó al Departamento de Guerra, en Washington. Tardó dos minutos y cuarenta segundos en encontrarlo. El doctor oyó al operador de Washington, al operador de Chicago, al operador de Denver, al operador de Gunnison, al operador móvil de Gunnison, y a un teniente de operaciones que habló de prioridades. El doctor Simmons alzó las cejas y nunca olvidó el incidente. —Hola, Músculos.
—Hola, Leroy. Escucha. ¿Qué hay de aquellos restos? Me gustaría analizarlos.
— ¡Los malditos! —dijo el coronel acaloradamente—. Hicieron una proposición. La rechacé. El Consejo me apoyó.
—¿Qué proposición era ésa?
—No enviarán una muestra. Dijeron que si teníamos a alguien capaz de hacer un análisis completo lo mandáramos a Rusia.
—¡Aja! La montaña va a Mahoma, eh? ¿Por qué rehusaste?
— ¡No seas tonto! Hay quizá media docena de hombres en este país que podrían hacer un análisis realmente exhaustivo, y llegar a una conclusión clara. Y de cinco de ellos no podemos estar seguros.
—Enviad al otro entonces.
—Ése eres tú, mono sabio. No vamos a correr ese riesgo.
— ¿Por qué no?
—Podrían utilizarte, Músculos.
—Yo no podría utilizar nada de ellos.
—No se trata de eso —aseguró el coronel—. Pero disponen de ciertas técnicas...
—Deja los dramatismos de lado, Leroy. Ésta no es una película de segunda categoría. Y no hay tiempo que perder. No tenemos quizá más de seis semanas.
Hubo un silencio.
— ¿No más de seis semanas? —preguntó luego el coronel.
—Así es —dijo el doctor—. Te diré qué podemos hacer. Arregla las cosas para que pueda trasladarme en seguida a Minsk, y hacer el análisis. Lo peor que puede ocurrir es enterarnos de qué estaba hecha la nave y que esa gente está muy adelantada. Pero también podemos encontrar una defensa. Dile a los rusos que mi trabajo no tendrá secretos. Pueden poner cuantos observadores quieran, y yo compartiré totalmente con ellos mis descubrimientos.
— ¡No puedes hacer eso! ¡Eso es justamente lo que deseamos evitar!
Esta vez calló el físico. Qué te parece, pensó. El Consejo se aferró, a la esperanza de que el invasor haga ese sucio trabajo que iban a hacer ellos. Piensa que encontraremos una defensa, y que no la encontrará ningún otro. Al fin, dijo lenta y cuidadosamente como si le hablase a un niño:
—Leroy, escucha. Deseo tanto como tú hacer algo. Pienso que puedo hacerlo. Pero lo haré a mi modo, o no lo haré. ¿Está claro? Estoy más resignado que tú. Quizá piense que merecemos esto... ¿Estás ahí?
—Sí. —El doctor supo que su hermano hacía una pausa para humedecerse nerviosamente los labios. — ¿Crees realmente que puedes sacar algo de valor de ese análisis?
—Casi con seguridad.
—Hablaré con el Consejo, Músculos. , .
—Sí, Leroy.
—No te hagas el místico con nosotros, ¿eh?
—Habla con el Consejo —dijo el doctor Simmons,y colgó.
El doctor fue a Rusia.
El coronel se encontró con él dos semanas más tarde, en el aeropuerto de West Coast. El caza desarmado y la numerosa escolta que lo había acompañado desde Eniwetok se deslizaron por la pista de aterrizaje. El coronel esperaba con un avión biplaza. El doctor Simmons, desmedidamente contento, rehusó una comida dijo que salía en seguida para sus laboratorios. El coronel quería que informase antes al Consejo, pero el doctor sonrió y sacudió la cabeza y el coronel conocía bien esa sonrisa para iniciar una discusión.
Cuando alcanzaron la altura necesaria, y el coronel regularizó la velocidad del aparato por debajo de la barrera del sonido, y tuvieron la compañía de los susurrantes chorros propulsores, más que la competencia de los chorros de ascenso, los dos hombres hablaron. —¿Cómo te fue, Músculos? —Me invitaron a un baile. Magnífico. El coronel le lanzó una dura mirada. No está de acuerdo, pensó el doctor. La guerra es algo torvo. Se parece a los negocios y es un sacrilegio que alguien disfrute con el negocio de la guerra.
—Parecían algo quisquillosos al principio. Actuaban como si yo llevase una bomba A en el bolsillo del chaleco. Entonces me encontré con Iggy.
—Sí. Podría recitar el nombre completo si me esforzase, pero me dolería la mandíbula. Acostumbrábamos a beber juntos jerez prohibido en la Universidad de Virginia. Discutíamos todas las verdades del cosmos. Era un excelente compañero. Recuerdo que una vez Iggy decidió que la regla que prohibía la presencia de mujeres en el dormitorio era insensata. Hizo subir una...
— ¿Qué pasó en Minsk? —preguntó el coronel fríamente.
—Oh. Minsk. Bueno, Iggy recorrió un largo camino desde aquellos días. Se especializó en aerodinámica, y luego se cansó. Se entretuvo durante años con la física nuclear como hobby, y durante la segunda guerra mundial se destacó realmente en ese campo. Claro, cuando esa nave cayó en Minsk lo llamaron en seguida.
— ¿Por qué «claro»?
—Bueno, el fragmento conservaba bastante su forma. Esto era aerodinámica. Y estaba caliente, realmente caliente. Esto era física nuclear. Iggy fue una gran ayuda. De acuerdo con sus extrapolaciones, por otra parte, tu radar tenía razón. Si era parte de un casco, como probablemente lo era, y si ese casco seguía una línea curva aproximadamente continua, entonces la nave debía de haber tenido unos quinientos metros de largo, con un diámetro máximo de unos ciento treinta metros. Una pieza notable.
—No puedo decir que eso me haga feliz. Adelante.
—Bueno, las autoridades esperaban aparentemente que yo oliera el fragmento, lo gustara y le diera un nombre comercial. Hubo algunas presiones para que no me acercase a los equipos de prueba. Entonces apareció Iggy. Disculpó mi falta de previsión, pues podía haberme llevado allá mi betatrón y algunos aparatos destiladores. Los otros entendieron y me metieron en el laboratorio. Tienen algunas cosas formidables.
El doctor sacudió la cabeza apreciativamente.
— ¿Algo que nosotros no tenemos? —preguntó ansioso el coronel—. ¿Podríamos duplicar algo? ¿Dónde está ese lugar? ¿Viste algunas defensas?
—Tienen muchas cosas —dijo el doctor gravemente—. ¿Quieres que termine? ¿Sí? Bueno. Volatilizamos algunos trozos, y los destilamos. Los sometimos a reactivos y reductores y análisis de tensiones y pruebas cristalográficas. Los metimos en campos magnéticos y probamos la resistencia y conductividad. Obtuvimos muchos números.
El doctor se rio. El coronel lo miró otra vez con impaciencia.
—Bueno, ¿qué era eso?
—No tiene nombre, todavía. Iggy quería llamarlo nichevita, en otras palabras, «no importa». Leroy, parece duraluminio, pero es más duro y resistente. Se oxida con mucha facilidad. Es un metal, pero de conductividad tan baja que parece porcelana. Tiene algunos isótopos pesados de aluminio, y cobre liviano, y no es una aleación. Es un compuesto. Un compuesto químico, muy estable, con sólo elementos de valencia positiva. Es más fuerte que cualquier acero, y capaz de soportar temperaturas tan altas que puedes olvidarte de la temperatura. La bomba atómica lo partió, no lo fundió. Lo volatilizamos sólo pulverizándolo y oxidándolo en un horno eléctrico, y sustrayendo luego el oxígeno de nuestros cálculos. Nos acercó así bastante a nuestra meta. Algo es indudable: ese material no procede de ningún lugar terrestre. Iggy juró que el material era de origen extrasolar. Están diciéndolo en toda Rusia ahora. Mejor así— Estaban dispuestos a calificarlo corno un truco yanqui.
—Oí algunas radios —dijo el coronel—. Yo esperaba que pudiéramos reservarnos esa información.
—No seas niño —dijo el físico, con una brusquedad poco habitual—. No estamos de maniobras, hijo. Una y otra vez alguien le dijo al mundo que despertara a la realidad. El mundo despertará esta vez. Ya no podrán mantenerlo dormido. Ha ido demasiado lejos.
La amenaza exterior apareció al fin en los periódicos, pero sólo luego de largas y preocupadas conferencias en las oficinas de los gobiernos y ejércitos de todo el mundo. El simple hecho de que el mundo trabajaría unido o correría el peligro de desaparecer hizo al principio tanta impresión como otras veces: muy poca. No era bastante acabar con la desconfianza. No al principio.
Pero los más duros cedieron al fin, gradualmente y con recelos, e informaron a la gente de la amenaza. Hubo poco pánico —los controles eran muy rigurosos—, pero luego de los primeros excitados estremecimientos se alzó una voz unánime que exigía planes de acción y que era imposible dejar de lado.
Las radios transmitían con intervalos de una hora las señales de la banda Jansky. Como había predicho el doctor Simmons había tres grupos, y se hizo cada vez más evidente que las tres fuentes venían en formación V, y muy rápidamente, más rápidamente que la primera.
—Acabarán con nosotros —dijo el coronel Simmons—. No habrá vueltas a la Tierra esta vez. Tomarán posiciones equidistantes alrededor del planeta, fuera de nuestro alcance, y nos bombardearán a su gusto.
—Creo que tienes razón —dijo su hermano—. Bueno, hay dos tipos de defensa. No valen mucho, pero no tenemos nada mejor. Una es tecnológica, por supuesto.
No sé exactamente qué camino deberíamos tomar. Podríamos construir naves y atacarlos en el espacio. Podríamos también inventar alguna especie de coraza contra las bombas, o lo que usen contra nosotros. Y podríamos fabricar torpedos automáticos que buscarían las naves, sin olvidar que nosotros mismos podemos salir pronto al espacio, y no queremos ser víctimas de nuestras propias armas. — ¿Qué otra defensa hay?
—Sociológica. En primer lugar, deberíamos descentralizarnos de un modo hasta hoy imposible. En segundo lugar, unir todos nuestros cerebros y recursos físicos. Ninguna nación puede rehusarse a pagar la cuenta; ninguna nación puede correr el riesgo de rechazar a un sabio extranjero, capaz de ayudar al mundo. Leroy, ¡deja esas muecas! Parece como si fueras a llorar. Sé lo que te molesta. Esto parece el fin del militarismo profesional. Bueno, lo es, en el sentido nacional al menos. Pero tienes un enemigo mayor que todos los anteriores, y uno que merece todos los esfuerzos humanos. Tú y tu Consejo habéis elaborado planes que parecían muy amplios, pero que no lo eran, pues se aplicaban a un campo demasiado pequeño. Pero ahora podéis luchar por algo de valor. Ahora vuestros planes pueden ser planetarios, galácticos, cósmicos si queréis. No te ates al pasado, recluta. De ese modo nunca dejarás un mundo minúsculo.
—Esto es todo un discurso —dijo el coronel—. Me... me gustaría discutirlo. Si admito que tienes razón, debo admitir también que no hay solución posible. No creo que el mundo comprenda la necesidad de cooperar sino cuando sea demasiado tarde.
—Quizá comprenda. Quizá. Recuerdo una vez que hablé con un soldado que había estado en la primera guerra. En su estante de herramientas guardaba una palita de trinchera de unos cuarenta centímetros de largo, una pieza de equipo bastante insignificante. La vi, y le pregunté qué podía significar para un soldado. Se rio y me contó que cuando enviaban un escuadrón a la tierra de nadie a cavar una trinchera, los hombres charlaban y rascaban y arañaban la tierra desganadamente. Pero cuando llegaban las primeras balas enemigas, tomaban las palitas y se fundían con el suelo. —El doctor se rio. — Quizás ocurra algo parecido. ¿Quién sabe? De todos modos, haz lo que puedas, Leroy.
—Tienes el más raro sentido del humor —gruñó el coronel, y se fue.
Llegaron.
El primero fue sólo una forma contra las estrellas. Podía oírselo como el aliento de un monstruo en un rincón oscuro: wsh—h—h—t wsh—h—h—t wsh—h—h—t, en la banda de sesenta megaciclos, donde antes sólo se habían oído los siseos sin significado de los ruidos Jansky. Pero no se lo podía ver. No realmente. Era sólo una forma. Un borrón. No reflejaba muy bien las ondas de radar; la respuesta era poco clara, pero indicaba que la nave tenía el tamaño y la forma del misterioso bombardero que había lanzado el primer golpe, terrible e inocuo.
El mundo enloqueció, pero con una locura dirigida. Con la aparición del Extraño concluyeron todas las charlas sobre las posibles defensas. No era hora de discutir prioridades.
Un hombre de ciencia del instituto Curie anunció la fisión de metales livianos. Un húngaro anunció un elemento artificial de una densidad hasta entonces inconcebible, que podía moldearse en cámaras de fisión, haciendo posible el esperado motor atómico reducido. Un hombre de ciencia ruso puso el pie sobre lo que parecía ser el umbral de la antigravedad y lanzó un grito que convocó un congreso de grandes cerebros en Denver, con hombres de todo el mundo. Estaba equivocado, pero era un valioso precedente. Se estableció una Organización del Comercio Mundial con control de materias primas y artículos manufacturados. El control fue tan completo que las tarifas se suspendieron in todo, y como era realmente eficiente medir a todos con la misma vara, se los midió de tal modo que las objeciones procedían por definición de los intereses personales. Minerales rusos empezaron a aparecer en fundiciones británicas, y el carbón del Sarre era descargado en los hornos de Birmingham. Hubo algo más importante: una verdadera fuerza de policía internacional que apenas tenía trabajo. Sus miembros iban de un lado a otro libremente, vigilando todo aquello que podía retrasar la producción mundial. La injusticia, la alimentación pobre, la mala vivienda, los bajos salarios pertenecían a esta categoría, y eran males rápidamente subsanados.
La propaganda se unificó y se centró en boletines diarios acerca de los Extraños. Todas las estaciones de radio de la tierra incluyeron en sus señales el triple y terrible siseo.
Y el Extraño seguía arriba, esperando a sus cohortes.
—Es un expediente provisional —dijo el doctor Simmons—, pero resultará, sí.
El coronel dio un paso al costado y miró la plataforma donde descansaba un objeto de unos doce metros de largo, que parecía un submarino en miniatura.
— ¿Un satélite, dices?
—Aja. Cargado de orientadores y pequeños cohetes atómicos. Vigilará continuamente el tránsito del Extraño, y enviará la información a estaciones monitoras en la tierra. Si una de las naves dispara un torpedo, será detectado en seguida, y el satélite lanzará un cohete interceptor. Si la bomba o torpedo se desvía, el cohete lo seguirá. Mientras tanto interceptores mayores pueden remontar vuelo desde tierra. Si un torpedo se acerca al satélite, será éste quien se desviará entonces. Si el arma se acerca demasiado, el satélite explotará violentamente, destruyendo el torpedo. Planeamos instalar tres capas de estas cosas, nueve en cada estrato, veintisiete en total, bastante espaciadas para mantener una vigilancia constante en todas direcciones.
—Satélites, ¿eh? Músculos, si somos capaces de esto, ¿por qué no salir al espacio y atacar directamente las naves?
El físico contó las razones con sus dedos.
—Primero, porque si piensan rodearnos, como parece, no necesitarán acercarse más que la nave actual, que por ahora no está a nuestro alcance. Podemos asumir que sus naves, sí no sus bombas, estarán protegidas contra los cohetes de proximidad. Probaremos, por supuesto, pero yo no tendría muchas esperanzas. Segundo, no tenemos aún un combustible bastante eficiente para maniobras de alta velocidad sin mortales aceleraciones, así que nuestras posibilidades de enviar cohetes tripulados al combate son hasta hoy nulas.
El coronel miró con admiración el satélite y el enjambre de técnicos que giraba alrededor.
—Yo sabía que nosotros llegaríamos a algo.
El hermano le lanzó una mirada zumbona.
—No sé si comprendes realmente la magnitud de ese «nosotros». El casco del satélite es acero sueco. La propulsión es una adaptación alemana del motor de fisión húngaro. Los circuitos de radio son norteamericanos, excepto el relevador, que es ruso. Y estos técnicos... Nunca vi una manada semejante. Davis, Li San, Abdallah, Schechter, O'Shaugnessy —viene de Bolivia y sólo habla español—, Yokamatsu, Willet, Van Cleve. Todos estos hombres, todos estos diseños y materiales, y todo el dinero que se gasta en estos satélites han sido reunidos en sitios de todo el mundo, en las últimas semanas. En la segunda guerra mundial hubo milagros de producción, Leroy, pero nada que se comparase a esto.
El coronel sacudió la cabeza, deslumbrada.
—Nunca pensé que lo vería.
—Verás aún cosas más raras —dijo el hombre de ciencia animadamente—. Bueno, tengo que volver al trabajo.
Aquella misma semana llegó la segunda nave. Se detuvo en el sur celeste, no en completa oposición con su compañera, y se quedó allí, esperando. Si hubo conversaciones entre las dos naves, ningún receptor pudo detectarlas. La nave era del mismo tamaño aparente, y causaba el mismo asombroso efecto en el radar y las películas fotográficas que sus predecesoras.
En Pakistán un planeador remontó vuelo desde un oscuro aeródromo, subió siete mil metros, y descendió lentamente. El dispositivo que lo dirigía desde tierra perdió contacto con él un momento, mientras la máquina desaparecía detrás de una loma. Hubo una consecuente falta de energía, y cuando el aparato reapareció, había perdido demasiada altura. La dirección del viento indicaba que debía subir ahora hacia el norte, y la onda del control remoto tocó brevemente la antena de un radioaficionado llamado Ben Alí Ra. El equipo de Ben Alí Ra estalló en pedazos, cubriendo el interior de la casa con manchas y salpicaduras de metal, cerámica y vidrio fundido. Afortunadamente para él, y la humanidad, estaba en ese instante en la habitación de al lado, y sólo sufrió una quemadura en el muslo, donde lo golpeó el fragmento de una bobina.
Ésta fue la primera emergencia práctica de la energía radiada.
Ben Alí conocía los experimentos del aeródromo cercano, habiendo captado por radio algunas conversaciones. Conocía también ciertos propósitos y actitudes de las autoridades locales. Dejó la región aquella noche, a pie, arrastrando la pierna lastimada, sabiendo que si lo capturaban lo matarían, sabiendo que de cualquier modo le confiscarían los bienes. La historia de su huida se difundió rápidamente; sin embargo, Ben Alí llegó a Benarés y alcanzó a advertir a la Policía Internacional.
Las ondas de radio no eran realmente una amenaza. Tenía que pasar mucho tiempo antes que fuese posible usarlas sin que cualquier altavoz en un radio de kilómetros las denunciase a gritos. Lo que llevó a la PI a aquella aislada pero autónoma mancha en el mapa, fue la acusación de que los inventores pretendían ocultar el invento. El embargo del aparato y todos sus planos por la Organización de Defensa interplanetaria fue un notable precedente legal, y trajo una nueva definición de «dominio eminente». Desde entonces, cuando se pedía a los gobiernos locales alguna noticia que podía servir a la defensa, no había dilaciones. La PI investigaba, confiscaba y enviaba los aparatos en cuestión a la Organización de Defensa Interplanetaria, actuando directamente y pagando justamente a todas las partes interesadas. Así se dio otro importante paso hacia la desaparición de las fronteras nacionales.
Dos semanas después de la llegada de la tercera nave —excluyendo la que había sido derribada— entraba en órbita el último de los veintisiete satélites, y el mundo respiró por primera vez con tranquilidad desde los comienzos del Ataque, como se lo llamaba ahora.
Gracias a la alta eficiencia de los circuitos y materiales, la instalación electrónica de los satélites apenas consumía combustible. Recorrían sus órbitas sin energía, excepto alguna automática rectificación del curso. Podían operar sin ser atendidos durante años. Se asumía que cuando necesitaran esa atención, la astronavegación se habría desarrollado hasta un punto tal que sería posible llevarles combustible en naves gobernadas por hombres. Si la tecnología no solucionaba el problema, las silenciosas máquinas poco daño podían causar; cuando al fin dejaran sus arbitrarias órbitas y bajaran en espiral a hacerse pedazos, habrían pasado tantos años que el problema era por ahora meramente académico.
Y aun antes que se lanzara el vigésimo séptimo satélite, las fábricas preparaban ya un proyecto largamente soñado: la estación del espacio que giraría alrededor de la tierra, en una órbita bastante baja. Allí llegarían luego cohetes tripulados por hombres, naves que descansarían y cargarían combustible y saldrían otra vez al espacio sin el terrible impedimento de la gravedad terrestre.
El tercer Extraño ocupó su posición en el espacio, como había profetizado el doctor Simmons, equidistante de los otros, con la oscilante Tierra en el centro. Como los otros dos, anunció su llegada sólo con un sonido más intenso en la banda de sesenta megaciclos. El radar no pudo localizarlo hasta que, de pronto, se reveló como una tercera mancha sobre las estrellas distantes, una tercera forma indeterminada en las pantallas de unos quinientos metros de largo.
El Consejo de Estrategia estaba ocupado otra vez, felizmente, casi con alegría. Los viejos trabajos acerca de la posible conducta humana parecían ahora insignificantes comparados con las posibles formas del Ataque. Había otra diferencia mayor, también: el Consejo trabajaba ahora a la vista de todo el mundo. Inundaba el planeta con advertencias, consejos y noticias, muchas de ellas sin más fundamento que la fantasía de algún escritor de ciencia ficción del pasado, más la ley de probabilidades. Aunque la lógica indicaba que los primeros golpes vendrían como proyectiles autoguiados, se estudiaban miles de otras posibilidades. Rayos espías, por ejemplo; se pedía a los aficionados de radio que vigilaran las frecuencias más insólitas; se hablaba de amplificadores telepáticos; se buscaban en los manicomios señales de cambios radicales en la conducta de los insanos. Se pidió a los críticos de literatura que estudiasen las corrientes donde asomaban contenidos inhumanos. Se analizaba del mismo modo la música, y las artes gráficas. Los granjeros y cuidadores de bosques debían vigilar las formas vegetales, particularmente las predatorias o prensiles, y las plantas que podían servir como drogas. Boquiabiertos sociólogos eran arrancados de su trabajo y devueltos inmediatamente a él con orden de extrapolar cualquier mal que pudiese surgir de aquel planeta unificado, lógico y funcional. Pero sólo los nacionalistas denunciaban algún mal, y... bueno, estaban pasados de moda.
Las bombas vinieron un mes después de que la tercera nave ocupara su puesto en los cielos.
El mundo entero alzó los ojos. Todo se detuvo. Las pantallas de televisión exhibieron pantallas de radar y transmitieron la restallante voz del relator de la Central de Defensa Interplanetaria, en Ginebra, que al fin había recuperado su posición de centro mundial.
Las imágenes mostraron a las naves A, B y C en rápida sucesión. Tan bien sincronizada estaba la acción que podían haberse superpuesto las tres imágenes y hubieran parecido una sola. Cada una de las naves lanzó dos bombas; de las dos, una se dirigió perezosamente hacia la Tierra, y la otra quedó suspendida en el aire.
—Fuera del alcance de los satélites —dijo el relator—. Tenemos que esperar. Los satélites detectarán las bombas a unos trescientos kilómetros, y lanzarán entonces sus interceptores. Los cohetes terrestres ya están apuntando.
Pasaron cuarenta minutos. Los vecinos llamaban a los vecinos; anuncios luminosos en las calles comunicaban las temidas noticias. Coches y trenes se detenían mientras pasajeros y peatones miraban las pantallas de televisión. Era una susurrante tensión, que cubría el mundo.
— ¡Flash! El satélite 24 ha lanzado un interceptor. Un momento, quizá podamos registrar el proyectil... Un momento por favor... ¿Algo del monitor 24b, Jim? ¿En comunicación? Adelante... Señoras y señores, un minuto de paciencia, estamos fotografiando la pantalla de radar del monitor 24b, en Lhasa. Un minuto solamente... Aquí están.
Borrosas al principio, luego más claras, llegaron las imágenes de Lhasa. La estación monitora seguía al satélite 24 de horizonte a horizonte, como las otras dos estaciones de San Francisco y Madrid. La imagen mostró las líneas familiares del satélite. De pronto un tubo corto y grueso asomó en el casco. Cuando alcanzó unos dos metros y medio de largo, describió un arco de cuarenta grados sobre su base esférica articulada. Del extremo surgió un pequeño cilindro; hubo una breve llama de cohetes.
—El interceptor —aclaró el relator innecesariamente.
La escena pasó a la estación interceptora terrestre de White Sands. Un enorme cohete se elevó con engañosa lentitud, se balanceó sobre una alta columna de llamas, y se perdió en el cielo.
En seguida una escena notablemente similar fue transmitida desde las estaciones monitoras 22c y 25a, cuando los satélites detectaron las bombas de las naves B y C. Tan pronto como pudieron preparar los engranajes de detección, White Sands envió al espacio otros dos cohetes gigantes.
Luego de unas interminables cuatro horas, llegó la imagen que sería para siempre todo un hito en el mundo de las noticias: una imagen recogida por la diminuta cámara de televisión del interceptor del satélite 24.
La cámara apuntó a la bomba del Extraño y ya no la perdió. La bomba, al principio sólo una manchita, aumentó de tamaño de un modo alarmante. Era un cilindro perfecto, visto en perspectiva. No había en ella nada de aerodinámico. Era de una superficie irregular, excepto un raro extremo borroso, como sí no estuviese bien enfocada. Era en verdad como un fragmento de la sustancia misma de las naves.
La imagen creció. Llenó la pantalla...
Y de pronto no hubo nada.
Pero todas las cámaras de Europa recogieron y transmitieron la imagen de aquella pavorosa explosión. Silenciosamente, una bola de luz apareció en el cielo, expandiéndose, con unas llamas que abarcaban todo el espectro, y abriéndose en un círculo de rayos azules y plateados. Duró quince segundos, creciendo en tamaño y brillo, antes que comenzara a apagarse, y durante un minuto fue un acuoso fantasma de sí mismo. Algunos azarosos enjambres de manchas de radiación recorrieron luego las pantallas, y las imágenes se desvanecieron.
El mundo entero estalló en un concertado grito de alegría. En docenas de lenguaje y dialectos, el orgulloso y triunfante sonido se alzó al cielo como un rugido. ¡Destruimos una! Y las campanas y las sirenas recogieron el grito, asustando a pájaros soñolientos, enviando cocodrilos al agua orillas abajo, despertando a niños en todo el mundo. Era como si se celebraran mil Años Nuevos simultáneamente. Lo que ocurrió en seguida fue rápido. Un cohete de White Sands alcanzó la segunda bomba. Por alguna razón no hubo explosión atómica. Quizá fallaron los engranajes de proximidad. Quizás el cohete fue neutralizado, aunque eso parecía imposible, ya que los dispositivos detectores obviamente habían funcionado bien. No fue, en fin, tan espectacular como la primera intercepción, pero sí igualmente efectiva. El impacto, cuando el enorme cohete chocó con la menuda bomba, pulverizó a ambos.
La tercera bomba esquivó a su satélite interceptor, el interceptor de White Sands, y la segunda capa de satélites. Se observó que cuando los radares de cada una de las defensas terrestres detectaban la bomba, ésta parecía envuelta en el campo borroso y fulgurante de las naves. Aparentemente, este campo confundía al radar; era como si el radar lo detectara, pero no supiera qué hacer con él.
—El mismo problema de hace un año —comentó concisamente el doctor Simmons.
La bomba entró en la atmósfera... y ardió como un meteoro.
Entonces ocurrió lo más increíble. Tres bombas —una de cada Extraño— retrocedieron lentamente hacia las naves madres, como si tiraran de ellas con una cuerda.
Recogían las bombas,
Pero las tres naves no se movieron, no hicieron nada. Siguieron emitiendo sus triples jadeos, impresionaron miles de placas fotográficas con sus indeterminados borrones, y eso fue todo.
De cinco cohetes gigantes enviados al espacio, cuatro no dieron en el blanco. El quinto, equipado con un ingenioso dispositivo orientador, basado en la correlación del objetivo con una imagen fotográfica transparente del mismo, chocó con la nave B. Hubo un espléndido despliegue atómico y otra vez el mundo enloqueció de alegría.
Pero cuando se pudo observar otra vez el área, la nave B estaba todavía allí. Y allí siguió. Allí siguieron las tres.
Un pánico cíclico, y firmemente controlado, afligió al mundo. Cuando la sensación de fin inminente fue invadida por la clásica incapacidad humana de fijar la atención mucho tiempo en una sola cosa, el pánico se transformó en terror expectante, y luego el terror retrocedió también, pues la vida debía seguir, y tú debías comer, y él debía amar, y ellos debían seguir atendiendo sus negocios y juegos...
Pasaron siete meses.
El doctor Simmons entró en su oficina privada y cerró la puerta. Estaba cansado, mucho más cansado que en los primeros días de aquel año, cuando trabajaba dieciocho horas por día. Cuanto más hace un hombre, más puede hacer, reflexionó con desánimo, hasta alcanzar el punto óptimo, y el punto óptimo es subir continuamente, si le impone lo que hace. Se sentó al escritorio y se echó hacia atrás. Y si le importa tanto como antes, pero no hay tanto que hacer, se cansa. Se cansa mucho, mucho...
Se palmeó la cara, parpadeó, suspiró e inclinándose hacia adelante movió la llave del intercomunicador. Su secretaria nocturna dijo con una sonrisa:
— ¿Sí, doctor?
—No deje entrar a nadie o nada aquí en las próximas dos horas. Y cuídese ese resfriado.
—Sí, señor. Gracias, doctor. Lo haré.
Una buena chica... El doctor Simmons se incorporó y entró en el cuarto de baño junto a su oficina. Se metió bajo el aparato de la ducha, levantó la jabonera de pared que ocultaba un gozne y apretó un botón. Contó cuatro segundos, soltó la jabonera y abrió el grifo de agua caliente. La pared posterior se inclinó hacia él. El doctor entró en su laboratorio privado, el laboratorio donde ningún otro había entrado nunca.
Cerró la puerta con el pie y miró alrededor. Casi desearía poder hacerlo todo otra vez. Las cosas que ocurrieron aquí, los sueños...
De pronto fue como si un golpe hubiese interrumpido sus pensamientos.
— ¿Qué haces aquí?
El intruso recogió la pregunta, la dio vuelta, la alteró y la devolvió.
— ¿Qué haces tú aquí? —gruñó el coronel.
El físico se dejó caer en un sillón y miró boquiabierto a su hermano. El corazón le latía con fuerza, y durante unos pocos segundos un músculo se le movió en la cara.
—Dame tiempo —dijo, fatigado—. Esto es casi como encontrarse a alguien en la cama de uno. —El doctor sacó un pañuelo y se tocó con él los labios secos. — ¿Cómo te metiste aquí?
Leroy Simmons estaba sentado detrás de una mesa. Tenía la gorra de pulida visera bajo el brazo, y le brillaban los botones. Parecía como si estuviese posando para un retrato. El doctor se incorporó de pronto.
— ¡Tienes que beber algo! —dijo.
El coronel dejó la gorra en la mesa y se inclinó rápidamente hacia adelante arrugando el uniforme y revelando la calva,
— ¿Qué te pasa, Músculos?
El doctor sacudió la cabeza. Ya no parece un hombre distinguido, lamentó.
—Ya me siento mejor —dijo—. ¿Qué te trajo aquí, Leroy?
—Te he observado durante meses —dijo el coronel—. Tuve que hacerlo todo solo. Esto, esto es demasiado importante. —Parecía derrotado.
— Te seguí y vigilé todos tus pasos. Tomé las medidas de este edificio, y localicé este cuarto. Estuve aquí una docena de veces, buscando la cerradura.
—Oh, sí. Siempre viniendo a verme cuando yo no estaba, y diciendo que esperarías. Me lo contó mi secretaria.
— ¡Ella! —El tono era elocuente. — No me sirvió. Jamás conocí a nadie que hablase menos.
—Superlativa combinación en una secretaria —comentó el doctor con la mueca de una sonrisa—. Tacto infinito, y silencio. Ella no está en esto, Leroy. Nadie está en esto.
—Nadie sino tú. Advierto que no niegas nada.
El doctor suspiró.
—No me has acusado de nada todavía. Qué te parece si me dices lo que sabes, o lo que crees saber.
El coronel sacó una libreta oscura del bolsillo.
—Yo tampoco tengo socios —dijo pesadamente—. Todo está en esta libreta. En parte es griego para mí, pero entiendo algo... Mala suerte, me gustaría no haber entendido. Tienes alguna relación con los Extraños, ¿no es cierto?
Su hermano lo miró largo rato, y luego asintió con un movimiento de cabeza, como si respondiese a una pregunta que se había hecho él mismo.
—Sí,
—Sabes de dónde vienen, qué van a hacer, cómo operan... todo lo que se refiere a ellos.
—Así es.
—Te han proporcionado... información. Te enseñaron cómo... —El coronel consultó la libreta moviendo los labios mientras leía, como había hecho siempre. Luego dijo: — Te enseñaron a expandir y concentrar energía en un campo autónomo.
—No.
— ¿No? Tienes todas las fórmulas. Escribiste miles de páginas de notas sobre el tema. Tu diario habla de eso una y otra vez, como si fuese un hecho comprobado.
—Lo es. Pero no me lo proporcionaron los Extraños, yo se lo proporcioné a ellos.
Hubo un estremecido silencio. El coronel estaba muy pálido.
—Ah... así era —susurró—. Sabía que estabas en contacto con el enemigo, Músculos. Traté de creer que querías sacarles información, para usarla luego contra ellos. Un juego peligroso, y tú lo jugabas solo. Luego revisé todos estos papeles. No pude engañarme más. Trabajabas con ellos, ¡Y ahora me dices que les dabas cosas que nosotros no tenemos! El físico asintió gravemente.
La mano del coronel, debajo de la mesa, tocó un botón del pequeño transmisor que llevaba en la muñeca y apartó una tapa corrediza,
—Leroy —dijo el doctor con una voz pastosa—. ¿Quieres decirme cómo te metiste en esto?
—Te lo diré, muy bien. Todo empezó con una verificación de rutina de los equipos y materiales de estos laboratorios. Con propósitos contables. Toda producción, aun la del gobierno, debe pasar por los libros. Aun la de un gobierno interplanetario. Me hicieron notar que entraban aquí ciertas cosas que aparentemente nunca salían. Cuando revisé los informes y advertí que eran correctos, redacté una nota que te libraba de toda culpa, bajo mi responsabilidad, y detuve la investigación. La... la seguí yo mismo. —Demonios, ¿por qué?
—Si descubría algo —dijo el coronel dificultosamente—, quería resolver yo mismo el asunto.
—¿Para no ensuciar el nombre de la familia?
—No. Tú eres demasiado inteligente. Siempre lo fuiste... Te diré algo. Me nombraron en el Consejo por ti. Nunca hubiera llegado ahí de otro modo. El Consejo imaginó que yo sería un inapreciable eslabón, que yo podría verte en cualquier momento, cuando ningún otro pudiera.
Ya lo sabía, por supuesto, pensó el doctor.
—No lo sabía —dijo—. No te creo.
—Oh, vamos, vamos —dijo el coronel—. Jugaste conmigo todo el tiempo, y por mi intermedio con el Consejo.
Correcto otra vez, pensó el físico, y dijo:
—Tonterías, Leroy. Sólo detuve alguna información de cuando en cuando.
—Nos diste unas monedas —dijo el coronel con amargura—. Nos hiciste correr una y otra vez tras pistas falsas. Y nosotros empujamos al mundo por el camino que tú habías elegido.
El muchacho ha despertado esta noche, pensó el doctor Simmons, y añadió para sí mismo: Es un buen hombre. Odio verlo en este asunto.
— ¿Y por qué detuviste entonces la investigación y la seguiste tú mismo?
—Te conozco —subrayó el coronel—. Podrías convencer a cualquier jurado o cualquier corte marcial. No sé cómo lo harías, pero tampoco sé cómo has hecho esto. —Señaló con un ademán el laboratorio. — A mí en cambio no me ocultarás la verdad.
—Eres mi juez entonces, mi jurado. ¿También mi verdugo?
—Soy... tu hermano —dijo el coronel en voz baja—. Y como siempre quiero que tengas lo que mereces.
—Podría arrastrarme y llorar como un niño —dijo de pronto el doctor Simmons, afectuosamente—. Basta de juegos, Leroy, y te contaré toda la historia.
— ¿Es cierto que trabajas con los Extraños?
—¡Sí, idiota!
El coronel se echó hacia atrás y dijo malhumorado: —Entonces todo está decidido. Adelante, habla si quieres. Nada puede cambiar. Miró su reloj.
El doctor Simmons se incorporó y se acercó a un panel. Lo alzó y apareció en el muro un grabador de cinta magnética. Sacó una cinta de un estante y lo puso en el aparato. Regresó a su silla sin encenderlo. —Sólo un par de preliminares, Leroy, y luego tendrás toda la historia. Hice lo que hice en nombre de lo que llamas mi «idealismo de ojos húmedos». Resultó, y ahora vivimos en un mundo unificado. Debe seguir así hasta que la amenaza de los Extraños desaparezca. No hay alternativa. No creo que los Extraños se vayan por un tiempo, y cuanto más viva el mundo como ahora, más difícil le será volver a la vieja y atolondrada existencia que arrastró unos quince mil años.
»Te diré qué ocurrirá a partir de ahora. Completaremos la estación del espacio. Cuando el mundo empiece a aburrirse, desarrollaremos combustibles nuevos. Poco después las tres naves lanzarán otra vez sus bombas. El mundo sentirá pánico, pero con la estación y el nuevo combustible, y todos trabajando... Una nave de combate saldrá de la estación.
«Disparará algunos torpedos contra los Extraños, y los proyectiles no llegarán, o no darán en el blanco, o estallarán prematuramente. Los Extraños no responderán al fuego. La escuadra se acercará, y cuando esté bastante cerca y pueda causar verdadero daño, recibirá un mensaje.
»Este mensaje será transmitido en tres frecuencias comunes, y unas señales que recorrerán las otras bandas anunciarán esas tres frecuencias. El mensaje empezará así: "Atención. Escuchad. Habla el Extraño". Esto se repetirá en inglés, francés, español, alemán, árabe... y hasta en esperanto. Éste es el mensaje.
El doctor se incorporó otra vez, tocó la llave del grabador y se volvió hacia el coronel.
—Es gracioso... Estaba destinado al futuro. Y tú eres el primero en oírlo.
— ¿Y por qué es gracioso?
—Tú eres el pasado. —El doctor movió la llave. — Perdona el tono —dijo suavemente—. Pude hacer un brillante y conciso discurso y me fui por las ramas y tropecé como una vieja con su tejido.
— ¿TÚ?
—Yo. El Extraño. Escucha.
Éste es el mensaje, tal como salió del grabador la voz suave y pausada del doctor Simmons:
Soy el Extraño. No temáis. No habrá guerras. Soy vuestro amigo. Escuchad.
Soy cuatro naves y un sonido en las radiaciones Jansky. Las naves no son naves y proceden de la Tierra, no de otros mundos. Las señales Jansky no vienen de las estrellas. Escuchad.
Soy un hombre, sólo un hombre, sin ayudantes, sin colaboradores, excepto quizás algunos pensadores del pasado... un poco de Thoreau, un poco de Henry George, un barniz de H. G. Wells... podéis creerme. Arquímedes dijo un día: «Dadme una palanca bastante larga y un punto de apoyo y moveré el mundo». Con las herramientas necesarias, un hombre puede hacer cualquier cosa. Hay bastantes precedentes. Sin contar con las cosas que produce un hombre, sin contar la multitud de factores que forman su ambiente, si el hombre es capaz, y el ambiente provee las herramientas y un tiempo maduro para la acción, ese hombre puede usar sus herramientas con el máximo de eficacia. Hitler lo hizo. John D. Rockefeller y John Gould lo hicieron. Kathleen Winsor lo hizo. Dadas las herramientas, la humanidad puede hacer cualquier cosa.
Se me dio la mayor de las herramientas de la historia. Tropecé con ella. Os diré la verdad. Trabajé de veras para encontrarla, cuando sospeché que podía encontrarla.
Es una teoría y un dispositivo. La teoría tiene relación con la energía de cohesión; el dispositivo la libera y controla. Esto se explica clara y completamente en otra parte; ya llegaremos a eso. Hablando de un modo general, sin embargo, es una controlada difusión de la materia. Se sabe que la Tarificación y difusión de cualquier gas no tiene dificultades. Lo mismo, descubrí, es posible con cualquier materia. Además, esa difusión puede hacerse analíticamente. La energía de cohesión es en realidad un componente de la materia. Si entre el núcleo y los electrones de un átomo puede inducirse una situación de órbita cerrada, su energía de cohesión puede formar, en una difusión uniforme, un campo alrededor del átomo. El campo es toroidal, y tiene peculiares cualidades.
Ante todo, influyen de un modo sorprendente en el centro de gravedad aparente del mecanismo que produce el campo. Cualquier dispositivo que pretenda localizar una masa se dirige a un centro c.g. Pero cuanto más se acerca a un campo de esta especie, más le cuesta encontrar ese c.g., ya que el centro aparente de masa está en los bordes. Cuando se lo dirige al centro real, el dispositivo orientador se desvía violentamente hacia el borde, con bastante violencia, generalmente, como para que deje el campo.
Este campo distorsiona y refleja las ondas de radio y luz de un modo extremadamente complejo. Las ondas siguen apretadamente los contornos del toroide, pero como el campo es un campo cerrado (cerrado por la energía de cohesión, es decir, más cerrado que ninguna otra cosa), la luz y las ondas de radio no penetran en él. Son rechazadas, más que reflejadas en la acepción común de reflexión, y vuelven a los detectores —receptores, películas fotográficas, o lo que sea— de un modo bastante distorsionado.
El campo tiene también un efecto raro sobre la valencia, y en el interior del toroide es posible obtener compuestos químicos con elementos de valencia similar. La situación atómica en ese interior —en el hueco del buñuelo, si se quiere— es muy curiosa. Se proporcionará más tarde información exacta sobre estos fenómenos.
Bien, he aquí exactamente lo que ocurrió. Cuando descubrí el modo de generar este campo, me pregunté si podía ofrecérselo al mundo en vísperas de una guerra. Estudié la posibilidad de destruirlo. Pero era demasiado importante; la humanidad lo necesitaba demasiado Aunque era también demasiado para los desunidos habitantes de un planeta. Necesitaba una humanidad capaz de dominarlo. Entendí que si la humanidad lograba unirse, podría usarlo provechosamente. Éste es el momento, o vuestros hombres del espacio no estarían oyéndome.
Luego de haber desarrollado el campo de energía de cohesión, inventé otro dispositivo: el Ojo—Espía. Se producirían indudablemente miles de furtivos escuchas, de modo que nadie advertiría que faltaban unos pocos. Se lanzó media docena con los circuitos selectores cambiados y otro equipo. El combustible era distinto también; hay una fórmula de reacción, como se explicará más tarde, que emplea el campo de energía de cohesión.
Mi media docena de Ojos—Espías. Con un poder muy superior al de sus hermanos o hermanas, se elevaron en el espacio y ocuparon sus puestos.
Son los Extraños.
Los ruidos en la banda Jansky fueron pura propaganda, y su producción fue simple, prácticamente primitiva. Algunas estaciones de radio ilegales usaron un truco parecido durante una de las guerras, no recuerdo cuál. Tres estaciones, muy separadas y sincronizadas, enviaron la misma señal, en dirección de un diámetro de la Tierra. Detectores terrestres de dirección señalaron obedientemente la resultante: un punto donde no había transmisores. Los Ojos—Espías mismos eran demasiado pequeños y estaban demasiado lejos para que fuese posible detectarlos, a no ser que uno supiera exactamente qué buscar, y dónde buscar. Se aumentó gradualmente la amplitud de las señales hasta que alcanzaron un determinado volumen. Entonces un Ojo—Espía estableció un campo de energía de cohesión y bajó hacia la Tierra. Parecía raro y grande. Se acercó y dio dos vueltas a la Tierra a gran velocidad. Me parece que nunca tuve más dificultades, pero logré convencer al fin al Consejo de Estrategia y dispararon contra el Ojo. El cohete no chocó con nada; el campo de energía de cohesión hizo estallar la cabeza atómica, pues en presencia de una fuente altamente radiactiva, el campo aumenta la masa crítica efectiva. Lo que cayó en Japón fue el Ojo—Espía mismo. Estaba armado, por supuesto, y lo que hizo la explosión tan intensa fue el hecho de que el campo retuviera la energía liberada durante una fracción de milésimo de segundo más que las bombas atómicas comunes. El objeto que cayó cerca de Minsk fue una pieza de escenario que yo había preparado antes. Llevaba también un generador de campo de cohesión. Otra vez mostró su singularidad y su poder; chocó contra el suelo como si fuese una gran masa. El generador, naturalmente, se hizo polvo con el impacto, dejando sólo la supuesta muestra.
Las otras tres naves eran Ojos—Espías equipados con los mismos campos. Las bombas eran bombas reales, sin embargo, proporcionadas por el satélite 18. Si se examina este satélite se descubrirá que está inexplicablemente vacío, sin interceptores. Les puse unas cabezas guías y los envié a cada una de las «naves».
Creo que esto lo explica todo. Si vosotros, hombres del espacio, queréis conocer los motivos, mirad la Tierra: unificada, fuerte, segura. La humanidad está preparada ahora para dar el primer paso hacia la grandeza.
Enviad mi nombre —Simmons— en el viejo código Morse internacional en la frecuencia de 28.275 metros, desde una distancia de quince kilómetros de cualquiera de las tres naves, con una potencia de mil vatios. Repetid el nombre cuatro veces. El campo se abrirá; podréis localizar y recoger los Ojos—Espías. Desmanteladlos. Dentro encontraréis este registro y algunos papeles con todo lo que sé acerca del campo de energía de cohesión. Usadlo bien.
El coronel Simmons se reclinó en su silla. Tenía la cara gris.
—Músculos, ¿es cierto? .1
—Sabes que sí. Lo viste.
—¿Qué he hecho? —murmuró el coronel.
—Sacar conclusiones —dijo el doctor serenamente.
La boca del coronel se abrió y cerró en un espasmo. Luego, con violencia, lanzó un juramento.
—¡No puedes haberlo hecho! —replicó—. Preparaste eso del campo y lo metiste en los Ojos—Espías. Bueno, ¿y lo que se hizo aquí? ¿Los interceptores de White Sands, y la construcción de los satélites y todo eso?
—Leroy, vieja mula, cálmate, ¿quieres? ¿Quién se encargó de esos trabajos? ¿Quién dio su aprobación final a los planos? ¿Quién indicó el uso exacto de cada pieza de los equipos, para que alcanzaran, dijimos, su máxima eficiencia?
—Tú. Tú. —El coronel se cubrió la cara.
— Todo ese poder. Todo ese control. Podías haber tenido el mundo en un puño, si hubieras querido. En cambio...
—En cambio, todos tienen trabajo, comida, vivienda, y posibilidades de educarse. He oído que en la próxima sesión el Congreso unificará las leyes de tránsito y divorcio del país. La legislación social sigue el camino de la Unión Postal... La función es la ley, y la seguridad social...
—¡Basta! —gritó el coronel en un tono extraño, mitad gemido, mitad rugido.
Se tomó la cabeza con las manos y se balanceó.
El doctor le palmeó el hombro, riéndose.
—Escúchame, Leroy, y te contaré algo gracioso. Sabes cómo algunas anécdotas estúpidas se le pegan a uno, el caso de la joven de Wheeling, por ejemplo, o la vez que te llevaste a la cama la bola de alquitrán y tuvimos que afeitarte la cabeza. Bueno, créelo o no. Pienso honestamente que este trabajo mío tiene su origen en un par de... no, en tres cosas que me pasaron cuando era joven. Cuando las recuerdo, y miro hoy el mundo...
Dio una vuelta por el cuarto. Su hermano no se movió.
—Wells tiene algo que ver con esto. Wells señaló, aunque indirectamente, que sólo un milagro podía lograr que la humanidad trabajara unida. Ya veces su milagro fue entretenido, pero poco firme: una meta común para los hombres. Nunca dio resultado. La paz mundial es el más maravilloso objetivo que pueda darse una raza, pero nunca nos tentó mucho. El otro milagro de Wells era un enemigo común: la invasión marciana, por ejemplo. Bueno, esto tiene sentido. Lo tuvo antes, y ahora.
Y éstas son las tonterías que no he podido olvidar.
¿Recuerdas el verano en que trabajé de superintendente en las obras de un canal? Dos de los hombres se pelearon junto a una de las máquinas. Subí a la dragadora y eché sobre ellos una carga de arena. Los hombres dejaron de pelear, me sacaron de la cabina y me dieron una buena paliza.
El doctor se rio.
—La otra vez fue algo aún más tonto. Yo estaba en un restaurante, poco después de haber iniciado mis clases en el Instituto Drexel. Había dos niñas en una mesa vecina, sacándose verbalmente los ojos a propósito de un joven. Justo cuando yo estaba a punto de cambiar de mesa, alejándome del campo de batalla, vieron al joven en cuestión dedicado a una graciosa pelirroja. De pronto los combatientes fueron aliados, y en seguida —el doctor se rio otra vez— idearon un diabólico proyecto para manchar de tinta la ropa interior de la pelirroja.
El coronel lo miraba inexpresivamente.
—El común denominador —continuó el doctor— en el análisis de Wells, la lucha en las obras del canal, y la riña de gatas en el café, era sorprendentemente claro, considerando los distintos campos de batalla. Puede reducirse a esto: los conflictos humanos pierden importancia ante un enemigo común. «Dividir para reinar» tiene su reverso: «Unir para vencer». Esto hizo el mundo durante el Ataque; sólo que en vez de vencer a los Extraños se ha vencido a sí mismo... su enemigo común, todavía.
—Wells —murmuró el coronel—, recuerdo eso. Yo estaba leyéndolo y te hablé de la idea del milagro. Yo iba a ingresar en el ejército y tú en la universidad.
—Sí —dijo el doctor—, recuerdo, Leroy.
El coronel parecía pensar intensamente.
—Músculos —dijo con voz pausada—, ¿recuerdas que usé tu uniforme universitario cuando viniste a casa a pasar un fin de semana?
— ¡Sí! —El doctor rio.— No me lo devolviste, y yo tuve que pasarme seis semanas barriendo dormitorios porque aparecí sin uniforme. ¡Eh! ¿Recuerdas cómo me paseaba con tu capa gris cuando estabas en West Point?
—Sí, nos pasábamos así los días. Tu corbata, mi corbata, nuestra corbata. Eran otros tiempos. Ahora me reventarías la ropa.
— ¡Qué dices! —dijo el doctor, complacido al ver que su hermano intentaba salir de su decaimiento—. Escucha, hijo, descansas demasiado para estar en forma. Hay muchos hombres dispuestos a echarse a tus pies cuando quieres atarte los zapatos.
El coronel se quitó la chaqueta de brillantes botones.
— ¿A que no puedes abotonártela sobre ese pecho hundido?
El doctor se quitó sonriendo su bata de trabajo y se puso la chaqueta del uniforme. Luego de algunos jadeos y forcejeos, logró abotonarla.
—La gorra —pidió.
Se la puso. Era demasiado pequeña.
Mientras, el coronel se puso la bata, manchada y gastada en los codos.
— ¿Qué haces con esos metros que te sobran? ¿Pasar contrabando? Eh, Músculos, mirémonos en el espejo de la oficina. Quiero ver qué parezco disfrazado de sabio.
Entraron en la oficina pasando por el cuarto de baño. El doctor, apretado en la brillante chaqueta, pasó primero. Había un hombre junto a la puerta exterior. Tenía un trapo negro que le cubría la boca y la nariz y una automática silenciosa en la mano.
El coronel se adelantó y se acercó a la puerta. El hombre le disparó dos veces, y desapareció.
— ¡Leroy! ¿Quién fue, muchacho?
—Yo —dijo el coronel—. No, nada de médicos. Demasiado tarde. Quédate...
—Tú... ¡Oh! Esas balas eran para mí. El truco de la chaqueta. Pero ¿por qué? ¿Quién era?
—No importa. Un hombre alquilado. Un plan perfecto. Sin testigos. Retirada segura. No te conoce. Ni a mí. Idea mía. Tuve mucho... cuidado.
— ¿Por qué? ¿Por qué?
—Yo te descubrí... trabajando con... el enemigo. —La voz del coronel se arrastraba. Cerró los ojos y se quedó así un rato. Luego se sentó muy tieso, torciendo la cara. Habló otra vez con su voz de siempre, el tono normal, pesado, ronco. — Tenía pruebas; había descubierto que eras un traidor, Músculos. Temía que te salvases, si te juzgaban. Pero no podía matarte con mis propias manos. Imaginé esto.
—Así que vendría hasta aquí y me mataría cuando saliésemos a la oficina. Pero ¿por qué no le dijiste que se fuera?
—No podía. Tenía órdenes de matar al civil. No nos conocía, ya te dije. —Alzó la mano izquierda. Mostró el diminuto transmisor en la muñeca. — Lo llamé cuando admitiste que trabajabas con los Extraños... Luego explicaste... y ya no pude llamar. Ya estaba en camino.
— ¡Leroy, tonto! ¿Por qué esa trampa de la chaqueta? He terminado mi obra. Nada puede cambiarla.
—Músculos... soy... un viejo militar. No puedo impedirlo... No me gustará... este nuevo mundo feliz... Tú estás hecho para él. Tú lo hiciste; vives en él. Además, tú... apreciarás la broma... mejor que yo.
— ¿Qué quieres decir, muchacho?
—Tú subestimaste... pensaste que estarías muerto cuando... los hombres del espacio oyesen tu grabación. —El coronel rio débilmente.— No lo estarás, lo sabes. Todo va hoy muy rápido.
El coronel tosió, atragantándose. Y el doctor Simmons se encontró solo, con la cabeza de su hermano muerto en los brazos, balanceándose hacia adelante y atrás, y ahogándose en una ácida marea de pena.
Y detrás, lejos, muy lejos, su mente clara dijo de pronto, como aturdida: Mediodía, temprano. Tenía razón. ¿Qué me llamarán? ¿Santo, o demonio sanguinario?
Fin