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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    EL CABALLERO MÁS GRANDE (Elizabeth Chadwick)

    Publicado en julio 27, 2014

    1


    Era media mañana cuando Lancelot sofrenó su cabalgadura y, al escudriñar desde la cima de la colina los dorados campos de heno maduro, vio el pueblecito que se alzaba en el valle lejano. Júpiter, su caballo, aprovechó la oportunidad para pacer, produciendo con el bocado un repiqueteo musical al arrancar la hierba exuberante.

    El sol calentaba la piel de Lancelot, el aire transportaba hasta él los aromas estivales de los prados y por unos instantes sus ojos adoptaron una mirada absorta y una tenue sonrisa se dibujó en su rostro. Luego sus pensamientos cambiaron de rumbo. Enderezó la espalda, y su mano derecha tanteó la Vaina de la espada que llevaba a la cintura. El caballo levantó súbitamente la cabeza e hizo un movimiento nervioso.

    —Tranquilo -murmuró suavemente Lancelot al tiempo que apartaba la mano del arma para acariciar el brilloso cuello del animal-. Tranquilo, muchacho.

    Sus labios se torcieron en una mueca sombría. Había ocurrido hacía tantos años, tan lejos de allí... Y sin embargo, por mucho que se empeñase en poner distancia con los fantasmas del pasado, éstos lo acompañaban dondequiera que fuese.

    Cogió las riendas y hundió los talones en los flancos negros de Júpiter. No se dejaría seducir por los hechizos del verano. Sabía con amargura que a éste siempre lo sucedía el invierno.

    El pueblo estaba abarrotado, ya que era día de mercado, y Lancelot tuvo que abrirse paso entre carretas tiradas por bueyes, coches abiertos, ansareras, pastores, amas de casa y campesinas. Los hombres negociaban en torno a un redil de ovejas moteadas. Un rapaz con una aguijada se esforzaba en dominar una marrana rosada que era casi tan grande como él y cuyos pesados pezones tocaban el suelo cubierto de paja. Una mujer quiso decirle a Lancelot la buenaventura, pero él rehusó con una risa cínica. Otra le ofreció favores más dudosos, que también rechazó, y al fin descabalgó delante de la herrería.

    El mozo del herrero dejó de avivar el fuego con los fuelles y corrió a sujetar la brida del caballo.

    —Cuatro herraduras nuevas -dijo Lancelot-. Hemos recorrido un largo camino, y todavía nos queda un buen trecho por delante.

    El muchacho asintió. El herrero levantó los ojos de la forja, donde estaba templando una hoja de espada sobre los rescoldos.

    —¿Adónde te diriges, forastero?

    Lancelot sonrió y se apoyó en la jamba de la puerta.

    —Dondequiera que me lleve la senda, amigo mío.

    Su enigmática mirada siguió el contoneo de las caderas de una mujer que pasaba por allí con un cesto lleno de peces plateados. El herrero gruñó y reanudó la tarea.

    —Tardaré una hora -dijo.

    Lancelot hizo un gesto de conformidad.

    —Me conviene -respondió. Estudió el bullicioso gentío que atestaba el mercado.

    La animación era grande y auguraba excelentes perspectivas de reunir unas cuantas monedas que mejoraran el triste estado de sus finanzas. Después de pagar las cuatro herraduras, apenas le quedaría dinero suficiente para comprar una hogaza de pan y un pedazo de queso.

    Un hombre joven surgió de la multitud y se acercó a la herrería. De su cinto colgaba una abultada bolsa de cuero, que Lancelot examinó con el rabillo del ojo.

    —¿Está a punto mi espada, Weland?
    —Sí, maestre Thomas, aquí la tengo. -El herrero señaló un caballete en el fondo del taller donde había expuestos varios instrumentos de labranza, sobre todo azadas y hoces, pero también había algunas lanzas, espadas y dagas para quienes buscaban la seguridad que proporciona un arma en el hogar.

    El joven se encaminó con expresión de ansiedad hacia el caballete y posó la mano en la empuñadura de la espada que había encargado. Lancelot observó con tolerante ironía cómo hendía el aire para probar el equilibrio del arma y ejecutaba algunos lances vistosos, pero fútiles. La gente compraba las espadas como si fueran un juguete caro. El problema era que la mayoría no sabía jugar con ellas.

    —Bonita espada -dijo Lancelot, y dejó de holgazanear junto a la puerta para extender la mano-. ¿Puedo?

    Al principio el joven pareció sorprenderse, pero luego se encogió de hombros y le entregó el acero.

    Lancelot apretó los dedos en torno al mango e hizo asimismo algunos floreos. La espada respondió bien, pero no tanto como la suya. Aquélla era un arma normal y corriente para un hombre normal y corriente, características que justamente no definían a Lancelot.

    —¿Sabes combatir? -preguntó, devolviendo la espada a su propietario-. ¿Eres lo bastante hábil como para justificar esta hoja?

    El joven se sonrojó.

    —Puedo derrotar a mis hermanos, y son todos mayores que yo. ¿No es verdad, Weland?
    —Ya lo creo que sí, maestre Thomas -contestó el herrero sin levantar la vista de su trabajo.
    —Practico a todas horas. He sido dos veces campeón de nuestra aldea.
    —¡Vaya, un campeón! -Lancelot asintió como si estuviera impresionado. Ladeó la cabeza y fijó en Thomas una mirada inquisitiva-. ¿Medirías tu destreza contra mí por el peso del metal que hay en tu bolsa?
    —¿Contra vos?

    El hombre examinó a Lancelot de arriba abajo. Vio a un hombre bastante apuesto, con un desenvuelto aire de confianza. Una recia espada reposaba en la vaina que colgaba de su cintura, pero no había músculos hercúleos que la acompañasen, y vestía poco más que harapos.

    —¿Te crees capaz?
    —Tanto como podáis serlo vos, señor -dijo Thomas vivazmente, una vez tomada su decisión-. ¿Cuál será vuestra apuesta?

    Lancelot se echó a reír.

    —¡Temo que mi bolsa no te interesaría!

    Thomas miró por encima del hombro el brioso caballo que el aprendiz había atado en la entrada de la herrería.

    —Entonces, me quedaré con vuestro caballo.

    Sin dejar de sonreír, Lancelot aceptó el trato.

    Los dos hombres salieron del taller del herrero, Thomas con su espada reluciente e impoluta en la mano, Lancelot extrayendo la suya de la funda forrada de lana y exhibiéndola a la luz. Su fulgor no era inferior al del nuevo acero rival, y resultaba más mortífera por la pátina de dedos que lucía la elegante empuñadura.

    Weland dejó sus hierros y se plantó con los musculosos brazos cruzados en el pecho. Mientras Lancelot y Thomas se tanteaban cautelosos, trazando círculos en el polvoriento terreno adyacente a la herrería, un tumulto de mercaderes y artesanos se agrupó alrededor de ellos para observar y dar voces de aliento.

    —¡Vamos, Thomas, enséñale a pelear! ¡Demuestra lo que vales!

    Los aceros retumbaron al unísono con una nota estridente, metálica. Lancelot esquivó ágilmente las estocadas que Thomas le lanzaba. Saltando y girando con los fluidos movimientos de un danzarín, mantuvo a raya al joven lugareño hasta que se hubo congregado en la calle una multitud considerable, entre la que había algunas otras víctimas potenciales. Si se quería aumentar el volumen de las ganancias siempre era conveniente aparentar que se daba al adversario una posibilidad de éxito.

    Lancelot evitó, retrocedió, se volvió, atajó y eludió de nuevo.

    —¿Te gustaría saber cómo se gana un duelo de espadas? -preguntó a su contrincante.
    —¿Cómo? -Thomas jadeaba y tenía el rostro bañado en sudor. Lancelot apenas se había acalorado.
    —Siendo tú el único que va armado, por supuesto -dijo, y, desechando la actitud defensiva, pasó al ataque. Hizo un giro de muñeca, una leve pirueta, y la nueva adquisición de Thomas salió volando por los aires para aterrizar en el polvo. El filo de la espada de Lancelot amenazó la tierna oquedad del cuello de su rival-. Ya lo ves -añadió con voz susurrante-. Es fácil. -Acto seguido, envainó la espada y se volvió hacia los curiosos-. ¡Echadle una mano! -exclamó-. Ha luchado bien.

    La muchedumbre aplaudió con un entusiasmo en el que se captaba una mezcla de simpatía por la víctima y admiración por el vencedor. Thomas se irguió, ruborizado, fue a recuperar su espada, si no el amor propio, y se unió a sus amigos, que se encontraban entre el gentío. Lancelot hizo tintinear la bolsa gratamente hinchada de Thomas y escrutó las caras expectantes.

    —¡El ganador se queda con todo, amigos! Es una bolsa estupenda, ¡y cómo pesa! -La arrojó al aire, la atrapó, y dedicó un guiño y una sonrisa a una atractiva muchacha que había entre ios curiosos. Ruborizándose, ella le devolvió el saludo y pestañeó coquetamente.

    Lancelot paseó la vista alrededor, sondeando, seleccionando. Detectó la presencia de un hombre gigantesco, cuya musculatura duplicaba la del herrero, y de cuya cintura colgaba una contundente espada.

    —Una vez cada cien años nace un luchador tan poderoso, rápido e intrépido que ningún hombre logra tocarlo -declaró Lancelot ante el nutrido público. Cuando estuvo seguro de que las palabras habían hecho su efecto, añadió-: Pero mientras esperáis que aparezca, podéis practicar conmigo. -Y tras quitarse la capa y el sayo, los dobló en un montoncito junto al corro de espectadores.

    El hombre corpulento miró a Lancelot atentamente. Este último casi pudo ver los pensamientos que viajaban por laboriosos mecanismos en la mente del aldeano. Estaba sopesando las probabilidades y decidiendo que el panorama era halagüeño. Había una mujer joven al lado del gigante, con el orgullo reflejado en los ojos. Le oprimió el brazo y se puso de puntillas para murmurar algo en su oído. Otros miembros del gentío lo toquetearon, instándolo a dar un paso al frente y desafiar al desconocido. Lancelot sonrió para sí e hizo un ademán ampuloso.

    —Tan cierto como que el sol brillará mañana, en algún lugar hay un hombre mejor que yo, y un día me enfrentaré con él y saldrá muy rico de la contienda. Podría ser aquí, podría ser hoy... ¡Podrías ser tú! -exclamó, y apuntó directamente con el dedo índice a su pretendida víctima.

    Nadie se habría resistido a semejante reto. Los hombres empujaron a su enorme compañero hacia el centro del improvisado ruedo. Su joven pareja rebosaba satisfacción.

    —Ése es mi Mark -dijo a las otras mujeres de la multitud-. Es más fuerte que diez hombres juntos.

    Lancelot frunció los labios al ver que su propia estatura y robustez se empequeñecían y eran eclipsadas por el formidable aldeano, más parecido a un oso, que se alzaba frente a él. Su mirada recorrió lentamente la anatomía de su oponente.

    —Vaya -dijo como si lo estuviese pensando mejor y, haciendo visera con una mano, levantó los ojos hacia el cielo deslumbrante-. El sol está alto y hace calor para luchar -arguyó-. Quizá deberíamos dejarlo para otra ocasión.
    —¡Cobarde! -vociferó uno de los amigos del gigante-. ¿Y tú te llamas luchador? ¡Confiesa que estás asustado!

    Corearon su invectiva más burlas e insultos. Sin despegar los labios, el macizo aldeano tendió a Lancelot una moneda de plata. Bastaba y sobraba para herrar un caballo y comprar pan y queso.

    —Vaya -repitió de nuevo Lancelot, y contrajo el semblante como si se debatiera en el dilema de aceptar la moneda o rehuir el peligro de un enfrentamiento con aquel coloso. Por fin, tomada aparentemente su decisión, cogió la moneda, la metió en la bolsa y la arrojó sobre sus plegadas vestiduras-. ¿Qué tal pelea? -interpeló a los vociferantes amigos del hombretón-. Desde luego, parece más fuerte que un toro. Sin embargo, una cosa era la fuerza bruta y otra muy distinta la fuerza del cerebro.
    —¡Demuéstraselo, Mark! -bramó un muchacho rubio-. ¡Muéstrale cómo las gasta Lizzie!

    Mark sonrió y desenvainó su espadón. La luz reverberó en la hoja, soldada según la usanza, confiriendo al arma una aureola de lóbrega amenaza. Mark cerró ambas manos en torno al mango y, blandiendo el acero en alto, se volvió y asestó un tremendo golpe a un poste de madera. Por el modo en que lo rajó, el pilar bien podría haber sido de mantequilla. El impacto del corte ni siquiera hizo estremecer los acerados músculos del aldeano.

    —¡Vaya! -dijo Lancelot por tercera vez, y se frotó la barbilla-. Muy impresionante, amigo mío.
    —¡Guárdate bien de Lizzie, forastero! -gritó el chico rubio-. Un solo beso y tu destino quedará sellado.

    Lancelot ojeó la espada. No tenía la menor intención de acercarse lo bastante a Lizzie como para que pudiera besarlo.

    Mark retiró el arma del poste partido y acarició su hoja azulada, siniestra.

    —Mi Lizzie -dijo con voz cariñosa.
    —¡Le ha puesto el nombre de su suegra! -clamó un bromista anónimo. Su comentario suscitó un coro de risas.
    —Comprendo. -Lancelot se acarició la base de la nuca, dando la sensación de estar nervioso-. Bien, no permitamos que Lizzie trabaje demasiado. No tienes que matarme para vencer.

    El joven gigante asintió. Sus ojos se desviaron hacia el tumulto y buscaron a la mujer que lo acompañaba.

    —¡Adelante, Mark! -lo apremió ella, radiante de júbilo-. Sé que puedes conseguirlo... pero no le hagas daño. -Y le lanzó un beso, que el público festejó enormemente.

    Lancelot desenfundó su espada y se puso en cuclillas.

    —Así que te llamas Mark, ¿verdad?
    —Ése es mi nombre -contestó rudamente el otro, copiando su postura.
    —Yo soy Lancelot. ¿Estás listo?

    Mark se secó la boca con el puño cerrado.

    —Lo estoy -masculló.
    —Entonces, ven.

    El lugareño avanzó y ensayó un primer amago para probar el temple de la hoja enemiga. Lancelot sonrió y secundó su iniciativa, con muñeca flexible y hábil. Tras emitir un rugido que habría puesto en fuga incluso al matón del pueblo, Mark atacó ya en serio, sometiendo a Lancelot a una sucesión de furiosos mandobles. Lizzie era un ciclón en manos de su dueño, pero las reacciones de Lancelot eran aún más rápidas. Cada nueva arremetida del gigante no segaba sino el aire, y sin embargo Lancelot apenas parecía haberse movido de su posición inicial. Confundido, jadeando y sin aliento, Mark hizo una pausa.

    —¿Estás seguro de que tienes la espada bien sujeta? -preguntó Lancelot con desenfado. Había notado que el joven estaba tan atónito como irritado, lo cual menoscabaría aún más su tosca manera de luchar.
    —No te preocupes por eso -gruñó Mark, y acometió de nuevo. Una vez más Lizzie se alimentó de la nada, mientras Lancelot se movía con la gracia etérea de un bailarín.
    —¿Puedo darte un consejo? -sugirió inocentemente a su contrario.
    —¿Cuál?

    Lancelot sonrió. Su voz era cordial.

    —No sueltes la espada como ha hecho antes tu amigo.

    La cara de Mark se inflamó de ira, y esgrimió nuevamente a Lizzie para descargar un golpe tan potente como el que había astillado el poste de madera.

    —No pien...so sol...tar mi... -empezó a decir entre dientes, pero no concluyó la frase. La hoja de Lancelot surgió como por ensalmo y, trazando un sesgo demasiado veloz para los ojos humanos, arrancó a Lizzie del puño del aldeano y la catapultó al aire en repetidas vueltas, formando un arco perfecto de prestidigitador. Lancelot estiró la mano izquierda y atrapó en pleno vuelo la preciosa espada de su rival, que descendió con la empuñadura hacia abajo.
    —¿Qué decías? -preguntó.

    El gentío estalló en carcajadas, y resonaron vítores en torno al ruedo. Lancelot saludó a su público, reservando una sonrisa especial para la bella joven que había atraído su atención al principio. Ella hizo una graciosa reverencia.

    Mark miraba boquiabierto a su contrincante, sustituida ahora su cólera por una muda perplejidad.

    —¿Cómo lo has hecho? -preguntó.

    Lancelot olvidó al gentío y devolvió la espada a aquel joven aún anonadado y sin resuello. No dijo nada, aunque adoptó una expresión adusta, un poco cauta. Todos le hacían siempre la misma pregunta, que socavaba sus defensas para aguijonear la profunda herida que anidaba en su interior.

    Mark se volvió hacia sus compañeros con los brazos extendidos en actitud de súplica.

    —¿Qué ha hecho? ¿Ha sido un truco?
    —Nada de trucos, mi buen amigo -respondió imperturbable Lancelot-. Sólo es mi manera de combatir. -Y envainó la espada.
    —Pero quiero saber cómo es ese lance. ¿Podría usarlo yo también?
    —Lo dudo mucho -respondió Lancelot.
    —¡Explícamelo y lo aprenderé! -prometió Mark.

    Lancelot suspiró. El rostro que lo acuciaba era ansioso y vehemente, abierto e ingenuo. ¿Cuánto tiempo hacía que aquellos rasgos no florecían en su propia alma? No obstante, aún estaba demasiado cercano para hallar consuelo.

    —Tienes que estudiar los movimientos de tu oponente hasta saber qué va a hacer antes de que lo haga.
    —Eso no es difícil -dijo Mark con confianza.
    —En toda lucha hay un momento que determina el triunfo o el fracaso; debes aprender a distinguirlo y a esperar que llegue.
    —También puedo hacerlo si tú me enseñas.
    —Y no debe importarte, amigo mío, si vives o mueres -dijo Lancelot con voz súbitamente inexpresiva-. ¿Crees que podrás conseguirlo?

    Mark guardó silencio. La expectación se borró de su semblante, y negó con la cabeza.

    —Claro que no -dijo Lancelot, y posó la mano en el musculoso antebrazo de Mark-. Vive tu vida, y deja que yo siga con la mía.


    Lancelot recogió a Júpiter en la herrería, pagó las cuatro herraduras con una moneda de su flamante bolsa y se encaminó a la posada que había al otro lado de la calle en busca de un refrigerio. Había una cuadra en la parte trasera. Dos palabras y una encantadora sonrisa a la bella hospedera le valieron el permiso de utilizarla. Le quitó los arneses al caballo, le dio un cepillado rápido pero minucioso, y lo dejó con un comedero lleno de heno y un cubo de agua.

    La posada, que recibía el nombre de Los Tres Manzanos, como bien ilustraba el llamativo letrero de madera pintada que decoraba la fachada, estaba repleta de gentes del mercado, todas hambrientas y sedientas. La sudorosa posadera, su marido y los ayudantes a duras penas podían atender las demandas de cerveza, sidra, y de la dulce aguamiel destilada en sus propias colmenas. Unas fuentes de madera con pan humeante y una suculenta carne guisada circularon junto a Lancelot, cuyas tripas rugieron de hambre. La esgrima, por fácil que pareciese, abría mucho el apetito.

    Encontró una mesa vacía en un rincón penumbroso del fondo de la sala y se sentó en su banco de carpintería. Un mastín enorme, aunque manso, se acercó a él agitando la cola y le husmeó la palma de la mano con su húmeda nariz negra. Lancelot le hizo algunas caricias, recordando los magníficos perros que había poseído en otra vida. Su favorito había sido un gran galgo ruso al que su familia había prodigado bastante menos afecto que él, ya que tenía la costumbre de mudar el pelo y babear profusamente donde le venía en gana y encima de cualquiera. Su familia... si volvía la vista atrás, sabía que los vería. El mastín gimió. En la mesa, las escudillas sucias repiquetearon al recogerlas una sirvienta.

    —¿Qué puedo traeros, señor?

    Lancelot levantó los ojos. Era la joven que le había sonreído entre el gentío. Llevaba dos trenzas rubias atadas hacia atrás con un pañuelo, el cuello desnudo, y las cintas del pronunciado escote de su vestido revelaban el nacimiento de sus senos. Los pensamientos de Lancelot se aferraron con alivio a aquel sólido asidero del tiempo presente.

    —¿Qué me recomiendas?

    La muchacha ladeó un poco la cabeza, y en su mejilla apareció un hoyuelo.

    —El pan está recién horneado en la tahona de al lado. Mi señora dice que no queda asado, pero si os apetece hay un estofado de pollo a la sidra.
    —Me apetece -confirmó Lancelot, y sus ojos chispearon de un modo que restaba toda inocencia a su afirmación.

    Ella lo miró bajo sus largas pestañas y sonrió.

    —En ese caso, espero que tengáis buen apetito. Ahora os lo traigo.

    Se alejó rápidamente en dirección a una habitación de la parte de atrás, con el perro pegado a sus talones. Lancelot observó a la concurrencia. Estaba formada por campesinos y mercaderes, hombres rollizos y rubicundos, semejantes a las gruesas manzanas de lustrosa piel que abundaban en la región. Sus esposas también eran sonrosadas, entradas en carnes, algunas morenas y otras rubias como la sirvienta.

    Tan desplazados como él mismo entre todos aquellos rústicos labriegos advirtió la presencia de dos hombres flacos, ceñudos, que espiaban el bullicio sentados cerca de la puerta. Vestían unos sayos oscuros de lana y llevaban sus espadones en sendas vainas de piel negra. Tenían el pelo cortado tan a ras del cuero cabelludo, que parecían víctimas recién rasuradas de los piojos. Ignorantes del escrutinio de Lancelot, pagaron y salieron con actitud altanera, cerrados los dedos en torno a los cintos de tachuelas. Varios aldeanos los siguieron con la mirada y cuchichearon entre ellos, y no fue producto de la imaginación de Lancelot que el ambiente se había relajado repentinamente tras su marcha.

    La sirvienta volvió con un cuenco del que se elevaba un apetitoso vaho que olía a carne y hierbas. Lo depositó delante de él junto a una crujiente hogaza y una jarra de sidra. Lancelot sacudió la cabeza.

    —¿Quiénes eran esos dos sujetos? -preguntó.

    La muchacha inhaló con desdén.

    —Gentes del otro lado de la frontera. Están al servicio del príncipe Malagant de Gore.
    —¿Quién?

    Lancelot hundió la cuchara de hueso en el estofado, sopló y tomó un bocado. Sabía maravillosamente. No era esclavo del estómago; en lo que a él respectaba, la comida era mero combustible. Con cierta frecuencia tenía que picotear o pillar su alimento al vuelo, pero ese día estaba hambriento, y quienquiera que hubiese guisado aquel plato poseía una mano mágica.

    La joven le dirigió una mirada de azoramiento.

    —¿No habéis oído hablar del príncipe Malagant de Gore?
    —¿Debería?
    —Si no lo conocéis sois afortunado. Sus soldados no cesan de crear conflictos en los pueblos. Desde que murió lord Leodegrance el año pasado, se han vuelto más audaces. Malagant desea adueñarse de nuestros hogares y tierras de cultivo.

    Lancelot se encogió de hombros. Pensó que se trataba de feudos insignificantes; eran accidentes de la vida, y nada que a él le incumbiera, excepto como un aviso de que debía andar con cuidado por esos caminos. Partió un trozo de pan y lo mojó en el estofado. La joven de las trenzas lo observó comer y, como él no hizo ningún gesto de querer continuar la conversación, se marchó para atender a otros clientes. Sin embargo, como un hierro atraído hacia el imán, pronto estuvo otra vez junto a su mesa.

    —¿Os gusta el estofado?
    —Mi cuenco habla por sí mismo -respondió Lancelot. Rebañó las sobras con la última miga, y se retrepó en el banco.
    —Es una receta especial de la posada. Si queréis, puedo daros más.

    Él negó con la cabeza.

    —Mi caballo se deslomaría si probara otro bocado.

    Una expresión de desencanto apareció en los ojos de la muchacha.

    —¿Ya os vais? -preguntó, y ante el silencio de Lancelot, agregó-: Al menos podríais pasar la noche aquí. Tenemos habitaciones.

    Por un instante Lancelot se sintió tentado de acceder, pero fue una emoción pasajera. Detenerse aunque sólo fuera una noche aumentaría su carga. Su lema era viajar ligero, libre y deprisa.

    —No puedo.

    Otra moneda de su renovada bolsa pagó la comida. Sonrió amablemente a la sirvienta para dulcificar el efecto de su desaire, pero lo hizo todavía más brutal.

    —¿Cómo te llamas? -preguntó.
    —Oriele.

    Lancelot la besó en la mejilla.

    —Pues bien, Oriele, hasta la vista -dijo con tono afectuoso, y se encaminó hacia la puerta.

    Fuera de la posada, se oyó un clamor de voces y el eco inconfundible de una bofetada. Lancelot salió a tiempo para ver a uno de los dos extraños vestidos de negro tendido en el suelo. Frente a él se alzaba el gigante Mark, encendidas sus facciones por la furia.

    —De manera que querías robarme la espada, ¿eh? -bramó el hombretón-. No sois más que un hatajo de ladrones y canallas. ¡Marchaos de aquí, volved a vuestro país!

    El hombre de Malagant se puso de pie tambaleándose, con las manos sobre el pecho y la respiración entrecortada. Fuera de la visual de Mark, el otro soldado aferró la funda de su talle y empezó a andar muy sigiloso.

    Aunque aquella riña no era asunto suyo, Lancelot no estaba dispuesto a quedarse al margen y ver cómo apuñalaban a Mark por la espalda. Con la velocidad del rayo, interceptó al supuesto asesino, apresó su muñeca y lo arrojó al suelo. Retorciendo y estirando su brazo con destreza, consiguió arrancar al individuo un aullido agónico y una larga daga de acero, con la hoja mellada en forma de sierra.

    —Yo de ti haría lo que dice -aconsejó Lancelot a su víctima con tono neutro-. Dudo que permanecer aquí sea bueno para tu salud. -Se pasó la daga a la mano izquierda y desenfundó la espada.

    Friccionándose la muñeca dislocada, el truhán se levantó torpemente.

    —Lo lamentarás -dijo-. El príncipe Malagant sabrá cómo tratáis a los extranjeros en este pueblo.

    Su compatriota se reunió con él. Todavía se apretujaba el estómago, y su andar era vacilante.

    —¡Yo no veo más que a un par de maleantes! -les espetó Mark. Envalentonado por las armas al descubierto de Lancelot, sacó a Lizzie de su vaina-. Intentabas robarla. ¡Quizá te gustaría que antes te besara! -Dio un paso adelante, con la espada en alto.

    Los hombres de Gore retrocedieron ante la amenaza, pero no renunciaron a hacer alarde de insultos y bravuconadas. Una vez que los hubieron expulsado del pueblo, Mark devolvió a Lizzie a su funda y tendió la mano a Lancelot.

    —Te debo la vida.

    Lancelot estrechó aquella manaza poderosa.

    —No hablemos de deudas -repuso con indiferencia-. Ha sido un placer revolcar a ese indeseable por el polvo. -Liberó su mano y echó a andar hacia la cuadra.
    —¿Ya te vas? -preguntó Mark. Había pronunciado las mismas palabras que Oriele, y parecía tan decepcionado como un niño al que niegan su juguete-. Alda, que es mi mujer... Alda y yo nos sentiríamos muy honrados si fueses nuestro huésped esta noche. Es lo mínimo que podemos hacer.
    —Gracias. También para mí sería un honor compartir vuestra casa, pero no puedo. Es hora de seguir viaje.

    Mark fue con Lancelot hasta el establo y vio cómo enbridaba a su brioso corcel negro.

    —Bien, que Dios te acompañe y te permita llegar sano y salvo dondequiera que vayas.

    Su deseo suscitó una amarga sonrisa en Lancelot.

    —Ojalá el camino no termine nunca -dijo, y montó.

    Cabalgó lejos del pueblo sin volver la cabeza atrás, a sabiendas de que, si lo hacía, vería a sus fantasmas vigilándolo con ojos perseverantes y trágicos.


    2


    Hacía un tiempo espléndido para segar el heno, y todos los lugareños sin excepción participaron en la cosecha. Las guadañas destellaban en los campos; unos hombres con horquillas arrojaban en las carretas los haces recién cortados. Sus esposas e hijas distribuían cestas con alimentos entre los segadores. La comida era generosa, en proporción a la labor empanadas de carne, queso, pan y manzanas. Y para regarlo había unos rebosantes odres de sidra suave, refrescada en el pozo del pueblo. Recolectar el heno siempre daba mucha sed.

    Desde su atalaya en el gran almiar comunitario todavía incompleto, Mark hizo una pausa para mirar cómo una nueva carreta traqueteaba hasta el granero procedente de los campos, y se enjugó la frente con el antebrazo. Tenía semillas adheridas a la piel sudorosa, y percibía el olor dulce y penetrante de la hierba recién cortada. Aquél era el forraje que alimentaría sus animales durante el invierno. Había sido un buen año, con un clima apacible, y seguramente obtendrían un remanente que les serviría para adquirir artículos de lujo en la ciudad capital de Leonesse, donde vivía su gobernante, lady Ginebra.

    Mark bajó la vista al suelo del granero, donde su esposa estaba disponiendo la comida en un mantel de tejido multicolor, y sonrió. A Alda le encantaba visitar Leonesse. Como cualquier mujer, tenía una verdadera pasión por saquear los puestos de los comerciantes, y nada le divertía más que un buen regateo. Quizá la llevase antes de que el frío invierno llegara.

    Lady Ginebra gobernaba Leonesse desde hacía algo menos de un año. Sólo estaba en la veintena, la misma edad que Mark, pero desde la cuna le habían inculcado el sentido de la responsabilidad, y poseía una mente sabia, aunque en ocasiones obstinada. El pueblo era tan fiel a ella como antes lo había sido a su padre, el rey Leodegrance. Su madre, la reina, había muerto en plena juventud y casi nadie la recordaba. Los pocos que la conocieron decían que Ginebra había heredado sus rasgos exquisitos y su grácil figura. Mark no tenía un modelo con que cotejar su propia opinión, pero creía que no sólo era guapa y de casta heroica, sino también muy accesible, y tan firme como lo había sido su antecesor. Sus pensamientos se ensombrecieron. Si los disturbios en la frontera continuaban, sin duda que necesitaría esa firmeza.

    Mark recogió el montón que le alcanzaba el hombre de abajo y lo colocó en el almiar, zarandeando y aplastando el heno. Mientras trabajaba, se preguntó si Lancelot, el espadachín errante, se habría dirigido a la capital de lady Ginebra y abastecido su bolsa a expensas de los ciudadanos. Durante la última semana Mark había pensado a menudo en el desconocido, y cuanto más reflexionaba mayor era su desconcierto. Encontraba inconcebible que a un hombre le fuese indiferente vivir o morir. La vida era un tapiz demasiado rico para tratarla como un trapo raído. ¿Qué motivaba el desprecio de Lancelot? ¿Quizá en un tiempo la había amado más de la cuenta?

    Las elucubraciones del aldeano fueron bruscamente interrumpidas por los repentinos tañidos de alarma de la campana de la torre de vigía próxima al granero. Se volvió y miró más allá de las puertas abiertas, en dirección a la loma que se elevaba detrás de los campos de heno.

    Varios jinetes bajaban atropelladamente hacia las casas, una tropa completa de soldados de oscuro uniforme armados con ballestas y espadines similares a dagas. Sabía que sólo podían ser los hombres del príncipe Malagant, salteadores de rostro endurecido sin un ápice de decencia en sus negras almas. Después del incidente ocurrido el último día de mercado no podían ser otros. Mark sintió la garganta súbitamente reseca y tragó saliva con dificultad. Aquellas ballestas eran de corto alcance, pero sus flechas de hierro resultaban mortíferas. Quien recibía su impacto no volvía a levantarse.

    Impelido a la acción, Mark lanzó voces apremiantes a las mujeres y los niños que había delante mismo del granero, al lado de unas carretas.

    —¡Se acercan atacantes! ¡Rápido, entrad!

    Chillando de miedo, las mujeres agruparon a sus hijos, abandonaron la tarea y buscaron refugio en el amplio edificio. Mark se deslizó rápidamente por un lado del almiar, con la horca aún sujeta en su puño. Alda, tras dirigir una mirada de temor a su marido, volvió a meter la comida y el mantel en la cesta y se puso de pie.

    —¡Cerrad las puertas! -ordenó Mark.

    Los hombres del granero empezaron a tirar de las enormes hojas y, una vez encajadas, deslizaron las macizas vigas de roble que debían atrancarlas. Una penumbra dorada se cernió sobre el lugar; la única luz provenía de las planchas combadas de los muros laterales y el agujero de ventilación que había en el remate del gablete. La gente se apiñó en el interior y escuchó atemorizada el progresivo retumbo de los cascos. Habían corrido rumores de asaltos parecidos en otras comunidades, pero hasta aquel momento habían creído que su mundo era inmune a todo aquello. Ahora, al sentir las vibraciones del galopar de los caballos enemigos, y oír los aullidos de pánico del ganado encerrado en sus establos y el balar de las ovejas, comprendieron cuán vulnerables eran. También ellos eran simples corderos frente a las fauces de los lobos.

    —Tal vez pasen de largo -susurró esperanzado uno de los hombres, aunque palpó el pequeño cuchillo que guardaba en el cinto-. Es posible que sólo quieran cruzar la aldea.
    —La cruzarán, Edwin, desde luego que sí -dijo Mark cínicamente-. Y no dejarán atrás nada más que nuestros huesos. Ya viste lo que sucedió el día del mercado.

    Deseó haber llevado a Lizzie consigo en vez de dejarla en casa. Las únicas armas con que contaban eran los cuchillos de cortar la comida y algunos aperos de labranza, pero ¿de qué podían servir contra espadas y ballestas? Un niño lloriqueó y su madre se apresuró a hacerlo callar. La mirada de Mark escudriñó el granero, buscando un cobijo adicional, y reparó en el suelo.

    Cruzó a toda carrera el edificio, se agachó en un lugar donde habían aserrado las tablas más cortas, y empezó a levantarlas. En cuestión de segundos había expuesto un espacio entre los cabios. A partir de octubre se llenaría de manzanas rojas procedentes de las prósperas huertas de Leonesse, pero en ese momento, por fortuna, estaba vacío.

    —¡No hay tiempo que perder! -llamó urgentemente a los otros-. Aquí al menos habrá sitio para las mujeres y los niños. Aunque vengan en son de paz, lo cual me extrañaría mucho, no nos perjudicará esconderlos hasta que estemos seguros. Venga, ¡pasadme a ese crío!

    Una mujer entregó su hijito a Mark, que lo metió en la bodega y luego ayudó a la madre a descender detrás del pequeño. Los siguieron las otras mujeres y los demás chiquillos, que lanzaban miradas de espanto a su espalda conforme el estruendo de los salteadores se aproximaba. Alda se abrazó a su marido mientras la bajaba.

    —¡Ten cuidado, Mark! -exclamó, y lo miró fijamente, llena de ansiedad.
    —No te inquietes, no va a pasarnos nada -dijo él con una sonrisa y aparentando mayor convicción de la que sentía-. Ahora, agacha la cabeza. Voy a colocar las tablas.
    —¡Y tú baja también la tuya, pedazo de bruto! -exclamó la mujer, y lo besó apasionadamente en los labios antes de unirse a los otros.

    Mark ajustó los listones encima del escondrijo y los pisoteó para alisarlos. Con los puños apretados, encerrando toda su ira y su miedo, recorrió el granero hasta el ancho muro de uno de los lados y espió por el hueco que dejaba la combadura de las tablas.

    El poblado era un escenario de horror, caos y carnicería. Las breves saetas de las ballestas abatían a la gente que intentaba huir. Las bestias corrían totalmente enloquecidas, las casas ardían; las llamas lamían el pie de la torre de vigía, y el campanero había sido abatido por una flecha de hierro que le había atravesado el pecho.

    —¡Oh, no! -dijo Mark para sí, y soltó un gemido. El corazón le latía como si quisiera salírsele del pecho, y tenía el cuerpo empapado en un sudor frío, mórbido. Aquello no podía estar ocurriendo, tenía que ser un mal sueño, las secuelas del vino que había bebido la víspera en la taberna.

    El cabecilla de los atacantes había echado las riendas e inspeccionaba las casas aledañas en busca de señales de vida. Era un sujeto de facciones duras, en particular los ojos y la boca, con unos pómulos de cadáver. Cubierto de cuero de la cabeza a los pies, incluso el aire que lo rodeaba parecía irradiar peligro, o quizá no fuese más que la onda calorífica de los incendios. Sus ojos alerta se posaron en el granero, y Mark sintió en la frente el aguijón del terror cuando la mirada del asaltante se centró directamente en la fisura de las tablas. Aunque sabía que era imposible que lo hubiese visto, no pudo evitar dar un respingo.

    Con una sacudida de cabeza, el jefe de los asaltantes ordenó a un miembro de su tropa que fuese a investigar el enorme granero. El hombre tanteó las puertas y las aporreó con la empuñadura de su espadín, pero todo fue en vano. Dentro, los lugareños atenazaron sus horcas y rastrillos e intercambiaron miradas fugaces, los ojos desorbitados por el miedo.

    El soldado volvió donde estaba su superior y abrió las manos.

    —Las puertas están cerradas, lord Ralf.

    El jefe hizo girar su montura y estudió el granero más atentamente. Una sonrisa torva curvó sus finos labios.

    —Quemadlo -ordenó-. Que arda hasta los cimientos.

    Dentro del edificio, los aldeanos oyeron sus palabras horrorizados. Antes de que acertaran a moverse, una tea llameante entró por la ancha abertura que había debajo de los aleros de la fachada y dibujó una curva en el umbrío espacio para aterrizar sobre el gran almiar de heno recién segado. Subieron volutas de humo. La llama surgió en delicados y sinuosos riachuelos.

    Paralizados al principio por el asombro, los hombres recuperaron al fin el uso de sus piernas y corrieron al almiar, trepando y luchando para alcanzar la antorcha y apagarla. Pero la hacina era empinada y costaba encontrar asideros, y para cuando los tuvieron era demasiado tarde. Los riachuelos se habían convertido en ríos, que a su vez desembocaron en un océano rojo, embravecido, rugiente.

    Asustado y desmoralizado, Mark vio cómo ardía la cosecha de heno para todo el año, y fue a espiar una vez más por el hueco entre las tablas. El pueblo entero estaba en llamas, cada vivienda, cada taller, almacén y cobertizo. Mark sentía que el humo le irritaba los pulmones, y reprimió un acceso de tos. Empezaban a escocerle los ojos. A través de una fluctuante cortina gris, advirtió que un nuevo grupo de jinetes se acercaba al galope para sumarse a los que estaban delante del granero. En el centro cabalgaba un hombre a lomos de un esbelto corcel negro. Su atuendo era sobrio, idéntico al del capitán Ralf o el resto de la tropa, pero la arrogancia con que miró alrededor y la pronta deferencia que le dispensaron los demás revelaban su autoridad absoluta.

    —¡Malagant! -masculló Mark. Experimentó un odio profundo ante la visión de aquel príncipe vecino que tanto sufrimiento había causado en el antaño pacífico Leonesse. Malagant, el de los ojos color azabache y el corazón aún más negro. Su mismo principado de Gore era desolado y yermo, apto tan sólo para apacentar ovejas. Desde siempre había codiciado los fértiles valles de Leonesse, y lo que no podía obtener por las buenas lo tomaba o lo destruía.

    El fuego del almiar se propagó a otras partes del granero, despidiendo ramificaciones de tórridas llamas amarillentas. La humareda espesó la atmósfera, y Mark volvió a toser. Se alejó de la pared, cogió un cubo de agua de la carreta del heno y fue a toda prisa hasta los tablones que cubrían la bodega de manzanas, sobre los que derramó el agua de manera uniforme. Se negó a pensar que era un acto inútil, que tal vez nunca saldrían vivos. No podía perder la fe, y allí no había nadie más que él en quien creer.

    —Te sacaré de este aprieto, Alda -murmuró con la voz ronca por el humo-. Aguanta un poco.

    Como respuesta, se oyó un golpe en la base de las tablas.

    Cuando terminó de humedecer la madera, Mark se quedó de piedra al ver que sus compañeros habían cedido al pánico y estaban liberando las grandes trancas que aseguraban las puertas.

    —¡No seáis necios! -exclamó-. ¡No abráis, esperad que se vayan! -Su voz se ahogó con la última palabra, al tiempo que tiraba el cubo a un lado y echaba a correr.
    —¡Para entonces ya estaremos muertos, Mark! -repuso un hombre por encima del hombro, sin dejar de batallar con la tranca. En el otro extremo, el aldeano Edwin convino con él.
    —Si huimos, al menos tendremos una posibilidad.

    Mark sacudió la cabeza.

    —¡No lo hagáis! -suplicó, pero cuando los alcanzó ya era tarde. Las trancas habían cedido, y las puertas se abrieron violentamente por la presión del aire caliente para revelarles una escena digna del mismísimo infierno.

    El pueblo era una gran hoguera de muros y tejados llameantes. En medio de una nube de humo, los saqueadores aguardaban como los cosecheros cuando se disponen a ahuyentar los parásitos del maíz. Los dos hombres que habían quitado la tranca salieron a toda carrera. Un tercer lugareño, menos valiente, se agazapó detrás de la carreta y entre sus ruedas con refuerzos de hierro observó la devastación exterior. Mark se ocultó bajo el entramado de madera que mantenía el almiar en su lugar y se acurrucó en un rincón apartado, viendo pero sin ser visto. Su corazón palpitaba como si fuese explotar, y sudaba por cada poro.

    Los dos hombres que habían intentado huir fueron alegremente perseguidos por los jinetes de Malagant. Lanzando alaridos y gritos de guerra, los soldados les dieron alcance y les dispararon las letales flechas de sus ballestas. Edwin chilló como una liebre que hubiese caído en la trampa, se convulsionó y quedó inerte.

    Mark entrecerró los ojos y tragó saliva. «No hay salvación posible», pensó. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el príncipe Malagant había detenido su sudoroso corcel delante del granero y examinaba el surtidor de llamas que apenas un rato antes había sido una montaña de heno. Mark trató de escurrirse un poco más adentro, pero un recio mástil golpeó su espina dorsal y le impidió retroceder. El heno que tenía encima también había prendido. El humo le laceraba la garganta; contuvo la tos y se llevó las manos a la cara para utilizarlas a modo de filtro, pero sin demasiado éxito. El aire circundante desprendía un calor infernal. No tardaría en llegarle el turno de morir, ya fuera abrasado o de un flechazo. Decidió que éste último era un método más fácil de acabar, pero aun así su determinación lo retuvo. No se ofrecería como un presente a los negros malhechores de Malagant.

    El otro hombre del granero parecía opinar de manera distinta. Emergiendo del carro, se arrojó a los pies del príncipe Malagant.

    —Os lo ruego -gimoteó-. Por el amor de Dios, ¡tened piedad, señor!

    Malagant sacó lentamente la ballesta que llevaba ajustada al cinturón. Sus delgados labios sonrieron, pero no había un asomo de compasión en sus ojos negros.

    —Dios ama a los vencedores -sentenció, y lo mató allí mismo, con una flecha que traspasó limpiamente su cuerpo. Lo vio expirar, impasible, y reanudó su misión principal.

    Sus hombres habían congregado a los supervivientes en un rebaño humano lejos de las casas quemadas y los enseres que habían de garantizar su subsistencia. Formaban un grupo patético de mujeres llorosas, niños aterrados que berreaban sin cesar y hombres enfurecidos pero callados que compartían el temor de sus hijos, pues lord Malagant tenía fama de implacable.

    Malagant los contempló con gesto desdeñoso desde la silla de su nervioso caballo. Al fin habló, con una voz fuerte y desabrida que recordaba el graznido de un cuervo, el pájaro de los campos de batalla y las tierras arrasadas.

    —Anoche unos hombres de esta aldea cruzaron la frontera y asesinaron a tres de mis súbditos. Como represalia, he destruido vuestros hogares. Hace ya mucho tiempo que reina la anarquía en los territorios limítrofes. ¡Sabed que, desde hoy, yo soy la ley! -Levantó un puño, tan tirante que los nudillos adquirieron un color blanco óseo. Los hombres respondieron todos a una, blandiendo las espadas y saludando a su príncipe con un grito de guerra único, espeluznante.

    Malagant dio un brusco giro a su corcel, abandonó el arruinado pueblo camino de la frontera, y sus soldados lo siguieron como un negro estandarte. Esta vez el crepitar de las llamas sofocó el fragor de los cascos de sus caballos.

    Tambaleándose medio asfixiado, Mark salió de su escondrijo y corrió hacia la despensa de manzanas. Sus manos arrancaron febrilmente las tablas.

    —¡Alda, Alda! -exclamó, como si quisiera interponer una plegaria o un talismán a la iniquidad que acababa de presenciar-. ¡Contéstame, Alda! -Su voz se quebró en un sollozo. Le horrorizaba la idea de que hubiese muerto asfixiada.

    Hasta él llegó un desgarrado grito infantil. Luego oyó a Alda balbucear su nombre, y al cabo de un momento la había sacado de la bodega y estrechado entre sus brazos. Se aferró furiosamente a ella unos segundos, pero no más, porque el granero ardía y era necesario escapar cuanto antes.

    —Mark, ¿qué ha pasado? -preguntó Alda mientras ayudaban a las otras mujeres y a las criaturas a salir del almacén y las conminaban a ponerse a salvo. Una joven soltó un alarido y se arrodilló junto al cuerpo que yacía tendido junto a la carreta. Sus compañeras la arrastraron, chillando y forcejeando, hacia la seguridad que ofrecía el terreno abierto.
    —Malagant, eso ha pasado -respondió Mark con un gruñido tras conducir a Alda hasta la calle-. Ha dicho que era una venganza por las emboscadas que hemos llevado a cabo en su territorio, pero nadie en Leonesse se atrevería a hacer algo así. No es más que una excusa para anexionarse nuestras tierras. Las ha ambicionado desde los tiempos del padre de lady Ginebra.

    Hizo una pausa para toser y escupir en el suelo. Sentía los pulmones como si estuviesen llenos de carbones encendidos, y el humo le había congestionado los ojos. Unas pequeñas quemaduras llagaban sus brazos y las chispas habían grabado sus marcas candentes, parduscas, en la ropa, pero al menos estaba vivo. Pasó un brazo por la cintura de su esposa y observó las ruinas humeantes de lo que un día había sido su hogar, una próspera comunidad llena de ilusión y de vida. Ahora se había reducido a escombros.

    Alda aún sostenía en su mano la cesta con la comida. Mark se la quitó, envolvió la mitad de las vituallas en el mantel de tela y se colgó del brazo una bota de sidra, dando un respingo cuando le tocó una herida en carne viva. Su mujer lo miró extrañada.

    —¿Qué haces?
    —Me voy a la ciudad de Leonesse. Hay que informar de lo ocurrido a lady Ginebra. -Mark atrajo a Alda hacia él y le dio un beso enérgico, crispado-. Prometo ir lo más rápido que pueda.

    Ella se mordió el labio y asintió.

    Tras echar un último vistazo a su aldea, que agonizaba envuelta en llamas, Mark se volvió sobre sus talones y empezó a andar por la senda que conducía a Leonesse.


    Lancelot cabalgaba en el dorado atardecer por una cresta boscosa desde la que se dominaba un valle en el que serpenteaban, uno junto al otro, un torrente y la estrecha cinta blanquecina del camino. Júpiter avanzaba al paso, con la cabeza levemente gacha y las riendas flojas en su negra cerviz, y Lancelot dormitaba en la silla. Las mariposas revoloteaban entre las hebras de sol que moteaban los árboles, y los pájaros denunciaban la intromisión del hombre, y el caballo.

    Lancelot creyó oír un grito lejano. Quizá no fuese más que la llamada del sarapico, pero aun así se irguió en la silla. Júpiter también debió de oírlo, porque alzó la cabeza y la volvió con las orejas tiesas.

    Abajo, en el valle, una tropa de jinetes ennegreció el blanco camino. Avanzaban velozmente hacia los frondosos bosques del norte. Lancelot aguzó la vista y reconoció la armadura oscura que lucían. Se dijo que lo más sensato sería no tropezar con ellos. No le asustaban los líos, pero tampoco los buscaba expresamente. Si el país de Gore estaba al final de aquella senda, era el momento de cambiar de dirección.

    Al llegar al extremo del risco se detuvo unos minutos para pensar, y por fin tiró de la rienda de Júpiter para dirigirse hacia el suroeste.


    3


    Tras dos días de fatigosa andadura, después de haber pasado una noche al raso y otra en un pueblo hospitalario cuyos habitantes le habían dado cobijo, Mark llegó a Leonesse. A mediodía, descansó brevemente en un montículo cubierto de hierba junto a un bonito molino de piedra. En su hatillo había media hogaza, dos huevos duros y los restos de la cerveza con que los aldeanos habían llenado su odre. Un fértil valle se extendía ante sus ojos, con campos que lucían la alfombra verde y dorada del verano. Las vacas, exuberantes, pastaban en los prados, y los labriegos encargados de cosechar el heno deambulaban portando sus horquillas y seguidos de unas carretas de travesaños laterales. A Mark se le atragantó el pan al contrastar la plácida escena con sus propias imágenes de la siega del heno. A su mente acudieron las visiones de Malagant apuntando y disparando su ballesta, de llamas más altas que una casa, de sangre, destrucción y muerte.

    Se forzó a sí mismo a masticar y tragar, sabiendo que, aunque se divisaba ya Leonesse, aún tenía un largo trecho por cubrir. Siguió con los ojos la serpenteante franja plateada del río Leon hacia las murallas de madera de la villa. Se accedía a ésta a través de un angosto puente que la unía a los campos. Mark había oído comentar que existían planes para ensanchar aquel puente de manera tal que los vehículos de abastecimiento tuvieran menos dificultad en cruzarlo, pero no había señales de que allí se estuviese construyendo nada.

    Fuera de la empalizada se arracimaba un sinnúmero de casas rurales. Leonesse no era una gran ciudadela como Camelot, la capital del reino del oeste regido por Arturo, el Rey Supremo, pero satisfacía las necesidades de su población. Era un centro de agricultores y gentes del campo, sencillas y honestas. Las puertas, construidas con troncos de roble añejo, estaban abiertas y sin vigilancia, y a Mark le asaltó un sentimiento de temor y premura. ¿Sabían lo indefensos que se hallaban ante Malagant? Si el tirano hubiese aparecido en ese instante al mando de sus satánicos jinetes, podría haber ocupado la capital y derrocado a lady Ginebra con la misma facilidad con que apretaba el gatillo de su ballesta.

    Mark se echó al hombro el odre ya vacío, guardó el mantel convertido en hato dentro del jubón, y prosiguió su camino. Ginebra tenía que ser avisada, ¡Dios santo!, tenía que saberlo.


    En el interior de la ciudad de Leonesse, ajena a unas noticias aún por llegar, una buena cantidad de los habitantes estaba dedicada al tradicional deporte del balón-hoyo, en su mayoría como ávidos y vociferantes espectadores de las dos docenas de jugadores. El juego se practicaba desde tiempo inmemorial, y entre la multitud había varios octogenarios que todavía recordaban sus pasados momentos de gloria en la cancha cuadrada de la villa.

    En ambos extremos del cuadrángulo habían cavado unos hoyos de un metro y medio de diámetro por sesenta centímetros de hondura. El objetivo del juego era golpear con el pie la pelota, hecha con vejiga de cerdo rellena de paja, sorteando a los rivales, y meterla en el agujero. Los equipos, que se identificaban por unos fajines rojos o negros, constaban de doce jugadores por bando y se componían tanto de hombres como de mujeres. Las reglas dictaban que las manos debían permanecer juntas en la espalda todo el partido, y que sólo los pies podían entrar en contacto con el balón. Aquél que utilizaba las manos en un momento de excitación era llamado al orden por los mismos aficionados. Se trataba de un deporte duro, pero no tan peligroso que amenazase la vida. Los jugadores cargaban constante y deliberadamente unos contra otros, con lo que se producían un sinfín de caídas, de magulladuras y arañazos leves, lo cual contribuía a que la gente disfrutase aún más del espectáculo.

    Entre la refriega de botas enfangadas y cuerpos que chocaban y arremetían, una joven evolucionaba con tanta soltura como la aguja afilada conduce el hilo a través de la tela. Su rostro era radiante y fiero, su absorción total. Sus dientes centellaron en una risa blanquísima, y sus ojos verdicastaños tenían un brillo de alegría.

    —¡Ni te lo sueñes, es mío! -abroncó a un contrincante de fajín negro, y lo regateó limpiamente antes de pasar el balón a otro miembro de su equipo-. ¡Por aquí, Ned! -La pelota echó a volar, fue atrapada por una bota y salió propulsada hacia la meta rival.
    —¡Adelante, no os detengáis, rojos! -gritó alguien.
    —¡Cuidado, Richard! -advirtió la muchacha dando saltos de frustración, los ojos iluminados con la luz del combate. Aunque la mayoría de los hombres llevaba botas de campaña, ella calzaba ligeras zapatillas de color escarlata.
    —¡Lo has perdido, tonto! -protestó enfadado otro componente del equipo rojo, a la vez que un jugador de fajín negro se hacía con el balón y acometía la cancha en dirección contraria.

    El público estalló, comenzó a lanzar gritos y a agitar los puños en el aire. Espoleada, la joven se lanzó al centro mismo de la trifulca, decidida a recuperar el balón y plantarlo firmemente en el hoyo negro, como era de rigor. Pese a ser una de las jugadoras más menudas de la cancha, resultaba asombrosamente eficaz, porque era a la vez rápida y temeraria. Algunas mechas de cabello se le habían soltado del moño y flotaban junto a su rostro en cálidos bucles morenos, y había una mancha de barro en su sonrosada mejilla.

    —¡No! -bramó-. No me la quitarás, ni te atrevas a... ¡ay! -La muchacha se quedó sin resuello cuando el hombre sí se atrevió y, además, logró su propósito-. ¡Pero qué bruto eres, Jude! -le insultó, y pateó el suelo-. ¡Replegaos, rojos! ¡No dejéis que se lo lleve! -Y se zambulló resueltamente en la reyerta.

    Más allá del tumulto de jugadores, la muchacha vislumbró a dos Ancianos que se acercaban procedentes del palacio. Sabía de sobra que venían en su busca y se sintió indignada. ¿No podían dejarla en paz al menos hasta que acabase el partido?

    Los dos hombres se abrieron paso entre el gentío y le hicieron señales acuciantes. El balón rodaba hacia ella. Torció el rostro en una mueca, les indicó por gestos que iría «dentro de un minuto», con la esperanza de despacharlos, y entró una vez más en la refriega. Su pie se entremetió hábilmente y se adueñó del balón.

    —¡Seguidme, rojos, seguidme! -exclamó muy exaltada-. Jem, ¿dónde estás? Pásalo, pá... ¡uf! -Un jugador contrario la empujó con violencia y fue a dar con su cuerpo al suelo-. ¡Salvaje! -chilló. Pero enseguida se incorporó, sacudiéndose el barro del vestido.

    En el tiempo que había tardado en caer y reponerse, los Ancianos habían abierto una brecha hasta el lado de la cancha con la misma determinación que su señora había exhibido en el campo, y ahora se erguían ante ella en actitud severa.

    —Lady Ginebra... -empezó a decir el de mayor rango. Tenía el cabello ralo, encanecido, y vestía una túnica de lana en colores dorados, con el cuello redondo y levantado.
    —Sí, Reginald, lo sé -dijo la dama con tono de impaciencia-. Haz el favor de esperar, ya falta poco para que termine.

    El Anciano apretó los labios.

    —Lo lamento, señora, pero creo que el asunto no puede esperar. -Unió las manos delante del pecho en ademán de restregarlas-. Se ha perpetrado otro ataque, milady, y un pueblo fronterizo ha quedado reducido a cenizas.

    La expresión de impaciencia desapareció al instante del rostro de Ginebra, para ser reemplazada por una honda preocupación. Se desató el fajín rojo de la cintura y se lo entregó a una espectadora.

    —Ocupa mi puesto, Anne -ordenó, sin apartar la vista de los Ancianos.
    —Sí, lady Ginebra. -La mujer se ciñó la banda y salió a la cancha sin tardanza.

    El criado de Ginebra, Jacob, acudió al instante con una toalla de hilo en la mano. Ella la tomó, dándole las gracias, y se encaminó al castillo en compañía de los Ancianos.

    —Supongo que ha sido Malagant otra vez -dedujo. Se secó la frente mientras andaba con el paso vivo y resuelto que la caracterizaba. Los dos hombres tuvieron que esforzarse para no quedar rezagados.
    —Eso me temo, señora -dijo el otro Anciano un poco sofocado-. Acaba de comunicarnos la nueva un labrador que sobrevivió al desastre y ha venido a poneros al corriente.
    —¿Lo habéis tratado bien?

    Reginald se encogió levemente de hombros.

    —Le hemos ofrecido alimento y consuelo, pero no ha aceptado nada más que unos sorbos de agua y parecía estar terriblemente trastornado. Insiste en veros, milady, dice que todo lo demás puede esperar. Lo he acomodado en el patio de los manzanos y le he prometido que os buscaríamos. Entretanto, Oswald se ha brindado a hablar con él.

    Ginebra asintió con un gesto enérgico.

    —Has hecho lo que debías -dijo-. Un partido de balón-hoyo no es nada comparado con el bienestar de mi pueblo.

    Sin entretenerse en cambiarse de ropa ni retocar su peinado, Ginebra fue directamente al encuentro del aldeano y de Oswald. Este último había sido el amigo de confianza y el primer consejero de su padre, y ejercía idéntica función con la hija. Ella le profesaba un profundo afecto y apelaba asiduamente a la experiencia de su edad avanzada. Era el abuelo que nunca había tenido, y su reconfortante apoyo la había ayudado a superar la difícil época que sucedió a la muerte súbita de Leodegrance a causa de una aflicción en el pecho.

    Cuando Ginebra entró en el patio de los manzanos, halló a Oswald en animada conversación con el hombre más descomunal que había visto jamás. Vestía la basta ropa de un campesino de la frontera. Tenía quemados la camisola azul y los verdes calzones, y unas llagas rojizas salpicaban sus musculosos antebrazos y la cara, ancha y sincera. Por su postura, Ginebra advirtió lo agotado y deshecho que estaba.

    Al verla avanzar por el patio, los hombres interrumpieron su plática e hincaron la rodilla. Ginebra sacudió la cabeza con consternación y, tras indicar a Oswald que se levantase, dio un paso al frente y tomó las encallecidas manos del joven campesino entre las suyas.

    —No, no, basta. Puedes levantarte -lo regañó gentilmente-. Conozco la razón de tu viaje, y lo atribulado y exhausto que debes de sentirte. Te daremos todo el auxilio que precises. -Escudriñó ahora sus ojos azules, ribeteados por un cerco de polvo-. Vamos, dime tu nombre.
    —Me llamo Mark, señora. -La enorme manaza del aldeano estrujó la mano femenina, y su cuerpo robusto tembló como el árbol talado antes de caer-. Nuestros hogares han sido pasto de las llamas, y también las reservas de heno. Malagant lo ha quemado todo. Dice... dice que somos unos forajidos, que cruzamos la frontera y tendemos emboscadas a su gente, pero ¿por qué íbamos a querer penetrar en Gore? Es un país estéril, hostil, donde no hay más que ovejas. Además, no somos guerreros sino simples campesinos. -Su voz titubeó con la emoción.
    —Lo sé, lo sé -dijo Ginebra-. Son embustes, burdas mentiras. Quiere amedrentar a Leonesse, someternos, y esas incursiones en los pueblos limítrofes constituyen un medio para tal fin.

    El joven gigante se puso rígido como si hubieran ensartado una vara de metal en su espina dorsal.

    —¡No debéis claudicar, señora! Aunque no seamos soldados de oficio, lucharemos hasta que no quede en pie un solo hombre. Preferimos morir antes que ver cómo Malagant se convierte en el señor de Leonesse.

    Un gesto de determinación crispó los engañosamente tiernos labios de Ginebra, y en sus ojos se desencadenó una tormenta.

    —No sufras, Mark, no soy de las que se rinden. Un día de estos Malagant va a probar un hueso muy duro de roer. -Retiró las manos que aún sujetaban las del campesino y se volvió hacia su criado, que se había situado discretamente a un lado, pero permanecía alerta a sus órdenes. Jacob iba elegantemente vestido con una túnica de color azul y una vistosa caperuza carmesí con una larga esclavina. El sirviente era todo un petimetre, mártir de la última moda, pero tenía el corazón bien puesto y adoraba a su joven ama.
    —Jacob -le dijo ella-, acompaña a este hombre al salón, sírvele de comer y de beber y búscale un lecho para esta noche.
    —Enseguida, milady.

    El criado hizo una reverencia, y la punta encarnada de su capucha cayó hacia el cuello como la barba de un pavo. Mark lo miró fascinado. Ginebra rozó el brazo del campesino y, no sin esfuerzo, obligó a sus fatigados ojos a centrarse de nuevo en ella.

    —Esta noche, cuando hayas tenido ocasión de restablecerte, rezaremos juntos por tu aldea y por Leonesse. Ahora ve con Jacob y deja que provea a tus necesidades.

    Mark se inclinó para besar la mano de la dama.

    —Gracias, señora. Que Dios os guarde.
    —También a ti -murmuró Ginebra, mientras Jacob se llevaba al campesino camino del gran salón.
    —Éste es el tercer pueblo que Malagant incendia en una semana -farfulló Reginald, al tiempo que mesaba su barba grisácea con visible agitación.

    Una suave brisa agitó las ramas de los manzanos. Ginebra dejó escapar un suspiro. Admiró los árboles, símbolo de Leonesse, y pensó en lo fácil que sería para los vientos gélidos del invierno desnudar aquellas ramas.

    —¿Qué pretende ese hombre? -les preguntó-. ¿Quiere acaso destruir el mundo entero y erigirse en rey de un cementerio?
    —Quiere que firmemos un tratado según sus términos, lady Ginebra -dijo el segundo Anciano, con una ostensible aprensión en la mirada porque sabía qué opinaba su señora de aquel pliego de pergamino.

    Ginebra torció despectivamente el labio superior.

    —Cree que porque mi padre ha muerto nadie va a resistirse a él.

    El Anciano sacudió la cabeza apesadumbrado.

    —Señora, aunque vuestro padre viviera, dudo... -Calló, enfrentado a la encrucijada de decirle la verdad sin herir sus sentimientos. Pero su compañero, pese a ser un hombre compasivo, tenía un carácter más práctico y directo.
    —Si no damos al príncipe Malagant lo que pide, tiene el suficiente poder para tomarlo, señora. Me duele decirlo, pero estamos inermes.

    Ginebra se estremeció ante aquella mirada triste y gris. Sabía que Reginald tenía razón; el pueblo de Leonesse estaba formado en su mayor parte por pacíficos labriegos. ¿Qué entendían ellos de guerras? Quizá su padre hubiese sido capaz de reclutar una milicia, pero aun así lo más probable era que los hubiera conducido a la muerte.

    —No me rendiré a sus deseos -repitió tercamente, y se volvió hacia Oswald, que durante toda la conversación había permanecido aparte, debajo de un manzano-. Y bien, Oswald -dijo con una nota de impaciencia-, alguien tan erudito como tú debería pronunciarse.

    Oswald rehusó con su habitual dulzura.

    —Ya sabes lo que pienso, niña. -Su voz tenía el temblor de la vejez, pero los ojos conservaban toda su fuerza. Ginebra les hizo frente por un instante, antes de bajar la mirada.
    —Sí, eso me temo.

    El Anciano mayor se había esmerado mucho en inculcarle el concepto de que, aunque Leonesse estaba a su servicio, ella a su vez debía servir a Leonesse. Así era como su admirado padre había gobernado el país, con alma y vida, con una visión generosa. La joven anheló desesperadamente tenerlo a su lado, pero no lo tenía, y la responsabilidad recaía por entero sobre sus hombros.

    —Perdonadme, milady -dijo Reginald algo azorado-, pero convendría responder al príncipe Malagant. Si lo hacemos esperar tal vez queme otro pueblo.

    Ginebra se recompuso. Su mandíbula se endureció.

    —Así se hará -contestó-. Lo decidiré hoy mismo. Y ahora, podéis retiraros. -Extendió una mano blanca y delgada-. Oswald, te ruego que te quedes.

    Los dos hombres hicieron una profunda reverencia y, no sin cierto alivio, se marcharon. Ginebra estuvo paseando por el patio con un nerviosismo contenido y al fin dio media vuelta y se encaró al viejo consejero, que aguardaba pacientemente.

    —¡Ha ocurrido todo tan deprisa! Esperaba tener más tiempo para meditarlo.

    Oswald la estudió con los ojos perspicaces de ochenta estíos y otros tantos rigurosos inviernos.

    —¿Cuánto tiempo es preciso para conocer el propio corazón?
    —Verás, Oswald, sé muy bien lo que quiero. -Ginebra dedicó al viejo una sonrisa melancólica y tocó levemente la rama baja de un manzano, allí donde el fruto colgaba pesado, pero todavía verde-. Quiero casarme, y quiero vivir y morir en Leonesse. Sin embargo, no puedo tenerlo todo.

    Oswald frunció el entrecejo y se acarició la barba.

    —Disculpa, niña, pero una proposición de matrimonio de Arturo de Camelot constituye un gran honor para ti y para Leonesse... -Vaciló antes de proseguir.

    Ginebra lo miró. Sabía por qué había enmudecido. Los matrimonios solían concertarse por razones de estirpe y para obtener ventajas políticas, pero el padre de Ginebra siempre había abrigado la esperanza de que su hija se casase por amor.

    A pesar de su juventud, lady Ginebra había recibido a muchos solteros apetecibles, tanto de Leonesse como del extranjero, entre ellos Arturo de Camelot. Ahora pensó en él, en sus bonitos ojos negros, los rasgos expresivos, la voz modulada y la picara sonrisa. A excepción de aquel hombre, ninguno había conseguido prender la chispa en su interior. Que tuviera la edad de su padre no le preocupaba en absoluto. Estaba acostumbrada a rodearse de hombres mayores en su rutina diaria, e incluso prefería su serenidad y madurez a la banal exuberancia de los jóvenes de su generación.

    —Sí, es todo un honor -dijo a Oswald-. Sé que me aconsejas bien. Basta ya de palabras, hágase pues.
    —¿Aceptarás el ofrecimiento de Arturo?

    Ginebra asintió sin perder la sonrisa.

    —Sí, Oswald, me casaré con Arturo de Camelot.

    Al anciano consejero se le iluminó el rostro, y sus tensos hombros se relajaron. Tomó las manos de Ginebra entre las suyas y las apretó.

    —¡Mi querida niña! Me sentí muy orgulloso de tenerte en mis brazos el día en que naciste, pero todavía me causará más orgullo asistir a tus esponsales.

    Ginebra se mordisqueó el labio inferior, menos convencida que Oswald.

    —Pobre Arturo. La única dote que voy a aportar a nuestro enlace será un país en peligro. Pero prometo quererlo intensamente, Oswald.
    —Así debe ser, niña.
    —Nunca me casaría con un hombre al que no amo -dijo Ginebra con tono enérgico-. Pero la mirada de Arturo rezuma bondad, y nunca lo he visto levantar la voz. Imparte el mando sin imposiciones, y eso le confiere aún mayor poder. Jamás conocí a un hombre como él, Oswald. ¿A quién podría querer más que al señor de Camelot?

    El viento volvió a susurrar entre los manzanos, y una hoja amarillenta, heraldo prematuro del otoño, se desprendió y se posó en el suelo a sus pies.


    4


    Cabalgar por el bosque en pleno verano era como viajar por una vasta y luminosa catedral verde. Las frondas creaban arcadas góticas e inconclusas bóvedas de crucero, con las tracerías acristaladas de los brotes tiernos. El abanico del follaje se agitó en reconocimiento al paso de Lancelot a través de la senda que, sinuosamente, recorría el país de Leonesse. Era casi mediodía y la tibieza del sol realzaba los aromas de la floresta, haciéndolos tan mareantes como el incienso. Las mariposas aleteaban entre los árboles como fugaces imágenes de vidrieras de colores, y las palomas torcaces entonaban un cántico bronco, somnoliento.

    Lancelot viajaba confortablemente en la silla, con los estribos largos y la espalda suelta contra el arzón. Hacía un día espléndido y no tenía prisa en llegar a ninguna parte. Las manos descansaban laxas en las bridas, y Júpiter, su corcel, aprovechó la actitud ociosa de su amo para desviarse del centro del camino hacia una charca apartada que alimentaba un límpido y fresco manantial.

    Lancelot despertó de su modorra con un sobresalto. La sed de Júpiter le había recordado la propia. Vio que aquél era un sitio ideal para reponer el agua del odre y dar a su caballo unos momentos en que degustar la lozana hierba que crecía alrededor de la charca. Desmontó, dejó que Júpiter bebiera hasta saciarse, y cuando el caballo comenzó a pastar él mismo se acuclilló en la orilla de la charca y, juntando las manos, bebió el agua fría y transparente.

    Había dado apenas unos sorbos cuando unos ruidos discordantes le alertaron de que unos jinetes se acercaban por el camino. El repicar de los arneses y las armas, el estrépito de los cascos y el chirrido de las ruedas de un vehículo alborotaron a las aves entre la arboleda. El suelo vibró. Todo el cuerpo de Lancelot se tensó, y su actitud perezosa fue sustituida por una atenta concentración.

    Surgieron a la vista un par de caballeros, con sus magníficas monturas avanzando a un trote largo, y detrás de ellos aparecieron otros dos que portaban unas llamativas banderolas de seda amarilla atadas a sus lanzas enhiestas. Iban ataviados con armaduras ligeras, apropiadas para un servicio de escolta y muchos días consecutivos en la silla más que para la brutal colisión de la batalla y el impetuoso encontronazo de la justa. Ninguno de los cuatro lucía yelmo. Sus capas y ricas vestiduras delataban rango y opulencia, así como el gesto altivo, que no les permitió dignarse siquiera a mirar al empolvado viajero que bebía junto al manantial. «A pesar de sus aires podría derrotarlos a todos en combate», pensó ofendido Lancelot.

    La súbita aparición, el oropel y el sonoro tamborileo del trote espantaron a Júpiter, que lanzó un relincho de alarma y echó a correr por la boscosa ribera. Ni aun entonces los caballeros se volvieron; Lancelot y su caballo podrían haber sido invisibles. El espadachín sintió deseos de correr en su persecución y ponerse a hacer cabriolas frente a ellos hasta asustar y encabritar a sus caballos, pero se retuvo. Había muchos soldados y él iba solo. Detrás de los caballeros avanzaban dos carruajes, tirado cada uno por cuatro robustos tordillos bellamente enjaezados y unas campanitas de plata tintineando en sus crines trenzadas. Al pasar el primer vehículo por delante de él, Lancelot comprobó que dentro viajaban tres mujeres. Dos eran criadas, a juzgar por sus vestidos, pero la otra era una adorable dama de gran alcurnia, con las facciones tan puras y claras como la fuente cristalina de la que había bebido. Bajados recatadamente los ojos, no se asomó a la ventanilla para ver la audaz mirada que Lancelot le lanzaba.

    Detrás del segundo carruaje cabalgaba una tropa de la guardia real, en cuatro hileras de cuatro. Ni un solo miembro del cortejo se detuvo a dar la hora del día a Lancelot, ni siquiera a reconocer su existencia. Con el rostro contraído en una mueca de disgusto, Lancelot los observó adentrarse en el bosque. Su sangre no era menos noble que la de ellos, aunque durante sus años de vagabundeo había aprendido que no era la sangre la que otorgaba la nobleza. La polvareda levantada a su paso empezó a asentarse en la senda. Excitada su curiosidad por primera vez en mucho tiempo, Lancelot se preguntó quién sería la dama y cuál su destino. Consideró la posibilidad de seguirla y ver adónde se dirigía.

    Emitió un tenue silbido, puso los brazos en jarras y se encaminó a la orilla por la que Júpiter había desaparecido. Unos segundos más tarde el caballo se acercó trotando entre los árboles, con las orejas temblando nerviosamente. Lancelot asió la brida y calmó al animal acariciándolo y susurrándole palabras amables. Júpiter lo empujó cariñosamente, y Lancelot esbozó una de sus raras, lastimeras sonrisas.

    De repente resonó un grito ahogado un poco más adelante, en la arboleda, y Lancelot, súbitamente inmóvil, alzó la vista. Podía ser el trino de un pájaro sobresaltado por el avance del cortejo, pero él no lo creyó así. Aun cuando había pasado toda la mañana en el bosque, era la primera vez que oía aquella voz.

    En aquel momento, Lancelot decidió firmemente que seguiría a la tropa. Los bosques eran un refugio de lobos, con frecuencia de la variedad «bípeda». Montó y aflojó la espada en su vaina, pero en lugar de enfilar la senda dirigió a Júpiter hacia la umbría y verde floresta que se extendía ante sus ojos.

    Los árboles cerraron filas alrededor de él, y sólo quedó una pequeña huella en la hierba adyacente a la charca como señal de que alguien había pasado por allí recientemente.


    Ginebra estaba tan sumida en sus pensamientos que no reparó en el atractivo joven que había junto al agua, ni siquiera en la charca misma. La débil luz del bosque y la monotonía de un paisaje exclusivamente de árboles la habían inducido a recluirse en sí misma. Iba a encontrarse y a contraer matrimonio con Arturo de Camelot. Pronto sería una esposa y una reina a quien le lloverían nuevas responsabilidades y cargas. Se sentía a la vez remisa e ilusionada, una contradicción difícil de soportar.

    Deseaba ardientemente casarse con Arturo. También él asumiría nuevas obligaciones, entre las que la amenazada Leonesse no sería la de menor importancia. Miró sin ver por la ventana del carruaje, con expresión pensativa. El trayecto parecía eterno, y su esbelta figura albergaba demasiada vitalidad para sentirse cómoda enclaustrada en aquel coche. Su deseo había sido cabalgar junto a los hombres, pero sir Kay y sir Agravaine dijeron que era muy arriesgado dado el estado de ánimo del príncipe Malagant. Sir Tor, un defensor acérrimo de los convencionalismos, había opinado que no era propio de una novia de su categoría mezclarse con las tropas como si fuera un hombre. Aunque a Ginebra le importó muy poco la declaración de Tor, había tomado nota de la inquietud de Kay y decidió viajar en el carruaje acompañada de sus doncellas, Elise y Petronella.

    Delante del cortejo se oyó una inesperada llamada de alarma. Ginebra salió con un respingo de su ensoñación y sacó la cabeza por la ventanilla para ver el origen del hipotético peligro.

    —¿Qué sucede, sir Kay? -preguntó.

    El más veterano de los caballeros de Camelot había desenvainado la espada. Su caballo corcoveaba y trazaba círculos, con los ojos prácticamente en blanco. Manaba espuma de su boca abierta. A unos metros del grupo, el camino estaba obstruido por un gigantesco roble caído. No era una contingencia del ciclo natural del bosque, sino que lo habían derribado adrede para bloquear el paso.

    —Podría tratarse de una emboscada, milady -dijo Kay en palabras atropelladas y ansiosas-. ¡Meted la cabeza, no os mováis! -Acto seguido se volvió hacia los caballeros y la guardia real-. ¡Proteged el carruaje, mantened la mirada fija en los árboles!

    Caballeros y guardias formaron un cordón defensivo en torno a los dos vehículos, apostados de frente a la columnata de troncos de haya que crecían en las inmediaciones. Los cocheros desenfundaron sus armas con expresión sombría. Los caballos, asustados, corcoveaban y piafaban, y los hombres se afanaban por controlarlos.

    Dentro del carruaje, Elise se llevó una mano a la boca y empezó a lloriquear presa del pánico.

    —¡Ay, señora! ¿Qué va a ser de nosotras? ¡Estoy muy asustada!
    —Silencio -ordenó Ginebra con brusquedad-. ¡No seas tonta!

    Tenía poca confianza en que Elise obedeciera. Aunque Ginebra profesaba un gran cariño a sus doncellas, eran dos espíritus tiernos y frágiles, carentes del acero que ardía en su propio temperamento.

    —¡Atención a los árboles! -exclamó Kay, extendiendo un índice imperioso.

    Unos hombres vestidos con oscuros ropajes corrían entre los troncos, que usaban como parapetos para acercarse a las tropas de Ginebra.

    Los defensores aprestaron las armas. Los soldados se lamieron los labios, se persignaron, escupieron. Un hombre se adelantó unos centímetros.

    —¡Vuelve a la línea, soldado! -lo reprendió sir Agravaine.
    —Sí, señor. -El hombre se sonrojó y retrocedió.
    —Aquí vienen. ¡Aguantad firmes, no permitáis que pasen!

    Los asaltantes, una veintena en total, irrumpieron en la senda, chillando y aullando para espantar a los caballos y rasgando el aire con sus mortíferas espadas. Su austero uniforme negro creó un agudo contraste con las rutilantes vestiduras de los caballeros cuando ambos bandos chocaron intercambiando los primeros lances.

    Esta vez, los salteadores no se enfrentaban a unos amedrentados campesinos, sino a soldados profesionales. Aunque no llevaban todo el aparato bélico, poseían sus armas personales y los caballos estaban adiestrados para la guerra. Más de un atacante fue abatido por la agresiva coz de un casco.

    —¡Mantened la línea! -rugió Kay a sus hombres al ver que las defensas se resquebrajaban en un punto-. ¡Cerrad filas!

    En aquel preciso instante Ginebra se asomó por la ventanilla y un enemigo vio en ella una diana perfecta. Apuntó con su ballesta y disparó. Pero cuando apretaba el gatillo fue derribado por sir Agravaine, y el proyectil se incrustó en el marco de la ventana del carruaje en vez de traspasar el corazón de la dama.

    —¡Bajad esa cabeza! -la increpó Agravaine, antes de girar en redondo para atajar un asalto por la derecha.

    En el coche, las doncellas gritaron y se encogieron de miedo, tapándose los oídos con las manos. Ginebra permaneció en su asiento. Su corazón latía acelerado, y la flecha que se había clavado tan cerca de ella le había dado un buen susto, pero quería saber qué ocurría y no tenía intención de acurrucarse junto a sus sirvientas ni acatar la orden del caballero.

    El cordón defensivo resistía, y era evidente que los atacantes llevaban la peor parte del castigo. Ginebra contempló el fulgor de las espadas ensangrentadas, el ímpetu de las lanzas y el brillo de las pelambres de los caballos oscurecidas por el sudor. Capturaron su mirada las prendas negruzcas, las ballestas cortas y los espadines del enemigo, y supo sin margen de duda que aquellos bandidos eran los mismos que habían devastado sus pueblos fronterizos. Ahora debían recibir su merecido.

    No pasó mucho tiempo antes de que los asaltantes decidieran que ya habían sufrido suficientes bajas y que su objetivo no era tan accesible como habían previsto, y empezaron a ponerse a cubierto en la arboleda. Agravaine, sin embargo, no se conformó con dejarles escapar impunemente. Su sangre guerrera fluía y bullía, mientras que el brazo en que sujetaba la espada apenas se había calentado. Desoyendo sus propias advertencias a los hombres, rompió la línea.

    —¡Seguidme! -ordenó-. ¡Acabemos con esa escoria!

    Espoleó al caballo y partió en una caza vindicativa de sus agresores. La mitad de los caballeros siguieron su ejemplo, acosándolos en el bosque, acuchillando y hostigando.

    El menguado cordón defensivo se cerró en torno a los dos carruajes. Ginebra sacudió la cabeza. «¡Fanáticos imbéciles!», pensó, furiosa.

    Al otro lado del camino, oculto entre los árboles, Ralf, el capitán de Malagant, se volvió en su silla hacia los veinte hombres montados que esperaban, y al tiempo que daba una señal con su mano enguantada, exclamó:

    —¡Adelante!

    Los nuevos atacantes corrieron hacia los carruajes y se arrojaron sobre el retén de la escolta de Ginebra. El combate se hizo de pronto arduo y furibundo. Un hombre descolgó el cuerno que llevaba a la cintura con la intención de prevenir a sus compañeros, pero una saeta le atravesó el pecho antes de que pudiera llevarse la boquilla a los labios. El estruendo de las armas, cercano, agobiante, desesperado, invadió los carruajes. Las doncellas de Ginebra rezaron, implorando a Dios que las salvase, pero ella pensó que el Señor siempre había preferido ayudar a quienes se ayudaban a sí mismos.

    Dos agresores saltaron de sus cabalgaduras a los caballos que tiraban del vehículo de Ginebra. Ésta dio la voz de alerta, pero nadie la oyó; y aunque lo hubieran hecho, no habrían podido acudir en su auxilio, ya que estaban fustigándolos muy duramente. El cochero había muerto, abatido por un ballestero de Malagant. Los dos individuos tiraron violentamente de las bridas y azuzaron a los caballos hasta apartarlos del camino para subir por una cuesta y adentrarse en el bosque, donde les hicieron emprender una desenfrenada carrera por un sendero de ciervos que tenía apenas la anchura justa para admitir el carruaje. Las ramas arañaban el tejado y los laterales. En un par de ocasiones el coche tropezó literalmente con un tronco caído, y las mujeres que iban dentro dieron más botes que unos guisantes salteados en una sartén.

    Elise chillaba y berreaba, histérica de miedo. Petronella estaba rígida, con los ojos desorbitados y expresión de pánico. Ginebra compartía su terror, pero esa emoción no la paralizaba sino todo lo contrario. Sabía que no tendrían ninguna conmiseración con ellas y que sólo huyendo podrían sobrevivir.

    Se irguió con tremendo esfuerzo e, infundiéndose valor, asomó la cabeza por la ventanilla para otear el panorama. Tuvo que agacharla de inmediato, o la rama de un árbol se la habría cercenado. Pero había visto lo bastante para comprobar que un poco más adelante había un claro entre los árboles. Era una posibilidad remota, pero la única que se les ofrecía, así que la apresó al vuelo y abrió la portezuela del carruaje.

    Los chillidos de Elise arreciaron cuando el armazón de la puerta se enredó en el ramaje de una inmensa haya, fue arrancado de sus goznes y quedó tirado en el camino, libre ya de los demenciales vaivenes del carruaje. Ginebra cogió por el brazo a la doncella, que no paraba de llorar y protestar, y la arrastró hasta la abertura.

    —Cuando caigas rueda sobre ti misma -la instruyó-. Y corre lo más rápido que puedas. ¡Venga, Elise, haz lo que te digo!

    La joven criada no tuvo alternativa, porque Ginebra, pese a su delgadez, era muy fuerte. Un empujón en el centro de la espalda bastó para arrojar a la doncella fuera del coche. Al saltar lanzó un alarido, pero cuando aterrizó se las ingenió para rodar tal como le habían indicado, y después se irguió y logró escabullirse. Ginebra se volvió y agarró a Petronella.

    —Ponte a salvo -le ordenó-. Es a mí a quien quieren, a la prometida de Arturo.
    —No, señora. ¡Jamás podría hacer eso! -exclamó Petronella entre sollozos, sacudiendo la cabeza e intentando retroceder-. Permaneceré a vuestro lado.
    —¿Crees que voy a quedarme aquí y dejar que me maten?

    Las últimas palabras de Ginebra fueron ahogadas por el crujido de una plancha de madera al partirse y astillarse, a la vez que un salteador encaramado al tejado del carruaje hendía la cubierta con un hacha asesina. Petronella soltó un alarido, tan aterrada que los ojos casi se le salieron de las órbitas. Ginebra vio que se abría otro pequeño claro en el bosque y, sabiendo que no había tiempo que perder, arrojó a la doncella al camino y se dispuso a seguirla. Pero su acción fue tardía. Los árboles la derrotaron, apiñándose una vez más y formando una verdadera empalizada. Ginebra comprendió que si saltaba quedaría aplastada contra algún tronco y se fracturaría todos los huesos del cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás y se sujetó al hueco de la portezuela, atenta a la ocasión. El bandido del hacha no esperaba la suya, sino que la propiciaba activamente.

    Un pánico propio de una presa acosada se apoderó de Ginebra al mirar hacia arriba y ver que por el dentado agujero del techo se colaba una enorme bota, y luego otra. El corazón le dio un tremendo vuelco, y se aferró con tal fuerza a la pared del vehículo que los nudillos se le volvieron blancos. No había indicios de una brecha en la arboleda, ni siquiera un mínimo resquicio que le permitiese tentar su suerte. En todo caso, la empalizada parecía hacerse cada vez más tupida, convirtiéndose en un muro compacto con la velocidad del carruaje.

    El cuerpo del asaltante ya estaba descendiendo. Ginebra hizo acopio de valor, recitó una oración en silencio y se lanzó sobre el saliente de la ventanilla. Sus dedos se asieron con el tesón de su voluntad. Echó una mirada al suelo, que se movía tan deprisa bajo los aros trituradores de las ruedas que casi parecía un río. Si caía, también ella sería triturada. Dio un respingo cuando el hombre que había destrozado el techo aterrizó en el interior del carruaje. Oyó sus juramentos y el eco de sus pisadas. Al cabo de un segundo la vería y, si llevaba una ballesta, tenía la absoluta certeza de que le partiría el pecho con una flecha.

    Sin detenerse a pensar, porque de hacerlo no habría tenido arrestos para desprender una mano de la repisa, Ginebra extendió un brazo hacia él, lo cogió por el hombro y le hizo perder el equilibrio. Él se tambaleó un momento y por fin, con un alarido, se esfumó. La joven oyó el sonido nauseabundo de su cuerpo al estrellarse contra un tronco, y se dijo que, a menos que Dios la ayudase, así acabaría ella.

    Se tomó unos breves instantes para recuperar el equilibrio y volvió a mirar en busca de la esquiva oquedad entre los árboles que le permitiese saltar y refugiarse en el denso bosque. Apareció una, un atisbo borroso y efímero. Ginebra se mordió el labio y se arrojó fuera del coche. El aterrizaje fue suave, pues la hierba estaba húmeda y mullida, y en cuestión de segundos, con sólo cuatro arañazos superficiales, pudo ponerse de pie y quitarse el polvo de la ropa. Tenía unas manchas verdosas en el traje, el pelo desgreñado y las manos doloridas a causa de la fuerza con que se había aferrado a la pared del carruaje. Le temblaba el cuerpo y notaba la boca reseca; pero estaba ilesa, y sus ojos castaños fulguraban de ira.

    Oyó ruido de cascos y un griterío, y entre los árboles vio que tres enemigos galopaban hacia ella. Se dio a la fuga como una cierva en una cacería. Corría veloz y bien -los partidos de balón-hoyo habían perfeccionado esa facultad-, y era mucho más ágil y atlética que otras damas de su abolengo, pero aun así no estaba en condiciones de escapar a sus perseguidores, que iban montados y gozaban de una mejor perspectiva del terreno.

    Si no podía ganarles con las piernas, los engañaría con la astucia. Se agazapó entre dos árboles y, a gatas, trató de ocultarse entre unos arbustos. Jadeando, esforzándose en normalizar la respiración, se estiró más quieta que un cervato y rezó como no lo había hecho en su vida.

    Los jinetes pasaron por delante mismo de su escondrijo. Notó en el suelo la vibración de los cascos de los caballos. Sintió un aguijonazo en la espalda, e imaginó el zumbar repentino de una flecha de ballesta al entrar en su cuerpo. Levantó la cabeza y espió a través de las ramas, aterrorizada pero consciente de que era mejor ver y saber que morir sin ver. Los jinetes habían vuelto atrás, y exploraban el terreno como una manada de lobos que siguiera el rastro de su presa. Ginebra se tendió de nuevo, ovillándose todo lo que pudo. Sabía sin lugar a dudas que antes o después la encontrarían.

    —Se la ha tragado la tierra -protestó uno de los jinetes.
    —No puede haber ido muy lejos -refunfuñó otro, y desmontó-. Vamos, ahuyentemos a la zorra de los matorrales.

    Dos de los hombres se apearon y empezaron a batir el sotobosque, cortando y desbrozando con las espadas. Sujetas a sus cintos se perfilaban las ballestas, completamente a mano. El tercer hombre permaneció sobre su caballo y, envainando el acero, empuñó la ballesta y la cargó con una nueva saeta.

    Ginebra oyó el sonido de la flecha al encajar en el arma y supo que era su única destinataria. Si moría, no quedaría un heredero legítimo en Leonesse, y el príncipe Malagant haría realidad sus ambiciones. Los hombres caminaban directamente hacia ella. Un momento más tarde la expulsarían de su guarida y todo habría terminado.

    Antes de que la alcanzaran, Ginebra se incorporó y huyó de su refugio. El terror puso alas en sus pies, pero oía a sus espaldas las pesadas zancadas de los hombres y sus gritos feroces mientras corrían tras ella. No era sino la avidez de sangre de unos depredadores que olfateaban una matanza inminente. El hombre montado continuó en su sitio, afinando la puntería en actitud impertérrita.

    En el momento en que apretaba el gatillo para librar la flecha que le arrebataría la vida, Ginebra fue cogida brutalmente por el talle y arrastrada sin miramientos al suelo. La flecha pasó zumbando sobre su cabeza y se clavó en el tronco de un árbol, despedazando la madera en lugar de su carne.

    El rostro de su asaltante estaba pegado al suyo, y tenían las extremidades entrelazadas como si fuesen amantes. El hombre poseía unos rasgos bien cincelados, la tez lisa y los ojos de un color miel oscuro, ribeteados por unas espesas pestañas negras.

    —No os mováis -le susurró con tono urgente.

    Ginebra, que había querido gritar y forcejear, desistió, pero se mantuvo rígidamente en sus brazos, dispuesta a la lucha. Oyeron avanzar a los cazadores entre la maleza, como si fuesen una pareja de jabalíes. El hombre acercó el dedo hasta sus labios a modo de advertencia, y a continuación la soltó, se puso de pie y salió al paso de los soldados ya próximos, con la espada desenvainada. Ellos se pararon abruptamente y lo miraron atónitos.

    —¿Quién eres? -preguntó uno.
    —¿Y qué más da? -dijo el otro con voz socarrona al tiempo que levantaba su ballesta dispuesto a disparar.

    La espada de Lancelot relampagueó, y la ballesta fue arrancada de la mano del soldado para dibujar un arco en el aire e ir a posarse entre los arbustos donde aguardaba Ginebra. La cara del asaltante se tiñó de rojo.

    —¡Date por muerto! -bramó enfurecido, e hizo un signo de cabeza a su compañero.

    Atacaron los dos a la vez. Lancelot detuvo una espada en mitad de su trayectoria con un quite explosivo y asestó un soberbio puñetazo en el rostro del maleante. En el mismo movimiento, agarró el brazo en descenso del segundo hombre y envió su espada por los aires. El primer soldado, todavía aturdido por el golpe, intentó herir a Lancelot y falló. Mientras combatían, su amigo desenfundó la daga del cinto y arremetió contra Lancelot. Éste sintió la energía impulsora en el brazo de su rival un momento antes de que la vertiese en la estocada. Se volvió para afrontar la daga, entrecruzando su propia muñeca. El atacante se estremeció, y sus ojos se dilataron antes de fijarse en la nada. Lancelot dio un sesgo y un tirón, y notó sobre sus dedos la húmeda calidez de la sangre al tiempo que su víctima caía junto a la hoja acerada, ensangrentando el brillante filo. Con el rostro encendido, Lancelot se volvió hacia el superviviente, que huyó para salvar la vida.

    El fuego de la batalla murió en los ojos de Lancelot, pero las ascuas perduraron. Se alzó como una piedra, ahora tranquilo, al acecho.

    Ginebra, a quien aquella desenfadada implacabilidad en la batalla la había asustado a la vez que maravillado, surgió de su escondite entre los arbustos, conteniendo el aliento para hablar. Sin mirar en su dirección, Lancelot levantó la mano indicándole que permaneciese en silencio.

    —¿Qué pasa ahora? -musitó ella.

    Él hizo un gesto con la cabeza y observó en derredor.

    —Había tres individuos -murmuró-. Sólo he despachado a dos. ¿Dónde está el que iba a caballo?
    —No lo sé, no he reparado en... -La voz de Ginebra se atascó en su garganta, prisionera de una mano que le atenazó la tráquea. Miró fijamente a Lancelot con una expresión de puro terror.
    —No oses respirar -le susurró al oído su agresor.

    Sintió la contundencia de aquel cuerpo arrimado al de ella, olió su aliento rancio, y vio delante mismo el brazo que tenía estirado con la ballesta apuntando directamente a su salvador. Ginebra intentó tragar saliva y palpó furtivamente el guardamonte de la ballesta que había escondido entre los pliegues de su falda. ¡Ojalá tuviese ocasión de usarla antes de que fuera demasiado tarde!

    —¡Tú, arroja la espada! -apremió el malhechor a Lancelot.

    Con una expresión de indómito desprecio, Lancelot miró la muerte a los ojos. Pero esa mirada pronto se desvaneció. Se encogió de hombros, sonrió impávidamente y dejó que el acero se deslizara entre sus dedos con tanta despreocupación como un hombre derrochador echaría dinero por un desagüe.

    —De acuerdo -dijo con voz sosegada-, pero ¿podré quedarme con ella cuando hayas terminado?

    Ginebra lo observó sin saber cómo debía tomar sus palabras. ¿Estaba interpretando, o sólo la había rescatado para su provecho? Su rostro no reflejaba otro interés.

    —¿Ibas detrás de esta mujer? -preguntó receloso el bandido.
    —Por supuesto -respondió Lancelot, y miró a Ginebra con expresión de deseo. Ella le devolvió una mirada pétrea, pero su sangre se enardeció ante aquella exploración que era más íntima que el mismo tacto-. ¿Has visto algo más bonito en toda tu vida? -preguntó Lancelot con malicia.

    Los ojos del agresor se volvieron hacia Ginebra, pero sin obligarla a girarse no podía verle la cara.

    —No es asunto mío -farfulló.
    —¡No me digas que no la deseas! -exclamó burlonamente Lancelot-. Tiene la piel tersa, los labios dulces. -Su voz modulaba las palabras y las convertía en caricias-. Y sus carnes son jóvenes, prietas... además de estar limpias.

    Ginebra sintió que la ira se apoderaba de ella. Su agresor tragó saliva espasmódicamente y la apretó aún más contra su cuerpo. Ella podía sentir la humedad del sudor en la mano que la aferraba.

    —Tengo órdenes -gruñó el hombre.
    —¿Y qué? -replicó Lancelot al tiempo que extendía los brazos-. ¿Quién va a enterarse? No se necesita mucho tiempo. -Hizo un gesto lascivo.

    El salteador miró en torno para detectar la presencia de algún camarada. No había nadie, y el bosque estaba silencioso.

    Lancelot se frotó la barbilla adoptando una pose meditabunda.

    —¿Sabes qué podemos hacer? Yo la sujetaré mientras tú trabajas, y luego lo hacemos a la inversa. Nadie se enterará jamás, te lo prometo.

    Continuó observando a Ginebra con ojos lujuriosos, pero en el modo en que recorría su cuerpo con la mirada había algo más que lujuria. Ginebra lo vio detenerse en los pliegues abultados de su falda. De manera casi imperceptible, Lancelot asintió con la cabeza.

    —No quiero complicaciones -dijo el hombre de Malagant, todavía dubitativo, pero su respiración era rápida e irregular, y sus ojos centelleaban.
    —¡Ja! No es ella quien va a causártelas. Mírala bien, ¡si la tienes a punto de caramelo! -exclamó groseramente Lancelot-. Estas mujeres linajudas lo único que buscan es un hombre de verdad. -Una vez más, ojeó los muslos de Ginebra. Ella manipuló la ballesta, preparándose.

    El salteador reparó en sus movimientos.

    —¿Qué está haciendo? -preguntó muy agitado.

    Con una sonrisa obscena, Lancelot se aproximó y abrió lentamente el vestido de Ginebra por el escote, dejando vagar los dedos sobre su piel cada vez que desabrochaba un botón.

    —Obsérvalo por ti mismo -dijo con tono insinuante-. Ponla frente a ti, mírala a los ojos y lee en ellos lo que tiene que ofrecerte.

    El soldado jadeaba ya de manera audible. Aflojó la presa sólo lo justo para que Ginebra pudiera volverse. La contempló, y la lascivia nubló sus ojos al ver su tez aterciopelada, la pureza de sus rasgos, el cuerpo grácil y elástico. Se recreó en los botones sueltos y fijo la vista en sus pechos.

    —Guapa, muy guapa -dijo en un murmullo congestionado-. ¿Qué tienes para mí? -Relamiéndose, se inclinó para probar sus labios. Entonces se oyó el ruido amortiguado de un disparo y el hombre dio un paso atrás, con el asombro reflejado en el rostro, antes de adoptar la vacua expresión de la muerte y derrumbarse a los pies de su víctima. Ginebra se quedó como si hubiera echado raíces. Tenía la ballesta aún sujeta entre los muslos y apuntando hacia arriba. Contempló el cadáver de su agresor sin acabar de creer lo que había hecho, incapaz de asimilar que todo aquello estuviese ocurriendo.
    —Lo he matado -masculló, más que nada para sí misma.
    —Habéis hecho lo que debíais -dijo Lancelot con un leve asentimiento-. Ese sujeto iba a aprovecharse de vos y luego eliminaros. El mundo se divide en cazadores y presas. Hay que optar por ser uno u otro. -Las miradas impúdicas se habían difuminado. Lancelot se volvió y silbó quedamente.

    Un hermoso caballo negro se acercó trotando entre los árboles y se paró al lado de su amo, con un relincho atronador a modo de saludo. Lancelot se agarró a la perilla y montó de un ágil impulso. Alerta a la visión de algún maleante aislado o de unas tropas de refuerzo conducidas por el que había huido, tendió su mano a la bellísima dama cuya vida había salvado.

    —Vámonos -dijo.

    Ginebra lo escudriñó, cavilando si podía confiar en él. Lo envolvía una aureola de peligro, y no se parecía a ninguno de los hombres que había conocido con anterioridad. Lo comparó mentalmente con un halcón, o con una pantera enjaulada que había visto una vez en una feria ambulante de paso por Leonesse, con los ojos prisioneros y hambrientos. Se mordió el labio inferior, venció los escrúpulos y enlazó su mano a la de él. Notó su contacto firme y tibio cuando la elevó hasta la silla, la sentó a su espalda, se aseguró de que estaba bien afianzada y puso su caballo a medio galope.

    Al cabo de un rato, Lancelot aminoró la marcha a un paso corto y continuó internándose en el bosque. Sin otra compañía que los pájaros cantores, podrían haber sido dos amantes en una excursión campestre, dispuestos a vivir una jornada placentera.

    —No conozco vuestro nombre -le dijo Ginebra para romper el silencio.

    Tenía los brazos alrededor de su talle para cabalgar segura en la grupa del corcel, y ella, que nunca hasta ese momento había estado tan cerca de un hombre, fue repentinamente consciente de su fuerza nervuda, de la virilidad que latía debajo de sus palmas. Se sintió turbada por las gratas sensaciones que despertaba en su ser aquella proximidad.

    —¿Mi nombre?

    Por un momento Ginebra creyó que no iba a contestarle, pero al fin dijo: «Me llamo Lancelot», y no ofreció mayor información, así que siguieron cabalgando en silencio mientras ella aguardaba frases que no llegaron a pronunciarse. Pensó que, quienquiera que fuese, no quería explicarle nada de sí mismo excepto el nombre.

    —¿Por qué habéis arriesgado la vida por mí?
    —No lo he hecho -replicó él.
    —Podrían haberos matado -lo contradijo Ginebra.
    —No es tan fácil acabar conmigo. -Lancelot inspeccionó los árboles circundantes buscando indicios de peligro, y ella intuyó que aquel hombre era indiferente, si no un poco hostil, a sus sondeos.
    —¿Sabéis quién soy? -preguntó.
    —¿Quién sois? -La voz de Lancelot denotaba un cierto hastío, como si le estuviera siguiendo la corriente a una niña pesada. Aquella actitud incitó a Ginebra a mostrarse más presuntuosa de lo que era espontáneamente.
    —Soy Ginebra, señora de Leonesse.

    Él no despegó los labios, sino que continuó escrutando los árboles. El genio de Ginebra empezó a sublevarse ante aquel comportamiento. No estaba acostumbrada a recibir un trato tan descortés.

    —¿Y bien?
    —¿Y bien, qué?
    —¿No os complace saber que habéis salvado la vida de una dama?

    Lancelot se encogió de hombros.

    —Me sentiría igual de complacido si fueseis una lechera.
    —Una lechera no podría recompensaros como yo -dijo Ginebra adelantando la barbilla.

    Lancelot tiró de las riendas y se volvió en la silla para mirarla a la cara. Sus ojos se sumergieron en los de ella y luego se posaron un instante en el escote, allí donde el vestido aún seguía desabrochado.

    —Si fuese tan guapa como vos -dijo con voz susurrante- podría darme la recompensa que ansío.

    Ginebra dejó escapar una exclamación ahogada y lo abofeteó en el rostro.

    —Pero ¿qué os he hecho yo? -preguntó Lancelot como si lo ignorase.
    —¡Me habéis insultado!

    Demasiado tarde, Ginebra percibió las oscuras llamas de sus ojos cuando se inclinó sobre ella. Ya no vio nada desde el instante en que sus labios cubrieron los suyos y se sumió en su aroma, en el sabor a bosque y piel de caballo, en el efluvio del reciente sudor de la batalla y del hombre mismo. Una chispa prendió y se extendió por sus venas, pero se extinguió de inmediato al rechazar el beso y apartarse.

    —Ahora os he insultado -dijo Lancelot.

    Ginebra estaba furiosa con él y horrorizada ante su propia conducta al permitir que se propasara hasta ese punto. Sabía que no era aquél el modo de manejar la situación, pero parecía escapársele de las manos a la velocidad de un caballo encabritado. Rezumando cólera, desmontó y le hizo frente desde una distancia prudencial.

    —¡Qué osadía! -exclamó-. ¿Cómo os atrevéis a tratarme así?
    —No sois una lechera -repuso él con sarcasmo-. Si lo fuerais, la cosa habría sido muy distinta.

    Ginebra le dio la espalda y se alejó por el sendero a paso veloz. Lancelot hundió suavemente los talones en los flancos del corcel y adaptó su avance al de la dama. No dijo una palabra. Ella era intensamente sensible a su presencia, y estaba muy alterada. Aún podía sentir el sabor de sus labios.

    —Toda la culpa es mía -afirmó airadamente-. Es obvio que vuestra educación no da más de sí, y hoy me habéis prestado un gran servicio. Mi corazón sabrá olvidar este incidente.

    Lancelot enarcó las cejas al oír aquel comentario, y arrugó los labios reflexivamente. Si lo que ella pretendía era desanimarlo, había elegido la táctica equivocada. La consideraba valiente, bella y orgullosa, un desafío al que era imposible sustraerse, puesto que las mujeres rara vez se le resistían. En su corazón buscaba algo más que la desafortunada caridad del olvido.

    Ginebra se detuvo en un cruce de caminos y miró hacia ambos lados, con una mueca de indecisión en el rostro.

    —¿Qué camino hay que tomar?

    Lancelot alzó la vista al cielo, más allá del verde dosel del bosque.

    —Yo me inclino por el de la izquierda. De todas formas, es la primera vez que piso estos bosques.
    —Entonces ¿por qué elegís la izquierda y no la derecha?

    Lancelot señaló hacia las alturas.

    —¿Veis las aves carroñeras? Se alimentan de los animales que atropellan las carretas a su paso, sapos y puercoespines entre otros. Los cuervos siguen los caminos como las gaviotas las estelas de los buques. -No añadió que también eran los pájaros de la guerra, que se abatían sobre los cadáveres para devorarlos-. Ya no estamos lejos.

    Ginebra observó las ominosas aves y un escalofrío recorrió su espina dorsal.

    —Vayamos pues a la izquierda -dijo, y reanudó la marcha.

    Lancelot desmontó y se situó detrás de ella, con Júpiter caminando a su espalda.

    —Hablemos de esa recompensa vuestra -propuso tenazmente. Ginebra apretó los dientes y aceleró el paso.
    —Mis hombres os pagarán en cuanto encontremos a la escolta.
    —No quiero dinero.

    Ella se volvió con una mirada de exasperación.

    —¿Es que no os rendís jamás? Debéis saber que me dirijo al país de mi prometido para contraer matrimonio.
    —Si vais a contraer matrimonio significa que aún no estáis casada -argumentó Lancelot con tono razonador-. Y si no estáis casada, sois una mujer libre. -Su interés se acrecentó al ver las emociones esbozadas en el rostro de Ginebra. Aquel beso la había afectado, por mucho que ahora fingiera menospreciarlo. Su resolución se hizo más firme.
    —He empeñado mi palabra -declaró ella con aire digno.
    —Tampoco quiero palabras. Os quiero a vos.

    Ginebra lo miró fijamente con los ojos encendidos de ira.

    —A mí no se me tiene sólo por quererme, señor.

    Lancelot sonrió, y en sus ojos brilló también la luz del desafío.

    —¿Por qué no? Si yo os deseo y vos me deseáis... -Dejó morir la frase sugestivamente. Ginebra enderezó la espalda y sacudió la cabeza.
    —Tal vez vuestra pueril petulancia impresione a las criadas y a las lecheras -replicó con aspereza-, pero de nada os servirá conmigo, como no sea para convencerme de que sois un necio vanidoso.

    Lancelot continuó sonriendo. Aquello era como jugar a los duelos por dinero en las plazas de mercado, salvo en que esta vez había encontrado a una rival digna de él.

    —Yo sé cuándo gusto a una mujer -atacó-. Lo veo en sus ojos.
    —No en los míos -replicó Ginebra con desdén.
    —Miradme a la cara y decídmelo -la retó ahora Lancelot: ojo con ojo, acero con acero.

    Ella siguió andando como si no lo hubiese oído, con la cabeza ligeramente inclinada, casi en la pose de una monja.

    —Confesad que tenéis miedo -la espoleó Lancelot. Se acercaba el momento, ese lance fatal que en todo combate entrañaba la victoria o la derrota.
    —Sólo tiene miedo quien oculta algo -dijo Ginebra sin levantar la cabeza.
    —En ese caso, miradme -la conminó Lancelot.

    Perseguida hasta el punto de quedar acorralada, Ginebra hizo un alto, se volvió y afrontó la mirada rapaz de su oponente. Lancelot contempló sus ojos. Contenían todo el colorido del bosque en el estío -verde, oro y pardo-, y podría haberse extraviado en ellos durante semanas. Como si intentara protegerse, ella entrecerró los párpados. La sombra de sus pestañas surcó las mejillas, y Lancelot pensó que en su largo peregrinar no había topado con una mujer tan hermosa ni con un desafío semejante.

    Se inclinó y la besó de nuevo. El esbelto cuerpo de Ginebra permaneció estático, y sus labios, fríos y pasivos, no reaccionaron al contacto de los de Lancelot. Él, que había confiado en desarmarla y reclamar su premio, quedó defraudado. Retrocedió un paso y vio que sus ojos volvían a estudiarlo y que su mirada era firme. Fueran cuales fueren sus emociones, había logrado dominarlas, y ahora podía mirarlo cara a cara sin más síntomas delatores que una mínima intensificación del rubor en sus mejillas.

    —Si albergáis una pizca de honorabilidad -dijo ella con tono altivo-, prometedme que jamás volveréis a hacerlo.

    Lancelot simuló no oírla. Hasta ese momento no había ganado mucho terreno, así que tal vez era el momento de cambiar de estrategia.

    —No sé nada de honor -dijo-, pero os prometo, milady, que no os besaré nunca más hasta que vos me lo pidáis.
    —¡Eso es algo que no ocurrirá jamás!

    Lancelot pasó las riendas entre sus dedos.

    —¿Cuándo os casáis?
    —El último día del verano.

    Él asintió, se volvió hacia Júpiter y acarició su hocico para a continuación subir a su lomo con movimiento experto.

    —Entonces, antes de que termine el verano me rogaréis que os bese de nuevo -vaticinó, y empezó a alejarse.

    La conducta distante de Ginebra se disolvió con el furor de la indignación.

    —Me agraviáis y luego me abandonáis. Decididamente, teníais razón al decir que no sabéis nada de honor.

    Lancelot señaló bruscamente un claro entre los árboles.

    —Ahí delante está el camino, milady. Y presumo que ésa es vuestra bravía escolta, que pese a toda su carga de «honor» ha sido incapaz de salvaros la vida.

    Ginebra siguió la dirección de su índice y vio a los caballeros de su séquito buscándola frenéticamente. Petronella y Elise cabalgaban entre ellos. De vez en cuando, gritaban su nombre con voces chillonas y angustiadas.

    —¡Gracias a Dios! -exclamó Ginebra y, recogiéndose las faldas, echó a correr hacia ellos.

    Lancelot la vio partir y sintió una molesta punzada en la boca de estómago. Permaneció inmóvil e hizo un esfuerzo sobrehumano para no azuzar a Júpiter y correr en su busca. Sus puños estrujaron las riendas, y entrecerró los ojos como si intentara conjurar un dolor.

    De repente, Ginebra se detuvo para mirarlo por última vez. Lancelot vio la confusión marcada en su rostro y comprendió que, a fin de cuentas, había conseguido socavar sus defensas. En aquel instante, dos caballeros del cortejo distinguieron a su señora y acudieron a toda prisa a su lado, lanzando gritos de alegría.

    —Antes de que termine el verano -repitió Lancelot, y se tocó la frente con el índice en una parodia de salutación.

    El color subió a las mejillas de Ginebra. Apartó la mirada y corrió a ponerse bajo el amparo de la escolta.


    5


    El sol se ocultaba en ondeantes banderas de oro y naranja cuando la escolta y el reparado carruaje de Ginebra llegaron a la frontera de Leonesse y Camelot. Habían pasado dos noches desde el ataque en el bosque, y Ginebra había logrado restablecer gran parte de su equilibrio. Tenía la vida y la libertad, y Malagant había fracasado. La dama no le había hablado a nadie sobre el responsable de aquel fracaso. Ya perturbaba bastante sus pensamientos como para reavivar su figura con palabras. Le había salvado la vida y la había escoltado hasta ponerla en manos seguras. La había insultado y ofendido; la había tratado como a una moza de cocina. El recuerdo de su presencia física la trastornaba. Ginebra cambió aguadamente de postura y se asomó por la ventanilla del carruaje, fijando la mirada en el paisaje. Nunca más pensaría en Lancelot el Errante.

    El camino discurría ahora junto a un río sinuoso cuyas aguas el crepúsculo teñía hasta convertirlo en una cinta de bronce pulido. En la orilla opuesta Ginebra divisó una sucesión de puntos de luz que se movían como luciérnagas gigantescas. Aguzó la vista y los resplandores se definieron en sendas filas de antorchas llameantes transportadas por dos columnas de hombres a caballo. Ginebra se olvidó por completo de Lancelot y sacó la cabeza por la ventanilla para contemplar el espectáculo; los ojos le brillaban con los reflejos del ocaso y las llamas de las antorchas. Las columnas de jinetes iluminaban una larga procesión que avanzaba por el camino hacia un ancho puente de madera, la puerta de Camelot. Al acercarse, Ginebra advirtió que la comitiva se componía de guardias reales, seguidos de caballeros ataviados con una regia armadura cubierta con la librea azul y plata de una noche estrellada.

    En el carruaje, a su lado, su anciano consejero Oswald dormitaba. El viaje había sido largo y arduo para un hombre de sus años, aunque se despabiló al instante cuando Ginebra se volvió hacia él y posó la mano en sus nudillos arrugados, resbaladizos.

    —Tu nuevo país te espera, niña -dijo el anciano con una sonrisa triste pero satisfecha-. Has llegado indemne, y pronto contraerás matrimonio con un hombre fuerte y cariñoso. No puedo augurarte sino una ventura infinita, que crecerá con los años.

    Ginebra rodeó a Oswald con los brazos y lo estrechó emotivamente.

    —Si ocurriera algo en casa... -empezó y su voz se quebró.
    —Serás informada al instante -la tranquilizó el consejero-. No temas, mi pequeña.
    —Envíame a Jacob. Quiero saberlo todo, las buenas noticias y las malas. Prométeme que me tendrás al corriente, Oswald, prométemelo.
    —Lo prometo, señora.

    Ginebra se separó, se enjugó una lágrima furtiva y se recompuso. Esbozó una sonrisa que le iluminó el rostro.

    —Nunca dejaré de amar a Leonesse. Iré a visitaros siempre que pueda.
    —Sé que lo harás -repuso Oswald con tono de consuelo.

    Quienes portaban las antorchas se detuvieron en el otro lado del puente, formando una avenida de luz junto al río y a lo largo de la cuesta que se elevaba detrás. En la cima de aquella colina, a los lados del camino real, se erguían dos altas cruces de granito cuyos relieves en espiral parecían esculpidos por las sombras negras y doradas de las teas.

    El carruaje se aproximó al puente y se detuvo un instante; los caballos tascaron el freno e hicieron tintinear los arneses. Cuatro miembros de la guardia real de Camelot desmontaron y portaron las antorchas hasta donde se encontraba Ginebra para alumbrar su camino. Los caballeros de su propia escolta desmontaron también, y se cuadraron marcialmente a los lados del vehículo.

    Jacob bajó de su sitio en el pescante y abrió la portezuela. Ginebra dedicó una última sonrisa a Oswald, reunió los faldones y todo su coraje, y se apeó. Flanqueada por los guardias de Camelot, que llevaban las antorchas, y sus cuatro caballeros, dio los primeros pasos por el puente al son de unas clamorosas trompetas. El cielo ya casi se había ennegrecido, y las teas cobraron mayor realce. Ginebra podía oler la resina de pino que les servía de combustible y sentir sus oscilantes haces de calor. Con la cabeza erguida, caminando con dignidad principesca, cruzó el puente que separaba Leonesse de Camelot y pisó el suelo de su nueva patria.

    La columna de guardias reales marchó hacia ella entre las hileras de quienes portaban las antorchas. Con una soberbia disciplina, hizo un alto, dio media vuelta y formó un segundo par de filas interiores, todo ello de modo perfectamente sincronizado, sin un solo paso fuera de sitio ni de secuencia. Luego fue el turno de los caballeros y nobles de Camelot, engalanados con unas túnicas ceremoniales de terciopelo azul y el magno destellar de las joyas de sus cuellos y tocados. Se alinearon en una tercera formación doble, trazando un pasillo ininterrumpido desde las cruces de piedra hasta Ginebra.

    Primero habían sonado las trompetas, y ahora se oyó un sordo redoble de tambores, cuyos ecos se disolvieron en el silencio como los de un trueno lejano. De ese silencio, entre las apretadas hileras de cortesanos, surgió un hombre alto, imponente, con un porte que destilaba autoridad. Vestía una regia túnica de seda azul donde había estampado el cabrío heráldico, ceñida por un cinturón de ornamentada hebilla y placa. Llevaba el cabello plateado pulcramente peinado hacia atrás, y una barba muy bien atusada enmarcaba el anguloso contorno de su rostro. No había vanidad en los maduros perfiles de su cara ni ocultación en los ojos oscuros. Era un hombre que se sentía a gusto consigo mismo, que conocía su propia valía y no la tasaba ni muy por debajo ni muy por encima.

    Se detuvo delante de Ginebra y por unos instantes se limitó a mirarla. Un esbozo de sonrisa curvó la severa boca e iluminó los bellos ojos, y de repente todo su rostro se rejuveneció, como si tuviese una edad muy inferior a la que delataban sus rasgos.

    —Lady Ginebra de Leonesse, sed bienvenida a Camelot -dijo el rey con una voz profunda y sonora.

    Ginebra pensó que Arturo no necesitaba clarines ni tambores que lo anunciasen. Se inclinó en una humilde y devota reverencia ante una grandeza que era tanto de carácter como de nacimiento.

    Arturo se adelantó de inmediato y la ayudó a incorporarse.

    —Doy gracias a Dios de que estéis a salvo. -La estudió mejor, y su sonrisa se desvaneció apenas-. De hoy en adelante nada ni nadie podrá dañaros.
    —Milord me honra con su bondad -murmuró Ginebra formalmente.

    Se sentía algo abrumada. Era como si la arropasen en una manta cálida y mullida al término de un viaje accidentado. Bebió libremente de la fuerza sosegada de Arturo. El rey cogió su mano, se la llevó a los labios y la besó.

    —Vuestra venida me trae una felicidad a la que no osaba aspirar. -Su voz reveló una nota ronca que inspiró a Ginebra miedo y expectación a un tiempo.
    —Señor, no concibáis una opinión muy elevada de mí, o temo que sufriréis un desengaño.

    Arturo sonrió con una mueca irónica.

    —¿También a vos os asusta lo mismo? En ese caso, os aceptaré tal y como sois si vos hacéis otro tanto conmigo.

    Ginebra le devolvió la sonrisa. Se acercó a la boca la mano de Arturo y la besó con una expresión que era mezcla de timidez y picardía. Los ojos del rey brillaron con deleite antes de volverse hacia su séquito.

    Un centinela dio un paso al frente y se cuadró.

    —En Leonesse querrán saber que habéis llegado sin novedad. John les llevará cualquier mensaje que queráis enviarles. -Arturo hizo un gesto hacia el joven soldado.
    —Mi señor me concede los deseos antes incluso de que los exprese -dijo Ginebra sin dejar de sonreír.
    —¿Mando que os traigan pluma o pergamino?

    Ella negó con la cabeza.

    —No es necesario, señor -dijo, y a continuación se dirigió al emisario-. Comunica a mi pueblo que he llegado sana y salva a mi nuevo país. -Tragó saliva al pensar en su amado Leonesse-. Y diles que has visto en mis ojos lágrimas de alegría.
    —Sí, milady.

    El soldado hizo una profunda reverencia y partió en busca de un caballo. Oswald llevaría la nueva a Leonesse en toda su plenitud, pero el centinela de Arturo viajaría más deprisa.

    —Tiene sangre de reina -murmuró Arturo para sí al observar la digna postura de Ginebra y el modo en que se controlaba a pesar de la tensión emocional que estaba soportando.

    Bastó un leve ademán para que la escolta se apresurase a formar dos procesiones paralelas, y el monarca condujo a Ginebra hacia las dos cruces talladas, emblema de su reino.

    Sir Agravaine se situó a un lado de Arturo, y el rey giró la cabeza para evaluar al caballero. Había una cicatriz ya seca en su pómulo y un tajo superficial en la mano.

    —Tu enviado nos ha notificado que fuisteis asaltados en el camino -dijo en voz baja para no molestar a Ginebra.

    Agravaine contrajo el rostro.

    —Sí, sire.
    —¿Ha sido Malagant?
    —Sin duda. Fue un ataque demasiado bien planeado para tratarse de vulgares ladrones. Primero nos alejaron con soldados corrientes de infantería, y mientras estábamos ocupados en perseguirlos nos echaron encima la caballería.

    Arturo dejó escapar un gruñido.

    —Deberías ser más precavido después de las muchas campañas que hemos librado.

    Agravaine pareció azorado.

    —Tenéis razón, sire. Parecían un bocado tan fácil...

    Se acercaban a las enormes cruces de la cumbre de la colina. Arturo hizo un pequeño gesto para atajar el asunto.

    —Hablaremos de Malagant más tarde, en la Tabla Redonda -murmuró-. Por lo menos lady Ginebra ha salido ilesa, y ahora ya sabemos que debemos estar en guardia.

    Agravaine saludó sumisamente y retrocedió entre el cortejo para que Arturo y Ginebra llegaran solos a las cruces de piedra. Arturo tomó la mano de la dama, y la sonrisa volvió a su rostro.

    —Venid -dijo-, permitidme que os muestre vuestro nuevo hogar. -Guió sus últimos pasos hasta coronar la cuesta-. Todavía era un muchacho cuando seguí por primera vez este camino hasta lo alto de la loma y vi la que había de convertirse en mi ciudad: Camelot.

    Contempló el valle y, como siempre, sintió que su corazón se conmovía ante el espectáculo de los esplendorosos muros y torreones. Luego miró a su prometida con el rabillo del ojo, ansioso por ver su reacción.

    Ginebra estaba callada e inmóvil, transfigurada por una visión tan sublime que casi parecía irreal. Un ancho lago extendía su manto de plata bajo la luz de una luna cérea. Alzándose junto al agua en la orilla opuesta, las torres de la ciudad de Camelot centelleaban con la luz de un millar de antorchas. Reflejada en el lago, se diría que la villa flotaba en el aire, como si la hubieran transportado desde el mítico País de las Hadas: fuego y luna, oro y plata.

    Ginebra pasó largo rato admirando aquel espectáculo, con el estupor plasmado en sus ojos castaños. Un ligero escalofrío recorrió su espina dorsal.

    —Es tan hermosa que casi me espanta -susurró, y miró alrededor antes de posar sus ojos en Arturo. Él también parecía formar parte del embrujo, con el gris majestuoso de su cabello y su barba, y la reluciente túnica de seda.
    —Sí -dijo, y posó en su dama unos ojos cargados de ternura-. Es un sentimiento que yo también he tenido alguna vez, aunque me pregunto por qué lo decís.

    Ginebra sacudió la cabeza.

    —Fui educada para no dejarme fascinar por el boato. Mi padre solía afirmar que la belleza no dura.
    —Quizá, pero aún recuerdo cómo os miraba.

    Ginebra dirigió a su futuro esposo una mirada interrogativa.

    —Recuerdo que en una ocasión me preguntó si todos los padres encontraban a sus hijas tan encantadoras -comentó Arturo en actitud nostálgica.
    —A mí nunca me dijo una palabra. -Ginebra había sido hija única. Su padre la idolatraba, pero sin malcriarla ni fomentar en ella la presunción. Siempre se había enorgullecido más de su maestría en el balón-hoyo o en dominar un caballo fogoso que de su habilidad para vestir y atildarse como una damisela de alcurnia-. Supongo que la belleza está en los ojos del observador -musitó, y contempló una vez más aquel espejismo deslumbrador y etéreo que sería su nuevo hogar, pensando que iba a desaparecer.
    —Algunas veces está en los ojos de todos los observadores -contestó Arturo, y una vez más la invitó a avanzar.

    Abajo, en el valle, el lago refulgía como un espejo oscuro bañado de luna, mientras el resplandor de las antorchas de Camelot danzaba en la superficie de sus aguas. Al compás de las trompetas, la procesión real cruzó la larga calzada elevada que llevaba a la ciudadela. Estaba construida tan cerca de la orilla del largo que carruajes, caballos y hombres parecían flotar en el agua y formar parte así de la mágica imagen.

    Desde el corazón de la villa, las campanas de la catedral dieron la bienvenida a Arturo y su inminente esposa con un tañido tan claro y argénteo como la noche misma.

    A Ginebra le ofrecieron un caballo blanco regiamente enjaezado para que hiciera su entrada en Camelot. Envuelta por los fulgores de su pálido vestido, también ella se fundió en el hechizo cuando, junto a Arturo, cabalgó por la avenida rodeada del glorioso atavío azul y plata de la guardia real.

    A ambos lados de la calzada, Ginebra vio cabecear en las aguas del lago un sinfín de pequeñas embarcaciones, todas llenas de bulliciosos ciudadanos que portaban antorchas y farolillos de asta. Todos habían salido a dar la bienvenida a su futura reina. Las almenas de las murallas estaban repletas de gentes enfervorizadas, y abundaban los codazos y empellones entre quienes peleaban por ver a la encantadora prometida de Arturo.

    Ginebra estaba más que apabullada por el entusiasmo y la entrega de los habitantes de Camelot. Una cosa era que Arturo prometiese aceptarla como era, y otra muy distinta que lo hicieran sus súbditos. Mirar un mundo de ensueño desde la cumbre de un monte no era lo mismo que vivir en él. Pero la habían formado en una escuela estricta, y sabía qué papel debía desempeñar. Arturo estaba observándola, y notaba la intensidad de su mirada, su necesidad de saber que sería feliz a su lado. Sonrió para complacerle. «Seré feliz -pensó-. Es tan comprensivo, tan gentil y tan sabio... ¿Quién puede ser desdichada con semejante marido?»

    Cuando cruzaron las enormes puertas, de los muros y balcones cayó una cascada de pétalos que la impregnó con su perfume, y los soldados desplegaron una diáfana bandera dorada proclamando su llegada a Camelot.


    6


    Lancelot sació su hambre en una casa al borde del camino. A cambio de una moneda, su dueña le dio pan cocido en el horno de ladrillo, todavía caliente y aromático, y una pegajosa miel de las colmenas del huerto. Mientras él comía en una mesa debajo de los árboles, Júpiter pacía en la nutritiva hierba veraniega que crecía entre los troncos.

    Lancelot disfrutó del momento mientras duró. La mujer salió de la vivienda con un huso y un montón de lana basta, e intentó entablar una conversación. Él respondió a sus preguntas educadamente, pero no le ofreció más información de la imprescindible y, tras terminar su refrigerio con unas palabras de gratitud, llamó a Júpiter, montó y prosiguió su camino.

    Ese día los bosques eran un remanso de paz, exentos de visitas más siniestras que los rayos del sol y el trino de los pájaros. Lancelot cabalgó a un paso ocioso, sin ningún objetivo a la vista. Aún tenía dinero en la bolsa, y su anfitriona le había dado como regalo de despedida media hogaza y un poco de queso casero. Con eso bastaría por las siguientes veinticuatro horas.

    El bosque se fue aclarando, hasta que cedió su lugar a unos fértiles prados donde pacían lustrosas vacas y unas ovejas más grandes y rollizas que las que había visto en el pueblo fronterizo donde había parado para luchar. El camino se ensanchó y reveló señales de un tráfico frecuente. En el centro había una cresta de hierba empenachada que se erguía con orgullo entre las roderas. Lancelot no tardó en topar con un carretero rubio y de rostro colorado que llevaba un carro repleto de coles y, sentada sobre ellas, una mujer que amamantaba a un niño. Respondió a su saludo, pero prefería no viajar a su lado, así que urgió a Júpiter a adoptar un trote largo hasta que por fin los dejó atrás.

    Otros viajeros continuaron cruzándose en su camino, algunos a pie, los más en carretas o a caballo como él. Dedujo que no debía de estar lejos de una ciudad importante, quizá un mercado o un centro administrativo. Un río corría paralelo al camino, y vio navegar por él naves y barcazas comerciales, sugiriendo una comunidad de notables proporciones. Contrajo los labios. Aunque su bolsa estaba lejos de agotarse, en nada lo perjudicaría aumentar un poco su contenido. De ese modo podría comprarle avena a Júpiter y quizá negociar la adquisición de una nueva brida, ya que la que tenía ya estaba muy raída.

    Le pareció oír un ruido anormal un poco más adelante, y sus músculos se tensaron. Confiaba en no sufrir otro asalto en una mañana soleada como aquélla y sin un árbol cerca tras el cual parapetarse. Cogió firmemente las riendas, dispuesto a dar órdenes a Júpiter, pero el animal sacudió la cabeza y de sus ollares salió un sonoro resoplido.

    En el camino retumbó el fragor de un caballo al galope, y una yegua blanca surgió súbitamente de un recodo, sin jinete, con el ronzal roto y las orejas gachas. El animal esquivó a Lancelot y Júpiter y siguió su loca carrera camino abajo, cual una visión fulgurante. El caballo corveteó y se volvió arqueando el cuello, con la cola en alto. No necesitó apremios para darle caza.

    La yegua volaba delante de ellos como una bestia salida de la caverna de un cuento, con paso seguro, una palidez espectral y un fuego de elfo en los cascos. Júpiter galopó en su persecución. Al principio iba algo rezagado, pero al encontrar su ritmo empezó a ganar terreno. La yegua llevaba ya un tiempo corriendo y tenía los flancos muy sudorosos. La adrenalina bullía en las venas del corcel, que pronto dio alcance a la yegua y se puso a su par. Lancelot pilló las riendas al vuelo e hizo que Júpiter se arrimara a la yegua, de tamaño algo inferior, forzándola a aminorar la marcha.

    —¡Alto, alto, preciosa! -gritó Lancelot, apoyado de nuevo en la silla. Había atraído hacia él la cabeza del animal, y la espuma saltaba de su brida al humedecido pelaje negro de Júpiter. Constreñida por el corcel y por la sólida sujeción del hombre, la yegua se puso al trote y por fin se detuvo, resollando. Lancelot se apeó y empezó a apaciguarla, emitiendo ruidos suaves, acariciándola con ambas manos. Gracias a sus cuidados, el animal se tranquilizó. Los ojos volvieron a sus órbitas y alzó las orejas. No obstante, su piel se crispaba y temblaba bajo el contacto humano. Lancelot admiró su estampa. Era de sangre oriental, la montura de un personaje rico... si ya la habían domado.

    Un ruido inesperado lo incitó a volverse. Un jinete galopaba hacia ellos; era un joven con expresión de preocupación en el rostro y el cabello moreno y crespo. Hizo que su caballo se detuviese delante mismo de Lancelot.

    —Os lo agradezco -dijo jadeante-. Me habéis ahorrado una larga cabalgada. ¡Sólo Dios sabe cuándo habría parado de correr! -Puso pie en tierra con la flexible desenvoltura de un jinete innato-. La ha espantado una paloma torcaz, y ha salido disparada como alma que lleva el diablo.

    Lancelot sonrió y acarició el aterciopelado hocico de la yegua.

    —Es un bonito animal. -Su voz denotaba una admiración y una dulzura muy superiores a las que habría dispensado a cualquier humano. El joven asintió y se echó el cabello hacia atrás.
    —Propio de una reina -convino, y añadió cínicamente-: Si no fuera tan salvaje. -Cogió el ronzal que Lancelot le tendía y acarició a su vez la sedosa y alba pelambre de la yegua. Luego miró a su interlocutor con un destello de sagacidad en sus ojos azules-. Sois un experto en caballos. Lo he comprendido enseguida por vuestro modo de manejarla.
    —Tengo algunos conocimientos -repuso Lancelot, y se encogió de hombros como si le fuese indiferente, aunque era de las poquísimas cosas que aún le importaban.

    El joven le tendió la mano.

    —Soy Peter, el caballerizo mayor del rey.

    Lancelot le estrechó la mano con dedos firmes, encallecidos por la espada.

    —Me llamo Lancelot. ¿De qué rey hablas?

    El joven caballerizo había abierto mucho los ojos al notar la fuerza del apretón de Lancelot y deducir lo que delataba su rugosa piel. Ahora se abrieron todavía más.

    —¿Qué rey? -repitió con tono de incredulidad-. Pues el único que tenemos, por supuesto, ¡Arturo de Camelot! Precisamente esta belleza es un presente para su nueva esposa.
    —¿Su esposa? -Lancelot examinó el animal y pensó en la dama cuya vida había salvado hacía bien poco. Ella y la yegua parecían hechas la una para la otra, y, además, le había dicho que iba a contraer matrimonio.
    —Lady Ginebra de Leonesse -dijo Peter, confirmando así sus sospechas.

    Una punzada traspasó a Lancelot, más rápida e hiriente que el corte de un cuchillo de deshuesar. Se había creído acorazado contra cualquier avatar que le impusiera el mundo, pero lady Ginebra había vencido sus defensas, horadando su brillante e invencible armadura. «Mantente al margen», le decía la parte razonadora de su mente; si se apartaba, la herida se curaría. Pero Lancelot jamás en su vida había vuelto la espalda a ningún peligro ni desafío.

    —¿Os dirigís a Camelot? -preguntó el caballerizo tras montar nuevamente y afianzar con firmeza el ronzal de la yegua blanca.

    Lancelot vaciló un instante y luego hizo un gesto displicente.

    —¿Por qué no? -dijo, y subió a la grupa de Júpiter.

    Los dos hombres cabalgaron por la senda que bordeaba el río, y al rato ascendieron la cuesta de las cruces de piedra que marcaban los límites de Camelot. Peter observó con el rabillo del ojo a su silencioso compañero.

    —Después de tantos años, nuestro rey va a tomar esposa. Muchos juraron y perjuraron que nunca se casaría, pero yo fui más listo. Sólo esperaba conocer a la adecuada, igual que todos. Os aseguro que hoy habrá grandes festejos en la ciudad.
    —De modo que esperaba a la adecuada -repitió Lancelot, con un extraño rictus en el rostro-. ¿Y qué ocurre si deja a otro en el foso?
    —¿Qué decís?

    Lancelot sacudió la cabeza.

    —Sólo pensaba en voz alta -masculló, y en la cima de la colina dio el alto a su caballo y oteó la ciudad que se alzaba ante él.

    A plena luz del día el lago azul reflejaba las torretas y el cielo. Los muros resplandecían lanzando destellos de oro y plata. La vista se asemejaba a los códices iluminados de los frailes, compacta y delicada al mismo tiempo, y poseída, además, de una profunda espiritualidad. Una vez más, ciertos sentimientos largo tiempo adormecidos rebulleron inquietantemente dentro de Lancelot y amenazaron con despertar.

    Desde la ciudad, viajando en el aire como cintas de feria, llegaron a sus oídos unos ecos distantes de jolgorio y celebración. La nueva reina había tenido un alegre recibimiento.

    El caballerizo comenzó a descender briosamente por la colina, miró atrás y vio a Lancelot inmóvil en la cumbre.

    —¡Vamos! -lo urgió-. Las fiestas ya han empezado, ¡no querréis perdéroslas!

    Lancelot titubeó un momento más. Por primera vez en más de quince años el luchador de fortuna se sentía inseguro del terreno que pisaba. Por fin, irritado consigo mismo y con la situación, hundió los talones en los costados de Júpiter y siguió a Peter por la pendiente, hacia la rutilante ciudad.


    Los ciudadanos de Camelot estaban celebrando a lo grande la llegada de la prometida de su venerado rey. La plaza mayor, situada frente a la entrada del palacio real, se hallaba atestada de gente vestida con sus mejores galas, en particular el famoso azul de Camelot, un tejido manufacturado por los tintoreros locales utilizando una fórmula antigua y secreta de plantas acuáticas procedentes del lago y hierbas que crecían en los campos aledaños a las cruces talladas. La tonalidad así producida era viva sin ser chillona, y poseía una cualidad luminiscente, como un intenso cielo nocturno salpicado de estrellas.

    Los niños corrían excitados entre la multitud, agitando unos gallardetes de seda coloreada llamados «colas de dragón» y compitiendo por ver quién trazaba los dibujos más bonitos. Lancelot dejó a Júpiter en unas caballerizas y paseó a pie entre el gentío. Alrededor de la plaza se había dispuesto mesas portátiles que gemían bajo el peso de las fuentes de comida llenas de frutas, empanadas de carne y jarras de cerveza. Los tahoneros acarreaban las hogazas calientes desde sus hornos y la fragancia del pan recién hecho invadía la atmósfera, mezclándose con el aroma apetitoso de unos asadores al aire libre donde se cocían cerdos enteros hasta adquirir un aspecto crujiente y dorado.

    Lancelot contempló los torreones y arcadas, las ventanas de vidrios emplomados y las ondeantes banderas azul y oro que ostentaban el símbolo bordado de la cruz de piedra. En un lado de la plaza se alzaba el palacio, con sus enormes puertas de remaches metálicos guardadas por dos soldados que vestían la librea real y empuñaban las lanzas en posición de alerta. En el lado opuesto se alzaba la catedral, cuyo frente exhibía una serie de arcos fabulosamente decorados. Lancelot nunca había visitado una ciudad tan monumental, ni siquiera antes de abrazar la vida nómada, cuando aún era un hombre rico y estable, y a pesar de los muchos años de cinismo y cautela firmemente arraigados, no pudo evitar admirar lo que veía.

    Un único grito de alarma seguido por el rugir de la muchedumbre atrajo a Lancelot hacia un corro que se había formado en el centro de la plaza mayor. Vio que la gente se había apiñado alrededor de una pasarela construida con tablas de madera. Tenía la anchura justa para admitir el paso de un hombre y se elevaba unos centímetros del suelo; se extendía longitudinalmente por todo el recinto, de norte a sur. A los lados de la pasarela había unos pilares de madera cada uno de los cuales sujetaba un eje vertical rotatorio, y de estos ejes, colgadas de cadenas a diferentes alturas, había bolas de cuero y vejigas de cerdo, algunas rellenas de paja, otras lastradas con piedras y rematadas con púas. Pasadas las vejigas, el entarimado se elevaba levemente y comenzaba una segunda sección que albergaba una mortífera colección de descomunales hachas melladas de doble filo, mazas de clavos y varios instrumentos útiles para cortar y flagelar.

    Lancelot, sumamente interesado por semejante ingenio, se acercó para estudiarlo mejor. Vio que los pilares rotatorios eran accionados por un mecanismo de dientes y pértigas, movidos a su vez por una enorme pesa alojada en una torre de andamios en el extremo norte de aquella monstruosidad. Para izar la pesa hasta lo alto de la torre se requerían los esfuerzos de tres hombres fornidos dando al manubrio de un gigantesco torno de tambor.

    Una cola de intrépidos ciudadanos esperaba su turno para enfrentarse a la máquina. Todos ellos llevaban ropas bien acolchadas como protección contra las heridas que podían infligirles los afilados y puntiagudos instrumentos, aunque, en opinión de Lancelot, necesitarían algo más que un relleno para salvarse de las hachas y los aceros de la última fase. El grito que le había inducido a sumarse al gentío procedía de un contendiente que había sido violentamente arrojado al lecho de paja dispuesto junto a la pasarela. El siguiente hombre estaba ya en posición, aguardando que la pesa llegase a la cúspide del andamiaje.

    Bordeando la pasarela, y manteniendo la multitud a una distancia segura, había una hilera de tamborileros ataviados con unas tupidas túnicas azules. El maestro de ceremonias era un corpulento hombretón cuya voz se propagaba como el trueno entre la gente.

    —¡Quien pase por baquetas conocerá al rey! -bramó al tiempo que gesticulaba ampulosamente-. Animaos a pasar baquetas. Venga, ¿quién más quiere intentarlo?

    Los tambores redoblaron. Lancelot cruzó los brazos y permaneció donde estaba, pero observando la escena con mirada atenta y decidida.

    —¿Qué hacéis con los despojos de quienes no lo consiguen? -preguntó al mercader que tenía a su lado.

    El hombre soltó una risita que hizo que la papada le temblase como un budín.

    —Nadie ha logrado jamás superar las bolas de cuero -dijo-. Las armas son sólo de exhibición. En realidad se trata de un juego inofensivo. Lo más lejos que he visto llegar a alguien fue hasta las últimas bolas, y fue hace un par de años, cuando participó el chico del pescadero. Pero se le agotó el tiempo, ya que la pesa había tocado la base del andamio.

    Lancelot sonrió.

    —¿Eso es todo? -dijo y, abandonando a su locuaz vecino, se aproximó aún más a las baquetas.

    Con el acompañamiento del clásico toque de tambores para crear tensión, el siguiente luchador, un hombre musculoso que tenía los brazos tan gruesos como jamones, subió a la tarima. Mientras la pesa descendía, los pilares giraron y las bolas iniciaron su rotación a velocidades distintas. Unas avanzaban con una amenaza lenta, cansina, otras zumbaban igual que un avispero.

    El joven contendiente se lanzó a toda carrera, saltando y eludiendo con éxito las primeras bolas voladoras. Una pequeña vejiga le propinó un golpe lateral, pero no fue lo bastante fuerte para arrojarlo al lecho de paja. El público no paraba de brincar y gritar, animándolo a seguir.

    —¡Adelante, Simón! ¡Así, muy bien! ¡Cuidado!

    Con una mueca de honda concentración, el robusto luchador pasó al segundo grupo de bolas y vejigas. Parecía que iba a coronar también ese tramo del recorrido, pero de pronto una cadena arrastró sus tobillos, a la vez que una bola más alta lo golpeaba en el costado. El hombre lanzó un aullido en el momento mismo en que salía disparado de la pasarela para aterrizar en la paja, sin una gota de aire en todo el cuerpo. Un tamborilero tocó los címbalos cuando cayó, y la muchedumbre rió y aplaudió.

    Antes incluso de que la víctima se hubiera puesto de pie, otro joven aspirante se había colocado en el punto de partida y tomado posiciones, con un ojo en la pesa de la torre y el otro en las banquetas. Lancelot ya estaba en la primera fila de espectadores. Estudió la operación a conciencia, asimilando cada detalle de cadencia y postura, doblando la espalda, saltando y apartándose mentalmente para esquivar golpes y trampas.

    En el palco de honor que había frente a las puertas de palacio, una hilera de cornetas tocaron una fanfarria que resonó por encima del griterío y el bullicio que reinaba en la plaza. El joven que desafiaba las baquetas se distrajo con el repentino clamor. Levantó la vista en un mal momento, y fue sorprendido por una vejiga y enviado violentamente a la paja.

    Se elevó un aplauso colosal, pero no estaba destinado a la víctima más reciente de las baquetas. Todos los ojos confluyeron en el palco, y circularon entre la gente susurros de «Son el rey y su prometida». Lancelot alzó la mirada y la ansiedad le aceleró el pulso. No obstante, la tarima de los juegos estaba en el lado opuesto al palco y apenas si podía ver lo que en éste ocurría. Distinguió al hombre que debía de ser, sin ninguna duda, el ejemplar rey Arturo, pero no a su joven pareja.

    «Es lo bastante mayor para ser su padre», pensó Lancelot. Le habría gustado despreciarlo, pero no pudo. El rey era alto, sus extremidades rectas, y no lucía un gramo de carne de más. Aunque tenía el cabello y la barba encanecidos, lo envolvía una aureola de carisma que hacía superflua la edad, cualquiera que fuese.

    Los cornetas se separaron y Arturo se adelantó hasta el borde del estrado, con una mujer exquisita a su lado. De pronto, Lancelot pudo verla claramente a través de una brecha, y quedó anonadado. En el bosque ya había encontrado hermosa a lady Ginebra, pero ahora, del brazo del hombre con quien iba a casarse, estaba arrebatadora. Su vestido plateado acentuaba su figura, su cabello era una combinación celestial de pardos y castaños silvestres, y tenía el rostro radiante. Sin embargo, su encanto no era sólo a flor de piel. Lancelot había conocido a muchas mujeres atractivas, y ninguna había dejado en él una impresión duradera, de modo que sus facciones acabaron diluyéndose en el anonimato. En cambio, sabía que tardaría mucho tiempo en olvidar el semblante de Ginebra de Leonesse, o la textura de sus labios contra los suyos en medio de un bosque.

    La dama sonreía, escrutando al mismo tiempo a la fervorosa multitud. Lancelot la instó mentalmente a mirarlo, pero sus ojos pasaron de largo sin reconocerlo.

    La pesa que activaba las baquetas había llegado al suelo y las cadenas giratorias permanecían inmóviles, a excepción de un ligero temblor. Los hombres del torno empezaron a izar nuevamente el artilugio por su torre. La mirada de Lancelot siguió por un instante la ascendente masa de plomo y volvió a clavarse en Ginebra, porque era casi imposible mirar a ningún otro sitio. El cortejo real se había sentado en unas butacas de respaldo bajo en el extremo de la plataforma, y era obvio que tenía la intención de quedarse un rato y gozar del entretenimiento de las baquetas. Arturo se había vuelto hacia Ginebra, explicando y señalando, y ella asentía atentamente, con un esbozo de sonrisa en los labios.

    El maestro de ceremonias subió al aparato para supervisar el descenso de la pesa, pero antes de liberar la barra de ajuste ofreció nuevos estímulos a la muchedumbre.

    —¡Pasad por baquetas, conoced a nuestra bellísima reina! -Se volvió hacia el palco con una chispa de malicia en los ojos-. ¿Daréis un beso al vencedor, milady? ¡No os preocupéis, nadie ha conseguido todavía llegar hasta el final!

    Encantada, Ginebra rió y consultó a Arturo. Él le murmuró algo al oído, con ojos también risueños, y ella hizo un signo de conformidad al maestro de ceremonias.

    —¿Qué os parece, muchachos? -vociferó el hombre con renovado vigor-. ¡Pasad por baquetas y ganaréis un beso de lady Ginebra, que en breve será nuestra adorada reina!

    Lancelot miró a Ginebra y luego la pasarela, con el entrecejo fruncido, y supo en el corazón y en la mente cuál de las dos era más peligrosa. Supo también, sin dudarlo por un instante, que ambas podían ser vencidas. Apareció un nuevo aspirante y fue a ajustarse las prendas protectoras. El maestro de ceremonias soltó la barra de sujeción. Las cadenas y las bolas comenzaron a dar vueltas mientras, más allá, los péndulos y las hachas rasgaban el vacío.

    Lancelot tomó una decisión y, tras abrirse camino entre el tumulto, ascendió los escalones hasta el punto de salida, provocando la indignación del otro participante.

    —¡Eh, debes esperar tu turno! -lo abroncó el maestro de ceremonias. Pero su enfado enseguida se transformó en susto-. ¡Así no, idiota! Antes han de ponerte la ropa protectora, o de lo contrario no te quedará un hueco sano en el cuerpo. -E hizo un enérgico ademán para conminarlo a bajar.

    Lancelot no le hizo caso. Aquellos rellenos desvirtuaban el equilibrio de un hombre y le robaban agilidad. Las baquetas exigían la gracia del felino, no la pesadez de un buey. Se agachó en el extremo de la pasarela y examinó las revoluciones de los proyectiles, guardando en la memoria todos los pormenores.

    —¡Sal de ahí! ¿Te has vuelto loco? ¡Te vas a matar!

    Todos los ojos del público, incluidos los del séquito real, se fijaron en las baquetas.

    —¡Por las cruces de piedra, ese hombre ha perdido el juicio! -declaró sir Kay, y dio un involuntario paso al frente, obstruyendo la visión a Ginebra-. No se atreverá. No hay nadie tan insensato. Es sólo una absurda bravata.

    Pero no lo era, y Kay se quedó boquiabierto cuando el contendiente inició su avance por el entarimado. Ginebra se movió en su asiento, y Kay se retiró para que pudiese ver a aquel inconsciente que acometía sin protección alguna las baquetas de Camelot. Ginebra dio un respingo, y sus dedos asieron con fuerza los brazos de la butaca. Afortunadamente, Arturo estaba demasiado absorto mirando a Lancelot para advertir su reacción, y al cabo de un segundo ya había recobrado la compostura.

    Lancelot avanzó por la pasarela con la mirada por delante de los pies y estos últimos moviéndose al compás y a contrapunto de la máquina. No corrió, porque precipitarse equivalía a encomendarse a la suerte y cometer errores. Cada movimiento debía ser calculado. «Piensa deprisa y camina despacio», se dijo.

    Se hizo el silencio en la plaza y la tensión se apoderó de todos. El primer grupo de vejigas era el más sencillo, y con una precisa coordinación Lancelot viró, brincó y evadió los obstáculos tan limpiamente como un gato. Pero el primer sector no era nada, un simple juego de niños que los otros competidores también habían sorteado pese al traje que entorpecía sus movimientos. Ahora Lancelot debía afrontar el flagelante tramo intermedio donde todos sus antecesores habían ido a parar de bruces al lecho de paja. Una vez más, se detuvo a calibrar y memorizar. Allí los cuatro pilares de mayor envergadura propulsaban sus cadenas y sus bolas de plomo en círculos entrecruzados, barriendo las tablas de la pasarela en ambas direcciones y negando en todas partes un apoyo seguro para los pies. Un solo encontronazo con cualquiera de las bolas trituraría la osamenta de un cuerpo desprotegido.

    No había otro medio de escape que evitar las bolas, y Lancelot lo adoptó. Se equilibró, acechando la oportunidad, y se lanzó oblicuamente. Se agarró como un acróbata a la viga de la que estaban suspendidas dos de las bolas, y se dejó llevar en sentido circular hasta que pudo soltarse y saltar a la viga del juego siguiente de piezas perpendiculares. Una vez más fue empujado en redondo y hacia adelante. Un nuevo salto y un vaivén lo dejaron en el suelo de la pasarela entre las dos secciones, sin otra barrera que lo separase del beso de Ginebra que las armas.

    La prometida del rey de Camelot se sentó en el borde del asiento, con los ojos desmesuradamente abiertos y mordiéndose el labio inferior. Lancelot no la miró, aunque sabía muy bien que había monopolizado su atención. Un murmullo se había elevado de la multitud al completar la primera sección. Ahora el público se sumió de nuevo en el silencio al ver que se disponía a arriesgar la vida ante las volubles revoluciones de un filo de acero. Los tamborileros atacaron una rítmica percusión, similar al martilleo de una espada de guerra contra un escudo, cuando Lancelot comenzó su danza con la muerte. Fue en efecto una danza, de pasos complejos pero ejecutados con tanta gracia y precisión que parecían sencillísimos. Era casi como si jugase con las baquetas, importunándolas, retándolas a pillarlo. Una pausa aquí, una flexión del cuerpo allí, una caída en cuclillas, un salto... Lancelot sabía exactamente lo que hacía.

    La muchedumbre, que se había dado cuenta ya de que no estaba contemplando a un demente resuelto a perder el pellejo, empezó a batir palmas al compás de los tambores y a animar al luchador. Existía una posibilidad de que ganase. Lancelot respondió a sus expectativas, espoleado a seguir por aquel coro, dejándose envalentonar hasta el límite. Incrementó la velocidad de sus coqueteos con hojas y péndulos, y la gente, secundándolo, aceleró también el ritmo de sus palmadas mientras los tambores redoblaban más rápidamente que un corazón desbocado.

    Lancelot estiró los brazos en gesto de desafío a la prueba final, el hacha de doble filo que bien podía partirlo en dos, y corrió aparentemente a su encuentro. En el palco de honor, Ginebra sofocó un grito y Arturo se inclinó en su butaca. El hacha sesgó el aire sobre la cabeza de Lancelot, errando el golpe por un milímetro, pero dejándolo entero y triunfante. En el extremo de la plataforma, Lancelot se detuvo y dio media vuelta.

    La multitud estalló en pateos y rechiflas, que era su manera de manifestar su aprobación. Arturo, Ginebra y los caballeros de la guardia real se habían levantado todos a la vez para ofrecer al vencedor una efusiva ovación. Él volvió la vista hacia el estrado, en dirección a la mujer que lo aplaudía. Venía ahora la cuarta parte del proceso, y de repente le faltó el resuello, cuando en el curso de su odisea no había tenido ninguna dificultad para respirar.

    —¡Un beso! -exclamó alguien entre los vítores-. ¡Un beso para el campeón!

    El grito no tardó en ser unánime.

    —¡Un beso, un beso! -Los rostros se giraron expectantes hacia el palco.

    Arturo hizo una cordial indicación al luchador victorioso. Lancelot descendió de la pasarela y cruzó la plaza repleta de entusiastas ciudadanos hacia el palco real. El rey sonreía entre la satisfacción y la curiosidad. Pero Ginebra, cuyo rostro era una máscara, se erguía tan envarada como si tuviera en la espalda un palo de escoba, o así le pareció a Lancelot.

    En un acto de vasallaje, el contendiente hincó la rodilla ante Arturo, pero el rey lo conminó a levantarse de inmediato y estrujó su brazo en un saludo de amistad. La mano del monarca era firme y vigorosa, propia del hombre que se sabe en la plenitud de sus fuerzas.

    —¡Extraordinario! -declaró-. ¡Increíble! ¿Cómo te llamas, forastero?
    —Lancelot, milord.
    —Lancelot. -Arturo pronunció el nombre lentamente, confiriéndole importancia-. No será fácil olvidarlo. -Con una ancha sonrisa en el rostro, soltó su brazo y señaló a Ginebra-. Tu premio será un beso de la dama más bella que nunca adornó la faz de la tierra.

    Las mejillas de Ginebra se sonrojaron levemente al hacer frente a Lancelot. Con los puños cerrados ocultos entre los pliegues del vestido, expuso el rostro para ser besada.

    Lancelot la miró, consciente del rencor que ocultaba su aparente resignación. Se inclinó, y en voz muy baja, para que nadie más pudiera oírlo, musitó:

    —Pedídmelo.

    Ginebra lo atravesó con la mirada. En las profundidades de sus ojos había motas verdes y pequeños fulgores dorados.

    —Jamás -replicó.

    La multitud, deseosa de que Lancelot reclamara su beso, empezó a impacientarse con los titubeos de su héroe. Del mismo modo que lo habían animado en el pase de baquetas, entonaron ahora el «Bésala. Bésala» a un ritmo machacón.

    Los ojos de Ginebra pestañearon con nerviosismo.

    —Inclinaos más -ordenó.

    Lancelot obedeció y repitió en su oído:

    —Pedídmelo. -Aspiró el olor a jazmín de su cabello y vio palpitar su corazón bajo la seda plateada del vestido. Era totalmente deseable y estaba fuera de su alcance, ¡pero por muy poco! La sentía tan cerca que las yemas de sus dedos podían tocar el aire que movía, como el hacha que a punto había estado de partirlo en dos.
    —Nunca -insistió ella, apretando tercamente las mandíbulas.

    Entretanto, el canto popular subía de volumen.

    —¡Bésala! ¡Bésala!

    Aquel estribillo se convirtió en una jaula que ponía cerco a la batalla de voluntades que libraban Lancelot y Ginebra. No había escapatoria.

    Lancelot tomó la mano de Ginebra. Tenía los huesos finos, pero transmitían firmeza y ductilidad, y sus uñas estaban muy recortadas, sin la afectación de la manicura a la que eran tan afectas las mujeres de su estirpe. La miró fijamente y habló con voz alta y clara para que todos lo oyesen.

    —No me atrevo a besar a una dama tan cautivadora. Sólo tengo un corazón que perder. -Acto seguido alzó la mano de Ginebra hasta sus labios y besó el dorso con una deferencia lisonjera que ocultaba, excepto a los ojos de ambos, una mera farsa. Su galante discurso mereció risas y aplausos de beneplácito de todos los presentes, ya fueran de alta o baja cuna, pero él no desvió la vista de Ginebra para agradecer el fervor popular, y no se adivinaba sonrisa alguna en el rostro ni en la mirada de ella, que exhalaba la fiereza de un filo de espada en el instante de parar la estocada mortal.

    Arturo rodeó con su brazo el hombro del triunfador.

    —Ven conmigo, Lancelot -dijo-. Me gustaría que hablásemos más largamente antes de que continúes tu viaje.

    Lancelot soltó la mano de Ginebra y, tras dirigirle una última mirada, volcó en Arturo una atención no exenta de recelo. Ignoraba qué le habían contado al canoso rey del incidente del bosque, aunque por el modo en que Ginebra se había comportado dedujo que no le había dicho nada de él, lo cual era por demás interesante.

    Arturo guió a Lancelot por el portalón de roble y metal hasta una sala elegantemente decorada con bellos tapices, arcones, aparadores y sillas primorosamente talladas. Lancelot observó todas aquellas obras de arte. La modestia con que estaban expuestas revelaba la sobria majestad del hombre que ahora lo examinaba.

    —Dime -preguntó Arturo-, ¿habías pasado alguna vez por baquetas?

    Lancelot se enfrentó a su penetrante mirada y sacudió la cabeza.

    —No, nunca.

    Aunque el cabello y la barba del rey exhibían la plata de la madurez, sus cejas eran todavía negras como la pez y hacían la expresión de los ojos más subyugadora y carismática.

    —¿Cómo has podido entonces salir tan airoso?

    Lancelot se encogió de hombros. Otra vez le hacían la dichosa pregunta. Tenía que escucharla a todas horas, ya fuera formulada por un asombrado campesino, ya por el mismísimo rey de Camelot.

    —No es difícil saber dónde está el peligro si se aprende a verlo venir.
    —Sin embargo, a otros parece costarles mucho más. Eres el primero que consigue la victoria.
    —Quizá el miedo los empuja a retroceder cuando deberían avanzar -dijo Lancelot-. Con frecuencia el lugar más seguro es al lado mismo del acero.

    Las oscuras cejas del rey se arquearon hacia la franja plateada de sus sienes.

    —También es el más arriesgado. ¿Puedes plantarte ante mí y afirmar que no has sentido ningún temor?

    Lancelot se alisó el enmarañado cabello que le caía sobre la frente y negó con la cabeza.

    —No tengo nada que perder, así que ¿por qué iba a sentirlo?
    —¿Y tu hogar? ¿No te espera una familia?
    —No.
    —Todo el mundo tiene raíces, un pasado -dijo Arturo, frunciendo el entrecejo.
    —Yo, no.

    La respuesta de Lancelot contenía una nota que era casi desafiante, como un adolescente rebelde que fuese llamado al orden por un adulto. Se sentía incómodo, casi en falta, bajo el escrutinio de Arturo. Por muy rey que fuera, no tenía ningún derecho a escarbar en las intimidades de un hombre si él no quería revelarlas.

    —Tendrás al menos una profesión -aventuró Arturo con tono conciliador.

    Lancelot habría querido cerrar los dedos de su mano izquierda en torno a la reconfortante familiaridad del mango de su espada, pero había dejado el arma en las caballerizas, junto con Júpiter.

    —Vivo de mi acero -contestó-, y del ingenio.
    —¿Combates a cambio de una paga, como los mercenarios? -Arturo se pasó distraídamente el índice por la barba.
    —Sí, combato por dinero -respondió Lancelot con aspereza. Empezaba a cansarse del interrogatorio, y dirigió la mirada hacia la puerta.
    —Nadie te ha pagado por la prueba de las baquetas.
    —Ha sido una elección personal. Sabía que podía hacerlo, y lo he hecho. Si existen las montañas es para que alguien las escale.

    Arturo lo examinó en actitud reflexiva.

    —Desde luego, Lancelot, eres un hombre insólito. No creo haber visto nunca semejante alarde de arrojo, maestría, nervio, gracia... -aquí el rey hizo una pausa para causar efecto-... y soberana estupidez.

    Ahora fue Lancelot quien enarcó las cejas. Al parecer, Arturo no sólo era un hombre que medía sus palabras, sino que las escupía a boca de jarro si sentía esa necesidad. Nadie había osado llamarlo estúpido con un tono tan ofensivo. Sintió crecer en su interior el resentimiento y la furia, cuando normalmente aquellas palabras deberían haberle resbalado. Arturo, al igual que Ginebra, había encontrado una fisura en su coraza.

    Lancelot se habría marchado de buena gana, pero el rey lo agarró por una manga y lo instó a acompañarlo hacia el corazón del palacio, lejos de la puerta y el confuso griterío de la muchedumbre. Lancelot observó los muros de piedra aurífera, las trabajadas columnas y unos nuevos tapices que representaban escenas de caza y de batalla. Mientras caminaban, Arturo continuó hablando.

    —En Camelot opinamos que toda vida es preciosa, incluida la de un extranjero. Tu valentía de nada vale si no cumple un propósito. Morir es fácil. Es vivir lo que requiere coraje.

    Lancelot hizo chasquear la lengua con gesto de menosprecio, aunque fue más bien un acto defensivo. No quería escuchar a Arturo porque aquel anciano estaba a punto de desmoronar las formidables murallas que había construido alrededor de él durante los estériles lustros transcurridos desde que cumpliera diecinueve años.

    —Si te empeñas en morir -dijo el rey, desoyendo el ruido hecho por Lancelot con la lengua como no fuera para hacer su voz aún más imperiosa-, al menos muere sirviendo una causa más noble que tú mismo. Pero insisto en que es mejor vivir y ser útil.
    —Yo sigo mis propios derroteros -replicó Lancelot con los labios crispados.
    —Eso no es verdad. Has perdido el rumbo -afirmó Arturo taxativamente.

    Puesto en entredicho, Lancelot se esforzó en mantener una actitud serena e impávida.

    —Veo que el rey tiene ya toda la materia de juicio necesaria para conocerme -dijo con una parodia de salutación.

    Arturo se detuvo y, haciendo crujir la seda azul de su vestimenta, se volvió para mirar inquisitivamente a Lancelot... Dos simas frente a frente.

    —No toda -dijo el rey-. Pero veo en ti el orgullo de quien nada suplica y no se doblega ante nadie. Y veo también la ira, y la soledad. Es un arduo camino el que has elegido.

    Lancelot no contestó, ni podría haberlo hecho aunque hubiese querido, porque Arturo había leído en su alma como si fuera transparente, y aún estaba aturdido por el golpe e intentaba que no trasluciera.

    Sin apartar la mirada, Arturo desenvainó su espada y se la entregó por la empuñadura.

    —Eres un espadachín. ¿Qué te parece esto?

    Lancelot cogió mecánicamente el acero del rey con su mano derecha y, aunque su mente estaba atribulada, tenía el cuerpo tan hecho a las artes marciales que adoptó de inmediato la postura correcta. El tacto de una hoja tan bien templada contra su piel le devolvió en parte la estabilidad emocional, como si el equilibrio corporal restituyera la paz a sus pensamientos. Observado minuciosamente por Arturo, probó la espada con el pie derecho adelantado, en la pose del esgrimidor, y luego con el izquierdo, en la posición más tradicional que usaría un caballero al guerrear detrás del escudo. Examinó la fina forja del puño y aquel punzante filo azulado que podía cercenar un brazo de un solo tajo.

    —Es una maravilla -dijo, y miró a Arturo de arriba abajo. Pensó que, a pesar de su andar mesurado y el cabello cano, el rey todavía era capaz de defender su vida si las circunstancias así lo exigían. Pero quiso oírlo de sus propios labios.
    —¿La esgrimís alguna vez?

    Arturo lo miró con un gesto de desagrado.

    —Cuando es preciso. La espada nunca es una solución, pero conviene que tus enemigos sepan que la tienes y no temes utilizarla.
    —Es demasiado bonita para mí. -Lancelot devolvió el arma a su dueño-. Tengo el vicio de perder todas las espadas.
    —Eso lo dudo -respondió Arturo sagazmente-. Un hombre que vive tan pegado al acero nunca se permitiría tamaña negligencia. -Envainó de nuevo el arma y, tras recorrer unos metros más, abrió una maciza doble puerta al final del pasillo-. Entra -le dijo a Lancelot, y acompañó la invitación con el gesto.

    El espadachín se asomó lentamente a una señorial cámara de forma esférica, edificada en piedra aurífera, como el resto del palacio. La luz se derramaba por dos ringleras de magníficas arquerías románicas iluminando una plataforma escalonada que circundaba toda la sala y, en el trozo que había en el centro, una enorme mesa circular dividida en trece secciones idénticas, provista cada una de su silla.

    —Ésta es la Tabla Redonda -declaró Arturo-. Aquí se reúne el Gran Consejo de Camelot. No hay cabeza ni pie, todos sus miembros son iguales.
    —¿Incluido el rey? -Lancelot miró a su interlocutor con escepticismo.
    —Incluido el rey.

    Lancelot se acercó a la mesa y la rodeó con gran parsimonia. Las secciones estaban dispuestas alternativamente en tonos gris perla y carbón. En el centro mismo se alzaba un pequeño brasero, cuyas llamas lamían el reborde y difundían un sutil aroma de incienso. Alrededor del brasero había una inscripción grabada al fuego en plata dorada.

    —«El mutuo servicio nos hace libres» -leyó Lancelot en voz alta.

    Arturo estudió atentamente su expresión.

    —¿Significa algo para ti?

    Lancelot miró al monarca y no dijo nada. ¿Cómo podía contestar a otro hombre cuando no tenía una respuesta para él mismo?

    —Ésta es la esencia de Camelot -explicó Arturo antes de que el silencio se dilatara, y señaló la suntuosa arquitectura de la sala-. No se encuentra en la piedra, ni en los artesonados, ni en los numerosos palacios y torres. Quema todos los edificios y Camelot continuará viviendo, porque vive en nosotros. Camelot es una creencia que anida en nuestros corazones. -Escrutó el rostro de Lancelot como si fuese un minero analizando la faceta de una roca corriente en busca de una veta de oro. Al rato, asintió-. Todavía no estás preparado, ¿verdad? No importa. Será un placer acogerte en Camelot todo el tiempo que desees quedarte.

    Lancelot negó con la cabeza.

    —Gracias, milord, pero creo que reanudaré mi camino sin tardanza. Tenéis una ciudad soberbia, pero, al igual que vuestra espada, quizá es demasiado bonita para un hombre como yo.

    Arturo torció la boca y pensó que tendría que añadir la tozudez a la lista de cualidades que había detectado en el viajero.

    —¿Y qué camino es ése?
    —El que me marque mi estrella. No tengo ningún plan.
    —¿Crees que todo lo que haces es una cuestión de azar?
    —Sí.

    Arturo fue hasta la entrada de la sala del consejo y extendió la mano hacia el pasillo.

    —Al final de este corredor hay dos puertas, una a la derecha y la otra a la izquierda. ¿Cómo decidirás cuál debes cruzar?

    Lancelot se encogió de hombros.

    —¿Qué más da un lado u otro? Lo dejaré en manos de la suerte. -Sabía que estaba siendo obtuso e intratable, pero tenía la sensación de que Arturo lo había acorralado contra el muro, y para Lancelot aquélla era una situación nueva y perturbadora.

    El rey lo miró fijamente.

    —En tal caso espero que la suerte te conduzca hacia la izquierda, porque es donde está la salida.
    —¿Entonces la puerta de la derecha era la de entrada?

    Lancelot sonrió sarcásticamente y, tras inclinar la cabeza en señal de respeto, dio media vuelta para irse. Estaba ya en el pasillo cuando Arturo lo llamó por su nombre. Se detuvo y se volvió en actitud circunspecta.

    —Se me acaba de ocurrir una idea -dijo el rey-. Un hombre que no teme a nada es un hombre que no ama. Y si no tienes amor, ¿qué felicidad hay en tu vida? Aunque puede que me equivoque.

    Lancelot lo miró por un instante, dejó escapar un suspiro y se alejó, cruzando la puerta izquierda en pos de la libertad.


    7


    Tras abandonar el palacio y el duelo mental con su rey tan abrumadoramente taimado y astuto, Lancelot fue objeto de la admiración, las felicitaciones de los miembros de la multitud que habían presenciado su hazaña en las baquetas. Algunos incluso querían que repitiese la gesta para poder extasiarse de nuevo y tratar de averiguar cómo lo hacía. Si hubiese estado de mejor talante, Lancelot tal vez los habría complacido, pero en ese momento todo lo que quería era estar solo. Ni siquiera soportaba la visión de la máquina.

    La gente le regaló comida a espuertas y lo trató como a un héroe. Lancelot dirigió la vista hacia la plataforma elevada donde había ido a recoger su premio, pero la butaca de Ginebra estaba vacía. Un segundo después la vio otear la plaza desde una galería del primer piso del palacio. Arturo estaba a su lado, y tenían los brazos entrelazados. Eran ya demasiadas emociones en un solo día, así que Lancelot rehuyó el homenaje popular y se encaminó a la caballeriza en busca de la plácida compañía de su corcel... para descubrir a Peter, el simpático caballerizo, sentado en un haz de paja junto a la casilla de Júpiter.

    —Si has venido aquí para recrearte en la gloría ajena, te has confundido de sitio -le espetó Lancelot-. En estos momentos no soy una compañía agradable.

    El rostro franco y generoso de Peter se ensombreció, pero era un muchacho de buen carácter que tardaba en darse por ofendido.

    —He pensado que querríais celebrar vuestro triunfo. Conozco una taberna estupenda; está a la vuelta de la esquina.

    Lancelot sacudió la cabeza. Un trago quizá le permitiese zambullirse un tiempo en el olvido, pero el local estaría lleno de gente que se obstinaría en revivir una y otra vez su hazaña en las baquetas, y lo único que quería era borrar el episodio de su mente.

    —Te lo agradezco, pero no. Prefiero estar solo. Tengo que meditar ciertos asuntos -dijo, y esbozó una sonrisa forzada. Peter asintió.
    —Lo comprendo -dijo-. Sé mejor que nadie que a veces es difícil encontrar tiempo para uno mismo. El día nunca tiene suficientes horas, ¿no os parece? La verdad es que me ha enviado el rey.
    —¡Vaya! -Lancelot se puso en guardia, preguntándose qué más podía querer Arturo. Si lo citaba para otra conversación privada, no estaba muy seguro de obedecer su llamamiento.
    —Me ha hablado de vos en el patio de las cuadras, y le he explicado que nos conocimos cuando veníais a la ciudad. Dice que ya sabe que sois independiente y que escogéis vuestro propio destino, pero que estará encantado de acomodar a vuestro caballo en palacio durante vuestra estancia, si no a vos mismo.

    En vez de responder, Lancelot entró en la casilla y acarició el liso pelaje negro de Júpiter. El corcel relinchó suavemente y le dio un cariñoso empujoncito.

    Peter estudió al hombre y al caballo.

    —Las cuadras de Camelot son insuperables, y no os costaría nada guardarlo allí.

    Lancelot sonrió, pero no había un asomo de humor en sus ojos.

    —En monedas, quizá no.

    Peter lo miró desconcertado.

    —Vos también podríais quedaros. Si queréis estar cerca de él, hay camas vacantes en la sala de los caballerizos.

    Lancelot observó a aquel joven optimista, de espíritu abierto y bienintencionado. Sabía que debía rechazar el ofrecimiento. No sólo sería al caballo al que tendría cerca, sino a Arturo con su aguda percepción... y a Ginebra. También ella era muy incisiva, y no quería recibir otro desplante al tratar de desarmarla. En contrapartida a esos inconvenientes, Júpiter necesitaba descansar. Habían pasado largo tiempo viajando sin respiro y, aunque era un excelente caballo, tenía sus limitaciones. No prestarle atención en ese momento suponía tener que prestársela más tarde, quizá en una tierra inhóspita. Las necesidades de su caballo eran prioritarias, y Lancelot finalmente accedió.

    —Te lo agradezco -dijo-. Será un honor aceptar el ofrecimiento del rey.


    Acompañado por Peter, el caballerizo, y Mador, uno de sus consejeros, Arturo caminaba lentamente junto a la hilera de casillas que se alineaba en un lado de las impresionantes cuadras de Camelot. Era una construcción cuadrangular, tres de cuyas caras estaban dedicadas a las caballerías y la cuarta a almacén de abastos y habitaciones para el servicio. En el centro había una fuente de mármol blanco rodeada por una densa alfombra de grava áurea extraída del lecho del río Camel. Las pisadas de Arturo crujieron en los guijarros y al rato cesaron, cuando se detuvo a mirar un bello ejemplar de tonalidades rojizas que comía mansamente en una de las casillas.

    —El ruano tiene un temperamento apacible, sire -dijo Peter, que había advertido hacia dónde dirigía Arturo la mirada-. Es una buena montura para una dama.
    —Tal vez. -Arturo enmudeció y siguió recorriendo el pabellón, parándose a examinar cada animal: uno pardo, dos bayos, uno zaino y un corcel negro, esbelto, con una planta excepcional. El rey hizo un gesto de sorpresa.
    —Pertenece a Lancelot -le informó Peter.
    —Debí suponerlo -dijo Arturo, y observó con curiosidad el corcel, que le devolvió una mirada muy similar, enhiestas las orejas y absorbiendo su olor a través de los ollares. Arturo hizo una breve pausa para acariciarle el hocico, y comprobó que el caballo era mucho más receptivo que su amo.

    A su espalda, Mador se aclaró la garganta.

    —Querría hablaros de vuestros esponsales, sire -apuntó-. Naturalmente, el pueblo está entusiasmado porque vais a tomar esposa, y desea que seáis muy felices...
    —Gracias, Mador -dijo Arturo gentilmente, y pasó al siguiente caballo. El corcel negro sacó la cabeza de su compartimiento y observó a los humanos con interés.
    —El pueblo ya la estima por su belleza y juventud. -El consejero miró de reojo a Arturo, que no contestó, ensimismado como estaba en la contemplación de una rotunda yegua gris con la crin y la cola negras.
    —Es lenta -dijo Peter-, pero sólida como una roca.

    Arturo asintió con aire ausente. Detrás de él, Mador persistió.

    —Más que nada, valoran su entrañable corazón. Dicen que ama tanto a su país que daría su vida por él.
    —¿Y también su cuerpo? -dijo Arturo con un tono neutro, y se volvió hacia Mador.

    El consejero pareció sorprenderse.

    —¿Perdón, milord?
    —¿Crees que se casa conmigo para proteger a su pueblo de Malagant de Gore?

    Mador negó con la cabeza.

    —Eso sería mucho presumir, sire. Por lo que sé de la dama, es amable y bondadosa. No obstante, hay algo que desearía preguntaros.
    —¿De qué se trata?

    Mador removió unos momentos la grava con el pie, y miró de nuevo al rey.

    —¿Lady Ginebra tiene intención de firmar el tratado del príncipe Malagant?
    —Lo ignoro, Mador. Si lo supiera ten por cierto que te informaría.

    Mador hizo un gesto de asentimiento.

    —¿Le habéis dicho que Camelot lucharía por Leonesse si fuese necesario?
    —No, en absoluto. -Arturo oyó el suspiro de alivio de su consejero y prosiguió su paseo hasta la siguiente casilla, donde una yegua blanca se empinaba y coceaba como protesta por vivir confinada en un espacio tan pequeño-. Pero lo haré -añadió.

    Una sombra de preocupación cruzó el rostro de Mador, pero Arturo no la vio porque había centrado toda su atención en la yegua.

    —¡Ajá! -exclamó satisfecho-. Ésta es. Enhorabuena, Peter, tienes buen tino para escoger los caballos.

    El caballerizo aceptó el cumplido con orgullo, pero también con inquietud.

    —Un bello animal, sire, y de sangre oriental, pero está endemoniada.

    Arturo la vio revolverse en su casilla, admirando su elegante línea y la espléndida configuración del cuerpo.

    —Es un poco temperamental -confirmó, pero al mirar sus cabriolas le brillaron los ojos.

    Mador volvió a carraspear.

    —Creo que deberíamos eludir cualquier compromiso específico, sire.

    Arturo reprimió su crispación ante la insistencia de Mador. Sabía que los reparos de aquel hombre eran los de todo el consejo, y comprendió que no tenía derecho a desatenderlos.

    —¿Existe un compromiso más específico que el matrimonio, Mador? -dijo. Se volvió hacia el joven caballerizo-. Ensíllala, muchacho, y tráemela al recinto de exhibición.

    Peter se mordió el labio inferior.

    —Ha intentado tirarme al suelo una docena de veces, sire -dijo-. Es salvaje e ingobernable.

    Arturo lo escuchó sin inmutarse.

    —No te apures y ensíllala.
    —Sí, sire.

    Con una destreza consumada y el corazón trepidante, Peter sacó a la díscola yegua de su compartimiento y la condujo a la zona de embridar. Arturo siguió todo el proceso y se frotó la barbilla.

    —El matrimonio es una cosa, sire -dijo Mador mientras observaba al mozo y la yegua-, pero una alianza militar es algo completamente distinto. No tienen por qué ir aparejados.

    Arturo dejó de frotarse la barbilla y se volvió para replicar a su consejero. Mador no había pronunciado su sentencia en el sentido en que él la interpretó, pero aun así el rey captó la verdad que encerraba.

    —Sí, Mador, tienes razón, y así se lo haré saber a mi futura esposa. Gracias. Siempre he podido contar con tu discernimiento.

    Con aire abstraído, el caballero saludó y se fue, inclinándose de nuevo en la entrada de la cuadra al encontrarse a Ginebra y sus doncellas. La dama vestía una túnica de montar de tonos marfil, consistente en un holgado refajo y un blusón largo partido hasta las caderas para facilitarle los movimientos. Encima de esta prenda llevaba un jubón de cazador, y se había recogido seductoramente la sedosa y oscura cabellera en un moño trenzado. Arturo se quedó sin habla al ver su belleza y corrió hacia ella. Con el rabillo del ojo vislumbró a Peter, que ya había ensillado la yegua, y le hizo una señal.

    —¡Demuéstranos cómo se porta! -ordenó, y se unió rápidamente a Ginebra.

    Peter se inclinó ante su rey y montó. Apenas se había instalado en la silla cuando la yegua echó a correr sin previo aviso, al tiempo que daba violentas sacudidas como si nunca hubiera tocado su grupa un arreo ni un jinete. Peter dio muestras de su experiencia logrando permanecer sentado. Incapaz de deshacerse de él, el animal se lanzó a un galope tendido por el recinto. Arturo espió tiernamente la arrobada expresión de Ginebra.

    —La he comprado para vos -dijo en un susurró.

    Ginebra alzó hacia él unos ojos exultantes, donde las diminutas manchas verdes de los iris relucían como esmeraldas.

    —¿De verdad? -Su sonrisa destilaba júbilo-. Nunca había visto un animal tan hermoso.

    Contento secretamente por su reacción, Arturo fingió no estar del todo convencido.

    —Peter opina que no es un caballo apropiado para una dama.

    Ginebra se echó a reír y sacudió la cabeza.

    —Es el caballo que yo misma habría elegido.
    —Sí, lo sé.

    Ella ladeó la cabeza hacia su prometido.

    —¿Cómo lo sabéis?
    —Por Leonesse, ¿no os acordáis? Fue la primavera pasada, cuando vuestro padre aún gozaba de buena salud y organizamos juntos una cacería. Entonces os vi cabalgar. Érais una brava amazona. -La imagen volvió a la mente de Arturo. Ginebra montaba una yegua baya, riendo por el placer que le producía galopar, la trenza medio deshecha.
    —Creo que el adjetivo que usó mi padre fue «imprudente» -dijo Ginebra con aire travieso.
    —Sí, siempre os escatimó los elogios, pero sé que valoraba a su hija más que a nada en el mundo.

    Ginebra se puso seria.

    —Y a vos os admiraba más que a ningún otro hombre, mi señor. Creo que deseaba este matrimonio con toda el alma.
    —No era el único -repuso Arturo con voz emocionada, y la llevó hasta el centro mismo del picadero, no muy lejos de la fuente de mármol- Aquí hay tanto espacio que es como si estuviéramos solos. -Sonrió y dio una rápida ojeada a los criados que rondaban por el perímetro, quizá a la vista, pero lo bastante lejos como para no oírlos.

    Ginebra bajó la mirada y, con tono insinuante, preguntó:

    —¿Tenéis algún secreto que confiarme, señor?

    Arturo contuvo el impulso de besar aquellos labios juveniles, apetecibles. Todavía no eran de su propiedad.

    —Nada de secretos. Sólo voy a haceros una pregunta -dijo, y respiró hondo-. ¿Deseáis realmente casaros conmigo?

    Ginebra tuvo un brusco sobresalto y lo observó con el rostro demudado.

    —Señor, yo...

    Antes de que atinara a decir nada más, Arturo se adelantó a ella, resuelto a hacer uso de la palabra para bien o para mal.

    —No tenéis que casaros conmigo porque vuestro padre así lo quisiera, ni porque vuestro país lo necesite. Camelot protegerá a Leonesse tanto si nos casamos como si no.

    Ella se quedó muda. El monarca vio cómo el color volvía a sus mejillas y tuvo que hacer un esfuerzo para no estrecharla entre sus brazos. No pretendía cortarle las alas, sino darle la opción de la libertad.

    Los ojos de Ginebra brillaron humedecidos.

    —No sabéis lo que significa para mí oíroslo decir. Todos piensan que acepté vuestra proposición por... por las ventajas que me ofrecéis.

    A Arturo le dio un vuelco el corazón.

    —¿Queréis pues que os libere de vuestros votos?

    Ginebra negó vehementemente.

    —No, señor. Quiero casarme con vos; no con vuestra corona, ni con vuestro ejército, ni con vuestra ciudad de oro, sino con vos mismo.

    Arturo tragó saliva.

    —¿Os basta mi persona? -preguntó.
    —Si me amáis, sí -contestó Ginebra con gravedad.

    Sus miradas se encontraron. Al fin, el rey se aclaró la reseca garganta y estiró la mano.

    —¿Os acordáis de esto?

    Ginebra reparó en la cicatriz que cruzaba el dorso de aquella mano. Era aún lo bastante reciente como para estar sonrosada, pero ya había desaparecido la inflamada rojez original.

    —Por supuesto que sí. -Sin apretar, resiguió la línea de la herida con el dedo índice-. Os clavasteis un arbusto de espino durante la cacería. No pensé que fuera a dejaros semejante cicatriz.
    —Fue un arañazo superficial, pero sangró como una herida de guerra.
    —Lo recuerdo.

    Arturo rió trémulamente. El contacto de Ginebra era como una tea arrojada en medio de la leña seca.

    —Tomasteis mi mano entre las vuestras y secasteis la sangre con la manga del vestido.

    Ginebra sonrió y continuó acariciando con delicadeza la cicatriz.

    —La tela todavía conserva la mancha.

    Los sentidos de Arturo se exaltaron. Un escalofrío recorrió su columna vertebral.

    —Hasta entonces no me había dado cuenta de lo dulce que debe de ser recibir el amor de una mujer. En aquel momento, por primera vez en mi vida, quise... -Se detuvo a mitad de la frase y soltó una carcajada. ¿Qué hacía un hombre de cabellos grises, y años en concordancia, comportándose como un joven imberbe? No se daba crédito a sí mismo.
    —¿Qué quisisteis, señor? -susurró Ginebra.
    —¡Ah! Lo que todos los sabios aseguran que es efímero. Lo que no puede prometerse ni puede conseguirse que perdure, como no se manda sobre la luz del sol. Pero no deseo morir sin haber sentido su calor en mi rostro.

    Ginebra guardó silencio, sin saber cómo reaccionar ante una declaración tan fogosa y conmovedora. Quería, en efecto, a Arturo, quien se había forjado en el mismo molde que los otros dos hombres de su vida a los que había respetado y venerado: su padre y Oswald. No habría elegido a nadie más como esposo, pero aun así su afecto por él era reposado, incapaz tal vez de corresponder a la pasión que veía en sus ojos.

    —Cásate con el rey, Ginebra -la exhortó Arturo, en un tono de familiaridad que antes no habría osado adoptar-. Pero ama al hombre.

    Ella adelantó la barbilla, procurando que su prometido no advirtiera sus resquemores, porque eran pueriles.

    —Sólo conozco un modo de amar, mi señor, y es con el cuerpo, el corazón y el alma. -Estrechó su mano y besó la cicatriz-. Adoro la herida que me dio vuestro cariño.

    Antes de que Arturo pudiera contestar, Peter se acercó a ellos montado en la yegua blanca, que aún resoplaba y hacía cabriolas. Con cierta dificultad, tiró de las riendas para que se detuviese y saltó de la silla.

    El momento de intimidad se evaporó como los rayos del sol que había mencionado Arturo, pero su tibieza pervivió.

    —Tómala -dijo con un gesto ampuloso-. Es tuya.
    —Tened cuidado con ella, milady -le advirtió Peter.

    Ginebra se limitó a sonreír, se acercó a la yegua, cogió la brida y empezó a murmurarle palabras afectuosas. El animal subió y bajó la cabeza unas cuantas veces, piafó brevemente, y al fin se sosegó para disfrutar de las carantoñas de la dama.

    El caballerizo contempló la escena con expresión de asombro al tiempo que se rascaba la cabeza.

    —Dios os guarde, milady. Es innegable que tenéis buena mano para los caballos -declaró con tono de admiración.

    Ginebra lo miró por encima del hombro, radiante de dicha por su nueva posesión.

    —¿Tiene ya nombre?
    —No, milady -repuso Peter.
    —En ese caso la llamaré Claro de Luna, en memoria de la primera vez que vi Camelot. -Recogió las riendas y se dispuso a montar.
    —Dejadme que os busque una silla de mujer -ofreció Peter servicialmente.
    —No hace falta.

    Sin dejar siquiera que le acercasen un montador, Ginebra se encaramó a la grupa de la yegua como un arquero mogol, demostrando con ello al joven caballerizo que era una mujer de extraordinarias aptitudes ecuestres. Antes casi de introducir los pies en los estribos, ya había puesto la yegua a un galope corto. El animal hizo un par de amagos de encabritarse, levantando las patas delanteras, pero enseguida se tranquilizó gracias a la mano experta de la amazona. Ginebra se olvidó de todo excepto del poderío de la briosa yegua blanca que cabalgaba, absorta cada fibra de su ser en la experiencia de la monta.

    Peter silbó entre dientes.

    —Tiene una belleza muy poco común, sire.
    —Sí -convino Arturo.

    Peter miró a su rey con el rabillo del ojo.

    —Y la yegua también.

    Arturo rió para sus adentros.


    8


    Lancelot había terminado de atender a Júpiter, cuando oyó un estrépito de cascos en el patio de la cuadra y el grito de un mozo. Tras dar una palmada de despedida en la negra anca del corcel, fue a ver quién llegaba armando tanto alboroto... y quedó subyugado por una visión. Estaba sentada sobre una yegua blanca, con el cabello castaño recogido en una trenza enmarañada que le caía hasta las caderas. Tenía los labios entreabiertos y el rostro arrebolado por el furor del galope. Se diría que acababa de abandonar el lecho de su amante.

    Semioculto en las sombras de la cuadra, Lancelot miró a la recién llegada y conoció el tormento del deseo. Sabía que se lo había infligido él mismo. Nunca debería haber aceptado la oferta de Arturo; más le hubiera valido seguir sus correrías con Júpiter. Sin embargo, la libertad del camino no era digno sustituto de la imagen arrebatadora que ahora lo tentaba. Le había dicho al rey que todo dependía de la suerte, que no importaba tomar una senda u otra, pero en el fondo de su corazón sabía que no era cierto. No era el azar lo que había inspirado su decisión de quedarse.

    Ginebra desmontó con una soltura espontánea, casi masculina; y el caballerizo que había acudido a toda prisa al verla entrar se hizo cargo de las riendas. De inmediato, la yegua empezó a girar nerviosa. Se le desorbitaron los ojos y propinó una coz al muchacho.

    —Puedes soltarla -dijo Ginebra divertida-. Yo misma la entraré, quiero que se acostumbre a mi presencia.

    Visiblemente aliviado, el mozo hizo una reverencia y se alejó. Ginebra sujetó las riendas con mano firme, pero con la que tenía libre calmó y acarició al animal, asegurándose de que estaba tranquilo antes de meterlo en una casilla vacía. Lancelot la siguió. Además de querer admirar de cerca su indómita belleza, sentía curiosidad por conocerla mejor. No era corriente que una joven de su abolengo manejara de un modo tan desenvuelto y confiado los caballos, especialmente a un demonio embravecido como aquella yegua. «Quizá los temperamentos de ambas congenian a la perfección», pensó Lancelot sin poder evitar sonreír, y se apoyó en la puerta de la cuadra para observar los cuidados que Ginebra prodigaba a su montura. Primero desató las cinchas de la silla, y luego se entretuvo en hacerle fiestas, susurrando palabras en su oreja tiesa y alerta. El animal respondió bufando y restregando el hocico contra la mejilla de su dueña. Lancelot quedó impresionado. Había muchas personas que sabían tratar a los caballos, pero sólo unos pocos escogidos poseían el don de establecer una comunicación instantánea. Ginebra volvió a susurrarle algo al animal y Lancelot deseó encontrarse en su lugar.

    —¿Qué le estáis diciendo?

    La joven se volvió y lanzó una exclamación de sorpresa. Cuando vio a Lancelot se sonrojó, con lo que resaltaron las motas verdes y doradas de sus ojos.

    —Tenemos nuestro lenguaje particular -respondió y, recobrando enseguida el aplomo, actuando como si la presencia de aquel hombre le fuera indiferente, siguió acariciando a la yegua y susurrándole palabras dulces al oído.

    Totalmente hechizado, Lancelot dejó la puerta y se adentró en el ambiente más íntimo de la casilla, deteniéndose al otro lado del caballo.

    —Cuidado -le advirtió Ginebra-. No le caen bien los extraños.
    —Yo no soy ningún extraño -dijo Lancelot, y acarició a la yegua delicadamente. A continuación ahuecó la mano alrededor de la blanca oreja y emitió unos quedos sonidos. El caballo reaccionó hundiendo al hocico en su mano y azuzándolo-. ¿Lo veis? -Miró a Ginebra con una sonrisa..

    Ginebra no pudo evitar sonreír también, a pesar de sus esfuerzos. Una vez más habló a Luz de Luna y recibió sus muestras de afecto. Lancelot la imitó. El animal les separaba y les unía a un tiempo. Ginebra se fijó en los dedos curtidos de Lancelot sobre la blanca pelambre, y fue casi como si estuviera tocando su propio cuerpo. Un estremecimiento le recorrió la espalda. La mirada de Lancelot era un ascua candente, intensa, y comprendió que debía guardar las distancias o de lo contrario se quemaría. El hombre volvió a murmurar en el oído de la yegua, y ésta volvió a golpearlo levemente con el hocico y empezó a mordisquear el áspero tejido marrón de su coleto.

    —Y bien, ¿qué le decís? -El tono de Ginebra era ligero y burlón, un escudo a su auténtico sentir.

    Lancelot sonrió, y se acentuaron las pequeñas arrugas que enmarcaban sus ojos.

    —Primero vos, milady. Es vuestro privilegio.

    Ginebra titubeó por un instante, y claudicó. Si algo logró suavizar la tensión que había entre ambos fue el delicioso, cómico soplo que exhaló para dirigirse a Luz de Luna. La mueca irónica de Lancelot devino una sonrisa abierta.

    —Ahora os toca a vos -dijo al tiempo que hincaba el pie en la tierra.

    Él frunció los labios, la obsequió con un sonido parecido, aunque de timbre más grave, y se echó a reír. Ginebra lo imitó. Pero, espantada por la proximidad de Lancelot, tuvo un súbito acceso de timidez, le dio la espalda e hizo ademán de retirar la silla.

    —Dejadme a mí, os lo ruego -dijo él. Le quitó la silla de las manos, levantándola con facilidad. No era un hombre corpulento ni particularmente musculoso, pero poseía una energía fibrosa y una felina precisión en las extremidades que le daban mejores resultados que la fuerza bruta. Entretanto, Ginebra se dedicó a desajustar la brida.
    —No esperaba volver a veros tan pronto, y menos en Camelot -dijo Ginebra mientras le dirigía una mirada que no era precisamente amistosa.
    —Ni yo esperaba que os casarais con su rey -replicó él.

    Ginebra apretó los labios. ¿No podía cobrar su recompensa en monedas e irse por donde había venido? Era lo que habría hecho cualquier hombre normal. Pero, por otra parte, empezaba a intuir que la «normalidad» no era uno de los atributos de Lancelot.

    —Por lo visto le habéis causado una honda impresión.
    —¿Ah, sí?
    —Fuisteis el tema central de conversación en el banquete de anoche. Está interesado en vos.
    —Se ha propuesto salvarme de mí mismo. -Lancelot frotó el lomo de la yegua allí donde el roce de la silla había dejado un sudor salado, y traspasó a Ginebra con la mirada-. No lo sabe, ¿verdad?

    Ginebra se ocupó con los arreos de Luz de Luna.

    —¿No sabe qué? -Su tono era informal, un poco defensivo.
    —Que vos y yo ya nos conocíamos. Aunque decís que fui el centro de la conversación, dudo que le aclaraseis ese punto.

    Ella se sonrojó y dijo:

    —Si queréis que le cuente el servicio que me prestasteis, así lo haré.

    Él la contempló de pies a cabeza, y en sus labios se dibujó una sonrisa.

    —No, dejemos que sea nuestro secreto.

    La turbación de Ginebra fue en aumento, porque había percibido que el término «servicio» podía ser ambiguo y referirse a algo más que un vulgar rescate de los esbirros de Malagant. Apretó las mandíbulas y lo miró fijamente.

    —Yo no tengo secretos con el rey.
    —Desde luego que no.

    Ginebra abrió la boca para replicar, pero se dominó. Era lo que él esperaba. Estaba provocándola deliberadamente, jugaba con su genio para hacerla más vulnerable. Tanto mejor, porque no pensaba morder el anzuelo.

    —Y decidme -preguntó con un tono de afectado interés-, ¿cuánto tiempo os quedaréis en Camelot?

    Esta vez fue Lancelot el sorprendido, aunque acertó a cambiar de curso entre el pensamiento y su expresión.

    —No tengo planes... ¿Por qué lo preguntáis?
    —Ya sabéis que os estoy muy agradecida por la ayuda que me ofrecisteis en el bosque. Pero creo que será preferible que os marchéis.

    Lancelot la miró desconcertado desde el otro lado de la yegua.

    —¿Por qué?

    Ginebra notó que su rostro se encendía de nuevo, y sintió crecer dentro de ella un confuso nudo de emociones que la estrangulaban.

    —Por el modo que tenéis de mirarme -masculló-. Lo sabéis de sobra.

    Lancelot inclinó la cabeza a un lado.

    —¿Y cómo os miro?
    —Como si... -Ginebra respiró hondo-. Como si todo fuese posible.
    —Y lo es -dijo Lancelot con una voz ponderada, expeditiva.

    Su absoluta confianza silenció a Ginebra. ¿Cómo se lidiaba a un hombre así, a menos que ordenara su arresto y lo hiciese desterrar de Camelot y de su vida? Sin embargo, ¿era lícito expulsarlo cuando le había salvado la vida poniendo en grave peligro la suya?

    —Sabéis muy poco acerca de mí -dijo, y esta vez había en sus ojos una nota de súplica-. Pero creo, y espero, que desearéis mi felicidad.

    Una extraña expresión cruzó el rostro de Lancelot. «Es casi de dolor», pensó la dama.

    —Sí -contestó él con reticencia-. Deseo que seáis feliz.
    —Afirmáis que todo es posible, pero os equivocáis. He tomado una decisión. Está grabada en la roca. Me casaré con Arturo.
    —¿Y eso os hará dichosa?

    Ginebra suspiró y, tras dejar a Luz de Luna en su abrevadero, echó a andar hacia la puerta de la cuadra.

    —Teniendo a Arturo por marido, ¿cómo podría no serlo?

    Había hablado con determinación. Lancelot no respondió, pero aunque le daba la espalda tenía una conciencia abrumadora de su presencia y del modo en que su afligido escrutinio reavivaba las dudas que tan cuidadosamente había enterrado, exponiéndolas una vez más a la cruda luz del día.


    9


    Cerca de los grandes cruces de piedra que delimitaban la frontera entre Camelot y Leonesse, un pastor apacentaba a su rebaño de ovejas moteadas y contemplaba los diáfanos velos trazados por las nubes en el cielo azul. De repente, su perro gimoteó, agachó las orejas y metió la cola entre las patas.

    Alertado, el hombre volvió la vista hacia el camino que se perdía más allá de las cruces, donde el mandato de Camelot ya no imperaba. El suelo vibraba bajo sus pies. Su aguda vista escudriñó el horizonte, y en la calma estival divisó una compacta masa de jinetes que avanzaba como un negro nubarrón. No era la guardia real de Camelot, porque recientemente no se había ausentado ningún destacamento como no fuera para ir a buscar a lady Ginebra en su viaje prenupcial, y hacía casi dos semanas que habían vuelto. Tampoco podían ser tropas de Leonesse. Aquel país no poseía una milicia ni tan abundante ni tan temible.

    El pastor se ocultó detrás de una roca y llamó al perro a su lado. Las ovejas dejaron de pacer y, con balidos de alarma, se apartaron al trote de los bordes del camino. Los jinetes se acercaron y el pastor vio desde su escondrijo que lucían la oscura armadura que se había convertido en el símbolo de la opresión y el terror del príncipe Malagant. Aunque éste nunca había cometido ninguna fechoría en las tierras pertenecientes al Rey Supremo, el pastor había oído relatos más que suficientes para temblar de miedo cuando aquellos hombres de negro coronaron la colina de las cruces. Eran al menos cien jinetes de rostro implacable, todos ellos armados hasta los dientes.

    El príncipe Malagant encabezaba la expedición, destacando como un individuo alto, enjuto, de cabello y ojos tan negros como su atuendo. Había descubierto al agazapado pastor y su perro, pero se abstuvo de ordenar que los mataran. Aún desconocía el número y la fuerza del ejército de Camelot, y no estaba dispuesto a ponerlo a prueba hasta haber verificado su propia superioridad.

    Malagant sofrenó su montura y lo mismo hicieron los hombres que lo seguían. Luego tiró de las riendas y alzó el puño enguantado. Camelot se extendía ante él como un festín de victoria ofrecido a un guerrero voraz. Contempló el lago plateado, los áureos torreones y almenas reverberando en el sol, los tejados de pizarra azul y las ondeantes banderas que proclamaban la residencia y la autoridad de Arturo. «Camelot», gruñó complacido, y en su rostro apareció una sonrisa aviesa. Cuando sus hombres y él reemprendieron su avance para enfilar la avenida, el sonido de los cascos se mezcló con el repicar de las campanas de la catedral.


    En el campanario de la magnífica catedral de Camelot, los monjes tiraron de las listadas cuerdas para pregonar la hora duodécima en toda la ciudad. Las formidables campanas se balancearon de un lado a otro, y los badajos oscilaron en sus oscuras cavidades. En la colina, el pastor, aún débil tras su encuentro con los jinetes de Malagant, oyó los tañidos puntuales y claros. En la plaza mayor, la gente cesó en sus conversaciones o regateos comerciales y esperó que acabasen de sonar las campanadas.

    En el interior del palacio real el clamor del mediodía marcó también la apertura de una sesión del Gran Consejo. Dos guardianes abrieron las puertas de la cámara de la Tabla Redonda, y se tocó una fanfarria para anunciar la llegada de los once caballeros con derecho a ocupar un lugar en la famosa mesa. Los frailes de la catedral que ejercían de escribientes y funcionarios tomaron asiento en las sillas instaladas en la alta grada que bordeaba el perímetro de la sala circular. Los amanuenses tenían unas grandes tablillas de cera y punzones de madera con los que tomaban sus notas, en el caso de que se ratificara alguna proclama.

    Cada caballero se situó en el lugar que tenía asignado en la mesa redonda y permaneció de pie con la espada depositada delante de él, con el extremo de la hoja apuntando hacia el centro de la mesa. Arturo fue el último en entrar, dando el brazo a Ginebra y seguidos ambos por las camareras de la corte. El rey ladeó la cabeza para susurrar algo a su prometida, quien, tras asentir y dedicarle una sonrisa, se separó de él y fue grácilmente a ocupar su sitio en otra sección del estrado superior, donde le habían dispuesto una regia butaca repujada en filigrana de plata dorada.

    Arturo se detuvo delante de su propio asiento y contempló a aquella asamblea de once caballeros, doce incluido él mismo. El lugar número trece estaba vacío, sin ninguna espada reposando en su sección ni un hombre de pie junto a la ornamentada silla de madera. Era el asiento de Malagant, o lo había sido hasta que la última primavera había reñido con el Gran Consejo para abandonarlo a continuación como un tornado, acusando a sus miembros de ser un hatajo de blandos y mentecatos. Por un tiempo su puesto había quedado en reserva, ya que Arturo albergaba la esperanza de que las asperezas pudieran limarse. Pero después de enterarse de lo que había hecho, se resignó a admitir que no habría reconciliación. La vacante sería ocupada cuando encontrara al hombre apropiado.

    No obstante, Arturo había intentado una última vez que Malagant volviese a ocupar su puesto, e incluso lo invitó abiertamente a esa sesión del Gran Consejo, pero al parecer su antiguo compañero y confidente había decidido no asistir. El rey pensó con tristeza que no era un asunto de azar, sino de libre albedrío. Lancelot estaba equivocado.

    El eco de la última nota del clarín del mediodía se desvaneció y, al hacerse el silencio, Arturo pronunció la sencilla oración que siempre abría las sesiones del Gran Consejo.

    —Que Dios nos otorgue sabiduría para discernir qué es justo, voluntad para escogerlo y fuerza para hacerlo perdurar.
    —Amén -dijeron a coro los caballeros, y se sentaron.

    Arturo echó un vistazo a aquellos hombres que eran sus escoltas, sus camaradas, sus consejeros y amigos. No existía una persona más afortunada. Al pensar en ello, dirigió instintivamente la mirada hacia Ginebra, y una llama prendió en sus entrañas. En un momento sometía a una yegua medio salvaje, para al siguiente aparecer tan noble y regia como una reina, y en ambos casos era irresistiblemente hermosa.

    Ginebra correspondió a su mirada con una sonrisa. Sonriente también él, Arturo se dirigió a los caballeros.

    —Amigos míos, como bien sabéis voy a casarme pronto y...

    Tuvo que callar porque todos los hombres a una aporrearon la mesa con los puños, en el tradicional gesto de aprobación de los soldados.

    —¡Ya era hora de que lo hicieseis! -exclamó sir Patrise-. Hubo un tiempo en que todos desesperamos de que llegara ese día.

    Aún sonriendo, Arturo esperó que acabase la algarabía y al fin pudo continuar.

    —Aunque durante mi reinado hemos vivido una serie de guerras, tengo la esperanza de que a partir de ahora vendrán tiempos más halagüeños. Pero, antes, queda un asunto por resolver. Confiaba en que... -Hizo una pausa y la asamblea en peso volvió la vista hacia la puerta, ya que habían oído el ruido de unos pasos que se acercaban, unas zancadas contundentes y el tintineo de unas espuelas. Arturo sintió a la vez alegría y ansiedad. Malagant se había presentado a pesar de todo.

    El rey, se puso se pie e indicó a dos criados que abriesen las puertas de la cámara redonda. Una tangible oleada de animosidad corrió entre los hombres que estaban sentados a la mesa cuando vieron al príncipe Malagant erguido en el umbral, respaldado por una escolta de sus fúnebres soldados. El mismo Malagant vestía una elegante pero severa armadura negra. Podría haber sido un hombre apuesto de no ser por la mueca despectiva de sus labios y la codicia que se reflejaba en sus ojos oscuros. Sus facciones eran limpias y poderosas, y llevaba el pelo cortado tan a ras del cráneo que parecía una sombra.

    —Admitid a nuestro invitado -dijo Arturo adoptando un tono de fría dignidad-. El príncipe Malagant está aquí porque he requerido su presencia y cuenta con mi protección.

    Una sucinta ojeada en dirección de Ginebra le hizo ver que había adoptado una postura rígida y se aferraba con tal fuerza a los brazos de la butaca que tenía los nudillos blancos. Si las miradas pudiesen matar, Malagant habría caído fulminado allí mismo, con o sin la protección del rey.

    Con una sonrisa cínica, el príncipe Malagant entró en la cámara tras ordenar a sus lugartenientes que aguardasen fuera. Hizo una reverencia a Arturo y luego se volvió hacia la tarima e inclinó la cabeza ante Ginebra, luciendo en el rostro una máscara de falsa simpatía.

    —¿Puedo felicitar al rey por su inminente matrimonio? -preguntó cortésmente.

    Con el rostro ceniciento y unos ojos que despedían chispas, Ginebra le devolvió la mirada, aunque conservó el suficiente autocontrol para no abrir la boca.

    Malagant se alejó de ella y cruzó la sala, con pisadas retumbantes, hasta alcanzar la silla vacía y la sección sin espada.

    —Veo que mi asiento aún no tiene ocupante -comentó-. Quien fue caballero un día, siempre lo será.
    —Dejaste el consejo por tu voluntad -repuso Arturo fríamente-. Si tu puesto está vacante es porque deseo elegir a tu sucesor con sumo celo.

    Malagant se encogió de hombros.

    —Cada uno debe seguir su propia senda, milord. Y la mía iba más lejos que la vuestra.
    —¿Hasta dónde va a llevarte, Malagant? -preguntó Arturo. Aunque se había propuesto no elevar el tono de su voz, ésta adquirió un matiz de hostilidad-. ¿A Leonesse?

    A Malagant no pareció afectarle la actitud desafiante del rey. La velada sonrisa no abandonó su rostro, y su propia voz continuó imperturbable, razonable y moderada.

    —Leonesse es mi vecino, y me gustaría decir que mi amigo. He ofrecido a la dama que lo rige un tratado de paz que nos beneficiará a ambos. Espero su respuesta.

    Uno de los escribas se levantó de su silla en un rincón de la sala y entregó a Arturo un bello pergamino.

    —El tratado, sire.

    Arturo lo tomó sin hacer comentarios, pero Ginebra no pudo callar por más tiempo.

    —¿Llamáis amistad a incendiar pueblos enteros? -Sus labios se retorcieron en una mueca y dejó escapar un gruñido.

    Malagant volvió a inclinarse ante ella con una expresión de aflicción en el rostro, como si le hubiera causado una terrible afrenta.

    —Me temo que en este caso así es, milady. Desde que murió vuestro honorable padre, vuestro país cada día que pasa es más ingobernable. Ladrones y asesinos campan por sus respetos. Los viajeros que lo cruzan corren peligro de muerte. -Su voz aumentó de potencia, llegando hasta todas las personas que se habían congregado en la espaciosa estancia-. La anarquía es una enfermedad que infecta cuanto toca. De modo que sí, la he reducido a cenizas allí donde la he encontrado, y sí, lo considero un acto de amistad.
    —¡En Leonesse no hay anarquía! -replicó Ginebra enfurecida-. ¡Mentís, vos sois nuestro veneno!
    —Disculpad mi ignorancia, señora, pero ¿no fuisteis atacada vos misma en vuestro viaje a Camelot? -Malagant abrió los brazos en una apelación a todos los hombres presentes, como diciendo: «Fijaos en esta mujer histérica. No es apta para gobernar.»

    A Ginebra le rechinaron los dientes.

    —¡Sabéis perfectamente quién me atacó!
    —Me he encargado de averiguarlo. Mis hombres han dado caza a los bandidos, y ya se ha hecho justicia. Un puño de hierro es el único lenguaje que entienden y respetan esos maleantes. -Cerró su propio puño y lo alzó para ilustrar su discurso.
    —¡Justicia! -clamó Ginebra, y soltó una carcajada-. No conocéis otra ley que vos mismo.

    Malagant ignoró sus palabras y se inclinó nuevamente ante el rey.

    —Todo lo que sé lo he aprendido de un maestro insigne.

    Arturo no contestó porque estaba leyendo atentamente el tratado. Con un hondo surco entre las cejas, dijo en voz alta:

    —Fuerzas armadas con libre acceso a todo Leonesse... Tropas para colaborar en la implantación de la ley y el orden... -Miró a Ginebra-. ¿Quieres firmar este documento?

    A ella le tembló la mandíbula.

    —No lo firmaré jamás -proclamó con furia.

    Arturo apartó el tratado.

    —Ahí tienes tu respuesta -dijo pausadamente a Malagant-. Es un «no» tajante.

    El príncipe tomó una actitud desdeñosa.

    —Lady Ginebra es muy valiente ahora que va a casarse con el Rey Supremo. -Cruzó los brazos en el pecho y fue a increpar a Arturo-. Decidme, milord, ¿quedará también Leonesse bajo la protección de Camelot?
    —¿Necesita Leonesse ser protegido? -contraatacó Arturo. Aunque externamente mantuvo la calma, por dentro bullía con una rabia tan inflamada como la de Ginebra.

    Malagant dirigió al monarca una sonrisa de complicidad masculina que pretendía relegar a Ginebra a una total insignificancia.

    —Vamos, he venido porque quería zanjar amigablemente este asunto. Ambos sabemos que Leonesse es demasiado débil para defenderse solo. ¿Por qué no partirlo... digamos que en dos mitades? El pez pequeño debe ceder ante los grandes. ¿Y qué nación es más grandes que Camelot, tierra de justicia y esperanza de la humanidad? -Si había burla en sus palabras, supo disimularla. Tendió a Arturo una mano callosa, propia del espadachín prominente-. Sellemos mi ofrecimiento y todos viviremos como amigos.

    Arturo no estrechó la mano del príncipe, a quien miró con animadversión.

    —Me ofreces lo que no tienes poder para dar.

    Malagant siguió sonriendo, pero la expresión se había congelado en su rostro. Su mano permaneció extendida, y apeló a la reunión de caballeros que escuchaban en torno a la Tabla Redonda.

    —Todos me conocéis. Hemos cabalgado juntos durante más de quince años. Sabéis que soy un hombre de palabra. No me convirtáis en vuestro enemigo, no deseo causar ningún daño a Camelot.
    —Devoraríais el mundo si pudierais -farfulló Ginebra en un susurro apenas audible.

    Arturo la miró con el rabillo del ojo antes de responder a Malagant con un tono de convicción serena, pero poderosa.

    —Conoces la ley por la que nos regimos. -Inclinado sobre la mesa, paseó la mano sobre la divisa de plata en ésta grabada, girando completamente hasta encararse de nuevo a su interlocutor-. «El mutuo servicio nos hace libres.» Y ahora, dime dónde en esta habitación ves inscrita la leyenda: «Fuera de Camelot viven pueblos inferiores, pueblos demasiado débiles para velar por sí mismos. No hay que preocuparse de ellos, dejemos que sucumban.» -Arturo escrutó con dureza los ojos negros del príncipe, pero éste no se acobardó. La voz del monarca se hizo más bronca debido a la furia que luchaba por controlar-. Yo te vaticino ahora, Malagant, que si los abandonamos su sangre vendrá a bañar nuestras mismas puertas, y el humo de sus hogueras irritará nuestros ojos hasta que también nosotros nos sumemos a su llanto.

    Malagant hizo una mueca de indiferencia, como si las palabras de Arturo no fuesen más que gotas de lluvia en un escudo de guerra barnizado.

    —No todos los pueblos viven según las mismas normas, Arturo -contestó arteramente-. ¿O acaso la ley de Camelot debe gobernar el mundo entero?
    —Hay leyes que esclavizan a los hombres y otras que los liberan. O bien lo que juzgamos bueno, legítimo y equitativo para nosotros lo aplicamos también al resto de la humanidad temerosa de Dios, o no seremos más que un hatajo de ladrones, nuestra riqueza fruto del pillaje y nuestra gloria una frívola comedia.

    Malagant sacudió la cabeza y en su rostro se dibujó una sonrisa amenazadora. Un halo de peligro se cernió sobre la sala como una entidad palpable, y los asistentes se irguieron en sus asientos, mirando de reojo las espadas.

    —Con cada minuto que pasa, vuestras bellas frases os acercan un poco más a la guerra.

    Arturo se plantó sólidamente frente a aquel peligro, como hiciera tantas veces en el pasado. A Malagant no iba a resultarle fácil satisfacer sus deseos.

    —Existe una clase de paz que sólo puede encontrarse al otro lado del conflicto. Si la batalla es inevitable, estoy dispuesto a combatir.

    Al oírlo, sir Agravaine se incorporó rápidamente, con el brillo del fervor en sus ojos azules.

    —¡Y yo!
    —¡También yo! -gritó Patrise a su lado.

    Al cabo de unos momentos todo el cónclave de caballeros de la cámara redonda estaba de pie, proclamando su lealtad a Arturo y lanzando a Malagant un reto unánime. Ginebra también se puso de pie, con el orgullo destellando en sus ojos y un indescriptible sentimiento de gratitud por la entrega que aquello suponía a su persona y a su pueblo.

    Malagant observó a los congregados y sonrió con amargura.

    —El gran Arturo y sus sueños caballerescos -dijo con tono de mofa-. Rezad esta noche vuestras oraciones, amigos míos. Ningún sueño dura siempre. -Se volvió y salió de la estancia con paso militar, seguido estruendosamente por sus secuaces.


    10


    Mientras se dirigía a la armería del enorme castillo acompañado por sus principales consejeros, Arturo se volvió hacia Agravaine, que caminaba a su lado.

    —¿Cuál es la situación del ejército?

    En su calidad de contestable, Agravaine pudo responder sin detenerse a reflexionar.

    —Tenemos dos batallones de choque, milord, y dos en la reserva.

    Patrise, que caminaba algo rezagado y golpeaba su mano con las manoplas como si estuviera abofeteando a Malagant en pleno rostro, impartió una orden a un capitán de la guardia.

    —¡Doblad inmediatamente la vigilancia en todas las puertas!
    —Sí, señor.

    El hombre se alejó rápidamente y su armadura centelleó en el incipiente crepúsculo.

    Mador, el más cauto de los caballeros de Arturo, se esforzó en exponer su opinión por encima del tumultuoso toque de rebato.

    —Sire, no creo que Malagant quiera guerrear con Camelot.
    —Quiere la guerra -lo contradijo el rey con tono sombrío-. Y cree que puede vencer. Agravaine, arma a las reservas. Él perro que muerde a un hombre bien acorazado se rompe los colmillos.
    —Sí, mi señor. -Con los ojos iluminados por el fuego del combate que siempre le animaba en tales ocasiones, Agravaine se dirigió a uno de sus asistentes-. Que se acuertelen todas las tropas. Habrá revista de armas dentro de dos horas.

    Mador se mordió el labio con gesto de indecisión.

    —Sólo desea utilizar Leonesse como pantalla entre sus tierras y las vuestras, estoy...
    —Desea Camelot -lo atajó Arturo-. Siempre lo ha codiciado, desde que se presentó en mi corte siendo un muchacho inexperto. Ya ves cómo agradece mis desvelos. Y aunque fuese verdad y sólo quisiera el territorio de lady Ginebra con fines tácticos, ¿por qué iban a pagar ese precio los súbditos de Leonesse? -Su andar era corto y discontinuo por la fuerza de su cólera.

    Sabiendo cuándo debía batirse en una retirada estratégica, Mador retrocedió entre las filas. Arturo volvió a fijar su atención en Agravaine.

    —¿En qué plazo podría Malagant lanzarnos un ataque?
    —En estos momentos no hay ningún ejército a cinco días de marcha de Camelot, sire.

    El rey asintió.

    —Quiero que se envíen observadores a Leonesse y que cualquier movimiento de tropas me sea comunicado de inmediato.
    —Sí, sire. -Agravaine transmitió las órdenes auno de sus capitanes.

    De repente Kay apareció al lado de Arturo, forzando el paso para no quedar atrás.

    —Sire, ¿qué ocurrirá con vuestros esponsales? ¿Debemos aplazarlos hasta que pase la crisis?

    Arturo dudó un brevísimo instante y negó con la cabeza.

    —No, Kay, mi matrimonio debe seguir su curso. Rehuso darle a Malagant ni aun esa pequeña victoria. Pero actuaremos con discreción y dejaremos las celebraciones para más adelante. -Su expresión se entristeció-. Mis días tranquilos todavía tendrán que esperar un tiempo, ¿no te parece?


    Ginebra aguardaba a Arturo cuando salió de revisar la armería del castillo. Estaba pálida y sus párpados levemente hinchados, lo que sugería que había llorado en privado, pero en ese momento tenía sus emociones bajo control. Arturo mandó a sus hombres que esperasen y la llevó aparte.

    —Querida mía, lamento no poder ofrecerte la boda fastuosa que te corresponde -se disculpó en tono confidencial-. Pero más tarde, cuando termine esta pesadilla, celebr...
    —Eso no me importa en absoluto -lo interrumpió Ginebra con la voz tan queda como la suya, aunque llena de pasión-. Me casaría en un claro perdido del bosque y vestida de harapos siempre que fueses tú el novio. Soy yo quien lamenta haberte puesto en este trance.

    Arturo sacudió la cabeza y tocó delicadamente la ruborosa mejilla de su prometida.

    —Habríamos acabado así antes o después. Tú no tienes nada que reprocharte, amor mío. Aquí sólo hay un culpable, y los habitantes de Camelot conocen bien su identidad. -Le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra su pecho. Debajo de sus desarrollados músculos y la dura osamenta de guerrero, notó el cuerpo de ella frágil como el cristal, pero sabía que poseía una energía insospechada que le permitía dominar a una yegua rebelde, y su coraje y su espíritu eran comparables a los suyos-. Todo irá a pedir de boca -murmuró-. Y no lo digo para consolarte. Estoy seguro de ello.

    Ginebra se apartó y esbozó una sonrisa, con la cabeza alta en honor de los caballeros que se erguían a un lado.

    —También yo estoy segura -dijo.


    Así, en lugar de hacer los preparativos para un magno casamiento, Camelot se pertrechó para la guerra. Las patrullas rondaban diariamente y se dobló la guardia en la frontera. Armeros, flecheros y demás artesanos tuvieron que trabajar incontables horas bajo el sol... y bajo la luna. Todos los hombres de Camelot se procuraron, como mínimo, una lanza de madera de fresno provista de un travesaño con ganchos capaz de quitar el escudo al enemigo. Se limpiaron y engrasaron las espadas, se afilaron las cabezas de hacha con piedras de amolar. Por la noche, alrededor de la fogata, padres y abuelos contaban relatos extraordinarios de conflictos anteriores. Se almacenaron abastos y se requisaron caballos del campo.

    Lancelot observó toda aquella actividad con una actitud distante y pensó en reemprender su camino. Júpiter ya había tenido tres semanas de descanso, y su pelaje estaba más reluciente que el azabache pulido tras los cuidados y la alimentación que había recibido. En más de una ocasión Lancelot estuvo a punto de guardar en las alforjas sus escasas pertenencias y marcharse. Sin embargo, sentía una rara renuencia. Antes, el instinto de viajar siempre había sido demasiado poderoso para desoírlo, pero en esta ocasión sentía un impulso igualmente acuciante en dirección opuesta. Una voz interior le decía que quizá había llegado el momento de dejar la vida errante, dejar de huir y afrontar el pasado a fin de entrar decididamente en el futuro.

    No había abordado a Ginebra desde su último encuentro en las cuadras, aunque la había observado a una distancia discreta mientras ejercitaba a su yegua o caminaba entre los habitantes de Camelot, infundiéndoles moral y conquistando sus corazones con la misma facilidad con que había ganado el suyo. También la había visto frecuentemente junto a Arturo. Había visto cómo se desarrollaban sus relaciones y comprendido que durarían. Cada uno de ellos poseía lo que el otro ansiaba en una pareja. Arturo necesitaba una esposa joven que pudiera darle hijos, aunque lo bastante madura en sus conceptos como para ser una reina cabal y gobernar a su lado. Además, la juventud y la lozanía de Ginebra reanimaban su espíritu y alegraban sus ojos. Ella en cambio perseguía la seguridad que proporcionan el amor y la protección de un hombre mayor. Los brazos de un amante más joven no eran tan estables.

    —¿Caviláis, mi buen señor? -preguntó Peter, el caballerizo, tras entrar en la habitación comunitaria y sentarse a una mesa.

    Lancelot sacudió la cabeza y sonrió.

    El joven cogió una hogaza y un cuchillo que había en la mesa y cortó una gruesa rebanada de pan, que untó con miel de una vasija de loza.

    —Malagant todavía no ha dado señales de vida. Quizá se lo ha pensado mejor antes de meterse en trifulcas con el Rey Supremo.
    —He oído decir que en su día fue uno de los caballeros predilectos de Arturo.
    —De eso hace ya mucho tiempo -contestó Peter con la boca llena de pan y miel-. Y fue también un excelente guerrero, el mejor espadachín del reino. Pero tenía afán de independencia. Quería que su palabra fuese ley, y no entendía por qué debía doblegarse a las decisiones de la Tabla Redonda.
    —Así que fue destituido.
    —¡Qué va! Se marchó por iniciativa propia antes de que eso ocurriera, pero hay mucho resentimiento entre él y sus antiguos compañeros. El Rey Supremo ha intentado reconciliarlos, pero si se impone la guerra no tiene miedo de batirse.
    —Lo sé. Me ha enseñado su espada.
    —¿De veras? -Peter miró a Lancelot con renovado interés-. Excalibur es célebre en todo Camelot. Se cuentan tantas historias sobre esa espada como sobre el mismo Arturo. -Se llevó el último bocado de pan a la boca y se limpió las manos-. ¿Vais a ofrecerle vuestros servicios?

    Lancelot posó los dedos en la empuñadura de su espada. Suponía lo que estaba pensando el caballerizo. Allí se alzaba Lancelot, el forastero que había vencido en las baquetas, un maestro de la esgrima con un precioso corcel negro a su disposición. Era inconcebible que no se brindase a batallar por Camelot en aquella hora de peligro.

    —No me lo ha pedido -dijo Lancelot, y se puso de pie antes de que la conversación derivara hacia aguas más revueltas.
    —¿Y si lo hiciera?

    Lancelot se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Tenía una respuesta sarcástica en la punta de la lengua. Sentía los ojos de Peter fijos en su espalda, hurgando en su interior como dos lanzas de fuego.

    —No lo sé -respondió, y salió al temprano ocaso del estío.

    Eludiendo el patio de las cuadras, que bullía de actividad con el trasiego de soldados y mozos, se dirigió a las murallas de Camelot en busca de soledad. Se dijo a sí mismo que el problema de vivir en comunidad eran las incesantes exigencias que imponía, sobrecargando la mente hasta que resultaba imposible seguir el hilo de sus propios pensamientos. En los caminos, con Júpiter, su mente era libre de sumirse en el espectáculo de la naturaleza, o de errar sin otras restricciones que la autodisciplina. En cambio, en Camelot había demasiados códigos, demasiadas expectativas.

    Aparte de los centinelas regulares que los patrullaban, todo era silencio en los muros de piedra cuando el ocaso cayó sobre la ciudad y las oscilantes luces de las candelas empezaron a brillar en las casas. Los tonificantes aromas de las cocinas familiares volaron hacia el cielo en finas volutas de humo azulado, y las primeras estrellas cavaron sus centelleantes agujeros en la bóveda luminosa. Lancelot absorbió la calma del anochecer y notó que su excitación cedía. «Mañana -pensó- abandonaré Camelot y dejaré que Arturo y su prometida disfruten de su felicidad... Como gocé yo en un tiempo de la mía.»

    Sus ojos repararon casualmente en una barca de remos que se deslizaba con suavidad sobre las aguas del lago. Portaba un fanal en la proa y, bajo su fulgor, advirtió que el remero llevaba una capucha escarlata de pico muy largo. Lancelot reparó en el llamativo tocado y su curiosidad fue en aumento. Un hombre que lucía semejante capucha pretendía forzosamente pregonar su nombre al mundo. Se preguntó si se dedicaría a la pesca nocturna, ya que de vez en cuando dejaba de remar para recoger lo que parecía un sedal. Si en efecto se trataba de un pescador, había escogido una buena noche. Lancelot divisaba continuos rizos en la superficie del agua, como los que hacen las carpas.


    Ginebra se hallaba sentada a la mesa de su aposento, escribiendo una carta a Oswald bajo la luz de las velas, cuando la distrajo la súbita entrada de su doncella Petronella. Los ojos grises de la joven criada estaban desencajados por la angustia, y parecía extraordinariamente agitada. Detrás de ella, Ginebra vislumbró a los guardias que había designado Arturo para custodiarla por temor a que Malagant atentase contra ella. -¿Qué ocurre, Petronella?

    —Se trata de Jacob, señora -dijo la doncella con voz de espanto.

    Alarmada, Ginebra depositó la pluma sobre la mesa.

    —¿Jacob? ¿Dónde está?
    —Lo han avistado en la compuerta norte. Uno de los centinelas es oriundo de Leonesse y ha reconocido su caperuza.

    Ginebra se puso de pie de un salto y cogió la capa de la silla donde descansaba.

    —¡Algo malo ha sucedido en Leonesse, estoy segura! -exclamó mientras ponía la prenda sobre los hombros y ajustaba el broche-. ¡Ruego a Dios que no llegue demasiado tarde! -Corrió hasta la puerta, la abrió de par en par y se dirigió a toda prisa a las escaleras de la torre, seguida velozmente por los atónitos guardianes.

    En un santiamén bajó hasta la compuerta norte de Camelot, que estaba protegida contra posibles enemigos por un gran rastrillo de hierro cuyo manubrio abobinado se albergaba en las torres que flanqueaban el acceso. Jadeando, su escolta la acompañó por debajo del rastrillo hasta los escalones del embarcadero. A los lados de la escalerilla había dos peanas de piedra en las que ardían las llamas de sendos braseros, dando luz y calor. A la altura de la puerta había también un par de almenares con sus correspondientes antorchas, que iluminaban las oscuras aguas con fúlgidas figuras de oro. Los centinelas que ya estaban de guardia hicieron una reverencia y se cuadraron. Ginebra apenas les respondió, fija su concentración en la barca que se aproximaba y el familiar personaje de la caperuza escarlata.

    —Jacob, ¿qué haces aquí? ¿Qué ha pasado? -Ginebra se acercó cuanto pudo al borde del agua sin mojarse las blandas zapatillas, y escudriñó la negrura.

    La respuesta del remero quedó amortiguada por los pliegues de la caperuza. El hombre se afanó en maniobrar la embarcación hasta el poste de amarre que había al pie de la escalera. Loca de ansiedad, Ginebra extendió la mano para ayudarlo a desembarcar.

    —¡Habla, por compasión! ¿Qué noticias me traes de Leonesse?

    El remero levantó la cabeza y la caperuza resbaló hacia atrás, revelando un rostro de facciones cadavéricas; era el semblante de un rufián y un facineroso, no el de su fiel y amado Jacob. Ginebra lanzó un grito y retrocedió, pero no le sirvió de nada. El hombre de Malagant la había atrapado por la mano y, con un hábil movimiento, la arrojó al fondo de la barca, como si de un pescado se tratara. Ginebra peleó y forcejeó, pero fue inútil. Su raptor tenía los músculos de un luchador, y su fuerza y corpulencia duplicaban las de ella. Lanzó voces de socorro, incapaz de comprender que pudiera ocurrir aquello en el corazón de Camelot, donde se creía a salvo.

    Alrededor de la barca había unos tallos huecos de junco que asomaban del agua. Eran los conductores respiratorios de otros tantos hombres. Cada tallo dio paso a un nadador vestido de negro. Los centinelas y soldados lanzaron voces de alarma y corrieron a auxiliar a Ginebra, pero les cortaron el paso los asaltantes, que iban armados con ballestas y espadines de filo aserrado. El choque de las armas y los alaridos de dolor rasgaron la noche. Los guardianes de Camelot se debatieron torpemente en el agua, murieron ahogados bajo el peso de la armadura o bien fueron atravesados en los peldaños del embarcadero. El reflejo dorado de los hachones se desvaneció en la superficie del lago.

    En las murallas, Lancelot observaba la escena que tenía lugar a sus pies. Al principio quedó paralizado por la sorpresa, pero enseguida recuperó sus facultades. «¡Qué tontos! -pensó-. ¿Ni siquiera pueden guardar a su señora teniendo todas las ventajas de su parte?» Vio el blanco revoloteo del vestido de Ginebra al luchar ésta contra su atacante y oyó sus desesperados gritos pidiendo una ayuda que no venía. El remero debía esforzarse en sujetarla; al menos no podría huir con ella mientras tuviese las manos ocupadas en reducirla. Pero el hombre no tuvo necesidad de coger los remos. La cuerda que momentos antes Lancelot había tomado por un sedal, surgió a la vista y se tensó en el nudo que la ligaba a la proa. Goteando húmedas perlas, dibujó una senda en el agua hasta la orilla opuesta del lago. Habían atado el cabo libre a un grupo de caballos de tiro, que salieron al galope después de que alguien los fustigara. La quilla del bote se elevó y trazó un hondo surco de agua espumosa. Partió raudo, imparable, alejándose del embarcadero y de la refriega que aún continuaba. Nadie logró evitar que Ginebra fuese raptada.

    Lancelot trepó a lo más alto de la muralla. Se arañó la manos con la piedra, pero no se dio cuenta, porque la sangre corría como un torbellino por sus venas y le resonaba en los tímpanos. Se equilibró encima de una almena y oteó los casi veinte metros que lo separaban de la bruñida oscuridad del agua. La barca pasaría delante mismo de la sección de muro donde se erguía. Midiendo el ángulo igual que había calculado sus pasos en las baquetas, Lancelot tomó impulso, saltó de la fortificación y cayó en picado como un águila pescadora. El frío aire nocturno se partió y fluyó junto a su cuerpo, junto a las palmas en forma de flecha, la cabeza inclinada, las piernas rectas. Se zambulló en el lago con una leve explosión de agua y por un instante continuó descendiendo. Una lóbrega frialdad lo envolvió, lo abrazó, trató de retenerlo, pero él nadó hacia la superficie y emergió entre un surtidor de gotitas cristalinas, respirando en inhalaciones cortas por el impacto repentino del frío. Agitó las piernas mientras se adaptaba al cambio de temperatura. Un resplandor bailó en el agua, confirmándole que había medido bien su posición. Estaba enfrente mismo del bote de remos, a unas pocas brazadas de la cuerda tirante. También comprendió que no había un segundo que perder.

    Resuelto a interceptar la embarcación, Lancelot cogió al áspero y mojado cáñamo del cabo y se aferró a él con mano firme. Fue como montar un caballo salvaje. La velocidad de arrastre era vertiginosa. Su cabeza se sumergió, Lancelot inhaló involuntariamente y salió a la superficie medio asfixiado, barbullando y escupiendo agua. La cuerda le quemaba los dedos, sentía las ampollas que crecían en sus palmas a pesar de tenerlas encallecidas por el uso de la espada. Apretó los dientes decidido a no soltar su presa. Si había sido capaz de derrotar a las baquetas, dominaría un pedazo de cordel y una simple barquichuela.

    Empleando las dos manos, resistiendo la fricción de la empapada cuerda, avanzó hacia la barca y maldijo su suerte por no llevar un cuchillo al cinto con el que cortar el cabo. ¡Habría sido tan fácil! Se vio obligado a combatir la poderosa succión del agua en sus piernas y el cabeceo de la pequeña nave antes de alcanzar la proa. Soltó la cuerda, se asió al borde de la barca y se aprestó para el abordaje.

    El raptor de Ginebra seguía con las manos ocupadas en su empeño de reducirla. La prisionera pateaba, se contorsionaba, mordía y chillaba como una verdulera. El hombre tuvo que contenerse para no utilizar los puños. Sólo la conciencia de lo que haría Malagant con él si la maltrataba le impidió hacerlo.

    —¡Estate quieta, maldita sea! -bramó casi sin aliento, con la frente bañada en sudor.

    Lancelot comenzó a encaramarse, chorreando tanta agua por el cabello y la ropa que más parecía un tritón. El encapuchado se volvió, alertado por el balanceo del bote. Necesitaba las manos para atenazar a Ginebra, pero no los pies. Uno de ellos salió disparado y su suela de tachuelas dio contra los nudillos del intruso. Lancelot apartó abruptamente la mano; más que dolor sentía una especie de ardor sordo. Perdió el impulso y volvió a hundirse en el agua, aunque aún tenía la mano izquierda sujeta a la borda. El raptor le dio una segunda patada, decidido a deshacerse de él. Esta vez falló al cambiar de mano su enemigo, pero era una batalla desigual que Lancelot, pese a su valor y sus recursos, no podía ganar.

    Las botas del truhán machacaron los dedos de Lancelot con tanta brutalidad que al fin tuvo que soltar su asidero. Sus manos maltrechas se negaron a doblarse y aferrar su presa, y la barca continuó su travesía, provocando un oleaje que lo zarandeó como una boya en la marea. Mientras batallaba para mantenerse a flote, entumecidas las dos manos, la vio alejarse de él en dirección a la orilla. Un revuelo de tela blanca evidenció que Ginebra no había cejado en su lucha contra el bandido.

    En aquel instante Lancelot podría haber desistido, haber regresado a Camelot y dejarse ensalzar como un héroe por haberlo intentado, pero la derrota no hizo sino aumentar su determinación de arrebatar a Ginebra de las garras de sus captores. Esta vez, no era sólo por la atracción del desafío sino por Ginebra... y por él mismo. Mientras nadaba hacia la orilla, siguiendo la estela de la barca, sintió cólera y miedo, dos emociones que había suprimido largos años en los recovecos de su mente pero que en ese momento afloraban en pequeñas burbujas de revelación.

    No siguió al bote hasta el final de su trayectoria, sino que se dirigió hacia una orilla herbácea situada a cierta distancia. Haber salido a terreno seco allí donde varó la embarcación habría significado la muerte instantánea, porque unos jinetes armados aguardaban para recoger al sujeto de la caperuza y a su rehén. Ginebra fue sacada a empellones de la barca, y Lancelot vio que estaba maniatada. Su ira se acrecentó, ardiendo en una ígnea incandescencia que disipó la gelidez nocturna de las aguas del lago. Ascendió hasta una arboleda que había encima de la margen y desapareció en su anónima penumbra.

    Al otro lado, en la compuerta norte de Camelot, se oyó un griterío de rabia y de pánico. La fuerza de ataque, cumplida su misión, se había replegado y comenzaba a cruzar el lago, nadando hacia los caballos que esperaban atados en la orilla opuesta.

    Ginebra fue puesta de través sobre el lomo de un caballo como si de un fardo se tratase y cercada por soldados de oscuro uniforme para atajar cualquier intento de fuga.

    —¡Bien hecho! -le dijo Ralf al hombre de la caperuza escarlata-. Serás recompensado.

    El sujeto agachó agradecido la cabeza y se quitó el tocado.

    —He pasado unos momentos de apuro al cruzar el lago -explicó-. Alguien ha dado un salto prodigioso desde lo alto de las murallas y ha intentado abordar la barca. Me he librado de él, pero el muy puerco era pertinaz. Podría merodear aún por los contornos. Yo de ti ordenaría a los muchachos que tengan los ojos bien abiertos.

    Ralf frunció el entrecejo:

    —No necesito que nadie me diga cómo hacer mi trabajo -replicó con frialdad, y despachó al secuestrador. Pero en cuanto éste se hubo ido, destacó a dos hombres para cubrir la retaguardia y esperar a los nadadores-. Vigilad los caballos -ordenó- y no perdáis de vista el agua. Quizá uno de ellos no sea de los nuestros.
    —Sí, señor.

    Ralf montó en su caballo y se unió a los hombres que rodeaban a Ginebra.

    —En marcha -dijo, a la vez que contemplaba con ojos lascivos a la esbelta muchacha, cuya cabellera se derramaba sobre la blanca tela de su vestido-. Llevemos a nuestra huésped real a una corte más acorde con su belleza.

    Los caballos se pusieron en marcha, reflejando el cielo nocturno en su oscuro pelaje.

    Los dos soldados rezagados se acercaron al lago. Otearon la superficie del agua hasta las ondas que causaban sus compañeros, y luego analizaron otros rizos más cercanos por si había indicios de un mayor movimiento. A sus espaldas, los caballos pastaban sin producir otro sonido que el de sus dientes al cortar la hierba y el campanilleo de los arneses.

    Desde el parapeto de los árboles, Lancelot espió a los hombres de Malagant. Sus manos estaban crispadas sobre los puños de las espadas, y la tensión deformaba sus ya toscas voces. Razones no les faltaban. Enfrente mismo, Camelot debía bullir como un hormiguero escarbado con un palo, y antes de que pasase mucho tiempo un ejército de jinetes surcaría la calzada elevada en persecución de los delincuentes. Se oyó el croar de una rana, y los soldados a punto estuvieron de desenvainar sus armas. La mirada de Lancelot se desvió hacia los caballos. El más próximo era de un tamaño similar a Júpiter. Extremando la cautela, emitió el mismo relincho ahogado que había dedicado a la yegua de Ginebra. El animal alzó la cabeza y levantó las orejas. Lancelot abandonó sigilosamente su escondite, desató el ronzal y se acomodó en la silla. El caballo dio un rebrinco huidizo, coceó una vez y se volvió en respuesta a un tirón en el bocado. Lancelot hundió los talones en los flancos del animal, le golpeó el cuello con las riendas y partió al galope.

    Los soldados de Malagant dejaron lo que estaban haciendo y, con gritos de desesperación, corrieron hacia donde se encontraban sus monturas. El corcel negro que Lancelot había robado era de uno de los vigilantes, quien desahogó su furia mientras desligaba a otro caballo y montaba a su grupa.

    —¡Voy a arrancarle el corazón y a clavarlo en las puertas de Camelot! -rugió, y hundió las espuelas en los flancos del sustituto.

    Cabalgando más deprisa de lo que mandaba la prudencia en medio de la oscuridad y con un caballo que no conocía, Lancelot oyó el fragor de los cascos de sus perseguidores y el chirriar de las armas al ser desenfundadas. Tal vez las bestias enemigas lo aventajasen, o tal vez no, pero en cualquier caso aquel galope desenfrenado acabaría por agotar a su montura y echaría por tierra cualquier esperanza de rescatar a Ginebra. Además, Lancelot siempre había preferido ser el cazador, no la presa. En la silla había una vaina de piel de donde sobresalía una empuñadura. El espadachín pasó ambas riendas a la mano izquierda y, bajando la derecha, extrajo el acero de su funda. Tenía un filo aceptable, quizá algo imperfecto, pero serviría a sus propósitos.

    Sus perseguidores se acercaban por momentos. El jinete que iba delante se situó a su lado. Lancelot giró la cintura, frenó con un quite la estocada que le descargaba, y guió a su animal con las rodillas y los muslos de manera que colaborase en la acción, apoyando el brazo en que sostenía la espada. Los árboles, cuyos perfiles negros se recortaban contra la noche estrellada, pasaban fugazmente junto a ellos. Lancelot se agachó para evitar un mandoble que lo habría decapitado si hubiese sido más lento. Aunque tenía a su favor la rapidez y la agilidad, debía luchar contra dos hombres con armadura de cuero. Dos contra uno en un camino forestal auguraban una conclusión fatídica, pero el aventurero Lancelot nunca había jugado según reglas ni pronósticos.

    Su caballo no era mejor que los de ellos; pero él sí era mejor jinete, y más diestro con la espada. Los tuvo a ambos a raya. Luego, al tomarles la medida, dejó de defenderse y pasó al ataque. El hombre que había jugado a los espadachines en los mercados por unas cuantas monedas ahora no estaba para bromas. No ofreció oportunidades a ninguno de sus rivales. La hoja fulguró y cortó pulcramente cuero y carne. El primer soldado murió en el momento en que alzaba, la espada para parar el golpe. A su compañero le dio tiempo a lanzar un grito de rechazo antes de retorcerse en la silla y caer también de un seco mandoble.

    Los caballos sin jinete acompañaron a Lancelot durante un trecho, sorteando los árboles como espíritus desbocados, bufando y con los estribos azotando sus flancos. Finalmente siguieron su propio camino, y Lancelot se quedó solo. Redujo la marcha de su cabalgadura, que resollaba también por el cansancio, a un trote corto, limpió en el sudadero la hoja ensangrentada para que no se oxidase y la devolvió a su vaina. Ahora no le restaba sino seguir a Malagant hasta su guarida y liberar a Ginebra.


    11


    ¿Que se la han llevado? -demandó Arturo a un lívido sir Tor-. ¿Dónde? ¡Explícate!

    El joven Tor se había hecho escoltar por dos compañeros para tener un respaldo moral, pero eso no le facilitó la tarea de informar al rey de lo acontecido.

    —Una barca atracó en la puerta norte, sire. Engañaron a lady Ginebra para que bajase al embarcadero creyendo que un criado leal le traía noticias de Leonesse. -El caballero hizo una mueca-. Pero el tripulante del bote era un espía de Malagant, y la secuestró.

    Respirando con fatiga, Arturo dirigió una mirada fulminante a su desventurado informador. Sentía el pecho como si fuese a explotar.

    —No puedo creerlo -masculló fuera de sí, cerrando y abriendo los puños-. ¿Acaso no tenía a su guardia personal? ¿No estaba bien custodiada ni siquiera en las entrañas de Camelot?
    —Ocurrió demasiado deprisa, sire, y tiene todas las trazas de haber sido planeado meticulosamente.

    Arturo miró a Tor como si lo odiase. El joven le devolvió la mirada muy consternado, y bajó enseguida los ojos. El rey refrenó su ira. Vomitar recriminaciones no le restituiría a su amada, y los ánimos de sus caballeros ya habían sufrido un serio revés.

    —Entonces son nuestros planes los que fallan -afirmó-. Que venga sir Patrise. ¡Traedme aquí a Patrise, y sin tardanza!

    Un emisario partió a toda prisa.

    Arturo caminó arriba y abajo por la estancia cual fiera enjaulada. Se detuvo junto a una jarra de vino, la estudió como si no supiese qué era, y mientras un criado se apresuraba a servirle bebida se volvió y se encaró nuevamente con el caballero Tor.

    —¿En qué dirección se la llevaron?
    —Hacia el bosque, sire. Tenían caballos esperando en la orilla opuesta.

    Arturo maldijo entre dientes y se mesó el corto cabello plateado. Sin duda habían ido desde el bosque al corazón de los feudos de Malagant, que en su mayor parte eran territorio agreste y desconocido.

    Golpearon a la puerta y a continuación Patrise entró en la cámara real, jadeando después de subir por las escaleras con la armadura a medio ajustar. Detrás de él aparecieron Agravaine y otros caballeros, todos llenos de brío. Sir Patrise caminó hasta Arturo y lo saludó marcialmente.

    —He enviado una partida de exploración, sire, y los mejores sabuesos han sido puestos sobre la pista. Dadme un batallón de guardias. Proporcionadme a los hombres, sire, y os traeré de vuelta a vuestra prometida.
    —No, eso sería seguirle el juego a Malagant. Un batallón en su terreno es la excusa que él quiere para hincarle el diente y devorarlo. Llévate una brigada completa, Patrise.
    —Sí, sire.

    Sir Patrise hizo una reverencia y se marchó tan velozmente como había venido. Arturo recibió entonces la lúgubre y azul mirada de Agravaine con ojos no menos angustiados. El caballero se aclaró la garganta.

    —No le hará ningún daño, milord -dijo-. Viva le resulta mucho más valiosa. Supongo que intentará canjearla por lo que él desea.

    El monarca se mordió agresivamente el nudillo del dedo pulgar.

    —Eso es lo que temo.

    Agravaine tragó saliva y guardó silencio, porque no existían palabras que pudieran mitigar la congoja de Arturo. El Rey Supremo sabía muy bien qué estaba en juego.

    —Daría mi vida por ella, Agravaine -dijo Arturo con voz apagada-. Pero ¿y si me pide más de lo que puedo ofrecerle?

    Una vez más, Agravaine no tuvo respuesta.

    Las paredes parecieron formar un cerco alrededor de Arturo, comprimiendo sus emociones hasta que creyó que lo aplastarían bajo su peso. No podía soportar las miradas de lástima e inquietud que volcaban sobre él sirvientes y adeptos; no soportaba la carga de saberse indefenso.

    —Si hay noticias envía a un hombre a buscarme -le dijo a Agravaine-. De lo contrario, dejadme solo.

    El rey se lanzó hacia la puerta como un buceador con los pulmones a punto de estallar ascendería a la superficie.

    —¿Dónde podremos encontraros? -preguntó Agravaine con buena lógica.
    —En las cuadras, los jardines o cualquier otro sitio donde no me sienta confinado -dijo Arturo sin mirar alrededor, y apretó el paso.

    Una vez en el patio, el terror y la sensación de asfixia disminuyeron. Arturo respiró hondo y contempló el titilante cielo, convencido de que en algún lugar Ginebra estaría viendo las mismas estrellas. No, por supuesto que Malagant no le haría daño. Sin embargo, mientras observaba los distantes puntitos de luz, la única certeza que albergaba Arturo era su temor por ella. Poco antes se consideraba completo, un hombre pleno y maduro. Ahora sólo sabía que era una masa de fragmentos, unidos con tal fragilidad que un mero soplo esparcería irrevocablemente sus partículas a los cuatro vientos.

    El patio de las cuadras estaba momentáneamente tranquilo. Las patrullas de rastreo ya habían salido y los caballos de la guardia se alojaban en otro complejo más hacia el interior. Arturo pasó por el lado de la fuente de mármol junto a la cual Ginebra y él habían hablado de deberes y de amor mientras el joven caballerizo ensillaba una yegua blanca. Evocó el contacto de los labios de ella en sus nudillos, la sonrisa que palpitaba en aquellos ojos, todo su flamante esplendor juvenil. Arturo gimió en voz alta y continuó paseando por el patio, pero su desazón se empeñó en seguirlo. La puerta superior de la casilla de Luz de Luna había quedado abierta y el animal se movía con gran desasosiego, como si presintiera que algo iba mal. Cuando vio a Arturo, sacó la cabeza y relinchó. Él se le acercó y halló un pequeño consuelo al acariciar su tibia pelambre, aunque lo asaltó el pensamiento de que quizá Ginebra no volviese a montarla. En la casilla contigua otro caballo se rebulló inquieto, y un segundo más tarde la cabeza del bello corcel negro de Lancelot emergió e inspeccionó el entorno. Masticaba afanosamente un manojo de heno, y al descubrir a Arturo alzó las orejas. La yegua blanca volvió a relinchar, y el caballo negro contestó con una llamada similar.

    —¿Dónde está tu amo? -preguntó Arturo al caballo, y alisó el oscuro terciopelo de su hocico-. Esta noche necesitamos hombres de su valor y su audacia.

    El rey oyó entonces unas pisadas en la grava y se volvió al instante, para topar con Peter, el caballerizo.

    —¿Os habéis propuesto todos no dejarme en paz? -demandó.

    Peter bajó la mirada y sus pies vacilaron.

    —Perdonadme, milord. Venía a echar un vistazo a Júpiter y asegurarme de que está bien, puesto que Lancelot no ha regresado todavía. Volveré más tarde.

    Arturo exhaló despacio y recobró el dominio sobre sí. Aquel muchacho tenía tanto derecho como él, si no más, a estar allí.

    —No -dijo con un enérgico ademán-. Quédate y atiende al caballo.

    Obediente, el mozo inclinó la cabeza y fue rápidamente hasta la casilla. Al cabo de un momento dijo con un titubeo:

    —A todos nos ha apenado mucho lo sucedido. Pido a Dios que lady Ginebra vuelva a casa sana y salva.

    Arturo asintió, le dio las gracias y reanudó su paseo, pero de pronto hizo una pausa y miró al caballerizo y al brioso caballo negro.

    —¿Sabes adónde ha ido Lancelot?

    Peter se encogió de hombros.

    —No, milord. Tiene la costumbre de vagar solo por la ciudad.

    Arturo esbozó una triste sonrisa. En Camelot, a un viajero harapiento le era más fácil encontrar soledad para sus cavilaciones que al mismísimo Rey Supremo.

    Peter volvió a titubear, aspiró hondo, y por fin sacudió la cabeza y siguió ocupándose del caballo.

    —¿Qué pasa? -preguntó Arturo con tono imperioso.
    —Quizá sea una tontería, milord, pero corre el rumor de que cuando raptaron a lady Ginebra un hombre se arrojó desde las almenas del castillo e intentó detener la barca. Nadie lo ha vuelto a ver ni se ha sabido nada de él, e incluso es posible que se trate de un embuste. No obstante, me pregunto si no será Lancelot. -Peter acarició el sedoso cuello de Júpiter-. Nunca se retrasa a la hora de cuidar a su caballo.

    El corazón de Arturo empezó a latir más deprisa.

    —Y aunque fuera Lancelot, ¿no podría haberse ahogado?
    —¿El hombre que salió incólume de las baquetas? -replicó Peter-. Si no ha regresado lo más probable es que esté siguiendo el rastro de lady Ginebra.

    Arturo negó con la cabeza.

    —Es muy peligroso cifrar nuestras esperanzas en deseos y rumores.
    —Por eso me resistía a hablar, milord.

    Arturo apretujó el hombro del joven caballerizo.

    —Y yo me he precipitado al preguntarte -dijo amargamente-. Prefiero convivir con el peligro que con la desesperación.


    El frío y blanquecino resplandor de las estrellas y la débil luminiscencia de una media luna eran la única luz natural con que contaban los jinetes que seguían la senda que cruzaba la frontera de Gore, de modo que a fin de mantener el ritmo ligero portaban antorchas. Penetraron en el tenebroso bosque llevando a su presa. Ésta tenía las manos atadas delante con gruesas cuerdas, y en su pálido rostro, enmarcado por el cabello que le caía suelto, Ralf creyó adivinar una expresión de miedo.

    Y así era, en efecto, pero no era aquélla la única emoción que enturbiaba la mente de Ginebra. También la rabia y el odio ocupaban un lugar predominante. Tenían la espalda rígida, y apretaban las mandíbulas. Secaban las lágrimas antes de que las derramara y le insuflaban una inflexible determinación de no conceder a Malagant ni una sola mirada contrita cuando estuviera en su presencia.

    Iba rodeada de soldados, por lo que huir era imposible. Los caballos más próximos cabalgaban pegados a los flancos del suyo. Uno de los bandidos conducía su montura con un ronzal. Estaba a merced de aquellos hombres, aunque jamás lo habría reconocido en sus ufanas caras.

    Tras varias horas de viaje, llegaron a un lugar donde el camino se ramificaba en tres. Ginebra empezaba a estar cansada y agradeció aquel momento de respiro. Le dolía la espalda por el constante traqueteo, la silla le irritaba la piel de las piernas, ya que sólo vestía la liviana ropa de la intimidad, y le ardían las muñecas a causa del roce de la cuerda.

    Ralf dio algunas órdenes con su voz desabrida, y los jinetes se dividieron en tres grupos.

    —Uno por cada camino -le dijo a Ginebra con falsa amabilidad-. Es por si nos siguen.

    Ella lo miró con altivo desdén, y el capitán contestó con una risa burlona, espoleó su caballo para avanzar por la senda elegida y la baqueteó sin miramientos contra el arzón de la silla. Ginebra reprimió un aullido; aunque no llegó a emitirlo, el que se mordiese los labios fue una clara muestra de su dolor.

    Si como había insinuado Ralf alguien los seguía, Ginebra pensó que necesitaría alguna señal para ultimar su rescate. Levantó las manos fingiendo que intentaba aflojar la opresión de las cuerdas, y las aplicó a la costura del cuello que ribeteaba su vestido de lencería. Durante el forcejeo en la barca se le había descosido levemente, y consiguió arrancar un pequeño trozo de tela bordada. Disimuladamente, dejó que se escurriera entre sus dedos. El viento arrastró la tira de tela por el camino, y fue a enredarse en un matorral cerca de la encrucijada. Ginebra, que no sabía dónde había aterrizado, continuó deshilando el vestido, desgarrando pedacitos y hebras y esparciéndolas alrededor de ella con la esperanza de que sus salvadores descifraran el mensaje.

    Poco antes del alba, el terreno cambió. El bosque dio paso a una meseta barrida por el viento y hendida por peñascos negros. Era una tierra yerma, sin un resquicio de solaz o calor. Ginebra pensó que después de heredar aquellos páramos no era extraño que Malagant ambicionara los fértiles y hospitalarios valles de Leonesse y Camelot. Sintió un escalofrío y deseó tener la capa, pero la había perdido durante la lucha en la barca.

    Sus captores se acercaron a una escarpada colina, y en la tenue luz del amanecer la joven vislumbró el negro contorno de una imponente fortaleza. Aquella visión la llenó de malos presagios, pero mantuvo la cabeza erguida, negándose a demostrar su temor, y miró atentamente alrededor para memorizar todos los detalles. Al principio el acceso al enorme castillo negro le pareció desierto, pero al aproximarse divisó atisbos de movimiento. Refulgió la hoja de una espada y llamó su atención una figura imprecisa que se agazapaba en la grieta de una roca. Enfrente había un segundo centinela con lanza y escudo. Luego, como si el primer descubrimiento hubiese aguzado su vista, detectó a otro más, y a un cuarto. Lejos de estar desatendida, la entrada a la fortaleza se hallaba celosamente vigilada, y por hombres perfectamente camuflados. Ginebra se dijo que asimismo debían de aparecerse al condenado las puertas del infierno, y en ese momento la comitiva se detuvo, y el capitán Ralf, cuyo rostro era tan tétrico y yermo como el paisaje, la bajó del caballo. Ella se apartó la melena de la cara con gesto desafiante, aunque lo cierto era que se sentía aterrorizada.

    Ralf también estaba tenso; Ginebra lo advirtió por la fiereza con que le sujetó el brazo mientras la conducía a través de una delgada cortina de agua rezumante hasta un largo túnel cavado en la roca. Las negruzcas paredes despedían brillos de humedad en la claridad proyectada por unas chisporroteantes antorchas de resina de pino. Se internaron más y más, como si fuese la garganta de una bestia prehistórica. Al fin entraron en su estómago al abrirse el túnel a una gran sala subterránea, horadada en la oscura piedra de la base de la colina.

    Ralf se detuvo y la inmovilizó a su lado. Bajo la luz de otras antorchas y del fuego que ardía en unos braseros de hierro forjado, Ginebra examinó las sórdidas y desnudas paredes. En contraste con Camelot, no había colgaduras ni tapices que diesen color y cortasen las corrientes. El aire viciado olía a moho, impregnado de matices resinosos a causa de las antorchas. El suelo estaba cubierto de paja, y el escasísimo mobiliario que adornaba la caverna era rudimentario, feo y meramente utilitario. ¿Era aquél el estado en que se hallaba el alma de Malagant? Al parecer, corría más peligro que el que había imaginado. El silencio se prolongó y ni aun así Ralf despegó los labios, sino que permaneció inmóvil con la mirada al frente, perdida en el vacío. La zozobra de Ginebra fue en aumento. Retorció sus muñecas buscando alivio al ardor que le producía el roce de las cuerdas, y reprimió el impulso de ponerse a hablar sin otra finalidad que romper la atmósfera opresiva.

    En las espesas sombras del fondo de la cámara, otra sombra más compacta se desplazó y adquirió forma humana. Las llamas de las teas reverberaron en acero y cuero negro.

    —Bienvenida a mi palacio, señora -dijo Malagant con voz meliflua, y avanzó hacia la tenue luz anaranjada con la lenta parsimonia de quien saborea su momento de triunfo.

    Ginebra lo vio acercarse y reforzó su aire de fría dignidad. No dejaría que advirtiese cuan asustada estaba.

    Con unos ojos más negros que la piedra de la que estaba construida su ciudadela, Malagant la estudió de arriba abajo como si fuese una ramera mendiga disfrazada de gran dama. Su vista se posó en el escote deshilachado y roto del blanco vestido de lencería. Los dedos sucedieron a los ojos, y Ginebra no pudo evitar dar un respingo al sentir el contacto en su piel. Advirtió que el príncipe tenía unas bonitas manos -delgadas y muy largas, con una gracia sutil- y quedó profundamente desconcertada. Su miedo y su repulsión aumentaron.

    —¿Qué significa esto? -dijo Malagant-. Os han desgarrado el vestido. ¡Ralf! -La drástica invocación, hecha por encima del hombro, hizo que el oficial se cuadrase a su lado.
    —¿Sí, mi príncipe?
    —Di órdenes expresas de que nadie tocara a esta dama.

    Ralf miró a Ginebra y luego otra vez a Malagant.

    —Mi príncipe, yo no...

    Un contundente revés del puño cerrado de Malagant derribó al capitán sobre la paja.

    Perpleja por semejante alarde de violencia, Ginebra escrutó a Malagant con renovada aversión cuando se volvió sonriendo hacia ella.

    —Os han estropeado el vestido, señora -dijo con tono zalamero-. ¡A vos, que sois casi una reina!

    Una vez más, Malagant inspeccionó el cuello del traje, ahora usando las dos manos. Por unos instantes frotó el tejido entre el índice y el pulgar como si palpase su malograda riqueza, y luego, con un arranque insospechado de brutalidad, partió el vestido en dos mitades de costura a costura. Ginebra lanzó un chillido involuntario, y cerró enseguida la boca para que ninguna otra exclamación la traicionase. Lo único que se interponía entre su pudor y los ojos procaces de Malagant era su fina camisola, una prenda plisada de exquisito hilo que ceñía la curva de sus pechos jóvenes y turgentes.

    —¡Ralf! -llamó de nuevo el príncipe, e hizo chasquear los dedos.

    Mareado, con la sangre manando a borbotones de la nariz, el capitán se puso de pie.

    —¿Mi príncipe?

    Malagant señaló el guiñapo que yacía a los pies de Ginebra.

    —¿Has hecho tú esto?
    —Sí, mi príncipe -dijo Ralf con una obediencia inquebrantable.

    Malagant se volvió hacia Ginebra.

    —Eso es lo que Arturo no comprende -dijo con una sonrisa-. Los hombres no quieren fraternidad, sino autoritarismo.
    —Estáis loco -susurró la dama, con una expresión de repugnancia en el rostro.
    —El loco es Arturo, no yo -dijo Malagant sin dejar de sonreír al tiempo que levantaba las manos y daba una sonora palmada. Todos a una, sus soldados se adelantaron desde los rincones de la sala como si los hubiera creado la penumbra que imperaba detrás del brillo de antorchas y braseros-. Son mis súbditos incondicionales -dijo-. Arturo no tiene un poder tan grande. -Había complacencia en su voz, que ahora elevó para que llegase a todo el cónclave de guerreros-. Opino que, dadas las circunstancias, la dama puede ser liberada de sus ataduras. -Sacó una afilada daga de caza con el puño forrado de piel y la blandió delante de su cuerpo-. Si ella así lo desea, por supuesto.

    Malagant no hizo ningún amago de cortar las cuerdas que oprimían las muñecas de la cautiva, sino que sostuvo la hoja frente a sus ojos, dándole a entender que tendría que tomar ella la iniciativa. Pese a lo mucho que ansiaba desairarlo, Ginebra comprendió que sería una venganza en su propio perjuicio, por así decirlo. Pagó su mirada calculadora con el desprecio, avanzó unos metros y colocó las muñecas cruzadas sobre la hoja del cuchillo. Bajó las manos con fuerza y cortó la cuerda con el filo de la daga de un solo tajo; las ataduras cayeron al suelo, donde se enroscaron como serpientes muertas. Acto seguido se apartó de los efluvios de aquel indeseable, de su lujuria mordaz y satánica.

    Malagant arqueó las cejas, impresionado muy a su pesar por aquella perseverante porfía. Otras mujeres se habrían echado a llorar a sus pies hacía rato. Señaló más allá de los braseros, en dirección a la neblinosa boca del túnel.

    —Venid -le dijo-. No voy a dejaros en una cámara exterior habiendo tanto más por conocer.

    Ginebra había visto lo suficiente para recordarlo toda una vida, pero no le dieron opción. Malagant la empujó hacia adelante y ella echó a andar con pasos rígidos, reticentes. El túnel descendía hacia las entrañas de la tierra, entre unos muros resbaladizos y negros como azabache pulido. Malagant ordenó a dos guardianes que alumbrasen el camino con sus antorchas, y a otros dos que se colocaran detrás de él y Ginebra.

    —Es sólo una precaución -comentó irónicamente a su prisionera-. Dudo mucho que podáis huir a ninguna parte.

    Al ver que ella no replicaba, pues se negaba a picar el anzuelo, empezó a contarle la historia de la fortaleza semienterrada que era el corazón de sus dominios.

    —Los antiguos habitantes de Gore dicen que un día éste fue el castillo más fabuloso jamás construido. Miradlo ahora. La maleza crece en los salones donde los reyes daban festines, y los campesinos se llevan piedra a piedra las vetustas murallas para hacerles pocilgas a sus cerdos. -Una sonrisa torció sus labios-. Así es la gloria.

    Las pupilas de la prisionera se dilataron a fin de absorber la exigua luz de las antorchas. El olor a humedad era mareante, y Ginebra se preguntó cómo alguien podía habituarse a vivir allí. Seguramente no estaban a gusto. Dedujo que Malagant conservaba a sus soldados pagando bien y castigando sin piedad. Y los medios para pagarles procedían de tierras como Leonesse y Camelot. Miró con el rabillo del ojo a su captor.

    —¿Qué os proponéis hacer conmigo?

    Malagant se encogió de hombros.

    —Os hospedaré en el castillo hasta que Arturo se vuelva más razonable.

    Los ojos de ella llamearon.

    —No cambiará Leonesse por mi vida. Prefiero morir antes que consentirlo, y él lo sabe.
    —La autoinmolación resulta muy fácil -dijo Malagant con una sonrisa-. Es el temor de sacrificar a alguien a quien amamos lo que hace que se tambaleen nuestras convicciones. Creo que no tardaréis en comprobar cómo Arturo se aviene a hacer un pacto.
    —¡Nunca! -le espetó Ginebra-. Es demasiado rey para claudicar ante alguien como vos.

    El príncipe Malagant arqueó una ceja.

    —También es un anciano que empieza a chochear.
    —Y diez veces más hombre de lo que vos seréis jamás.

    Malagant dejó de sonreír, pero mantuvo el dominio de sí mismo.

    —Debo elogiar vuestra valentía, lady Ginebra, aunque esa ofuscación me decepciona.

    El túnel desembocaba en otra cámara subterránea, mucho más grande que la estancia donde la había recibido. Ginebra no pudo calcular con exactitud sus dimensiones, pero la luz de las antorchas no tocaba ni muros ni techo y, aunque sabía que se hallaban a bastante profundidad, tenía la sensación de que la rodeaba un espacio vacío. Todos sus sentidos se habían puesto alerta. Presentía que si gritaba los ecos nunca morirían. Por encima del incesante sonido de las gotas de agua al caer, otro ruido se elevaba en la tiniebla: unos vagos gemidos de aflicción y desesperanza. Ginebra sintió que se le erizaron los pelos de la nuca, y tuvo que controlarse para no soltar un grito de pánico.

    Uno de los soldados de Malagant le pasó su antorcha al compañero y se acercó al mango de un manubrio montado en la pared. Cerca de éste había una enorme pesa de hierro. En la parte superior tenía soldada una argolla, de donde partían los eslabones de una gruesa cadena que ascendía hasta desaparecer en la penumbra. Cuando el soldado de la antorcha dio vuelta a la manivela, tirantes sus músculos con el esfuerzo, la pesa empezó a izarse. La cadena chirrió y osciló. Resonó otro ruido más fuerte y rechinante mientras un artilugio invisible iniciaba su lento descenso desde el espacio superior, negro como la tinta.

    Malagant oprimió el brazo de Ginebra con unos dedos que parecían tenazas y la empujó hacia adelante. Ella se asomó inadvertidamente al borde de un agujero vertical, y ahogó una exclamación. Daba la impresión de que aquel pozo bajaba hasta los abismos del infierno. Las voces quejumbrosas que había oído antes provenían de sus profundidades, y ahora que estaba más cerca detectó en ellas un llanto quebrado. Sintió un vahído y, muy a su pesar, se balanceó en las garras de Malagant.

    El príncipe había recuperado la sonrisa, y sus ojos reflejaban confianza y un placer malsano.

    —Éste es el lugar que se conoce como mazmorra o oubliette, el término francés para designar el olvido.

    Ginebra se estremeció. El príncipe Malagant le quitó una tea al soldado que sostenía dos, y la arrojó al agujero. La antorcha cayó, girando sobre sí misma, brillando cada vez más abajo, hasta estrellarse contra el fondo, que estaba a unos quince metros. No se extinguió al tocar tierra, sino que chisporroteó y quemó aún más intensamente al extenderse la resina fundida. La luz que despedía ofreció un terrible espectáculo a Ginebra. Desparramados en el suelo de la mazmorra había cadáveres humanos, algunos meras osamentas blancas, otros recubiertos aún de jirones de carne putrefacta. Unas ratas de ojos rojos se escurrían entre los restos, rollizas y lustrosas tras hartarse de comer. Arrastrándose en el montón de carroña había un hombre, vivo a duras penas. Estiró unos brazos ulcerados, escuálidos como varillas, y gimió al ver a Ginebra y a Malagant. El príncipe se limitó a sonreír, y Ginebra comprendió sin margen de duda que estaba en manos de un demente. ¿No podía perder la paciencia y echarla también al hoyo? Por Dios santo, no debía ni pensarlo siquiera, o sería ella quien se volviese loca. Desvió de inmediato la mirada y la levantó hacia el punto donde la pesa se esfumaba en la negrura, cruzándose en el trayecto con una larga pasarela de madera. Mientras descendía, las antorchas iluminaron sus polvorientas tablas de roble ensambladas mediante cuerdas y unos clavos enormes, toscos pero resistentes. La pasarela se posó de un golpe seco delante del grupo, sujeta por un extremo y con el otro extendido encima de la oubliette.

    Malagant le arrebató otra tea a uno de los soldados y apremió a Ginebra a cruzar el puente.

    —Por aquí, señora, tened la bondad -dijo, con una edulcorada cortesía que helaba más la sangre en las venas que una orden cruda y directa. Esforzándose en no dar muestras del terror que sentía, Ginebra tanteó las tablas. Pero tuvo que afirmar bien los pies para no caer, pues el puente comenzó a oscilar.
    —Tened cuidado -le recomendó Malagant a su espalda-. Sería una verdadera lástima que resbalaseis.
    —No puedo decir lo mismo de vos.

    El príncipe emitió un gruñido socarrón y enseguida la obligó a avanzar. El puente condujo a la prisionera a una plataforma cuadrada de piedra, de tres metros de altura, construida en una pared del enorme pozo. Ginebra abandonó las crujientes tablas por la fría solidez de las losas, y topó con un muro compacto. Volvió la cabeza hacia Malagant, pero sólo la había seguido hasta el extremo del puente y no parecía que tuviese la intención de pisar la plataforma. En efecto, el príncipe dio una señal al hombre que manejaba el manubrio, y en cuanto éste empezó a accionarlo la pasarela se elevó y giró lentamente en sentido contrario.

    —Éstos son vuestros aposentos -declaró Malagant con una mirada burlona-. No hay barrotes ni puertas ni cerrojos; sólo paredes de aire.

    La pasarela móvil lo transportó de nuevo por el hueco de la mazmorra hasta el lado opuesto, y lo depositó en la boca del túnel. Detrás de él, el prisionero moribundo gimió una vez más, en el momento en que la antorcha arrojada por Malagant se apagaba.

    —Disculpad el ruido -dijo el príncipe con fingida urbanidad, sin volverse a mirar a su rehén-. Se habrá callado dentro de un par de días.
    —Su presencia me molesta menos que la vuestra -respondió Ginebra, e irguió la cabeza, resuelta a no dejar traslucir su terror.

    Malagant continuó andando como si no la hubiera oído, y un instante después, al alejarse los pasos y la luz de las teas, Ginebra se quedó sola en la bochornosa oscuridad, sin otra compañía que los gritos desgarradores de una agonizante víctima del príncipe Malagant.


    12


    Lancelot no tenía antorchas ni conocimientos del terreno que pudiesen guiarlo en su persecución de los raptores de Ginebra, pero contaba con su instinto de cazador y más de quince años de experiencia en caminos casi siempre azarosos. Además, el caballo que había robado aguzaría los sentidos en cuanto olfateara la comodidad de su cuadra. Lancelot le habló mientras cabalgaba y observó el temblor receptivo de sus orejas. Aunque no poseía el brío ni la inteligencia de Júpiter, era un robusto animal de carácter amable y ansioso por complacer.

    Avanzando ligero, con un oído atento a los ruidos de algún perseguidor y el otro a cualquier señal que delatase la presencia de los jinetes que iban delante, Lancelot llegó a la encrucijada. Maldijo entre dientes. «¿Y ahora hacia adónde?», le preguntó mentalmente al caballo. Éste parecía inclinarse a seguir por la senda de la derecha, pero Lancelot no estaba seguro. Quizá el camino de la cuadra de su montura no fuese el mismo que habían tomado los captores de Ginebra. Había huellas frescas de cascos en las tres ramificaciones y ningún indicio de cuál era la buena.

    El viajero entrecerró los ojos tratando de afinar su visión nocturna. En el este ya se insinuaba el alba, pero faltaban todavía un par de horas para que aclarase. El caballo piafaba y cabeceaba mientras Lancelot trataba de decidirse. Con el rabillo del ojo vio ondear una mancha pálida en la alta hierba que bordeaba el sendero de la izquierda. Al principio creyó que se trataba de una flor, aunque pronto decidió que la forma no correspondía. Cogiendo firmemente la brida de su caballo, desmontó y se acercó al objeto. Era una pequeña tira descosida de tela bordada, según le informó su tacto, pues apenas si había luz para verla. «Bien pensado.» Lancelot se cuadró ante una ausente Ginebra, triunfante y orgulloso. Cerró el puño en torno al trozo de tela y volvió a saltar sobre la silla, con renovadas energías.

    El caballo brincó y cabrioló una última vez, antes de que Lancelot hundiera los tacones en sus flancos para lanzarlo al galope por el camino de la izquierda. Quinientos metros más adelante divisó otro retazo de tela enroscado en un arbusto; y atrapadas en un árbol había más hebras y tres largos cabellos. Aun cuando no había luz supo que su color sería castaño salpicado de destellos de oro.

    Lancelot siguió galopando a través del bosque y la noche dio paso a un lánguido amanecer estival en que, como aviso de una próxima lluvia, unas nubes rosadas velaban los rayos del sol naciente. Los árboles fueron espaciándose hasta que por fin desaparecieron. Lancelot refrenó al fatigado caballo en un último y expuesto escondrijo, y estudió las escarpaduras aledañas, apenas coloreadas por el verdor de una hierba áspera. Frente a él, la senda discurría por un litoral peñascoso y serpenteaba en la ladera de un abrupto promontorio que se proyectaba sobre el mar. Coronaba la cima del risco un castillo medio en ruinas, erigido con unas rocas negras de contorno aserrado. Lancelot lo comparó a una muela careada esperando ser extraída.

    Se apeó y ató las riendas del caballo a una rama inclinada. El animal agachó la cabeza para investigar la hierba dispersa que crecía en el paraje, y Lancelot continuó viaje a pie. La luz se hizo más viva, facilitando su andadura, pero el castillo permaneció tan negro como una silueta. No había rastro de centinelas que guardasen él acceso, y los únicos ruidos eran el ulular del viento en las escabrosas peñas y el embate del mar contra la orilla, pero Lancelot intuyó que lo vigilaban y que había armas apuntando hacia él con un propósito mortífero.

    —Podéis salir -gritó al tiempo que abría los brazos-. Voy solo y desarmado.

    Por unos segundos no hubo respuesta, pero Lancelot no vaciló en sus presunciones. Sonrió para sí mismo cuando el primer guardián abandonó su refugio apuntándole con una ballesta. Luego aparecieron otros, todos ellos réplicas idénticas del primero: cabello muy corto, armadura de cuero y las ballestas cargadas. Lancelot les hizo frente sin exhibir emoción alguna. Era así como solía comportarse Malagant, y estaban acostumbrados al trato autoritario.

    —Llevadme ante la presencia del príncipe Malagant -dijo.
    —¿Qué asunto te trae por aquí? -demandó el primero de los centinelas que habían salido a su encuentro. La ballesta bailó al son de sus palabras.
    —Mi asunto no es de tu incumbencia -replicó Lancelot-. Es algo que concierne exclusivamente al príncipe Malagant. Y te advierto que vas a pasarlo muy mal si no me llevas hasta él.

    El guardián entornó los párpados, tenso el dedo sobre el gatillo de su arma. Pero Lancelot lo miró impertérrito, lo cual hizo que el hombre se apaciguara.

    —Por aquí -indicó con una brusca sacudida del arma, y lo precedió hasta la cortina de gotas de agua que ocultaba el negro túnel de entrada.

    Lancelot fue escoltado hasta la primera cámara, donde encontró a Malagant, sentado a una mesa cerca de un brasero, desayunando cordero frío, pan y vino.

    El príncipe dejó de comer y examinó al andrajoso extraño que los guardias habían llevado hasta él. Vestía unos calzones desgastados y polainas de piel que habían visto días mejores. La camisa era de burda confección doméstica, de un color gris sin teñir, el sayo, marrón, de un tejido similar, y el hombre mismo parecía haberse revolcado toda una noche en las inmundas callejas de alguna ciudad.

    —¿Quién eres? -preguntó el señor de Gore con un tono que ponía de relieve lo poco impresionado que estaba, y continuó comiendo.
    —Un emisario del Rey Supremo -contestó Lancelot, y echó un vistazo general a la sala para registrar los detalles.
    —Viajas deprisa -gruñó Malagant.
    —Es forzoso... cuando a uno lo lleva el diablo.

    Los ojos negros centellearon. Malagant interrogó ahora a sus soldados.

    —¿Ha venido solo?
    —Sí, mi príncipe. Lo hemos registrado a fondo. No porta armas.

    Malagant se humedeció el labio con la lengua.

    —¿Qué mensaje me traes? -le preguntó de nuevo a Lancelot.
    —En primer lugar, debo asegurarme de que lady Ginebra está ilesa.
    —Te doy mi palabra de que no ha sufrido ni un rasguño.

    Lancelot se abstuvo de decir que antes se fiaría de la palabra de una serpiente.

    —Tengo que verla con mis propios ojos.
    —¿Acaso dudas de mí? -La voz de Malagant adquirió un matiz sutilmente ominoso, y los soldados que escoltaban a Lancelot se pusieron en guardia.
    —Veréis, señor, yo soy un hombre del pueblo. No entiendo mucho de palabras. Lo que no se puede comer, beber ni montar no me sirve de nada.

    Malagant lo miró anonadado.

    —No toleraré tanta insolencia -susurró, y una vena comenzó a latirle debajo de la mandíbula. Señaló a uno de los guardias y ordenó-: Córtale el cuello.

    Antes casi de que la frase saliera de los labios del tirano, el soldado en cuestión había agarrado a Lancelot por el pelo, forzándolo a echar la cabeza hacia atrás. Luego extrajo una larga daga de caza de la vaina del cinto y aplicó su filo a la garganta de la víctima. Lancelot sintió la fría quemazón de la hoja -el lugar más seguro, según le había comentado a Arturo el día de las baquetas- y escrutó los gélidos ojos negros de Malagant sin dar muestra alguna de miedo.

    El guardián, un hombre precavido, retuvo la mano a espera de que su señor confirmara la orden, y su prudencia le fue recompensada con la vida, ya que Malagant cambió de opinión.

    —No, déjalo. Tiene un mensaje para mí del gran Arturo en persona, y me agradaría escucharlo antes de enviar su cuerpo a los infiernos.

    El soldado soltó a Lancelot, no sin darle un pequeño empellón para recordarle que aún estaba bajo su control, y devolvió la daga a su funda.

    El príncipe Malagant hizo un ademán de condescendencia.

    —Sea pues, insensato, vela por ti mismo. -Su mano se convirtió en un dedo imperativo dirigido a los dos centinelas-. Llevadlo al pozo, y después traedlo de nuevo aquí. Así tendré ocasión de terminar en paz mi desayuno. -Cortó un pedazo de pan y siguió comiendo.

    Los guardias desaparecieron con Lancelot, y el príncipe rió para sí. «Comer, beber o montar», pensó, y sacudió la cabeza.

    Lancelot, a quien la palabra «pozo» no le había gustado en absoluto, se fue con los dos soldados. Uno abría el camino, enarbolando una antorcha, mientras que su compañero se situó detrás de Lancelot apuntándole con la ballesta. El túnel por el que lo guiaron era hondo y lóbrego. Sus pisadas resonaban en las oquedades, y la llama de la tea reverberaba en unos húmedos muros de obsidiana. La sagaz mirada de Lancelot registró todo cuanto pudo. Reparó en las oscuras bocas de otros pasillos que enlazaban con el principal, y vio el reflejo de la antorcha en un riachuelo que serpenteaba hasta perderse en la bruma. Pensó que aquello era un verdadero laberinto y se preguntó si estarían en el centro o en el comienzo.

    El soldado que iba detrás de él estaba tan cerca que podía sentir su respiración en el cuello y el dedo crispado en el gatillo de la ballesta. Lancelot alargó levemente el paso, pero sus ojos permanecieron más vigilantes que nunca. El guardia que iba en cabeza dobló el recodo y se detuvo con brusquedad. Lancelot paró casi rozándolo. De pronto notó que se hallaba en un lugar más amplio y sintió un olor a aire fresco, pero no le agradó, porque por debajo de éste percibió una nota fétida, como de podredumbre. El soldado que llevaba la antorcha la bajó para mostrarle el mortal precipicio que se abría delante de ellos.

    Lancelot lo miró con asombro.

    —Es la oubliette de lord Malagant -explicó el otro guardia con un tono de regodeo en su bronca voz-. No es benévolo con los idiotas.
    —Yo no soy idiota -dijo Lancelot, aunque con aire ausente, porque había mirado al otro lado de las abiertas fauces del pozo y su mente quedó trastornada con lo que vio.

    Ella estaba de pie, quieta, iluminada por un finísimo rayo de sol de manera tal que parecía una alucinación. La abundante melena le caía en cascada hasta las caderas y su cuerpo sólo estaba cubierto por una camisola plisada de hilo. La hebra de luz y la blanca prenda realzaban su palidez, e hicieron que Lancelot se sintiese asaltado por unos sentimientos en que se mezclaban la ternura y la furia. Si Malagant hubiera estado presente en aquel saliente de roca, lo habría vapuleado y lanzado al vacío. Ginebra, que al oír las voces se había vuelto, escudriñó el extremo opuesto del abismo hasta tropezar con la mirada de Lancelot. Abrió desorbitadamente los ojos y por una fracción de segundo él temió que le hiciera algún comentario y descubriera así la jugada, pero se contuvo a tiempo. Un pequeño estremecimiento recorrió su cuerpo y se frotó los brazos como si tuviera frío, antes de cruzarlos con pudor sobre sus senos.

    —¿La ves? -preguntó el soldado de la antorcha.
    —La veo -contestó Lancelot con tono sombrío.
    —Esto era lo que querías y lo que el príncipe Malagant nos ha mandado enseñarte. Regresemos.
    —No -dijo Lancelot-. Debo verificar que no ha sufrido daño alguno, y desde aquí no la distingo bien. De hecho, me da muy mala espina. ¿Por qué sólo lleva una enagua?

    El guardia empezaba a dar muestras de estar harto.

    —Volverás con nosotros ahora mismo -rugió-. Lord Malagant te contará todo lo que debas saber.
    —Ni hablar.

    El segundo hombre alzó la ballesta y la apuntó en línea recta a la yugular del supuesto emisario.

    —Ya lo has oído. Muévete.
    —Adelante -dijo imperturbable Lancelot-, dispara.

    El soldado titubeó. Miró a su compañero en busca de apoyo.

    —¿Tienes órdenes de matarme? -prosiguió Lancelot-. Me parece que no. Vas a meterte en un serio aprieto si me silencias con una flecha antes de que pueda transmitir mi mensaje a tu ilustre príncipe.

    El primer guardia desenvainó la espada.

    —Sujétalo por el brazo, Jos. Lo arrastraremos hasta la cámara y veremos qué opina el príncipe Malagant.

    El segundo soldado apartó el dedo del gatillo y se ajustó la ballesta al cinturón para tener las manos libres en el previsible forcejeo. Lancelot actuó con la rapidez de una serpiente al inocular su veneno. La mano izquierda, apretada en un puño, salió disparada y golpeó en el bíceps el brazo en que el primer soldado sujetaba la espada. La mano del agredido se abrió de modo instintivo, y el arma salió volando. Lancelot la cogió en el aire por la empuñadura con la mano derecha, y casi al instante dio una certera estocada a su atónita víctima. El guardia todavía exhibía en el rostro una expresión de incredulidad cuando se derrumbó a los pies de Lancelot. Una saeta silbó junto a la oreja de éste y rebotó contra la negra pared del fondo, antes de deslizarse sobre el suelo con un rechinar metálico. El soldado llamado Jos tiró la ballesta descargada y la antorcha, desenvainó la espada y arremetió contra Lancelot, pero éste dio un salto, esquivando diestramente a su atacante. El mandoble del soldado trazó una curva desmedida, que lo desequilibró, y mientras se bamboleaba Lancelot burló su guardia, apresó su muñeca y, de un brutal tirón, logró arrojarlo al pozo. Se oyó un grito agónico, un golpe sordo y, por fin, sólo el silencio.

    Jadeando a causa del esfuerzo, Lancelot comprobó que el soldado tendido en el suelo estaba muerto. No quería que una mano sigilosa lo cogiera por el tobillo y lo enviase al mismo viaje que acababa de hacer Jos. A continuación recogió la antorcha y miró a Ginebra. Ella le devolvió una mirada llena de temor, pero también de coraje y decisión, y con un susurro perentorio le dijo:

    —Id a la derecha. Veréis una manivela en la pared. Accionadla.

    Lancelot siguió al instante sus instrucciones. Sabía que tenían poco tiempo, que Malagant ya estaría aguardándolo en la cámara central y que no tardaría en enviar a otros soldados a investigar. Encontró el mango del manubrio adosado al muro, tal y como ella había dicho, lo cogió con ambas manos y empezó a hacerlo girar.

    Inundó la cueva en un estruendo fragoroso, chirriante, que retumbó en ecos sin fin que se expandieron por el túnel. Era una llamada que sin duda atraería a los soldados de Malagant, y probablemente al príncipe mismo.

    —¡Seguid, seguid! -lo urgió Ginebra-. Es el único modo de acceder a esta plataforma.

    Maldiciendo y farfullando, Lancelot aumentó el ritmo de las vueltas. De la negrura del techo descendió una especie de puente colgante suspendido de unas recias cadenas y con todo el aspecto de ser una extensión fantasmagórica de las baquetas de Camelot.

    Tan pronto el extremo de pasarela quedó al alcance de los brazos estirados de Ginebra, la joven se asió a ella con la intención de guiarla hasta la base de la plataforma. Pero en el instante en que lo hacía un grupo de soldados de Gore surgió del túnel con las espadas en alto. En la escasa iluminación tardaron un momento en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, y ese momento era lo único que Lancelot necesitaba.

    —¡Aguantaos bien! -exhortó a Ginebra.

    Mientras los soldados cargaban por el saliente hacia donde él estaba, Lancelot abandonó el manubrio, hizo girar en redondo la pasarela y la empujó con todas sus fuerzas. El artilugio rotó sobre sus cadenas y fue a estrellarse contra los guardias, que no tuvieron tiempo de eludirla y cayeron vociferando al pozo. Al mismo tiempo, la rotación había llevado a Ginebra hasta la manivela donde se hallaba su salvador.

    —¿Estáis bien? -preguntó Lancelot con tono apremiante.

    La pregunta no era piadosa ni solícita; quería saber si sería capaz de huir a toda prisa. Ginebra no lo defraudó. Asintió enérgicamente, dispuesta a la acción. Haciendo sólo una pausa para coger la antorcha de resina de pino que todavía crepitaba junto a la puerta, Lancelot fue a reunirse con su acompañante. Juntos, escaparon de la cámara del pozo y enfilaron el túnel más ancho que moría en la sala de audiencias.

    —No hay ninguna salida -dijo Ginebra con tono acuciante-. No podemos cruzar indemnes la gran sala de Malagant; tiene guardias apostados en todas partes.
    —¿Quién ha hablado de pasar por esa sala? -replicó Lancelot-. Y os equivocáis al decir que no hay salida. ¿Veis estos túneles? -Señaló las siniestras bocas que se abrían en las paredes-. ¿Veis correr el agua? Pues si ella puede emerger al exterior, nosotros también. -Tomó la mano de Ginebra y la llevó al canal por donde corría el riachuelo perenne-. No tenemos más que seguir su curso.
    —Eso es lo que yo llamo fe ciega -comentó la joven, con un temblor en la voz que podía ser de jocosidad o de miedo.
    —Es buscar la suerte -la contradijo Lancelot con un balbuceo en su propia voz.

    Bordearon el canalillo, siempre en pendiente, entre cavernas de refulgente roca negra. Cuando llegaron a otra bifurcación, Lancelot eligió el túnel por donde fluía el agua. Ahora se había convertido en un torrente que bajaba impetuoso y empujaba sus pies levantando olas de espuma. Atrás, distorsionados por el eco y la misma configuración de los túneles, oían los ladridos de los sabuesos de Malagant y el estampido de sus botas en busca de caza fresca. De los labios de Ginebra escapó un involuntario sollozo de temor.

    —Todo irá bien -la tranquilizó Lancelot, aunque sin ninguna certeza. Siempre jugaba para ganar, pero esta vez las apuestas a su favor no estaban muy seguras-. Apresuraos, ya no puede faltar mucho.

    El agua se arremolinaba y gorgoteaba a sus pies, conduciéndoles en su descenso por el dédalo de túneles, algunos tan estrechos que tenían que ir en fila india, otros lo bastante amplios como para permitirles correr en paralelo. ¡Y vaya si corrieron!, sin tregua y hasta perder el resuello. Entretanto, el fragor de la persecución resonaba en sus tímpanos, con una promesa de captura para Ginebra y de muerte instantánea para Lancelot.

    Doblaron un recodo muy cerrado y quedaron paralizados al ver que el túnel no conducía a ningún lugar. Terminaba en una cámara circular que se elevaba como un amplio cañón de chimenea hasta perderse en las sombras. Lancelot levantó la antorcha, pero la luz de su llama no reveló más que unos oscuros muros de roca iguales a los demás, muy separados entre sí y demasiado lisos para escalarlos. No pudieron ver qué había en la cúspide. En el centro de la cámara había un profundo pozo donde se vertía el riachuelo que habían seguido.

    Lancelot estudió mejor la chimenea en un intento infructuoso de encontrar una vía de ascenso. Ginebra, que se había quedado escudriñando las profundidades del pozo, lo llamó de pronto, con la voz entrecortada por la excitación.

    —¡Fijaos en esto! ¿No veis un cerco de luz?

    Lancelot se plantó a su lado y echó un vistazo. Tentándolos desde las aguas, no muy abajo, se atisbaba el inconfundible fulgor verdoso de la luz del sol, tan sutil como un cristal fino.

    Las pisadas y las voces de sus perseguidores estaban cada vez más cerca. Lancelot miró hacia atrás, y luego a Ginebra.

    —¿Podréis hacerlo?

    Ella adelantó el mentón, y aunque en sus ojos había temor, también reflejaban decisión.

    —Sí -respondió-. Prefiero morir antes que caer nuevamente prisionera de Malagant.

    Lancelot asintió. Tras arrojar la antorcha al pozo, se llenó los pulmones y saltó tras ella, agitando las piernas para sumergirse. Ginebra se armó de valor, inhaló e imitó a su salvador.

    El agua se agolpó en torno a sus cabezas con un impacto gélido mientras buceaban hacia el traslúcido resplandor del día. Inmersos en un verdor penumbroso, pasaron por debajo de un arco subacuático y salieron a la luz más brillante que había tras la abertura. El sol se derramaba sobre el agua difundiendo sus rayos en la hondura y atrayéndolos a la superficie y el calor... Pero no pudieron alcanzarlos, porque les impedía el paso los barrotes de hierro de una reja sumergida. Lancelot y Ginebra intercambiaron una mirada de angustia. Se ahogarían en menos de un minuto.

    Lancelot se volvió vigorosamente y siguió de nuevo el muro de piedra hacia el verdoso claroscuro, lejos de la luz. Unas estrellas negras fluctuaban frente a sus ojos y sintió una contracción en los pulmones, que pugnaban por respirar. Sólo le quedaban fuerzas para una última acometida; pero súbitamente el túnel se ensanchó, dejando un reducido espacio de aire entre el agua y el techo abovedado. Salió a la superficie y aspiró unas bocanadas intensas, jadeantes. Ginebra apareció a su lado, tosiendo y espurreando, pero como había poca agua su respiración pronto se normalizó. Mientras agitaban las piernas para mantenerse a flote y sus castigados pulmones se reponían, Ginebra y Lancelot se miraron a los ojos.

    —¿Os veis con ánimos de continuar? -preguntó él en cuanto pudo hablar.

    Ginebra asintió con la cabeza.

    —Mientras me quede una gota de aliento -respondió, con una chispa de humor.

    Aquella capacidad de bromear incluso en circunstancias tan fatales, enardeció el corazón de Lancelot hasta el paroxismo. Nunca había conocido a una mujer como ella, ni probablemente la conociese jamás. La sentía tan próxima y a la vez tan inalcanzable...

    —Tiene que haber otra salida -dijo, y se sumergió de nuevo.

    Penetraron en el túnel, aprovechando las bolsas de aire y haciendo pausas ocasionales para descansar unos momentos, ya que no convenía abusar de su resistencia. El pasadizo se volvió aún más ancho, y finalmente se encontraron nadando entre columnas de piedra y unos maderos cubiertos de algas. Lancelot dedujo que estaban en un enorme sótano, una antigua nave de almacenaje situada debajo del castillo donde quizá se guardaban los cargamentos traídos por mar. Volvió la cabeza y vio que Ginebra avanzaba resueltamente tras él. Vestida con su camisola blanca y con la larga cabellera flotando detrás, casi parecía una sirena. Según la leyenda, aquellas criaturas seducían a los marineros para hundirlos en su propia tumba. No había duda de que Ginebra le había robado el corazón, y tan fácilmente que aún sentía el vértigo.

    Mientras ella evolucionaba entre las sucias columnas, siguiendo a Lancelot con una fe que jamás le había tenido a nadie, su pie chocó contra un objeto y quedó casi atrapado. Se apartó de un violento puntapié, y al volverse a mirar vio una armadura medio destrozada. El golpe había hecho que el metal pareciese cobrar vida; la visera del yelmo saltó de sus resortes y una calavera cuyos ojos eran dos agujeros oscuros le dedicó una sonrisa macabra. «Aquí está la muerte -pareció decir-. Malagant cumple su promesa.»

    Aterrorizada y asqueada, Ginebra se reunió rápidamente con Lancelot, su promesa de vida.

    A medida que avanzaban se hizo evidente que estaban siendo arrastrados por un río subterráneo. Lancelot se animó al pensarlo, porque sabía que todos los ríos van a dar al mar, y que lógicamente ése no tardaría en consumar su destino. Detrás de los enmohecidos pilares de una gloria obsoleta, tomaron otra curva cerrada y fueron arrojados de inmediato a una corriente rápida, turbulenta. Apresados en el cauce, entre bandazos y revolcones, empezaron a deslizarse cada vez más deprisa. Enseguida se percataron de que la corriente los conducía hacia un amplio agujero abierto en el muro del castillo, a través del cual el torrente que los transportaba bullía con una fuerza devastadora.

    Lancelot fue el primero que entró en el torbellino. La turbulencia lo lanzó contra la roca, y un dolor lacerante flageló sus costillas. La impetuosidad del agua lo succionaba para precipitarlo al olvido. Reunió todas sus fuerzas y se puso de través en el hueco, convirtiéndose en una barrera viviente para que ni Ginebra ni él mismo pudieran ser absorbidos por el gran remolino que había más abajo. La joven se estrelló como un náufrago a la deriva, y Lancelot tuvo que clavar los talones en los lados pétreos del canal y aferrarse con denuedo.

    El agua los fustigaba, rugiendo en sus oídos, cayendo en tromba sobre sus cuerpos. Ginebra reptó hacia un lateral y consiguió apartarse del reborde. Lancelot invocó sus propias reservas, y cuando vio que ella lograba retroceder poco a poco contra la corriente, se arrimó también a un lado y la siguió. Despacio, penosamente, consiguieron llegar a aguas más calmas. Las gélidas olas dejaron de embestirlos.

    Salieron a flote junto a un pasillo de piedra en otro túnel inundado de los muchos que socavaban la fortaleza. Agotados por la lucha, lo único que pudieron hacer fue agarrarse al borde de aquel corredor mientras recobraban el resuello.

    Lancelot observó a Ginebra. Aún no estaba en condiciones de hablar, pero vio que se encontraba bien. Ella le devolvió la mirada, incapaz de articular palabra ni de hacer otra cosa que jadear.

    Ya más sereno, Lancelot se volvió y miró el trazado del pasillo. Al final había una arcada por donde penetraba la luz. Un momento más tarde, cuando se recuperase suficientemente, se arrastraría fuera del agua e investigaría. Su sentido de la orientación había desaparecido entre tantas vueltas y revueltas, en la batalla por vivir, por respirar. Le dolían las costillas allí donde se había golpeado contra la pared del túnel y sabía que en cuanto el cuerpo se le desentumeciese comenzaría a sentir los efectos de los numerosos cortes y contusiones. Y a Ginebra le ocurriría lo mismo. Se volvió nuevamente hacia ella, decidido a hablar, pero antes de que pronunciase una sola sílaba ambos oyeron unos sonoros taconeos y un excitado griterío de voces. Un grupo de soldados de Malagant se acercaba corriendo por el pasadizo, ballestas en mano. Eran demasiados como para que Lancelot se enfrentase a ellos, ni aunque hubiera estado fresco y listo para la batalla.

    —¡Ahí los tenéis, como yo decía! -exclamó un soldado a sus compañeros, y descargó su arma contra Lancelot. La saeta casi rozó su cabeza y hendió el agua con un zumbido, sucedida por otras muchas en una lluvia letal.

    Lancelot consultó a Ginebra con los ojos. Un mismo pensamiento discurrió por sus mentes y fue transmitido en menos de un segundo. Dándose una mutua señal, tragaron aire al mismo tiempo y se sumergieron.

    Varias flechas hendieron el agua, pero Lancelot y Ginebra ya estaban lejos, llevados por la corriente hacia el torbellino que habían dejado atrás, junto al muro de la edificación. Si significaba la muerte, que así fuera.

    Esta vez Lancelot no intentó evitar que el agujero negro lo succionase. Con los pies por delante, fue arrastrado hacia el vértice, y Ginebra compartió su suerte. Uno detrás de otro, se adentraron en una ancha chimenea cuyas paredes de piedra estaban desgastadas por el agua del torrente. Bajaron y bajaron, doblando recodos y salvando saltos de agua, cada vez más rápido, luchando por respirar.

    Su accidentado viaje llegó a un repentino final cuando los pies de Lancelot tropezaron con una reja fijada en plena rampa. Allí debía de ser donde el agua se volcaba hacia el exterior, porque unos metros más abajo se divisaba nítidamente la esplendorosa luz del día. Una vez más, Ginebra chocó contra él, magullándole los hombros; el agua caía en cascada sobre los dos, transformando la respiración en una serie de inhalaciones breves e inconclusas. Lancelot asentó ambos pies en la reja. No había otro lugar donde ir. No podían subir porque era imposible tratar de luchar contra aquella corriente, y su vigor empezaba a flaquear. Golpeó el obstáculo con toda la fuerza de que fue capaz y notó que cedía un poco. Volvió a patearlo, y uno de los oxidados cerrojos saltó de su soporte.

    —¡Adelante! -lo alentó Ginebra entre el estruendo del agua-. ¡Ánimo!

    Lancelot encogió ambas piernas y las proyectó con toda su potencia. La reja se desprendió, desapareciendo en un aluvión de agua espumosa. Ginebra y él fueron catapultados hacia adelante y salieron disparados por la abertura. Por un instante quedaron suspendidos en una formidable catarata blanca ribeteada por el espectro completo del arco iris, en la que la luz del sol se reflejaba creando un contraste de espuma plateada contra la negra roca, antes de iniciar la caída libre de veinticinco metros hasta el mar.

    La fría agua salada se cerró sobre sus cabezas, y la acogieron como un signo de liberación. Aunque los secuaces de Malagant hubieran osado seguirlos en su tortuoso trayecto, no habrían sobrevivido al bautismo final. Su pesada vestimenta de guerreros los habría arrastrado hasta el fondo para anclarlos allí hasta morir.

    Ginebra y Lancelot salieron a la superficie como focas, se miraron y sonrieron por el misterio y el triunfo que significaba estar vivos, y nadaron hacia la cercana orilla.


    13


    El caballo no era de los mejores, pero tenía una resistencia a toda prueba. A pesar del esfuerzo a que lo habían sometido la noche anterior y a que hacía casi dos días que no veía el interior de su establo, soportaba con estoicismo el peso de Lancelot y Ginebra e incluso corría al galope tendido.

    Ginebra iba agarrada a Lancelot, con las manos alrededor de su cintura y la mejilla apoyada en el húmedo sayo. Los movimientos de él al compás del caballo eran reconfortantes. Cada zancada segura, rotunda, los alejaba de Gore en dirección de Camelot. Ginebra las contó mentalmente y rezó. La tentación de mirar hacia atrás era grande, pero consiguió dominarla. Temía que si se volvía el mismo acto convocase la imagen de Malagant hostigándolos, y sabía de sobra que no podrían sacarle ventaja.

    La exigua vegetación dio paso al cobijo de los árboles, y su ansiedad disminuyó un poco. Los troncos retrocedían como sombras borrosas, y la luz se hizo más verde y opaca a medida que el camino se estrechaba y zigzagueaba entre las hayas, los tilos y los robles. Empezó a caer una fina llovizna, susurrando a través de las ramas, nublando el rostro de Ginebra y cubriéndola con la etérea telaraña del rocío.

    Continuaron cabalgando por el bosque y Lancelot aminoró la marcha del caballo. La lluvia hacía manar vaho de sus flancos, y el jinete percibió sus temblores debajo de la silla. Más adelante, algo apartado del camino, atisbó un gigantesco roble con un tronco que lucía la nudosa solidez de un milenio y las ramas desplegadas como la bóveda de una catedral. Lancelot tiró de la brida e hizo chasquear la lengua, guiando al animal hacia el acogedor refugio.

    Ginebra enderezó la espalda, y sus brazos se pusieron rígidos contra la cintura de Lancelot.

    —Seguid cabalgando -dijo alarmada-. Quiero regresar a Camelot.
    —Será mejor que hagamos un breve descanso -sugirió Lancelot.
    —No deseo descansar.
    —Vos no lleváis dos personas a cuestas.

    Ella calló.

    —No lo había pensado -dijo al cabo de un momento.

    Lancelot desmontó y tendió los brazos para ayudarla a descender de la silla. Impulsivamente, Ginebra se abandonó en ellos, y en el momento en que se pusieron rígidos para sostenerla, recordó que no vestía más que la liviana enagua y estaba literalmente empapada, de modo que la prenda se transparentaba revelando su reluciente carne. Lancelot también estaba muy mojado, pero aun así sintió el calor que despedían sus cuerpos arrimados, como si fueran dos mitades uniéndose para formar un todo. Él aflojó su abrazo y ella se alejó rápidamente, a la vez que intentaba sin éxito cubrir su desnudez.

    Lancelot había necesitado todo su autocontrol para soltarla. Sin embargo, no pudo impedir que su cuerpo reaccionara, ni pudo obligarse a dar media vuelta, aunque era una agonía mirar su figura expuesta. A lo largo de los vacíos años de su vida había conocido a muchas mujeres, que al entregarle sus cuerpos le habían ofrecido unos instantes de olvido, pero esto era distinto. Esto era fuego, y se quemaría con sólo estirar los dedos. O quizá ya había puesto la mano en las brasas y era demasiado tarde. La deseaba, ansiaba poseerla, pero, a diferencia de Malagant, jamás la tomaría a su capricho.

    Ginebra alzó los ojos hacia él. Vio los puntos verdes en el centro avellana, las motitas de oro. También vio el espejo de su propio deseo.

    —Os lo ruego -dijo ella; se le quebró la voz y tragó saliva, con la respiración muy alterada-. Os lo ruego, no me miréis así...
    —Como si eso fuera posible -dijo Lancelot con un deje de amargura.

    Tenía los puños fuertemente apretados en los costados para reprimir el impulso de estrecharla entre sus brazos y entreabrir sus labios en el primero de un millar de besos. De manera abrupta, se volvió y fue a sentarse en la base de un tronco que formaba un asiento natural. Oprimió la espina dorsal contra la corteza estriada, rugosa y, echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos unos segundos. Como consecuencia del rescate debería haber sentido un júbilo exaltado, pero sólo era consciente de una brutal lasitud.

    Ginebra continuaba de pie, con aquella maldita camisola ciñendo su cuerpo turgente. Lancelot notaba su mirada pendiente de él y adivinó en su actitud la cautela de la cierva acosada. Quizá tuviese razón. Si no se arrojaba sobre ella era para no rematar la presa.

    La lluvia había arreciado; no era ya una sedosa llovizna, sino un murmullo palpitante que tamborileaba en la hojarasca y repicaba en el suelo a un ritmo reconfortante. .. si se tenía un albergue donde gozar de él. Lancelot la oía caer, pero no oía a Ginebra. Abrió de nuevo los ojos y la vio erguida en el mismo sitio, tan pálida como una estatua de la antigüedad. Su corazón se fundió dentro del pecho igual que el plomo en la fragua.

    —Acercaos más al árbol -le aconsejó-. Aquí no se filtra la lluvia.

    Ella vaciló, y alzó la vista para escudriñar la cortina de agua como si tuviera la esperanza de que no fuese más que un breve chaparrón. Al fin se mordió el labio inferior y se aproximó remisamente, conservando una buena distancia con Lancelot.

    Él cambió de postura para hacerle sitio.

    —Sentaos. Habéis estado a las puertas de la muerte. En cualquier momento aflorará la conmoción que habéis pasado.

    Ginebra dudó todavía, y Lancelot comprendió que no se avendría a una proximidad tan peligrosa. De hecho, no había esperado que lo hiciese. Dejó escapar un leve suspiro, se puso de pie e insistió con un ademán de la mano.

    —Sentaos, por favor.

    Ella lo miró con expresión dubitativa y con un silencioso gesto de gratitud aceptó el ofrecimiento. Juntó las rodillas y trató de cubrirse las piernas con los restos de su enagua. De poco le sirvió: su cuerpo se convulsionó en una serie de escalofríos que pusieron piel de gallina en sus tersos brazos, y le castañetearon los dientes. Lancelot la observó y maldijo no tener siquiera un odre de vino en las alforjas del caballo, o mejor aún una capa sobrante. Espió las anchas y verdes hojas del árbol donde se habían cobijado. Lo máximo que podía obtener eran unos sorbos de agua.

    Ginebra tomó aire y lo miró.

    —Vuelvo a estar en deuda con vos -dijo-. Pero no sé cómo pagaros, y no me atrevo a preguntarlo.

    La sonrisa de Lancelot fue más bien una mueca.

    —Existe una antigua costumbre: si se salva una vida tres veces, esa vida os pertenece.

    Ginebra sacudió la cabeza.

    —Nunca oí hablar de ella.
    —Van dos, sólo falta una.
    —Habéis dicho que es una costumbre antigua, no que se practique en la actualidad -replicó Ginebra, y al cabo de un instante frunció el entrecejo y preguntó-: ¿Qué estáis haciendo?
    —Ya lo veréis. -Lancelot estaba muy atareado con las hojas que había encima de sus cabezas, juntándolas y organizándolas-. Ya está, creo que las he dispuesto bien. Bebed, lo necesitáis.

    Ginebra lo observó desconcertada.

    —Torced la cabeza un poco a la derecha. Así, muy bien. Un poco más. Ahora, abrid la boca -dijo Lancelot.

    Ella obedeció, y él removió la hoja superior del caño que había improvisado, enviando una cascadita de refrescante agua de lluvia a la boca de la joven. Ginebra, que no estaba preparada, se atragantó y escupió, desperdiciando más de la mitad. La sacudió un espasmo de risa casi histérico.

    —Tendréis que hacerlo de nuevo -dijo a su salvador-. Me habéis pillado desprevenida.

    Lancelot rió también al evocar otras situaciones en que le habían dirigido las mismas palabras con connotaciones mucho menos ingenuas. Volvió a agitar la hoja, y esta vez Ginebra recogió bien el líquido. Él contempló el titilar de su garganta, el deleite de su rostro ante un placer tan simple.

    —¡Más! -pidió ella como una niña.

    El chorrito de agua de lluvia saltó de hoja en hoja para verterse en su boca en un hilo cristalino. Ginebra bebió una vez más, y luego sonrió, fresca y renovada.

    —¿Dónde aprendisteis a hacerlo? -preguntó. Incorporándose, se puso de puntillas al lado de Lancelot para estudiar los detalles de su conducto de hojas. Era a un tiempo sencillo e intrincado, delicado y resistente.
    —He pasado la mayor parte de mi vida a la intemperie. Uno aprende muchas cosas a lo largo del camino.

    Ginebra le dirigió una mirada escrutadora. ¡Era tan autosuficiente, tan seguro, tan lleno de recursos! Había visto su pericia como jinete y espadachín, aun con todo en su contra. Había presenciado su hazaña en las baquetas; y no obstante, aquella última aptitud le parecía la más extraordinaria de todas y, quizá, la fuente de su confianza. Era capaz de cuidar de sí mismo en cualquier circunstancia. Ginebra contempló sus manos, que todavía sostenían el conducto de hojas. Eran las manos de un artesano, quizá de un artista, pero en modo alguno las de un guerrero.

    —¿No tenéis un hogar? -preguntó de pronto.

    El rostro de Lancelot se crispó y en sus ojos se reflejó un imprevisto recelo.

    —No, no lo tengo. -Extendió los brazos-. Excepto todo lo que está bajo el cielo.
    —¿Y nunca habéis tenido casa? -insistió Ginebra.
    —No en los últimos años.
    —Debe de ser muy duro.
    —¿Y por qué habría de serlo? -replicó Lancelot con tono áspero-. Soy mi propio dueño. Voy donde me place y no tengo nada que perder. -Su boca se retorció en una mueca-. ¿De qué nos sirve erigir una morada y amueblarla con amor para que la queme un déspota pendenciero? -Se le quebró la voz, convulso el pecho en un esfuerzo sobrehumano por contener todo lo que hervía en su interior. No se lo había contado a nadie desde el día mismo de la tragedia. Había partido en su caballo y siempre había procurado no posar los ojos en los patéticos cadáveres que su memoria llevaba encadenados como un lastre.
    —¿Fue eso lo que pasó? -preguntó Ginebra con dulzura.
    —Ocurrió hace tiempo. -Lancelot tenía un nudo en la garganta-. Hace mucho tiempo.

    Ella asintió, entendiendo un poco mejor el motivo del dolor que ocultaban su mirada y su conducta.

    —Cada mañana, al despertar, intento prepararme para recibir la noticia de que Leonesse ha sido consumido por las llamas.
    —Que Dios os guarde de vivir esa experiencia. -Lancelot miró con ojos abstraídos la oscilante pantalla de la lluvia, el mortecino verdor grisáceo de aquel aguacero estival. Pero los colores que él veía eran enteramente distintos, compuestos del elementos contrario: el fuego.

    No les habían dado ninguna opción. Los asaltantes habían desembarcado e invadido el pueblo antes de que sus habitantes pudieran entrar en acción, y él menos que nadie. Por aquel entonces, su padre era señor de una mansión feudal, gobernante de unos dominios pequeños, prósperos, y Lancelot su heredero recién casado. Corría el verano de un año de sequía, y había mercado, así que el pueblo se hallaba abarrotado de gente. Su padre y él paseaban entre los puestos junto a las mujeres dé su familia. Su madre, como de costumbre, se afanaba en regatear con los comerciantes, mientras sus tres hermanas dedicaban pestañeos y miradas fugaces a los jóvenes apuestos que pasaban. Elaine, su esposa, absorbía la luz del sol en el cabello vagamente rubio, y tenía el rostro radiante con el florecer de un incipiente embarazo. Fascinado desde siempre por los caballos, Lancelot había abandonado el grupo para echar un vistazo a un bonito potro bayo que había atraído su atención, de manera que estaba separado de los suyos cuando los jinetes lanzaron su ataque.

    Su padre instó a las mujeres a protegerse dentro de la iglesia, pero pronto descubrió que era a la muerte y no a un lugar sagrado a donde las llevaba. Los bandidos eran unos paganos que despreciaban a Cristo. Lancelot aún se recordaba a sí mismo tendido en el suelo junto a los caballos, aturdido y sangrando a consecuencia de un golpe asestado en el cráneo. Recordaba los gritos amortiguados, el rugir de unas llamas pavorosas. En ese mismo instante, la escena acudió a su memoria, y no tenía defensa. La afrontó desnudo. Una vez más visualizó las bellas vidrieras donde se representaba a la Virgen María acunando al niño Jesús. Era algo sublime, de otro mundo. Unos cuerpos se siluetearon en las ardientes llamaradas contra los vivos colores del cristal mientras los aldeanos atrapados en el templo martilleaban las grecas de plomo, en un intento desesperado por huir de la que se había convertido en su pira funeraria.

    Sintió un suave contacto en el brazo, y las llamas se desdibujaron lo bastante para que pudiera ver a Ginebra mirándole con preocupación.

    —¿Cuántos años teníais? -le preguntó ella.

    El rostro de Lancelot adoptó un rictus de dolor.

    —Diecinueve, y me había casado poco antes.

    La cara de ella se llenó de compasión y de pena.

    —¿Vuestra esposa... ? -No acertó a completar la pregunta. Era una estupidez haberla formulado, puesto que la respuesta parecía evidente.
    —Mi esposa, el hijo que llevaba en el vientre, mis padres, mis hermanas, todos. Los acorralaron en la iglesia... no, eso no es cierto, ni siquiera tuvieron que llevarlos. Ellos habían creído que un santuario estaría libre de cualquier profanación, que era un recinto inviolable. Pero sus asesinos no respetaban tales preceptos.

    Lancelot sintió un escalofrío al ver nuevamente la vidriera emplomada, los cuerpos retorciéndose, las rugientes llamas que los consumían. De pronto un puño femenino hendió el cristal y con dedos descarnados y sangrantes arañó en vano el aire. Los atacantes reían y señalaban el espectáculo. Y entonces una colosal bola de fuego voló por la iglesia; el ventanal explotó en mil pedazos diminutos, y los chillidos cesaron. Pero habían seguido retumbando en su cabeza.

    —No pude hacer nada por ayudarlos. Ni siquiera estábamos juntos. Me encontraba en otra parte del pueblo, y los asaltantes me habían dejado inconsciente de un golpe. Imagino que me dieron por muerto, pero vi cuando... -Lancelot dejó la frase por la mitad, incapaz de proseguir.

    Ginebra tomó las manos de él en las suyas, en un intento por demostrarle cuán sinceramente lo compadecía. Al principio aquel hombre le había disgustado por su arrogancia y sus malos modales; pero luego se había percatado de que no era más que una fachada, un escudo defensivo tras el cual se parapetaba su auténtica personalidad, y había bajado ese escudo delante de ella.

    —Dios nos salve a todos de un día así -dijo con tono de conmiseración.
    —A mí no me salvó.
    —Yo opino que sí.

    Lancelot emitió un sordo resoplido.

    —¿Por qué lo decís?
    —Al permitiros vivir os ha convertido en lo que sois, un hombre que no teme nada ni a nadie. Sin duda podréis utilizar ese don para alguna buena causa. -La voz de Ginebra adquirió la vehemencia de la persuasión, en un intento de sacar a aquel infortunado de su abismo particular-. Si no, quizá deberíais haber sucumbido en la iglesia con los demás.
    —No sabéis cuántas veces lo he deseado.

    «Seguramente todos los días de tu vida», pensó ella, aunque se guardó muy bien de decirlo.

    —Pero no sucumbisteis -repuso con voz perentoria-. Pudisteis sobrevivir, y los que sobrevivimos asumimos una grave responsabilidad frente a los muertos y frente a los vivos. ¿Qué clase de existencia habría deseado vuestra familia para vos?

    La boca de él se contrajo en una mueca. Ginebra escudriñó su rostro, vio el sufrimiento en él y anheló borrarlo con las yemas de sus dedos. Pero no pasó de ser eso, un anhelo. Llevarlo a la práctica habría sido un riesgo excesivo. Como alternativa, se acercó a él y le apretó la mano, transmitiéndole fortaleza y consuelo.

    —No estamos solos -añadió-, ni nosotros ni nadie.
    —¿De veras? -dijo Lancelot. La acritud seguía presente, y debajo asomaba un ansia profunda y fútil.

    Ginebra sacudió la cabeza.

    —O nos amamos unos a otros o perecemos.

    La atmósfera entre ambos cambió. Lancelot guardó silencio, pero Ginebra percibió que no era de desdén ni de retraimiento frente a sus convicciones. Le había infundido esperanza, y estaba deliberando si debía o no aferrarse a ella.

    —Debemos encontrar nuestro camino -continuó ella, sin dejar de mirarlo-. Pero al final de éste a todos nos aguarda un hogar. Es algo que creo de todo corazón.

    Lancelot había aguantado la respiración, y ahora expelió el aire con un largo suspiro.

    —Decidme qué tengo que hacer, y obedeceré. -En su mirada había una nota suplicante, de pura desorientación, como si le hubieran quitado una venda de los ojos y no asimilara el terreno que veía.
    —No puedo -dijo Ginebra afablemente-. Vuestra vida es sólo vuestra.
    —En ese caso, os la ofrezco.

    Ella no supo qué contestar. Lancelot había expresado la frase con una simplicidad tan estricta que no pudo por menos que reconocer su franqueza, admitir que provenía de una parte más honda de su ser que aquella otra que la había intimidado en el bosque unas semanas atrás, al añorar los besos de una lechera. Habían recorrido un largo trecho desde su aventura anterior.

    —No puedo aceptarla -dijo-. Olvidáis que voy a contraer matrimonio.
    —Si fuerais libre de actuar a vuestro antojo, ¿os casaríais con Arturo?

    Las tensiones de antes habían vuelto. Ginebra sintió el ardor de la mirada de Lancelot y la consiguiente fiebre que encendía en su propio cuerpo. Arturo era noble, generoso, honrado y sabio, todas las cualidades que debía poseer un soberano, y no abrigaba ninguna duda sobre su matrimonio ni el cariño que le profesaba. Pero esto era diferente. La voluntad no podía gobernar los primitivos ritmos del cuerpo ni la región más anhelante del espíritu.

    —Soy tan libre como vos -repuso a la defensiva-, tanto como vos. -No había acabado de pronunciar aquellas palabras y ya las lamentaba. ¿Hasta dónde llegaba la libertad de Lancelot? Había visto por sí misma cuánto le atormentaba el pasado.
    —Demostradlo -la retó ahora.

    La lluvia caía siseante, empapándolos, elevando una cortina que los aislaba del entorno boscoso. Sus sentidos se redujeron a la conciencia del otro, al calor que relampagueaba en su carne empapada. Les separaba un espacio insignificante: el grosor de un cabello, el filo de un cuchillo.

    —¿Cómo? -musitó Ginebra sin darse apenas cuenta de haber hablado. Su cuerpo batallaba por obtener la hegemonía sobre el cerebro, y estaba ganando la partida.

    Lancelot sumó su aliento al de ella y respondió con otro susurro.

    —Olvidad quién soy sólo por un momento. Dejad que se desvanezca el mundo y todos cuantos lo pueblan salvo nosotros dos. Y en ese corto lapso, haced lo que os apetece... Aquí, ahora, conmigo.

    En efecto, el mundo se eclipsó para Ginebra. No existía más que la quietud matutina y la fogosa mirada de Lancelot arrancándole el último resquicio de oposición y dejándola tan maleable como las hojas del bosque.

    —Por favor -dijo, y su voz no fue ya ni siquiera un murmullo, únicamente un hálito articulado.

    Lancelot no sabía discernir si le estaba suplicando que la tomase o que renunciase a ella. Titubeó. La visión de su cara vuelta hacia él le produjo una punzada tan aguda que fue incluso dolorosa. Nunca un apetito lo había acuciado tanto, y temió por el control de sus actos, o la falta de ese control. ¿Cómo podía un hambriento sentarse a la mesa en que se servía un festín e irse después de probar un bocado apenas?

    Se inclinó para reclamar el suyo, pero Ginebra había advertido su incertidumbre y le dio tiempo a retirarse de aquellas arenas movedizas.

    —No. Perdonadme, pero no puedo -dijo, y se apartó de él para plantarse bajo la lluvia. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y dejó que aquel agua bañara su ardiente cuerpo. La fina camisola de hilo se le adhirió a la piel, revelando la rosada redondez de sus senos, las ondulantes caderas y los esbeltos muslos.

    Lancelot se asió al retorcido tronco para librar su propia batalla. Una voz interior le decía que Ginebra podía ser suya. «¿Crees realmente que se resistirá si saltas sobre ella?» No obstante, aunque ardía en deseos de escuchar aquella voz, se refrenó. Tal vez no lo rechazase, tal vez disfrutasen juntos, pero sería un goce pasajero. El honor nunca recupera su brillo una vez empañado. Así pues, contempló sus encantos, deseándolos, y puesto que el amor es más poderoso que el sexo, detuvo su mano.

    Repentinamente, Lancelot detectó un movimiento más allá de Ginebra, entre los árboles; vislumbró a continuación el contorno de una forma humana. Se puso alerta y miró hacia el caballo, calculando la distancia que lo separaba de la espada envainada junto a la silla. Aparecieron otras figuras entre los troncos, encapuchadas para guarecerse de la tormenta. Vio destellos de armaduras debajo de las capas; pero enseguida cedió su tensión. No eran las tropas de Malagant. Venían por el lado contrario, y su atuendo era distinto. Pasados unos instantes había identificado a la guardia real de Camelot. Su participación en el rescate de Ginebra había finalizado.

    —¡Ahí está! -exclamó el soldado más cercano, y echó a correr hacia la pareja-. ¡La he encontrado, ya la tenemos!

    Ginebra cruzó los brazos sobre los senos y aguardó de frente al presuroso y feliz guardián. Pero antes de que éste le diera alcance, se volvió hacia Lancelot con el alma en los ojos. A través de la densa lluvia, él vio amor y deseo, arrepentimiento y decisión, y en aquel preciso instante supo qué había ganado y qué había perdido.


    14


    ¡Gracias a Dios! -exclamó Arturo, y estrechó compulsivamente a Ginebra entre sus brazos-. ¿Estás herida? ¡Y yo que juré protegerte! ¿Te han hecho daño? -Eufórico y aliviado, cubrió de besos el húmedo rostro de su amada.

    —No, estoy ilesa -lo tranquilizó ella, y tembló en sus amorosos brazos. Eran fuertes como la roca, cálidos por la ternura y la piedad que irradiaban. «Sí, ilesa -repitió una vocecita en su mente-, pero cambiada.» Ya nada volvería a ser como antes.

    La habían conducido a la magnífica catedral de Camelot, donde Arturo había estado rezando por su feliz regreso. En el exterior la lluvia persistía, envolviendo la ciudad en un transparente velo grisáceo que le confería una aureola de emoción y misterio. Ginebra llevaba una capa encima de la maltrecha y mojada camisola, pero aún tenía frío y le castañeteaban los dientes.

    —Estás aterida -le dijo Arturo con visible inquietud-. Necesitas un buen fuego y ropa seca. -Tragó saliva dificultosamente antes de añadir-: En las lúgubres horas de la noche, cuando temía lo peor, deseé morir contigo, pero ahora que te veo sana y salva vuelvo a tener una razón para vivir.

    Ginebra entornó los ojos y se apoyó en él, reprimiendo las lágrimas. Lancelot había querido entregarle su vida. Ahora Arturo le decía más o menos lo mismo. Estaba abrumada por los sentimientos de su prometido, por su misma vulnerabilidad. Le habría gustado contestar que ninguna vida debía someterse al albur de otra persona, pero se sentía demasiado exhausta para explicarse y demasiado temerosa de herirlo usando algún término indebido. Así pues, guardó silencio. Arturo la abrazó una vez más e hizo que se volviera, en el refugio de sus brazos, para conducirla a palacio.


    El fuego ardía en el hogar, y el agua del baño instalado cerca de la chimenea estaba caliente y perfumada con hierbas olorosas. Los dolores y magulladuras se aliviaron; los cortes y verdugones empezaron a protestar. Lancelot lucía en la piel toda una gama de ellos. Un criado deambulaba discretamente por la estancia, llevándose la ajada ropa para reponerla o ventilando las toallas.

    Lancelot bostezó. Le pesaban los párpados y tenía la sensación de que podía dormir una semana entera. Era sensible a su agotamiento anímico, más aún que al físico. Si cerraba los ojos, veía dentro de sí la imagen de Ginebra erguida bajo la lluvia, con la enagua resaltando las curvas de su cuerpo. Si los mantenía abiertos, veía la riqueza, el poderío y la prodigalidad del hombre que iba a hacerla su esposa. Pero sabía que aquel desprendimiento no llegaría tan lejos como para renunciar a Ginebra en favor de otro hombre. Lancelot había observado el modo en que la abrazaba, había advertido que el rostro del Rey Supremo estaba mojado, pero desde luego no a causa de la lluvia, y comprendió cuál era su deber.

    Completó sus abluciones, salió del baño antes de quedarse traspuesto en él, tomó una de las aireadas toallas y se frotó el cuerpo enérgicamente. Admitió tristemente que tardaría mucho tiempo en querer remojarse de nuevo. El criado entró con una fuente de comida y una jarra de vino, los depositó frente a la chimenea y se retiró sin hacer ningún ruido. Lancelot se puso ropa interior seca y un par de calzones limpios que le habían calentado delante del fuego. Caviló de quién serían. Tal vez perteneciesen a un caballero de la corte, porque la tela era fina y suave al tacto, bastante más lujosa que la que él acostumbraba a llevar, aunque en un tiempo, como hijo de un señor feudal, las prendas elegantes habían formado parte de su rutina.

    Lancelot posó la mirada en el fuego, en las llamas que lamían el núcleo mismo de la recia madera y la descomponían en cenizas. Sintió el reflejo de su calor en la piel desnuda. Abstraído como estaba, advirtió sin embargo que el criado recogía una bonita camisa bordada que había expuesta junto al hogar y se aproximaba para ayudarlo a ajustársela. Era extraño pensar que cuando un hombre entraba en sociedad tuviera que perder la habilidad de vestirse solo.

    —Gracias -dijo sin volverse-. Puedes irte. Estoy seguro de que tendrás ocupaciones más urgentes que servirme.

    Se produjo una breve pausa, seguida de una risita gutural.

    —Me has devuelto la vida. Lo mínimo que puedo hacer es pasarte la camisa.

    Lancelot se volvió y comprobó que el sirviente había sido reemplazado por el mismísimo Rey Supremo, quien lo miraba pletórico de optimismo.

    —Gracias, sire -dijo Lancelot con expresión circunspecta-, pero no era necesario. -Agarró la camisa y se la metió por la cabeza, meditando que le habría gustado esconderse dentro de ella hasta que Arturo se fuese.
    —Dime qué quieres y será tuyo -declaró el monarca, y la mano que había sostenido la prenda se abrió, como si le ofreciese el mundo.

    Lancelot sacó la cabeza por el escote y dejó que la tela cayera sobre su cuerpo. Entretanto, se preguntó qué haría Arturo si le exponía su verdadero deseo.

    —No quiero nada -dijo-. Cualquier otro hombre habría hecho lo mismo.
    —Arriesgaste la vida por otra persona. No existe un amor más auténtico.

    Aquello era aún peor de lo que Lancelot había previsto. Avergonzado, rehuyó al rey, sintiéndose como si se hubiera revolcado en el lodo.

    —Si supierais... -musitó.
    —Lo sé -repuso Arturo con una media sonrisa-. Me habías engañado, pero ya he descubierto la verdad.
    —¿Lo sabéis? -Lancelot lo miró con los ojos desorbitados. No lograba entender la actitud del rey. Parecía estudiarlo con aprobación, lo cual estaba fuera de toda lógica.
    —El día de las baquetas afirmaste que sólo vivías para ti -proclamó Arturo, y sus ojos centellearon con la satisfacción de quien busca y encuentra un tesoro-. Lo cierto es que no te estimas en absoluto. ¡Fíjate en ti mismo! No tienes fortuna ni poder ni un hogar; ni siquiera te has trazado una meta. Tu única posesión es un carácter apasionado que te empuja a avanzar sin respiro. Dios se vale de los hombres como tú, Lancelot, porque vives con el corazón abierto y no te reservas ninguna parcela. Te entregas en cuerpo y alma, y nosotros te debemos más de lo que jamás podremos pagarte.

    Lancelot bajó la vista y empezó a atildar su vestimenta, alisando dobleces, él a quien siempre le había importado un comino lo que llevaba o el aspecto que tenía. Era obvio que Arturo no sospechaba nada. Sólo veía las virtudes de los demás, esperaba lo mejor, y eso no hizo sino aumentar su propio azoramiento.

    —Si me conocierais mejor no diríais esas cosas.
    —¿En serio? -El rey estiró los brazos y estrechó al sorprendido Lancelot en un abrazo afectuoso y entusiasta-. Ven, te acojo tal como eres, con lo bueno y con lo malo. No puedo querer a la gente por pedazos.

    Lancelot recibió las efusiones del rey con una inicial rigidez, pero quedó francamente conmovido por la confianza y la amistad que le manifestaba. Había pasado mucho tiempo solo, elevando unas barreras infranqueables contra el mundo. Ahora aquellas barreras ya no podían resistir la acometida.

    —Y nada de protestas -agregó Arturo firmemente después de soltarlo. Miró a su estupefacto interlocutor y sonrió-. Te daré las gracias a mi manera. Ahora come y descansa. Mañana volveremos a hablar.

    Lancelot intentó decirle que no deseaba su agradecimiento, que lo más conveniente sería que le dejase tranquilo, pero las palabras se negaron a salir y permaneció inmóvil y en silencio hasta que el rey hubo abandonado la sala. Luego se volvió una vez más hacia el corazón del fuego. «Tampoco yo amo por pedazos», les dijo a los leños.


    La lluvia amainó durante la noche, y amaneció sobre Camelot una mañana deslumbrante, con el cielo de un azul nuevo, diáfano, salpicado de nubecillas volátiles y más altas que las vivaces golondrinas que cazaban insectos en su vuelo. En la sala redonda del consejo, el sol penetraba oblicuamente por los altos ventanales y teñía de oro los escalones de piedra y la espléndida mesa. La llama perpetua quemaba en el brasero del centro, y los once caballeros de la asamblea estaban formados en sus puestos, a la espera.

    Arturo entró en la cámara dando el brazo a su prometida Ginebra que se había recuperado bien de su odisea y, aunque tenía los ojos aún un poco somnolientos y su cuerpo lucía los previsibles moratones tras el vapuleo sufrido en el río subterráneo, llevaba la cabeza erguida y en sus labios se esbozaba una sonrisa. Arturo, encandilado por su regia belleza, la miró con orgullo y cariño. Allí donde la joven le habría dejado para ir a ocupar su asiento entre los escribas y amanuenses del estrado superior, el rey retuvo su mano y la guió junto a él hasta su propio sitio. Acto seguido tomó la palabra ante los caballeros.

    —Os he convocado hoy en la sala redonda porque quiero debatir un asunto de vital importancia. -Observó uno a uno a sus guerreros, capturándolos brevemente con la mirada-. Debemos la vida de lady Ginebra a un hombre. -Hizo un ademán a los criados que aguardaban órdenes en las puertas de la gran sala, y las abrieron.

    Apareció en escena un aturullado Lancelot. Aquella mañana, muy temprano, el sirviente que lo atendiera la noche anterior lo había sacado del lecho y le había informado de que el Rey Supremo requería su comparecencia en la sala redonda. Apenas había tenido tiempo de vestirse, pasarse un peine por el desordenado cabello y beberse el vino que le servían. Ahora estaba un poco mareado, y se arrepintió de no haberse entretenido unos minutos en comer también una rebanada de pan.

    Al ver a los hombres allí reunidos, cuyas miradas convergían en él, y distinguir a Arturo y Ginebra, Lancelot se sintió incómodo. Unas horas antes el Rey Supremo lo había abrazado en privado y le había ofrecido cualquier recompensa que se le antojase. Ahora tocaba la versión pública, y de buen grado se habría excusado para no tener que soportarla.

    Arturo le dedicó una sonrisa beatífica, que hizo que Lancelot se sintiese todavía más incómodo. Era consciente de que los caballeros congregados en la estancia lo contemplaban con la misma prevención con que él los miraba a ellos.

    —Lo que me dispongo a ofrecerle a este hombre -dijo Arturo, dirigiéndose de nuevo a sus consejeros-, le corresponde plenamente. Creo que ha venido a Camelot con una finalidad, aunque él mismo lo ignore. -Se separó de Ginebra y fue hasta la silla de Malagant-. Tenemos una plaza vacante.

    El silencio que sucedió a sus palabras fue casi palpable. Se intercambiaron miradas ansiosas y escandalizadas. Sentarse a la Tabla Redonda era el honor más insigne del país, y aquéllos a quienes les habían concedido un sitio los preservaban celosamente. Lancelot era un forastero, una persona desconocida y tal vez peligrosa.

    —¿Pensáis nombrarlo caballero, sire? -preguntó Kay, eludiendo intencionadamente la mirada de Lancelot.

    Arturo hizo caso omiso a su consejero, pues todo el peso de su voluntad se había concentrado en el salvador de Ginebra.

    —No estoy proponiéndote una vida de privilegios, sino de servicio arduo.
    —No sabemos nada de él -le cuchicheó Mador a Kay-, aunque he oído decir que pelea por dinero. Aún recuerdo lo temerario que fue cuando se enfrentó a las baquetas.

    El rey dirigió una breve mirada a los dos caballeros.

    —Pero si la aceptas, Lancelot -continuó-, te la doy con el corazón en la mano.
    —Sire, opino que deberíamos discutir... -empezó a decir Kay.
    —¡Basta! -atronó la voz de Arturo, y sus ojos se encendieron en un inusitado alarde temperamental que provocó una vez más el silencio en la Tabla Redonda. Luego sacudió los hombros, como si quisiera expulsar la crispación, y se dirigió una vez más a Lancelot.
    —¿Qué dices, mi buen amigo? ¿Quieres unirte a nosotros?

    Lancelot calló. Unos días atrás la respuesta habría aflorado a sus labios sin tener ni siquiera que pensarla... aunque quizá habría sido falsa. Pero su vida había sufrido un vuelco radical, y aún seguía cambiando. Se sentía más impotente que en el remolino de los túneles de Gore. Dirigió una mirada de soslayo a Ginebra, que, al igual que él, había escuchado sin pronunciar palabra, con la tez cérea y los labios crispados. Los motivos para vivir eran tantos como los que incitaban a la muerte. Lancelot abrió la boca, pero Ginebra se le adelantó.

    —Mi señor, ¿puedo intervenir en esta cuestión? -solicitó formalmente a Arturo, con un pequeño ahogo en la voz, como si lo hubiera decidido de repente.

    Arturo hizo un gesto de asentimiento.

    —Por supuesto que sí, amada mía, puesto que te atañe de manera tan personal.

    Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello y, cuando habló, sus manos juguetearon nerviosamente con los pliegues de su vestido.

    —Estoy más en deuda con este hombre que ninguno de los presentes. Merece cualquier honor que queráis otorgarle, y aún se merecería más. -Se mordió el labio inferior-. Pero no pertenece ni a Camelot ni a ningún otro sitio. Es una alma solitaria que elige su propio camino, y es en esa soledad y en esa libertad donde radica su fuerza. Si vamos a rendirle homenaje, y yo así lo deseo desde lo más profundo de mi corazón, honrémoslo dejándolo ser quien es, no convirtiéndolo en otro hombre. Dejadlo ir, solo y libre, con nuestro mayor afecto.

    Todos los ojos se volvieron hacia Lancelot. Ginebra bajó los suyos unos segundos, y luego lo miró también. Él le devolvió la mirada. «Soledad y libertad», pensó; eran los términos que definían al nómada, al mercenario, y ya no le tenía tanto apego como antes a su propia compañía. Los pensamientos solitarios eran sinónimo de aislamiento.

    —¿Y bien, Lancelot? -lo urgió Arturo.

    Lancelot respiró hondo.

    —Lady Ginebra comprende bien mi talante -reconoció-, y hace sólo cuatro días habría coincidido con ella en todo cuanto ha dicho. Pero aquí, entre vosotros, he encontrado algo que ansío más que mi libertad. -Posó la mirada en el rostro de Ginebra-. Ya no sé cómo tengo que vivir, únicamente puedo afirmar que me partiría el corazón dejaros.

    Ginebra apartó los ojos, todavía sonrojada y mordiéndose el labio inferior.

    Ajeno a su reacción porque tenía la atención fija en Lancelot, Arturo exclamó ilusionado:

    —¡Bravo! ¿Significa eso que vas a abrazar nuestra causa?

    Mirando todavía a Ginebra, Lancelot asintió una sola vez.

    —Sí.

    Sin poder ocultar su alegría, el rey corrió a abrazarlo.

    —En ese caso, sé bienvenido. Éste será para ti un nuevo comienzo. Pasarás una noche de contemplación y recogimiento ante el altar mayor de la catedral. Mañana, al alba, renacerás al mundo como un caballero de la Tabla Redonda.

    Las palabras de Arturo resonaron en toda la sala y fueron a posarse en el corazón de Lancelot. Para bien o para mal había tomado una decisión y no lo había guiado una curiosidad banal sino un anhelo deliberado, intenso. Sin embargo, se sentía como quien al contemplar las estrellas pretende atrapar una con la mano. Por muy alto que escalara, por mucho que pudiera estirarse, nunca satisfaría aquel anhelo.


    15


    Eran las horas más negras de la noche. La luna brilló y palideció más tarde; unas nubes rasgadas navegaban frente a las estrellas. Las fogatas domésticas serían meros rescoldos hasta el amanecer, y la única luz de las calles de Camelot provenía de los farolillos de los vigilantes nocturnos y de algún ciudadano esporádico ocupado en un quehacer o muy tardío o muy temprano.

    Ginebra no portaba antorcha, y ninguna escolta. acompañaba sus pasos veloces y silenciosos. Se había puesto su vestido más oscuro, de una seda azul medianoche, y se había cubierto con una capa negra. Amparándose en las sombras, avanzó rápidamente por patios y angostos pasajes hasta llegar a la enorme catedral dorada de Camelot. La construcción era tan monumental como el palacio mismo, o tal vez más, porque tenía a su favor la antigüedad, la pátina y la reciedumbre de la intemperie. La luz de las plegarias humanas ascendía hacia el cielo en pétreos bloques de grácil filigrana, una combinación de fe y poderío.

    Evitó el gran portalón de roble y se coló en el templo por una modesta entrada lateral que solían usar los clérigos. La penumbra interior del edificio reverberaba con el resplandor de numerosas candelas doradas de cera de abeja, montadas en los brazos de grandes candelabros o suspendidas de unas coronas colgantes de hierro forjado. Las lámparas votivas fulguraban tenuemente cerca del altar mayor, y Ginebra, tras recorrer el primer tramo de la nave central, vio a un hombre de rodillas al pie del altar, con la cabeza inclinada en actitud de plegaria.

    Había llegado allí guiada por su coraje innato, pero de pronto sintió que éste empezaba a fallarle. Su paso vaciló, y estuvo tentada de girar en redondo y huir. Se dijo que no debería estar en aquel lugar, ya se había arriesgado más de la cuenta. En la víspera de sus esponsales con Arturo, salía al encuentro de otro hombre, de alguien que intentaba purificar su mente para ser ungido caballero al cabo de unas horas. Era una imprudencia y un serio peligro. Ginebra dobló los dedos en torno a la capa e hizo acopio de todo su valor. No importaba cuáles fueran las consecuencias, tenía que hablar con él.

    Lancelot pareció presentirla, porque levantó la cabeza y, aunque no volvió los ojos, se hizo patente que había advertido una perturbación en la atmósfera fragante de incienso. Ginebra siguió adelante, con los ropajes crujiendo suavemente sobre las losas de piedra, y se detuvo frente al altar y delante del hombre que velaba.

    La luz de las candelas arrancó reflejos áureos de su cabello y rutiló en sus ojos cuando los alzó hacia ella. Ginebra sintió que el corazón se le encabritaba y que de pronto le temblaban las piernas. Al lado de Arturo se sentía segura, protegida. Pero bastaba que Lancelot la mirase para que su cuerpo se derritiera. Hizo una profunda inspiración e intentó recomponerse. Había corrido el riesgo de ir hasta allí con un propósito en la mente, y no debía consentir que el magnetismo de una mirada lo destruyera.

    —¿Por qué? -preguntó con voz queda y temblorosa. Echó un vistazo alrededor, pero eran los únicos en la catedral. Si había algún sacerdote o acólito en el templo, había preferido dejar solo a Lancelot en su vigilia ante el altar.
    —Lo sabes muy bien -respondió él en un ronco susurro.

    Ginebra alargó la mano como si fuese a posarla en su hombro, pero enseguida cambió de idea, dejando el movimiento incompleto.

    —Te lo suplico, abandona Camelot. Aún estamos a tiempo. Puedes decirle a Arturo que has cambiado de idea mientras meditabas esta noche.

    Lancelot dejó escapar un largo suspiro, se puso de pie y miró fijamente a Ginebra.

    —No puedo -contestó sin más rodeos-. Necesito estar cerca de ti.

    Ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Aquellas palabras le resultaban insoportables porque anhelaba oírselas decir, pese a saber que le pedía un imposible. Antes o después uno de los dos acabaría estallando.

    —Por favor, no sigas.
    —¿Y qué voy a decirte? -la increpó él-. ¿Quieres acaso que mienta?

    Ginebra negó con la cabeza.

    —Di sólo que eres mi amigo, y despidámonos. Nuestra relación no tiene futuro.

    Lancelot desvió el rostro hacia el altar y el brillo mitigado de las velas mientras buscaba las palabras justas. Al fin, miró una vez más a Ginebra, y dijo:

    —Desde el día de mi llegada a Camelot, me he repetido infinidad de veces: «Vete ahora, antes de que sea demasiado tarde.» La noche en que te raptaron estaba solo en las murallas de la ciudad, decidido a partir al amanecer. Pero ahora ya no hay remedio. -Una ambigua expresión, mitad sonrisa y mitad rictus, cruzó su semblante-. No pienso más que en ti, eres cuanto deseo en la vida. Durante quince o dieciséis infecundos años he viajado sin rumbo. Tú misma dijiste que a todos nos llega el momento de establecernos.

    Ginebra oyó sus propias palabras en boca de él y comprendió que había errado en su juicio. Estaba convencida de que podría manejar una corta conversación en la catedral, pero se había engañado.

    —Ya sabes cómo debes actuar -declaró con una nota de miedo en la voz.

    Lancelot fue implacable.

    —Entonces, dime que no me amas.

    Ginebra rehuyó su mirada, pues tenía la despiadada facultad de traspasar sus pensamientos.

    —N... no te amo -balbuceó. En las vidrieras multicolores, los santos escucharon su embuste con el rostro impávido. Las llamas de las velas oscilaron y el aroma de incienso flotó en el aire y se infiltró en sus cuerpos con cada nueva inspiración.
    —No lo creeré hasta que me mires a los ojos.

    El corazón de Ginebra palpitaba desbocado. Aunque se hallaba en el sagrado silencio de una iglesia, tenía la impresión de estar en un campo de batalla o en medio de una tremenda tempestad. Sobrecargaba el ambiente una tensión mayor que la que la había asaltado semidesnuda y calada hasta los huesos bajo los árboles de los bosques fronterizos. Carraspeó y se enfrentó a Lancelot. Dos veces empezó a hablar, y las dos dejó la frase por la mitad. En un recinto sagrado una mentira era una profanación, sobre todo para la propia conciencia.

    Lancelot se inclinó hacia ella, cogió una de las manos con que sujetaba fuertemente la capa, y la estrechó entre las suyas.

    —Tu mismo cuerpo te desmiente -murmuró mientras se aceraba la mano de ella a los labios y la besaba-. Me iré de Camelot ahora, en este instante, si tú me acompañas.

    Ginebra estuvo en un tris de decirle que sí. Su corazón la aguijoneó para que diera esa respuesta. Estar con él, compartir como hogar la grupa de un caballo y los anchos caminos... «¡Señor -pensó-, ojalá fuese de verdad una moza lechera!» Pero no lo era. Era Ginebra de Leonesse, muy pronto la Reina Suprema de Camelot, y había asumido deberes que estaban por encima de sí misma y de aquel hombre tan seductor y vulnerable. Las palabras quedaron pues en el aire, y retiró la mano de la suya, con un hormigueo en el lugar que habían acariciado sus labios.

    —Ésta es nuestra oportunidad de ser felices. No tendremos otra vida -dijo Lancelot, urgiéndola con la mirada a seguirlo.

    Ginebra mantuvo su postura, deshecha emocionalmente pero perfectamente consciente de cual era el camino que debía tomar.

    —No es así como se consigue la felicidad. Tengo que hacer lo que considero correcto. La dicha vendrá por sí sola si ésa es la voluntad de Dios.
    —¿Dios? -La palabra retumbó en toda la catedral, y las candelas temblaron. Pero Lancelot acalló lo que se aprestaba a añadir y se limitó a mirarla con amor, deseo y un ruego vehemente.

    Temerosa de perder su firmeza ante aquellos ojos, Ginebra se volvió y se alejó muy deprisa, casi a la carrera.

    Lancelot oyó el ruido que hacía la puerta al cerrarse. Elevó los ojos hacia la vidriera del ábside central. En la semioscuridad, los contornos emplomados de las figuras eran imprecisos y abstractos.

    Despacio, volvió a arrodillarse y agachó la cabeza para rezar una plegaria, aunque las palabras «Hágase tu voluntad» se atoraron en su garganta.


    Los difusos rayos del sol entraron por el gran ventanal del ala este de la catedral y llenaron el aire y el suelo de unas luminosas franjas de color rubí, amatista, cobalto y topacio. Confinada en una tracería de plomo, la imagen de Cristo, con las manos alzadas en una bendición, relumbró sobre los congregados. Algunos aseguraban que el rostro del Cordero de Dios guardaba una peculiar semejanza con el de Arturo en su juventud.

    Una trompeta tocó una reiterativa serie de notas que se propagó por cada bóveda y hueco del templo para encumbrarse hacia el trabajado techo de vigas como una oración que subiera a los cielos. Cuando por fin se hizo el silencio, Arturo se adelantó hasta el vibrante reflejo de la luz de las vidrieras y contempló la cabeza inclinada del hombre que yacía de rodillas a sus pies. El soberano blandía la espada emblemática de su reinado, y el sol danzó sobre su acero lanzando reflejos irisados.

    Arturo tocó levemente los dos hombros de Lancelot con la hoja plana en el gesto que confería el rango de caballero.

    —Levantaos, sir Lancelot -ordenó.

    Lancelot así lo hizo, y los abigarrados cristales de la ventana del Cristo brillaron también en sus facciones. Arturo devolvió la espada a su vaina y alzó la mano derecha para estrechar la de Lancelot en un fortísimo apretón.

    —De hermano a hermano. Tuyo seré en la vida y en la muerte. -Las palabras fueron dichas con énfasis y potencia, para que todos pudieran oírlas. Acto seguido Arturo cedió su lugar a Agravaine, que repitió la salutación.
    —De hermano a hermano. Tuyo seré en la vida y en la muerte.

    Uno tras otro, los caballeros del Gran Consejo hicieron el juramento por el que aceptaban a Lancelot como uno de los suyos. Incluso Kay y Mador, que se habían opuesto al nombramiento, pronunciaron la frase en un acento sincero y sin señal alguna de rencor. Era una disposición del Rey Supremo, y no iban a contrariarlo en el día de su boda. Sería un obsequio para celebrar su matrimonio.

    Lancelot había supuesto que su acceso a la orden caballeresca y a un lugar en la Tabla Redonda tendría lugar en el transcurso de una solemne ceremonia, pero sus expectativas se vieron frustradas. Aunque todos los participantes se habían engalanado con sus vestiduras y sus joyas más suntuosas, el ritual mismo fue sencillo y expeditivo: un compromiso de lealtad hasta la muerte, contra viento y marea, sellado mediante el toque de una espada. No obstante, el influjo de los fieros apretones corrió por sus venas, y a pesar de su esfuerzo por distanciarse y presenciar al acto con los ojos de un observador crítico, se sintió involucrado, emocionado en lo más hondo. Casi sin darse cuenta, respiró hondo y respondió a todos:

    —De hermano a hermano. Vuestro seré en la vida y en la muerte.

    Su ingreso en la orden de los caballeros fue la primera ceremonia del día. La segunda, el climax, sería el casamiento de Ginebra y Arturo, de ahí la aglomeración que había en la catedral y el refulgir de las piedras preciosas sobre los ricos trajes de seda y terciopelo. Vestido mucho más sobriamente con la librea azul y plata de la guardia real, Lancelot se colocó junto a los demás caballeros del consejo. Juntos formaron una comitiva de honor en la nave principal, mientras Arturo y el oficiante esperaban a la novia en el altar.

    Lancelot estaba más rígido que una estatua, como si nada en el mundo pudiera afectarle y fuese realmente de piedra. Era el único medio de resistir la siguiente hora de su vida.

    Un áureo rectángulo de sol indicaba la puerta abierta del templo, y en su vano se dibujó la silueta de Ginebra. Iluminada como un ángel de las altas vidrieras emplomadas, se detuvo unos momentos; era una aparición matizada en oro, marfil y blanco. Un nimbo de luz solar bruñía sus cabellos y daba al castaño pinceladas de bronce, dorado y rojo. Proclamó su presencia una sola trompeta, y un silencio expectante se cernió sobre la apiñada multitud. Una niña con una cesta de mimbre avanzó despacio por la nave, esparciendo sobre las losas aromáticos pétalos de rosa.

    Ginebra respiró hondo y a continuación plantó el pie en la catedral y se encaminó lenta y altivamente hacia el altar mayor. Lancelot sintió su proximidad. Incluso el aire pareció desplazarse y adquirir nuevas luminiscencias. Había decidido mirar siempre al frente, no dar señal alguna que revelase sus sentimientos, pero su determinación se debilitó ante la imagen de Ginebra, su cabello vaporoso y las sedas del traje de novia, que realzaban las sutiles curvas de su cuerpo. ¡Estaba tan cerca y a la vez tan lejos! La contempló con todo el deseo de su alma. Ella lo miró brevemente, enviándole una respuesta aún más breve, y pasó de largo, caminando majestuosamente al lugar donde aguardaba el novio. Lancelot apretó las mandíbulas y su mirada volvió a fijarse en una distancia intermedia. Se sentía expoliado.

    En la escalinata del altar, el gozo exultante de los ojos de Arturo suscitó una sonrisa nerviosa en Ginebra. Aunque su corazón aún no tenía la certeza de haber obrado correctamente, su mente estaba segura. Aquel matrimonio era por su padre, por Leonesse, por Arturo y por Camelot. Y era también por ella, por su propio bien. Pero entonces ¿qué era ese dolor que sentía incluso al sonreír?

    El celebrante hizo un ademán con la mano. Arturo hincó la rodilla a su lado, y Ginebra inclinó la cabeza y se arrodilló junto a él.


    Las campanas de boda resonaron alegremente en toda la ciudad, tañido tras tañido, pregonando la unión del Rey Supremo y Ginebra de Leonesse. En la plaza había montada una gran feria, con malabaristas, comefuegos y tragasables para entretener a la población. Habían quitado las cubiertas de las baquetas, y una vez más los jóvenes lugareños desafiaron sus bolas y vejigas giratorias intentando vanamente emular la proeza de Lancelot.

    En el palacio, el clima era más formal. Antes de que comenzasen el banquete y la celebración oficial, los caballeros de Camelot tenían que rendir pleitesía a su nueva reina.

    Empequeñecida por su talla ornamental, Ginebra se sentó en un alto trono, al lado de Arturo, para que uno tras otro sus oficiales pronunciaran el voto. Agravaine fue el primero en desfilar, fervorosos y brillantes sus ojos azules al arrodillarse frente a ella.

    —Juro amar y servir a Ginebra, mi auténtica y legítima reina, y salvaguardar su honor como el mío propio.

    La fórmula tenía un timbre semejante al «De hermano a hermano» con que Lancelot había sido armado caballero, pero desprendía más cortesía que poder puro y ancestral.

    Ginebra miró a Agravaine y sonrió gravemente. Él se irguió, hizo una reverencia y se retiró para ceder el sitio a Patrise. Los ojos de la joven buscaron a Lancelot, que esperaba su turno al final de la fila, el último de todos. Tenía el rostro inexpresivo, al igual que en la catedral antes de lanzarle aquella mirada fugaz, atormentada. «¿Por qué se obceca así?», pensó Ginebra desesperadamente. ¿Por qué la noche anterior no había montado en su caballo y se había marchado? Con aquella conducta sólo lograría destrozar sus vidas cada día un poco más, hasta que no quedaran más que los despojos.

    —...mi auténtica y legítima reina, y salvaguardar su honor como el mío propio.

    Ginebra rehizo su aplomo y pudo sonreír también a Patrise. Su mano derecha reposaba sobre la izquierda, donde la nueva sortija nupcial de oro celta refulgía como símbolo de permanencia y posesión. Cada caballero prestó juramento y pasó a ocupar su asiento en la Tabla Redonda, hasta que sólo quedó un hombre y un lugar. Ginebra hizo acopio de todas sus fuerzas.

    Lancelot dio un paso al frente y se arrodilló a sus pies igual que había hecho la noche anterior ante el altar de Dios. Pero, en vez de inclinar la cabeza como los otros, la miró directamente a los ojos. En sus pupilas brillaba la agudeza desgarradora del filo de una espada, y traspasó el corazón de Ginebra en su mismo centro.

    —Juro amar y servir a Ginebra, mi auténtica y legítima reina, y...

    Fue interrumpido por un inesperado y urgente golpeteo en las puertas exteriores. Todos los ojos se volvieron hacia el lugar de donde el ruido provenía, y una señal de Arturo envió a los criados a abrirlas con presteza.

    La imagen que se dibujó en el vano hizo que Ginebra se pusiera de pie de un salto, con el rostro pálido como un espectro.

    —¡Jacob! -gritó, y bajó precipitadamente por las escaleras hacia la puerta. Dos soldados sujetaban al sirviente pues le faltaban fuerzas para aguantar de pie. Tenía la cara hinchada, ensangrentada, y expulsaba el aire en unos terribles jadeos.
    —Per... perdonad, señora -balbuceó, y escupió sangre por la boca-. Tengo ma... malas noticias. Malagant ha tomado Leonesse. -Unas gotas rojas mancharon la túnica, y su cabeza se desplomó-. Salvadnos... de la hoguera.
    —¿Jacob? -La voz de Ginebra destilaba consternación y alarma. El criado no contestó. Los soldados lo tendieron cuidadosamente en el suelo, y uno de ellos miró a Ginebra con expresión de lástima.
    —Está muerto, mi reina -dijo-. Creo que es su espíritu lo que lo ha traído hasta vos. Su cuerpo feneció hace tiempo.

    Ginebra sintió que un sollozo subía por su garganta, pero lo reprimió en el acto. Ya lloraría más tarde, en privado. Ahora tenía que ser fuerte por Jacob, por su país. Miró a Arturo.

    —¿Has oído lo que ha dicho de Leonesse?

    El monarca pasó por sus hombros un brazo protector.

    —Sí, lo he oído. Actuaremos sin demora. El consejo ya está reunido, y tenemos el ejército en alerta constante. Nos pondremos en camino antes de que anochezca. -Se volvió a los guardias y añadió-: Llevad a este hombre a la capilla y llamad a un sacerdote para las exequias. Quiero que se le rindan las debidas honras fúnebres.
    —Sí, sire.

    Los soldados fueron a cumplir su encargo, y Arturo impartió instrucciones a los capitanes, entre ellos Lancelot. Ginebra lo observó abrocharse la hebilla del cinto y recordó unas palabras suyas: «Que Dios os guarde de vivir esa experiencia.» Pero Dios no había querido ahorrársela. De hecho, dudaba mucho de que Dios tuviera nada que ver con la espantosa nueva que acababan de darle.

    De súbito, Lancelot levantó la cabeza y sus ojos se encontraron, los de Ginebra llenos de angustia, los de él, de comprensión.


    16


    Durante tres días y tres noches el nutrido ejército de Camelot marchó hacia Leonesse. El tiempo se mantuvo sereno y los caminos estaban transitables. Además, ningún esbirro o saqueador de Malagant los molestó. Avistaron a algún espía aislado, pero todos ellos guardaron las distancias, ya que su misión era informar a su señor de los movimientos de Arturo. El rey tenía también sus patrullas de vigilancia, que siempre anunciaban camino franco, sin rastro ninguno del enemigo, a excepción de una casa rural o un granero quemados.

    Caía el crepúsculo de la cuarta jornada cuando los hombres de Camelot coronaron la última loma y otearon el fértil valle de Leonesse. El gran meandro del río reflejaba la puesta de sol y atraía las miradas hacia la silenciosa ciudad. Arturo hizo un alto en el cerro, y Ginebra paró a su lado a lomos de Luz de Luna. Contempló el escenario de su niñez: los bosques al sur, las praderas delante de la villa, las ondulantes colinas del norte.

    Hacía apenas unos meses había subido a aquella misma cumbre y contemplado con amor y profundo orgullo la ciudad y su gente industriosa, ufana. La capital de Ginebra era un conglomerado de piedra trigueña y techo de tejas rojas, de huertas arboladas y patios bañados por el sol. «Leonesse», susurró con dolor en su corazón. Al menos Malagant no había creído necesario incendiarla como había hecho con los hogares de quienes vivían campo adentro. Pero ¿qué se proponía al contener su mano? ¿No sería una trampa?

    También Arturo estudiaba atentamente los distantes muros de la ciudad, con un gesto tenso en la boca enmarcada por la atusada barba gris. Se revolvió en la silla, quizá como un reflejo de sus presentimientos.

    —No hay centinelas en el puente -dijo-. Y las puertas están abiertas.
    —¿Qué crees que pretende Malagant? ¿No podría haber huido al saber que veníamos? -preguntó Ginebra, y en su voz había más esperanza que convicción.
    —Me extrañaría. Malagant tiene su amor propio, como cualquier otro hombre -dijo Arturo reflexivamente-. Y fue él quien lanzó el primer reto. Si se ha replegado ha sido obedeciendo a sus propios planes, no para facilitarnos la victoria. -Se volvió y buscó a sir Kay entre su escolta-. Es tarde. Montad el campamento.

    Kay se destacó de las filas. Había ansiedad en sus ojos.

    —¿Dónde, sire?
    —Aquí. -Arturo señaló una extensión herbácea, de un verdor deslucido en el creciente ocaso. Las sombras fantasmales de unas ovejas que pacían en las inmediaciones moteaban el paisaje, y sus balidos llenaban el aire de una sonoridad rústica y relajante que contrastaba con la opresión de la guerra.

    Kay examinó los campos con la desazón de un soldado experimentado.

    —Estaríamos demasiado expuestos, sire. ¿Cómo íbamos a defender... ?

    Arturo no dijo nada. Bastó con una mirada, y Kay se sometió.

    —Bien, señor. -Saludó al monarca con los labios apretados y se alejó en su caballo para supervisar la operación.


    Kay no emitió comentario alguno al dar la orden de acampada, pero su espalda rígida y la brusquedad de su voz transmitieron un claro mensaje a los otros caballeros. Se plantaron las tiendas en el prado y se encendieron las fogatas para la cena. En los extremos del enorme campamento, varios grupos de soldados descargaron unos armazones de las carretas y tiraron de las cuerdas adjuntas, erigiendo unas altas torres de vigilancia. Los preparativos de un posible conflicto eran prioritarios.

    La primera reacción de Lancelot cuando oyó la orden de armar las tiendas fue parecida a la de Kay, pero enseguida desechó sus resquemores. Arturo era un general demasiado experto para cometer un error tan craso a menos que existiera una finalidad oculta. Se decía que había ganado la primera batalla contra los invasores del otro lado del vasto océano a la edad de catorce años, y desde aquel día nunca había sufrido una derrota.

    «Ardid y contraardid», caviló el nuevo caballero mientras atendía a Júpiter. Malagant se había ocultado en algún lugar esperando que Arturo cayera sobre Leonesse. Y ahora Arturo intentaba sacar al adversario de su escondrijo. Lancelot hizo unas caricias a su caballo y se aseguró de que estaba bien acomodado. Los últimos tres días habían sido muy fatigosos para hombres y monturas por igual. Si el combate iba a librarse pronto, aquellas horas de respiro eran esenciales. Dio a Júpiter una última palmada en su lustrosa testuz negra y lo dejó ante su ración de avena y heno para ir a confraternizar con la tropa. A fin de cuentas era un miembro del Gran Consejo, y sabía que su presencia levantaría la moral.

    Se detuvo junto a una fogata y aceptó el cuenco de caldo de verduras que le ofrecía un soldado ocupado en remover el hirviente contenido de un caldero de hierro con un cucharón de madera. La sopa estaba caliente, y Lancelot la sorbió de buena gana mientras contemplaba la actividad general. Cerca de él, dos hombres afilaban las espadas en unas enormes muelas lubricadas con aceite mientras se gastaban bromas el uno al otro para aliviar la tensión. Un flechero se valía de una cola de raíz de campánula para aplicar plumas de ganso a sus saetas a fin de afinar su trayectoria. Se hacían ajustes y remiendos de última hora en las armaduras, que era un medio como cualquier otro de encontrar ocupación a las inquietas manos de los combatientes. Monjes y seglares ordenaban el instrumental quirúrgico y disponían camillas y vendajes. Los soldados inspeccionaban con nerviosismo aquellos trabajos imprescindibles y se persignaban siempre que tenían que pasar por el puesto del cirujano, rezando para no tener que verse postrados en una de las mesas portátiles de operaciones.

    Al observar la escena, Lancelot se sintió a un tiempo partícipe y extraño. Era todavía un recién llegado, un forastero. «De hermano a hermano.» En su rostro se dibujó una sonrisa donde se entremezclaban la ironía y el humor. Una vez terminado el caldo, devolvió la escudilla al soldado cocinero, le dio las gracias y dirigió sus pasos a la tienda del rey, que se hallaba en la cumbre del cerro. A su lado habían levantado una tienda más pequeña, de la cual le llegó el quedo murmullo de unas voces femeninas. Sintió un nudo en el estómago cuando distinguió la de Ginebra y, al igual que un bisoño adolescente, ansió que saliera a la luz tan sólo por el gusto de verla. Incluso se entretuvo un instante, pero los otros capitanes y oficiales ya estaban entrando en la tienda real. Como no quería llamar la atención, los siguió al punto, aunque se detuvo en el umbral para abrir la cortinilla a un explorador que regresaba de hacer un reconocimiento en Leonesse.

    Arturo estaba sentado frente a una mesa de tijera, rodeado de los caballeros de su consejo. Ante él había un mapa desdoblado, sujeto con piedras en los bordes, y el monarca usaba la daga como puntero.

    El explorador hundió una rodilla en tierra, y luego se incorporó para dar un informe.

    —La ciudad está vacía, sire.

    Arturo asintió, como si las palabras del asistente fuesen la confirmación de lo que él esperaba encontrar. Sus encallecidas manos de guerrero jugaron con la daga.

    —¿Has entrado?
    —No, sire. Pero he dado un rodeo y todas las puertas estaban abiertas. En el interior no había un alma, ni soldados ni gente del pueblo. No he visto más cuervos ni milanos de los habituales. No ha habido matanza.

    La palabra «todavía» quedó suspendida en el aire, y los hombres se miraron entre ellos.

    —Bien hecho -dijo Arturo a su espía-. Ahora ve a comer un bocado, pero preséntate otra vez ante mí dentro de una hora. Tengo otro asunto que encomendarte. Los restantes acercaos y escuchad.

    El plan de Arturo era muy simple, un remedo y embellecimiento de las estrategias de Malagant.

    —Combatiremos el fuego con el fuego -dijo a sus capitanes como conclusión. La frase tenía implicaciones desagradables para Lancelot, que desaprovechó su primera oportunidad de prepararse para la inminente batalla.

    Rodeó el campamento, verificando que los centinelas estaban alerta y en sus puestos, así como los guardianes de las torres. A medida que llegaban nuevas órdenes desde la tienda de mando, los hombres las obedecían con rigor y premura.

    Lancelot volvió de los puestos de guardia y sorteó a las atareadas tropas para ir a ver los caballos; pero se cruzó en su camino una escolta de la guardia personal de Arturo y lo obligaron a parar abruptamente. Los estandartes reales de Camelot y Leonesse, azules y dorados, ondeaban en la punta de la lanza del abanderado.

    —Viene la reina -proclamó-. ¡Dejad paso!

    Ginebra hacía la ronda de los combatientes, hablando con ellos e insuflándoles valor. Los ecos de su voz se clavaron en Lancelot como otros tantos aguijones. Y la visión de su figura cimbreante, esbelta, fue irresistible. Estar cerca de ella era a la vez sublime e insuficiente.

    Ginebra acabó de conversar con un flechero que trabajaba junto al fuego, y se volvió para continuar. Entre el resplandor de las antorchas divisó el rostro de Lancelot. Ni el cuerpo ni el semblante reconocieron su presencia, pero el caballero vio su propio fervor plasmado en los ojos de ella antes de que bajase la vista y siguiera su camino.

    «¡Te amo!», habría querido gritarle, pero su declaración quedó aprisionada en las fronteras de la mente. Y allí debía quedar, en beneficio de ella.

    A Ginebra la trastornó comprobar cómo había reaccionado su cuerpo a la mirada de Lancelot. Había creído que su matrimonio, la enunciación de un voto sagrado, operaría un cambio en su manera de sentir. Y así fue. Ahora tenía más afán de proteger a Arturo en su autoestima y en sus sentimientos. Sabía que bajo su augusta apariencia se ocultaba un hombre vulnerable. Pero, por idéntico motivo, su amor a Lancelot no había mermado. También él era vulnerable, le asustaba vivir mucho más que a Arturo, y consideraba una crueldad herirlo una vez y otra apegándose a otro hombre. Arturo colmaba sus necesidades intelectuales, cubría sus propias flaquezas, pero si se enfrentaba a la inexorable verdad, era a Lancelot a quien quería como amante. Cuando su esposo la miraba la inundaba el tibio rayo de la seguridad. Cuando la miraba Lancelot, su cuerpo ardía.

    Caminando muy deprisa, como si de ese modo pudiese dejar atrás los pensamientos, regresó a la tienda de mando. Arturo estaba ojeando las innumerables fogatas, que titilaban cual estrellas en el extenso campo. La perfumada brisa vespertina olía a prado y humo de leña. Ginebra se detuvo al lado de su esposo y, en un impulso repentino, lo rodeó fogosamente con el brazo, aferrada a su estabilidad. La sintió grata y saludable. Y así tenía que ser. «Olvida al otro, piensa tan sólo en Arturo y en Leonesse.»

    La vehemencia de su abrazo enterneció a la vez que divirtió al rey. Besó a Ginebra en la cabeza y le rodeó la cintura con un brazo. Por el momento sólo estaban casados nominalmente. Arturo podría haber organizado una noche de bodas en su tienda bajo las estrellas, pero la lona era muy fina, y había demasiados ojos y oídos para ver y oír lo que él concebía como un placer íntimo. Debía hallarse a solas con Ginebra, no ser un rey y una reina, sino una pareja de enamorados. El monarca tuvo una ligera contracción al examinar las huestes acampadas. Su primitivo instinto de soldado le decía que iban a ganar aquella guerra.

    —¿Qué sucede, mi señor? -preguntó Ginebra, y se ladeó un poco para mirarlo, el brazo entrelazado con el de él, que tenía la ancha palma de la mano apoyada sobre su talle.

    Arturo sacudió la cabeza. Su sentimiento instintivo podía ser de victoria, pero sentía los huesos fríos, como si los pasos de un espectro hubieran atravesado su alma.

    —Nada -respondió-. Es la nostalgia de un viejo luchador. -Atrajo a su esposa aún más hacia su cuerpo y la besó en la sien-. Una noche de verano y una mujer cautivadora no son lo que mejor predispone a un hombre a la batalla.
    —No era mi intención causarte tantos perjuicios.
    —Aunque tú no estuvieras, Malagant habría atacado más tarde o más temprano -afirmó Arturo, y se encogió de hombros-. Pero mentiría si no te dijese que habría preferido retrasarlo al máximo.

    Ginebra recostó la cabeza en él, absorbiendo su fortaleza, con los sedosos cabellos tocando su mejilla barbuda.

    —Yo también lo preferiría -musitó.


    Reinaba la paz en las sombrías horas previas al amanecer. La luna se había puesto; las estrellas más vivas se habían sumergido tras la línea del horizonte. Sólo las brasas refulgían en los cercos de las hogueras cavados por el ejército de Arturo, y el resplandor de los fanales y las linternas de asta ya no transparentaba las pálidas lonas de las tiendas. Una brisa sinuosa se deslizó por el campamento, ondulando la hierba, desplegando las languidecientes banderolas y levantando la cortinilla desajustada de una tienda. Las ovejas que pastaban detrás del recinto balaban sin cesar. El centinela de la torre de vigía estaba inmóvil.

    «Se ha dormido en su puesto», dedujo Ralf con desdén. Al parecer, los soldados de Camelot habían criado panza durante la hipotética paz del reinado de Arturo. ¡Viejo iluso! El capitán de Malagant se llevó una mano a una cicatriz aún tierna en el labio, y pasó una orden a su auxiliar de campaña. El hombre hizo un saludo marcial y fue a ejecutarla. Al cabo de unos instantes las ovejas empezaron a desplazarse hacia las tiendas enemigas, azuzadas por los soldados de oscuro atuendo que corrían agazapados entre ellas. Detrás de la avanzadilla, más tropas se arrastraron por la hierba con las armas empuñadas. Las ovejas empezaron a correr, hendiendo la blanda alfombra con sus pezuñas hendidas, a la vez que sus balidos se hacían más apremiantes. Detrás de Ralf, una hilera tras otra de jinetes aguardaban la señal. Las dentaduras y el blanco de los ojos destellaron.

    El caballo de Ralf brincó y cabeceó, con el sudor tapizando su oscuro pelaje.

    —¡Ahora! -gritó el capitán, e instó al corneta a que su instrumento resonase en el silencioso campamento como las trompetas del Apocalipsis. Las ovejas se dispersaron despavoridas y los hombres camuflados cargaron contra el núcleo mismo del durmiente ejército de Camelot con la intención de aniquilarlo.

    Varias oleadas de jinetes irrumpieron en el lugar, tirando tajos y descargando sus ballestas. Se rasgaron las tiendas, y los montículos yacientes que había en ellas fueron rebanados en jirones por los filos aserrados de unos mortíferos espadines. Todo era confusión, una tiniebla de frenético movimiento iluminada por círculos de fuego.

    Ralf tiró de las riendas, obligando a su caballo a detenerse. Su mirada recorrió la escena, y un gélido río de premonición fluyó por sus venas. ¿Dónde estaban los aullidos agónicos, los heridos tambaleándose? Ni un solo soldado de Arturo había alzado su arma para contraatacar. Volvió atropelladamente el animal hacia una torre incendiada, y escrutó al vigía que yacía a su pie con una saeta en el pecho. Las llamas prendieron en el cadáver, y ante los atónitos ojos de Ralf la capucha resbaló de su cabeza para revelar que la presunta cara no era sino una bola de paja, unida al cuerpo por una tosca estaca de madera.

    Un puño de roca oprimió el vientre del capitán. Retorció las riendas y alzó la voz en un grito de advertencia.

    —¡Idiotas, no están aquí! En el campamento no hay nadie. ¡Estáis batallando con muñecos!

    No fue el único en dar la voz de alarma. Otros soldados acababan de descubrir que sus víctimas no eran más que mantas enrolladas y ropas viejas a las que habían conferido una semblanza de humanidad con trozos de madera, hilo y paja.

    A escasa distancia, unas luces intermitentes jalonaron la oscuridad; eran cientos de antorchas, cada una de las cuales recibía la lumbre de la vecina. Eslabón a eslabón, la cadena luminosa creció hasta formar un rizo descomunal.

    —Han caído en la trampa. -Lancelot sonrió a Agravaine mientras encendía su propia tea en la que sostenía el caballero y pasaba el don del fuego a Patrise, situado al otro lado.
    —Habrán caído muchos más antes de que acabemos con ellos -gruñó Agravaine, y apretó en torno a las riendas los encallecidos dedos-. De este golpe no volverán a levantarse. -Miró a Lancelot con el rabillo del ojo-. Circulan muchos rumores sobre ti, pero todos ensalzan tu destreza con la espada.
    —Y por una vez confías en que esos rumores sean ciertos. -En los ojos de Lancelot bailaba una sonrisa, y una mueca cínica torció su boca. Agravaine respondió a ambas.
    —El de tus habilidades, sí -dijo.

    Los caballeros de Camelot iniciaron su avance hacia el campamento donde las tropas de Malagant se debatían en desorden, solemnes al principio, como si tomasen parte en un desfile, con las armaduras despidiendo resplandores de un rojo incandescente y un sinfín de reflejos en los arneses y las cepilladas pelambres de los caballos. Silla junto a silla, pie contra pie, caminaban al mismo paso, orgullosos e imponentes. Eran hermanos en la vida y en la muerte. Y con la misma gracia fluida, egregia, Arturo blandió la espada y ensartó las estrellas en la hoja relumbrante. Ensanchó los pulmones, y la fuerza de su voz inundó la noche.

    —¡A la carga!

    Un clarín de guerra llamó al ataque, y sus notas metálicas casi dejaron sordo a Lancelot. Aflojó las riendas y espoleó a Júpiter, que arremetió, en un galope paralelo al zaino de Agravaine. La tierra tembló bajo el trueno de los herrados cascos. Cada vez más deprisa, una fila tras otra, los caballeros de Camelot surcaron cual cometas el oscuro campo. Surgiendo entre la hierba como si la hubiera engendrado la misma tierra, la infantería se sumó a la carga con las espadas desenvainadas y los escudos en alto.

    La caballería embistió a las confundidas fuerzas de Malagant con una fuerza arrolladora. Las espadas chocaron contra los escudos, fueron desviadas por otras espadas, o hendieron cuero y carne. Por fin sonaron los alaridos que Ralf esperaba oír, pero quienes los emitían eran los hombres de éste.

    Una saeta de ballesta pasó zumbando a pocos milímetros de la oreja de Lancelot, quien abatió de una diestra estocada al hombre que la había disparado. Bajo el dominio de su amo, Júpiter no dio un paso en falso. A ambos lados de ellos Agravaine y Patrise no anduvieron a la zaga, subiendo y bajando de un modo sistemático el brazo en que sostenía su acero. Parecían segadores en un trigal, los tres inexorables: amagos, tajos, lances y quites. Eran la furia encarnada y el purpúreo bautismo de la sangre.

    Mientras los caballeros hacían estragos entre el enemigo, un escuadrón de refuerzo de Ralf apareció en la noche y se arrojó ferozmente sobre la infantería rival. La lucha se reanudó con renovados bríos, y los lamentos de los heridos viajaron por el aire.

    Arturo no participaba en la batalla, sino que había conducido su caballo hasta la cima de un pequeño cerro, desde donde tenía una clara perspectiva de la liza y podía dirigir los movimientos de sus hombres. El espectáculo de Agravaine, Patrise y Lancelot despedazando a todo aquél que se interponía en su camino no escapó a los ojos del monarca. Sabía ya que los dos caballeros veteranos eran unos espadachines soberbios, pero Lancelot manejaba su arma con idéntica maestría, si no más. Aunque no era tan corpulento como Agravaine o Patrise, poseía una fuerza fibrosa y una rapidez de relámpago que ejercían su propia devastación.

    El escrutinio de Arturo fue interrumpido cuando dos soldados de caballería galoparon hasta él.

    —Los arqueros han tomado posición, sire -anunció el primero.

    Arturo asintió con un gesto vigoroso.

    —Retenedlos hasta que os dé aviso.
    —¡Bien, señor! -El hombre espoleó a su cabalgadura para ir a pasar el parte.
    —El ala izquierda está retrocediendo, sire -comunicó el segundo emisario.
    —Ordénales retirada para que puedan reagruparse. Entretanto, busca a Agravaine y dile que ataque.
    —Sí, sire.

    Arturo se volvió hacia un tercer soldado que acababa de llegar.

    —¿Aguanta bien el centro?
    —Así es, señor.
    —Bien. Quiero que el segundo batallón refuerce el ala izquierda.

    El hombre saludó marcialmente y partió de inmediato. Arturo observó el desarrollo del combate con mayor concentración aún, posada la mano en la empuñadura de la espada que descansaba en su cadera. Contaba con la experiencia que le daban más de cuarenta años en el campo de batalla, un aval que sin duda le garantizaba el triunfo sobre Malagant de Gore. Algo más apartados, en la ladera de la montaña y listos para emprender la fuga si ocurría lo imprevisible, estaban Ginebra y su escolta. El monarca la sentía a su lado, percibía su congoja y su resolución mientras los dos ejércitos luchaban por su adorado Leonesse. Se preguntó si ella experimentaría lo mismo. «Todo saldrá a pedir de boca -la tranquilizó mentalmente-. Malagant no puede vencer. Te quiero.»

    En una vertiente del extremo opuesto del valle, el príncipe Malagant estaba también quieto en su caballo, supervisando con mirada impasible los movimientos de sus tropas. Levantó un brazo y un nuevo escuadrón de asaltantes bajó entre gritos por la ladera para integrarse en la refriega. La acometieron como una ola gigante al romper contra una peña y fueron escindidos en fragmentos individuales, formando una última cresta antes de fundirse en la negrura. Los alaridos se alzaron en la noche igual que el fragor del batiente sobre la orilla.

    Arturo cogió con mano firme las riendas de su caballo, y el rojizo ruano se excitó y piafó. El ala izquierda se había fortalecido y mantuvo los flancos. Las fuerzas de choque continuaron infligiendo un duro castigo a las tropas de Malagant; Agravaine, Lancelot y Patrise eran las cabezas de lanza, unas puntas de acero templado, irrompible.

    Se oyó un nuevo retumbo de cascos. Otro emisario se personó ante Arturo y lo saludó entre jadeos.

    —¡Se están dispersando, sire! ¡El enemigo se retira!

    Arturo asintió, pero no apareció en sus ojos el fulgor del triunfo. Con mucha frecuencia las batallas se perdían en el momento mismo en que sus generales las creían ganadas.

    —Dile al centro que aguante -ordenó. Su expresión era severa, el tono de su voz enfático e imperativo-. No los persigáis ni rompáis filas.

    El joven hizo una breve inclinación de la cabeza y regresó a la lucha.

    —El primer batallón se ha reagrupado, sire -informó otro enviado. Por un pómulo corría un hilo de sangre, y su caballo estaba cubierto de espuma.
    —Adelante el primer batallón, tocad la corneta -dijo Arturo enérgicamente-. ¡Y vigilad ese flanco izquierdo!
    —¡A vuestras órdenes, señor!

    A Arturo le hervía la sangre. Una parte de él quería desenvainar la espada e incorporarse a la lucha entre sus caballeros, experimentar una vez más el goce de la fraternidad guerrera. Pero la otra parte puso a raya sus ímpetus. Era el Rey Supremo, y las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros eran demasiado importantes para ponerlas en peligro en el campo de batalla. Consciente de lo que estaba en juego, apeló a la autodisciplina, con la mente tan fría y clara como las aguas del río Avalon.

    Desde su posición ventajosa en la ladera, Malagant no pudo por menos que admitir que el combate no se había desarrollado según sus planes. La suerte de Arturo en la guerra todavía perduraba.

    —Ya llegará mi hora -se dijo. No era una manera de consolarse, sino una reafirmación del destino que siempre se había augurado a sí mismo-. Algún día ostentaré el cetro y la corona por derecho de conquista.

    Ralf emergió de la ígnea oscuridad y cabalgó hasta él, con la cara manchada de lágrimas de sangre y la mano de la espada enrojecida hasta la muñeca.

    Malagant arqueó las cejas al ver a su primer lugarteniente.

    —¿Está sentenciada la contienda?
    —Casi, mi príncipe -respondió Ralf, atribulado.

    Malagant esbozó una torva sonrisa.

    —Es una pena.

    El capitán Ralf se humedeció los labios, sin saber cómo contestar al humor macabro de su señor.

    El príncipe se alejó montaña abajo e hizo frente a un segundo y numeroso ejército: sus reservas. Podía lanzarlo contra Arturo y empeñar sus esperanzas en un asalto definitivo, en masa, o bien ordenar una retirada táctica. Optó por lo segundo. De momento, Arturo tenía los ases en la mano. Lo más probable era que los hombres de refresco fuesen reducidos también por aquel maldito pelotón de guardias reales. Además, Malagant ignoraba de cuántos hombres se componían las reservas de Arturo.

    Estiró el brazo y lo agitó hacia las lejanas colinas, dando la señal convenida. El tiempo apremiaba.

    En el valle, Agravaine abandonó los últimos focos del combate y fue junto a Arturo. Medio asfixiado a causa del cansancio, pero en actitud triunfante, inclinó la cabeza ante su rey.

    —Huyen, sire. ¿Debemos darles caza?

    Arturo arrugó los labios y aguzó la vista hacia el monte que había elegido Malagant como puesto de mando. Ya no ardían antorchas en su cima.

    —No -respondió un instante después-. Dejemos que se vayan; han sufrido una derrota tremenda. Ahora debemos centrarnos en Leonesse.

    Los caballeros se agruparon alrededor de Arturo. Sargentos y ayudantes reunieron nuevamente a los hombres en sus respectivas unidades, y todos formaron filas para marchar hasta la ciudad de Leonesse. Mientras tanto, monjes, cirujanos y los auxiliares de ambos trabajaban con los caídos, vendando, suturando o administrando los últimos sacramentos. Los heridos que podían andar o montar se unieron al grueso de la tropa camino de la villa.

    Sonaron los clarines. Las banderolas guerreras tremolaron en el viento nocturno. El alba vestía el horizonte de tonos rosados cuando Ginebra bajó por la pendiente montada en su yegua blanca para acompañar a Arturo en la marcha.

    La reina se dirigió al grupo de caballeros en cuyo centro se encontraba Arturo y dejó escapar un débil suspiro de alivio al comprobar que Lancelot se encontraba entre ellos, sano y salvo. Ni siquiera el miedo por Leonesse había podido postergar su otro miedo, no menos agobiante, de perder a los dos hombres que más significaban en su vida.

    Los caballeros se separaron para dejar pasar a su reina, quien les dio las gracias con gesto preocupado. La ciudad no había sido quemada, pero aún tenía que hablar con su pueblo. Luz de Luna tocó ligeramente a Júpiter. La rodilla de Ginebra rozó la de Lancelot. Ella reparó en la mano viril que cogía las riendas del corcel negro y recordó aquellos dedos entrelazados con los suyos en la catedral, el contacto de los labios en su mano. Sus miradas coincidieron un instante, y ambos las desviaron. Ginebra fue en busca de su esposo y fijó sus pensamientos en Leonesse.

    Agravaine miró disimuladamente a Lancelot con el rabillo del ojo y desechó la sospecha que había enturbiado pasajeramente su mente. Su nuevo compañero tenía la vista absorta en lontananza, y sus ojos no delataban otra cosa que agotamiento por el combate. Era absurdo pensar que había mirado a la reina con algo más que la obligada deferencia, o que ella le hubiese correspondido, cuando era obvio que todo lo que le preocupaba eran Arturo y Leonesse.


    17


    El amanecer era una veta rosácea en un líquido cielo verde cuando el ejército de Camelot atravesó cautelosamente las puertas de Leonesse. Con los sentidos alerta, Lancelot miró alrededor mientras avanzaban entre hileras de oscuros edificios por la calle empedrada que desembocaba en la plaza mayor. Las trompetas de guerra guardaban silencio, y los únicos ruidos eran el repiqueteo de las herraduras y el rumor de las botas.

    —¡Dios santo! -farfulló Agravaine al tiempo que se santiguaba-. El lugar está desierto. -Pestañeó-. ¿Dónde se habrá metido la gente?

    Lancelot no contestó. Un miedo indefinible trepó por su espina dorsal y saltó a las raíces del cabello. Era como zambullirse una vez más en el río subterráneo, vencido y maltratado, incapaz de controlar su propio destino. En todas partes veía señales de la vindicativa ocupación de Malagant. Las puertas se balanceaban medio arrancadas de sus goznes. Había muebles rotos en la calle, mesas y sillas rudimentarias que no tenían ningún valor excepto para sus propietarios. Las tiendas y los talleres habían sido saqueados. Las estanterías estaban vacías, y su contenido había sido robado o bien arrojado caprichosamente al suelo y aplastado con los pies. Y entre las casas y las destrozadas pertenencias, no se veía un solo habitante, ni vivo ni muerto. Los ecos de los hombres de Arturo rebotaban en los muros, burlándose de ellos.

    La columna entró en la plaza e hizo un alto. Ginebra miró frenéticamente alrededor, con la tez cenicienta.

    —¿Dónde está mi pueblo? -preguntó casi sin voz-. ¿Qué le ha hecho ese bárbaro?

    Lancelot estudió la plaza: la iglesia se alzaba a un lado y los muros del palacio a otro. El miedo culebreó en su cuero cabelludo como témpanos de hielo. En el suelo, tirada en el polvo frente a la iglesia, había una muñeca infantil de paja, pisoteada y desmembrada por los cascos de la caballería de Malagant. La mirada del espadachín viajó de la muñeca hacia la iglesia, hacia la belleza de una vidriera atrapada en la luminosidad del sol naciente. El colorido era tan intenso que le hirió en el corazón. Se le empañaron los ojos. Vio otra iglesia, otra ventana; un calor sofocante, gritos de sufrimiento y terror; una mano traspasando el cristal en un espasmo postrero y desesperado que había provocado una bola de fuego y destruido todo su universo.

    —¡No!

    El grito brotó de sus labios como había anidado todos aquellos años en su interior, lleno de repulsa y un terror irracional. Bajó de su sobresaltado corcel, fue corriendo hasta la iglesia y se abalanzó sobre el gran portalón con remaches metálicos. Habían atravesado una robusta tranca entre los dos batientes, cerrándolos a cal y canto, de igual modo que habían atrancado aquella otra iglesia.

    —¡No! ¡No puede ser!

    Lancelot empezó a sollozar y a golpear la puerta con todo su cuerpo. El recuerdo era tan agudo que creyó percibir el olor del humo, oír los alaridos. Y aunque sabía que no podría salvarlos, que había llegado demasiado tarde, se empeñó en apuñear las puertas y empujar la viga que las atascaba hasta dejarse los dedos sangrantes, en carne viva.

    Con un gesto de impaciencia, Arturo envió a varios hombres en ayuda del caballero. Ahora se oía en el otro lado un martilleo de puños y gritos de auxilio. Aquellas voces llevaron al paroxismo el furor de Lancelot No notaba las astillas que acuchillaban sus manos, ni las contusiones soportadas por el hombro y el brazo, a los que había convertido en un ariete. Sólo era sensible al griterío; sólo veía una torre de fuego. Ni siquiera se dio cuenta cuando la tranca cedió y las vetustas puertas de roble se abrieron hacia adentro. Impulsado por la inercia, cayó de rodillas.

    Un niño salió a la calle, y de pronto se detuvo en seco y miró con ojos desorbitados a los guerreros de Camelot. Lo siguió su madre, tratando medrosamente de recogerlo en sus brazos, y también ella se detuvo anonadada. Sus ojos pasaron revista a las banderas azul y oro, hasta que ai fin divisaron a Ginebra.

    —¡Oh, milady! -exclamó con alivio y alborozo-. Señora, habéis venido a rescatarnos. -Se acercó rápidamente a Ginebra y besó un pliegue de su vestido. Sin poder contener el llanto, Ginebra se inclinó para estrechar las manos de la mujer.
    —Ahora estáis a salvo. Malagant no volverá a molestaros.

    El cautivo pueblo de Leonesse abandonó masivamente la iglesia y rodeó con grandes muestras de alegría a las tropas de Arturo. El ambiente de tensión contenida fue reemplazado por una euforia absoluta. El monarca quedó sumergido en una marea de gente que lo besaba y apretujaba, de tal manera que su vida casi peligró más que en la batalla contra Malagant. Ginebra, riendo y llorando a la vez, fue zarandeada hasta que finalmente se encontró en los brazos de Oswald.

    Su anciano consejero la abrazó con ternura, y ella lo besó en las mejillas.

    —¡Oswald, cuánto me alegro de verte!
    —Y yo a ti, niña, ahora más que nunca -respondió el hombre con una nota irónica. Tras soltarse, recibió el saludo de un sonriente Arturo.
    —Estáis ileso, viejo amigo, Dios sea alabado -declaró el monarca.

    Oswald se encogió de hombros.

    —Estoy ya tan decrépito que nadie se tomaría la molestia de matarme.
    —Malagant, sí -dijo Arturo tétricamente, y se volvió para aceptar los parabienes de más ciudadanos.

    Lancelot se había recluido bajo los decorados arcos que adornaban el pórtico de la iglesia. Empapado en el sudor del esfuerzo, debilitado el cuerpo por la fatiga, apartó de su rostro las manos ensangrentadas y contempló el espectáculo que se ofrecía a sus ojos con una mezcla de asombro e incredulidad. En la plaza, los niños corrían y hacían cabriolas por el mero placer de sentirse libres después de haber pasado tanto tiempo hacinados en el templo. Las mujeres sonreían y lloraban, y los hombres también. La vanguardia completa del ejército de Camelot había quedado literalmente desbordada por el alud de la alegre población. Las vidrieras emplomadas de la iglesia estaban intactas, y si brillaban era por efecto de algo tan poco siniestro como la luz del nuevo día.

    Despacio, aturdido por la emoción, Lancelot se echó a andar con paso vacilante. Una mujer que llevaba un delantal hecho con retales cogió su mano arañada y le besó los nudillos.

    —Dios os bendiga, señor. Dios os bendiga -dijo con lágrimas en los ojos.

    Perplejo, Lancelot se limitó a mirarla sin despegar los labios. Unos tirones en la pierna atrajeron su atención hacia un niño que lo observaba con unos grandes ojos azules. Tenía la nariz respingona cubierta de pecas, y su edad no debía de superar los cinco o seis años.

    —¿Ya puedo volver a mi casa? -le preguntó muy serio a Lancelot.

    El caballero carraspeó. Con voz emocionada, respondió:

    —Sí, vete a casa.

    Un ardor salado quemaba sus ojos. Mientras el niño cruzaba la plaza en dirección de un grupo de edificios, Lancelot se volvió, presa de una pesadumbre tan fuerte que eclipsó todas sus otras emociones. Su hijo había muerto antes de nacer. Aún no podía tomar parte en la celebración; necesitaba desesperadamente estar solo un rato.

    Abriéndose paso entre la algarabía de risas y baile, dando incluso codazos a personas conocidas, buscó el amparo de una sombría puerta abierta en el muro del palacio. Sin importarle dónde iba con tal de poder estar solo, franqueó el acceso dando tumbos, como una polilla cegada por las velas, y entró en el jardín palaciego. Pisó torpemente las hierbas medicinales, cuyo aroma se propagó en la brisa. En la incipiente luz de la mañana el canto de los pájaros llenó el aire y el césped rutiló con el manto del rocío.

    El sendero que Lancelot había seguido moría en un patio de manzanos. Eran los árboles sagrados de Avalon. No pudo continuar y se derrumbó en el lecho de hierba que crecía entre los troncos. La mañana era hermosa, pero antes de disfrutarla tenía que conjurar los fantasmas del pasado.

    Los sollozos estremecieron su cuerpo cuando vertió al exterior una aflicción muda, inconsolable, largo tiempo sepultada. No había llorado el día en que su casa y su familia habían sido consumidos por el fuego. Se había dicho a sí mismo que el llanto no los devolvería. Y era cierto, pero de pronto vio, en medio de la tempestad, que no existía otro medio de curarse. Durante demasiados años había dejado que las heridas desgarraran sus entrañas. Haciéndose un ovillo, abrazando su propio cuerpo, se rindió a la necesidad de penar por todo lo que había perdido hacía ya varios lustros.


    Las luces del amanecer se intensificaron en el cielo. Lancelot yacía sobre la hierba, inhalando su dulce perfume. Tenía la ropa húmeda a causa del rocío, pero no tardaría en secarse. En ese instante estaba por encima de aquella incomodidad. El despertar del alma era mucho más trascendente. Veía las cosas con una lucidez dolorosa casi hasta el desmayo, después de haber permanecido durante tanto tiempo enclaustradas en las sombras. Llevaba cerca de veinte años vagando por el mundo y otros tantos en el limbo.

    Las tórtolas arrullaban y aleteaban en el palomar anexo al patio, emitiendo un murmullo sedante y reminiscente del verano. Lancelot las escuchó, impregnándose de aquella placidez. Unas quedas pisadas resonaron en el sendero, y el aire se agitó. Levantó los ojos y vio que Ginebra caminaba hacia él. Los primeros rayos del sol la iluminaban de manera que hacían que pareciese una figura salida de una vidriera sacra. Un dorado halo de cabellos resplandecía en torno a su cabeza, y su rostro irradiaba esplendor. Lancelot la admiró como en una ensoñación. Nunca la había visto tan bella, nunca había sentido un amor tan profundo, tan pasional, y nunca había comprendido tan inequívocamente lo que debía hacer... pero todavía no.

    Ginebra se sentó a su lado entre el crujir de sus ropajes y tocó su cara con delicadeza.

    —Has estado llorando -dijo.
    —Tenía que encontrarme a mí mismo.

    Lancelot cogió los dedos de ella entre los suyos, los besó y bajó la mano. Se miraron fijamente, pero no hablaron. Los sentimientos discurrían por simas demasiado hondas para que el discurso les pusiera coto. Era un momento precioso, frágil, que había que asir y atesorar.

    En una aparente lejanía, las campanas de la iglesia empezaron a repicar con alegres tañidos para celebrar la liberación de Leonesse. Sus ecos se difundieron por el palacio y flotaron hasta el jardín, desvirtuando el suave arrullo de las palomas. Lancelot soltó la mano de Ginebra.

    —Escucha -murmuró-. Tu pueblo te reclama.

    Ella sacudió la cabeza y frunció levemente el entrecejo.

    —Iré dentro de un rato -dijo, y el caballero leyó en el espejo de su rostro su misma renuencia a romper la magia del instante. Jamás se repetiría; y, sin embargo, no podían prolongarlo. La gente no tardaría en buscar a su reina y podían hacer preguntas embarazosas.
    —No tengo otro hogar que aquél donde tú estés -dijo Lancelot, más para sí que a la joven-. Y es el único sitio que tengo vedado.

    Ambos enmudecieron de nuevo mientras las campanas repicaban y la mañana ganaba en intensidad. Ginebra suspiró con resignación: sabía que tenía que irse. Lancelot no se levantó para acompañarla. Deseaba disfrutar un poco más de la tranquilidad del jardín.

    —Ha sido la iglesia -dijo, vuelta la vista hacia Ginebra-. Cuando han salido todos corriendo y se han puesto a bailar en la plaza me han liberado también a mí.
    —Lo sé.

    Lancelot sonrió y contempló unas tórtolas que revoloteaban en un haz oblicuo del sol aún temprano.

    —Si pudiera, seguiría la senda de mi corazón.

    No se volvió para mirarla, y Ginebra comprendió que le estaba dando la prerrogativa de marcharse. Titubeó por una fracción de segundo, y al fin se recogió las faldas mojadas de escarcha y pasó del santuario del jardín a la seguridad del palacio. Ginebra estaba frente a la ventana de su antiguo y querido aposento, el que le habían asignado al entrar en la adolescencia. Era reconfortante verse rodeada por los adornos de una etapa anterior, más desenfadada. Pero aquélla era sólo una visita, quizá una despedida. Su vida había cambiado y continuaba cambiando. La desenvuelta jovencita se había convertido en reina y esposa, y había probado el néctar agridulce del amor.

    Observó desde el ventanal la soleada mañana. Fuera, sus súbditos retomaban el hilo de sus vidas y lo tejían en una apariencia de normalidad. Habían comenzado a trasladar a los heridos a la ciudad para que fuesen adecuadamente atendidos. Arturo debía de estar cerca, hablando con los hombres y ofreciéndoles palabras de aliento. Siempre anteponía el prójimo a sí mismo; merecía toda la lealtad y el respaldo que pudiese darle.

    Ginebra se apartó de la ventana y encontró a Elise, la doncella, dispuesta a servirla. La doncella lucía unas profundas ojeras a causa de la falta de sueño, y se tambaleaba. Ginebra se sintió inmediatamente contrita.

    —Vete a dormir, Elise. Si necesito algo lo encontraré yo misma.
    —Milady, no es correcto que me retire antes que vos -protestó la doncella.
    —No nací reina, Elise -dijo Ginebra con una leve sonrisa-. Haz lo que te digo y acuéstate. Yo también me iré a descansar en cuanto haya hablado con mi esposo.

    Elise hizo una graciosa reverencia.

    —Como milady ordene. Buenas noches, señora... Quiero decir buenos días.

    La sonrisa de Ginebra se animó un poco.

    —Que duermas bien, Elise.

    La puerta se cerró suavemente detrás de la criada. Ginebra continuó asomada a la ventana mientras trataba de ordenar sus confusos pensamientos y emociones. Aunque estaba rendida, la energía de la victoria la había mantenido en pie. Sofocó un bostezo con la palma de la mano y pensó en bajar en busca de Arturo. Pero ¿y si a quien encontraba era a Lancelot? ¿Seguiría aún tumbado en el patio de los manzanos? ¿Perdurarían en su rostro las huellas saladas de las lágrimas? La turbulencia del amor que sentía por él hizo que le diese un vuelco el corazón.

    Un grupo de lugareños pasó por debajo de su ventana camino del hogar. Uno de los hombres se quitó el sombrero y la saludó con una reverencia.

    —Dios os bendiga, señora.
    —¡Dios nos bendiga a todos! -exclamó Ginebra. Oyó abrirse la puerta a su espalda y supuso que habría vuelto la doncella, tal vez para recoger su capa o el estuche de las horquillas-. ¿Eres tú, Elise?

    La puerta se cerró con un chasquido.

    —No -dijo una ronca voz masculina.

    Ginebra contuvo el aliento y se volvió en el acto, intensamente ruborizada. Se diría que al pensar en él había invocado su presencia. Si el jardín había sido peligroso, su alcoba entrañaba un riesgo aún mayor. Lancelot avanzó unos pasos y luego se detuvo. Ella vio que iba vestido para viajar, con la capa atada en el pecho y un odre de agua colgado del hombro.

    Ginebra tragó saliva y se esforzó por adquirir la misma compostura que él.

    —¿Qué haces aquí? -Se le quebró la voz y tuvo que tragar de nuevo.

    Lancelot le dirigió una mirada penetrante, como si quisiera arrebatarle el alma y apropiarse de ella.

    —Creo que ya lo sabes -respondió-. Es tiempo de recoger los bártulos. He venido a decirte adiós, a desearte la mejor suerte y... -Su voz se quebró también, revelando que no estaba tan sereno como aparentaba.

    «Al fin ha ocurrido», pensó Ginebra. Una vez le había implorado que se alejase de ella. Ahora que iba a hacerlo, no podía soportarlo.

    —Hemos tenido una larga noche -dijo con voz titubeante-. No has dormido. Quizá deberías esperar hasta mañana.

    Él negó con la cabeza, y la resolución endureció su mandíbula.

    —Tendré tiempo de sobra para dormir. Estaré muy lejos cuando anochezca.

    A Ginebra le temblaban las manos. Aferró los pliegues de su vestido e irguió la cabeza.

    —¿Adónde irás?
    —No lo sé -contestó Lancelot con indiferencia-. Hacia el oeste, dondequiera que me lleve el camino.
    —¿Volverás a pasar por aquí?
    —No lo creo.
    —¿Nunca? -insistió ella. La palabra se le atragantó.

    Él bajó la mirada y por un instante jugueteó nerviosamente con los guantes. Ginebra escudriñó sus facciones, los párpados entrecerrados, el cabello revuelto, y tuvo que morderse el labio para refrenar un grito de dolor. Lancelot alzó la cabeza, y ella vio su propia angustia reflejada en sus ojos.

    —Nunca. Sé muy bien cuál es mi deber. -Hizo un ademán con sus elegantes manos de espadachín-. Durante años he sido un escéptico, pero ahora creo en Camelot. El único modo de servirlo es marchándome.
    —Yo...
    —Dile al rey que siempre lo recordaré porque vio lo mejor que hay en mí.
    —¿Y qué me diré a mí misma? -preguntó Ginebra. Su voz sonó grave, ahogada, en un intento por dominarse para dejarlo ir con dignidad y grandeza.

    Lancelot respondió quedamente, con un mundo de desolación en sus palabras:

    —Que una vez hubo un hombre que te amó demasiado para hacerte cambiar.

    Sin darse cuenta, Ginebra avanzó hacia él. El espacio entre ambos era el de la intimidad.

    —Jamás lo olvidaré. En cierta ocasión nos resguardamos de la lluvia bajo un árbol, juntos. Lo amaba entonces... y siempre lo amaré.

    Lancelot temblaba. Ahora que lo tenía tan cerca, Ginebra advirtió el rápido latido de las venas de la garganta y el brillo de las lágrimas en sus ojos.

    —Despídete de mí -dijo él bruscamente- y déjame partir.
    —No puedo -respondió ella con tono angustiado-. No me salen las palabras.
    —En ese caso, dame la mano.

    Ginebra no tendió la mano izquierda, en que lucía el anillo de boda, sino la derecha, y él la tomó en la suya. Tras volver la palma hacia arriba, se la llevó a los labios y la besó. Ginebra acarició su mejilla con los dedos, palpando la aspereza de la barba sin rasurar, la tersura de la piel, la calidez y la fuerza que despedía. De pronto Lancelot soltó su mano y, muy envarado, le hizo el saludo convencional de despedida.

    Ginebra se estremeció. Aquel contacto, tan efímero, no bastaba para acompañarla la vida entera que debían pasar separados.

    —Lancelot -susurró, mirándolo a través de un velo de lágrimas-. Lancelot, te debo un beso.

    El dudó. La joven vio cómo el deseo prendía en sus ojos y en sus labios se formaba una palabra de negativa, y esbozó una sonrisa tenue pero incisiva.

    —Estoy pidiéndotelo.

    Él la miró fijamente y su anhelo desmanteló las buenas intenciones que se había forjado de decirle adiós con firmeza y marcharse.

    —No, mi reina -logró balbucir.
    —No me llames así, no ahora, no estando contigo. -Ginebra levantó el rostro hacia Lancelot como había hecho debajo del roble el día de la tormenta, y parafraseó las palabras que él mismo le había dicho-. Por un instante deja que el mundo se desvanezca con todo lo que contiene... excepto nosotros dos.

    Lancelot pronunció su nombre como si fuera un hechizo y la atrajo hacia sí. Sus ojos se encontraron y se entrelazaron, haciendo que el momento durase eternamente, hasta que él inclinó la cabeza, ella se alzó de puntillas y sus labios se unieron. Aunque comedidos al principio, después de esperar tanto tiempo y de vivir tantas vicisitudes no se conformaron con aquella timidez. Las pasiones de la desesperación, del deseo ardiente y el amor impetuoso no pueden encerrarse en la cárcel del decoro. Ensortijados los dedos en el pelo de su amado, Ginebra se apretó contra él, y Lancelot cerró los ojos y gimió, ciñendo con sus viriles manos el talle y la espalda de ella, mientras el beso se prolongaba infinitamente.


    En plena inspección de las defensas de Leonesse y tras revisar algunas mejoras, Arturo recordó súbitamente que había prometido desayunar con Ginebra e informarle acerca del estado global de la ciudad y de los arreglos que se efectuaban. En consecuencia, acompañado por Agravaine, alteró su ruta.

    —Lo más probable es que me haya dejado por inútil y ya esté descansando -dijo el rey con sarcasmo mientras caminaban hacia el palacio.
    —Estoy seguro de que la reina comprende cuáles son vuestras responsabilidades, milord.
    —Mejor de lo que imaginas, Agravaine. -Arturo dejó escapar una risita-. Ve a través de mí como si fuera de cristal.

    No era una queja. Al caballero no le pasó inadvertido el andar animado de su señor. Desde que Ginebra había entrado en su vida, Arturo había desterrado el peso de los años y había recuperado el lustre de la juventud. El matrimonio lo había cambiado para mejor. Quedaba por ver cómo afectaría la relación con Arturo a su deliciosa y joven reina.

    En la antecámara de Ginebra, las doncellas dormían. Arturo se movió con sigilo para no despertarlas y fue hasta la puerta de la alcoba principal.

    —Me temo que llego tarde a mi cita -dijo y, posando los dedos en el tirador, abrió la puerta.

    La respiración se le heló en el pecho y su cuerpo se transformó en piedra. Detrás de él, Agravaine succionó el aire entre los dientes. Y cerca del lecho, Ginebra separó sus labios de los de Lancelot y se volvió para averiguar quién los importunaba. Un momento antes de que una expresión de terror se dibujase en el rostro de su esposa, Arturo vio los párpados entrecerrados, la boca hinchada por el beso y el arrobamiento de un amor dado a otro hombre. A él nunca lo había mirado así. El corazón se le heló también, y sintió que se le partía en mil pedazos. ¡Y tanto que llegaba tarde!

    Durante unos segundos que parecieron una eternidad, nadie habló. Arturo consiguió recuperar el aliento, aunque cada inspiración flagelaba su pecho con el desgarro del hielo.

    —Agravaine, llama a la guardia -ordenó.

    El caballero vaciló, visiblemente preocupado y perplejo.

    —Sire, ¿no sería...?
    —¡Obedece! -La voz del monarca era un gélido bramido.
    —Sí, milord.

    Arturo miró fijamente a los dos jóvenes, que aún estaban a escasos milímetros el uno del otro. Luego se volvió y salió de la estancia, con el paso del hombre que ha recibido una herida mortal.


    18


    Arturo estaba solo en la cámara de la Tabla Redonda, con la capa echada sobre los hombros. Unas gotas de lluvia salpicaban la excelente lana de la prenda. Las velas ardían desigualmente en la corona lucís que había sobre la célebre mesa, pues las corrientes del fuerte viento equinoccial que ululaba contra los muros del palacio agitaban sus llamas.

    El ejército había regresado aquella misma tarde, satisfecho de su triunfo en Leonesse, pero también deprimido. Había obtenido una victoria en el mismo lugar donde su rey había conocido la derrota. Arturo paseó lentamente alrededor de la mesa, deteniéndose detrás de cada asiento. Oía las voces de sus caballeros, veía la compasión y el reproche en sus miradas.

    «Os ha traicionado a vos y a Camelot.»
    «Era tan joven, tan hermosa...»
    «La ley tiene que seguir su curso.»

    Arturo sintió un escalofrío e hizo un gesto de rechazo.

    —¿Voy a perderlo todo? -increpó al gélido aire-. ¿Tiene que ser así? ¡Ay, Señor, no puedo soportarlo! -Se dejó caer en su silla y sepultó la cabeza entre las manos-. Yo la amaba -gimió-. La amaba. -La lluvia azotaba los cristales, y varias velas chisporrotearon hasta apagarse-. Que Dios me perdone, ¿acaso la amé demasiado?

    Lo asaltó la visión de Ginebra avanzando por la nave de la catedral el día de sus esponsales, mientras el reflejo de las vidrieras emplomadas decoraba su camino con enjoyadas losetas de colores. Vio su rostro jovial, su gracioso porte. No existía razón alguna para dudar de su cariño. Había deslizado una mano en la de él y se había entregado a su custodia sin titubear. Y Arturo, a cambio, le había ofrecido hasta la última brizna de su amor y su confianza.

    A esa imagen mental se superpuso otra, la de una pesadilla hecha realidad. La vio en brazos de Lancelot, estregando el cuerpo íntimamente contra el del joven caballero, sin un centímetro de espacio entre ambos. Vio las manos de Lancelot en su cintura, en su cabellera, y su boca apretada contra los labios de su amante.

    —¿Por qué? -murmuró Arturo entre los barrotes de sus dedos-. ¿Por qué? -Levantó la cabeza, la sacudió con violencia y soltó un último grito que era un aullido de pura rabia y desengaño-. ¿Por qué?


    La celda era helada y sus gruesas paredes de piedra. A Lancelot le habían permitido tener un brasero de forja, pero hacía tiempo que su calor se había extinguido y no se había molestado en volver a llenarlo. Aunque llevaba casi una semana prisionero de Arturo, en todos aquellos días no lo había visto. El confinamiento en soledad había sido su sino desde que el rey lo había descubierto fundido con Ginebra en un abrazo condenatorio. Lancelot había sido rigurosamente custodiado en el viaje de vuelta a Camelot, rodeado por guardias de hosco semblante y repudiado por los hombres que poco antes le habían prestado un juramento de fraternidad. No obstante, también él había jurado tratar el honor de Ginebra como el suyo propio, y a ojos del consejo, igual que a los de Arturo, había violado su promesa.

    Se preguntó si Ginebra también estaría encerrada. Sospechaba que sí. Quizá no tan duramente como él, pero era indudable que vigilarían todos sus movimientos. «Amor mío -pensó-, nada de esto tendría que habernos ocurrido.» Sin embargo, no podía arrepentirse de haber sentido la textura de sus labios y la presión de su cuerpo esbelto, ardoroso, contra el suyo. Aquella unión debería haber durado siempre, no sólo el momento evanescente, robado, por el que ambos estaban pagando tan alto precio. Apoyó cansinamente la cabeza contra el muro y cerró los ojos. El sueño no vendría, había forcejeado con él demasiadas veces para pensar lo contrario, pero al menos daría reposo a los ojos e imaginaría el rostro de Ginebra.

    El ruido de unas pisadas que resonaron en las losas lo impulsaron a abrir los párpados y volver la cabeza hacia la puerta. Oyó crujir las botas de su carcelero y el golpe del asta de una lanza en el suelo de piedra cuando el hombre se cuadró.

    —Abre la puerta -ordenó la voz de Arturo.
    —Sí, sire.

    Tras el característico tintineo metálico, una llave rechinó en la cerradura. Arturo despachó al guardián, entró en la celda y cerró la puerta a su espalda.

    Lancelot sintió que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Se puso de pie de un salto. Arturo tenía un aspecto lastimoso. Sus ojos congestionados y hundidos en sus cuencas revelaban que apenas había dormido, y su piel caía fláccida y macilenta sobre unos huesos prominentes.

    —Señor, quisiera...
    —Cállate -dijo Arturo con una autoridad glacial. Aquella misma falta de emoción era una prueba de lo mucho que sufría-. No me interesa oír tus hipócritas palabras.

    Lancelot apretó las mandíbulas. Sabía que aquella confrontación era inevitable. Ahora que había empezado, se aprestó a resistir, rígida la columna y todo su ser.

    Arturo se adentró en la estancia y se plantó delante del caballero.

    —¿Viniste a Camelot para traicionarme? -preguntó.
    —No, señor, yo...
    —La deseabas y la perseguiste -lo interrumpió Arturo, y su voz se calentó con la acidez de la ira.

    Lancelot no se amilanó y afrontó sin pestañear la mirada del monarca. Era su única esperanza.

    —La reina es inocente, milord.
    —¿Inocente? -El rey soltó una risa áspera-. ¡La vi en tus brazos, con los labios pegados a los tuyos!
    —Visteis lo único que ha habido y habrá entre nosotros -dijo Lancelot, y se mesó los cabellos en un signo de desesperación-. Me he enamorado de una mujer que jamás podrá ser mía. Ese es mi crimen y mi castigo.

    Los pómulos de Arturo se tiñeron de grana, y su cuerpo tembló de cólera.

    —¿Tienes la presunción de dictar tu propio castigo? -rugió-. Tu crimen es la traición, y la sentencia contra tal delito sólo puede ser la muerte.

    Lancelot carraspeó. Tras haber rehuido sus emociones durante más de quince años, carecía de tacto para manejar la furia celosa y desatada de Arturo.

    —No quería haceros daño, señor -dijo inadecuadamente.
    —¿Qué pretendías entonces? -replicó el rey fuera de sí-. Confié en ti. Te tomé afecto. Y me has engañado. ¿No se te ocurrió pensar que me dolería? ¿O tal vez es que sólo piensas con la entrepierna?

    Ahora fue el rostro de Lancelot el que se acaloró, al crecer su propia ira. Había una pizca de verdad en las palabras de Arturo, pero no más, y quedaba neutralizada por otro millar de elementos de diversa significación. Era justo y a la vez injusto. Lancelot hizo un esfuerzo y mantuvo la voz calma para responder.

    —Lo único que deseaba en la vida era estar con ella, y sin embargo me disponía a dejar Camelot yo solo. Fue nuestra despedida lo que presenciasteis. Nunca más habría regresado a tu reino.

    El color se diluyó en la tez del monarca hasta que éste quedó de un gris pálido.

    —¿Y debo darte las gracias por las sobras? -dijo ásperamente, con los ojos desorbitados-. No me has dejado nada, ¡nada!

    Lancelot miró entristecido a aquel hombre que se desgañitaba delante de él. Cada vez que abría la boca parecía empeorar la afrenta hecha a Arturo.

    —Señor... -Tendió una mano suplicante, exhortando al rey a utilizar los ojos de la razón, pero también este intento fue inútil.
    —¡Basta! ¡No quiero escucharte más! -lo interrumpió Arturo con la voz quebrada-. Serás acusado de traición conforme a las normas. Defiéndete en el tribunal, y que la ley te juzgue.

    Giró sobre sus talones y se fue, dando un portazo. La llave resonó en la cerradura, los pasos de Arturo se alejaron rápidamente y Lancelot se quedó solo una vez más.

    Lanzó un gemido y se desplomó en el estrecho camastro que le habían proporcionado. ¿Defenderse? ¿Cómo iba a hacerlo cuando Arturo personificaba la ley en Camelot? Además, ¿tan horrible sería morir? Esbozó una mueca de disgusto. Por los celos de un anciano obcecado, por el ardor de un joven insensato y por un único beso, sí, lo sería.

    Aquella amargura vindicativa no era propia de Arturo. Tenía que pasar... Todo pasaba en la vida. Lancelot miró el muro y observó que la luz del sol trazaba su curso en la piedra reluciente y lisa.

    Ginebra estaba sentada en el silencio de su habitación, contemplando las llamas que consumían los leños del hogar. Llevaba un vestido de seda gris marengo jaspeado con dibujos en hilo de oro, un austero atuendo de reina y un recordatorio de la situación en que se hallaba. Había revivido una vez y otra su momento junto a Lancelot, decidiendo que, si le hubieran permitido volver atrás, le habría dejado partir sin darle aquel beso infausto. Nada podía compensar su clausura forzosa ni el dolor que había visto en los ojos de Arturo al alejarse de ella. Y sin embargo no fue más que un beso, y su esposo tenía mucho más de lo que había ofrecido nunca a nadie... Todo excepto su corazón.

    El ruido del cerrojo al descorrerse interrumpió sus elucubraciones. Se volvió hacia la puerta con expresiones contradictorias de esperanza y desaliento. No había modo de salir del apuro en que se encontraba, salvo que se tendiera sobre un lecho de espinas.

    La puerta se abrió. Ginebra vislumbró a los guardias apostados fuera antes de que Agravaine entrara en la estancia, sin la habitual expresión de entusiasmo en sus ojos azules. El caballero inclinó la cabeza ante ella.

    —El rey me ha mandado a buscaros, milady -dijo con tono formal, y Ginebra captó cuán azorado estaba. Agravaine era uno de los mejores guerreros de Arturo, pero nunca se había distinguido por su diplomacia o agudeza mental. Vivía según el instinto primario del soldado, y ahora pisaba fuera de su terreno.
    —¡Por fin! -exclamó Ginebra, y se puso de pie. Si Arturo se había calmado quizá estuviese más accesible y ella pudiera enmendar su falta-. Elise -llamó, y alzó un espejito de mano para comprobar su apariencia.

    La doncella corrió al lado de su señora y la ayudó a retocarse, mientras Agravaine se quedaba muy rígido en un rincón y miraba el vacío.

    —¿Me consideráis frívola, señor? -preguntó Ginebra mirándolo de soslayo.

    Agravaine se sonrojó.

    —No, milady. -Sus ojos toparon con los de ella y enseguida volvieron a perderse en una distancia inconcreta.
    —Sé que estabais con él cuando... cuando me encontró despidiéndome de Lancelot; pero aunque penséis lo contrario, yo quiero a Arturo. Es mi esposo y mi rey. Lucharé por ser digna de él. Bien, podemos irnos. -Ginebra guardó el espejo en su cofre y se situó con pausada dignidad al lado de sir Agravaine.

    El caballero carraspeó y la condujo hasta la puerta. Elise se echó a llorar, y Petronella fue de inmediato a consolarla. Ginebra también tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero reprimió el llanto. «A fin de cuentas -pensó con amargura- soy la reina.»

    Cuando llegaron a los aposentos de Arturo, Agravaine hizo una pausa y golpeó la puerta una sola vez, aunque de modo contundente, con el puño. Acto seguido la abrió para que entrase Ginebra, pero él permaneció fuera. La reina respiró hondo y cruzó el umbral. Oyó que Agravaine volvía a cerrar la puerta. El cerrojo se encajó y ella quedó a solas con Arturo.

    El rey se erguía en el extremo opuesto de la sala, de espaldas a su esposa; y al oír que se cerraba la puerta habló sin volverse, como si no soportase mirarla a la cara.

    —Debo conocer la verdad. Te ruego que no me mientas, aunque creas que vas a lastimarme. Ginebra dejó escapar un respiro y aguardó.
    —¿Has...? -Arturo batalló consigo mismo-. Tengo que saberlo. ¿Te has entregado a él?

    Las mejillas de Ginebra se tiñeron de grana. Expiró con fuerza.

    —No, mi señor. -Al recordar la tormenta de aquel último beso, pensó que sólo por la gracia de Dios podía contestar así.
    —¿Lo amas?

    Ginebra se mordió el labio inferior. Arturo le había pedido la verdad a toda costa.

    —Sí -respondió en un susurro casi inaudible. Pero él la oyó y se volvió.

    El angustiado semblante de su esposo suscitó en Ginebra un sentimiento de piedad. Extendió el brazo instintivamente, pero Arturo la eludió, con el rostro desfigurado por el pesar.

    —¿En qué te he fallado?

    Las lágrimas fulguraron en los ojos de Ginebra.

    —Nunca me fallaste, mi señor.
    —Vi tu cara al besarlo.

    Ginebra se devanó los sesos buscando unas palabras capaces de mitigar la tensión que se hacía tangible en el aire. Una semana no había servido para suavizar la inquina y la congoja del rey, sino que, con tanto cavilar, las había aumentado.

    —El amor tiene muchas caras -dijo-. Puede que a ti te mire de un modo diferente, pero eso no significa que te quiera menos.

    Arturo resolló como si le hubiesen asestado un golpe en el pecho. Entendía lo que su esposa le estaba diciendo, y confirmaba sus miedos más secretos. Si podía besar a Lancelot con abandono tan apasionado, ¿qué quedaba para él, el marido burlado? ¿El papel del padre que había perdido? Era algo más que una hija lo que Arturo veía en Ginebra.

    —Cuando una mujer ama a dos hombre -dijo con tono de hastío- tiene que escoger a uno.
    —Te escojo a ti -respondió ella tajantemente, mirándolo directamente a los ojos-. Así ha sido desde el principio.
    —Es tu voluntad quien me elige. Tu corazón le prefiere a él.
    —Por lo tanto, tú te llevas la mejor parte -porfió Ginebra a la desesperada-. Mi voluntad es más fuerte que mi corazón. ¿De verdad crees que concedo tanto valor a mis sentimientos? Todo lo emocional es caduco, vive un momento y luego decae. La voluntad, en cambio, me mantiene firme en mi paso por la vida.

    Arturo escrutó su rostro y halló en él la impetuosidad y la franqueza que tanto le habían atraído al conocerla.

    —Lo mismo me sucede a mí -admitió-. Y no obstante, en cuanto te veo todo aquello en que he creído se disuelve en la nada, y lo único que quiero es tu amor.

    Ginebra dio unos pasos hacia su esposo.

    —Lo tienes.

    El rey enarcó una ceja.

    —¿En serio?
    —Mi querido señor, pue...
    —¡Entonces mírame como mirabas a Lancelot! -le espetó Arturo. También él avanzó unos pasos hasta quedar ambos cara a cara, y ella ya no pudo argüir más pretextos. Por un instante aguantó la lóbrega mirada de su esposo, pero era demasiado fiera, demasiado sedienta de verdad, y tuvo que claudicar. Incapaz de enfrentársele ni un segundo más, se volvió en actitud de fracaso y se tapó los ojos con la mano.
    —¿Cómo has podido hacerme esto? -preguntó Arturo en un nuevo ataque de frustración.
    —Te juro que no he hecho nada -respondió Ginebra sin cambiar de postura.
    —No, claro -se mofó él salvajemente-, tú eres la inocencia personificada... ¡pero lo besas como a un amante! No has hecho nada, pero lo dejas entrar en tu alcoba mientras todos duermen. ¡Dios me libre de tanta virtud, porque podría volverme loco!

    Aquello superaba todas las previsiones de Ginebra. El Arturo que creía conocer, la persona amable, magnánima, había sido devorada por una criatura celosa y justiciera contra cuyo veneno no tenía defensa. Deseó preguntarle qué había sido de Lancelot, pero al ver su talante no se atrevió.

    —Haré todo lo que ordenes, mi señor -dijo con voz compungida.

    Arturo exhaló un profundo suspiro y empezó a recorrer la habitación como una fiera enjaulada.

    —No sé qué puedo ordenarte. Ya no sé qué pensar ni qué sentir. -Se detuvo ensimismado frente a un tapiz mural que representaba una escena de damas y caballeros de la nobleza almorzando junto a un río-. No sé ni siquiera cuál es mi camino.

    Se produjo un largo silencio mientras Arturo recobraba el control de su persona. El manto de la monarquía cayó una vez más sobre sus hombros, y se encaró a Ginebra con agria arrogancia.

    —He recibido incontables venturas en mi vida -dijo estoicamente-. Sólo los necios sueñan con aquello que no pueden obtener.

    Ginebra inclinó la cabeza, con el peso de la culpabilidad aplastando su espíritu. Herir a Arturo era lo último que habría deseado cuando llegó a Camelot. Ojalá... Se reprendió a sí misma y apretó los puños en los costados. De nada servía decir «Ojalá».

    —Perdóname -musitó, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

    Él se mostró inconmovible.

    —¿Qué tengo que perdonar? -respondió con frialdad-. Te convertí en mi máximo sueño. Fui feliz mientras duró.

    Ginebra reprimió los sollozos que agarrotaban su garganta.

    —Agravaine, escolta a la reina hasta sus aposentos -ordenó el rey secamente, a la vez que abría la puerta.
    —Sí, sire. -Sin expresión ninguna en el rostro, el caballero hizo una reverencia y echó a andar junto a Ginebra.

    Arturo se desmoronó, cerrando los ojos y con los puños crispados.


    19


    Se había convocado una reunión en la cámara redonda, y se requirió la asistencia de todos los caballeros... todos excepto uno, que se hallaba recluido en aislamiento. Sir Agravaine contempló a sus pares, y aunque ninguno expresó sus pensamientos en voz alta, vio su propia inquietud reproducida en cada rostro. Nadie podía estar tranquilo con los espectros del deshonor y la traición acechando tan cerca. Arturo había estado intratable desde que descubriera a Ginebra en brazos de Lancelot. Al principio se había negado a hablar del asunto, pero luego, cuando lo hizo, no hubo manera de razonar con él. Aunque Agravaine no disculpaba el pecado cometido, tampoco quería condenar a la ligera. No creía que la pareja hubiera actuado premeditadamente a espaldas del rey, y era notorio que a ambos los carcomía el remordimiento. En el día aciago Lancelot se aprestaba a marcharse. En opinión de Agravaine, Arturo debía dejar que partiese. Sin su presencia perturbadora y carismática, Ginebra se volcaría una vez más en Arturo. En todas las demás facetas había demostrado ser una joven sensata y práctica. Y Agravaine sabía que los otros consejeros compartían su criterio. No obstante, convencer al soberano sería tarea difícil.

    Sonó una corta fanfarria y las puertas de la gran sala se abrieron de par en par. El rey entró y los caballeros, todos a una, se pusieron de pie e hicieron una salutación. Arturo, ceñudo y alicaído, se dirigió rápidamente a ocupar su lugar. A Agravaine le partió el corazón.

    El monarca miró con ojos fulgurantes a sus caballeros.

    —Que Dios nos otorgue la sabiduría de discernir qué es justo, la voluntad de escogerlo y la fuerza de hacerlo perdurar -dijo con un tono que sugería que las palabras habían sido esculpidas con un cristal roto.
    —Amén -declararon los presentes y, después de que Arturo tomase asiento, lo imitaron.

    El rey estudió la llama que ardía en el brasero central de la mesa, y luego dio un somero repaso a su entorno. Su mirada se detuvo en el asiento vacío. Primero fue Malagant, y ahora era Lancelot. No creía que volviese a sentar a nadie en aquel lugar durante mucho, muchísimo tiempo.

    —He tomado una decisión -dijo-. Hay que zanjar este asunto, y sin tardanza, por el bien de todos los interesados. Me equivoqué con Lancelot. Me lo advertisteis y no os hice caso. Como hombre puedo perdonar, pero como rey debo procurar que se haga justicia.

    Agravaine lo escuchó y se preguntó si Arturo había analizado sus propias palabras. Era justamente como un hombre enfermo de pena por lo que hacía un asunto de estado de un incidente que podría haberse solventado con toda discreción. A menos que existiera adulterio flagrante, lo ocurrido no afectaba el bienestar ni la seguridad del reino.

    —¿Admite Lancelot su culpa, sire? -preguntó.

    Arturo entornó los párpados hasta convertirlos en meras rendijas. Sus manos se crisparon sobre los brazos de la butaca.

    —Lo que tenga que decir en su defensa lo oiremos en el juicio.

    Patrise intercambió con Agravaine una mirada de desasosiego.

    —¿El juicio, milord?

    Arturo dirigió una gélida mirada al consejero.

    —Mañana a mediodía se celebrará una vista pública en la plaza mayor.
    —¿En la plaza mayor? -dijo Kay con el horror dibujado en el rostro.

    Los caballeros miraron a Arturo como si hubiera perdido la razón. Agravaine se mordió el labio inferior. Entre todos sus colegas, él era el más allegado al soberano y el que lo había acompañado cuando sorprendieron a Lancelot y Ginebra; pero hasta ese momento no había advertido lo profundamente trastornado que estaba el rey.

    —¿No sería mejor resolver el problema en privado, sire? -se aventuró a decir-. A mí me parece...
    —¿Consideras el honor de Camelot una cuestión personal? -vociferó Arturo, saltando casi de su asiento y con la cara roja por la ira-. ¿Debo esconderme en los rincones como si tuviera que avergonzarme de algo? Quiero que todos mis súbditos sepan que la ley impera en Camelot.

    Se produjo un silencio ominoso mientras Arturo se apaciguaba. El rey nunca perdía la templanza en los cónclaves, jamás imponía sus deseos a gritos.

    —¿Alguien más desea hablar? -Sus ojos inyectados en sangre escrutaron a los presentes, retándolos a abrir la boca-. ¿No? En ese caso, se levanta la sesión. Quedáis todos emplazados para mañana al mediodía.

    Los caballeros saludaron y se marcharon sin pronunciar palabra. Agravaine se demoró por un insume, dilucidando si debía o no hablar, pero Arturo lo despachó con un ademán expeditivo.

    —No me hagas dudar también de tu lealtad -farfulló.

    Sir Agravaine desistió y salió detrás de Kay y Patrise, cerrando tras de sí las enormes puertas. Arturo bajó la cabeza y lloró.


    El día amaneció claro y despejado; era una mañana espléndida en la que habría sido una delicia cabalgar entre el cambiante follaje del bosque buscando piezas de caza, o pasear por la orilla del lago y observar a los pescadores. Sin embargo, el buen tiempo sería testigo del juicio público contra Lancelot y Ginebra.

    En el recinto de la plaza de la villa se habían dispuesto varias hileras de bancos, y se había llamado a la población a presenciar el acto. Nadie sabía muy bien qué les pedían que vieran; hubo un constante rumor de conversaciones especulativas a medida que la gente dejaba las casas y se reunía para esperar el desarrollo de los acontecimientos. Se había construido una plataforma de madera anexa a la escalinata del palacio, en la que se acomodaron los caballeros del Gran Consejo luciendo su atuendo oficial. En el centro, ocupando el trono, estaba un cariacontecido Arturo. Llevaba la corona real, una diadema con incrustaciones de piedras preciosas heredada por línea directa desde tiempos anteriores a la crónica escrita. El oro brillaba en su cabeza y realzaba su autoridad.

    En un lado del estrado estaba Lancelot, flanqueado por la guardia, y aunque no fuese atado su condición de reo era evidente. Había adoptado una postura de sobria dignidad, y cuando Arturo lo miraba resistía su escrutinio con la frente alta. En el extremo opuesto, también estrechamente vigilada, se encontraba Ginebra. Se la veía demacrada, pero mantenía la cabeza erguida. Se enfrentaría a la prueba sin acobardarse, y el corazón de Lancelot voló hacia ella.

    En la parte frontal de la plataforma, Mador se adelantó, desenrolló un pergamino y, con voz estentórea, dio lectura a los cargos.

    —Por el presente documento Ginebra, señora de Leonesse, reina de Camelot, y Lancelot, caballero del Gran Consejo, son acusados, en sus propias personas y en mutua connivencia, de deshonrar a nuestro país, de transgredir los derechos del rey según dicta la ley y de adulterio común. Estos crímenes constituyen un acto de traición contra el reino de Camelot, y su castigo legal es la muerte.

    Del gentío se elevó una exclamación de asombro y una oleada de movimiento al consultar cada espectador con su vecino. Mador se colocó frente a Lancelot y su voz se elevó por encima del tumulto ciudadano.

    —Sir Lancelot puede responder a las acusaciones.
    —Lo que tengo que decir sólo compete al rey -repuso con rotundidad.

    Mador miró inquisitivamente a Arturo. Tras una breve pausa, el rey dio una escueta señal de autorización.

    —Dejadle hablar.

    Lancelot cruzó el espacio que mediaba entre ambos para erguirse delante del trono donde Arturo ejercía su doble función de monarca y juez. Los caballeros de ambos lados retrocedieron unos pasos, brindándoles algo de intimidad. Lancelot inclinó la cabeza en el saludo tradicional y, al volver a levantarla, replicó a los ojos fríos y airados del monarca con una mirada franca.

    —Señor, una vez me dijisteis que si hay que morir es mejor hacerlo sirviendo a una causa más noble que uno mismo. Si mi muerte sirve a Camelot, tomadla. Haced conmigo lo que gustéis. Os ha sido concedido el poder de hacer el bien. Usadlo con acierto. -Sus palabras evocaban aquel desafío que le había lanzado Arturo después de las baquetas, y ahora, al pasar por unas «baquetas» de distinta índole, Lancelot las volvía contra él.

    El rey se puso tenso, y se aferró con fuerza a los brazos del trono. Las miradas chocaron en un duelo de voluntades. No obstante, para Arturo el tiempo de retroceder había pasado y expirado.

    —¿Quieres decir algo más? -preguntó con tono áspero.
    —No, milord.
    —Pues que prosiga el juicio. -Los ojos del monarca se desentendieron. Los de Lancelot, no. Regresó a su sitio sin dejar de escudriñar a Arturo, y el monarca tuvo la sensación de que el acusado se había transformado en acusador.
    —Sir Lancelot puede responder ahora a los cargos -clamó Mador.
    —No tengo nada que decir. -Aunque moderado, el tono de Lancelot destilaba un cierto desdén, y el color aguijoneó los pómulos del soberano, quien le indicó concisamente a Mador que continuara.
    —Me juego el cuello a que sir Lancelot es inocente -dijo acaloradamente Peter, el caballerizo, a su hermano Thomas.

    Thomas era centinela de la guardia real, y aquel día prestaba servicio en la garita de observación de la avenida elevada. El grueso de la población estaba en la plaza, asistiendo al juicio de la reina y el nuevo caballero de la Tabla Redonda. Peter no había podido digerir aquel espectáculo y, tras escuchar los preliminares del proceso, escapó hasta las murallas para llevar a su hermano una jarra de vino y una hogaza de pan.

    Thomas apoyó el pie en la mesa de tijera, examinó la suela desprendida de su bota y dio unos sorbos de la jarra.

    —Cuando el río suena, agua lleva -dijo.
    —Quizá, pero entonces Arturo tendría que arrestar a todos los hombres de Camelot -replicó Peter-. No me digas que tú no encuentras atractiva a la reina.
    —Sí, pero nunca he estado tan cerca de ella como para besarla. Eso es lo que afirman que hizo tu Lancelot, y posiblemente algo más. Pasaron una noche entera en el bosque, ¿no es verdad?

    Peter reprimió las ganas de dar un puñetazo en la nariz a su hermano mayor. Pero Thomas era demasiado corpulento para pegarle impunemente.

    —Lancelot pensaba marcharse. Lo sé porque yo mismo lo ayudé a hacer los preparativos. Júpiter ya estaba ensillado. Nunca osaría insultar a nuestro rey, pero creo que ha perdido un tornillo.
    —Y también algo más personal -bromeó el centinela, llevándose el pan a la boca y arrancando la corteza con unos dientes blancos y sanos-. Lo han atacado en el bajo vientre, donde más le duele a un hombre de su edad que tiene una esposa joven y bonita.

    Peter frunció el entrecejo al oír a su hermano.

    —De todos modos, es mentira. Estoy seguro.
    —¿Y por qué no testificas en su favor?
    —¿Quién me creería? Son todos de tu misma calaña -dijo Peter despectivamente.

    Interrumpió la discusión un fragor de cascos que avanzaban a todo galope por la avenida. Thomas bajó en el acto las piernas de la mesa y se puso de pie, desequilibrando la silla. Tras dar un pequeño traspié contra las patas, recogió la lanza del rincón y se asomó por la ventana ojival. Peter corrió al lado de su hermano y, con el cuello estirado, vio un carruaje que traqueteaba en dirección a la ciudad, escoltado por un escuadrón de caballería. Los jinetes portaban la enseña de Leonesse, y al parecer tenían mucha prisa.

    —¿Qué ocurre? -preguntó Peter-. ¿Algo anda mal?
    —¿Cómo quieres que lo sepa? -le espetó su hermano, y se fue a dar instrucciones a los guardias que tenía bajo su mando. Peter vaciló por un instante, enderezó la silla y descendió ágilmente por la escalera detrás de Thomas. «Rezo a Dios para que Malagant no haya vuelto a atacar la capital de lady Ginebra.»
    —¡Abrid las puertas! -bramó con tono apremiante el cabecilla de la escolta-. Venimos de Leonesse y traemos testigos para el juicio.

    Thomas había llegado a la ventana inferior de la torre, y sacó la cabeza para gritar a la comitiva:

    —El juicio ya ha empezado.
    —Razón de más para que abráis de inmediato. ¡El buen nombre de la reina depende de estas pruebas!
    —¡De acuerdo, de acuerdo! -rezongó el centinela. Bajó los últimos peldaños y salió a inspeccionar el vehículo y a los jinetes desde detrás del rastrillo. Por lo que pudo entrever, en el carruaje viajaban dos Ancianos de Leonesse. El jinete de más rango se impacientó y su sudoroso caballo coceó y puso los ojos en blanco.
    —¡Abrid! -mandó Thomas a los soldados encargados del manubrio del rastrillo, enfatizando la orden con una seña.

    La enrejada puerta de hierro empezó a subir y los jinetes entraron en la ciudad delante del carruaje.

    —Si os apresuráis aún... -fue a decir Thomas, pero no concluyó la frase. El cabecilla extrajo la ballesta que había ocultado debajo de la capa y disparó al pecho descubierto del centinela. Thomas cayó sin tener tiempo de reaccionar. Su segundo en el puesto también fue alcanzado, y quedó tendido en el suelo. La parte trasera del vehículo se abrió violentamente y salió propulsado un robusto tronco de roble, seguido por seis saqueadores de Malagant con la armadura oculta bajo los vistosos sobretodos de Leonesse. Ligados en sus asientos mediante gruesas cuerdas, bien amordazados, los desvalidos Ancianos poco pudieron hacer.

    Peter, que asomado a una ventana lo había visto todo, advirtió al guardia para que bajase la reja. El hombre empezó a hacer girar el manubrio febrilmente, pero ya era tarde. Los secuaces de Malagant levantaron el tronco en vertical y, al ser bajado el rastrillo, una de las barras se incrustó en la madera, de tal manera que todo el mecanismo se encalló con un ruidoso temblor. Las defensas de Camelot habían quedado anuladas.

    En la habitación donde estaba Peter había una mesa cubierta por un mantel de hilo bordado, y el caballerizo se escondió debajo, temblando de miedo y estupor. Oyó unas pisadas en la escalera y la puerta se abrió de golpe.

    —Aquí no hay nadie -dijo una voz cavernosa-. Subid a las almenas y tomadlas al asalto.
    —Sí, señor.

    Las pisadas se alejaron torre arriba. Peter no se movió. Había presenciado el final del pobre Thomas y sabía que, si daban con él, correría idéntica suerte.

    La sorpresa del ataque había sido tan absoluta que los centinelas de las puertas no tuvieron tiempo de dar la voz de alarma. La avanzadilla de Malagant se había puesto ya en marcha para conquistar las murallas de la ciudad. Encontraron poca resistencia, porque casi todos los guardias estaban destacados en la plaza mayor con la misión de mantener el orden y presenciar el juicio.

    Libre de cualquier traba, el ejército de Gore recorrió la avenida a la velocidad que hacía de él un enemigo tan formidable. Destacaban las tropas de élite que habían quemado los pueblos fronterizos de Leonesse; y capitaneaba el avance el mismísimo príncipe Malagant, con el cabello negro demasiado corto para que lo despeinase la brisa que agitaba las banderas en los muros de Camelot. Una tras otra, aquellas banderas fueron arriadas, y la dura boca del príncipe se curvó en una sonrisa salvaje. El comienzo de un hombre suponía el declive de otro.

    En la plaza mayor, totalmente ignorante del peligro que se cernía sobre ella, la muchedumbre escuchaba una apelación de Mador a su soberano.

    —¿Desea el Rey Supremo que la reina sea interrogada por este tribunal?
    —El Rey Supremo desea que la ley siga su curso -dijo Arturo asumiendo una actitud neutral.

    Siguió un prolongado silencio. Todas las miradas excepto la de Arturo se centraron en Ginebra. Se sonrojó por un instante, pero adelantó el mentón y dejó constancia ante el pueblo de que no estaba asustada.

    De pronto, el sonido de botas y cascos sobre los adoquines rompió la quietud. Los ciudadanos empezaron a volverse en sus bancos, alargando los cuellos para descubrir la fuente de aquel alboroto. En la plataforma, Agravaine irguió la cabeza y, paralizado, vio las figuras que merodeaban en los tejados y las almenas. Observó el cuero negro, el acero, el pelo cortado al ras. No eran soldados de Camelot ni de Leonesse. De un modo mecánico, se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

    Mador, eterno funcionario y extremadamente riguroso en materia de protocolo, se empeñó en continuar el proceso.

    —¿Negáis los cargos? -preguntó severamente a Ginebra.

    Ella no contestó, porque como los demás seguía con la vista a los soldados que estaban agrupándose en torno a la gran plaza. El lugar pronto se convertiría en una trampa sin salida.

    —¿Quién va? -demandó Agravaine. Avanzó un paso al frente, con una expresión de preocupación en el rostro.

    Mador abrió la boca como si fuera a protestar, pero volvió a cerrarla al mirar también hacia los tejados. El ruido de los caballos sonaba ahora mucho más cercano, acompañado por el estrépito de las botas. Algo malo, pavoroso, se anunciaba.

    —¿Dónde está la guardia?

    Patrise pasó una rápida revista a los soldados ordinarios de Camelot, que estaban repartidos entre la desconcertada muchedumbre. Los que escoltaban a Ginebra y Lancelot apretaron el cordón alrededor de los cautivos, como si sospecharan de un intento de fuga.

    —¡A ver, los de los tejados! ¿Quiénes sois? ¡Responded! -preguntó inútilmente Agravaine.

    Mador abandonó su pergamino y desenvainó el arma.

    —¿Qué está pasando aquí? -preguntó exasperado-. ¿Somos víctimas de un asedio, o se trata de una confabulación para abortar el juicio?

    Patrise sacudió la cabeza sin dar crédito a sus ojos.

    —¡Las puertas! -exclamó por fin-. Vienen de las puertas de la ciudad. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos? No comprendo...

    El sonido ensordecedor de unos clarines de guerra acalló las palabras del caballero. Arturo saltó del trono y escuchó con los ojos desorbitados, absolutamente estupefacto. Estaba siendo atacado en el núcleo mismo de sus dominios. La mera idea lo dejó petrificado. El corazón le decía que era imposible, pero sus ojos veían la verdad.

    Por la amplia vía que unía la plaza con la puerta principal de Camelot avanzó un contingente de soldados armados. En cabeza, a lomos de un caballo negro, iba Malagant, en cuyos ojos brillaba la chispa burlona del triunfo. En una muda confusión, el pueblo de Camelot observó la marcha del siniestro enemigo. Nadie sabía a qué atenerse. Y de nada servía buscar guía en sus propios caballeros y soldados, porque estaban tan anonadados como los civiles.

    La mirada del príncipe paseó con desdén por la asamblea. Desenvainó la espada y, erguido en su montura, obligó al caballo a empinarse y arañar el aire. Esgrimió el acero en lo alto y voceó su propio nombre:

    —¡Malagant!

    El clamor resonó en paredes y tejados, volando en círculo como un ave de presa. Y al amortiguarse su onda, fue respondido. En las azoteas y en los balcones, docenas de nombres se alzaron, obedientes, cual negras siluetas en el cielo esplendoroso, y contestaron al llamamiento con un escalofriante grito de guerra.

    —Dios nos asista -musitó Agravaine, acercándose al rey.

    Lancelot observó el siniestro ejército que coronaba las almenas. Las ballestas estaban preparadas, y casi todas tenían a Arturo como diana. Si no acertaba una, sería otra. No había escapatoria. Detrás de los ballesteros se veía otro anillo de soldados que portaban antorchas. En plena luz del día, no las necesitaban para alumbrar su camino ni para darles calor. Era obvio que se proponían quemar Camelot.

    Malagant elevó la voz. Era más ronca y poderosa que la de Mador, como si la hubiera permeado el humo de todas las ciudades y los pueblos que había arrasado en su búsqueda de hegemonía.

    —Que nadie se mueva o el insigne Arturo morirá.

    Un silencio horrorizado acogió sus palabras. Arturo miró alrededor, reparando en las ballestas que lo apuntaban y en el cerco de antorchas. Vio el pánico asomado a los rostros de sus súbditos, pero nada pudo hacer para aliviarlo. Estaba indefenso, con sus hombres inmovilizados por la letal amenaza de aquellas ballestas. Había congregado a todo el pueblo en la plaza, decidido a hacerles conocer su ecuanimidad porque era capaz de vengarse incluso de la persona que más amaba en el mundo. Sin el ansia devoradora de castigar, su clarividencia no se habría ofuscado y Malagant jamás hubiera cruzado la avenida de acceso a la ciudad.

    —Que Dios me perdone -murmuró, demasiado bajo para que le oyera el presuntuoso Malagant. Pero Lancelot sí lo oyó, y le dirigió una mirada incisiva.

    El príncipe Malagant dio otra ojeada a la enorme plaza, y su voz rezumaba autocomplacencia cuando la levantó para dirigirse al amedrentado gentío.

    —Mis hombres controlan las puertas de la ciudad y todas las salidas de esta plaza. Hay soldados en los tejados con antorchas encendidas. No tengo más que alzar un dedo y vuestra dorada capital será reducida a cenizas. ¡Ahora, yo soy la ley! -Agitó un puño en el aire exultante.

    Arturo cuadró los hombros y se adelantó lentamente.

    —Mi gente está desarmada y yo también -dijo casi con hastío-. Si es a mí a quien quieres, aquí me tienes.
    —¡No! -chilló Ginebra extendiendo los brazos, pero Arturo ya había pasado por su lado y, si la oyó, no dio muestra de ello.

    Malagant soltó una carcajada de desprecio e hizo un pomposo ademán a la multitud.

    —¿Lo habéis oído? ¿Oís al gran rey Arturo de Camelot? ¡Fijaos en él! El hombre despierta de sus sueños. ¡La fantasía terminó! Ésta es la realidad. -Señaló con la espada las tropas de oscuro uniforme que acechaban la plaza desde todos los ángulos-. ¿En serio creías que Camelot era una tierra de hermandad universal, Arturo? -escarneció al monarca-. Yo te diré la verdad. Camelot es una tierra de riquezas y privilegios, ambos protegidos por un ejército profesional magníficamente adiestrado. -El príncipe retorció el labio superior-. No hay que avergonzarse de ello. Los fuertes se comen a los débiles. Así fue como tu Dios creó el mundo, aunque tú cuentes una versión distinta de la historia.

    Arturo estudió serenamente a Malagant, erguido en su fabuloso caballo negro.

    —Todos nacemos débiles y desamparados -dijo, ahora con una voz firme y valiente. Sentía la energía fluir por su cuerpo, y afrontó los cínicos y oscuros ojos de su adversario sin un asomo de temor o indecisión-. Y todos envejecemos. Dios nos hace fuertes sólo por un tiempo, para que podamos ayudarnos los unos a los otros.
    —A mí Dios me ha hecho fuerte para que pueda vivir mi vida y no haya de acatar más leyes que las que yo mismo promulgue -replicó Malagant. Se volvió y señaló con su acero a un hombre del gentío elegido al azar-. ¡Tú! Arturo te dice que has nacido para servir a otros hombres. -El filo de la espada apuntó al siguiente individuo de la hilera, y después al que estaba a su lado-. Y a ti, y a ti también. Servid al prójimo, os ordena. -El príncipe se inclinó sobre la silla, con una expresión de infinita malignidad en los ojos de obsidiana-. Y yo os pregunto: ¿Cuándo vais a vivir vuestra propia libertad? ¡Liberaos del despótico sueño de Arturo! ¡Liberaos de sus leyes opresivas! -Hizo un ademán hacia los caballeros de la plataforma-. ¡Liberaos de la tiranía de su Dios!

    Arturo escuchó a Malagant y observó el efecto de su discurso en la muchedumbre horrorizada. A cada momento que pasaba, mayor era su certeza de las pretensiones del príncipe. Sabía desde hacía tiempo que el señor de Gore deseaba apoderarse de Camelot. Sus comentarios sarcásticos eran hijos de los celos. Aquello que Malagant quería, lo tomaba. Y lo que no podía conseguir, lo destruía. Una hiriente punzada atravesó el alma del monarca. Si comprendía tan bien a Malagant quizá fuera porque ambos compartían las mismas emociones. Ahora la mirada de Arturo se posó en Lancelot. El joven caballero no debería estar ante un tribunal, con su vida pendiente de un hilo. No eran las leyes del país sino el capricho de un rey envidioso el motivo por el cual se lo acusaba de traición.

    —¡Ah, Señor! -gimió Arturo. ¿Tan intensa había sido su ceguera que sólo la invasión de Malagant podía devolverlo a la luz? Miró con repugnancia a su enemigo pavonearse en el soberbio animal-. ¿Tiene que ocurrir así?

    El príncipe Malagant había dejado momentáneamente de hablar para dar efectismo a sus palabras. Inhaló de manera notoria y se dirigió de nuevo a la muchedumbre.

    —Lo único que os pido es obediencia. Obedecíais a Arturo, ¡y ahora me obedeceréis a mí! -Se apeó del caballo y arrojó las riendas a un escudero. El gentío permaneció callado mientras Malagant, el usurpador, se aproximaba a los escalones del estrado y hacía frente a Arturo. Un niño empezó a berrear, y su aterrada madre lo silenció de inmediato.

    Malagant y Arturo se miraron fijamente. El miedo no cabía entre ellos. Los ojos del príncipe eran voraces, los de Arturo, resignados. En el estrado, los caballeros y los guardianes permanecían inmóviles detrás del rey, sin apenas respirar. Malagant dirigió fugazmente la mirada hacia Lancelot, y después hacia Ginebra, como si rumiara qué iba a hacerles en cuanto tuviera la oportunidad. Luego, volcada otra vez su atención en Arturo, trazó una línea en el polvo con la puntera de su bota negra y brillante.

    —Tus días de gloria han pasado, Arturo. Quiero que tu pueblo te vea arrodillarte ante mí para que todos sepan quién los gobierna a partir de hoy. -Levantó la espada hacia el campanario de la catedral e hizo una señal a dos enlutados asaltantes que había apostado allí-. Las campanas doblarán tres veces. Te postrarás a mis pies al tercer toque o morirás.

    Arturo miró impasiblemente a su rival. Sabía de sobra que no importaba si se arrodillaba o no; Malagant tendría que matarlo de todos modos. Un rey cautivo o en el exilio era un foco aglutinante para la rebelión, y mientras él viviese Malagant no podría considerarse realmente el soberano de Camelot.

    Las grandes campanas de bronce repicaron divulgando una nota retumbante. Arturo recorrió con los ojos las filas de ciudadanos que se desplegaban ante él, asimilando sus caras. Vio ancianos y gente adulta; jóvenes de ambos sexos que aún eran niños de pecho cuando ascendió al trono de Camelot, y que ahora abrazaban espantados a sus propios hijos mientras esperaban el desenlace de los hechos. Malagant les había hablado de libertad, pero omitió decir que era la libertad de la muerte.

    Las campanas entonaron su segundo aviso, y el príncipe Malagant golpeteó contra el muslo la hoja de su espada.

    —¿Eres demasiado orgulloso para capitular ante mí, Arturo? ¿Crees que muerto servirás mejor a tu pueblo?

    El rey se encogió de hombros.

    —Ya no queda orgullo en mí. Todo lo que hago es por mis súbditos y por Camelot.

    Sonó el último tañido, una nota larga y sostenida, como si el tiempo se hubiera prolongado para dar a Arturo unos momentos más de vida. El monarca pensó en el festivo repicar que había anunciado sus esponsales y miró por sobre el hombro a Ginebra, en un gesto de amor y despedida. Los ojos de ella refulgían con las lágrimas no vertidas. Arturo sonrió, libre ya de todo rencor.

    —Te he amado y todavía te amo -dijo, y se volvió para hablar a su pueblo y al hombre que quería esclavizarlo.
    —Disculpadme por lo que me dispongo a hacer. Éste es mi último acto como vuestro rey. No alberguéis ningún temor. Todo cambia en esta vida. Soy Arturo de Camelot, y os ordeno... -Calló cuando se hallaba en mitad de la escalera del entarimado, con los ojos fijos en el codicioso rostro de Malagant. El príncipe dio un paso atrás, dejando a Arturo todo el espacio que requería para postrarse ante él.

    El rey bajó la vista hacia la marca trazada en el polvo y repentinamente abrió los brazos al tiempo que su voz resonaba en todo el ámbito de la plaza.

    —¡Os ordeno que os levantéis y presentéis batalla! No os rindáis por nada ni por nadie. Luchad con más bravura que nunca.

    La expresión ufana de Malagant se transformó en incrédula furia. Retrocedió más todavía e hizo un significativo movimiento cortante a los ballesteros. Ellos afinaron la puntería, apretaron el gatillo y unas saetas negras y azules segaron el aire. Arturo miró a su enemigo con una sonrisa.

    —¡Camelot vive! -exclamó. La última palabra quedó en suspenso cuando lo alcanzaron las flechas, sacudiéndolo de la cabeza a los pies. El impacto de la andanada lo propulsó por el aire, con los brazos extendidos en el símbolo de un crucifijo.
    —¡No! -chilló Ginebra-. ¡Señor, no lo permitas! -Se libró de sus centinelas, corrió al lado de Arturo y fue la primera en ver las heridas infligidas en su cuerpo por las templadas puntas de aquellas saetas de acero-. ¡Dios mío, Arturo, no te mueras! ¡Auxilio, que alguien traiga a un cirujano!

    En la plataforma, las espadas chirriaron al salir de sus vainas y se desató el pandemónium. Los lugareños empezaron a abandonar los bancos, pero, en vez de darse a la fuga o rendir tributo de sumisión a Malagant, la emprendieron contra las tropas de éste.

    Apabullado, el príncipe miró de hito en hito el sangrante cuerpo de Arturo y a la soliviantada multitud.

    —¿Para qué peleáis? -preguntó con genuina perplejidad-. Podéis conservar vuestra preciosa villa. ¿Por qué perderlo todo cuando lo único que tenéis que hacer es someteros a mí?

    La lucha no hizo sino recrudecer. El rostro de Malagant se ensombreció.

    —¡Maldito seas, Arturo! -le espetó al moribundo, y extendió el brazo hacia los hombres de los tejados-. ¡Quemad la ciudad! -ordenó-. Que todo arda hasta que no quede una pared en pie.

    Las tropas agitaron las antorchas a modo de respuesta, unas negras cintas de humo subieron en espiral desde las llamas anaranjadas, y comenzó el incendio de la ciudad. El verano había sido seco, y las casas prendieron fácilmente. Unas lenguas de fuego lamieron las paredes y se enroscaron en los balconajes de madera. Los tejados se convirtieron en faros que ilustraban el alcance de la ambición de Malagant.

    Los guardias de palacio formaron una barrera en torno a Arturo y Ginebra. Ella acunaba a su esposo en los brazos con la cara cubierta de lágrimas. Un atribulado cirujano examinó las heridas, e hizo un gesto de negación con la cabeza como todo dictamen sobre el daño causado.

    —¡Devastadlo todo! -bramó Malagant, loco de rabia. Su caballo cabeceaba y dibujaba círculos, lanzando coces con sus agresivos cascos delanteros. El príncipe arremetió y su acero destelló en los ígneos reflejos.

    Los caballeros del Gran Consejo sacaron sus espadas y, bien concertados, defendiendo cada uno al compañero, comenzaron a abrir una brecha en dirección al usurpador, resueltos a abatirlo. Los guardias de Lancelot se sumaron a la lucha, dejándolo solo en la plataforma. Un fiero atacante pasó por delante de él, alzando y bajando la espada como si fuera una cachiporra, y todo el que probaba su acero asesino caía sin rechistar. Lancelot reconoció a Ralf, el hombre de confianza de Malagant. Su primera reacción fue correr al lado de Ginebra y Arturo, pero no podía hacer nada por ellos. Antes había que ganar la batalla. Más tarde, habría tiempo para todo lo demás. Y si perdían, nada importaría.

    Saltó del estrado y fue retado inmediatamente por un saqueador. El puño de Lancelot salió proyectado y atrapó el brazo en que el asaltante sostenía la espada, para continuar su trayectoria hasta la punta del desprotegido mentón. Entretanto, la mano izquierda capturó el acero en su caída. Provisto ahora de un arma, fue invencible. En medio del caos ejecutó una danza guerrera, avanzando rápidamente, dando mandobles, con los cinco sentidos puestos en la figura belicosa y vociferante de Ralf.

    El capitán se volvió en su caballo. Unas vísceras humanas colgaban del filo de su espada, y tenía la ominosa armadura manchada de sangre. Lancelot dio un atlético salto, interceptándole el paso. Fue un movimiento tan rápido que Ralf se llevó un sobresalto. No obstante, la sorpresa no duró más de una fracción de segundo. Era un luchador demasiado experto para dejarse avasallar. Soltó un aullido y embistió al adversario, decidido a partirlo en dos.

    Como hiciera en las baquetas, Lancelot esperó su momento. Dejó que descendiera el golpe aterrador, y de pronto, cuando todo parecía ya perdido, hizo un sesgo ascendente con su propia espada y enganchó en su filo las muescas de la contraria. Una torsión de las muñecas, seguida de una sacudida de brazos y hombros, arrojaron a Ralf del caballo y lo depositaron sobre el suelo. El animal se encabritó y piafó. Lancelot ocupó de un salto la silla vacía y estiró bruscamente las riendas para dominar la montura. No sería necesario rematar a Ralf. El capitán de Malagant no volvería a levantarse. Le había rodeado una iracunda muchedumbre, y alguien le había arrebatado la espada.

    Sin mirar atrás, Lancelot cabalgó hacia Malagant entre la refriega, dispuesto a aniquilarlo. Los caballeros, al mando de Agravaine, habían hecho retroceder por la plaza a los esbirros del príncipe. Su orden era bastante imperfecto, y el cabecilla quedaba parcialmente expuesto. Lancelot azuzó al caballo, maniobrando hacia el flanco abierto de Malagant.

    Como si tuviera un sexto sentido, el príncipe Malagant se volvió. Vio el caballo de Ralf y de pronto reparó en el hombre que lo montaba. Las miradas de ambos se encontraron en una tácita aceptación del combate. Malagant enderezó a su corcel para recibir el de Lancelot y blandió la espada. Por un instante ninguno se movió, estudiándose recíprocamente, calculando. Luego Malagant lanzó un falso amago, torpe y lento. Incluso un niño lo habría parado. Lancelot advirtió que se trataba de una parodia cuya finalidad era tanto desequilibrar su guardia como enfurecerlo. Malagant fracasó en su intento. Lancelot respondió con un sofisticado quite. Después simuló un contraataque deliberado en el último instante... que transformó en su estoque magistral. Los aceros resonaron cuando Malagant detuvo un golpe que lo habría abierto en canal de la clavícula al ombligo. Era la primera vez que Lancelot se enfrentaba a un oponente capaz de rechazar su acometida, y por un segundo vital quedó demasiado asombrado para proseguir. La hoja de Malagant arremetió. Lancelot hizo una hábil parada. El impacto le dejó el brazo contusionado, pero, al mismo tiempo, su rapidez había evitado que resultase herido. Estaban muy igualados, y para ninguno de los dos sería fácil derrotar a su contrincante.

    Entretanto, los soldados del príncipe lucharon protegiendo a su jefe, mientras los caballeros batallaban para impedir que la infantería enemiga alcanzase a Lancelot. Retumbaron golpes y contragolpes, diestros, veloces, sin piedad. Ambos hombres respiraban con dificultad, y se alargaron los lapsos entre cada choque de espadas. No sólo se equiparaban en maestría, sino también en resistencia.

    De repente, Malagant se apartó, rehuyendo el contacto. Lancelot pensó que a su rival lo abandonaban las fuerzas, que huía, pero en su interior una voz le decía que no se dejase engañar; entonces, un soldado del príncipe lo atacó por su otro flanco. En el instante en que Lancelot se volvía y se agachaba para eludir la inminente estocada, su caballo dio un traspié y lo arrojó de la silla. Rodó sobre sí mismo al tocar el suelo, evitando lesiones mayores. Malagant cabalgó hacia él dispuesto a aplastarlo con los cascos de su corcel. Lancelot se lanzó rápidamente bajo el cuerpo del animal y, bien acuclillado, empuñó la espada en un corte transversal. Malagant se torció en la silla para eliminar al caballero, abierta la boca en un gruñido. Sin embargo, su voz degeneró en un grito de alarma al notar que empezaba a descolgarse de un lado. La cincha de la silla había sido limpiamente segada.

    De nuevo igualados, los dos hombres reanudaron la lucha. Se encontraban en el centro de ésta y, además de vérselas con el otro, tenían que librarse de los atacantes fortuitos. Ni aun así consiguió ninguno un margen de ventaja. Lancelot jadeaba, sentía el brazo de la espada caliente y dolorido. Sin darse cuenta, la confrontación los había llevado al lado opuesto de la plaza y estaban cerca del estrado del juicio, ahora desierto, sin más que un reguero de sangre allí donde había caído Arturo. Malagant trepó por los escalones y gritó a toda voz para animar a sus hombres.

    —¡Malagant! ¡Malagant!

    Como respuesta recibió un bramido disonante, mucho menos categórico que los anteriores. Ocurría, sencillamente, que los guerreros no podían derrochar una gota de aliento. Con las estrellas rojas del cansancio estallándole delante de los ojos, Lancelot subió a la plataforma en persecución de Malagant.

    Con una mirada de desdén pero también de impaciencia, el príncipe se colocó de cara a su rival y levantó la espada. Una vez más, los aceros se estrellaron a un ritmo fulminante. Los quites retumbaron cual truenos metálicos, mezclándose con los rugidos del esfuerzo. El sudor irritaba los ojos de Lancelot y empañaba su visión. Parpadeó y en aquel preciso instante Malagant embistió. Los reflejos de Lancelot fueron menos rápidos de lo acostumbrado, y el filo de la espada de su oponente abrió un tajo largo y superficial en su costado.

    En cualquier otro hombre aquella herida habría significado el fin, pero en Lancelot fue un puyazo estimulante, el acicate que precisaba para que la voluntad fuera más lejos que el cuerpo. La sangre fluía profusamente por su cadera, escociendo y abrasando. Un centelleo de júbilo iluminó los ojos negros de Malagant, quien ignoraba que estaba mirando de frente a la muerte.

    Lancelot afirmó su muñeca y concentró toda su energía en un lance certero, tremebundo.

    El acero de Malagant voló por el aire; mientras estaba desarmado, Lancelot se abalanzó sobre él y traspasó su pecho con la espada. «Dios ama a los vencedores», barbotó en una cruenta imitación de la divisa del príncipe. La hoja se había ensartado en una costilla y resistió a sus intentos de liberarla, de modo que la dejó clavada y se agachó a coger el arma de su enemigo.

    El príncipe miró boquiabierto la empuñadura que sobresalía de su cuerpo, convulsionándose con cada nuevo pulso de su sangre, y luego, negándose a creer lo que veía, observó los ojos implacables de Lancelot. Quiso arrancarse el acero del cuerpo, pero ya no tenía fuerzas. Se le doblaron las rodillas y fue a derrumbarse sobre el trono vacío de Arturo, extraviada su mirada en la eternidad.

    Cuando los soldados de Malagant vieron a su señor muerto en aquel sitial, se desmoralizaron y depusieron las armas. Al cabo de un rato el antes audaz ejército de Gore había ofrecido su rendición al pueblo de Camelot.

    La lástima era, pensó Lancelot al estudiar la matanza infligida, que la victoria hubiera costado tan cara.


    20


    Lancelot enfiló los pasillos de palacio hacia la cámara de la Tabla Redonda. Fuera, el griterío del pueblo se había apagado. Sólo oía vagamente la voz de mando de Agravaine, que se había hecho cargo de la situación. Enseguida volvería a salir para ayudar a los otros caballeros, pero antes tenía una misión que cumplir.

    Abrió las puertas de la gran sala y descubrió a Ginebra abrazada al yaciente Arturo, frotando una y otra vez contra su mejilla la mano de la cicatriz y con la cara bañada en lágrimas. Lancelot titubeó, indeciso entre avanzar o retirarse.

    Al oír el ruido de la puerta, Ginebra volvió la cabeza y lo vio de pie en el vano.

    —No podemos hacer nada -dijo con la voz quebrada-. Sus heridas son incurables.

    Lancelot advirtió que habían taponado las heridas del monarca con unas compresas de gasa, pero ya estaban empapadas de sangre. Todo el mundo conocía y temía el poder mortífero de las ballestas de Gore. El milagro era que Arturo continuase vivo y consciente. Tenía el rostro ceniciento por la inminencia de la muerte, pero aún le quedó un resquicio de voluntad para fijar la mirada en el hombre que contemplaba la escena desde la puerta.

    Apresado por aquellos ojos, Lancelot entró en la sala y se arrodilló al lado del rey.

    —Señor, os traigo buenas noticias. Malagant ha muerto y sus tropas se han rendido. Ahora mismo, mientras os doy el parte, se están apagando los últimos incendios. -Lancelot tomó la otra mano de Arturo entre las suyas.

    El soberano asintió casi imperceptiblemente. Su garganta se abultó al esforzarse en hablar...

    —No tenía ninguna duda -susurró. Se produjo un breve silencio mientras reunía fuerzas-. Lancelot...
    —Decidme, milord.
    —¿Está mi es... espada todavía a mi lado?

    Lancelot tocó la ornamentada empuñadura del arma.

    —Sí, milord.
    —La confío a tu custodia.

    Lancelot miró a Ginebra y de nuevo a Arturo. Acababan de conferirle un gran honor, pero que llevaba implícita una grave responsabilidad. No se atrevió a vacilar, porque la muerte del rey era inminente. Sin pensar, dejándose guiar por el mismo instinto que hacía su esgrima tan portentosa, empuñó la espada y la extrajo de la vaina.

    Arturo esbozó la sombra de una sonrisa al separarse de su acero.

    —Mi último y más fiel caballero. -Su voz no era más que un vano balbuceo-. Tú eres el futuro... el futuro de Camelot.

    Exhausto, se recostó. Ginebra dejó escapar un grito ahogado. Temiendo que su esposo hubiera muerto, lo estrechó entre sus brazos y lo apretó con fuerza, indiferente a la sangre que le manchaba el vestido. Lo besó en la cara, en la barba, en los labios.

    Los párpados de Arturo titilaron, y sus ojos vidriosos buscaron los de Ginebra, en los que vio el llanto de la ternura y el desconsuelo.

    —La tibieza del sol -dijo con un repentino vigor en la voz-. Ahora la siento... mi amor. -La última palabra se extinguió en un suspiro, y su cabeza cayó laxa en el regazo de su esposa. Ella se ovilló sobre él, sollozando.

    Lancelot se levantó. Admiró la espada que tenía en la mano, Excalibur, el símbolo de Camelot, legada por un rey como el mundo no volvería a conocer jamás. Sin embargo, ese mismo rey agonizante había puesto a su cuidado el acero real. Despacio, con actitud reverente, Lancelot lo envainó.


    Acudió todo el pueblo de Camelot. Cientos y cientos de personas se congregaron en la orilla del lago para despedir a su soberano. El cielo estaba encapotado, un halo de blanca luminosidad señalaba el emplazamiento del sol y una helada brisa rizaba la superficie del agua.

    Atracada en el borde había una balsa, armada con troncos de abedul joven recientemente talados. Las ramas habían sido cortadas y atadas en haces que a su vez se hallaban apilados en torno a un montón de retama seca. Sobre ésta se extendía el lienzo mortuorio, de una seda violácea, que debía constituir la última morada de Arturo, Rey Supremo de Camelot. La guardia real vestía la librea azul y plata y, en posición de firmes, formaba un amplio semicírculo junto a la orilla. Cerca de la balsa se hallaban los miembros del Gran Consejo, el gobierno vigente en Camelot. Había severidad en los rostros, pero la emoción hervía en los corazones.

    Ginebra, muy austera con una almilla de terciopelo negro y una falda de la real seda púrpura, se arrodilló al lado de Arturo y posó la mano en aquéllas otras tan frías que reposaban ahora entrelazadas, a la vez que miraba su rostro por última vez. Estaba plácido en la muerte, como si nunca hubiera cruzado sus anchas sienes un pensamiento turbador.

    Enfrente de Ginebra, Lancelot, como depositario de la espada real, ofició el ritual de cubrir el cadáver de Arturo con una mortaja también de paño púrpura que sólo dejó a la vista el rostro del monarca.

    —Es la hora -dijo suavemente a Ginebra.

    Ella miró a los congregados en la ribera y asintió. Se inclinó sobre su esposo, besó la helada frente y se puso de pie. Tenía el dobladillo del vestido mojado, pero no notó el peso de la tela empapada.

    Lancelot empuñó la espada Excalibur y cortó el cabo del amarre. Unas minúsculas olas agitaron el agua y, llevada por su impulso, la balsa comenzó a derivar lago adentro. El flujo de la corriente atrapó la nave fúnebre y comenzó a arrastrarla hacia el mar.

    Entre la guardia real, un cordón de arqueros colocó en sus arcos unas flechas de fuego y, obedeciendo a la seña de Agravaine, las lanzó hacia el cielo. Algunas erraron el blanco, pero la mayor parte de ellas cayó en la balsa. La retama y la leña del túmulo se encendieron al instante y las llamas crepitaron desprendiendo volutas de humo similares a incienso y unas chispas que zumbaron como flamantes luciérnagas.

    Lancelot mantuvo en alto la espada real, presentando la empuñadura hacia el lago. Uno tras otro, los caballeros desenvainaron sus aceros y lo imitaron. El sol se filtró entre las nubes y las cruces de los puños relumbraron en un saludo postrero al rey caído. Aquéllos que se hallaban en la orilla, contemplando la ardiente pira, creyeron oír la voz de Arturo susurrando en el viento:

    —Camelot vive.


    Fin

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