ALGO NUNCA VISTO (Isaac Asimov)
Publicado en
junio 01, 2014
El banquete mensual de los Viudos Negros había llegado a un punto en que ya nada quedaba del asado, salvo una salchicha y un trozo de hígado intacto que resaltaba en el plato de Emmanuel Rubin. Fue entonces cuando las voces se alzaron en un combate homérico.
Rubin, indudablemente enfurecido por la presencia del hígado, afirmaba en forma más categórica que de costumbre:
—La poesía es sonido. La poesía no se mira. No me importa si una cultura pone énfasis en el ritmo, la aliteración, el equilibrio o la cadencia. Todo se reduce al sonido, al final.
Roger Halsted nunca levantaba la voz, pero se podía saber siempre su estado emocional por el color de su alta frente. En ese preciso momento era de un rosado intenso que se extendía más allá de la línea que en alguna época marcaba el nacimiento del cabello.
—¿De qué sirve hacer generalizaciones, Manny? —dijo—. En primer lugar, no hay generalización que, por lo común, sirva sin un inexpugnable sistema de axiomas. La literatura...
—Si me vas a hablar del verso figurativo —dijo Rubin enardecido— puedes ahorrarte el esfuerzo. Son tonterías victorianas.
—¿Qué es el verso figurativo? —preguntó Gonzalo con apatía—. ¿Lo está inventando él, Jeff? —Agregó un toque al cabello desordenado de su caricatura del invitado de esa noche, Waldemar Long, quien desde el comienzo de la cena, había comido sumido en un silencio melancólico, si bien era evidente que no se perdía palabra.
—No —dijo Geoffrey Avalon juiciosamente—, aunque no me extrañaría que Manny inventara algo de ser ésa la única manera que tuviera de ganar una discusión. Un verso figurativo es aquel en que las palabras o líneas están dispuestas tipográficamente de manera de producir una imagen visual que refuerce el efecto. La Cola del Ratón, en Alicia en el País de las Maravillas, es el ejemplo más conocido.
Con su voz suave, Halsted no podía competir en esa gritería donde reinaba la ley de la selva, de modo que comenzó a golpear rítmicamente su cuchara contra la jarra de agua hasta que los decibeles bajaron.
—Seamos razonables —dijo——. Lo que se discute no es la poesía en general, sino la quintilla como forma estrófica. Mi posición es ésta -la volveré a repetir, Manny-: que el valor de una quintilla no está dictado por el contenido. Es un error pensar que una quintilla debe ser pornográfica para ser buena. Es más fácil...
James Drake apagó la colilla de su cigarrillo, se retorció su pequeño bigote grisáceo y dijo con voz ronca:
—¿Por qué llamas pornográfica a la quintilla pornográfica? La Corte Suprema no te daría la razón.
—Porque es una palabra que por lo menos entienden —dijo Halsted—. ¿Qué quieres que diga? ¿Una quintilla "sexual-excretora-blasfema-miscelánea-y-generalmente-irrespetuosa"?
—Vamos, Roger, continúa. Di lo que tienes que decir y no dejes que te provoquen —dijo Avalon, y sus cejas espesas se fruncieron severamente en dirección al resto de la mesa—. Déjenlo hablar.
—¿Por qué? —dijo Rubin—. No tiene nada que decir... Está bien, Jeff. Habla, Roger.
—Muchas gracias a todos —dijo Halsted con el tono dolorido de quien finalmente ha logrado que se reconozcan las injusticias cometidas contra él—. El valor de una quintilla reside en lo inesperado del último verso y en la habilidad de la rima final. En realidad, sucede que el contenido irrespetuoso o pornográfico puede parecer valioso en sí mismo y requerir menos habilidad... y producir una quintilla menos buena como quintilla. Es posible, sin embargo, disfrazar la rima con convenciones ortográficas.
—¿Qué? —dijo Gonzalo.
—Con la ortografía —dijo Avalon.
—Y entonces —continuó Halsted—, al mirar la ortografía, y después de ese momento de demora necesario para comprender el sonido, el encanto de los versos aumenta. Pero en esas condiciones uno ha de ver la quintilla. Si uno simplemente la recita, el efecto se pierde.
—Digamos que nos das un ejemplo —dijo Drake.
—Ya sé a qué se refiere —dijo Rubin a gritos—. Es como escribir TVO para decir "te veo".
—¿Tenemos que seguir con estas idioteces? —preguntó Trumbull.
—Creo que ya comprendieron lo que quise decir —dijo Halsted—. El humor puede ser visual.
—Entonces, a otra cosa —dijo Trumbull—. Ya que soy yo el que preside esta noche, voy a dar una orden... Henry, ¿dónde está ese maldito postre?
—Aquí está, señor —dijo Henry pausadamente, y sin inmutarse por el tono de Trumbull, levantó los platos y repartió la tarta de grosellas.
El café ya había sido servido cuando el invitado de Trumbull dijo en voz más bien baja:
—Prefiero té, por favor.
El invitado tenía un largo labio superior y una barbilla igualmente larga. Su cabello era abundante y desordenado, pero su rostro era lampiño y caminaba con los hombros inclinados y el balanceo de un oso. Cuando fue presentado, sólo Rubin dio señales de reconocerlo.
—¿No está usted en la NASA? —había dicho.
Waldemar Long había respondido con un "sí", alarmado como si lo hubieran sacado de un resignado estado de semi-anonimato. Había fruncido el ceño, y lo volvía a fruncir ahora mientras Henry servía el té y desaparecía discretamente en el fondo.
—Creo que ha llegado el momento de que nuestro invitado entre en la discusión y de que ponga algo de sentido en lo que ha sido una noche extraordinariamente idiota —dijo Trumbull.
—No, está bien, Tom —dijo Long—. No me importa la frivolidad. —Tenía una voz hermosa, profunda, con un claro matiz de tristeza—. No tengo condiciones de charlista, pero me gusta escuchar.
Halsted, todavía resentido por el asunto de las quintillas, dijo con súbita energía:
—Sugiero que Manny no sea el que conduzca el interrogatorio en esta ocasión.
—¿No? —dijo Rubin alzando su barba belicosamente.
—No. Te dejo decidir a ti, Tom. Si Manny interroga a nuestro invitado, seguramente hará surgir el tema del programa espacial de la NASA. Entonces tendremos que volver a la misma discusión que hemos tenido mil veces. Estoy cansado de todo el asunto del espacio y de si deberíamos estar en la Luna o no.
—No tan cansado como yo —dijo Long, en forma más bien inesperada—. Preferiría no hablar de ningún aspecto de la exploración espacial.
La categórica respuesta pareció enfriar los ánimos de todos los presentes. Incluso Halsted pareció momentáneamente desconcertado en cuanto a que fuese posible hablar de otro tema con una persona de la NASA.
—Deduzco, Dr. Long, que ésta es una actitud que usted ha adoptado últimamente, hace poco —dijo Rubin.
Long volvió la cabeza lentamente hacia Rubin y entrecerró los ojos.
—¿Por qué dice eso, Sr. Rubin?
En el pequeño rostro de Rubin se dibujó una sonrisa bastante fatua.
—Elemental, mi querido Long. Usted estuvo en el crucero que viajó para presenciar el lanzamiento del Apolo el invierno pasado. Fui invitado como representante literario de la comunidad intelectual, pero no pude ir. Recibí, sin embargo, toda la información de promoción y noté que usted estaba incluido. Iba a dar una conferencia sobre algún aspecto del programa espacial, no recuerdo cuál, y lo hacía como voluntario. De modo que su desencanto debe de haber surgido en los seis meses que siguieron a ese crucero.
Long asintió levemente con la cabeza varias veces.
—Parece que más gente me conoce por mi vinculación con ese viaje que por todo lo demás que hice en mi vida. Ese maldito viaje me hizo famoso, también.
—Iré más allá —dijo Rubin entusiasmado—. Podría decir que algo sucedió en ese crucero que lo desilusionó respecto de la exploración espacial, quizás hasta el extremo de estar pensando en dejar la NASA y dedicarse a otro trabajo totalmente diferente.
Long lo miraba ahora fijamente. Apuntó a Rubin con un dedo, un largo dedo que no mostraba señales de vacilación, y dijo:
—No juegue conmigo. —Luego, con un enojo contenido, se levantó de su asiento y añadió—: Lo siento, Tom. Gracias por la comida, pero me voy.
Todos se levantaron de inmediato, hablando simultáneamente; todos excepto Rubin, que permaneció sentado con una expresión de aturdido asombro.
La voz de Trumbull se alzó por encima de los demás.
—Espera un momento, Waldemar. ¡Maldición! ¿Quieren sentarse, todos ustedes? Tú también, Waldemar. ¿Qué diablos sucede? Rubin, ¿qué pasa?
Rubin bajó la mirada hacia su taza de café vacía y la levantó como deseando que hubiera café para poder demorar las cosas tomando un sorbo.
—Sólo estaba señalando una secuencia lógica —dijo—. Después de todo, escribo obras de misterio. Pero parece que puse el dedo en la llaga. —Luego, agradecido, dijo—: Gracias, Henry. —Este llenaba ya su taza hasta el borde.
—¿Qué secuencia lógica? —preguntó Trumbull.
—Bueno, aquí está: el Dr. Long dijo "Ese maldito viaje me hizo famoso, también", y acentuó el "también". Eso significa que además tuvo algún otro efecto; y ya que estábamos hablando de su disgusto hacia todo el tema de la exploración espacial, deduje que el otro efecto había sido producir en él esa aversión. Por su actitud supuse que sería lo suficientemente fuerte como para hacer que dejara su trabajo. Eso es todo.
Long volvió a asentir con los mismos movimientos anteriores, leves y ligeros, y luego se echó hacia atrás en su silla.
—Está bien. Lo siento, Sr. Rubin. Reaccioné demasiado rápido. El hecho es que dejaré la NASA. En la práctica ya lo he hecho... He salido a puntapiés. Eso es todo... Cambiemos de tema. Tom, dijiste que venir aquí me sacaría de mi depresión, pero no ha resultado así. Mi estado de ánimo más bien los ha contagiado a todos y he sido un aguafiestas. Perdónenme, todos ustedes.
Avalon llevó un dedo a su elegante bigote y lo acarició cuidadosamente.
—En realidad, señor —dijo—, nos ha proporcionado algo que nos gusta más que nada: la oportunidad de ser curiosos. ¿Podemos interrogarlo sobre el tema?
—No es algo de lo que pueda hablar libremente —dijo Long con precaución.
—Puedes hacerlo si quieres, Waldemar —dijo Trumbull—. No tienes por qué dar detalles confidenciales; pero, en cuanto se refiere a lo demás, todo lo que se dice en esta habitación se mantiene en secreto. Y, como siempre agrego cuando considero necesario afirmarlo, el secreto incluye a nuestro estimado amigo Henry.
Henry, de pie cerca del aparador, sonrió apenas. Long dudó, pero luego dijo:
—En realidad, es fácil satisfacer la curiosidad de ustedes, y sospecho que al menos el Sr. Rubin, con su aptitud para adivinar ya ha deducido los detalles. Se sospecha que he sido indiscreto, ya sea deliberadamente o por descuido, y en ambos casos puede ser que -no en forma oficial, aunque no por eso de manera menos definitiva- en lo sucesivo me aparten de cualquier cargo en el campo de mi especialidad.
—¿Se refiere a que lo pondrán en la lista negra? —dijo Drake.
—Esa es una palabra —reconoció Long— que nunca se usa, pero se trata precisamente de eso.
—Supongo que no fue indiscreto —dijo Drake.
—Por el contrario, lo fui. —Long sacudió la cabeza—. Nunca lo he negado. El problema es que creen que la historia es mucho peor de lo que digo.
Hubo otra pausa y luego, Avalon, hablando en su tono más impresionantemente severo, dijo:
—Bien, señor, ¿qué historia? ¿Hay algo que nos pueda contar o no puede agregar nada más a lo que ya ha dicho?
Long se pasó la mano por la cara y luego apartó su silla de la mesa para poder apoyar la cabeza contra la pared.
—No tiene nada de sorprendente. Iba en ese crucero, como le dije al Sr. Rubin. Iba a dar una conferencia sobre ciertos proyectos espaciales y tenía planeado entrar en los detalles de lo que se estaba haciendo exactamente en ciertas fascinantes direcciones. No puedo darles esos detalles, según aprendí en la práctica. Algo de ese material era clasificado, pero se me dijo que podía hablar sobre él. Entonces, el día anterior a mi conferencia recibí una llamada por radio para avisarme que todo el asunto se cancelaba. No habría ninguna desclasificación. Estaba furioso. No tengo por qué negar que tengo mal genio y también muy poca aptitud para improvisar una conferencia. Había escrito cuidadosamente la charla y mis intenciones eran leerla. Sé que no es un buen modo de dictar una conferencia, pero es lo mejor que puedo hacer. Ahora no tenía nada que decir a esa gente que había pagado una considerable cantidad de dinero por escucharme. Estaba en una posición terriblemente embarazosa.
—¿Qué hizo? —preguntó Avalon. Long sacudió la cabeza.
—Dirigí un torneo de preguntas y respuestas, más bien patético, al día siguiente. No salió nada bien. Fue peor que no dar la conferencia, simplemente. En ese momento yo ya sabía que estaba metido en serios problemas.
—¿De qué manera, señor? —preguntó Avalon.
—Si quieren lo más entretenido, aquí está. No soy exactamente muy conversador en las comidas, como quizás hayan notado; pero cuando fui a comer, después de haber recibido la llamada, supongo que era la imitación pasable de un cadáver con una expresión de enojo en el rostro. El resto intentó hacerme entrar en la conversación, aunque sólo fuera para evitar que contagiara la atmósfera, supongo. Finalmente, uno de ellos dijo: "Bien, Dr. Long, ¿sobre qué hablará mañana?" Y yo estallé y dije: "¡De nada! ¡De nada en absoluto! Tengo toda la conferencia escrita, guardada en el escritorio de mi camarote y no puedo darla simplemente porque acabo de saber que el material todavía es clasificado".
—¿Y entonces alguien le robó la conferencia? —preguntó Gonzalo excitado.
—No. ¿Para qué robar nada en estos días? Fue fotografiada
—¿Está seguro?
—Desde el principio estuve seguro. Cuando regresé a mi camarote, después de la comida, la puerta estaba abierta y habían movido los papeles. Desde entonces, tenemos pruebas de que así fue. Tenemos pruebas de que la información se ha filtrado.
Después de eso hubo un pesado silencio. Luego, Trumbull dijo:
—¿Quién pudo haberlo hecho? ¿Quién lo oyó?
—Todos los que estaban en la mesa —dijo Long, abatido.
—Usted tiene una voz poderosa, Dr. Long —dijo Rubin— y si estaba tan enojado como pienso, debió de haber hablado violentamente. Probablemente un buen número de personas de las mesas contiguas hayan oído.
—No —dijo Long, sacudiendo la cabeza—. Hablé con los dientes apretados, no en voz alta. Además, ustedes no saben cómo fue ese crucero. La excursión fue mal organizada: mala promoción, mala dirección. El barco llevaba sólo el cuarenta por ciento de su capacidad y la compañía naviera supuestamente perdió con el negocio.
—En ese caso —dijo Avalon—, además de su desgraciada aventura, debió de haber sido una experiencia aburrida.
—Por el contrario. Hasta ese momento había sido muy agradable para mí y continuó siendo agradable para el resto, según creo. La tripulación era casi más numerosa que los pasajeros y el servicio era excelente. Todas las comodidades estaban disponibles sin amontonamientos. Nos distribuyeron a lo largo y ancho del comedor y estuvimos como en privado, En nuestra mesa éramos siete. "El siete de la suerte", dijo alguien al comienzo. —Por un momento la expresión sombría de Long se acentuó—. Ninguna de las mesas cercanas a la nuestra estaba ocupada. Estoy bastante seguro de que nada de lo que cualquiera de nosotros decía se escuchaba en otro lado, fuera de nuestra propia mesa.
—Entonces hay siete sospechosos —dijo Gonzalo, pensativamente.
—Seis, ya que no necesitan contarme a mí —dijo Long—. Yo sabía dónde estaba el papel y de qué se trataba. No tenía que escucharme yo mismo para saberlo.
—Usted está bajo sospecha también —dijo Gonzalo—. O así lo dejó entrever.
—No frente a mí mismo —dijo Long. Trumbull dijo de mal humor.
—Ojalá te hubieras dirigido a mí por esto. Waldemar —dijo Trumbull de mal humor—. Me he estado preocupando respecto a tu evidente mal aspecto durante estos meses.
—¿Qué hubieras hecho si te hubiese contado?
Trumbull pensó un momento.
—Te habría traído aquí, ¡maldita sea...! Bien, cuéntanos sobre los otros seis en la mesa. ¿Quiénes eran?
—Uno era el médico del barco: un holandés elegante con un imponente uniforme.
—Holandés tenía que ser —dijo Rubin—. El barco pertenecía a una línea Holandesa-Americana, ¿no es así?
—Sí. Los oficiales eran holandeses, y la tripulación -los camareros, los mozos y el resto- eran en su mayoría indonesios. Todos ellos habían tenido un curso acelerado de tres meses de inglés, pero nos comunicábamos generalmente por señas. No me quejo, sin embargo. Era gente agradable, trabajadora... y aun más eficientes por el hecho de que el número de pasajeros era considerablemente menor que el ordinario.
—¿Alguna razón para sospechar del doctor? —preguntó Drake.
Long asintió.
—Sospechaba de todos ellos. El doctor era un hombre que metía bulla sin cesar. Lo mismo que en esta mesa. Él y yo escuchábamos. Lo que he estado pensando acerca de él es que fue él quien me preguntó mi conferencia. Preguntar algo personal como eso, no era común en él.
—Puede ser que estuviera preocupado por usted en términos médicos. Puede ser que haya querido sacarlo de su depresión —dijo Halsted.
—¿Alguna razón para sospechar del doctor? —preguntó
—Quizá —dijo Long con indiferencia—. Recuerdo cada detalle de la comida; la he repasado muchas veces mentalmente. Fue una comida típica, de modo que a todos nos dieron sombreritos holandeses y se sirvieron platos indonesios especiales. Me puse el sombrero, pero odio la comida con curry, y el doctor me preguntó sobre la conferencia justo cuando me servían un platito de cordero con curry como hors d'oeuvre. Entre mi furia por la estupidez del gobierno y mi aversión al olor del curry, no pude menos que explotar. Si no hubiese sido por el curry, quizá... Sea como fuere, después de la comida descubrí que alguien había estado en mi camarote. El contenido de los papeles no era tan importante, fueran o no clasificados, sino que lo importante era que alguien hubiera actuado tan rápidamente. Alguien en el barco era parte de una red de espías y eso era más importante que el golpe mismo. Incluso, si esos papeles no eran importantes, los próximos podían serlo. Era fundamental informar sobre el asunto y como ciudadano leal así lo hice.
—¿No es el doctor un sospechoso lógico? —dijo Rubin—. Él hizo la pregunta y debió de haber estado esperando la respuesta. Puede ser que los otros no. Como oficial tenía que estar acostumbrado al barco como para llegar a su camarote rápidamente, y tener quizás un duplicado de su llave preparado. ¿ Tuvo oportunidad de llegar hasta su camarote antes que usted?
—Sí —dijo Long—. He pensado en todo eso. El problema es éste: todos en la mesa me oyeron, porque el resto habló sobre el sistema de clasificación por un rato. Yo me mantuve en silencio, pero recuerdo que surgió el tema de los papeles del Pentágono. Y todo el mundo sabía dónde estaba mi camarote porque había dado una pequeña fiesta para los de la mesa el día anterior. Y esas cerraduras son fáciles de abrir para cualquiera que tenga un poco de pericia aunque fue un error no cerrarla otra vez al irse. Pero quienquiera que haya sido, debió de haber estado apurado. Y así fue como sucedieron las cosas: todos los de la mesa tuvieron una oportunidad de ir hasta el camarote en el transcurso de la comida.
—¿Quiénes eran los otros, entonces? —preguntó Halsted.
—Dos matrimonios y una mujer soltera. La mujer -llamémosla Srta. Robinson- era bonita, un poco gordita; tenía un agradable sentido del humor, pero tenía el hábito de fumar durante la comida. Me parece que le gustaba bastante el doctor. Se sentaba entre nosotros dos. Siempre teníamos los mismos asientos.
—¿Cuándo se le presentó la oportunidad de llegar a su camarote? —preguntó Halsted.
—Se levantó poco después de hacer yo mi comentario. Estaba demasiado ensimismado en ese momento como para poder darme cuenta, pero por supuesto lo recordé más tarde. Regresó antes del alboroto provocado por el chocolate caliente, porque recuerdo que intentaba ayudar.
—¿A dónde dijo que iba?
—Nadie le preguntó en ese momento. Posteriormente se lo preguntaron y dijo que había ido al baño de su camarote. Quizá fue así, pero su cabina estaba bastante cerca de la mía.
—¿Nadie la vio?
—Nadie pudo. Todos estaban en el comedor, y para los indonesios todos los norteamericanos parecen iguales.
—¿Qué es eso del alboroto respecto al chocolate caliente que usted mencionó? —preguntó Avalon.
—Ahí es donde entra una de las parejas casadas. Llamémosle los Smith a una y los Jones a la otra, o al revés. No importa. El Sr. Smith era un tipo bullicioso. En realidad me recordaba a...
—¡Oh, Dios! —dijo Rubin—. No lo diga.
—Muy bien, no lo diré. Era uno de los conferenciantes. En realidad, tanto Smith como Jones lo eran. Smith hablaba rápido, se reía fácilmente, transformaba todo en algo de doble sentido y parecía disfrutar tanto de todo que hacía que el resto de nosotros también disfrutara. Era una persona muy extraña. El tipo de persona que a uno le disgusta instantáneamente sin poder evitarlo y que uno considera estúpida. Pero luego, cuando uno se acostumbra, uno se da cuenta de que, después de todo, nos gusta y que bajo las tonterías superficiales es extremadamente inteligente. Esa primera tarde, recuerdo que el doctor no podía dejar de mirarlo como si fuera un espécimen mental, pero al final del crucero parecía evidentemente satisfecho con Smith. Jones era mucho más tranquilo. Al principio parecía horrorizado con los comentarios de Smith, pero al final lo imitaba con gran descontento de Smith, según pude darme cuenta.
—¿Cuáles eran sus especialidades? —preguntó Avalon.
—Smith era sociólogo y Jones era biólogo. Se trataba de que la exploración espacial fuera analizada a la luz de muchas disciplinas. Era un buen criterio, pero mostró serias fallas en la práctica. Algunas de las charlas, sin embargo, fueron excelentes. Hubo una sobre el Mariner 9 y la nueva información sobre Marte, que fue soberbia; pero eso está fuera del tema. Fue la Sra. Smith quien creó toda la confusión. Era una chica medianamente alta, delgada, no muy seductora según los cánones comunes, pero con una personalidad extraordinariamente atractiva. Hablaba con voz suave y era evidente que vivía pensando en los otros en forma automática. Me parece que rápidamente todo el mundo le cobró afecto, y el mismo Smith parecía quererla mucho. La noche en que hablé demasiado, ella había ordenado chocolate caliente. Se lo sirvieron en un vaso alto, de pie delgado y, por supuesto, como detalle elegante, cometieron el error de traerlo en una bandeja. Smith, como de costumbre, hablaba animadamente moviendo los brazos al mismo tiempo. Usaba todos sus músculos al hablar. El barco se balanceó, él se balanceó... Bueno, el resultado fue que el chocolate caliente fue a dar a la falda de la Sra. Smith. Ella saltó. Todo el mundo lo hizo también, la Srta. Robinson se dirigió rápidamente a ayudarla. Noté eso y es por esto que sé que ya había regresado en ese entonces. La Sra. Smith rechazó toda ayuda y salió rápidamente. Smith, pareció de pronto confuso y trastornado, se arrancó el sombrero holandés que llevaba y la siguió. Cinco minutos después él estaba de vuelta, hablando animadamente con el jefe de los camareros. Luego se acercó ala mesa y dijo que la Sra. Smith lo había enviado para que le asegurara al camarero que todo lo que llevaba encima esa noche podía lavarse, que no le había sucedido nada, que no era culpa de nadie, que nadie debía ser criticado. Quería asegurarnos también a nosotros que se encontraba perfectamente bien. Nos pidió si podíamos quedarnos en la mesa hasta que su esposa regresara. Se estaba cambiando de ropas y quería volver a reunirse con nosotros para que nadie pensara que era algo terrible lo que había sucedido. Estuvimos de acuerdo, por supuesto, Ninguno de nosotros iba a ningún lado.
—¿Y eso significaría que tuvo tiempo de ir a su camarote? —inquirió Avalon.
Long hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, supongo que sí. No parecía ser el tipo, pero supongo que en este juego uno descarta las nuevas apariencias.
—¿Y todos esperaron?
—El doctor, no. Se levantó y dijo que iría a buscar un ungüento a su consultorio por si ella lo necesitaba para las quemaduras, pero regresó antes que ella. Uno o dos minutos antes.
Golpeando la mesa lentamente con el dedo para acentuar sus palabras, Avalon dijo:
—Y también puede haber estado en la cabina entonces. Y la Srta. Robinson también puede haber estado cuando se marchó, antes del incidente del chocolate caliente.
—¿Dónde entran los Jones en todo esto? —preguntó Rubin.
—Déjenme continuar. Cuando la Sra. Smith regresó, dijo que no se había quemado, de modo que el doctor no tuvo necesidad de darle el ungüento. No podemos decir, en consecuencia, si realmente había ido a buscarlo. Puede ser que haya sido una treta.
—¿Y si ella se lo pedía? —dijo Halsted.
—Entonces él podría haber dicho que no pudo encontrar lo que buscaba, pero que si ella quería acompañarlo trataría de hacer lo que pudiera. ¿Quién sabe? En todo caso, todos permanecimos sentados un rato como si nada hubiera sucedido, hasta que, finalmente, nos separamos. Para ese entonces, la nuestra era la última mesa ocupada del comedor. Todos se marcharon excepto la Sra. Jones y yo, que nos quedamos atrás.
—¿La Sra. Jones? —preguntó Drake.
—No les he contado sobre la Sra. Jones. Cabello y ojos oscuros, muy vivaces. Le gustaban los quesos fuertes, siempre sacaba un pedacito de cada uno cuando pasaban la bandeja. Tenía un modo de mirarlo a uno mientras hablaba que lo convencía de que era lo único que veía. Creo que Jones era un tipo celoso, aunque calladamente. Por lo menos, nunca lo vi a menos de un metro de distancia de ella excepto esta vez. Se levantó y dijo que iba a su camarote y ella dijo que iría enseguida. Luego se volvió hacia mí y dijo: "¿Puede explicarme la importancia de esas impresionantes terrazas de hielo en Marte? He estado pensando en preguntárselo durante toda la comida y no tuve la oportunidad". Ese día habíamos oído una magnífica conferencia sobre Marte y me sentí más bien halagado de que se dirigiera a mí y no al astrónomo que había dado la charla. Parecía como si ella diera por sentado que yo sabía tanto como él. De manera que hablé un rato con ella. Pero la mujer no dejaba de decir: "¡Qué interesante!"
—Y mientras tanto, Jones pudo haber estado en su camarote —dedujo Avalon.
—Es probable. En eso pensé después, porque no era la manera de ser habitual en ellos, al separarse.
—Resumamos, entonces —dijo Avalon—. Hay cuatro posibilidades: la Srta. Robinson puede haberlo hecho cuando se marchó antes del incidente del chocolate caliente. Los Smith pueden haberlo hecho juntos: el Sr. Smith volcando el chocolate deliberadamente, de modo que la señora pudiera hacer el trabajo sucio. El doctor pudo haberlo hecho mientras iba a buscar el ungüento. Y los Jones pudieron haberlo hecho en equipo: Jones, la parte riesgosa, mientras su esposa mantenía al Dr. Long fuera de acción.
—Todo esto fue considerado —asintió Long— y cuando el barco regresó a Nueva York, los agentes de seguridad habían comenzado el proceso de revisar los antecedentes de los seis. Ustedes saben que, en casos como éstos, todo lo que se necesita es sospechar. El único modo de que un agente secreto pueda mantenerse oculto es no levantando sospechas. Una vez que la mirada del contraespionaje se posa sobre él, será inevitablemente desenmascarado. Nadie puede sobrevivir a una investigación exhaustiva.
—Entonces, ¿cuál de ellos resultó ser? —preguntó Drake. Long suspiró.
—Ahí es donde surgió el problema. Ninguno de ellos. Todos limpios. Creo que no hubo manera de demostrar que alguno de ellos fuese otra cosa que lo que parecía ser.
—¿Por qué dice que "cree"? ¿No participó en la investigación? —inquirió Rubin.
—Pero en el otro bando. Mientras más limpios parecían esos seis, más dudoso parecía yo. Les dije a los investigadores -tuve que decirles- que esos seis eran los únicos que podían haberlo hecho; y que si ninguno de ellos lo había hecho debían sospechar que había inventado la historia para esconder algo peor.
—¡Oh, qué diablos Waldemar! —intervino Trumbull—. No pueden creer eso. ¿Qué ganarías tú informando sobre el incidente si fueras el responsable?
—Eso es lo que no saben —dijo Long—. Pero la información se filtró, y si no pueden achacárselo a ninguno de los seis, me acusarán a mí. Y mientras más les intrigan mis motivos, más piensan que esos motivos deben de ser indudablemente muy inquietantes. De modo que estoy en un problema.
—¿Está seguro de que esos seis son las únicas posibilidades? ¿Está seguro de que no se la mencionó a nadie más? —preguntó Rubin.
—Totalmente seguro —dijo Long, secamente.
—Puede ser que no la recuerde —dijo Rubin—. Puede ser que haya sido algo muy casual. ¿Puede estar seguro de no haberlo hecho?
—Puedo estar seguro. La llamada por radio llegó no mucho antes de la comida. Simplemente no hubo tiempo de contárselo a nadie antes de la comida. Y una vez que me levanté de la mesa, volví al camarote sin cruzar una palabra con ninguna persona. Con nadie.
—¿Quién lo escuchó mientras recibía la llamada? ¿Quizás había algún curioso?
—Había algunos oficiales del barco a mi alrededor, por supuesto. Sin embargo, mi jefe se expresó en clave. Yo sabía lo que quería decir, pero nadie más.
—¿Y usted también se expresó en clave? —preguntó Halsted.
—Le diré exactamente lo que dije: "Hola, Dave". Luego dije: "¡Maldita sea, váyanse al infierno!" Y luego colgué. Esas siete palabras. Nada más.
Gonzalo juntó repentinamente las manos en un aplauso entusiasta.
—Escuchen lo que ha pasado. ¿Por qué tiene que ser un trabajo tan planeado? Pudo haber sido espontáneo. En resumidas cuentas, todo el mundo supo que se haría esa excursión y que gente conectada con la NASA hablaría y que podía haber algo interesante. Alguien -pudo haber sido, cualquiera- se lo pasó registrando diariamente diversos camarotes durante las horas de las comidas, hasta que finalmente se encontró con su conferencia.
—No —dijo Long decididamente—. Sobrepasa los límites de lo posible. Suponer que alguien haya podido hallar mi ensayo, por mera casualidad, una o dos horas después de haber dicho yo que tenía material clasificado en mi escritorio. Además no había nada en los papeles que pudiera dar algún indicio de su importancia a los no versados. Fue solamente mi comentario lo que pudo indicar a alguno de los presentes que eso era importante.
—Suponga que una de las personas en la mesa dio la información sin malas intenciones —dijo Avalon pensativamente—. Al levantarse de la mesa pudieron haberle dicho a alguien: "¿Oyó lo que le pasa al pobre Dr. Long? Se quedó sin tema para su conferencia". Entonces ese alguien, quienquiera que sea, pudo haberlo hecho.
—Ojalá hubiera sido así, pero no es posible. Habría sucedido sólo si ese individuo en particular fuera inocente. Si los Smith eran inocentes cuando dejaron la mesa, lo único que tendrían en la cabeza sería el chocolate caliente. No se habrían detenido a conversar. El doctor estaría pensando sólo en conseguir el ungüento. Cuando Jones se levantó de la mesa, suponiendo que fuera inocente, se habría olvidado totalmente del asunto. De haber hablado, se habría referido al chocolate caliente también.
—Muy bien. ¿Y la Srta. Robinson? —gritó de pronto Rubin—. Ella se levantó antes del incidente del chocolate. Lo único interesante que podía preocuparla sería lo que le pasaba a usted. Tal vez ella haya dicho algo.
—¿Cree usted? —dijo Long—. Si es inocente, tiene realmente que haber hecho lo que dijo, es decir, ir al baño de su camarote. Si tuvo que dejar la mesa para hacerlo, debió de haber sido algo urgente; y en esas circunstancias nadie se detiene a chismear sin ton ni son.
Hubo un silencio alrededor de la mesa.
—Estoy seguro de que la investigación continuará —dijo Long— y que al cabo surgirá la verdad y se verá claramente que sólo he sido culpable de una desafortunada indiscreción. Para entonces, sin embargo, mi carrera estará arruinada.
—Dr. Long —dijo una voz suave—, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Soy Henry, señor. Los caballeros de la organización, los Viudos Negros, a veces me permiten participar...
—¡Diablos, Henry! ¡Sí! —dijo Trumbull—. ¿Ve usted algo que el resto de nosotros no ve?
—No estoy seguro —dijo Henry—. Lo que veo claramente es que el Dr. Long cree que sólo las seis personas de la mesa pueden estar implicadas, y que los que investigan el asunto aparentemente están de acuerdo con él...
—No hay forma de no estarlo —dijo Long.
—Entonces, bien —dijo Henry—. Me pregunto si usted, Dr. Long, les mencionó a los investigadores su opinión respecto del curry.
—Creo que quizá sí, señor —dijo Henry—. Creo que nos encontramos en la misma situación que el Sr. Halsted refirió anteriormente, esta noche, a propósito de las quintillas. Algunas quintillas, para que surtan efecto, deben poder verse, pues el sonido no es suficiente. Y algunas escenas, para que sean eficaces, también deben poder verse.
—No entiendo —dijo Long.
—Bien, Dr. Long. Usted estaba sentado allí, en el corredor del barco, con otras seis personas, y por lo tanto sólo esas otras seis personas lo oyeron. Pero si pudiéramos ver la escena en lugar de que usted nos la describa, podríamos ver claramente algo que usted omite.
—No, no podrían —dijo Long empecinado.
—¿Está seguro? —preguntó Henry—. Ahora también está sentado junto a seis personas, en esta mesa, igual que en el barco. ¿Cuántas personas escuchan su historia?
—Seis —comenzó a decir Long. Y entonces Gonzalo interrumpió.
—Siete, contándolo a usted, Henry.
—¿Y no había nadie que sirviese la mesa, Dr. Long? Usted dijo que el doctor le preguntó sobre la conferencia justo cuando le servían el cordero con curry y que fue el olor de éste lo que le molestó hasta el punto de dejar escapar su indiscreción. No creo que el cordero se haya colocado por sí solo frente a usted. El hecho es que, en el momento en que usted hacía esa afirmación, había seis personas en la mesa, ante usted, y una séptima de pie a sus espaldas y fuera de la vista.
—El camarero, —dijo Long en un susurro.
—Hay una tendencia a ignorar completamente al camarero —dijo Henry—, a menos que nos moleste. El camarero eficiente pasa inadvertido y usted mencionó que el servicio era excelente. ¿No pudo ser él quien dispuso cuidadosamente el accidente del chocolate caliente para crear una distracción; o quizás el que sacó provecho de la distracción si realmente fue un accidente? Al haber muchos camareros y pocos comensales, puede ser que no se notara si él desaparecía por un rato. O podría haber dicho que se ausentó al excusado en caso de que realmente lo notaran. Sabría la ubicación del camarote tan bien como el doctor y tendría probablemente una ganzúa.
—Pero era un indonesio —observó Long—. No sabía hablar bien el inglés.
—¿Está seguro? Había asistido aun curso acelerado de tres meses, según dijo usted. Y puede ser que supiese inglés mejor de lo que decía saber. Usted está dispuesto a reconocer que, en el fondo, la Sra. Smith no era tan dulce y amable como parecía, y que la vivacidad de la Sra. Jones era una falsa apariencia, así como la respetabilidad del doctor, el buen humor de Smith, el afecto de Jones y la necesidad de ir al baño de la Srta. Robinson. ¿No podría ser que esa ignorancia del inglés que parecía tener el camarero fuese simulada?
—¡Dios mío! —dijo Long mirando su reloj—. Si no fuera tan tarde llamaría a Washington ahora.
Trumbull dijo.
—Si conoces los números particulares de esa gente, llama ahora —dijo Trumbull—. Es tu carrera. Diles que deben investigar al camarero; y, por amor de Dios, no les digas que la idea te la dio otro.
—¿Qué les diga que acabo de pensar en eso? Me preguntarán por qué no pensé en eso antes.
—Pregúntales por qué no lo pensaron ellos. ¿Por qué no pensaron que el camarero va con la mesa?
—No hay razón para que nadie piense en ellos. Sólo muy poca gente se interesa tanto en los camareros como yo —concluyó Henry lentamente.
Fin