Publicado en
mayo 04, 2014
Lupe tuvo muchos amantes, algunos casados... "Son los peores" , le dijo a la tía Eulogia. "Con ellos todo es a media cortina, a medianoche, a medio motel, a medio camino entre la legalidad y el pecado"...
Por Elizabeth Subercaseaux.
De todas las amigas de Eulogia, Lupe era la más experimentada. Su marido se fue con la secretaria —una historia común y corriente, y aburrida— y a los 32 años se vio un día en la casa de su abuela recibiendo a un abogado que venía con los papeles legales donde se decía que su romance, su luna de miel, los siete años que vivieron juntos, los sueños, lo que construyeron y destruyeron, los tres hijos y todo lo demás, quedaba nulo. Ella firmó porque el marido fue bien claro cuando le dijo por teléfono: "Si no firmas, no verás nunca más un peso". Y así fue como de la noche a la mañana se encontró sola, con tres niños a cuestas, ingresando al "club de las divorciadas".
A los 40 era experta en casi todo y cada vez que las amigas se veían en una encrucijada, la consultaban. Y como en las encrucijadas siempre había un hombre, la consultaban a cada rato.
Hasta que conoció al amante ecologista, Lupe atravesó por todos los infiernos. "Tener un amante casado con otra mujer es uno de los peores dolores de cabeza, Eulogia, es la jaqueca del alma", le decía. "Es mil veces preferible estar sola a estar con un casado. Aparte de que es violento y triste, casi siempre terminan siendo relaciones truncadas, mentirosas, clandestinas. La luz del día no se hizo para esos amantes. Todo es a media cortina, a medianoche, a medio motel, a medio camino entre la legalidad y el pecado. ¡Atroz! Y el amante casado está siempre mirando la hora con estupor y el teléfono con espanto. No se lo deseo ni a mi peor enemiga".
—¿Para qué te metes con un casado? —preguntaba la tía Eulogia.
Y Lupe, entonces, le explicaba. Claro, era fácil decirlo, pero ella estaba sola, andaba por la vida amargada, viendo parejas felices en cada esquina, y los sábados iba al cine sin compañero (porque no tenía) y regresaba a su casa en bus (tampoco tenía auto). O se quedaba en la casa acompañada de Don Francisco y una vez que terminaba Sábado gigante deambulaba de pieza en pieza o alquilaba una película que miraba comiendo chocolates (como Bridget Jones)... y así, vulnerable como estaba, no era nada raro que se agarrara del primer perejiliento que le guiñara un ojo, casado o no casado. En momentos así, aquella era la última pregunta que se formulaba.
A Lupe le costó un mundo encontrar a un hombre a la medida de su alma. Y se quejaba constantemente:
—Ay, Dios mío, en este país, como en casi toda Latinoamérica (donde el 50 por ciento de los posibles candidatos está dedicado a hacerse rico, y el otro 50 a resultar ganador en la próxima elección de congresistas), es difícil encontrar a un hombre lindo, con manos de pianista y corazón de poeta, que no tenga todo su interés puesto en la plata.
Los amantes que desfilaron por su vida quedaron consignados en un cuaderno que se pasaban de mano en mano entre las amigas. Era una especie de biblia del amor, del mal amor y el desamor que consultaban cuando viniera el caso. Con toda minuciosidad y sin omitir detalles, Lupe había escrito sus aventuras y cada amante estaba debidamente clasificado.
Estaba el amante millonario que no confiaba en nadie (en Lupe menos que nadie), porque tenía el complejo de que la gente solo lo quería por sus millones; estaba el amante pobretón, que era justamente lo contrario, confiaba en medio mundo, le pedía plata prestada al mendigo de la esquina, nunca tenía un peso para devolver nada, era un encanto, medio chiflado, pero completamente inoperante. Otro de sus amantes tenía como único objetivo ser igual a Míster Piernas, su instructor del gimnasio; se la pasaba trotando, levantando pesas y pedaleando en una bicicleta inmóvil, pero como nunca lograba parecérsele se deprimía y tomaba antidepresivos que lo dejaban impotente. ¿Qué hace una mujer con un amante así?
Uno de los peores fue el del celular. El hombre lo llevaba a todas partes, siempre encendido. Entraba al cine, a los restaurantes, a la misa del domingo, a donde fuera con el celular listo para molestar a medio mundo. Y para colmo hablaba en voz alta, como si al resto le interesara algo de lo que él estaba hablando. Lupe llegó a odiar ese aparatito impertinente casi más que a su dueño. Una noche de Luna llena (todo muy romántico) iban atravesando un puente del río Mapocho, en Santiago. Corría una brisa fresca. Era la primavera. Diosa del amor. Cupido andaba haciendo de las suyas y el amante del celular había escogido esa noche para pedirle matrimonio. Adivinando sus intenciones, Lupe se había echado un perfume especial. Todo indicaba que sería una noche de esas que no dan ganas de olvidar. Iban atravesando, como decíamos, el puente, él le había tomado la mano, había empezado a inclinarse como para apoyar la rodilla en el suelo, y en el momento en que se estaba echando la mano al bolsillo, seguramente para sacar una cajita con un anillo de diamantes que había puesto allí media hora antes... sonó el celular.
—¿Aló? ¡No me digas, viejo! ¡Pero qué buena noticia! ¿Y subieron tanto? ¡No me digas! ¿Trescientos mil dólares? ¡Pero qué estupendo, viejo! ¿Los bonos también? ¡No te lo creo! ¿Y qué pasó con los Vanguard? ¡Subieron!
Lupe lo escuchaba atónita, y fue tanta su rabia que estuvo a punto de empujar al amante al agua, y si no lo hizo fue solo porque en ese momento escuchó la voz de su ángel de la guarda: "No lo mates, déjalo". Y eso fue lo que hizo.
Otro de sus amantes históricos fue el corredor de la Bolsa de Comercio. Después de su experiencia con ese hombre, se juró a sí misma que jamás se volvería a involucrar con un hombre ligado a una Bolsa de ninguna parte, ni de Tokio, ni de New York; que nadie, nunca más, le hablara de ninguna moneda del mundo, de ningún valor, ni de ganancias, ni de pérdidas.
El amante en cuestión se llamaba Agustín. No se quitaba la camisa almidonada y la corbata de seda italiana ni para hacer el amor (por si lo llamaban de urgencia y tenía que volar a la Bolsa a salvar a un cliente de la bancarrota en Tokio).
Agustín. Si ese pobre ser humano no terminó loco fue un milagro. Noche tras noche lo sobrecogía una pesadilla terrible. Y siempre era la misma. Soñaba que los fondos mutuos de su inversión en los Estados unidos iban bajando, bajando, bajando por la pendiente de un "jueves negro". Y él corriendo como un desaforado detrás de sus fondos. "¡No caigan, no caigan, no caigan, por favor!", gritaba angustiado. Pero los fondos le hacían una mueca maligna y seguían cayendo al abismo y el pobre hombre despertaba sudando casi con un infarto.
—¿Qué te pasa, Agustín? ¡Estás empapado! Cálmate, hombre, serénate, déjame alcanzarte un vaso de agua. ¿Qué te pasa?
—No, nada, no es nada. Era la pesadilla de nuevo. Soñaba que los Fidelity se iban al suelo y yo perdía todo, mi casa, mi auto, mi Visa, mi Master, mi Discovery y mi señora... —y se ponía a llorar.
Al día siguiente, Lupe le daba un buen plato de lechugas con un vaso de leche, para que pudiera dormir tranquilo, pero era imposible. La pesadilla volvía a atormentar su sueño y él volvía a gritar como un condenado, dando vueltas en la cama y saltando como un pez en un agua de fuego. "¡No caigan, no caigan, no se despedacen, no quiero perder mi auto, mi casa y mi señora!", gritaba. Y Lupe encendía la lámpara sin saber si llamar a la policía, a los bomberos o al hospital siquiátrico.
Pero un día las cosas cambiaron. Lupe conoció a un hombre muy distinto. Andaba por este mundo con otra mirada, con otro paso. No había oído ni mencionar a Fidelity, para él esa palabra solo significaba fidelidad en inglés. No era dueño de nada más que de sí mismo; no tenía deudas ni hipotecas, ni pesadillas. Lo mejor de todo es que tampoco tenía señora.
—Si estuviera casado no saldría contigo —le dijo a Lupe.
Y eso le gustó. Después la invitó a pasear bajo la luz de la mañana, le habló de la importancia de respirar buen aire, alimentarse sanamente, cuidar el planeta. Era ecologista, le explicó, le interesaba la calidad de la vida mucho más que la cantidad de cosas que se acumulaban en la vida, y solo para mejorar su existencia estaba dispuesto a entregar lo más precioso que él tenía: su tiempo.
Ese fue el último amante que tuvo Lupe. El ecologista y ella se casaron un 7 de diciembre...
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 13 DEL 2007