NUESTRA SEÑORA DE CHERNÓBIL (Greg Egan)
Publicado en
abril 27, 2014
No sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra, porque no es posible que exista tanto esplendor y tanta belleza sobre la faz de la tierra.
El enviado del príncipe Vladimir de Kiev, describiendo la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, 987
Es el establo más viejo y herrumbroso de todo el paganismo.
S.L. Clemens, ídem, 1867
LUCIANO MASINI TENÍA LA PRESENCIA ATORMENTADA y la tez hinchada de un insomne.
Lo tomé por el tipo de hombre que había empezado a preguntarse, cada noche a eso de las dos de la madrugada si su mujer de veinte años había encontrado realmente al amante de sus sueños en un industrial tres veces más viejo que ella... por muy ingenioso, por muy erudito y por muy rico que fuera. No había seguido su carrera de cerca, pero sabía que su decisión más conocida había sido comprar la sección de cables superconductores de Pirelli cuando la empresa matriz fue dividida en 2009. Vestía de forma impecable un traje de seda gris, cuyo corte estaba lo bastante pasado de moda como para tener estilo. Daba la impresión de que en otro tiempo había sido extraordinariamente guapo. Un candidato perfecto, pensé: vanidoso, se engañaba a sí mismo y tenía remordimientos tardíos. Me equivoqué.
—Quiero que encuentre un paquete —me dijo.
— ¿Un paquete? —Hice lo que pude para parecer fascinado. Si el adulterio era embrutecedor, los objetos perdidos eran todavía peor—. ¿De dónde procedía?
—De Zúrich.
— ¿Con destino a Milán?
— ¡Claro!
Masini casi se estremeció, como si la idea de que pudiera haber enviado su valiosa carga a otro sitio, intencionadamente, le provocara dolor físico.
—En realidad nunca se pierde nada —dije con tacto—. Usted mismo podría comprobar que una carta mordaz de sus abogados destinada al mensajero bastaría para obrar milagros.
—No creo. —Masini sonrió sin humor—. El mensajero está muerto.
La luz de la tarde llenaba la habitación. La ventana daba al este, apartada del sol, pero el mismo cielo resplandecía. Por un instante sentí una extraña claridad. Tuve la irresistible impresión de haberme librado de un sopor persistente, como si hubiera empezado la conversación medio dormido y sólo ahora me despertara del todo. A mi espalda, en la pared, había un antiguo reloj planetario de cobre. Masini dejó que sonara dos veces, cada tictac insinuaba el suave y complejo acoplamiento de un millar de diminutos engranajes. Luego dijo:
—Lo encontraron en una habitación de hotel en Viena, hace tres días. Le habían pegado un tiro en la cabeza a bocajarro. Y no, no estaba previsto que se desviara tanto de la ruta.
— ¿Qué había en el paquete?
—Un icono pequeño.
Con las manos indicó una altura de unos treinta centímetros.
—Una representación de la Virgen con el Niño del siglo XVIII. Originaria de Ucrania.
— ¿Ucrania? ¿Sabe cómo llegó hasta Zúrich?
Había oído que el gobierno ucraniano acababa de lanzar una nueva campaña para persuadir a ciertos países de que se tomaran en serio la devolución de obras de arte robadas. Durante los años de confusión y corrupción que fueron los ochenta y los noventa, los contrabandistas habían sacado obras de arte del país a espuertas.
—Formaba parte de la herencia de un conocido coleccionista, un hombre con una reputación impecable. Mi propio marchante revisó todo el papeleo, los contratos de compraventa, los permisos de exportación, antes de dar su visto bueno.
—Los papeles se pueden falsificar.
Masini hizo esfuerzos visibles por controlar su impaciencia.
—Todo se puede falsificar. ¿Qué quiere que le diga? No tengo motivos para sospechar que fuera un objeto robado. No soy un criminal, signor Fabrizio.
—No estoy sugiriendo que lo sea. Entonces... ¿el dinero y la mercancía cambiaron de manos en Zúrich? ¿El icono era suyo cuando lo robaron?
—Sí.
— ¿Puedo preguntarle cuánto pagó por él?
—Cinco millones de francos suizos.
Lo dejé pasar sin hacer ningún comentario, aunque por un momento pensé que no lo había oído bien. No era un experto, pero sabía que los iconos ortodoxos solían pintarlos artistas anónimos y en ningún caso se pretendía que fueran piezas únicas; lo eran tanto como un ejemplar de la Biblia. Había excepciones, por supuesto —unos cuantos ejemplos representativos y muy preciados de cada tipo de icono—, pero eran muy anteriores al siglo XVIII. Por muy delicada que fuera la artesanía, por muy bien conservado que estuviera, cinco millones parecía un precio excesivo.
— ¿Supongo que lo tenía asegurado? —le pregunté.
— ¡Por supuesto! Y puede que hasta me devuelvan el dinero en uno o dos años. Pero preferiría tener el icono. Para eso lo compré.
—Sus aseguradores estarán de acuerdo con usted. Harán todo lo que puedan para encontrarlo.
Si ya había otro investigador en el caso, no quería malgastar mi tiempo. Mucho menos si tenía que competir con una aseguradora suiza en su propio terreno.
Masini me clavó unos ojos inyectados en sangre.
— ¡Todo lo que puedan no es suficiente! Sí, querrán ahorrarse el dinero y se tomarán esta pérdida probable muy en serio; los contables son así. Y no me cabe duda de que la policía austríaca intentará encontrar al asesino por todos los medios. Pero ni unos ni otros tienen la menor prisa. Ni tendrán mayor inconveniente si no se resuelve nada en meses. O en años.
Me había equivocado con las visiones nocturnas de adulterio de Masini. Pero había acertado en una cosa: le movía una pasión, una obsesión, que era tan profunda como los celos, el orgullo o el sexo. Se inclinó hacia delante sobre el escritorio, conteniéndose para no agarrarme de la pechera, pero dando órdenes y suplicando con la misma arrogancia y patetismo como si lo hubiera hecho.
— ¡Dos semanas! Le doy dos semanas. ¡Fije los honorarios que quiera! ¡Entrégueme el icono en quince días... y le daré lo que me pida, cualquier cosa!
No me tomé del todo en serio la extravagante oferta de Masini, pero acepté el caso. Quedar a comer en restaurantes reservados a entendidos en bellas artes con los confidentes que operan en los márgenes del mercado negro no me pareció una mala manera de pasar las dos semanas siguientes.
El punto de partida obvio era el mensajero. Se llamaba Gianna de Angelis: veintisiete años, cinco en el negocio, con una reputación intachable. Según las autoridades, nunca se había presentado queja alguna contra ella, ni por parte de los clientes, ni por la de los empleadores. Trabajaba para una pequeña firma de Milán con un expediente igualmente impecable. Era su primera pérdida en veinte años, tanto de mercancía como de personal.
Hablé con dos de sus colegas. Se ciñeron a los hechos y no se prestaron a hacer conjeturas. La transacción tuvo lugar en la cámara acorazada de un banco de Zúrich. Después, De Angelis cogió un taxi directo al aeropuerto. Menos de cinco minutos antes de embarcar en el vuelo de vuelta a casa telefoneó a la oficina central para decirles que todo iba bien. El vuelo salió puntual, pero ella no estaba a bordo. Compró un billete de Tyrolean Airlines —con su propia tarjeta de crédito— y voló directamente a Viena con el maletín que contenía el icono como equipaje de mano. Seis horas más tarde estaba muerta.
Localicé a su novio, un técnico de sonido de televisión. Me recibió en el apartamento que habían compartido. Los ojos enrojecidos, sin afeitar y con resaca. Debía de seguir conmocionado o dudo que me hubiese dejado entrar. Le ofrecí mis condolencias y le ayudé a terminar una botella de vino. Luego le pregunté amablemente si Gianna había recibido llamadas inusuales, si había hecho planes para gastar sumas de dinero extravagantes, o si se había mostrado inusitadamente nerviosa o excitada en las últimas semanas. Tuve que cortar en seco la entrevista cuando intentó abrirme la cabeza con la botella vacía.
Volví a la oficina y me puse a rastrear en las bases de datos, desde los registros públicos oficiales hasta las listas de correo y los desechos electrónicos burdamente recopilados que suministraban diversos ciberchulos. Uno de los sistemas, que operaba desde Tokio, podía buscar en los periódicos digitales de todo el mundo y también podía examinar fotogramas clave en los informativos hasta dar con un rostro concreto, se mencionara o no el nombre del sujeto de la búsqueda en la leyenda o en los comentarios. Encontré a una medio gemela agarrada del brazo de un gánster a la salida de un juzgado de Buenos Aires en 2007, y a otra llorando en las ruinas de un pueblo de Filipinas: toda su familia había muerto en un tifón en 2010. Pero de ella no había ninguna imagen. Una búsqueda de texto en los medios de comunicación locales obtuvo exactamente dos entradas. Sólo había logrado salir en los periódicos al nacer y al morir.
Hasta donde pude descubrir, su situación financiera era sólida. No había trapos sucios sobre ella ni el mínimo indicio de que estuviera relacionada con el crimen organizado. El icono no era ni mucho menos el artículo más valioso que había pasado por sus manos... y yo seguía pensando que Masini había pagado un precio excesivo por él. Las obras de arte, sean o no anónimas, no son precisamente uno de los activos más líquidos. ¿Por qué entonces se había dejado comprar? ¿Por qué en este caso concreto, cuando debía de haber tenido cientos de oportunidades mucho más tentadoras?
Tal vez no fue a Viena con la intención de vender el icono. Puede que la coaccionaran para ir hasta allí. No me podía imaginar que la hubiesen «raptado» en medio del aeropuerto y la hubieran llevado hasta el mostrador de venta de billetes, que la hubiesen hecho pasar por los escáneres de seguridad en contra de su voluntad y por último la hubieran metido en el avión a la fuerza. Iba armada, estaba entrenada y llevaba encima todos los aparatos electrónicos imaginables para pedir ayuda en cualquier momento. Pero aunque no le hubiesen estado apuntando todo el tiempo al corazón con una pistola invisible a los rayos X, tal vez la obligaron mediante una amenaza más sutil.
El primer día de los catorce que tenía asignados se acababa. Con el crepúsculo de fondo daba vueltas de un lado a otro de la oficina. La investigación no había hecho más que empezar y ya me sentía irritado y pesimista. La imagen de De Angelis sonreía fríamente desde la pantalla de la terminal. El vino de su desconsolado amante sabía amargo en mi garganta. Esta mujer estaba muerta, ése era el crimen, y a mí me pagaban para encontrar un desvaído trozo de madera kitsch. Si encontraba a los asesinos iba a ser algo secundario. Y lo cierto era que esperaba no encontrarlos.
Abrí las persianas y me quedé mirando el centro de la ciudad. Motas del tamaño de pulgas corrían por la plaza del Duomo, sobre la que se alzaba el bosque de desquiciados pináculos góticos de la catedral. Casi nunca me fijaba en ella, era sólo una parte más de la costosa vista (como los Alpes, visibles desde recepción), y la vista sólo formaba parte de la imagen de alta categoría que me permitía cobrar por mis servicios veinte veces más que cualquier detective de la calle. Al verla pestañeé repetidas veces como si fuera una alucinación: parecía tan de otro planeta, tan fuera de lugar al lado de los edificios de cerámica oscura y reluciente del Milán del siglo XXI. Estatuas de santos, o ángeles, o gárgolas —no podía acordarme y, a esta distancia, no podía diferenciarlas— se erguían sobre cada pináculo como miles de estilitas dementes. Todo el tejado estaba cubierto con mármol rosado. La decoración, que en algunas partes parecía encaje y en otras alambre de espino, era tan recargada y surrealista que llegaba a marear. Aunque me consideraba un buen ateo, había estado en su interior una o dos veces. No era capaz de recordar ni cuándo ni porqué, pero sin duda tuvo que ser con motivo de alguna ceremonia ineludible. En cualquier caso, había crecido con ella. Tendría que haber sido un punto de referencia familiar, nada más. Pero en ese momento la estructura entera me pareció completamente ajena y extraña. Era como si las montañas al norte se hubiesen librado de la nieve, de la vegetación y de la capa superior del suelo para revelarse como artefactos gigantes, pirámides de Centroamérica, reliquias de una civilización perdida.
Cerré las persianas y quité de la pantalla del ordenador la cara de la mensajera muerta.
Y luego me compré un billete para Zúrich.
Las bases de datos tenían mucho que contar sobre Rolf Hengartner. Había trabajado en la industria editorial electrónica cerrando acuerdos en una especie de plano etéreo en el que los grandes proveedores de software de Europa moldeaban el mercado a su antojo. Me lo imaginaba esquiando, tanto en la nieve como en el agua, con ministros de cultura y magnates de las telecomunicaciones... aunque puede que no en los últimos años, ya septuagenario y con un linfoma agudo. Había dado sus primeros pasos en el negocio del cine, orquestando la financiación de coproducciones multinacionales. En una de las fotografías que había en la sala de visitas de lo que ahora era el despacho de su ayudante, se le podía ver levantando un puño cerrado al lado de un todavía joven Depardieu en una manifestación anti-Hollywood celebrada en París veinte años antes.
Max Reif, su ayudante, había sido nombrado albacea de la herencia.
Me había descargado en la agenda la última versión (demasiado cara) del software Schweitzerdeutsch con la esperanza de que me guiara por la entrevista sin demasiadas meteduras de pata, pero Reif insistió en hablar italiano y resultó que lo hablaba perfectamente.
Hengartner dejaba tres hijos y diez nietos; su mujer había muerto antes que él. Reif había recibido instrucciones de vender todas las obras de arte puesto que nadie en la familia había mostrado nunca mucho interés en la colección.
— ¿Qué le apasionaba? ¿Los iconos ortodoxos?
—Nada más lejos. Herr Hengartner era un hombre ecléctico, pero el icono fue toda una sorpresa para mí. Una especie de anomalía. Poseía algunas obras de tema religioso del gótico francés y del renacimiento italiano, pero desde luego no se especializaba en la Virgen con el Niño, y mucho menos en la tradición oriental.
Reif me enseñó una fotografía del icono en el folleto satinado que se había preparado para la subasta. Masini había traspapelado su copia del catálogo, así que era la primera vez que veía exactamente lo que estaba buscando. En la página opuesta había un comentario en varios idiomas, y leí la sección en italiano:
Un impresionante ejemplo del icono conocido como la Virgen de Vladimir, probablemente la variación más antigua de los iconos de «la ternura» (eleousa en griego, umüeniye en ruso). Muestra a la Virgen con el Niño en brazos, Su rostro tiernamente apretado contra la mejilla de Su madre, en un conmovedor símbolo de compasión tanto divina como humana por toda la creación. Según la tradición este icono se basa en una pintura de Lucas el Evangelista. El único ejemplar que queda, del que toma su nombre este tipo de icono, llegó a Kiev desde Constantinopla en el siglo XII y se encuentra en la actualidad en la galería Tretiakov de Moscú. Ha sido descrito como el tesoro sagrado más grande de la nación rusa.
Artista desconocido. Ucrania, principios del siglo XVIII. Tabla de ciprés, 293 x 204 mm, temple de huevo sobre lino, decorado de modo exquisito con plata batida.
El precio de salida del catálogo era de ochenta mil francos suizos. Menos de un dos por ciento de lo que Masini pagó por él.
Personalmente se me escapaba el valor estético de la obra. No era precisamente un Caravaggio. Los colores eran apagados, la ejecución tosca —deliberadamente bidimensional— y hasta la plata estaba deslustrada. La pintura en sí parecía conservarse razonablemente bien. Por un instante me pareció ver una grieta finísima que atravesaba el icono a lo ancho, pero al examinarla más de cerca me pareció más bien un defecto de la reproducción: un rasguño en la plancha de impresión o en algún elemento del proceso fotográfico.
Obviamente no se suponía que tuviera que ser «una gran obra de arte» en la tradición occidental. Faltaba la expresión del ego del artista, las idiosincrasias indulgentes del estilo. Con toda probabilidad se trataba de una copia fiel del original bizantino, realizada con la intención de cumplir un papel concreto en la práctica de la religión ortodoxa, y yo no era quién para juzgar su valor en ese contexto. Pero me costaba trabajo imaginarme a Rolf Hengartner o a Luciano Masini convirtiéndose en secreto a la Iglesia ortodoxa. ¿Se trataba estrictamente de una buena inversión? ¿Para ellos no era más que un cromo de béisbol del siglo XVIII? Pero si el interés de Masini era sólo financiero, ¿por qué había pagado un precio tan por encima del valor de mercado? ¿Y por qué estaba tan desesperado por recuperarlo?
— ¿Puede decirme quién pujó por el icono, aparte del signor Masini? —dije.
—Los tratantes y los agentes habituales. Me temo que no sabría decirle en nombre de quién actuaban.
— ¿Pero usted supervisó la subasta?
Un número de compradores posibles, o sus agentes, se habían desplazado hasta Zúrich para ver la colección en persona —Masini entre ellos—, pero la subasta en sí había tenido lugar por línea telefónica y ordenador.
—Por supuesto.
— ¿Había algún tipo de consenso para alcanzar un precio cercano a la oferta final de Masini? ¿O fue uno de esos rivales anónimos quien le obligó a subir su oferta?
Reif se puso tenso y de repente me di cuenta de cómo debieron sonar mis palabras.
—De ningún modo quería insinuar... —dije.
—Hubo al menos otros tres postores —dijo glacialmente— que estuvieron a unos cuantos cientos de miles de francos del signor Masini en todo momento. Estoy seguro de que él mismo lo confirmará, si se toma la molestia de preguntarle. —Dudó un instante y luego añadió ya menos a la defensiva—: Obviamente el precio de salida se fijó demasiado bajo. Pero Herr Hengartner contaba con que la casa de subastas infravaloraría este artículo.
Eso me descolocó.
—Pensaba que usted no supo de la existencia del icono hasta después de su muerte. Si habló de su valor con él...
—No lo hice. Pero Herr Hengartner dejó una nota junto al icono en la caja fuerte.
Dudó, como si debatiera consigo mismo si yo merecía estar al tanto de la perspicacia del gran hombre.
No me atreví a suplicarle, y mucho menos a insistir, me limité a esperar en silencio a que continuara. No pudieron pasar más de diez o quince segundos, pero juro que me puse a sudar.
Reif sonrió y me sacó de dudas.
—La nota decía: «Prepárese para sorprenderse».
Empezaba a anochecer cuando salí de la habitación del hotel y me di una vuelta por el centro de la ciudad. Nunca antes había tenido una excusa para venir a Zúrich, pero, aparte del idioma, empezaba a sentirme como en casa. Las mismas cadenas de comida rápida habían colonizado la ciudad. Las vallas publicitarias electrónicas mostraban los mismos anuncios. Los escaparates de las salas de RV resplandecían con las imágenes surrealistas de los mismos juegos, y todos los chavales que había en su interior eran víctimas de las mismas modas lamentables provenientes de Texas. Hasta el olor era el mismo que el de Milán un sábado por la noche: patatas fritas, palomitas, Reeboks y Coca-Cola.
¿Habían sido agentes del servicio secreto ucraniano los que habían matado a De Angelis para recuperar el icono? ¿Era ése el reverso de todos los esfuerzos diplomáticos para recuperar obras de arte robadas? Era poco probable. Si existía la más mínima justificación para la devolución del icono, habrían conseguido mejor publicidad para la causa llevando el caso a los juzgados. El asesinato de ciudadanos extranjeros podía hacer estragos en la ayuda internacional y Ucrania estaba en medio de negociaciones para mejorar sus relaciones comerciales con Europa. No me cabía en la cabeza que un gobierno fuera a arriesgar tanto por una sola obra de arte en un país que estaba lleno de copias más o menos intercambiables de la misma pieza. No es que Hengartner tuviera el original del siglo XII, precisamente.
¿Entonces quién? ¿Otro coleccionista, otro acaparador obsesivo a quien Masini había superado en la subasta? ¿Alguien que tal vez, al contrario que Hengartner, ya tenía en su posesión varios cromos de béisbol y quería completar la colección? Puede que la firma aseguradora de Masini tuviera los contactos y la influencia necesarias para descubrir quiénes habían sido los verdaderos postores en la subasta. Yo desde luego no. Un coleccionista rival no era la única posibilidad. Alguno de los postores podría haber sido un tratante que se quedó tan impresionado con el precio alcanzado por el icono que él o ella decidió que merecía la pena adquirirlo por otros medios.
El frío empezó a notarse más rápido de lo que había previsto. Decidí volver al hotel. Había seguido la orilla oeste del río Limago hasta llegar al lago. Di media vuelta al llegar al primer puente que encontré y luego hice una pausa a medio camino para orientarme. Había catedrales a ambos lados, una enfrente de la otra separadas por el río. Comparadas con el castillo de Nosferatu gigante de Milán, las estructuras no eran en ningún caso imponentes, pero una sensación de inquietud —ridícula— se apoderó de mí, como si los dos edificios conspirasen para tenderme una emboscada.
Mi programa Schweitzerdeutsch incluía mapas y guías de viajes gratis. Pulsé el botón ¿DÓNDE ESTOY? y la unidad de GPS de la agenda le transmitió sus coordenadas al software, que procedió a desmitificar mi entorno. Los dos edificios en cuestión eran el Grossmúnster (que parecía una fortaleza, con dos torres imponentes una junto a la otra, y no llegaba a dar a la orilla este del río) y el Fraumúnster (en su época una abadía, con una única aguja delgada). Ambos databan del siglo XIII, aunque habían sufrido modificaciones de una u otra índole casi hasta nuestros días. Contaban con vidrieras de Giacometti y Chagall, respectivamente. Ulrico Zuinglio lanzó la Reforma suiza desde un púlpito del Grossmúnster en 1523.
Contemplaba uno de los lugares de nacimiento de una secta que había subsistido durante quinientos años y era mucho más extraño que estar a la sombra del más antiguo de los templos de Roma. Decir que el cristianismo ha dado forma al paisaje físico y cultural de Europa durante dos mil años, tan implacable como un glaciar, tan despiadado como el choque de dos placas tectónicas, era afirmar una obviedad estúpida. Pero aunque la evidencia me había rodeado toda la vida, sólo ahora —cuando el legado de esos milenios empezaba a parecerme cada vez más grotesco— llegaba a entender realmente su significado. Arcanas disputas teológicas entre personas tan ajenas a mí como los antiguos egipcios habían transformado todo el continente —cierto es que junto a miles de fuerzas puramente políticas y económicas— y, sin embargo, a uno u otro nivel, también habían modulado el desarrollo de prácticamente cualquier actividad humana, desde la arquitectura hasta la música, desde el comercio hasta la guerra.
No había motivos para pensar que el proceso se hubiese detenido. El hecho de que los Alpes no siguieran elevándose no significaba que se hubiera acabado la geología.
— ¿Desea saber más? —me preguntó el software guía.
—No, a no ser que puedas decirme el término para expresar un miedo patológico a las catedrales.
El software dudó un instante antes de contestar con una impecable lógica difusa:
—Hay catedrales a lo largo y ancho de Europa. ¿En qué catedrales en concreto estaba pensando?
Los colegas de De Angelis me facilitaron el nombre de la empresa de taxis que había utilizado para su trayecto desde el banco al aeropuerto, lo último que había pagado con la tarjeta de crédito de la empresa. Había hablado por teléfono con la directora desde Milán y cuando volví al hotel tenía un mensaje suyo con el nombre del conductor del trayecto en cuestión. Estaba lejos de ser la última persona que había visto a De Angelis con vida, pero posiblemente era la última que la vio antes de que la persuadieran, por los medios que fuera, para llevar el icono a Viena. Tenía que ir a trabajar a la estación esa noche a las nueve. Comí deprisa y volví a salir al frío. Los únicos taxis que había en la puerta del hotel eran de la competencia. Me fui andando.
Encontré a Phan Anh Tuan tomando café en una esquina del recinto. Después de un breve intercambio en alemán me preguntó si prefería hablar en francés y cambié agradecido. Me contó que había sido estudiante de ingeniería en Berlín oriental cuando cayó el Muro.
—Mi intención siempre fue encontrar la manera de terminar la carrera y volver a casa. Pero no sé por qué acabé liándome con otras cosas.
Se quedó mirando la calle helada y oscura como distraído.
Puse una foto de De Angelis en la mesa delante de él. La miró un buen rato, concentrado.
—No, lo siento. No llevé a esta mujer a ninguna parte
No tenía muchas esperanzas. Aun así, habría estado bien averiguar algún detalle, por nimio que fuera, sobre su estado de ánimo. Si fue tarareando «We're in the Money» todo el camino hasta el aeropuerto, por ejemplo.
—Debe de tener cientos de clientes al día —dije—. Gracias por intentarlo.
Hice el gesto de ir a recoger la foto y me cogió la mano.
—No le estoy diciendo que se me haya olvidado. Le estoy diciendo que estoy seguro de que no la he visto nunca antes.
—El lunes pasado —dije—. Dos y doce minutos p.m. Del Banco Intercontinental al aeropuerto. Los registros del operador de la empresa indican...
— ¿El lunes? —dijo frunciendo el ceño—. No. Tuve problemas con el motor. Estuve fuera de servicio casi una hora. Casi hasta las tres.
— ¿Está seguro?
Sacó una libreta de registro del vehículo y me enseñó la entrada escrita a mano.
— ¿Por qué se iba a equivocar el operador? —dije.
Se encogió de hombros.
—Tuvo que ser un fallo del programa. Un ordenador recibe las llamadas, las asigna... Todo está automatizado. Activamos un botón en la radio cuando no estamos disponibles. No se me pudo haber olvidado hacerlo, porque tuve la radio encendida todo el rato mientras estuve trabajando en el coche, y no me llegó ningún cliente.
— ¿Pudo alguien más aceptar un encargo del operador haciéndose pasar por usted?
— ¿Aposta? —dijo entre risas—. No. No sin cambiar el número de identificación de su radio.
— ¿Y eso es muy difícil? ¿Haría falta un chip falso con una copia del número de serie?
—No. Pero tendrías que sacar la radio, abrirla y resetear treinta y dos interruptores DIP. ¿Por qué iba alguien a tomarse la molestia?
Entonces vi en sus ojos cómo él mismo caía en la cuenta.
— ¿Sabe si le han robado la radio a alguien hace poco? —dije—. El intercomunicador, no la de música.
Asintió con aire triste.
—Las dos. A alguien le robaron las dos. Hace cosa de un mes.
Por la mañana volví a la estación y confirmé con otros conductores la mayor parte de lo que me había contado Phan. No era fácil demostrar que no mentía sobre lo del problema del motor y que él no había llevado a De Angelis. Pero no veía por qué se iba a inventar una «coartada» cuando no hacía ninguna falta; cuando podía haber dicho: «Sí. Yo la llevé, apenas abrió la boca», y nadie habría tenido el más mínimo motivo para dudar de él.
Alguien se había tomado muchas molestias para estar a solas con De Angelis en un taxi falso... y luego la había dejado entrar en el aeropuerto y llamar a casa. Es de suponer que para retrasar el momento en que la oficina central se diera cuenta de que algo había ido mal. Pero, ¿por qué les había seguido el juego? ¿Qué le había dicho el conductor, en esos pocos minutos, para que fuera tan servicial? ¿Amenazaron a su familia, a su amante? ¿O fue un soborno, tan grande como para convencerla de tomar una decisión allí mismo? ¿Después no se había molestado en cubrir su rastro porque sabía que no había manera de hacerlo de forma convincente? ¿Había aceptado que su culpabilidad sería evidente y que tendría que convertirse en una fugitiva?
Tenía que haber sido un soborno increíble. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua para pensar que de verdad lo iban a pagar?
En la entrada del Banco Intercontinental saqué su foto de la cartera y la sostuve mirando a las puertas giratorias de cristal blindado, intentando imaginarme la escena. «Llega el taxi, se sube, se pierden en el tráfico. El conductor le dice: Hace un tiempo increíble. Por cierto, sé lo que lleva en el maletín. Véngase a Viena conmigo y la haré rica.»
Me devolvió la mirada con cierto reproche.
—Está bien, De Angelis —dije—, lo siento. No creo que fueras tan estúpida.
La imagen era una copia sacada con una impresora láser. La miré fijamente. Tenía algo que me molestaba. ¿Radios digitales con un número para identificar al conductor? Por alguna razón eso me llamaba la atención. No debería hacerlo. Quizás las escenas de películas en las que los taxistas y la policía se comunicaban con graznidos incomprensibles seguían vagando por mi subconsciente, en cierto sentido seguían dando forma a mis expectativas, a pesar de la tecnología que yo mismo usaba a diario. La palabra subasta seguía evocando escenas de un hombre o una mujer con un mazo, gritando ofertas en una habitación llena de gente, aunque nunca en toda mi vida había presenciado nada que se le pareciera lo más mínimo, salvo en las películas. En la vida real todo estaba informatizado, todo era digital. Esta «fotografía» era digital. La película química había empezado a desaparecer de las tiendas cuando tenía catorce o quince años, e incluso en mi infancia era estrictamente un medio de aficionados. La mayoría de los fotógrafos profesionales llevaban utilizando sensores CCD casi veinte años.
Entonces, ¿por qué parecía que había un fino rasguño en la fotografía del icono? Los pocos centenares de copias del catálogo de la subasta se habrían hecho sin utilizar ni un solo proceso analógico. Todo habría pasado de una cámara digital a un ordenador y de ahí a una impresora láser. El producto final satinado era el único anacronismo. Una casa de subastas menos conservadora habría ofrecido una versión en la red o un CD interactivo.
Reif había dejado que me quedara el catálogo. De vuelta en la habitación del hotel lo volví a examinar. Definitivamente el «rasguño» no era una grieta en la pintura. Atravesaba la imagen entera, una línea blanca perfectamente recta y de un grosor uniforme que cruzaba la pintura y el relieve de plata labrada sin desviarse lo más mínimo.
¿Un fallo en los componentes electrónicos de la cámara? A buen seguro el fotógrafo se habría dado cuenta de algo así y habría sacado otra foto. Aunque se hubiese dado cuenta del fallo demasiado tarde para hacer otra foto, podría haberla quitado con un par de clics en cualquier programa de edición de imágenes decente.
Intenté hablar por teléfono con Reif. Tardé casi una hora en que me pusieran con él.
— ¿Puede decirme el nombre de los diseñadores gráficos que hicieron el catálogo de la subasta? —dije.
Se me quedó mirando fijamente como si le hubiese llamado en pleno acto sexual para preguntarle quién mató a Elvis.
— ¿Por qué necesita saber eso?
—Quiero hacerle unas preguntas a su fotógrafo...
— ¿Al fotógrafo?
—Sí. O a quien fotografiara los artículos de la colección.
—No hizo falta fotografiar la colección. Herr Hengartner ya tenía fotografías de todo por el tema del seguro. Dejó un disco con los archivos e instrucciones detalladas para el diseño del catálogo. Sabía que se moría. Lo dejó todo organizado, todo estaba preparado. ¿Responde eso a su pregunta? ¿Satisface su curiosidad?
La verdad era que no. Me armé de valor y me rebajé a pedirle con educación que me enviara una copia del archivo de imagen original. Le había pedido consejo a un historiador de arte de Moscú, y el mejor fax en color del catálogo no le haría justicia al icono. A regañadientes, Reif hizo que un ayudante localizara los datos y me los enviara.
La línea, el «rasguño», ya estaba en el archivo.
Hengartner —quien en secreto había atesorado este icono y quien de alguna manera sabía que alcanzaría un precio extraordinario— había dejado una imagen de él con un pequeño pero inconfundible defecto, y se había asegurado de que fuera visible para cualquier posible comprador.
Eso tenía que significar algo, pero no tenía ni idea de qué.
Mis conocimientos sobre el imperio de los Habsburgo se reducían básicamente a una lista de fechas (memorizadas cuando tenía dieciséis años) en las que Lombardía había sido incorporada o cedida por Austria. Lo que en 2013 no tendría que haber tenido mayor importancia, pero aun así hacía que me sintiera desconcertado y mal preparado.
En la habitación del hotel deshice las maletas y luego, circunspecto, me quedé mirando los tejados de Viena. A lo lejos podía ver la catedral de San Esteban. La torre sur, casi separada de la nave central, estaba coronada por una aguja que parecía una antena de radio de filigrana. El tejado de la nave estaba decorado con tejas de varios colores que formaban un llamativo dibujo de rombos y uves en zigzag, como si alguien hubiese cubierto el edificio con una alfombra mongol gigante para que no se enfriara. De todas formas cualquier cosa menos exótica habría sido una decepción.
De Angelis había muerto en el mismo hotel (en la habitación justo encima de la mía, más o menos con la misma vista). La había reservado con su propio nombre y la había pagado con su propia tarjeta, cuando podía haber pagado en metálico y haber permanecido en el anonimato. ¿Probaba eso que no tenía nada de lo que avergonzarse, que la hubieran amenazado y no sobornado?
Me tiré media mañana intentando convencer al director del hotel de que la policía local no le iba a encerrar por permitirme hablar del asesinato con el personal. Parecía como si todo el asunto le supusiera una especie de traición.
—Si un ciudadano vienés muriera en Milán —razoné con paciencia—, a usted le parecería normal que un investigador austríaco acreditado fuera tratado con consideración, ¿no?
—Enviaríamos a una delegación de policía para trabajar en colaboración con las autoridades milanesas, no a un detective privado que actúa en solitario.
No estaba llegando a ninguna parte, así que desistí. Además, tenía que acudir a una cita.
Al final la cita que tanto tiempo llevaba esperando con el tipo del mercado negro fue en un restaurante de comida sana. En Milán había pagado varios millones de liras a un «agencia de presentaciones» de la red para que me pusiera en contacto con un tal «Antón». Era mucho más joven de lo que esperaba. Por su aspecto tendría unos veinte años e irradiaba esa clase de seguridad en uno mismo que sólo había visto antes en traficantes adolescentes ricos. Una vez más conseguí no tener que utilizar mi horrible alemán. Antón hablaba un inglés de la CNN con un acento que me pareció húngaro.
Le pasé el catálogo de la subasta, abierto por la página pertinente. Miró la foto del icono.
—Oh sí. El Vladimir. Puedo conseguirte otro exactamente igual.
Diez mil dólares norteamericanos.
—No quiero una copia falsa. —Por atractiva que fuera la idea, Masini nunca se lo habría tragado—. Ni siquiera una obra similar de la época. Quiero saber quién pidió ésta en concreto. Quién corrió la voz de que iba a cambiar de manos en Zúrich y de que pagarían para traerla al este.
Tuve que controlarme para no mirar hacia abajo y ver dónde había puesto los pies Antón. Antes de que llegara, con disimulo, había dejado caer al suelo debajo de la mesa una pequeña cantidad de microesferas de sílice. Cada una contenía un minúsculo acelerómetro, una matriz de haces elásticos de silicio de unas pocas mieras de ancho fabricada sobre el mismo chip que un microprocesador de baja potencia normal y corriente. Bastaba con que una de las cincuenta mil que había esparcido siguiera pegada a sus zapatos en nuestro próximo encuentro para que pudiera interrogarlo con infrarrojos y saber exactamente dónde había estado. O exactamente dónde había dejado este par de zapatos si se los había cambiado.
Antón dijo:
—Los iconos van hacia el oeste. —Hizo que sonara como una ley de la naturaleza—. Por Praga o Budapest, hacia Viena, Salzburgo, Múnich. Así es como funciona esto.
—Por cinco millones de francos suizos, ¿no crees que alguien se tomaría la molestia de cambiar sus líneas de suministro habituales?
— ¡Cinco millones! —dijo frunciendo el ceño—. No me lo creo. ¿Qué hace que valga cinco millones?
—Tú eres el experto. Dímelo tú.
Me miró como si tuviera la sospecha de que le estaba tomando el pelo, y luego volvió a fijarse en el catálogo. Esta vez incluso leyó el comentario.
—Tal vez sea más antiguo de lo que pensaban los subastadores —dijo con cautela—. Si en realidad es, digamos, del siglo XV, el precio casi tendría sentido. Puede que su cliente adivinara la antigüedad real... y que no fuera el único. —Suspiró—. Te va a salir caro averiguar quién más lo sabía. La gente será muy reacia a hablar.
—Sabes dónde estoy —dije—. Cuando encuentres a alguien que necesite que lo convenzan, házmelo saber.
Asintió con una expresión huraña, como si se pensara en serio que le iba a entregar un enorme fajo de billetes para sobornos varios. Estuve a punto de preguntarle por el «rasguño» (¿podría tratarse de algún tipo de mensaje en clave para entendidos que indicaba que el icono era más antiguo de lo parecía?), pero no quería quedar como un idiota. Lo había visto y no había dicho nada. Puede que después de todo no fuera más que un fallo de ordenador sin sentido.
Pagué la comida (con la cuenta de gastos) y Antón se levantó para irse, se inclinó hacia mí y me dijo muy tranquilo:
—Si le cuentas a alguien a lo que me dedico, a quien sea, haré que te maten.
—Lo mismo digo —le respondí muy serio.
Cuando me quedé solo intenté reírme. Estúpido niñato. Fantasma. Pero no conseguí que la risa sonara auténtica. No creo que le fuera a hacer mucha gracia descubrir dónde había puesto los pies. Saqué la agenda, consulté mi libro de citas y luego dejé que mi brazo derecho colgara un segundo a mi lado, rociando el suelo con un código que haría que se abrasaran las microesferas que quedaran.
Saqué las fotos de De Angelis de la cartera y las puse delante de mí sobre la mesa.
— ¿Corro peligro? —dije—. ¿Qué piensas?
Me devolvió la mirada insinuando una sonrisa. La expresión de sus ojos podría haber expresado regocijo o inquietud. Pero no indiferencia, de eso estaba seguro. En todo caso no parecía estar en condiciones de ponerse a dar consejos o vaticinar nada.
Justo cuando me estaba mentalizando para enfrentarme de nuevo al gerente del hotel, el funcionario municipal correspondiente por fin tuvo a bien mandar un fax al hotel con una declaración pro-forma que afirmaba que mi licencia era válida en toda la jurisdicción. Lo que pareció contentar al gerente, aunque el fax no decía nada que no dijeran los documentos que ya le había enseñado.
El recepcionista apenas se acordaba de De Angelis. No pudo decirme si la vio alegre o nerviosa, si fue simpática o seca con él. Ella misma había llevado sus maletas a la habitación. Uno de los mozos de equipajes recordaba haberla visto con el maletín y un bolso de viaje. (Había pasado la noche en Zúrich antes de recoger el icono.) No había usado el servicio de habitaciones ni había ido a ninguno de los restaurantes del hotel.
Según su supervisor, el encargado de la limpieza que había encontrado el cuerpo había nacido en Turín. No estaba seguro de si eso me iba a ayudar o por el contrario iba a ser un problema. Cuando lo encontré en un almacén del sótano me dijo de forma obstinada, en alemán:
—Le conté todo a la policía. ¿Por qué me molesta? Si quiere saber lo que pasó, vaya y pregúnteselo a ellos.
Me dio la espalda. Parecía que estaba haciendo inventario del limpiador para alfombras y el desinfectante, pero hacía que pareciera un asunto urgente.
—Tuvo que ser un choque para usted —dije—. Alguien tan joven. Un huésped de ochenta años que se muere mientras duerme, eso uno lo puede asumir. Pero Gianna tenía veintisiete años. Una tragedia.
Se puso tenso al oír el nombre. Se le notaba en los hombros. ¿Seis días después? ¿Por una mujer que no había visto en su vida?
—Nunca antes la había visto, ¿verdad? —dije—. ¿No habló de nada con ella?
—No.
No le creí. El gerente era un cretino de miras estrechas. Seguro que estaba estrictamente prohibido confraternizar con los huéspedes. Este tío tenía veintitantos años, era guapo, hablaba el mismo idioma. ¿Qué había hecho? ¿Flirtear con ella en un pasillo durante treinta segundos? ¿Temía perder el trabajo si lo admitía?
—Si me cuenta lo que le dijo, no se lo diré a nadie. Le doy mi palabra. No es como con la policía, nada tiene que ser oficial. Lo único que quiero es ayudar a encerrar a los cabrones que la mataron. Soltó el escáner de códigos de barras y se dio la vuelta. —Sólo le pregunté de dónde era. Qué hacía en la ciudad. Se me erizaron los pelos de la nuca. Me había costado tanto llegar hasta aquí, estar tan cerca de ella, que me costaba creer que estuviera pasando.
— ¿Cómo reaccionó?
—Fue educada. Simpática. Aunque parecía nerviosa. Distraída.
— ¿Y qué dijo?
—Dijo que era de Milán.
— ¿Qué más?
—Cuando le pregunté por qué estaba en Viena me dijo que estaba acompañando a alguien.
— ¿Qué?
—Dijo que no se iba a quedar mucho. Que sólo estaba aquí acompañando a alguien. A una señora mayor.
¿Acompañando a alguien? Me quedé despierto la mitad de la noche, intentando buscarle un sentido. ¿Quería decir que no había dejado de custodiar el icono? ¿Qué seguía vigilándolo cuando murió? ¿Que lo consideraba propiedad de Luciano Masini y que hasta el último momento tuvo intención de entregárselo?
¿Qué le había dicho el «taxista»? ¿Lleve el icono a Viena por un día? ¿No hace falta que lo pierda de vista? ¿No queremos robarlo... sólo queremos que nos lo preste? ¿Sólo queremos rezarle una última vez antes de que desaparezca en otra cámara acorazada de un banco occidental? ¿Pero qué tenía de especial esta copia de la Virgen de Vladimir para que se tomaran tantas molestias? Tal vez lo mismo que hacía que valiera cinco millones de francos suizos para Masini, pero, ¿qué?
¿Por qué De Angelis había echado a perder su trabajo y se había arriesgado a ir a la cárcel para seguir adelante con el plan? Aunque no se hubiese dado cuenta de que se la estaban jugando, ¿qué podían haberle ofrecido a cambio de tirar por el retrete su carrera y su reputación?
Llevaría durmiendo unos diez o veinte minutos cuando alguien me despertó dando golpes en la puerta de la habitación. Para cuando conseguí salir trastabillando de la cama y ponerme los pantalones a la policía se le había acabado la paciencia y había entrado con una llave maestra. No eran aún ni las dos de la mañana.
Había cuatro policías, dos de uniforme. Uno de ellos me puso una fotografía delante de la cara. Le eché un vistazo.
— ¿Habló con este hombre? ¿Ayer?
Era Antón. Asentí. Si no hubieran sabido la respuesta, no habrían hecho la pregunta.
— ¿Sería tan amable de acompañarnos, por favor?
— ¿Por qué?
—Porque su amigo está muerto.
Me enseñaron el cadáver para que pudiera confirmar que realmente era el mismo hombre. Le habían disparado en el pecho y habían tirado el cuerpo junto al canal. No en él; quizás alguien había sorprendido a los asesinos. En el depósito el cuerpo estaba descalzo, pero de todos modos habría merecido la pena enviar el código de las microesferas, por si acaso; estas cosas podían acabar en los lugares más insospechados (empezando por las fosas nasales). Pero antes de que se me ocurriera una excusa plausible para sacar la agenda del bolsillo volvieron a cubrirle la cabeza con la sábana y me sacaron de allí para interrogarme.
La policía había encontrado mi nombre y mi número en la agenda de «Antón» (si sabían su verdadero nombre no lo compartieron conmigo... como tampoco compartieron algunas cosas más que me hubiese gustado saber, como por ejemplo si los informes de balística coincidían o no con la bala utilizada para liquidar a De Angelis). Les conté nuestra conversación en el restaurante, pero no dije nada de las (ilegales) microesferas. No tardarían mucho en encontrarlas y no ganaba nada confesándoselo por las buenas.
Me trataron con el desprecio propio de los interrogatorios, pero ni siquiera me insultaron, en serio: una puntuación de cinco estrellas. Sé de lo que hablo, me han roto las costillas en Seveso y me han aplastado un testículo en Marsella. A las cuatro y media me dejaron marchar.
Al cruzar de la sala de interrogatorios al ascensor pasé por delante de media docena de despachos pequeños. Estaban separados por mamparas, pero no estaban cerrados del todo. Encima de un escritorio había una caja de cartón llena de prendas de ropa metidas en bolsas de plástico.
Dejé atrás los despachos y me paré justo donde nadie podía verme. En uno de ellos un hombre y una mujer que no había visto antes hablaban y tomaban notas.
Retrocedí y asomé la cabeza.
—Disculpen... —dije—. ¿Podrían decirme... por favor?
Hablé en alemán con el peor acento que pude, lo que no me costó mucho trabajo. Tuvo que ser espantoso. Se me quedaron mirando horrorizados. Con una más que evidente falta de vocabulario saqué la agenda y pulsé unas cuantas teclas buscando con torpeza en el libro de frases, entrando un poco más en el despacho. Me pareció ver un par de zapatos con el rabillo del ojo, pero no podía estar seguro.
— ¿Por favor, podrían decirme dónde podría encontrar los servicios públicos más cercanos?
—Salga inmediatamente de aquí antes de que le patee la cabeza —dijo el hombre.
Salí andando hacia atrás con una sonrisa incierta en los labios.
—Grazie, signore! Danke schón!
Había una cámara de vigilancia en el ascensor. Ni siquiera le eché un vistazo a la agenda. Tampoco lo hice en el vestíbulo. Una vez en la calle por fin miré hacia abajo.
Tenía los datos de doscientas siete microesferas. El software ya estaba reconstruyendo el rastro de Antón.
Estaba a punto de gritar de alegría cuando me di cuenta de que habría estado en una mejor situación si no hubiese podido seguirlo.
El primer sitio al que fue desde el restaurante parecía ser su casa. Nadie contestó cuando llamé a la puerta, pero por las ventanas pude ver pósters de algunas de las bandas de rock más pretenciosas del continente. Si no era su casa, tal vez era el sitio de un amigo, o el de una novia. Me senté en la terraza de un café al otro lado de la calle y me puse a hacer dibujos de todo lo que veía del apartamento, imaginando dónde iban las paredes y los muebles, rehaciendo los pasos de Antón durante las horas que estuvo allí, y luego cambiando mis suposiciones, probando diferentes opciones.
El camarero miró por encima de mi hombro los palitos que llenaban la pantalla.
— ¿Es usted coreógrafo?
—Sí.
— ¡Qué apasionante! ¿Cuál es el nombre de la obra?
—Llamando por teléfono y esperando con impaciencia. Es un homenaje a mis dos ídolos y mentores, Twyla Tharp y Pina Bausch.
El camarero estaba impresionado.
Después de tres horas y ninguna señal de actividad me fui de allí.
Antón se había pasado un momento por otro apartamento. Estaba ocupado por una chica rubia y delgada de unos veinte años.
—Soy un amigo de Antón. ¿Sabes dónde puedo encontrarle?
Había estado llorando.
—No conozco a nadie con ese nombre.
Cerró la puerta de un portazo. Me quedé en el pasillo un rato, preguntándome: « ¿Lo maté yo? ¿Detectó alguien las esferas y le metieron una bala en el corazón por culpa de ellas?». Si las hubiesen encontrado, las habrían destruido; no habría habido ningún rastro que seguir.
Sólo había estado en otro sitio antes de que lo llevaran en coche al canal, tumbado y muy quieto. Se trataba de un chalet de dos plantas en un barrio de categoría. No llamé al timbre. No encontré ningún sitio desde el que poder observar bien el chalet, así que pasé andando por delante una vez. Las cortinas estaban echadas. No había ningún vehículo aparcado cerca.
A unas cuantas manzanas de la casa había un parquecito. Me senté en un banco y me puse a llamar a bases de datos. Acababan de alquilar la casa hacía sólo tres días. No tuve problemas en averiguar quién era el dueño —un abogado de empresa que tenía inmuebles por toda la ciudad—, pero no pude conseguir el nombre del nuevo inquilino.
Viena contaba con un mapa centralizado de servicios públicos para evitar que la gente que hiciera una obra se topara por accidente con los cables de suministro y las líneas de teléfono subterráneas. Las líneas telefónicas no me servían. Hoy día no se podía pinchar el teléfono de nadie que tuviera un mínimo de cuidado. Pero las casas tenían gas natural, y sus conductos se podían recorrer más fácilmente que los del agua y hacían mucho menos ruido.
Compré una pala, unas botas, guantes, un mono de color blanco y un casco de obra. Saqué una captura de la imagen del logotipo de la compañía de gas de la entrada de la guía telefónica y la pinté con espray en el casco; desde lejos parecía bastante auténtica. Hice acopio del poco valor que me quedaba y volví a la calle, a una altura desde la que no podían verme, pero lo más cerca de la casa que me atreví. Aparté unas cuantas losas del pavimento y me puse a cavar. Era primera hora de la tarde, había algo de tráfico, pero muy pocos viandantes. Un anciano me observaba desde una ventana de la casa más cercana. Me aguanté para no saludarle con la mano. No hubiese sido convincente.
Llegué al conducto del gas, me metí en el agujero y pegué un paquetito contra el PVC; del paquete surgió una aguja hueca que derritió el plástico mediante un proceso químico, penetrando en la pared del tubo pero manteniéndolo sellado. Alguien pasó por la acera con dos enormes perros babeantes; no levanté la vista.
El dispositivo de control emitió un suave pitido indicando que había habido suerte. Tapé el agujero, volví a colocar las losas en su sitio y regresé al hotel para dormir un poco.
Había colocado un cable fino de fibra óptica que iba desde el dispositivo de control enterrado hasta la tierra sin pavimentar que rodeaba un árbol cercano. La punta del cable asomaba justo unos milímetros por encima del suelo. A la mañana siguiente recopilé todos los datos almacenados y volví al hotel para examinarlos al detalle.
Varios cientos de escuchas habían alcanzado las tuberías de gas de la casa y habían vuelto al dispositivo de control, repetidas veces; escuchaban en turnos de una hora que se solapaban y luego regresaban para descargar los resultados. Por separado la calidad de las pistas de audio solía ser pésima, pero por lo general el software podía extraer palabras inteligibles si se procesaban todas a la vez.
Había cinco voces, tres de hombre y dos de mujer. Todas hablaban en francés, aunque no podría jurar que fuera la lengua materna de nadie.
Poco a poco fui atando cabos. No tenían el icono. Alguien llamado Katulski les había contratado para encontrarlo. Al parecer habían pagado a Antón para que estuviera alerta, pero había vuelto para pedirles más dinero a cambio de no pasarse a mi bando. El problema era que no tenía nada tangible que ofrecerles... y ellos acababan de recibir un soplo de otra fuente. Las referencias a su asesinato eran indirectas, pero es posible que intentara chantajearles de algún modo cuando le dijeron que ya no lo necesitaban. Sin embargo, había algo que sí estaba totalmente claro; hacían turnos para vigilar un piso en la otra punta de la ciudad. Pensaban que allí acabaría apareciendo el hombre que había matado a De Angelis.
Alquilé un coche y seguí a dos de ellos cuando salieron para reanudar la vigilancia. Habían alquilado una habitación frente a su objetivo. Con mis prismáticos de infrarrojos pude ver hacia dónde apuntaban los suyos. El lugar que vigilaban parecía vacío; lo único que pude discernir a través de las raídas cortinas fue pintura desconchada.
Llamé a la policía desde un teléfono público; la voz sintética de la agenda habló por mí. Dejé un mensaje anónimo para el policía que me había interrogado en el que le daba el código que permitía acceder a los datos de las microesferas. El forense las habría encontrado casi de inmediato, pero forzar el código y extraer la información mediante microscopía les habría llevado días.
Y luego esperé.
Cinco horas más tarde, más o menos a las tres de la madrugada, los dos hombres a los que había seguido se marcharon corriendo sin que nadie les sustituyera. Saqué mi foto de De Angelis y la examiné a la luz de la luna. Sigo sin entender qué era lo que tenía que me tenía hechizado. Era una ladrona o una idiota. Tal vez ambas cosas. Pero ya fuera por una o por otra, la habían matado.
—No te quedes ahí con esa sonrisa de satisfacción como si lo supieras todo —dije—. Al menos podrías desearme suerte.
El edificio era antiguo y estaba en mal estado. No tuve problemas para forzar la cerradura de la puerta principal, y aunque las escaleras no dejaron de crujir hasta que llegué a la última planta, no me encontré con nadie.
A través de la puerta del piso 712 se podía detectar un rastro de campos eléctricos que los delataba; parecía como si hubieran instalado diez tipos de alarma distintos. Forcé la cerradura del piso de al lado. Había una trampilla de acceso en el techo que por casualidad estaba justo encima del sofá. En el momento en que levantaba las piernas y cerraba la trampilla alguien gimió sin despertarse en el piso de abajo. La adrenalina y la claustrofobia, el allanamiento de morada en una ciudad extranjera, el miedo y la expectación, todo eso hacía que mi corazón latiera desbocado. Moví el haz de luz de la linterna de un lado para otro: los ratones salieron disparados por todas partes.
La trampilla correspondiente del piso 712 estaba tan protegida como la puerta. Me desplacé hasta otro punto del techo, levanté el aislante térmico, hice un agujero en la escayola y me descolgué en la habitación.
No sé qué esperaba encontrarme. ¿Un santuario cubierto de iconos y velas votivas? ¿Parafernalia ocultista y una pila de volúmenes polvorientos sobre las enseñanzas de los místicos eslavos?
En la habitación sólo había una cama, una silla y un equipo de RV conectado a la clavija del teléfono. Viena estaba al día. Incluso este piso destartalado tenía lo último en RDSI de banda ancha.
Le eché un vistazo a la calle; no se veía a nadie. Pegué la oreja a la puerta; si alguien estaba subiendo las escaleras, era mucho más sigiloso que yo.
Me puse el casco.
La simulación era un edificio, el más grande que había visto nunca. Se extendía a mi alrededor como un estadio, como un coliseo. A lo lejos —quizá a unos doscientos metros— había columnas gigantes de mármol que culminaban en arcos que a su vez sostenían un balcón con una barandilla de metal ornamentado, y otra serie de columnas, que sostenían otro balcón... y así sucesivamente hasta alcanzar seis niveles. El suelo era de baldosas o de parqué, con un delicado trenzado en forma de ángulo que dibujaba un motivo hexagonal complejo en rojo y oro. Alcé la vista y, deslumbrado, tuve que cubrirme la cara con los brazos (en vano). La nave de esta catedral imposible culminaba en una enorme cúpula, la escala no se podía calcular. La luz del sol se filtraba por docenas de ventanas en forma de arco que rodeaban la base. En lo alto, cubriendo la cúpula, había un mosaico figurativo de colores increíblemente exquisitos. La luminosidad hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas; conforme parpadeaba para librarme de ellas empecé a distinguir la escena. Una mujer tocada con un halo tendía su mano... Alguien apoyó el cañón de una pistola en mi garganta. Me quedé helado, esperando a que mi captor dijera algo. Después de algunos segundos, dije en alemán:
—Me gustaría que alguien me enseñara a moverme con tanto sigilo. —«Aquél que posee en verdad la palabra de Jesús puede entender también su silencio». San Ignacio de Antioquía —respondió una voz de hombre joven en un inglés con mucho acento.
Entonces debió de acercarse al panel de control del equipo y bajar el volumen. Yo mismo había tenido intención de hacerlo, pero me pareció un gesto inútil: de pronto me di cuenta de que había estado escuchando una capa de ruido blanco.
— ¿Le gusta lo que estamos construyendo? —dijo—. Se inspira en la Santa Sofía de Constantinopla, la iglesia de la Divina Sabiduría de Justiniano, pero no es una mera copia. La nueva arquitectura no tiene por qué hacer concesiones a la zafiedad de la materia. Ahora la original en Estambul es un museo, y antes se utilizó como mezquita durante cinco siglos. Pero no parece que a este lugar sagrado le aguarde ninguno de esos destinos.
—No.
—Trabaja para Luciano Masini, ¿verdad?
No se me ocurrió ninguna mentira plausible que me fuera a hacer más popular.
—Correcto.
—Le voy a enseñar una cosa.
Me quedé rígido, expectante, esperando a que me quitara el casco. Noté que se estaba moviendo porque el cañón de la pistola se desplazó un poco, entonces me di cuenta de que se estaba enfundando el guante de datos.
Señaló con la mano y cambió mi punto de vista. Me impresionó que pudiera hacerlo a ciegas. Fue como si me deslizara por el suelo de la catedral directamente hacia el santuario, que estaba separado de la nave por una enorme pantalla de rejilla dorada cubierta con cientos de iconos. Desde lejos la pantalla resplandecía con opulencia, era imposible discernir los personajes de los cuadros, las tablas de colores formaban un mosaico abstracto de extraña belleza.
Sin embargo, a medida que me iba acercando el efecto era abrumador.
Todas las imágenes estaban ejecutadas con el mismo estilo «tosco» bidimensional del que me había burlado en el cromo de béisbol que le faltaba a Masini. Pero aquí, acumulados todos juntos, me parecían mil veces más expresivos que cualquier pretenciosa obra maestra del Renacimiento. No era sólo el hecho de que los colores se hubiesen «restaurado» hasta alcanzar una exuberancia que ningún pigmento físico había tenido nunca: rojos y azules como seda luminosa, plateados como acero al blanco. La sencilla y estilizada geometría humana de las figuras —el ángulo de la cabeza inclinada en gesto de sufrimiento, la extraña y desapasionada súplica de los ojos alzados al cielo— parecía constituir todo un lenguaje de emociones, con una claridad y una precisión que superaba la barrera de cualquier entendimiento. Era como la escritura antes de Babel, como la telepatía, como la música.
O quizá el arma apoyada en mi garganta me ayudaba a expandir mi sensibilidad estética. Nada como una buena dosis de opiáceos endógenos para abrir las puertas de la percepción.
Mi captor dirigió mis ojos hacia un espacio vacío entre dos de los iconos.
—Ése es el sitio de Nuestra Señora de Chernóbil.
— ¿Chernóbil? ¿Se pintó allí?
—Masini no te contó nada, ¿verdad?
— ¿Qué es lo que no me contó? ¿Que el icono es en realidad del siglo XV?
—Del XV no. Del XX. 1986.
De repente lo vi todo claro, pero no dije nada.
Me contó toda la historia en un tono casual, como si él mismo la hubiese presenciado en persona.
—Uno de los fundadores de la Iglesia Verdadera trabajaba en el reactor número cuatro. Cuando se produjo el accidente recibió una dosis letal en pocas horas. Pero no murió al instante. Fue dos semanas después cuando realmente entendió la envergadura de la tragedia, cuando se dio cuenta de que no sólo iban a agonizar hasta morir cientos de voluntarios, bomberos y soldados en los meses siguientes, sino que morirían decenas de miles de personas en los próximos años. El suelo y el agua quedarían contaminados por décadas; las enfermedades se extenderían durante generaciones. Fue entonces cuando Nuestra Señora se le apareció en una visión y le dijo lo que tenía que hacer.
»Tenía que pintarla como la Virgen de Vladimir, copiándola hasta el más mínimo detalle, respetando la tradición. Pero en realidad él sería el instrumento para la creación de un nuevo icono que Ella santificaría convirtiéndolo en el receptáculo de toda la compasión de Su Hijo por el sufrimiento padecido, de Su regocijo por la valentía y el sacrificio mostrado por Su gente, y de Su voluntad de compartir la carga de la pena y el dolor por venir.
»Le dijo que mezclara un poco del combustible derramado con los pigmentos que utilizara y que cuando lo terminara lo escondiese hasta que pudiera ocupar su lugar en el iconostasio de la Única Iglesia
Verdadera.
Cerré los ojos y vi una escena de un documental de televisión: material filmado en película de celuloide justo después del accidente, la imagen cubierta de destellos y marcas fantasmales. Las trayectorias de las partículas grabadas en la emulsión. El efecto de la radiación sobre la película misma. Eso era lo que significaba el rasguño de Hengartner. Tanto si era un efecto real que apareció cuando hizo la fotografía del icono con una cámara moderna, como si era un añadido estilizado creado por ordenador, era un mensaje para cualquier posible comprador que supiera cómo leer el código: esto no es lo que se dice en el comentario. Esto es una rareza, un icono totalmente nuevo, un original. Nuestra Señora de Chernóbil. Ucrania. 1986.
—Me sorprende que lo pudieran meter en un avión —dije.
—Ahora la radiación apenas se puede detectar. La mayoría de los productos más peligrosos de la fisión decayeron hace años. De todas formas, si yo fuera usted no lo besaría. Es muy probable que se cargara a ese viejo supersticioso un poco antes de lo previsto.
¿Supersticioso?
—Hengartner... ¿pensaba que le iba a curar el cáncer?
— ¿Por qué otra razón iba a haberlo comprado? Fue robado en el 93, y estuvo desaparecido mucho tiempo, pero siempre hubo rumores sobre sus poderes milagrosos. —Su tono era despectivo—. No sé en qué religión creía ese vejestorio. Quizá en la homeopatía. Tal vez pensó que una dosis de lo que le enfermó podría curarle. Los mejores escáneres pueden detectar cualquier rastro de estroncio 90, por mínimo que sea, y datarlo con respecto a la fecha del accidente. Si fue Chernóbil lo que le provocó el cáncer lo habría sabido. Pero tú jefe, me imagino, no es más que un adepto a la mariolatría anticuado que piensa que puede salvar la vida de su nieta dilapidando todo su dinero en un santuario a la Virgen.
Tal vez pensaba que me estaba provocando. No me importaba una mierda lo que creyera o dejara de creer Masini, pero me entró una rabia inconsciente.
— ¿Y la mensajera? ¿Qué me dices de ella? ¿Para ti no era más que otra idiota, otra paleta supersticiosa?
Se quedó callado un rato. Noté cómo se cambiaba la pistola de mano. Sabía exactamente dónde estaba en este momento. Con los ojos cerrados, podía verlo delante de mí.
—Mi hermano le contó que había un chico de Kiev que se moría de leucemia en Viena y que quería tener la oportunidad de rezarle a Nuestra Señora de Chernóbil. —El desprecio había desaparecido de su voz por completo, así como la pomposa certeza de las escrituras—, Masini le había hablado de su sobrina. Sabía lo obsesionado que estaba. Sabía que nunca se separaría del icono de forma voluntaria, ni siquiera por un par de horas. De modo que aceptó llevarlo a Viena. Entregarlo un día más tarde. Ella no pensaba que fuera a curar a nadie. Me parece que ni siquiera creía en Dios. Pero mi hermano la convenció de que el chico tenía derecho a rezarle al icono, a encontrar algo de consuelo en eso. Aunque no tuviera cinco millones de francos suizos.
Di un puñetazo con todas mis fuerzas, el más fuerte que he dado en toda mi vida. El impacto de mi puño contra la carne y el hueso me estremeció por completo, como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Me aturdió tanto que no sabía si el chico había apretado el gatillo y me había volado media cara o no. Trastabillé y me quité el casco, un sudor helado goteaba de mi cara. Él estaba tendido en el suelo, se estremecía de dolor, el arma seguía en su mano. Me acerqué y le pisé la muñeca, luego me agaché y agarré la pistola fácilmente. Tenía catorce o quince años, era grande pero estaba escuálido y calvo. Le di una patada en las costillas, con saña.
—Y tú hiciste el papel del niño beato víctima de cáncer, ¿verdad?
—Sí.
Lloraba, pero no sabría decir si por el dolor o el remordimiento.
Le di otra patada.
— ¿Y luego la mataste? ¿Para hacerte con la mierda de la Virgen de Chernóbil que no puede hacer ningún puto milagro?
— ¡Yo no la maté! —berreó como un niño—. La mató mi hermano y ahora él también está muerto.
¿Su hermano estaba muerto?
— ¿Antón?
—Fue a hablarles de ti a los matones de Katulski. —Las palabras salían de su boca entre sollozos—. Pensó que ellos te mantendrían ocupado... y pensó que si estaban entretenidos contigo, tal vez nos daría tiempo a sacar el icono de la ciudad.
Debería habérmelo imaginado. ¿Qué mejor manera de localizar un icono robado que haciéndote pasar por traficante? ¿Y qué mejor forma de seguirle la pista a tus rivales que convirtiéndote en su informante?
— ¿Dónde está ahora?
No respondió. Me metí la pistola en el bolsillo de atrás, me agaché y lo cogí por los hombros. Debía de pesar unos treinta kilos como mucho. Puede que sí se estuviera muriendo de leucemia. En ese momento no me importaba lo más mínimo. Lo tiré contra la pared, dejé que cayera al suelo, lo levanté y lo volví a tirar. Le empezó a salir sangre de la nariz; se atragantaba y resoplaba. Lo levanté una tercera vez y me paré un momento para inspeccionar mi trabajo. Me di cuenta de que cuando le había pegado el puñetazo le había roto la mandíbula Y puede que hubiese hecho lo mismo con uno de mis dedos
—No eres nada. Nada. Un accidente histórico. El tiempo se tragará la época secular (y todos los cultos y las supersticiones blasfemas y desquiciadas) como una mota de polvo en una tormenta de arena. Sólo la Iglesia Verdadera perdurará. —Sonreía cubierto de sangre, pero no sonaba engreído o triunfante. Simplemente expresaba una opinión.
La pistola debía de haber alcanzado la temperatura del cuerpo en el bolsillo de mis vaqueros, porque cuando apoyó el cañón en mi nuca, al principio pensé que era su pulgar. Lo miré fijamente a los ojos, intentando leer sus intenciones, pero lo único que vi fue desesperación. Al fin y al cabo no era más que un niño solo en una ciudad extranjera, abrumado por las desgracias.
Deslizó el cañón por mi cabeza hasta que quedó apuntándome a la sien. Cerré los ojos y lo agarré sin querer.
—Por favor... —le dije.
Apartó la pistola. Abrí los ojos justo a tiempo de ver cómo se volaba los sesos.
Lo único que quería hacer era acurrucarme en el suelo y dormir, y luego despertarme para darme cuenta de que todo había sido un sueño. Sin embargo algún instinto mecánico me mantuvo activo. Limpié tanta sangre como pude. Me paré a escuchar, por si los vecinos se hubieran despertado. La pistola era un arma suiza ilegal con un silenciador integrado. El disparo en sí había producido un siseo apenas audible, pero no estaba seguro de lo alto que había estado gritando.
Llevaba guantes puestos desde el principio, por supuesto. Los de balística confirmarían que había sido un suicidio. Pero tendrían que buscarle explicación al agujero del techo y a la mandíbula partida y a las costillas rotas, y lo más probable es que hubiese muestras de mi pelo y de mi piel por toda la habitación. Al final tendría que haber un juicio. Tendría que ir a la cárcel.
Estaba casi a punto de llamar a la policía, demasiado cansado para pensar en escapar, demasiado asqueado por lo que había hecho. No es que hubiera matado literalmente al chico; sólo le había pegado y le había aterrorizado. Incluso ahora seguía enfadado con él; en parte era responsable de la muerte de De Angelis. Al menos tanto como yo lo era de la suya.
Y entonces la parte mecánica de mí mismo dijo: «Antón era su hermano. Es posible que se vieran el día que lo mataron; en la casa de Antón, o en el piso de la chica rubia. Es posible que pisaran el mismo suelo en algún momento. Que se limpiaran los pies en el mismo felpudo. Es posible que desde entonces haya cambiado el icono de escondite».
Saqué la agenda, me arrodillé junto a los pies del cadáver y envié el código.
Respondieron tres esferas.
Lo encontré justo antes del amanecer a las afueras de la ciudad, enterrado en los escombros de un edificio medio demolido. Seguía en el maletín, pero todos los cierres y las alarmas estaban desactivados. Lo abrí y me quedé observándolo un buen rato. Era igual que la fotografía del catálogo. Feo y monótono.
Me entraron ganas de partirlo en dos. De hacer un fuego y quemarlo allí mismo. Por su culpa habían muerto tres personas.
Pero no era tan sencillo.
Me senté encima de los escombros con la cabeza entre las manos. No podía fingir que no sabía lo que el icono significaba para sus legítimos dueños. Había visto la iglesia que estaban construyendo, el lugar al que pertenecía. Por muy apócrifa que fuera, había escuchado la historia de su creación. Aunque para mí toda esa cháchara sobre cómo la divina compasión por los muertos de Chernóbil se canalizaba en un crismas navideño radioactivo no eran más que gilipolleces sin sentido, ésa no era la cuestión. De Angelis tampoco creía en nada de eso y aun así había echado por tierra su trabajo, aun así había ido a Viena por voluntad propia. Yo podía seguir soñando con un mundo secular perfecto y racional todo lo que quisiera, pero a fin de cuentas tenía que vivir y actuar en el mundo real.
Estaba seguro de poder llevarle el icono a Masini antes de que me arrestaran. No esperaba que me fuera a traspasar todas sus posesiones terrenales, como me había prometido. Pero probablemente podría sacarle varios miles de millones de liras antes de que muriera la chica y con ella la gratitud del viejo. Suficiente para pagarme unos buenos abogados. Suficiente, tal vez, para no acabar entre rejas.
O podía hacer lo que debería haber hecho De Angelis a la hora de la verdad, en vez de defender los putos derechos de propiedad de Masini hasta la muerte.
Volví al piso. Había desactivado todas las alarmas antes de salir de él; esta vez pude entrar por la puerta. Me puse el casco y el guante de RV y escribí un mensaje invisible con la yema del dedo en el hueco vacío del iconostasio.
Entonces arranqué el cable de la clavija cortando la conexión y me fui a buscar un sitio para esconderme hasta que se hiciera de noche.
Nos vimos al filo de la medianoche, en la entrada del parque de atracciones que hay al noroeste de la ciudad, se podía ver la noria. Era otro niño asustado y prescindible que se hacía el valiente. Yo podía haber sido la policía, podía haber sido cualquiera.
Cuando le pasé el maletín lo abrió y miró su interior, luego se me quedó mirando como si fuera una especie de aparición divina.
— ¿Qué harás con él? —dije.
—Extraeré el verdadero icono de la representación física. Luego lo destruiré.
Estuve a punto de decirle: «Deberíais haber robado el archivo de imagen de Hengartner en vez del original, y nos habríais ahorrado a todos un montón de problemas». Pero no me atreví.
Me puso un panfleto en varios idiomas en la mano. Lo leí de camino al metro. Explicaba las diferencias teológicas entre la Iglesia Verdadera y las distintas versiones nacionales de la Iglesia ortodoxa. Al parecer todo se reducía a la cuestión de la encarnación: Dios se había transformado en información, no en carne, y cualquiera que no hubiese captado ese importante matiz tenía que ser corregido cuanto antes. Continuaba explicando cómo la Iglesia Verdadera unificaría el mundo ortodoxo y finalmente la cristiandad entera, y al mismo tiempo erradicaría las supersticiones, los cultos apocalípticos, los nacionalismos virulentos y el materialismo ateo. No se decía nada del antisemitismo o de poner bombas en mezquitas.
Las letras se difuminaron en la página a los pocos minutos de leerlas. ¿Un proceso activado al espirar dióxido de carbono? La verdad era que esta gente se había apropiado de los métodos de unos gurús muy raros.
Saqué la foto de De Angelis.
— ¿Era esto lo que querías de mí? ¿Estás satisfecha? No contestó. Rompí la imagen y dejé que los trozos cayeran al suelo revoloteando.
No cogí el metro. Necesitaba aire fresco para despejarme. Así que caminé de vuelta a la ciudad, avanzando entre las ruinas de un pasado incomprensible y los heraldos de un futuro inimaginable.
Fin