NO APUNTES CON EL DEDO (Isaac Asimov)
Publicado en
abril 20, 2014
El banquete de los Viudos Negros fue más bien tranquilo hasta que Rubin y Trumbull tuvieron una violenta disputa.
Mario Gonzalo había sido el primero en llegar, deprimido y turbado por algo que parecía agobiarlo.
Henry todavía estaba poniendo la mesa cuando Gonzalo llegó, pero se detuvo y con discreción le preguntó:
—¿Cómo se encuentra, señor?
—Supongo que bien —repuso Gonzalo encogiéndose de hombros—. Siento haberme perdido la última reunión, pero finalmente decidí ir a la policía y durante algunos días no estuve muy bien. No sé si podrán hacer algo, pero ahora depende de ellos. Casi desearía que no me hubiera dicho nada.
—Quizás no debí hacerlo.
Gonzalo volvió a encogerse de hombros.
—Escúcheme, Henry —dijo—. Llamé a cada uno de los muchachos y les conté la historia.
—¿Era necesario, señor?
—Tuve que hacerlo. Me habría sentido oprimido, si no. Además, no quería que pensaran que usted había fallado.
—No tenía eso importancia, señor.
Los otros llegaron uno a uno y por turno saludaron a Gonzalo con calurosas manifestaciones de bienvenida, que ostensiblemente ignoraban el recuerdo de hermanas asesinadas, y luego todos se sumieron en un silencio incómodo.
Avalon, que presidía en esa ocasión, parecía, como siempre, agregar la dignidad del cargo a su solemnidad natural. Tomó un sorbo de su primera copa y presentó a su invitado, un joven de cara agradable, cabello negro que ya comenzaba a escasear y bigote extraordinariamente grueso que parecía aguardar sólo los cambios necesarios en la moda para prolongarse en los extremos.
—Les presento a Simon Levy —dijo Avalon—, un escritor científico y un espléndido muchacho.
—¿No fue usted el que escribió un libro sobre el láser, llamado Los Avances de la Luz? —preguntó Emmanuel Rubin de inmediato.
—Sí —repuso Levy con la vigorosa complacencia del autor que inesperadamente se encuentra con que lo reconocen—. ¿Lo leyó usted?
Rubin, que cargaba, como siempre, con la inhibición de poseer el espíritu de un hombre de dos metros dentro de su estatura de un metro cincuenta y cinco, miró solemnemente a los otros a través de sus gruesos lentes y dijo:
—Lo leí y lo encontré bastante bueno.
La sonrisa de Levy se desvaneció como si considerara que "bastante bueno" no era nada bueno.
—Roger Halsted no estará con nosotros esta noche —anunció Avalon—. Se encuentra fuera de la ciudad. Envía sus disculpas y pidió que saludásemos de su parte a Mario si volvía.
—Nos salvamos de una estrofa —dijo Trumbull con una sonrisa desdeñosa.
—Me perdí la del mes pasado —dijo Mario—. ¿Era buena?
—No la habrías entendido, Mario —respondió Avalon con toda seriedad.
—¿Tan buena fue?
Luego las conversaciones fueron bajando de tono hasta llegar a ser casi un murmullo, y entonces surgió, de algún modo, el Acta de Unión. Más tarde, ni Rubin ni Trumbull pudieron recordar exactamente cómo.
En voz bastante más alta de lo que la conversación requería dijo:
—El Acta de Unión, que constituyó el Reino Unido con Inglaterra, Gales y Escocia, se convirtió en ley con el Tratado de Utrecht, en 1713.
—No, no fue así —dijo Rubin, mientras su barba escasa y de color pajizo se estremecía indignada—. El Acta se aprobó en 1707.
—¿Estás tratando de decirme, pedazo de bestia, que el Tratado de Utrecht fue firmado en 1707?
—No, no te estoy diciendo esto —grito Rubin con voz que alcanzó la furia de un rugido—. El Tratado de Utrecht fue firmado en 1713. Adivinaste por lo menos esa parte, sólo Dios sabe cómo.
—Si el Tratado fue firmado en 1713, entonces eso prueba lo del Acta de la Unión.
—No, en absoluto, porque el Tratado no tiene nada que ver con el Acta de la Unión, que es de 1707.
—¡Maldito seas! Te apuesto cinco dólares a que no sabes distinguir entre el Acta de la Unión y la Unión Ferroviaria.
—Aquí están mis cinco dólares ¿y los tuyos? ¿O no puedes darte el lujo de gastarte el salario de una semana que te pagan en ese empleo de mala muerte que tienes?
Se habían levantado y se inclinaban uno hacia el otro sobre la figura de James Drake, quien filosóficamente amontonaba cucharadas de crema sobre la última de sus papas asadas y se la comía.
—No sirve de nada que sigan gritándose, amigos bestias. Consúltenlo —dijo Drake.
—¡Henry! —aulló Trumbull.
Hubo una pequeñísima demora ya poco llegó Henry con la tercera edición de la Enciclopedia Columbia.
—Asumo mis facultades de presidente de esta reunión —dijo Avalon—. Yo verificaré como observador imparcial.
Comenzó a volver las páginas del grueso volumen, diciendo:
—Unión, unión, unión, ¡ah!, Acta de. —Casi de inmediato dijo—: 1707. Manny gana. Tú pagas, Tom.
—¿Qué? —gritó Trumbull, enfurecido—. Déjame ver eso.
Silenciosamente, Rubin recogió los dos billetes de cinco dólares y en tono reflexivo dijo:
—Un buen libro de consulta, la Enciclopedia Columbia. Es el mejor libro de consulta en un solo tomo que hay en el mundo, y más útil que la Británica, aunque malgaste algunas páginas refiriéndose a Isaac Asimov.
—¿A quién? —preguntó Gonzalo.
—Asimov. Un amigo mío. Escritor de ciencia-ficción y patológicamente presumido. Lleva un ejemplar de la enciclopedia a las fiestas y dice: "Hablando de cosas concretas, la Enciclopedia Columbia tiene un excelente artículo sobre eso, 249 páginas después de un artículo que han escrito sobre mí. Permítame mostrarle". Luego señala el artículo sobre él.
Gonzalo lanzó una carcajada.
—Se parece mucho a ti, Manny.
—Dile eso y te matará... si no lo hago yo primero.
Simon Levy se volvió hacia Avalon y dijo:
—¿Hay siempre discusiones como ésta, Jeff?
—Muchas discusiones —dijo Avalon—, pero generalmente no llegan al extremo de apuestas y consultas. Cuando eso sucede, Henry está preparado. Tenemos no sólo la Enciclopedia Columbia, sino también ejemplares de la Biblia, tanto en su versión antigua como en la moderna, el Diccionario Webster, en edición no abreviada, por supuesto, el Diccionario Biográfico Webster, el Diccionario Geográfico Webster, el Diccionario Breuer de Frases y Fábulas y las Obras Completas de Shakespeare. Esa es toda la biblioteca de los Viudos Negros y Henry es el encargado. Generalmente soluciona todas las discusiones.
—Siento haber preguntado —dijo Levy.
—¿Por qué?
—Mencionaste a Shakespeare y su sólo nombre a estas alturas me provoca náuseas.
—¿Shakespeare? —Avalon miró a su invitado con solemne desaprobación.
—No te quepa la menor duda. He estado viviendo con él, prácticamente, leyéndolo de atrás para adelante, y si oigo una vez más "Vete aun convento" u "¡oh, venganza...!", creo que voy a vomitar.
—Conque así es, ¿eh? Bueno, espera... Henry, ¿falta poco para el postre?
—En seguida, señor. Coupe aux marrons.
—¡Bien!... Espera a que terminemos el postre y continuaremos, Simon.
Diez minutos más tarde, Avalon hizo tintinear su copa para acallar a la asamblea.
—En virtud de mi cargo —dijo—, comunico que ha llegado la hora de la gran inquisición, como siempre. Pero nuestro honorable invitado ha dejado escapar que durante dos meses ha estado estudiando a Shakespeare con gran concentración y pienso que eso ha de ser investigado. Tom, ¿quieres hacer los honores del caso?
Trumbull estaba indignado.
—¿Shakespeare? ¿Quién diablos quiere hablar de Shakespeare?
Su humor no era de los mejores después de la pérdida de los cinco dólares y la expresión de elegante superioridad de Rubin.
—Es mi privilegio como presidente —dijo Avalon firmemente.
—Hum. Está bien. Sr. Levy, como escritor científico, ¿cuál es su relación con Shakespeare?
—Como escritor científico, ninguna. —Hablaba con un claro acento de Brooklyn—. Simplemente estoy en pos de tres mil dólares.
—¿En Shakespeare?
—En algún lugar de Shakespeare. No puedo decir que haya tenido mucha suerte, sin embargo.
—Está jugando a las adivinanzas, Levy. ¿Qué quiere decir con eso de tres mil dólares en algún lugar de Shakespeare que no puede encontrar?
—Bueno, es una historia complicada.
—¿Y? Cuéntela. Para eso estamos aquí. Es una vieja regla que nada de lo que se dice en esta habitación puede repetirse afuera bajo ninguna circunstancia, de modo que hable libremente. Si usted se pone aburrido, ya nos encargaremos de detenerlo. No se preocupe por eso.
Levy extendió sus brazos.
—Muy bien, pero déjenme terminar mi té.
—Adelante. Henry se lo traerá, ya que usted no es lo suficientemente civilizado como para tomar café... ¡Henry!
—Sí, señor —susurró Henry.
—No empiece hasta que él vuelva —dijo Trumbull—. No queremos que él se pierda nada de esto.
—¿El mozo?
—Es uno de nosotros. El mejor de todos.
Henry llegó con el té y Levy dijo:
—Es un asunto de herencia, en cierto modo. No se trata de que la propiedad familiar esté en juego, ni de millones en joyas ni nada por el estilo. Son solamente tres mil dólares que no necesito realmente, pero que sería agradable tener.
—¿Una herencia de quién? —preguntó Drake.
—Del abuelo de mi mujer. Murió hace dos meses, a la edad de setenta y seis. Había vivido con nosotros durante cinco años. Un poco fastidioso, pero era un buen tipo; y, siendo de la familia de mi mujer, ella se encargaba de todo. Se sentía agradecido hacia nosotros, en cierto modo, por tenerlo en casa. No tenía otros descendientes, y si no estaba con nosotros no le quedaba más que algún hogar para ancianos.
—Al grano con la herencia —dijo Trumbull mostrando señales de impaciencia.
—El abuelo no era rico pero tenía unos pocos miles. Cuando llegó a casa nos contó que había comprado acciones negociables por valor de tres mil dólares y que nos las daría cuando muriera.
—¿Por qué cuando muriera? —preguntó Rubin.
—Supongo que al viejo le preocuparía que nos cansáramos de él. Mantenía los tres mil dólares como una recompensa por buena conducta. Si todavía estaba con nosotros cuando muriera, nos daría las acciones; si lo echábamos, no lo haría. Supongo que eso era lo que pensaba. Las escondió en diferentes lugares. Los viejos suelen ser cómicos. De vez en cuando solía cambiar el lugar del escondite cuando comenzaba a temer que las pudiéramos encontrar. Por supuesto, generalmente las encontrábamos antes que pasara mucho tiempo, pero nunca se lo decíamos y jamás las tocamos. Las puso en la canasta de la ropa sucia y tuvimos que devolvérselas y pedirle que las pusiera en otro lado porque tarde o temprano terminarían en la máquina lavadora. Eso sucedió en la época en que tuvo un pequeño ataque... No hubo relación entre las dos cosas, de eso estoy seguro, pero después de eso se hizo un poco más difícil manejarlo. Se fue poniendo hosco y no hablaba mucho. Le costaba mover la pierna derecha y eso le recordaba la muerte. Después de eso parece que escondió las acciones con más cuidado porque les perdimos la pista, aunque no le dimos mucha importancia. Supusimos que nos diría dónde estaban cuando él se sintiera preparado para hacerlo. Después, hace dos meses, mi hijita Julia que es la menor, vino corriendo a decirnos que el abuelo estaba tendido sobre el sofá y que lo notaba raro. Corrimos ala sala y nos dimos cuenta de que había sufrido otro ataque. Llamamos al doctor, pero se veía claramente que tenía afectado totalmente el lado derecho. No podía hablar. Podía mover los labios y emitir sonidos, pero no pronunciaba palabras. No dejaba de mover su brazo izquierdo intentando hablar, y yo le pregunté: "Abuelo, ¿estás tratando de decirnos algo?" El sólo pudo hacer una señal temblorosa de asentimiento. "¿Sobre qué?", le pregunté, pero sabía que no podía decírmelo, de modo que le dije: "¿Son las acciones?" Nuevamente una señal. "¿Quieres que las tengamos nosotros?" Otra vez una señal afirmativa y su mano comenzó a moverse como si intentara señalar algo. " ¿Dónde están?", le pregunté. Su mano izquierda tembló y continuó señalando. No pude evitar decir: " ¿Qué estás señalando, abuelo?", pero él no pudo decírmelo. Su dedo seguía señalando ansiosa y temblorosamente y su rostro parecía desesperado cuando intentaba hablar y no podía. Sentí lástima por él. Nos quería dar las acciones, recompensarnos y se estaba muriendo sin poder hacerlo. Mi mujer, Caroline, lloraba y decía: "Déjalo tranquilo, Simon", pero yo no podía dejarlo. No podía dejarlo morir desesperado. "Tendremos que mover el sofá hacia donde está apuntando", dije. Caroline no quería, pero el viejo seguía moviendo la cabeza. Caroline tomó el sofá de un extremo y yo del otro y lo movimos, poco a poco, tratando de no sacudirlo. No era muy liviano, tampoco. Su dedo seguía señalando, siempre señalando. Volvió la cabeza en dirección a donde estábamos moviendo y lanzaba gemidos como para indicar si lo llevábamos en dirección correcta o no. Yo le decía, "¿Más a la derecha, abuelo?" "¿Más hacia la izquierda?" Y de vez en cuando él afirmaba. Finalmente logramos ponerlo frente a los estantes de libros y él giró lentamente la cabeza. Yo hubiera querido ayudarle, pero temía hacerle mal. Logró volver la cabeza hacia el otro lado y miró fijamente los libros por largo rato. Luego su dedo se fue moviendo a lo largo de las filas de libros hasta señalar uno en particular. Era un ejemplar de las Obras de Shakespeare, " ¿Shakespeare, abuelo?", le pregunté. No contestó, no hizo ninguna señal afirmativa, pero sus facciones se relajaron y dejó de hacer esfuerzos por hablar. Supongo que no me oyó. Algo parecido a una semi sonrisa le levantó el ángulo de la boca y murió. Vino el doctor, el cuerpo fue trasladado y se hicieron los arreglos necesarios para el funeral. No fue sino después del funeral cuando volvimos a Shakespeare. Creímos que se podía esperar y no nos parecía correcto dedicarnos a eso antes de ocuparnos del viejo. Supuse que en el volumen de Shakespeare habría algo que nos indicaría dónde estaban las acciones, y entonces recibimos el primer shock. Volvimos todas las páginas, una por una, y no había nada en él. Ni un pedazo de papel. Ni una palabra.
—¿Y en la encuadernación? —preguntó Gonzalo—. Entre el lomo y el material que engoma las páginas... Ud. sabe lo que quiero decir...
—Nada, allí.
—¿Quizás alguien lo tomó?
—¿Cómo? Los únicos que lo sabíamos éramos Caroline y yo. No parece que haya habido un robo. Finalmente pensamos que en algún lado del libro debía de haber alguna pista, en lo que estaba escrito, en las obras teatrales... Esa fue idea de Caroline. En los últimos dos meses he leído cada palabra de las obras teatrales de Shakespeare; cada palabra de sus sonetos y sus poemas diversos... Dos veces los he leído. No he conseguido nada.
—Al diablo con Shakespeare —dijo Trumbull en tono pendenciero—. Olvídese de la pista. Debió dejarlas en algún lado de la casa.
—¿Por qué piensa eso? —preguntó Levy—. Puede haberlas depositado en la caja fuerte de algún banco, si es por eso. Iba de un lado a otro, incluso después de su primer ataque. Después que encontramos las acciones en el canasto de la ropa sucia, puede haber pensado que la casa no era segura.
—De acuerdo, pero puede ser que a pesar de eso las haya puesto en algún lugar de la casa. ¿Por qué no buscan?
—Lo hicimos. O por lo menos Caroline lo hizo. Así fue cómo dividimos el trabajo. Ella registró la casa, que es grande y espaciosa -razón por la cual pudimos traer al abuelo a vivir en ella-, y yo registré a Shakespeare, y ambos terminamos en cero.
Avalon se alisó el entrecejo pensativo y dijo:
—Veamos, no hay razón por la que no podamos utilizar la lógica en esto. Supongo, Simon, que tu abuelo nació en Europa.
—Sí. Vino a los Estados Unidos cuando era adolescente, justo cuando comenzaba la primera Guerra Mundial. Logró salir a tiempo.
—Supongo que no tuvo grandes estudios.
—Ninguno en absoluto —dijo Levy—. Entró a trabajar en el taller de un sastre, finalmente pudo instalar su propio taller y siguió siendo sastre hasta que se jubiló. No tuvo ninguna educación, excepto la típica educación religiosa que los judíos se daban unos a otros en la Rusia zarista.
—Y entonces, ¿cómo crees que pueda indicarte ciertas pistas en las obras de Shakespeare? No debe de haberlas conocido en absoluto.
Levy arrugó el ceño y se echó hacia atrás en su silla. No había tocado el coñac que Henry había puesto frente a él hacía un rato, pero entonces lo tomó, hizo girar el tallo de la copa con suavidad y volvió a colocarla sobre la mesa.
—Estás sumamente equivocado, Jeff —dijo en tono distante—. Puede ser que no haya tenido una educación, pero era bastante inteligente y había leído mucho. Sabía la Biblia de memoria y de adolescente había leído La Guerra y la Paz. Leyó mucho a Shakespeare, también. Cierta vez fuimos a ver una representación de Hamlet en un parque y él entendió y gozó la obra mucho más que yo.
Rubin interrumpió atropelladamente.
—No tengo la menor intención de volver a ver Hamlet hasta que pongan un Hamlet que se parezca a lo que Hamlet debió de haber sido. ¡Gordo!
—¡Gordo! —dijo Trumbull, indignado.
—Sí, gordo. La reina dice de Hamlet en la última escena: "Es gordo y corto de aliento". Si Shakespeare dice que Hamlet era gordo...
—La que habla allí es su madre, no Shakespeare. Es un típico exceso de solicitud maternal de una mujer no muy brillante...
Avalon golpeó la mesa.
—¡Ahora no, señores! —dijo, y se volvió hacia Levy—. ¿En qué idioma leía tu abuelo la Biblia?
—En hebreo, por supuesto —dijo Levy fríamente.
—¿Y La Guerra y la Paz?
—En ruso. Pero a Shakespeare, para tu conocimiento, lo leía en inglés.
—La cual no era su lengua nativa. Supongo que lo hablaba con cierto acento.
La frialdad de Levy había descendido a la temperatura del hielo.
—¿A qué quieres llegar, Jeff?
—Ejem —hizo Avalon—. No soy ningún antisemita. Estoy señalando simplemente el hecho obvio de que si el abuelo de tu mujer no estaba familiarizado con el idioma, no hay modo de saber con cuánta sutileza puede haber utilizado a Shakespeare como referencia. No es probable que usara la frase "y allí se sienta el bufón", de la obra Ricardo II, porque por muy leído que fuese no creo que supiera qué significa.
—¿Qué significa? —preguntó Gonzalo.
—No importa —dijo Avalon, impaciente—. Si tu abuelo utilizó a Shakespeare, tiene que ser alguna referencia perfectamente obvia.
—¿Cuál era la obra de teatro favorita de su abuelo? —preguntó Trumbull.
—Le gustaba Hamlet, por supuesto. Sé que no le gustaban las comedias —repuso Levy— porque le parecía que el humor de ellas era poco digno y porque las historias no significaban nada para él... Espere: le gustaba Otelo.
—Está bien —dijo Avalon—. Deberíamos concentrarnos en Hamlet y en Otelo.
—Las leí —dijo Levy—. No pensarán que las dejé aun lado.
—Y debe de haber sido un pasaje bien conocido —continuó Avalon, sin prestarle atención—. A nadie se le puede ocurrir que el sólo hecho de señalar a Shakespeare pueda ser una clave útil si se trata de encontrar alguna línea entre tantas.
—La única razón por la que lo señaló —dijo Levy—, es porque no podía hablar. Puede ser que haya sido algo muy oscuro y que él habría podido explicar de poder hablar.
—Si hubiera podido hablar —dijo Drake con lógica— no habría tenido que explicar nada: les habría dicho dónde estaban las acciones, simplemente.
—Exactamente —dijo Avalon—. Bien dicho, Jim. Simon, dijiste que después que el anciano señaló hacia Shakespeare, su rostro se relajó y dejó de hacer esfuerzos por hablar. Sintió que les había entregado todo lo que necesitaban saber.
—Pero no lo hizo —dijo Levy con tristeza.
—Usemos la lógica, entonces —dijo Avalon.
—¿Tenemos que hacerlo? —dijo Drake—. ¿Por qué no preguntarle a Henry, ahora...? Henry, ¿qué verso de Shakespeare serviría para nuestros propósitos?
Henry, que estaba retirando silenciosamente los platos de postre, dijo:
—Tengo cierto conocimiento de las obras de Shakespeare, señor, pero debo admitir que no se me ocurre ningún verso apropiado.
Drake pareció desilusionado, pero Avalon dijo:
—Vamos, Jim, Henry se ha desempeñado muy bien en otras ocasiones, pero no es necesario creer que estamos indefensos sin él. Me jacto de conocer a Shakespeare bastante bien.
—Yo no soy ningún novicio, tampoco —dijo Rubin.
—Entonces, entre los dos, solucionemos esto. Consideremos a Hamlet primero. Si es Hamlet, entonces tiene que ser uno de los monólogos, porque son las partes más conocidas del drama.
—En realidad—dijo Rubin—, el verso "Ser o no ser, la alternativa es ésa", es el más conocido de Shakespeare. Eso lo define del mismo modo que el "Cuarteto" de Rigoletto tipifica a la ópera.
—Estoy de acuerdo —dijo Avalon—. Ese monólogo habla de muerte y el viejo se estaba muriendo. "Morir: dormir; no más, y con un sueño pensar que concluyeron las congojas, los mil tormentos..."
—Sí, pero ¿de qué sirve eso? —dijo Levy impaciente—. ¿A dónde nos lleva?
Avalon, quien siempre recitaba a Shakespeare en lo que él insistía que era una pronunciación Shakespeareana (y que sonaba extraordinariamente parecida al dialecto irlandés), dijo:
—Bueno, no estoy seguro.
—¿No es en Hamlet donde Shakespeare dice, "la comedia y con su ayuda"? —dijo de pronto Gonzalo.
—Sí —dijo Avalon—. "La comedia: con su ayuda la conciencia del Rey veré desnuda."
—Bien —dijo Gonzalo—. Si el viejo estaba señalando un libro de drama, quizás ésa sea la línea que buscamos. ¿No tiene la foto de un rey, o un grabado, o un mazo de cartas, quizá?
Levy alzó los hombros.
—Eso no me dice nada.
—¿Y Otelo? —preguntó Rubin—. Escuchen. La parte más conocida de la obra es el discurso de Yago sobre la reputación: "Ay, querido jefe mío; la buena reputación, así en el hombre como en la mujer".
—¿Y? —preguntó Avalon.
—Y el verso más famoso, que el viejo seguramente tenía que conocer porque es el que todo el mundo conoce, incluso Mario, es "Poco roba quien roba mi dinero: antes fue algo, después nada; antes mío, ahora suyo...".
—¿Y? —dijo Avalon otra vez.
—Y suena como si se refiriera a la herencia: "Lo que era mío, suyo es". Y también suena como si no hubiera herencia: "Quien roba mi dinero, poco roba".
—¿Qué quiere decir con eso de que no hay herencia?
—Después que encontraron las acciones en el canasto de la ropa perdieron la pista de ellas, según usted dijo. Quizás el viejo las llevó a algún lado para que estuvieran seguras y no recordó a dónde. O quizá se le traspapelaron, o las regaló, o las perdió dándoselas a alguien a quien creía de confianza. Sea lo que fuere, ya no podía explicárselo sin hablar. De modo que para morir en paz, le señaló las obras de Shakespeare. Ustedes recordarían la línea más conocida de su drama preferido, que dice que su bolsa es sólo basura... y es por eso que no encontraron nada.
—No lo creo —dijo Levy—. Le pregunté si quería darnos las acciones y él hizo una señal afirmativa.
—Todo lo que podía hacer era afirmar con la cabeza y en realidad él hubiera querido dejárselas a ustedes, pero eso era imposible... ¿Está de acuerdo conmigo, Henry?
Henry, que había terminado sus tareas y escuchaba silenciosamente, dijo:
—Me temo que no, Sr. Rubin.
—Yo tampoco —dijo Levy.
Pero Gonzalo estaba haciendo chasquear los dedos.
—Esperen, esperen. ¿No dice Shakespeare algo sobre acciones?
—¿En su época...? —dijo Drake sonriendo—. No creo.
—Estoy seguro —dijo Gonzalo—. Algo respecto a lo nominado en los títulos.
—¡Ah! ¿Te refieres a "así está escrito en el título"? —dijo Avalon—. El título era un contrato legal y se refería a si algo estaba incluido en las condiciones del contrato.
—Esperen un poco. Ese contrato... ¿no implicaba la suma de tres mil ducados? —preguntó Drake.
—¡Dios mío!, así era —dijo Avalon. Gonzalo sonreía de oreja a oreja.
—Creo que encontré la pista: títulos que se refieren a tres mil unidades de dinero. En esa obra es donde hay que buscar.
Henry interrumpió con calma.
—Dudo que sea así, señores. La obra en cuestión es El Mercader de Venecia, y la persona que pregunta si eso estaba incluido en el título es el judío Shilock que perseguía una cruel venganza. Seguramente esa obra no era del agrado del anciano.
—Así es —dijo Levy—. Shilock era un insulto para él... y no es muy agradable para mí tampoco.
—Y el pasaje que dice: "¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? —preguntó Rubin.
—Al abuelo no le habría gustado —dijo Levy— porque pregunta algo que es evidente y exige una igualdad que el abuelo en el fondo no podía estar dispuesto a conceder, ya que se sentía superior por ser de los únicos elegidos de Dios.
Gonzalo estaba desilusionado.
—Me parece que no vamos a ningún lado.
—No, no creo que estemos logrando nada —reconoció Levy—. Leí todo el libro. Leí todos los parlamentos cuidadosamente, todos los pasajes que ustedes mencionaron. Ninguno de ellos me dijo nada.
—Quizá no, pero puede ser que estés pasando por alto algo más sutil —dijo Avalon.
—Vamos, Jeff, tú eres el que dijo que no podía ser sutil. El abuelo estaba pensando en algo hecho a mi medida ya la de mi mujer. Era algo que podíamos adivinar y probablemente adivinar en seguida; y no lo hicimos.
—Quizá tenga razón —admitió Drake—. Quizá sea algún dicho o chiste.
—Es lo que acabo de decir.
—Entonces ¿por qué no prueba a la inversa? ¿No puede recordar algún chiste de él, alguna frase... ¿Hay alguna expresión que él utilizara siempre?
—Sí. Cuando alguien no le gustaba decía: "Que le vengan dieciocho años negros".
—¿Qué tipo de expresión es ésa? —preguntó Trumbull.
—En idish es bastante común —dijo Levy—. Otra era: "Le servirá tanto como las ventosas a un muerto".
—¿Y eso qué significa? —preguntó Gonzalo.
—Se refiere a las ventosas. Se pone un papel encendido dentro de un pequeño vaso redondo y luego se aplica la abertura sobre la piel. El papel se apaga pero deja un vacío parcial en el vaso y eso hace que la circulación suba a las capas superficiales. Naturalmente, las ventosas no pueden mejorar la circulación de un muerto.
—Muy bien —dijo Drake—. ¿Hay algo en eso de los dieciocho años negros o las ventosas que les recuerde a Shakespeare?
Hubo un doloroso silencio y finalmente Avalon dijo:
—No me dicen nada.
—E incluso si le recordara algo, ¿de qué serviría? —dijo Levy—. ¿Qué significaría? Escúchenme. Yo estoy en esto desde hace dos meses. No me lo van a solucionar en dos horas.
Drake se volvió hacia Henry nuevamente y dijo:
—¿Por qué se queda ahí parado, Henry? ¿No nos puede ayudar?
—Lo siento, Dr. Drake. Pero ahora me parece que todo el asunto de Shakespeare es una pista falsa.
—No —dijo Levy—. No puede decir eso. El viejo señaló las Obras Completas sin lugar a dudas. La punta de su dedo estaba aun centímetro de distancia. No puede haber sido otro libro.
—Dígame, Levy: no nos está haciendo perder el tiempo, ¿no? ¿No nos está contando un montón de mentiras para hacernos quedar como bestias? —preguntó de pronto Drake.
—¿Qué? —dijo Levy sorprendido.
—Nada, nada —intervino Avalon rápidamente—. Está pensando en lo que ocurrió en otra ocasión, nada más. Cállate, Jim.
—Escúchenme —dijo Levy—. Les estoy diciendo exactamente lo que sucedió: señalaba hacia Shakespeare.
Hubo un breve silencio y luego Henry suspiró y dijo:
—En los cuentos de misterio...
—¡Oigan, oigan! —interrumpió Rubin.
—En los cuentos de misterio —repitió Henry— la clave del moribundo es un recurso común, pero yo nunca he podido tomarlo en serio. El moribundo ansioso por dar una información a último momento siempre aparece como un individuo, que da las más complejas claves. Su cerebro agonizante, que cuenta sólo con dos minutos de gracia, elabora un esquema que intrigaría a un cerebro sano que contara con horas para descubrirlo. En este caso en particular, tenemos a un anciano que se está muriendo de un ataque de parálisis y que, supuestamente, ha inventado rápidamente una clave que un grupo de hombres inteligentes no puede descubrir, sin contar con que uno de ellos ha estado estudiándola durante dos meses. Puedo solamente concluir que tal clave no existe.
—Entonces ¿por qué señaló a Shakespeare, Henry? —dijo Levy—. ¿Eran solamente desvaríos de un moribundo?
—Si su historia es correcta —dijo Henry—, indudablemente debo creer que estaba intentando hacer algo. No puede, sin embargo, haber inventado una clave. Estaba haciendo lo único que su mente moribunda le permitía hacer: señalar hacia las acciones.
—Perdón —dijo Levy ofendido—. Yo me encontraba allí. Estaba señalando hacia Shakespeare.
Henry sacudió la cabeza.
—Sr. Levy, ¿podría señalar hacia la Quinta Avenida? —dijo. Levy pensó un momento, evidentemente orientándose, y luego señaló.
—¿Está señalando la Quinta Avenida? —preguntó Henry.
—Bueno, la entrada del restaurante está sobre la Quinta Avenida, de modo que estoy apuntando hacia allá.
—Me parece, señor —dijo Henry—, que lo que está usted señalando es un cuadro del Arco de Tito colocado sobre la pared oeste de la habitación.
—Bueno, claro que sí; pero la Quinta Avenida está detrás.
—Exactamente, señor. De modo que sólo sé que está señalando hacia la Quinta Avenida porque usted me lo ha dicho. Habría podido estar señalando hacia el cuadro o hacia cualquier punto del espacio delante del cuadro, o hasta el río Hudson, o hacia Chicago, o hacia el planeta Júpiter. Si usted señala nada más, sin dar una indicación, verbal o de otro tipo, sobre lo que usted está señalando, me está indicando una dirección y nada más.
Levy se frotó la barbilla.
—¿Quiere decir que mi abuelo estaba indicando una dirección solamente?
—Así debió de ser. No dijo que estuviera señalando hacia Shakespeare. Señaló, simplemente.
—Muy bien. Pero ¿hacia qué señalaba entonces? Él... él... —Cerró los ojos alisándose el bigote mientras se orientaba en la habitación de su casa—. ¿Hacia el puente Verrazano?
—Probablemente no, señor —dijo Henry—. Él señalaba en dirección de las Obras Completas. Su dedo se encontraba a un centímetro del libro. ¿Qué había detrás del libro, Sr. Levy?
—El estante. La madera de la estantería, y cuando sacamos el libro no había nada detrás. No había nada apretado contra la madera, si es eso lo que usted busca. Lo habríamos visto en seguida si hubiera habido cualquier cosa allí.
—¿Y detrás de las estanterías, señor?
—La pared.
—¿Y entre la pared y la estantería, señor?
Levy permaneció en silencio. Pensó por un momento y nadie interrumpió sus pensamientos.
—¿Hay teléfono aquí, Henry? —preguntó.
—Le traeré uno, señor.
Un instante después puso el aparato frente a Levy y lo enchufó. Levy marcó un número.
—¡Hola, Julia! ¿Qué estás haciendo levantada tan tarde? Olvídate de la televisión y vete a la cama. Pero primero llama a mamá, querida... Hola, Caroline; habla Simon... Sí, lo estoy pasando bien; pero escúchame, Caroline, escúchame. ¿Te acuerdas de la estantería donde está Shakespeare? Sí, ese Shakespeare. Por supuesto. Sepárala de la pared... La estantería... Está bien, pero puedes sacar los libros de los estantes, ¿no? Sácalos todos, si es necesario, y ponlos en el suelo... No, no, separa simplemente el extremo de la estantería que está cerca de la puerta; sepárala unos pocos centímetros; solamente lo suficiente como para mirar detrás y dime si ves algo... Fíjate donde debió haber estado el libro de Shakespeare... Esperaré, sí.
Esperaron como congelados sin cambiar de posición. Levy estaba visiblemente pálido. Pasaron cerca de cinco minutos.
—¿Caroline? Está bien, cálmate. ¿Moviste...? Muy bien, muy bien. Pronto estaré allá. —Colgó el auricular y dijo—: Esto supera todo lo pensado. El viejo las había fijado en la parte posterior de las estanterías. Debe de haber movido ese mueble en algún momento que salimos. Me extraña que no haya tenido un ataque justo entonces.
—Fue Henry otra vez —dijo Gonzalo.
—El salario de un detective es de trescientos dólares, Henry —dijo Levy.
—El club me paga bien y los banquetes son un placer para mí, señor. No tengo necesidad de más —concluyó Henry.
Levy enrojeció levemente y cambió de tema.
—Pero ¿cómo descubrió el truco, cuando el resto de nosotros...?
—No fue difícil. El resto de ustedes agotó todas las pistas falsas y luego yo sugerí lo que restaba, simplemente.
Fin