LOS MONSTRUOS DEL GENIO (Vonda N. McIntyre)
Publicado en
marzo 02, 2014

Lanzarse hacia un punto luminoso en un estanque profundo... Nacer... Bien, Lais recordaba aquello, una transición suave de un líquido cálido a un ambiente cálido, un brusco ascenso en el timbre de los sonidos, el toque cuidadoso de las manos, la conmoción de la primera respiración. Ella nunca había dicho a nadie que su fácil paso había carecido de cierta cualidad, quizás un rito que la habría hecho enteramente humana. En alguna parte había una mujer que se había ahorrado el dolor del nacimiento de Lais; en todas partes había gente que causaba dolor y que, al causarlo, lo experimentaba también, pagando así una deuda que Lais no cargaba. Dormir encogida en posición fetal no le era nada cómodo: la matriz en donde había sido formada le pareció una prisión desde el momento en que fue consciente de ella. Pero el Instituto se negaba a criar sus fetos a la luz. Los admiradores del Instituto eran normales y habían nacido normalmente. Si alguna vez fueron prenatalmente conscientes, el recuerdo había sido borrado u olvidado. No podían comprender la frustración de los Miembros del Instituto, o tal vez la idea de criaturitas pisciformes que atisbaban, observaban, aprendían... Era insoportable hasta para ellos.
La muda impaciencia de Lais con un mundo cada vez más restringido se calmó solamente con su nacimiento, y con la luz, que puso en libertad un sentido que creyó que le faltaba pero que no podía imaginar en absoluto. Tras razonar que algo como el nacimiento debe ocurrir, Lais estuvo mucho más calmada en reclusión que apenas un poco antes. Cuando se dio cuenta por primera vez de que estaba atrapada, cuando creció lo bastante para tocar por primera vez los horizontes de su esfera, Lais se había mostrado inteligente pero alocada, recelosa y fácilmente enojable. Se había sacudido en busca de escape; nada reparó en su breve locura. Las paredes tenían una superficie esponjosa, eran duras debajo; cedieron ligeramente, pero retuvieron a Lais. Las paredes implicaban algo más allá de la oscuridad, y le permitieron imaginarlo. Todos sus sentidos estaban dentro de la prisión, por lo que Lais imaginó estar vuelta al revés para ser liberada de la traba. Esperó dolor.
Mientras aguardaba, a veces deseó ser aún un primate inferior, pequeño y estúpido en medida suficiente para aceptar el líquido cálido y salado como universo. Mientras pateaba y tentaba con pies y manos torpes, echando de menos la potente propulsión de su cola esfumada, Lais estaba cambiando. Esa fue la primera vez que pensó que el espectro de sus sentidos podía carecer de una parte vital. Su ambiente era ahora más extraño que cuando ella era un pequeño anfibio, apenas consciente, de larga cola y libre en un mundo inmenso. Antes de eso, sus recuerdos eran impresiones cinéticas, de branquias bombeando, un corazón palpitando, las lentas, periódicas vibraciones que nunca variaban.... el pez negro con motas plateadas se colocó en una sombra a los pies de Lais, inmóvil pero agitándose al parecer bajo la neblina y la inquieta superficie del agua. Lais se encorvó en su gruesa chaqueta. Las ramas acodadas de un árbol nudoso la protegían del aguanieve, pero no del viento. Se estremeció. En lo alto, el vapor que se alzaba del estanque se condensaba en gotas enormes en las partes inferiores de agujas verde oscuro, y volvía a caer. El árbol olía a frío y acritud. Más allá del cobijo de Lais, las formas de esculturas y pequeños jardines se levantaban y fluían entre edificios bajos y charcos con cráteres de aguanieve que reflejaban luces intermitentes. Con excepción de Lais y los peces, el paseo de baldosas estaba desierto. La gente había dejado sus huellas, trozos dispersos de papel, empapados; letreros y carteles que los arengadores habían abandonado a la lluvia, apoyados unos en otros como árboles muertos. Lais dejó que su mirada pasara rápidamente sobre ellos, intentando no ver las palabras; con la luz mortecina, casi podía fingir que no era capaz de leerlas.
Si abandonaba este lugar, podría pasear hacia el centro de la ciudad tal vez durante media hora en la noche caldeada, bien iluminada, antes que algún agente la viera limpiando a la gente y la echara, o la detuviera y registrara. Eso no se lo podía permitir. Se quedó donde estaba. Se bajó la chaqueta sobre las rodillas y recostó la cabeza. Quedarse en la calle era su opción. La casucha cercana le ofrecería una de las camas para transeúntes, pero aquí fuera el frío la entumecía, un anestésico que de otro modo podía verse forzada a comprar en forma más destructiva.
Pies que se arrastraban por el lodo de las baldosas despertaron a Lais. Se arrastró rígidamente para salir de debajo del árbol. El dolor engrapó su espinazo antes de que pudiera enderezarse. Se apoyó en la pared que contenía el jardín, respirando el cortante aire en jadeos entrecortados y poco profundos. El hombre estaba casi frente a ella cuando avanzó hacia el paseo.
—Eh, ¿tiene algunas monedas sueltas?
Sorprendido, un poco asustado, el hombre miró a Lais a través de la lluvia. Su rostro era uniforme, sin carácter, la figura y la cara aparentemente plastificada de un millar de traidores, una cara con la que Lais no compartiría su vivir. El no tenía nada de que asustarse excepto una senectud compasivamente rápida y una muerte sin dolor que podía estar más de un siglo alejada. La duración de su vida sería diez veces la de Lais.
—Vas bien vestida para querer dinero.
Lais avanzó más hacia él, tanto que tuvo que ocultar su propia intranquilidad. Ella necesitaba, si es que necesitaba algo, más distancia a su alrededor que otras personas, pero comprendía la necesidad y la controlaba. El hombre sucumbió al movimiento, y se apartó de ella hasta que poco a poco, mientras hablaban, Lais le hizo apoyar en la pared. El no tenía olor, un completo vacío aromático, firmemente restregado y desodorizado en boca, sobacos, pies y entrepierna, tan limpio como sus genes. Hasta sus ropas carecían de olor. Lais llevaba días sin bañarse, y su ropa estaba sucia; su empapada chaqueta olía a lana de un modo familiar, y ella misma olía como un animal con pelaje, cálido y húmedo. Lais desarrolló una imagen de sí misma rapiñando a otros. Le divirtió, porque la habían rapiñado toda su vida.
—Algunas personas son más generosas —dijo, como si alguien le hubiera dado la chaqueta. Mechones de pelo pendían en húmedas fajas sobre su frente y cuello.
—¿Por qué no se inscribe en Ayuda?
Lais rió una vez, agudamente, y no respondió; se volvió de espaldas al hombre y conjeturó dos pasos antes que él la llamara. Fue uno.
—¿Necesitas un sitio para dormir?
Lais hizo que su expresión fuera de menosprecio.
—Yo no hago eso, amigo.
La lluvia fría que formaba gotas en la cara del hombre no evitó su rubor; turbación mezclada con indignación.
—Vamos, yo no pretendía...
Lais sabía que él no pretendía...
—Mire, si no quiere darme nada, olvídelo —acentuó un poco ‘darme’.
El hombre contuvo la respiración y hundió las manos en sus bolsillos. Tendió un billete estrujado que Lais miró con desprecio, aunque primero lo cogió.
—Dioses, un florín entero... Muchísimas gracias.
La insolencia de su gratitud burlona trastornó más al hombre que la mofa. Lais se alejó, pensando que tenía ventaja, que dejaba al otro sin habla y confundido.
—¿Te gusta herir a la gente?
Lais le hizo frente. El individuo no tenía expresión, sólo ese aspecto liso, sin vida. Lais contempló sus ojos un instante. Al menos, los ojos aún vivían.
—¿Cuántos años tiene?
El hombre arrugó la frente de un modo abrupto.
—Cincuenta.
—Entonces no puede comprenderlo.
—¿Y cuántos tienes tú? ¿Dieciocho? No hay tanta diferencia.
No, pensó Lais. La diferencia está en los cien años que te quedan, y el odio de santurrón que me tendrías si supieras lo que fui. Casi le respondió con honestidad, pero no le salieron las palabras.
—Para mí, sí —dijo con amargura.
Sólo cincuenta años. Tenía la edad precisa para haber visto su vida destrozada por la revuelta, y si no odiaba a la raza de Lais, todavía la temería. Los sentimientos profundos ya no se borraban tan fácilmente con el paso del tiempo.
El hombre pareció estar a punto de hablar otra vez, pero se encontraba demasiado cerca; Lais le había juzgado mal, y él ya había dado un paso afuera de su propia estimación. A Lais le inquietaban sus errores; no había excusa para ellos, todavía. Se volvió para huir y resbaló para quedar con manos y rodillas sobre el aguanieve. Se puso en pie trabajosamente y corrió.
Al doblar una esquina tuvo que detenerse. Hasta un mes antes no habría notado el pequeño esfuerzo; ahora la dejó exhausta. Al menos, el Instituto podía haber elegido un medio limpio de asesinar a sus Miembros... Aunque también, las muertes limpias serían rápidas, y muy frecuentemente embarazosas.
El viento estaba aumentando detrás de Lais. En una calle radial que llevaba hacia la pista de aterrizaje central, ese viento parecía mucho más frío. El aguanieve se fundía en la cara de Lais y se deslizaba por debajo del cuello de su vestido. Yendo hacia la terminal se arriesgaba a ser reconocida, pero no creía que el Instituto pudiera haber seguido su pista hasta aquí todavía. En la terminal podría limpiar a algunas personas más, y tal vez le dieran suficiente para comprar un pasaje fuera de esta montaña y fuera de este mundo. Si pudiera ocultarse tan bien, poner la distancia suficiente, el Instituto jamás podría estar seguro de que había muerto.
A medio camino entre el paseo y la terminal de aterrizaje, Lais tuvo que pararse y reposar. El café en que entró estaba físicamente caluroso pero espiritualmente frío, utilitario y mecánico. Su espiritualidad emotiva era familiar. Recientemente Lais había llegado a reconocerlo, pero no veía oportunidad alguna de reemplazar el vacío de su interior con algo de significado superior. Había cambiado muchísimo durante los últimos meses, pero tenía muy poco tiempo libre para cambios.
Los aromas tenues de media docena de tipos de humo se demoraban entre los olores de comida automática, envasada. Lais se deslizó hacia una mesa vacía. Al otro lado de la sala, tres personas que se habían sentado juntas gozaban claramente de la compañía mutua. Por un instante pensó en ir hasta la mesa de ellos e infiltrarse en el grupo, actuando de un modo agradable al principio, pero luego cada vez más irracionalmente.
Estaba disgustada por sus fantasías. Brevemente, pensó que podría ser capaz de creer que estaba loca. Hasta la posibilidad sería confortadora. Si lograba creer lo que le habían enseñado, que los genios del Instituto eran propensos a la inestabilidad, lograría creer el resto de mentiras. Y si así fuera, el Instituto seguiría siendo una organización filantrópica. Si ella podía creer en el Instituto, si estaba loca, entonces no se estaba muriendo.
Lais se preguntó qué harían ellos si se acercaba y les contaba quién era, y qué era. No tenía experiencia alguna con seres humanos de su edad. Quizá ni siquiera se preocupaban, tal vez sonrieran y dijeran “¿y qué?” y se movieran para dejarle sitio. Tal vez recularan, muy sutilmente, claro, y se despidieran de ella; ya les habrían enseñado los suyos que los monstruos podían rebelarse de nuevo. Era la reacción más usual. Lo peor, que tal vez la miraran fijamente un momento, se miraran unos a otros, y decidieran en silencio entre ellos mismos perdonarla y tolerarla. Había visto esa reacción entre los normales que trabajaban en el Instituto, esos que necesitan cualquier superioridad trémula de la que asirse para hacerse jueces de actos castigados hacía medio siglo.
Un menú iluminado en la pared ofrecía comidas sustanciosas, pero pese al hambre, Lais sentía náuseas ante los olores combinados de carne y almíbar. El menú costaba un florín y ofrecía utensilios y un tazón lleno de sopa. Lais tomaba a mal la necesidad de gastar aunque fuera tan poco, pues casi tenía bastante para alejarse otro paso-mundo difícil de rastrear. La suma que tenía y la suma que necesitaba: eran cantidades tan penosas, dinero para tonterías, en otros tiempos.
Por un instante ansió estar de vuelta en el Instituto con los demás monstruos, complacida por seres humanos agradables. Sólo por un instante. No estaría en el Instituto de otro modo que no fuera estar oculta en el aislado hospital; esos seres humanos agradables fingirían curarla mientras le sorbían los últimos frutos de la mente y toda la información que su cuerpo pudiera ofrecerles. Lo único que les preocuparía de verdad sería averiguar qué error de procedimiento habría permitido que un fallo así se hubiera producido en sus matrices artificiales bien vigiladas. Se suponía que los Miembros no debían empezar a morir hasta los treinta años, aunque tal cosa sería negada. Nadie había advertido al Instituto que Lais moriría con quince años de adelanto; nada excepto la explicación, y quizá ni siquiera eso, podría indicarles si cualquiera de los colegas de Lais iba a morir quince o cincuenta años demasiado tarde, dando el tiempo de un reloj biológico averiado para que se convirtieran en algo que el Instituto ya no pudiera controlar, y menos aún comprender. Los días de estas personas serían terror y su sueño, pesadillas en torno a esa posibilidad.
Y la gente de Lais, los demás Miembros, apenas repararían en que ella había desaparecido: eso producía una punzada de culpa. Personas que ella había conocido se habían marchado bruscamente, y se había acostumbrado tanto a las excusas que había dejado de preguntar por tales personas. ¿Y si hubiera preguntado alguna vez? Existían tantos mundos, distancias tan grandes, tantas posibilidades... La movilidad parecía no tener límites. Lais jamás había pasado ni tan sólo un año en una sola sección distante, y rara vez veía a conocidos después de pasajeras colaboraciones en proyectos o encuentros sexuales ocasionales. No tenía vínculos emotivos, nadie a quien acudir en busca de ayuda y confianza, nadie que la conociera tan bien como para juzgarla cuerda frente a la evidencia de lo contrario. Los Miembros eran solitarios especialistas en campos demasiado esotéricos para su discusión sin el incentivo de cierta interacción intelectual. La falta de comunicación jamás había preocupado entonces a Lais, pero ahora le parecía bárbara, y casi inconcebible.
La sopa clara se llevó el frío y permitió inmiscuirse en molestias menores. La gruesa chaqueta era demasiado calurosa, pero Lais la vestía como escudo. Su cabello y ropa estaban húmedos, y el pesado material de sus pantalones empezó a producir picazón conforme se calentaba. Su cara parecía grasienta.
Las trivialidades desaparecieron. Ella había continuado la investigación que inició antes de verse forzada a correr. Estaba incapacitada y demorada por tener que hacer en su mente el trabajo secundario. Necesitaba una computadora, pero no podía permitirse bosquejar una. Era algo frustrante, desde luego, agotador ciertamente, pero necesario. Fue lo que hizo Lais.
Un tímido toque en su hombro la despertó. No recordaba haberse quedado dormida —quizá no había dormido: los datos que había estado considerando yacían organizados en su mente, una nueva síntesis— pero estaba de costado sobre el banco acolchado con la cabeza descansada en la almohada de sus brazos.
—Lo lamento de verdad. El señor Kiviat dice que debe irse.
—Comuníquele que me lo ha de decir él mismo —dijo Lais.
—Por favor, señorita.
Lais abrió los ojos. Nunca antes había visto a un anciano. Durante un instante no pudo hablar ni evitar mirar fijamente. La cara del viejo estaba profundamente arrugada y el poco pelo que tenía era fibroso, blanco amarillento; se evaporaba en sus mejillas como un brote de rastrojo gris después de dos días. El anciano estaba aterrorizado, puesto en el medio sin ninguna orientación, temeroso de intentar algo en lo que tuviera que pensar por sí mismo. Sus ojos claros, hundidos, iban de un lado a otro buscando guía. La pequeña cadena en tomo a su cuello llevaba una etiqueta de identificación infantil. La piedad movió a Lais, que sonrió comprensiva, aunque sin humor.
—Está bien —dijo Lais—. De acuerdo, me iré. El alivio del anciano se hizo palpable, evidente.
Atontada por el sueño, Lais se levantó y se dispuso a salir. Se tambaleó, y el dolor maligno trepó arrastrándose por su espinazo donde los desgastados bordes de los huesos se rozaban. Se quedó inmóvil, sabiendo que era inútil. Las ventanas negras y los abalorios brillantes de nieve se volvieron escarlatas. Lais oyó su caída, pero no alcanzó a notar el impacto.
Estuvo sin conocimiento quizá durante un segundo, volvió en sí recordando tranquilamente que ésta era la primera ocasión en que el dolor le había hecho desmayarse de verdad.
—¿Está bien, señorita?
El anciano se había arrodillado junto a ella, las manos casi extendidas como para ayudarle, pero temblando, temeroso. Dos meses atrás Lais no habría sido capaz de imaginar siquiera cómo sería existir en temor perpetuo.
—Yo... solamente —hasta oírle dolía, su voz la sobresaltó por su debilidad. Concluyó en un susurro—: Debo descansar un rato.
Se sintió estúpida tumbada en el suelo, observada por las máquinas, pero la humillación era menor que la de los pocos e interminables días en el hospital, sometida a pinchazos, biopsias y tomas de muestra como un experimento en el cultivo de un tejido recalcitrante. Por entonces había sabido que los tratamientos eran una charada, y que sólo las pruebas eran importantes. Se levantó apoyándose en los codos, y el anciano le ayudó a sentarse.
—Tengo... Me refiero a... mi habitación. Se supone que yo...
Su rostro arrugado era escarlata. Mostraba emoción mucho más legible que las caras de tipos bien nutridos, quizá porque él envejecía y ellos no, quizá porque ellos ya no eran capaces de sentir profundamente.
—Gracias —dijo Lais.
El viejo tuvo que sostenerla. Su habitación se hallaba en el mismo edificio, y se llegaba a ella a través de una red de pasillos inmundos. La habitación era de plástico blanco y estaba escrupulosamente limpia, casi vacía. El cubo reluciente y azulado de un receptor tridimensional se movía y murmuraba en un rincón.
El anciano llevó a Lais hasta un lecho de arena roto y se quedó inciertamente junto a ella.
—¿Hay algo que... necesite...?
Palabras enmohecidas aprendidas de memoria hacía mucho tiempo, nunca usadas. Lais negó con la cabeza. Se quitó la chaqueta, y él se apresuró a ayudarle. Se tumbó. El lecho era duro: el aire debía fluir entre los gránulos y dar la ilusión de flotar, pero los eyectores se habían parado y las diminutas cuentas estaban apretadas en la base, móviles y resbalosas únicamente bajo la cubierta. El lecho era más blando que la calle. La luz, brillante pero tolerable. Lais extendió los brazos. Algo la despertó: Lais estaba tumbada en tensión, desorientada. La iluminación era igual que el crepúsculo vespertino. Oyó nuevamente su nombre y se volvió. Por encima del hombro vio al anciano encogido en un taburete delante del tridimensional, atisbando el espacio azulino, mirando fijamente una miniatura silenciosa de Lais. Ella no necesitaba prestar atención para saber lo que la voz decía: habían seguido su rastro hasta Highport; estaban diciendo a los residentes que ella se encontraba aquí y que estaba loca, un pobre genio penosamente inestable, paranoico y asustado, que necesitaba compasión y ayuda. Pero no era peligrosa. Ciertamente no era peligrosa. Palabras tranquilizadoras aseguraban a la gente que la agresión había sido eliminada de los cromosomas de los monstruos (eso era mentira, e imposible, pero tan bueno como la verdad). La voz dijo que sólo existían algunos Miembros, que todos se limitaban a la investigación. Lais dejó de escuchar. Dejó que recuerdos pasados se filtraran y la afectaran. El anciano se agazapó ante su tridi y contempló la imagen. Lais apartó la retorcida manta. El viejo no se movió. Al pie de la cama, Lais extendió una mano hasta que sus dedos casi rozaron el cuello de la camisa del hombre. Debajo estaban los fuertes y delgados eslabones del collar de identidad del viejo. Ella podía coger el collar, retorcerlo en la garganta del hombre para eliminarlo como amenaza. Nadie notaría su muerte. Nadie se preocuparía. Un antropoide primitivo, en equilibrio entre la civilización y el salvajismo, urgió a Lais para que prosiguiera.
Cuando él le reconociera, se erguiría. Su cuello estaría expuesto. Lais podría notar los tendones bajo sus manos. Bajó los ojos hacia aquellas manos extendidas como garras, tensas, temblorosas, extrañas. Las retiró, todavía mirándolas fijamente. Dudó, después se tendió nuevamente en la cama. Sus manos se quedaron pasivas, suyas de nuevo, pálidas y con las marcas azules de las venas, con uñas desgarradas, sucias.
El viejo no se movió.
Mostraron fotografías de cómo podía ser el aspecto de Lais si intentaba disfrazarse, con tonos de piel oscuros o aceitunados, nada de pelo, pelo largo, pelo rizado, pelo con tinte. El color castaño casi lo conseguía: anonimato. Y ella había cambiado de formas más sutiles que el disfraz. La arrogancia estaba atenuada, y la seguridad invencible había desaparecido; la confianza en sí misma persistía —era todo lo que tenía— pero estaba moderada, y era más madura. Había aprendido a dudar, en lugar de limitarse a objetar.
El enajenado rostro del tridimensional, a pesar de su arrogancia, no era cruel sino apacible, y Lais no había sido capaz de cambiar esa cualidad.
Les había costado dos meses encontrar a Lais. No habían podido seguir su número de crédito pues ella había dejado de usarlo antes que lo cancelaran. Ellos sólo habrían podido saber cuán lejos llegaría antes de que su dinero se agotara. Lais había ido más lejos, por supuesto, pero probablemente ellos esperaban eso.
Puesto que sabían dónde estaba, ahora era casi lo mismo que más tarde, y todavía había luz fuera. Al permitirse dormir otra vez, Lais trató de imaginar que no reconocía una fotografía de alguien a quien había encontrado. Fracasó.
Lais despertó debatiéndose a causa de una pesadilla en que las imágenes azules del tridimensional la atacaban y arrollaban, y sus computadoras no acudían en su ayuda. El anciano apartó sus manos de los hombros de Lais, brusca y culposamente, al darse cuenta de que ella estaba despierta. La habitación sin ventanas resultaba sofocante. Lais estaba húmeda de pies a cabeza, y sus rodillas estaban adoloridas.
—Lo siento, señorita. Tenía miedo de que se hiciera daño —debieron haberlo desairado y denigrado toda su vida para estar tan temeroso de tocar a otro ser humano.
—No se preocupe —dijo Lais.
Al parecer siempre estaba diciendo eso al viejo. Su reloj mental zumbó y saltó para ponerse a tono con la realidad: doce horas desde que el tridi despertó a Lais.
El anciano estaba sentado en silencio, quizás aguardando órdenes. No apartaba su mirada de ella, pero su vigilancia tenía una cualidad infantil de extrañeza y ansiedad, sin reconocimiento. Al parecer no se le había ocurrido que su niña abandonada fuera la fugitiva del Instituto. Daba la impresión de que el hombre vivía en dos esferas de la realidad. Cuando Lais lo miraba, él bajaba la cabeza y encogía los hombros. Sus manos yacían fláccidas y medio encorvadas en su regazo.
—No sabía qué hacer. Me regañan cuando hago preguntas estúpidas —ninguna amargura, simple aceptación del juicio sobre la estupidez de cualquier pregunta que él formulara.
Lais dominó su inútil llamarada de enfado. Despertar odio en el viejo sería cruel.
—Hizo lo correcto —dijo.
Habría dicho las mismas palabras si él la hubiera traicionado inocentemente. Otras dos líneas de realidad posible convergieron en su mente: ella misma dos meses antes o un año antes, inalterada en cierta forma por el exilio y la desilusión, y un viejo que reclamaba ayuda para la chica enferma de su habitación. Ella le habría dicho exactamente lo que pensaba a despecho de sus sentimientos; ella lo habría considerado no con compasión sino con el tipo de pena impersonal que es casi desdén. Pero ellos se habrían hecho más semejantes en una cualidad: ninguno habría reconocido el aislamiento de sus vidas.
—¿Tiene hambre?
—No.
Eso era más fácil que tratar de explicar por qué tenía hambre pero no podía comer. El viejo lo aceptó sin objeción ni sorpresa; pareció haber quedado a la espera de sus órdenes. Lais comprendió que podía quedarse, que él nunca osaría quejarse —quizá no desearía hacerlo— ni contar a nadie que la joven estaba allí. Si hubiera sido una de las personas de plástico, Lais podría usarlo, pero no lo era. No podía usarlo: círculo completo.
Las manos del anciano se movían en su regazo, nerviosas.
—¿Qué ocurre? —Lais puso cuidado en decirlo amablemente.
—Señorita, tengo que trabajar —dijo él, a manera de disculpa.
—No necesita mi permiso —dijo Lais, tratando de evitar que su tono pareciera de reprimenda.
El anciano se levantó, se quedó inciertamente en el centro de la habitación, deseando hablar, desconociendo las palabras apropiadas.
—Quizá tenga hambre más tarde —salió corriendo.
Lais se desenrolló de la manta y se masajeó las rodillas. Erró intranquila por la habitación, se sentía atrapada y extraña.
Una emisora del tridimensional fue repasando todas las noticias. Lais apareció al cuarto de hora. La esperanza de que sólo hubieran seguido su rastro hasta este mundo se evaporó al escuchar el comunicado: era una transmisión por satélite; a menos que lo hubieran sabido, no habrían afirmado que ella se encontraba en Highport, arriesgándose a perder a la fugitiva en otra ciudad. Seguían diciendo que estaba loca, en los términos más corteses posibles. Nunca tendrían la posibilidad de explicar que la malignidad no estaba en su mente sino en su cuerpo. Nadie contraía cáncer. Las personas que relacionaban sus fechas de nacimiento con los cielos de la vieja Tierra ni siquiera se denominaban hijos de la Luna si habían nacido bajo el signo del Cangrejo, el Cáncer. La totalidad de normales había sufrido una limpieza genética, para despojar de sus cromosomas hasta el potencial para el cáncer. Sólo algunos, y ahora Lais, sabían que el potencial se había vuelto a introducir en los Miembros del Instituto, como castigo y control.
Incluso usaron este anuncio para recordar a la gente cuán importantes eran los Miembros, cuántos avances habían hecho, cuántos beneficios habían proporcionado. Antes, Lais nunca había sabido que esa especie de persuasión constante fuera necesaria. Quizá de hecho no lo era. Tal vez solamente ellos pensaban que lo era y por eso la continuaban, temerosos de atajar el refuerzo constante, sondeando, abriendo viejas cicatrices.
Lais desconectó el tridimensional. Había un pequeño gabinete que era el cuarto de baño frente a las habitaciones del anciano; no había bañera, sólo una ducha. Lais se desnudó y se sacó la peluca oscura. De haber dispuesto de secador habría lavado su ropa, pero sólo había un par de toallas raídas. Abrió la ducha y se repantigó bajo el agua que corría por su pelo brillante, descolorido, alarmante, sobre sus hombros, pecho y espalda. Sus huesos estaban grabados al aguafuerte en costillas y caderas, y sus músculos constituían un claro esquema anatómico. Sus rodillas eran negras y púrpuras; ahora se magullaban con mucha facilidad.
Salió antes que el anciano volviera. Tratar de agradecerle turbaría al viejo y lo forzaría a buscar palabras que no poseía. Si ella aguardaba tal vez perdería su coraje y se quedaría, y podría convencerse de que no necesitaba correr otra vez para desafiar al Instituto. Pero ellos podrían también seguir su rastro hasta el viejo; interrogarlo no les importaría ni les ayudaría en su búsqueda, pero eso confundiría al anciano, lo heriría. Lais se sentía extrañamente protectora hacia él, quizá como él se había sentido hacia ella. Como si la gente respondiera ante el desamparo de formas que no tenían nada que ver con su capacidad para pensar.
Afuera era de noche otra vez... Podía ser de noche todavía, por todo el sol que Lais había visto. Pero el aguanieve había cesado y era una mañana con el azul de la medianoche, fría y clara, y ni siquiera el resplandor del cielo de la ciudad podía oscurecer las estrellas. La gente erraba sola o en grupos por el paseo suavemente iluminado, o se sentaba en los flancos de bronce o piedra de las esculturas de bestias prehistóricas. Lais permaneció en las sombras y en los bordes. Ningún rostro de joven frígido palideció al verla; nadie se acercó furtivamente a la cabina de la unidad computadora más cercana para llamar a los agentes de seguridad. Numerosas personas, por su ropa y habla, eran transeúntes que no tenían razones para interesarse en las noticias locales.
Los arengadores habían vuelto después de la lluvia: predicadores de religiones extravagantes, reclutadores para pequeñas colonias en los bosques exteriores, proponentes de extrañas ideas sociales. Lais podía hacer caso omiso de todos, excepto de los que predicaban contra ella. Percibía la edad en estos últimos: recordaban. Sólo algunos conservaban un odio tan grande, suficiente para erigir murallas y gritar que los monstruos eran un peligro y una maldición. Lais se arrastró junto a los arengadores por el otro lado del paseo, como si ellos pudieran saber que sólo estaba mirando. Sus voces la siguieron.
Agotada, Lais se detuvo y entró en una de las frecuentes cabinas con unidades computadoras. La puerta se cerró a los sonidos. Necesitaba descansar. El dinero que había sableado y limpiado ya no podía comprar pasaje alguno que escapara a los vigilantes del puerto. En lugar de eso, Lais usó el efectivo para abrir líneas hasta las computadoras de la ciudad, las que le devolvieron el poder de máquinas. El cebo de las computadoras era demasiado grande, en comparación con el retraso. El problema estaba tan claro en la mente de Lais que los programas necesarios para introducir brotaron totalmente desarrollados. Hizo un equivalente de un minuto de exploración y dispuso un bloqueo en las líneas para no quedar incomunicada en cuanto el dinero se agotase. Debía durar el tiempo suficiente. Insertó en los receptáculos los cubos de datos que había llevado consigo durante dos meses. El trabajo la sumergió; la realidad se disolvió.
Más tarde, mientras aguardaba una información de salida más importante, Lais sondeó casi al pasar la vulnerabilidad de los programas urbanos, buscando montarse una ruta de escape que se borrara automáticamente. Las medidas de seguridad eran intrincadas, pero imperfecciones ocultas saltaron ante Lais y las defensas cayeron para dejar abiertos a sus habilidades los programas de control. Fue apenas más difícil que bloquear las líneas. En ese momento Lais habría podido introducir fallas en los servicios urbanos y defectos imposibles de rastrear en sus programas. Veía mil formas de causar desorganización por mero disgusto; podía desviar el servicio de basuras, destruir archivos comerciales, desajustar códigos de correspondencia y desviar el tráfico, y había mil formas de desorganizar las cosas de un modo destructivo, convertir una comunidad de un millón de personas en habitantes arruinados de una zona bélica caótica. La entropía estaba completamente de su lado. Pero cuando la ciudad quedó tendida y vulnerable ante ella, la ansiedad momentánea por destruirla la abandonó. El hecho de ver esta capacidad pareció bastarle. Vengarse de la gente de plástico habría sido absurdo, muy parecido a experimentar con ratas, conejos o primates inferiores, pequeñas bestias peludas y estúpidas que aceptaban el dolor y la degradación con asustada resignación en sus ojos abiertos y hundidos, sin saber por qué. El aislamiento emotivo que habría permitido a Lais manosear la ciudad se estrelló en su experiencia y existencia personal como animal de laboratorio, sabiendo, pero sin comprender realmente por qué.
Embistió a la terminal para cerrar definitivamente los boquetes que había hecho en las defensas de la ciudad, y la tocó con suavidad para completar su trabajo. Empleó una hora de tiempo de computadora en menos de una hora de tiempo real.
Los resultados llegaron cloqueando: primero uno, luego un segundo mapa del ecosistema mundial en colores fluorescentes que se oscurecían a lo ancho del espectro desde violeta para lo concreto, pasando por el azul, verde, amarillo para seguridad elevada, media o baja, hasta naranja y rojo para proyecciones teóricas. El mapa de control era fundamentalmente azul, muy poco rojo: tenía buen aspecto. Sus datos no habían sido más que una muestra de polvo ordinario, analizado hasta sus isótopos, procedente del terreno de la sección avanzada, donde Lais trabajaba cuando se puso enferma. El mapa mostraba el flujo de la evolución natural, manchada aquí y allá por los rápidos saltos y torsiones, manchas vacías y ramas sin raíces de la ocupación humana extraña. Su exactitud era extraordinaria. Lais ya no se creía capaz de elación, pero sonrió involuntariamente y durante algunos instantes olvidó el dolor y el agotamiento.
El segundo mapa tenía menos azul y más rojo, pero parecía uniforme y lógico. Sus datos habían sido tomados de una muestra fragmentaria de zángano de un mundo inexplorado, y demostraban que los programas estaban haciendo muy probablemente lo que se suponía que tenían que hacer: deducir la estructura y relaciones de los seres vivos de un mundo.
La pasada investigación de Lais había producido resultados que difícilmente podían ser entendidos, mucho menos usados, por los normales. Esa investigación sería prolongada y desarrollada por la raza de Lais, a la larga, no durante su vida, o quizá ni siquiera en el tiempo de vida que habría debido corresponderle. En esta ocasión se había afanado en descubrir los límites de la teoría aplicada a datos mínimos, y las aplicaciones, además de obvias, eran de gran provecho potencial. Cuando los sabuesos la encontraran hallarían sus últimos programas, y muy probablemente los utilizarían. Lais se encogió de hombros. Si hubiera querido mostrarse vindicativa, habría tratado de no terminar, pero su mente, su curiosidad y su necesidad de conocimiento no eran cosas que ella pudiera blandir e inmovilizar a voluntad, para producir resultados como puñados de galletas.
La pantalla fluctuó. El tiempo de Lais se había agotado hacía mucho rato, y la computadora estaba empezando a eliminar las obstrucciones que había colocado en su mecanismo de registro. Pero las obstrucciones aguantaron de momento, y la computadora se dispuso obedientemente a reproducir los bloques de datos después del mapa y los programas. Lais extendió el brazo para desconectar la máquina, después echó atrás la mano.
Entre estructuras cristalinas y diagramas de espectros de masas, una secuencia del ADN pasó como una bola, casi inadvertida, e inadvertible, pero captó la atención de Lais. Pensó que procedía de la muestra de zángano. Recuperó la secuencia y la puso en la pantalla. Las computadoras de la ciudad disponían de todos los programas errados de bibliotecas, y además, ¿quién se molestaba ya en interpretar el ADN? Lais eligió un punto que parecía adecuado y lo hizo de memoria; para ella era como escribir a máquina. AUG, adenina, uracito, guanina. Fuente: metionina. La vida es igual en todas partes. La computadora elaboró una cadena de aminoácidos como una sarta de abalorios. Dos dimensiones valientemente enmascaradas como tres. Lais conectó entropía y dejó que la cadena se desplegara. Una vez hecha, la duplicó y volvió a duplicar y añadió un modelo de ADN de la cadena. La pantalla fluctuó de nuevo; las brechas que Lais había efectuado en las medidas de seguridad de la computadora estaban empezando a cerrarse, y las alarmas estarían sonando.
Los fragmentos de la pantalla iniciaron el proceso de autoagregación, y cuando hubieron concluido Lais tuvo una reproducción verde luminoso, dos millones de veces el tamaño real, de algo que existía en los confines de la vida. Era un virus, eso resultaba obvio. Ella no podía quedarse e interpretar todo el genoma y buscar equivalentes para las enzimas que requeriría. No tenía que hacerlo. Se parecía, por toda la experiencia, memoria e intuición de Lais, al virus de un tumor. Volvió a dar un vistazo al registro, y se dio cuenta con una sacudida lenta, con una sensación de caída libre, que procedía de los datos de control.
Había cualquier número de explicaciones. Alguien habría podido usar el virus como portador de cirugía genética, reemplazando sus partes peligrosas con genes que el mismo virus podría insertar en un cromosoma. No criaban monstruos en esa sección avanzada, pero tal vez ellos habían hecho la provisión de virus con que los monstruos fueron infectados cuando no eran más que zigotos unicelulares. Tal vez alguien que no había sido cuidadoso con la técnica de esterilización; los del Instituto no habían sido informados de los usos que se le daba al virus y cuán peligroso era.
La partícula vírica verde y amenazadoramente descollante, tan absurda y obscena con aquel tamaño como la cabeza amplificada de una mosca, se oscureció. La computadora casi había concluido con el bloqueo. Tanto tiempo había estado Lais en compañía de máquinas que le parecía que tenían tanta personalidad como personas; y ésta le murmuraba y refunfuñaba por estar robándole su tiempo. Avanzaba pesadamente para detener a Lais, un hipopótamo en el papel de cocodrilo.
Lais había desenterrado y extraído el virus del polvo, lo había liberado por casualidad, y había muchísimos de ellos. Si era infeccioso —y eso parecía cabal— es posible que estuviera infectando a personas en la sección avanzada e incluso en las cercanías; no a muchas, pero a algunas, integrándose en sus cromosomas, erradicando los efectos de la limpieza genética. Tal vez aguardara diez, quince o cincuenta años, o por siempre, pero cuando una lesión, la radiación o un carcinógeno lo indujeran a salir, empezaría a matar. Entonces sería demasiado tarde para curar a la gente, tal como lo era para Lais; los viejos mutilantes métodos, la cirugía, la radiación, podrían dar resultado con unas pocas personas, pero si la enfermedad era similar a la de Lais, de rápido progreso, propagable por metástasis, nada habría de gran utilidad.
La luz de la pantalla empezó a apagarse. Lais actuó con rapidez y almacenó los mapas, los programas que ellos traían, los datos del zángano. Y vaciló. Unos instantes más y sería demasiado tarde. Notaba a los vengativos animales de los recuerdos intentando retenerla. Atacó el teclado con enfado y almacenó los datos de control con el resto mientras las últimas líneas brillantes se desvanecían en la pantalla.
Los datos estaban ahí, para que ellos los advirtieran y temieran, o los pasaran por alto y pagaran el precio. Lais les daría ese aviso. Los normales podrían encontrar un medio de limpiar genéticamente a las personas después que hubieran crecido; podrían incluso asignar Miembros para que trabajaran en el problema, y permitir que ellos compartieran los beneficios. Lais se extrañó de su ingenuidad personal, de que después de todo, una pequeña parte de ella confiara aún en que su gente pudiera ser por fin perdonada.
Lais dejó todo abandonado, hasta los cubos de datos, y volvió a salir al paseo.
Un autodeslizador zumbaba algunas calles atrás; los afilados haces de sus faros tocaban los bordes y esquinas de los edificios. Lais caminó más deprisa, después corrió de un modo penoso junto a puertas firmemente cerradas hasta un modelo de escultura que servía a la vez como un lugar de descanso. Se agazapó en el nicho más profundo y encerrado que estaba a su alcance. Escuchó al vehículo de seguridad que invadía el paseo para peatones. Los aspiradores de aire pasaron sin sospechar la presencia de Lais, y tampoco reconocieron la escultura como un juego para niños, un lugar para ocultarse, trepar y jugar, un lugar para que los transeúntes durmieran con un buen tiempo, un lugar que esa noche era solamente de Lais.
Junto al hombro de Lais, una ventana diminuta abría el muro de piedra de un metro de grosor. Desde fuera, la luz lunar lustraba un cuadrado de la pared que se fue estrechando, reptando hacia arriba, hasta desaparecer cuando la luna se puso.
Lais concentró toda su atención en sí misma, la cabeza entre las rodillas, trazando arrugas de fatiga en sus músculos para extrapolar sus reservas de vigor, sondeando los pozos de dolor en su cuerpo y huesos. Casi se había acostumbrado a la traición de su parte física, pero aún confiaba en su mente. La ligera punzada procedente de un delicado borde de la agudez mental era demasiado reciente para aceptarla. Ahora, forzándose a ser consciente de todo lo que ella era, Lais se asustó hasta los extremos del pánico a causa de los cambios. Cerró los ojos y combatió esa sensación, luchando con la impresión de que tenía una gran babosa gris en el estómago y un pequeño ciempiés pardo en su garganta. Los dos se retiraron, momentáneamente. Las lágrimas hormiguearon en sus mejillas, imprimieron sal sobre sus labios; Lais las restregó con su áspera manga.
Se sentía mejor de un modo marginal. Había pensado que se notaba aturdida, agitada y llena de alucinaciones por culpa del hambre, no por los cambios patológicos que avanzaban en su cerebro; eso ayudaba. Confiar en la realimentación de un instrumento averiado era un problema más. La idea de comida aún era asqueante. Pero más difícil sería cuanto más lo postergara, y entonces, quizá fuera demasiado tarde para que importara algo.
El lugar de descanso la repuso, puesto que para eso era; para ella se trataba de silencio y aislamiento, el ligero respiro del frío y las líneas elegantes y retorcidas de la escultura, fueran cuales fuesen las razones que otros tuvieran que exponer. A ella le habría gustado quedarse.
Lais caminó un largo trecho hacia el borde del bazar. Aún le dolían las rodillas —le costó algunos momentos recordar cuándo se había caído, y por qué; había pasado mucho tiempo, al parecer— y sus piernas empezaban a doler. De nuevo se sentó a descansar en una pared al borde del bazar, al borde de la cumbre de la montaña, y contempló una ciudad de luces en miniatura (¿... agujeros en el suelo hasta el infierno? Pero las luces eran oro y plata, no carmesí). Las hileras de luces conducían a lo largo de las laderas de la montaña, dendritas de la célula urbana y su núcleo del campo de aterrizaje. Lais sabía que podía salir de Highport. Creía que podría correr hasta tan lejos que ellos no la cogerían hasta que fuera demasiado tarde; confiaba en que ellos no la encontraran nunca, y confiaba en que su cuerpo le fallara antes que su mente, o en que tendría coraje y fuerza suficientes para suicidarse si no era así o si el dolor era tan grande como para quebrarla. Todo lo que tenía que hacer en realidad era llegar a la falda de la montaña, y más allá de sus estribaciones, hasta una jungla lujuriosa, con un calor enorme y un clima similar al de una incubadora, donde los procesos vitales son más rápidos y animales carroñeros merodean, y donde la destrucción de la descomposición es rápida y completa. La jungla conspiraría con ella en negar al Instituto lo que Lais consideraba más precioso: conocimiento. Se deslizó fuera de la pared y empezó a descender la montaña. Ante ella, el cielo estaba cambiando de azul de medianoche a gris y escarlata con el amanecer.
Fin