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marzo 09, 2014
Un hospital inglés, único en su género, va a la vanguardia en un nuevo e importante campo de la medicina: rodear de dignidad, amor y tranquilidad a los que viven sus últimos días.
Por Arthur Gordon.
Lo más extraordinario allí era que nadie parecía tener miedo.
En algunos hospitales el ambiente está cargado de angustia y desolación, pero en aquél no percibí nada de esto. La institución, situada en la periferia de Londres, se ha especializado sobre todo en la asistencia y el cuidado de los desahuciados, y en ella priva un clima humano en que se combinan la animación y la serenidad, la eficiencia médica con la compasión y el persistente buen humor.
Las salas generales y las habitaciones privadas estaban soleadas y llenas de flores. En un cuarto adornado con muchas tarjetas de felicitación dispuestas vistosamente sobre la cabecera de la cama, una atractiva mujer de cuarenta y tantos años me contó que su marido, músico profesional, tocaría aquella noche La flauta mágica en la función inaugural de la Ópera de Copenhague. "Me habría encantado asistir", comentó la dama con cierta melancolía. Luego añadió con naturalidad: "Probablemente podré asistir la próxima vez, si es que hay función en Londres".
En una sala pequeña, dos mujeres entradas en años bromearon conmigo y luego rieron a carcajadas mientras todos los que observaban sonreían complacidos. Otros pacientes, en cama o deambulando, se mostraban atentos y joviales a la vez que charlaban animadamente con los visitantes. No había en ellos temor ni preocupación, pensé asombrado, pues estos sentimientos se traducen en el rostro. Hasta las personas que habían acudido a visitarlos parecían tranquilas, a pesar de que sabían perfectamente, como yo, que la mayoría de aquellos enfermos ya no volverían a casa.
Iba yo a entrevistar a la directora médica de la institución, cuyo enfoque del problema de la muerte estudia y admira la clase médica en el mundo entero. Debo confesar que nunca me había puesto a meditar directamente en lo inevitable de nuestra desaparición, de la cual únicamente nos separa a todos una tenue barrera de tiempo. Me habían dicho que la filosofía de esta mujer y su actitud práctica ante la realidad de la muerte paliaban los temores que rodean el fenómeno, y deseaba yo conocerlas.
Enfundada en su bata blanca, la directora me habla sentada ante el escritorio. Advierto en su mirada un resabio de preocupación, pues lo último que ella desea es hacerse publicidad o que algún periodista describa su labor en tono sensacionalista o sentimental.
—Llamamos Hospicio a nuestra institución —me explica— porque originalmente el hospicio era un lugar de reposo para los peregrinos, viajeros exhaustos en busca de albergue. Casi todos los pacientes que se refugian aquí están sumamente cansados; algunos se sienten solos; muchos están atemorizados, y unos cuantos se encuentran al borde de la desesperación. Lo primero que intentamos es hacer que se sientan en casa. Si los transportan hasta aquí en ambulancia, desde antes de sacarlos del vehículo un colaborador nuestro les da la bienvenida. Y no se trata de una mera fórmula de cortesía; son realmente bienvenidos.
—Me imagino —comento— que muchos de sus pacientes temen no ser gratos en ninguna parte.
—Así es. Además del miedo al dolor y al abandono, suele haber en ellos el de convertirse en una carga insoportable. Nosotros nos empeñamos en quitarles esos temores desde que ingresan. Nuestro objetivo principal consiste en auxiliar al paciente gravemente enfermo a que haga lo que todos deberíamos hacer siempre: vivir tan cabal y normalmente como sea posible.
—¿No resulta eso difícil cuando se está agobiado por el dolor y casi incapacitado?
—Decimos a nuestros pacientes que no se preocupen demasiado por el dolor físico, pues disponemos de una gran variedad de recursos para eliminarlo, o al menos para reducirlo a límites tolerables. En cuanto a la incapacidad física, podemos hacer que una persona se sienta importante a pesar de su invalidez casi total. Aseguramos a nuestros enfermos que los necesitamos. Y es la verdad: nos dan constantemente datos sobre su estado, y nosotros, como maestros, podemos transmitirlos.
Comento con ella que casi todos los pacientes que he visto están en salas generales; y no en habitaciones individuales.
—En las salas —me responde la doctora— se sienten útiles, pues se ayudan unos a otros. Lo que usted observó es parte de nuestro esfuerzo contra el aislamiento que con demasiada frecuencia aflige al moribundo. El sufrimiento, de cualquier índole que sea, se intensifica si la persona se siente sola.
El Hospicio debe su origen precisamente a una experiencia de este tipo; en 1948 un joven inmigrante polaco, sin amigos ni familiares, agonizaba en la sala de un gran hospital londinense. El moribundo confió a cierta joven trabajadora social su sentimiento de abandono y desesperanza. Ella le habló de su sueño de fundar un "hogar" para personas como él, donde les proporcionaran intimidad, dignidad y alivio del dolor durante sus últimas semanas sobre la tierra.
Al morir, el joven polaco legó 500 libras esterlinas a la trabajadora social "para poner una ventana en su hogar". Posteriormente ella estudió medicina, pero nunca desistió de realizar aquel sueño. En 1959 se iniciaron los planes, y en 1965 empezó la construcción. El solar, el edificio para 70 camas y el equipo costaron aproximadamente medio millón de libras esterlinas, recaudadas en donativos. Aunque el Hospicio no depende del Servicio Nacional de Sanidad de Inglaterra, un convenio especial estipula que la asistencia es gratuita para la mayoría de los pacientes. La institución mantiene estrechas relaciones con el Ministerio de Sanidad para estar al día en cualquier adelanto.
Al preguntarle si el Hospicio es además una fundación religiosa, la directora respondió:
—Sí; pero aceptamos pacientes de cualquier credo o incrédulos. Procuramos auxiliar a cada quien según su fe o la falta de ella. Sin embargo, comparto la opinión de las monjas católicas de un hospital donde trabajé en una época: solían afirmar que la fe aumenta la eficacia de los analgésicos.
—¿Se refiere a la creencia en la vida después de la muerte?
—Yo diría más bien que es fe en la vida y en la muerte. La esperanza y la fe en la vida y en la muerte no difieren mucho entre sí; considero que la aceptación de la propia muerte es también una manera de afirmar la vida.
—¿Se ven aquí pacientes ateos o agnósticos que al final se conviertan a alguna religión?
—Sí; es frecuente que el espíritu se fortalezca a medida que el cuerpo se va debilitando. Me complace pensar que no es únicamente un recurso para escapar del temor, sino más bien el descubrimiento de Aquel que, de una forma u otra, los ha estado buscando durante toda la vida. De cualquier manera, la muerte adquiere un valor positivo cuando llega la fe, pues en ese momento el moribundo considera el morir como ofrendar a Dios todo cuanto posee.
Le hablé entonces del buen humor y de la jovialidad que pude observar en las salas. La doctora sonrió y me explicó:
—A todos les asombra contemplar aquí ese ambiente, pero debe usted saber que aquí vemos también el lado amable de la vida. Si no estamos solos en el sendero de la muerte, no tenemos por qué recorrerlo con desesperación; ni siquiera con solemnidad... por ello organizamos fiestas y abundan las risas. Las distracciones y los pasatiempos dan olvido temporal al dolor y la desdicha. Pero existe una alegría más profunda que recompensa al paciente capaz de transformar la actitud de melancolía y resentimiento expresada por un "¡No quiero morir!" en otra que serenamente acepta lo que es inevitable diciendo: "Que suceda lo justo".
Entonces musito:
—Lo que más me ha impresionado en su Hospicio es la ausencia de temor. ¿ Cómo la explica usted?
—Quizá una de las razones es que hacemos todo lo posible para conservar el equilibrio entre las necesidades humanas y las de tipo médico, y tratamos de satisfacer unas y otras. En algunos hospitales demasiado atareados se descuidan a veces las necesidades humanas de los pacientes, porque se da preferencia a la batalla médica contra la muerte. Aquí pensamos que una taza de té saboreada con toda tranquilidad la última tarde que se va a vivir, es mucho más provechosa que una maraña de tubos y sondas.
"Otra razón de que nuestros enfermos no tengan miedo pudiera ser que, contra la creencia común, la cercanía del tránsito final no atemoriza ni angustia cuando se deja a la persona enfrentarse a ese fenómeno a su manera. El resentimiento y la gran angustia son tan raros que casi podemos negar que existan. ¿ Qué dijo el papa Juan en sus últimas horas? Mi equipaje está hecho, y puedo partir en cualquier momento con el corazón tranquilo. En cierto modo, eso es lo que tratamos de lograr aquí: ayudar a la gente a empacar lo que cada quien considere más importante; lo que verdaderamente necesite".
—¿Y qué es lo más importante, según usted?
—La convicción de que no morirán sin encontrarle un significado a su muerte. Es el sentimiento que indujo a una mujer a decirme: "Diga a mi familia que todo estuvo muy bien". Claro que nadie puede dar esa conformidad a los pacientes. Lo que hay que hacer es ayudarles a que la adquieran a costa de su propio esfuerzo.
En este punto comenté que había visto muchos visitantes, incluso niños. La doctora asintió y declaró
—Las visitas son importantísimas. Hacen que el enfermo sienta que aún forma parte de la vida; que hay quien se interesa por él. Aquí no observamos un horario rígido de visitas; cualquiera puede venir a horas razonables, y disponemos de recintos especiales en que los pacientes reciben visitas. Nos complace sobre todo que vengan niños, porque nos consideramos una comunidad, y en la mayoría de los grupos humanos siempre hay niños que corretean alegremente. Además, nos recuerdan en cualquier momento que la vida es un proceso en constante renovación.
—¿Van a su casa los pacientes?
—¡Por supuesto! Algunos pueden ir a sus hogares y permanecen allí semanas y aun meses. En realidad la mitad de ellos siguen viviendo en su propio domicilio. La asistencia en casa puede ser óptima o pésima, según las circunstancias. Sin vigilancia y respaldo médicos, la permanencia en el hogar puede resultar desastrosa. Recuerdo un caso en que se pidió a nuestro personal clínico hacer una visita domiciliaria a una joven con dolores insoportables. Tanto esta enferma como su familia, desesperados, habían pensado en la posibilidad de acabar de una vez con todo.
"Esto nos lo confiaron un año después, al fallecer la joven. Pero cuando la recibimos nosotros, pudo permanecer casi todo aquel año en su casa como paciente externa, sin dolores, sintiéndose viva, pues cocinaba, salía de compras con la familia y cuidaba de sus tres hijos pequeños. Al final se mudó al Hospicio para pasar aquí serenamente sus tres últimas semanas de vida. Se me grabó lo que dijo poco antes de morir: Mis hijos ya tienen un año más.
"Sabemos que esa familia reanudó su existencia normal, pues no hemos perdido el contacto con el marido. Es fácil imaginar lo diferente que habría sido todo para ellos si ahora sólo recordaran el dolor y les quedara el remordimiento de haber precipitado el fin, movidos por la desesperación".
Pregunté a aquella extraordinaria mujer:
—¿Qué consejo daría usted a quienes tienen un ser querido grave o en las últimas etapas de su enfermedad?
—Les diría: "Procuren no atemorizarse ante la inminencia de la muerte; pero si ya lo están, que el miedo no sea el factor dominante en tal situación. No permitan que el temor los aleje de la persona enferma; tampoco la sobreprotejan, ni la traten con exagerado tacto para no preocuparla". Los moribundos, casi invariablemente, poseen más entereza de ánimo y mayor sentido común de lo que pensamos. La mayoría de las personas saben enfrentarse extraordinariamente bien a la adversidad.
—¿Agregaría usted algo más?
—Sí. Recomendaría a la familia estar en relación constante con su médico y llamarlo cuando sea necesario. Les encarecería compartir la vida de la persona que pronto ha de dejarlos, dándole noticias relativas al hogar y a los sucesos de la comunidad a que pertenecen, y pidiéndole su opinión. Les aconsejaría que no se inquieten por lo que hay que decir o callar; un apretón de manos o uná mirada bastan casi siempre en estas situaciones. Les haría ver que, aunque una enfermedad mortal nos parezca una desgracia, quizá sólo en circunstancias nefastas pueda el paciente descubrir cierto sentido a lo que le queda de vida, y acaso disponga así del tiempo y la paz necesarios para meditar en lo que le han dicho durante toda su existencia, pero que no ponderó porque estuvo demasiado atareado o preocupado.
"Por último les indicaría que probablemente pasarán momentos difíciles de dolor, temor y resentimiento, pero que, en cuanto los acepten con resignación, vivirán una paz casi luminosa".
Al salir del Hospicio pasé frente a la ventana que en esta institución tiene un lugar de honor: la que donó hace ya muchos años el joven polaco moribundo. Recordé las palabras de la directora médica cuando le agradecí el tiempo que me había concedido para la entrevista: "Quizá hayamos sido precursores en este campo de la medicina, pero no somos los únicos. Hay cada día más personas dedicadas a estas actividades. Son cada vez más los hospitales en que se advierte que la muerte no es sólo la extinción de la existencia, sino un acto positivo, digno de cumplirse bien y para el cual es necesario el auxilio".
Afuera el día estaba sereno y luminoso. Al otro lado de la calle vi un campo de tenis donde algunos jugaban. No pude menos de pensar que desde las ventanas del Hospicio los pacientes estarían presenciando aquella manifestación de vida y salud, contemplando a los tenistas llenos de vigor, mientras ellos desempeñaban con entereza y dignidad sus propios papeles en el espléndido y sosegado drama de la muerte. En eso acudió espontáneamente a mi memoria este pensamiento de Shelley : La muerte es el velo que los vivos llaman vida. Duermen, y el velo se levanta...
Quizá, medito; quizá... Y sigo mi camino, extrañamente confortado, a la luz de un atardecer apacible.